El misterioso asesinato del sacerdote en San Luis Potosí
1.
2. San Luis Potosí es una bella ciudad mexicana
localizada hacia el norte del país, en el estado del
mismo nombre. En un principio fray Diego de la
Magdalena la llamó Pueblo de San Luis de
Mezquitique, en honor a Luis IX, rey de Francia;
y Potosí se le denominó por las ricas minas de
plata de Bolivia a las cuales se dijo que emularía.
En los siglos XVII y XVIII estaba llena de frailes
franciscanos, jesuitas y agustinos que
construyeron muchas iglesias y edificios. En el
año de 1780, llegó a las tierras de San Luis Potosí
un sacerdote de la orden de los franciscanos. No
se sabe a ciencia cierta qué atrajo al sacerdote para
3. Ya asentado en la ciudad, se dedicó a buscar trabajo, y
pronto lo encontró como maestro en una de las mejores
escuelas de la ciudad enseñando latín y otras materias de las
cuales era docto. Ya con trabajo seguro, buscó donde vivir y
los azares del destino lo llevaron a alquilar una casa en el
barrio de la Alfalfa, uno de los más solitarios de la ciudad.
Todo marcaba a satisfacción, hasta que un día el sacerdote
decidió dejar la escuela y partir a buscar aventuras y trabajo
con dos acompañantes que se consiguió; eran estos unos
jóvenes mozos de la misma ciudad. Se fue a recorrer varios
pueblos. Con el dinero que junto durante sus aventuras
pueblerinas, pensaba comprarse algunas cosas de las que
tenía necesidad, y destinar una parte para ayudar a los
necesitados. Cuando regresó a su casa, dio órdenes a sus
ayudantes para que desensillaran los caballos, atendieran a
las mulas y llevasen a los equinos al establo para que
4. Cuando ya era bastante noche, los mocitos que
no tenían un lugar mejor a dónde ir a divertirse
porque no lo había, y además eran casi unos niños
pobres y humildes, regresaron a la casa del
sacerdote. Al llegar, lo primero que vieron llenos
de espanto y sorpresa, fue el cuerpo del sacerdote
tirado a medio cuarto, todo cubierto de sangre.
¡Su patrón estaba muerto!
Medio locos de terror, ambos jóvenes salieron
pitando a la calle dando gritos de espanto y
pidiendo ayuda a todo aquél que les oyese. Las
personas, sobrecogidas, empezaron a reunirse.
Alguien alertó a las personas del Hospital Militar
que se encontraba cerca, acudieron soldados y
5. Las autoridades de la ciudad en seguida
se dieron a la tarea de investigar lo que
había pasado con el pobre hombre
asesinado. Buscaron por todos los
rincones de la ciudad, y pueblos
aledaños, en busca de sospechosos que
permitiesen dar con el asesino del
religioso. Apresaron a varios candidatos,
pero por falta de pruebas no pudieron
arrestar a ninguno y todos fueron
6. Como los dos muchachos quedaron desvalidos, la
gente del barrio y de la ciudad ni prestos ni
perezosos les brindaron techo, comida, y trabajo.
Sin embargo, un funcionario de la comisaría no se
dejó convencer del desamparo y la tristeza de los
jóvenes, y sospechó de ellos. El funcionario,
consciente de su deber, decidió apresarlos en el
Hospital Militar. Los colocaron en cuartos
separados, de tal manera que quedasen
incomunicados. Se les sometió a fuertes
interrogatorios. Ante tal presión, los presos se
culparon uno al otro. Uno de ellos dijo que el otro
era su primo, que era mayor que él, y que había
7. Una vez descubiertos, los asesinos
alegaron que el móvil del crimen
no había sido el robo del dinero,
sino que se trataba de una
venganza por el mal trato que el
sacerdote les había dado en el
tiempo que estuvieron a su servicio
trabajando por los pueblos. De
nada les valió tan torpe excusa, se
8. Los chicos consiguieron abogados defensores
que lograron que la sentencia fuese
interrumpida en varias ocasiones. El juicio
duró cerca de cinco años. Pero al final venció
la justicia y los acusados fueron ahorcados, y
sus manos cortadas y exhibidas en la morada
del sacerdote donde había ocurrido el triste
suceso. Las manos asesinas se colgaron del
muro exterior de la casa del Callejón de la
Alfalfa que era solitario, oscuro, triste y
tenebroso. Desde entonces, el callejón recibió
el nombre del Callejón de las Manitas. Todas
las personas tenían miedo de pasar por tal
callejón; si era necesario caminar por él, se
9. Alguna persona piadosa o fastidiada del
olor de las manitas podridas, las quitó
un día del muro… pero, ¡Oh prodigio, al
otro día volvieron a aparecer! Y así
sucedió por mucho tiempo: si las
manitas se quitaban, al poco tiempo
volvían a aparecer colgadas en el muro.
Pasaron los siglos y el prodigio persistía;
hasta que un buen día el barrio se
modernizó, el callejón se convirtió en