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Gr 1 de 75
VOCACIÓN DEL HOMBRE, 1
CCE 1: “Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí
mismo, en un designio de pura bondad, ha creado libremente
al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada”.
Por qué existe el hombre: por un designio
de pura bondad. Es fruto del amor libre
de Dios.
Para qué existe el hombre: para participar
de la vida misma de Dios; para conocerle
y amarle, teniendo parte en su vida
bienaventurada.
Gr 2 de 75
VOCACIÓN DEL HOMBRE, 2
Dios creó al hombre “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 27). La
imagen y semejanza de Dios se refiere a la persona humana en
su totalidad. La corporeidad sólo es posible por el alma (sin ella
no hay cuerpo, sino cadáver). El alma está referida al cuerpo. El
hombre es unidad sustancial.
El alma es el principio espiritual del hom-
bre, no reducible al cuerpo. Puede subsistir
sin el cuerpo (de hecho subsiste después de
la muerte). Es por parte del alma y de los
actos espirituales por donde principalmente
el hombre alcanza su semejanza con Dios.
Gr 3 de 75
VOCACIÓN DEL HOMBRE, 3
Distinción entre actos del hombre (realizados
de manera inconsciente: respirar, sentir dolor,
oír, etc.) y actos humanos (que proceden de
una valoración de la inteligencia y de la deci-
sión de la voluntad).
Los actos humanos son libres y de ellos deriva la responsabilidad
personal. Con ellos se alcanza o se rechaza la llamada de Dios.
Los actos humanos configuran precisamente la “vida del espíritu”.
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Gr 4 de 75
VOCACIÓN DEL HOMBRE, 4
La mentalidad de la sociedad actual tiene una
gran dificultad para entender la vida del espí-
ritu. Las cuestiones que se consideran impor-
tantes son la salud, el trabajo, la economía, la
alimentación, etc. Las del espíritu se ven como
algo relegado a la conciencia personal.
La vida del espíritu humano es la más intensa y elevada instancia
de la persona. No puede decirse que haya adquirido su plenitud
humana quien no la ejercite según su capacidad. Es vida de la
inteligencia, del amor y de la libertad. Esta vida es específicamente
humana.
Gr 5 de 75
VOCACIÓN DEL HOMBRE, 5
Conocer, amar, darse libremente a Dios y al servicio de los demás
es la vocación de toda persona. Pero el desarrollo de la vida del
espíritu alcanza algo que está absolutamente por encima de las
posibilidades humanas: cuando Dios se hace presente en la cria-
tura humana de un modo nuevo. Es cuando Dios habita en ella
como en su templo, mediante la actuación del Espíritu Santo que
nos introduce en la comunión con el Hijo y el Padre.
La gracia es la vida de Dios que se
nos da. La gracia es vida, porque
Dios es vida.
Gr 6 de 75
VOCACIÓN DEL HOMBRE, 6
CCE 375: “Nuestros primeros padres Adán y Eva fueron constituidos
en un estado de santidad y de justicia original. Esta gracia de la san-
tidad original era una participación de la vida divina”.
CCE 376: “Por la irradiación de esta gracia, todas
las dimensiones de la vida del hombre estaban
fortalecidas. Mientras permaneciese en la intimidad
divina, el hombre no debía ni morir ni sufrir. La
armonía interior de la persona humana, la armonía
entre el hombre y la mujer, y, por último, la armo-
nía entre la primera pareja y toda la creación consti-
tuía el estado llamado de ‘justicia original’”.
= dones preternaturales: inmortalidad, inmunidad del sufrimiento,
integridad, ciencia infusa.
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Gr 7 de 75
VOCACIÓN DEL HOMBRE, 7
Adán y Eva, divinizados por la gracia,
quisieron “ser como Dios, pero sin
Dios, antes que Dios y no según
Dios” (CCE 398).
Su desobediencia (pecado original originante) tiene
consecuencias desastrosas. Pierden la gracia original
y los dones preternaturales: pierden la integridad, la
armonía interior, entre ellos y con el mundo, quedan
sometidos al sufrimiento y a la muerte. Su naturaleza
queda herida.
Gr 8 de 75
VOCACIÓN DEL HOMBRE, 8
Cada persona viene a la existencia privada de la santidad original. Se
trata del pecado original originado, con el que todos nacemos: es
contraído, no cometido; es un estado, no un acto.
Tras la caída, el hombre no podía por sí mismo
recuperar la santidad perdida. Y por su naturaleza
herida, tampoco podía cumplir íntegramente y
siempre el orden moral natural.
Pero Dios no lo abandonó. Enseguida promete
a Adán y Eva la venida de un redentor, de la
salvación (Gn 3, 15: protoevangelio).
Gr 9 de 75
VOCACIÓN DEL HOMBRE, 9
“Al llegar la plenitud de los tiempos, envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido
bajo la Ley, para redimir a los que estaban
bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la
adopción de hijos” (Gal 4, 4-5).
El Hijo de Dios se encarnó para salvarnos, reconcilián-
donos con Dios Padre; para hacernos “partícipes de la
naturaleza divina” (2 P 1, 4) y para ser nuestro modelo
de santidad.
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Gr 10 de 75
VOCACIÓN DEL HOMBRE, 10
Unas de las riquezas que encierran el misterio de Cristo y de la
Redención
Toda la gracia nos viene de Cristo.
La vida cristiana se engendra y se desarrolla
en la Iglesia. A quienes, sin culpa, no conocen
la Iglesia, ni a Cristo, Dios no deja de otorgarles
las gracias necesarias por los caminos que sólo
Él conoce.
CCE 405: “El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra
el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las conse-
cuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten
en el hombre y lo llaman al combate espiritual”.
Gr 11 de 75
VOCACIÓN DEL HOMBRE, 11
Heridas de la naturaleza humana producidas por el pecado original
Ignorancia: dificultad para conocer la verdad y facilidad para
equivocarse en los juicios.
Malicia: inclinación de la voluntad al mal; resistencia a obrar por
amor a Dios y a los demás.
Debilidad: ante el esfuerzo que requiere la
conducta recta.
Concupiscencia: afán desordenado de los
goces y de los bienes materiales.
Gr 12 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 1
CCE 1987: “La gracia del Espíritu Santo
tiene el poder de santificarnos, es decir,
de lavarnos de nuestros pecados y comu-
nicarnos la justicia de Dios por la fe en
Jesucristo y por el Bautismo”. De la pala-
bra “justicia” deriva “justificación”.
La justificación es una acción salvadora de Dios: un cambio que
Dios realiza en el hombre, que comienza con el perdón de los
pecados y culmina con la santificación, o comunicación de la
justicia de Dios. Es el paso del estado de pecado al estado de
gracia.
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Gr 13 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 2
CCE 1850: “El pecado es una ofensa a Dios (...). El pecado se
levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros
corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una
rebelión contra Dios por el deseo de hacerse como dioses, pre-
tendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El
pecado es así ‘amor de sí hasta el desprecio de Dios’ (San Agus-
tín, De civitate Dei)”.
Además, “el pecado es una falta contra la ra-
zón, la verdad, la conciencia recta; es faltar
al amor verdadero para con Dios y para con
el prójimo, a causa de un apego perverso a
ciertos bienes” (CCE 1849).
Gr 14 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 3
El pecado destruye la semejanza con Dios
en lo más alto del misterio (intimidad con
las tres personas divinas), y oscurece la
imagen de Dios en el hombre.
En el fondo, las razones por las que alguien realiza un pecado se re-
ducen a tres: la concupiscencia de la carne, la de los ojos y la sober-
bia de la vida.
Pero la causa está solamente en la libre decisión personal. Sólo el
consentimiento deliberado, con advertencia plena, en un acto
cuya materia es grave, es pecado (mortal, si se dan estas tres
condiciones; venial, si falta alguna).
Gr 15 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 4
La satisfacción que promete el pecado es efímera y
limitada. Lejos de Dios, los bienes son relativos, y
se acaban. El hombre que ha caído en la esclavitud
del pecado no puede salir de ella por sus fuerzas.
Con su amor misericordioso, Dios Padre
sale al encuentro del hombre pecador y
comienza la obra de la justificación.
“Nadie puede venir a Mí si el Padre que me ha enviado no lo atrae”
(Jn 6, 44).
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Gr 16 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 5
La justificación es obra de Dios, común
a las tres Personas divinas. “Es la obra
más excelente del amor de Dios, mani-
festado en Cristo Jesús y concedido por
el Espíritu Santo” (CCE 1994).
Las tres Personas actúan en la justificación: Jesucristo nos ha
merecido la justificación por su Pasión. El Espíritu Santo nos
concede poder participar de la Pasión y Resurrección. Al estar
injertados en Cristo, somos hijos del Padre.
Gr 17 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 6
Itinerario de la justificación:
1.“Movido por la gracia, el hombre se vuelve a
Dios y se aparta del pecado” (CCE 1989);
2. “La justificación entraña el perdón de los
pecados” (Ídem);
3. El itinerario concluye en “la santificación y
la renovación del hombre interior” (Ídem).
Gr 18 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 7
Sin la gracia de Dios previa, nadie puede dar los primeros pasos
hacia la conversión. “Si alguno dijera que, sin la inspiración pre-
viniente del Espíritu y sin ayuda, puede el hombre creer, esperar
y amar o arrepentirse como conviene para que se le confiera la
gracia de la justificación, sea anatema” (Trento s. 6, c. 3).
Se trata de la gracia actual (luz en el
entendimiento, moción en la voluntad,
afecto en el corazón). Su acción prece-
de también la preparación del hombre
para acoger la gracia.
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Gr 19 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 8
La precedencia absoluta de la gracia a toda
iniciativa humana es un misterio: de la
comunicación de Dios al hombre y la res-
puesta de la libertad humana. Ni siquiera
podríamos rezar una jaculatoria sin la
intervención de la gracia: “Nadie puede
decir ‘Jesús es el Señor’ sino en el Espíri-
tu Santo” (1 Cor 12, 3).
Hace falta evitar dos extremos: atribuir demasiado a la iniciativa
humana, o pensar que la gracia hace superfluo el papel del
hombre.
Gr 20 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 9
Pelagio 1
Contemporáneo de San Agustín. Daba tal importancia al esfuerzo
ascético que pensaba que bastaba proponerse la salvación para
conseguirla sólo con las propias fuerzas.
El pecado original consistiría sólo en el mal
ejemplo de Adán y Eva. El hombre conservaría
intactas sus fuerzas morales y podría sólo con
ellas, hacer el bien, evitar el mal y salvarse por
sí mismo.
La gracia no sería más que el buen ejemplo de
Cristo que nos ayuda a obrar bien, pero que no
es imprescindible.
Gr 21 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 10
Pelagio 2
Primera consecuencia de esta doctrina: debi-
lidad y pérdida del sentido de pecado. La no-
ción de ofensa a Dios cede paso a la de error
o equivocación, y acaba por desvanecerse la
noción misma de pecado.
Otra consecuencia: el oscurecimiento de la fe y del sentido de
Dios. Entonces la vida cristiana consiste esencialmente en las
buenas acciones del hombre.
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Gr 22 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 11
Semipelagianismo
Error más moderado: afirma la necesidad de la gracia, pero también
que el hombre puede dar el primer paso hacia la conversión sin
gracia previa. El hombre podría querer convertirse por propia
iniciativa, sin la gracia divina, aunque luego, para convertirse
necesite el auxilio de Dios.
Condenado por el 2º Concilio de Orange (año 529).
Cualquier preparación que pueda haber en el hom-
bre proviene del auxilio de Dios que mueve el
alma al bien.
Gr 23 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 12
En el otro extremo, para Lutero, la naturaleza humana
ha quedado de tal modo dañada por el pecado original,
que no puede hacer nada bueno por sí misma. El hom-
bre está siempre en pecado.
El perdón de Dios consiste, para Lutero, en que Dios
recubre nuestros pecados con los méritos de Cristo y
nos declara justificados, pero de ahí no sigue ningún
cambio interior en el alma, ni se produce una santifi-
cación interior.
Lo único que necesito, según Lutero, es tener fe en que Dios me ha
perdonado y me tiene por justo, aunque sepa que sigo siendo peca-
dor. No tiene cabida la posibilidad de una gracia sobrenatural que
moviese al hombre a actuar bien.
Gr 24 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 13
Dios y libertad humana no son como dos fuerzas que se yuxta-
ponen. La justificación es toda obra de Dios, y el hombre es to-
talmente responsable de su justificación. Dios y el hombre con-
curren en ella, pero en planos distintos: Dios como Creador y
Fin del hombre; el hombre, como criatura.
CCE 1993: “La justificación establece la colabo-
ración entre la gracia de Dios y la libertad
humana. Por parte del hombre se expresa en el
asentimiento de la fe a la Palabra de Dios que lo
invita a la conversión, y en la cooperación de la
caridad al impulso del Espíritu Santo que lo
previene y lo custodia”.
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Gr 25 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 14
Dios es quien, ante todo, ha sido ofendido por el pecado. Sólo Él lo
puede perdonar. Nadie se puede otorgar el perdón a sí mismo, ni
puede dictar las condiciones para obtenerlo.
“Dios nos espera, como el padre de la parábola,
extendidos los brazos, aunque no lo merezca-
mos. No importa nuestra deuda. Como en el
caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abra-
mos el corazón, que tengamos añoranza del
hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos
y nos alegremos ante el don que Dios nos hace
de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta
falta de correspondencia por nuestra parte, ver-
daderamente hijos suyos” (San Josemaría,
Es Cristo que pasa 64).
Gr 26 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 15
Para los miembros de la Iglesia, el arrepentimiento,
fruto del amor a Dios sobre todas las cosas, incluye
el propósito de confesar los pecados en el sacramen-
to de la penitencia, y obtiene el perdón incluso de los
pecados mortales. Es la contrición perfecta. No lo
sería si faltase ese propósito de confesarse.
Cumpliendo la voluntad del Padre, Jesucristo busca al pecador, de-
sea convertirle y le ofrece constantemente el perdón.
El pecado queda borrado, destruido. El hombre queda liberado
de su pasado.
Gr 27 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 16
Al perdón de los pecados va unida la santifica-
ción y renovación del hombre interior. Son
dos aspectos de una misma acción de Dios que
se produce de una vez. No hay instante en que
estén perdonados los pecados sin santificación,
ni santificación sin perdón de los pecados.
La santificación supone un cambio en el sujeto. Recibe algo que
antes no tenía: nada menos que una vida nueva. La naturaleza de
la santificación, misteriosa, implica la comunión de la vida de
Dios en lo más hondo del alma.
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Gr 28 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 17
En el momento de infundirnos la gracia, Dios nos hace hijos suyos.
Nos engendra a una vida nueva en la que participamos de la filia-
ción divina del mismo Cristo.
1 Jn 3, 1-2: “Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos
llamados hijos de Dios, y lo seamos (...). Carísimos, ahora somos
hijos de Dios”.
Por ser hijo, el hombre justificado es tam-
bién heredero. Tiene derecho a sus bienes:
los dones necesarios para la santificación
en esta vida; y en la vida eterna, la parti-
cipación cara a cara en la vida de Dios
Uno y Trino.
Gr 29 de 75
LA JUSTIFICACIÓN, 18
La justificación es don gratuito de Dios.
En este don podemos distinguir:
- La actuación amorosa divina en el
origen y en el curso de la justificación
(son las gracias actuales);
- La participación estable de la vida
divina: gracia santificante (o habitual).
Con la justificación son difundidas en
nuestro corazón las virtudes infusas y
los dones del Espíritu Santo.
Gr 30 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 1
La gracia es una participación de la vida
de Dios. Se puede describir como un
nuevo nacimiento, origen de una nueva
criatura: sin dejar de ser la misma persona
humana, comienza a vivir en un orden que
excede por completo sus capacidades na-
turales.
Ese nuevo nacimiento consiste en participar de la vida divina.
El cambio que experimenta la persona con la gracia es una
verdadera divinización. La gracia nos introduce en la intimidad
de la vida trinitaria.
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Gr 31 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 2
La unión del alma y del cuerpo constituye una unidad sustancial que
es el hombre. El hombre no es un alma que inhabita en un cuerpo.
En cambio, por la gracia, Dios sí inhabita en el hombre, pero no
forma con él una realidad sustancial: la persona humana sigue siendo
distinta de las Personas divinas. Por eso la gracia (la vida sobrena-
tural) se puede perder sin perder la vida natural.
Cuando se habla del pecado como muerte del alma,
el vocablo muerte significa la pérdida de la vida de
Dios en el alma y de las virtudes sobrenaturales.
Tal ruptura no altera la realidad sustancial de la
persona, que es lo que sucede, por el contrario,
cuando se rompe la unión del alma con el cuerpo.
Gr 32 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 3
La gracia es un modo de vida. Es toda la vida la
que queda informada por la vida de Dios, porque
el hombre, en estado de gracia, está divinizado,
es decir, metido verdaderamente en Dios, intro-
ducido a participar de la vida divina.
El hombre en gracia experimenta un cambio real: queda endiosado
(San Josemaría). Los Padres de la Iglesia califican esta elevación
del hombre como una auténtica divinización. Es un don que supera
la medida de la razón o la fuerza de la voluntad. Nadie puede
lograrlo como resultado de un despliegue de las posibilidades
espirituales de la naturaleza humana.
Gr 33 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 4
La divinización no significa una disolución de lo humano en lo
divino, al estilo de un planteamiento panteísta. No implica una
pérdida de identidad personal. Al contrario, cuanto más se vive
en Dios, más se enriquece la personalidad humana.
Con la gracia, se comienza ya en esta vida el
proceso que culmina en la vida eterna, que es
la vida perfecta con la Santísima Trinidad, con
la Virgen María, San José, los ángeles y todos
los bienaventurados. El cielo es la realización
de las aspiraciones más profundas del hombre,
el estado supremo y definitivo de dicha.
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Gr 34 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 5
CCE 1999: “La gracia de Cristo es el don gratuito
que Dios hace de su vida infundida por el Espíritu
Santo en nuestra alma (...): es la gracia santifican-
te o divinizadora, recibida en el Bautismo. Es en
nosotros la fuente de la obra de santificación”.
No es algo puramente externo (Lutero), ni una simple afinidad
moral o afectiva con Cristo (Pelagio).
CCE 2000: “La gracia santificante es un don habitual, una disposi-
ción estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla
capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor”.
Gr 35 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 6
La gracia es divinización. No es una “cosa” que se interponga entre
el alma y Dios: es el don del Espíritu Santo que nos introduce en la
vida de la Trinidad Santísima.
La participación de la vida divina que recibimos como un don esta-
ble, consiste en la participación en la vida del Hijo, de Cristo. Y
vivir la vida de Cristo nos lleva al Padre y al Espíritu Santo.
El modo en que Dios nos concede participar de
su vida y nos hace miembros de su familia es la
filiación. “Mirad qué amor tan grande nos ha
mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de
Dios, y lo seamos” (1 Jn 3, 1-2).
Gr 36 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 7
Al adoptarnos, Dios Padre podría haberlo hecho
de muchas maneras. Ha querido hacerlo de la
forma más alta, que es introducirnos en la Fi-
liación del Verbo. Nos hace “hijos en el Hijo”,
configurados a la imagen del Hijo.
La filiación adoptiva humana lleva consigo sólo la relación jurídica
y moral. La filiación adoptiva respecto a Dios es muchísimo más:
supone cambio, generación real, nuevo nacimiento, verdadera divi-
nización. Por ella somos Dios por participación en la Filiación
del Hijo. Es con relación a la Filiación del Hijo por lo que la nuestra
se llama adoptiva. Él es Hijo por naturaleza.
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Gr 37 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 8
La filiación divina puede y debe ser el fundamento de la vida
espiritual: un cristiano deberá vivir la unidad de vida de un
hijo de Dios, actuará con la libertad de los hijos de Dios, su
oración es la de un hijo de Dios, y lo mismo su trabajo, alegría,
dolor, etc.
Saber que “el cristiano está obligado a ser alter
Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo
Cristo” (San Josemaría, Es Cristo que pasa 96),
orienta decisivamente nuestra vida, nuestro
modo de corresponder a la acción divina, que
es la única capaz de hacernos más y más el
mismo Cristo, y en Él, más y más hijos de Dios.
Gr 38 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 9
Es Cristo mismo el que nos ha revelado que podemos
identificarnos con Él. La imagen a la que recurre en
la parábola de la vid y del sarmiento expresa la dis-
tinción (el sarmiento no es la vid), pero también la
unión estrechísima: toda la vida del sarmiento pro-
cede de la vid.
“Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que
vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que
con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no
hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido
de Nuestro Señor Jesucristo” (San Josemaría, Amigos de Dios 299).
Gr 39 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 10
Jn 15, 15: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré
al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre”.
CCE 1999: “La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace
de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma”.
La tarea de hacer de cada cristiano “otro Cristo”
la lleva a cabo el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo formó a Cristo en las entrañas
de María. De modo análogo, es Él quien hace
“nacer” a Cristo en cada cristiano.
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Gr 40 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 11
La gracia es el don que nos hace hijos de Dios
Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo.
Está íntimamente relacionada con la inhabita-
ción de la Trinidad en el alma: se trata de dos
dimensiones inseparables del misterio de la
participación de la vida divina. La inhabitación
es la causa de la gracia.
“La gracia es causada en el alma por la presencia de la divinidad,
como la luz en el aire por la presencia del sol” (Santo Tomás).
El misterio Trinitario se “proyecta” en el alma mediante las misiones
del Hijo y del Espíritu Santo.
Gr 41 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 12
La vida intratrinitaria se prolonga en el alma, de manera que las
Personas divinas viven en ella: esto es la inhabitación.
El alma queda elevada, endiosada al ser introducida en la inti-
midad de Dios: este cambio en el alma es la gracia.
Se suele expresarlo con las categorías de gracia
increada y creada. Gracia increada: el mismo
Dios dándose al hombre. Gracia creada: el don
producido en el alma cuando Dios habita en
ella. También se llama don increado al Espíritu
Santo que mora en el alma, y don creado su
efecto en el alma.
Gr 42 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 13
Las gracias actuales “designan las intervenciones
divinas que están en el origen de la conversión o
en el curso de la obra de la santificación” (CCE
2000). Son luz en la inteligencia, moción en la
voluntad, afecto en el corazón.
Sin ellas el hombre en pecado mortal ni siquiera puede dar los
primeros pasos para salir de tal situación.
Pero las gracias actuales no se dirigen sólo al hombre lejos de Dios.
Dios las da al hombre divinizado por la gracia santificante, en el
curso de la santificación.
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Gr 43 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 14
La gracia santificante pertenece al orden de lo que somos: hijos
de Dios. Las gracias actuales nos capacitan para obrar en conse-
cuencia con lo que somos.
Al ser hijos de Dios por la gracia santificante,
será incluso mayor la actividad santificadora
de Dios a través de las gracias actuales, pues
se ordenan a nuestra santificación.
San Pablo lo enseña, por ejemplo, cuando dice:
“Dios es quien obra en vosotros el querer y el
actuar conforme a su beneplácito” (Flp 2, 13).
Gr 44 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 15
Todas las circunstancias de la vida son camino
para la gracia. Puede llegar a través de la ora-
ción, de la lectura del Evangelio, la predicación,
la conversación de amistad, el buen ejemplo,
alegrías, dolor, intervenciones especiales de
Dios como en la Anunciación a María, etc.
“La vida presenta mil facetas, situaciones diversísimas, ásperas
unas, fáciles quizá en apariencia otras. Cada una de ellas compor-
ta su propia gracia, es una llamada original de Dios: una ocasión
inédita de trabajar, de dar el testimonio divino de la caridad”
(San Josemaría, Conversaciones 97).
Gr 45 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 16
La gracia actúa “a favor” de la libertad, pero no la hace superflua,
ni la “adormece”; al contrario, la fortalece, la defiende y la posi-
bilita para su más alta realización. Nunca tiene carácter de impo-
sición, sino de invitación, llamada.
Por parte del hombre, se pone en juego
una verdadera capacidad de decidir
sobre su propio destino, y a veces esta
decisión rechaza la llamada divina.
La gracia no entra en conflicto con la libertad auténtica. El con-
traste puede darse entre gracia y desenfoques teóricos de la li-
bertad o entre gracia y libertad afectada por las heridas del pecado.
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16. 27/08/2010
Gr 46 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 17
Desenfoques de libertad más comunes
Entendida como ausencia de límites: independen-
cia absoluta. Algo así no existe, aunque se pueda
imaginar o desear. La llamada de Dios a seguirle
puede entonces ser vista como una intromisión
indebida.
Entendida como espontaneidad: dar cauce a todas las apetencias,
deseos, ganas. Lleva a la negación de la libertad, pues la razón
tendría que ser esclava de la pasión.
Entendida como puro poder electivo: el hecho de que la elección sea
buena o mala quedaría subordinado a que es una elección personal.
Las normas morales se enfocan como limitación de la libertad.
Gr 47 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 18
El ejercicio auténtico de la libertad consiste en dirigirse al verdadero
Bien con dominio de los propios actos. El hombre ama a Dios
porque quiere; ama al prójimo porque quiere; hace el bien, cumple
la ley moral, etc., porque quiere. No consiste en “hacer lo que
quiero”, sino en “hacer el bien porque quiero”. Por eso la gracia con
la que Dios atrae al hombre hacia sí, siempre va en favor de la ver-
dad y la libertad.
La libertad del hombre está debilitada por el
pecado de origen, y sufre del desorden de la
concupiscencia. “Pero las tentaciones se
pueden vencer y los pecados se pueden evitar
porque, junto con los mandamientos, el Señor
nos da la posibilidad de observarlos” (Juan
Pablo II, Veritatis splendor 102).
Gr 48 de 75
VIDA DE LA GRACIA, 19
Las gracias sacramentales son dones propios de
los distintos sacramentos. Por ejemplo, en la
confesión, además de la gracia santificante que
limpia y regenera al pecador, el sacramento le
otorga una gracia especial (sacramental) que le
fortalecerá para vencer justamente en las virtu-
des en que había sido derrotado.
Los carismas son gracias que Dios concede a determinadas personas
a favor de la santidad de los demás.
Todas las profesiones y trabajos cuentan con la correspondiente
gracia de estado para que quien los desempeñan los santifique y
él mismo se pueda santificar.
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VIDA DE LA GRACIA, 20
Junto con la gracia nos son infundidas en el alma las virtudes
teologales. La fe permite participar del conocimiento que Dios tie-
ne de sí mismo y de todas las cosas. La esperanza refuerza la vo-
luntad haciendo que podamos confiar en vivir como hijos de Dios y
alcanzar la bienaventuranza. La caridad perfecciona la voluntad y
nos confiere un amor que es participación del Espíritu Santo.
Las virtudes teologales “informan y vivifican
todas las virtudes morales” (CCE 1813). Sin
entrar en la cuestión de si existen virtudes
morales infusas, se puede hablar de virtudes
morales sobrenaturales entendidas como hábi-
tos vivificados por la fe, esperanza y caridad,
que permiten actos sobrenaturales de templanza,
fortaleza, etc.
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VIDA DE LA GRACIA, 21
Los dones del Espíritu Santo son “disposi-
ciones permanentes que hacen al hombre
dócil para seguir las inspiraciones divinas”
(CCE 389). Son infundidos junto con la
gracia. La Sagrada Escritura habla de siete.
Dones que perfeccionan el entendimiento: sabiduría, que, apoyado
en la caridad, permite conocer la intimidad divina del más alto modo
posible; entendimiento, que permite captar de forma más viva y pro-
funda lo que ya se sabe por la fe; ciencia, que facilita ver las cosas
creadas en su esencial dependencia de Dios y según el valor que
tienen para la consecución de la santidad; consejo, que otorga apre-
ciar lo que, en concreto, es más agradable a Dios, tanto en la propia
vida como a la hora de aconsejar a otros.
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VIDA DE LA GRACIA, 22
Dones que perfeccionan la volun-
tad: fortaleza, que otorga fortaleza
en la fe y firmeza en la lucha para
vencer las dificultades de la vida
interior; piedad, que fomenta la
conciencia de saberse hijos de Dios
en Cristo, y por Él hermanos de to-
dos los hombres (da paz y alegría);
temor de Dios, que no es el miedo
a Dios, sino el temor a ofenderle, a
contristarle.
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GRACIA Y OBRAS, 1
La vida eterna tiene carácter de recom-
pensa, de premio. El hombre solo no la
podría conseguir. Pero el Señor ha que-
rido hacer al hombre capaz de adquirir
un verdadero derecho a la recompensa.
Ese derecho lo poseen los que siguen a Cristo, los que unidos a Él
por la fe y el amor, procuran ser “otro Cristo”, y por tanto hijos
de Dios.
Se llama mérito a ese derecho al premio. Tiene por objeto tanto la
vida eterna, como los dones de la gracia en el camino de la santi-
ficación.
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GRACIA Y OBRAS, 2
CCE 2006: “El término ‘mérito’ designa en general la retribución
debida por parte de una comunidad o una sociedad a la acción de
uno de sus miembros, considerada como obra buena u obra mala,
digna de recompensa o de sanción. El mérito corresponde a la
virtud de la justicia conforme al principio de igualdad que la rige”.
El origen del mérito puede ser simplemente la
condición de la persona o sus obras. Una per-
sona merece que se le trate con la consideración
debida; merece tener acceso a los medios indis-
pensables para vivir como tal. Quien desempeña
un trabajo merece el sueldo justo.
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GRACIA Y OBRAS, 3
Ni por la condición personal ni por las obras se
puede hablar de mérito como derecho estricto
ante Dios, pues falta el principio de igualdad.
“Entre Él y nosotros, la desigualdad no tiene
medida, porque nosotros lo hemos recibido todo
de Él, nuestro Creador” (CCE 2007).
Pero “Dios ha dispuesto libremente asociar al hombre a la obra
de su gracia. La acción paternal de Dios es lo primero, en cuanto
que Él impulsa, y el libre obrar del hombre es lo segundo, en
cuanto que éste colabora, de suerte que los méritos de las obras
buenas deben atribuirse a la gracia de Dios en primer lugar, y al
fiel, seguidamente” (CCE 2008).
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GRACIA Y OBRAS, 4
El mérito de nuestras obras procede de que somos hijos de Dios, y
por tanto se realizan en el ámbito de la intimidad con Él. “La
gracia ha precedido; ahora se da lo que es debido (...). Los méritos
son dones de Dios” (San Agustín, Sermón 298).
CCE 2011: “La gracia, uniéndonos a Cristo con
un amor activo, asegura el carácter sobrenatural
de nuestros actos y, por consiguiente, su mérito
tanto ante Dios como ante los hombres. Los
santos han tenido siempre conciencia viva de
que sus méritos eran pura gracia”.
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GRACIA Y OBRAS, 5
El hombre justificado merece por sus
buenas obras: el aumento de la gracia
santificante, la vida eterna, y el aumento
de la gloria.
La gracia santificante, en cuanto participación en la vida divina,
no puede aumentar por otro procedimiento que el de la libre deci-
sión divina, que quiere “darse” más al alma si ésta corresponde
a las gracias previas.
Cuando hacemos, movidos por la gracia, un acto de fe o de amor,
merecemos un aumento de las virtudes sobrenaturales y de los
dones del Espíritu Santo, y Dios nos lo concede.
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GRACIA Y OBRAS, 6
La gracia es la incoación de la gloria. La vida eterna es recompensa
definitiva para quienes llegan al momento de la muerte en gracia
de Dios.
Se puede merecer también el aumento de gloria: existen diversos
grados de gloria.
CCE 2010: “Los mismos bienes temporales,
como la salud, la amistad, pueden ser merecidos
según la sabiduría de Dios. Estas gracias y bie-
nes son objeto de la oración cristiana, la cual
provee a nuestra necesidad de la gracia para las
acciones meritorias”. Se pueden también mere-
cer a favor de los demás las gracias útiles para
su conversión y santificación.
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GRACIA Y OBRAS, 7
Requisitos para merecer: a) vida tempo-
ral (el tiempo de merecer termina con la
muerte); b) acción libre y buena; c) estado
de gracia (obrar en todo por amor a Dios).
Ser sobrenaturalmente bueno es mucho más que ser humanamente
bueno, pero lo incluye. La gracia no actúa de espaldas a la realidad
física, psicológica y moral de la persona.
“Dios nos quiere muy humanos (...). El precio de vivir en cristiano
no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas
virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo (...), que es
perfectus Deus, perfectus homo” (San Josemaría, Amigos de
Dios 75).
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GRACIA Y OBRAS, 8
CCE 1804: “Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposicio-
nes estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la vo-
luntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y
guían nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionan facili-
dad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena. El
hombre virtuoso es el que practica libremente el bien. (...) Se
adquieren mediante las fuerzas humanas”.
Las virtudes humanas son el fundamento de las
sobrenaturales. Por otra parte, las sobrenaturales,
que se difunden con la gracia en el alma, purifi-
can y elevan las humanas; les dan arraigo y faci-
litan su adquisición y desarrollo.
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GRACIA Y OBRAS, 9
Por una parte, la madurez humana supone la con-
junción de madurez en el entendimiento (capacidad
de juicio), en la voluntad (tomar decisiones y per-
severancia) y en los afectos (estabilidad de ánimo).
Por otra parte, la madurez humana se eleva a madu-
rez sobrenatural por la gracia.
La gracia, por la virtud de la fe eleva al entendimiento a una com-
prensión sobrenatural de Dios, que se extiende de un modo u otro
a todas las cosas. Eleva la voluntad (principalmente por la caridad)
a querer conforme a la Voluntad divina. Perfecciona los afectos,
para hacer posible llegar a tener los mismos sentimientos del Señor.
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SANTIDAD CRISTIANA, 1
Los dones de Dios, la gracia santificante y todos los demás auxilios
del Espíritu Santo, no son algo que se pueda guardar en un depósito,
separado de la existencia cotidiana.
La gracia es vida: vida de Dios que se nos da
para vivir como hijos suyos. Cada uno debe
corresponder para que se desarrolle y llegue
a su plenitud, que es la identificación con
Cristo. En esto consiste la santidad y esta es
la vocación a la que todos están llamados.
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SANTIDAD CRISTIANA, 2
“Si el Bautismo es una verdadera entrada en la
santidad de Dios por medio de la inserción en
Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un
contrasentido contentarse con una vida mediocre,
vivida según una ética minimalista y una religio-
sidad superficial. Preguntar a un catecúmeno,
‘¿quieres recibir el Bautismo?’, significa al mismo
tiempo preguntarle, ‘¿quieres ser santo?’. Signifi-
ca ponerle en el camino del Sermón de la Montaña:
‘Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre
celestial’ (Mt 5, 48)” (Juan Pablo II, Novo
millennio inneunte 30).
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SANTIDAD CRISTIANA, 3
“Los caminos de la santidad son múltiples y
adecuados a la vocación de cada uno (...). Es
el momento de proponer de nuevo a todos
con convicción este ‘alto grado’ de la vida
cristiana ordinaria” (Juan Pablo II, Ídem 31).
La “tarea” de la santidad dura toda la vida, abarca todas las ocupa-
ciones vivificándolas desde dentro, recaba de la persona todas sus
facultades. No hay vacaciones, no hay momentos ni ocupaciones
rectas en que pueda quedar entre paréntesis creer, amar o esperar
en Dios, servir a los demás, vivir las virtudes...
La santidad necesita, para desarrollarse y crecer, nuestra
correspondencia libre.
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SANTIDAD CRISTIANA, 4
CCE 2013: “’Todos los fieles cristianos, de cualquier estado o
condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la
perfección de la caridad’ (Lumen gentium 40). Todos son
llamados a la santidad: ‘Sed perfectos como vuestro Padre ce-
lestial es perfecto’ (Mt 5, 48)”.
CCE 2014: “El progreso espiritual tiende a la unión
cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama
‘mística’, porque participa del misterio de Cristo
mediante los sacramentos -’los santos misterios’- y,
en Él, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios
nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aun-
que las gracias especiales (...) de esta vida mística
sean concedidos solamente a algunos para manifes-
tar así el don gratuito hecho a todos”.
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SANTIDAD CRISTIANA, 5
“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). El seguimiento
de Cristo no se puede limitar a una parte de su vida o de su misión.
Tiene que ser -dentro de las circunstancias personales- completo.
Y toda la vida de Jesús está orientada hacia el sacrificio de la Cruz.
CCE 2015: “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay
santidad sin renuncia y sin combate espiritual. El progreso espiri-
tual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradual-
mente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas”.
Es muy útil fijarse en la vida de los santos, en sus
luchas y su correspondencia a la gracia. Podemos
aprender de ellos viendo cómo buscaron identifi-
carse con Cristo y cómo lo lograron.
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SANTIDAD CRISTIANA, 6
Si la búsqueda de la santidad supone un
progresivo crecimiento en el amor a Dios,
necesariamente llevará consigo trato
mutuo, intercambio de conocimiento,
diálogo. Es decir, oración.
“Hay un solo modo de crecer en la familiaridad y en la confianza
con Dios: tratarle en la oración, hablar con Él, manifestarle -de
corazón a corazón- nuestro afecto. (...) El sendero que conduce
a la santidad, es sendero de oración; y la oración debe prender
poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se conver-
tirá más tarde en árbol frondoso” (San Josemaría, Amigos de
Dios 294-295).
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SANTIDAD CRISTIANA, 7
“Empezamos con oraciones vocales, que muchos
hemos repetido de niños: son frases ardientes y
sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es
Madre nuestra. Primero una jaculatoria, y luego
otra, y otra...” (San Josemaría, Amigos de
Dios 286).
CCE 2701: “La oración vocal es un elemento indispensable de la
vida cristiana. A los discípulos, atraídos por la oración silenciosa de
su Maestro, éste les enseña una oración vocal: el ‘Padre Nuestro’”.
El hecho de que se comience con oraciones vocales no hace de ellas
algo exclusivo de niños o principiantes. La oración vocal no se deja
nunca. Es muy conforme al modo de ser humano.
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SANTIDAD CRISTIANA, 8
“No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad,
estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”
(Santa Teresa de Jesús, Libro de la vida 8).
“Me has escrito: ‘orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?’ -¿De qué?
De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles.
preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y
peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y co-
nocerte: ‘¡tratarse!’” (San Josemaría, Camino 91).
Se puede hacer con ayuda de un libro. El principal es la
Sagrada Escritura, especialmente los Evangelios. Tam-
bién ayudan los textos litúrgicos, los escritos de los
Padres, las obras de espiritualidad. La oración mental
también se alimenta de los sucesos de la vida.
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SANTIDAD CRISTIANA, 9
El amor a Dios crece, y llega un momento en que “las palabras
resultan pobres... y se deja paso a la intimidad divina en un mirar a
Dios sin descanso y sin cansancio. (...) Mientras realizamos con la
mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y
limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro
oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro
atraído por el imán” (San Josemaría, Amigos de Dios 296).
CCE 2715: “La oración contemplativa es mirada
de fe, fijada en Jesús. ‘Yo le miro y Él me mira’,
decía a su santo cura un campesino de Ars que
oraba ante el Sagrario”.
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SANTIDAD CRISTIANA, 10
Las tres formas de oración no son excluyentes
entre sí. Las oraciones vocales proporcionan
abundante alimento para la meditación perso-
nal. Por su parte, al meditar, muchas veces
se pasa a la contemplación (siempre es don
que concede Dios).
Otras veces, la contemplación se desborda en oraciones vocales y
jaculatorias. Y viceversa: “sé que muchas personas, rezando vo-
calmente -como ya queda dicho-, las levanta Dios, sin saber ellas
cómo, a subida contemplación” (Santa Teresa de Jesús, Camino
de Perfección 30, 7).
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SANTIDAD CRISTIANA, 11
El fruto del trato con Dios, de la auténtica
vida interior, se manifiesta en toda la vida
de la persona: en su caridad, en su trabajo,
en su alegría, etc.. Sin cambiar nada por
fuera, se trata de “un nuevo modo de pisar
en la tierra, un modo divino, sobrenatural,
maravilloso” (San Josemaría, Amigos de
Dios 297).
“Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino,
escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de
vosotros descubrir” (San Josemaría, homilía, 8.10.1967).
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SANTIDAD CRISTIANA, 12
“Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca,
que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de
cerca que con Él nos identifiquemos” (San Josemaría, Amigos
de Dios 299).
En ese seguimiento, se pueden señalar cuatro escalones: buscarle,
encontrarle, tratarle y amarle.
“Buscadlo con hambre, buscadlo en voso-
tros mismos con todas vuestras fuerzas.
Si obráis con este empeño, me atrevo a
garantizar que ya lo habéis encontrado, y
que habéis comenzado a tratarlo y a amar-
lo” (San Josemaría, Amigos de Dios 300).
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SANTIDAD CRISTIANA, 13
“Pero no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse
con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios,
es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad,
las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas,
por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen
y semejanza” (San Josemaría, Amigos de Dios 301).
“Cuando no nos limitamos a tolerar y, en cambio,
amamos la contradicción, el dolor físico o moral, y
lo ofrecemos a Dios en desagravio por nuestros pe-
cados y por los pecados de todos los hombres, en-
tonces os aseguro que esa pena no apesadumbra. No
se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz
de Cristo” (San Josemaría, Amigos de Dios 132).
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SANTIDAD CRISTIANA, 14
“El corazón necesita (...) distinguir y adorar
a cada una de las Personas divinas. De algún
modo, es un descubrimiento que el alma rea-
liza en la vida sobrenatural (...). Y se entre-
tiene amorosamente con el Padre y con el
Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete
fácilmente a la actividad del Paráclito vivifi-
cador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los
dones y las virtudes sobrenaturales!” (San
Josemaría, Amigos de Dios 305).
“Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el
entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe
otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe tam-
bién mirada amorosamente por Dios, a todas horas” (Ídem 307).
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SANTIDAD CRISTIANA, 15
En la senda de la contemplación, las pasiones no
se han acallado definitivamente. No hay que ex-
trañarse al experimentar que seguimos siendo “de
barro”. Ni tampoco deja de acechar la tentación
del desánimo, de la tribulación, de la oscuridad.
Pero el alma avanza metida en Dios.
“¿Qué vale, Jesús, ante tu Cruz, la mía; ante tus heridas, mis
rasguños? ¿Qué vale, ante tu Amor inmenso, puro e infinito,
esta pobrecita pesadumbre que has cargado Tú sobre mis
espaldas?” (San Josemaría, Amigos de Dios 311).
Alcanzamos una familiaridad con Dios. Y al final, nos introdu-
cirá en la plenitud de su Vida, de la que la gracia es anticipo.
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