La lettera di pedro Sanchez che annuncia una "pausa"
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1. KILIMA 142 Diciembre 2023
Queridos amigos:
Siempre pensamos que lo malo les ocurrirá a otros pero esta vez ha
llamado a nuestras puertas y nos ha dado un buen susto. Esto ocurrió como hace
unos dos meses en una misión que se encuentra a unos 20 Km de nuestra casa.
Serían como las doce y media de la mañana. El párroco se disponía a
sentarse a la mesa y atacar al puchero de harina de maíz con unas verduras, que le
habían preparado ese día, cuando oyó que llamaban a la puerta. Salió para
enterarse quién era o qué pasaba porque normalmente a las horas de comer nadie
va a la casa del cura, quien había tenido su despacho abierto hasta hacía unos
momentos.
Era un extranjero o al menos uno que no frecuentaba su parroquia porque
su cara no le era conocida. Tenía hambre y pretendía contarle el cuento de
siempre, diciendo que venía de un pueblo bastante alejado y unos ladrones le
habían robado y ahora se encontraba sin medios parta procurarse algo para comer.
El párroco llevaba poco tiempo en esa parroquia a la que había sido nombrado
recientemente. No sabía si era un habitante del poblado o un mangante que quería
aprovecharse de su ingenuidad. De todas formas, rascó en sus bolsillos para
encontrar algún billete arrugado que le ofreció al visitante inoportuno para que le
dejara en paz y pudiera volver a la mesa antes de que se enfriara la comida.
El “necesitado” alargó su mano para coger el billete que le ofrecía, se
despidió dándole las gracias y desapareció en el bullicio de la calle. El día
transcurrió con normalidad. El párroco se ocupó de su jornada laboral, sin
acordarse más de la anécdota que había tenido cuando se disponía a pelearse con
lo que tenía en su plato.
Lwambo, que es el poblado donde ocurrió lo que os estoy contando, es un
poblado enorme, que en poco más de cinco años su población se ha multiplicado
por diez. Antiguamente había una mina de cobre que se cerró hace muchos años,
desde donde salía un ferrocarril que transportaba el mineral hasta los hornos que
se encontraban en la ciudad. Ya no quedan ni las vías, pero siempre había una
cuadrilla de aficionados que intentaban sacar algunos pedruscos de malaquita, que
es el mineral de cobre, para venderlo por su cuenta como piedras semi-preciosas
con las que fabricaban pequeños adornos que compraban los europeos.
Cuando se cerró la mina descubrieron que de su interior brotaba agua y con
el paso del tiempo se fue formando un pozo, luego un estanque y finalmente un
lago precioso, de agua cristalina, que tendría una longitud de más de 300 metros.
Yo solía frecuentar este lugar solitario, que constituía mi descanso semanal donde
me acercaba los domingos por la tarde para nadar tranquilamente y olvidar los
sinsabores de la semana.
A veces me acercaba a ellos para admirar su trabajo y la valentía en sacar
pedazos de malaquita para llevarlos luego al mercado. La zona se encontraba
cubierta por el agua. La malaquita se encontraba a unos tres metros de
profundidad. Se sumergían dos al mismo tiempo, uno de ellos con una barra de
hierro, que se colocaba debajo y su compañero de pie sobre sus hombros para que
su peso le ayudara a mantenerse bien sumergido. Golpeaba la roca con la barra
2. mientras estaba sumergido y cuando le iba faltando el aire, le tocaba los pies a su
compañero a quien le tenía encima para que se retirara y salían los dos a respirar.
Y así una y otra vez, hasta que consideraban que habían sacado el jornal del día.
Pero nuestra paz se terminó con la aparición de los adeptos de una secta
que creo se llamaban “gungas” que tenían como distintivo el uso de una boina roja.
En aquel entonces eran bastante abundantes en Lwambo. Hoy en día han
desaparecido. Odiaban a los blancos y tampoco simpatizaban con los fieles de la
religión católica. Un día me pincharon una rueda y al domingo siguiente se
escaparon con mi rueda de repuesto. Esos datos los interpreté como señales con
las que me invitaban a desaparecer de su territorio. Desde entonces no he vuelto
más al lago, ni a conversar con “los mineros”.
Hacia el centro del país, en las provincias del Kasai, la gente está más
acostumbrada a cavar buscando minerales, especialmente el diamante, que
cultivando la tierra. Las minas se fueron cerrando y pensaron que podrían seguir
viviendo muy bien buscando cobre y cobalto, que había en abundancia en nuestra
zona. Y empezaron a llegar, unos en tren, otros en camión y enseguida
comenzaron a cocer ladrillos, a hacer carbón vegetal, a construir sus viviendas, y
las ciudades se fueron agrandando, un poco salvajemente, sin ningún plan de
urbanismo que mostrara dónde se podía construir y donde había que dejar un
espacio a la naturaleza para evitar accidentes, inundaciones y catástrofes.
En estos movimientos de masas, lo primero que aflora son la gente atrevida,
irrespetuosa, ladrones, borrachos, etc., que no piensan mucho en el valor de la
vida y quieren disfrutarla a su estilo sin ninguna norma de convivencia. Luego
aparecerán las madres de familia, las personas sensatas, los que de verdad buscan
un trabajo que les permita vivir sin molestar a nadie. Pero por culpa de los primeros
también los segundos son mal considerados, se crea una desconfianza entre ellos,
se rompe la cercanía que se vive en los poblados, cada uno es un posible enemigo
de los demás. Aparentemente todos viven de forma semejante, pero es una
apariencia falsa porque, por ejemplo, cuando fallece alguien, quienes asistirán al
duelo serán los de su misma tribu.
Lwambo está repleta de minas de cobre y de cobalto. Había llegado mucha
gente de otras provincias para vivir de su explotación. Lo que hace unos años
apenas era un poblado normal, ahora se había convertido en un conglomerado de
casas, tiendecillas, bares, que se extendía a los largo de cinco kilómetros. Cada
cual se dedicaba a sus quehaceres sin pensar en el peligro que les estaba
acechando. Todo parecía normal, pero en alguna casa se estaba tramando la forma
de romper esa paz y crear el desconcierto entre la gente.
También el cura se dedicaba a la pastoral preparando el sermón del
domingo, pero aquel día no tenía ganas de dormir y seguía tomando unos apuntes
que le ayudarían a plasmar lo que quería explicarles unos días más tarde. Buscaba
la forma más atractiva de explicar aquel pasaje de la Escritura para que todos la
entendieran sin dificultad, pero de pronto oyó unos golpes violentos en la puerta, el
ruido de unos cristales que se rompían y unas voces que medio gritaban: “Dónde
está el cura ?”
En la parroquia, aparte del cura vive también un sacerdote mayor, que
debería estar jubilado hacía tiempo, pero aquí no se conocen esos lujos. Había
dormitado durante el día sentado en el salón y ya no tenía sueño. Salió a abrir la
3. puerta antes de que la destruyeran, para saber qué es lo que querían los
asaltantes. Le pareció extraña esa forma de presentarse en la casa parroquial.
Serían como las doce y media de la noche. En cuanto entreabrió la puerta, el
asaltante que la estaba rompiendo, pegó un empujón, le agarró del pescuezo,
mientras le volvía a repetir la misma pregunta “¡Dónde está el cura!” “¡Dónde está el
cura!”. “Danos el dinero que tienes en casa o te matamos”.
El párroco estaba también despierto y al oír que estaban amenazando de
muerte a su pobre coadjutor salió de su habitación para encararse con los
bandidos. “! Este es!”, gritó uno de ellos. “! Danos el dinero que tienes en casa o te
matamos ¡”. (El párroco me contaba que los asaltantes serían un grupo de unas
cinco o seis personas, porque cuatro estaban con él en el salón, vio que en cada
puerta que daba al exterior había un bandido armado. Dos de ellos tenían pistolas,
otro agarraba un machete con fuerza y los demás tenían estacas.). Entonces
descubrió que uno de los malhechores era el que se había acercado a él el día
anterior para pedirle comida. Se dio cuenta de que su intención era la de conocer el
interior de la casa para actuar después con mayor facilidad.
Los bandidos tenían prisa en terminar su trabajo y les parecía que el
párroco no comprendía su nerviosismo. Para ablandarle la memoria y se pusiera en
una actitud más receptiva, empezaron a arrearle una serie de golpes, bofetadas,
patadas, para hacerle razonar y respondiera con prontitud a sus preguntas. El
pedigüeño que le pidió algo para comer dos días antes le arreó un machetazo en la
cabeza que le abrió una brecha enorme y el cura, cayó al suelo desvanecido.
Revisaron la casa, las habitaciones, los armarios, el despacho parroquial y cuando
ya se iban a marchar, uno de ellos propuso liquidarle definitivamente al párroco,
pero otro le respondió que ya le habían dado un buen golpe en la cabeza y que
moriría pronto por la hemorragia que le habían ocasionado porque ya tenía la
camisa teñida de rojo. Se marcharon rápidamente. El peso de lo obtenido no
obstaculizó su marcha porque no obtuvieron lo que esperaban dado que el párroco
apenas tenía dinero en casa.
Tuvo la suerte de que no llegaron a matarle y en cuento recobró el
conocimiento, aunque estaba medio atontado por el golpe que había recibido,
pensó que debía llamarle al alcalde contándole lo sucedido. Este se puso en
contacto inmediatamente con los diferentes responsables de los barrios y en poco
tiempo todo el pueblo estaba al corriente de lo sucedido. Serían como las tres de la
mañana. La gente estaba enfurecida, cada cual se armó con lo que pudo:
machetes, azadas, estacas y se reunieron ante la casa cural. Tenían que atrapar a
los bandidos.
Por aquel entonces, residía en el pueblo una persona odiada y temida por
muchos porque no tenía trabajo pero vivía como un marajá. Se había peleado
muchas veces contra gente del pueblo y se vanagloriaba de sus hazañas e incluso
su mujer se parecía a él en su forma de actuar. Tenía fama de ser un bandido, que
de vez en cuando desaparecía del pueblo y volvía ufano de sus éxitos y de sus
amistades con los jefes de la policía. Algunas veces recibía en su casa gente que
venía de fuera cuyas pintas engendraban sospechas y mientras permanecían en el
pueblo, siempre ocurría algún robo o desaparecía alguna cabra. Ese día estaban
dispuestos a terminar con él de una vez y decidieron ir a su casa antes de que
escapara.
4. Iban en silencio para que el ruido no le despertara y tuviera tiempo para
esconderse. Rodearon la casa y los más fuertes del grupo que iba en cabeza, se
abalanzaron contra la puerta y la derribaron. Él se despertó asustado por aquel
tropel de gente que se metió en su habitación, comenzaron los gritos: unos que
trataban de acusarle y él que trataba de defenderse. Finalmente, le agarraron, le
sacaron de la cama y le llevaron tal como estaba a la comisaría de la policía. De
nuevo se entablaron las discusiones y después de una larga entrevista, como
vieron que la policía parecía querer defenderle, le sacaron de la comisaría y se
fueron con él. Ante el espectáculo de la gente enfurecida, la policía prefirió proteger
su propio pellejo y se quedaron en la oficina sin salir a defenderle.
Su mujer se agarraba a él pidiendo clemencia y defendiendo la inocencia de
su marido, pero una multitud enfurecida es incapaz de razonar, llevaban ese odio
desde hacía mucho tiempo, habían aguantado impotentes las bravuconadas de esa
persona, y a un momento dado, uno del pueblo que llevaba un bidón de gasolina
les roció a los dos y les dieron fuego.
Una hija mayor de la pareja, seguía la comitiva insultando a los del pueblo,
llamándoles salvajes, asesinos, que se hacían los valientes porque eran muchos,
que son ellos los que tendrían que estar en la cárcel. La gente la pedía que se
callara pero era tan fuerte el dolor de ver el sufrimiento de sus padres, que
continuaba gritando e insultándoles, hasta que a otro se le ocurrió poner en
movimiento su machete y luego fueron otros muchos más los que cayeron sobre
ella y quedó tendida para siempre sobre la tierra que pisaba, empapada en su
propia sangre.
Y lo que no ocurre nunca, sucedió aquella noche. Apareció en el pueblo un
camión militar, ajeno a lo que estaba sucediendo y se empeñó en atravesar el
pueblo por un camino que le avisaron no lo intentara porque podría estropear lo que
estaban arreglando y el chófer seguro que con su uniforme militar podría actuar
como lo quisiera, porque así estaba acostumbrado, siguió el camino sin hacer caso,
pero también le dieron fuego y se abrasaron los dos que iban en la cabina. Total, en
una noche hubo 5 muertos y un herido grave. Al cura le llevaron a una clínica y ya
ha podido restablecerse de sus heridas.
A los pocos días de estos acontecimientos, pasó por allá el Gran Jefe de la
tribu de los basangas, los habitantes de aquella zona, y reunió a la gente para
decirles, entre otras cosas, que tenían que estar acostumbrados a defenderse por
ellos mismos, porque por desgracia, quienes tendrían que hacerlo no cumplían con
sus deberes.
¡ZORIONAK! ¡FELICIDADES! ¡ZORIONAK! ¡FELICIDADES! ¡ZORIONAK!
Un abrazo.
Xabier