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VIGILIA FRANCISCANA DE DIFUNTOS
Oración por la Paz de San Francisco
Señor, haz de mi un instrumento de tu paz.
donde haya odio, ponga amor.
donde hay ofensa, ponga perdón.
donde hay discordia, ponga unión.
donde hay error, ponga la verdad.
donde hay duda, ponga Fe.
donde hay desesperación, yo ponga esperanza.
donde hay tinieblas, yo ponga tu luz.
donde hay tristeza, yo ponga alegría.
Oh Señor,
que yo no busque tanto ser consolado, como en consolar,
ser comprendido, como en comprender,
en ser amado, como amar.
Porque es dándose como se recibe,
es olvidándose de sí mismo como uno se encuentra a sí mismo,
perdonando, como se es perdonado,
muriendo como resucita a la vida eterna.
Amén.
Queridos hermanos:
Este día dedicado a la memoria de nuestros hermanos franciscanos, así
como nuestros parientes y bienhechores difuntos, nuestro recuerdo se
dirige especialmente hacia aquellos hermanos, amigos y familiares que nos
acompañaron por un trecho de tiempo en la existencia y que habiendo
completado su recorrido ya han dejado este mundo. Al recordar a tantos de
ellos que vivían, según los términos humanos, una vida llena de grandes
perspectivas, fructífera y en ascenso, su muerte  quizás nos hace sentir con
mayor hondura la precariedad de la vida  presente y nos invita a
detenernos a pensar en aquello que constituye para muchos el carácter
misterioso de la muerte, y que para nosotros como creyentes sólo
podemos  iluminarlo desde la fe, con la luz que surge de este doble
acontecimiento: Jesús murió; Jesús resucitó.
La muerte sigue siendo para el hombre un misterio profundo. Pero la
muerte del cristiano se integra con la muerte de Cristo. El prefacio de la
misa de Difuntos tiene un acento de humana dulzura y de divina certeza:
“En Cristo brilla para nosotros la esperanza de la resurrección, y si la
certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura
inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos no termina, se
transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una
morada eterna en el cielo”. La vida terrena es preparación para la celestial,
es un período de formación, de luchas y de primeras opciones. En su
muerte el hombre se encontrará frente a Cristo y será la opción definitiva.
Cristo espera con los brazos eternamente abiertos al hombre que se decide
por él, en su amor encontrará el gozo pleno e infinito.
1.- Por qué recordar a nuestros hermanos.
Hoy recordamos y por eso estamos aquí reunidos, que podemos hacer
algo más por nuestros hermanos que han muerto: porque ellos no están
lejos de nosotros. Los muertos en el abrazo de Dios pertenecen a la
comunidad de los hombres de la Iglesia. Los hermanos que profesaron la
misma fe, la misma Regla, la misma esperanza, pertenecen a nuestra
memoria, a nuestra historia, a nuestra familia. Por eso, con gusto
recordamos sus hechos, sus dichos, sus palabras, sus obras. Y, es su
memoria la que nos convoca y nos invita a orar por ellos. La oración por
los difuntos es una tradición en la Iglesia. La celebración de la Santa Misa,
el conseguir las indulgencias, el rezo del rosario, la práctica del Vía Crucis,
la limosna, toda obra buena, son otros tantos sufragios eficaces por las
almas que están todavía en el purgatorio Los muertos ya no pueden hacer
nada para sí mismos, pero por nosotros pueden hacer mucho.
2.- El sentido de la muerte
 Jesús, muriendo él mismo nos enseñó a morir y nos aclaró el sentido  de la
muerte. ¿Cómo no hacer un paralelismo entre la muerte de Cristo  y la
muerte de aquellos hermanos que hoy recordamos? Y este  paralelismo
tiene una razón profunda de ser, por cuanto deriva de una  ley esencial de
la fe cristiana: la muerte de Cristo está necesariamente  vinculada a la
muerte de todos y cada uno de los cristianos.
En primer lugar, en el plano del testimonio y del ejemplo (ejemplaridad),
puesto que la muerte  de Cristo es el modelo supremo de la muerte
cristiana. Y ello en dos  aspectos principales: Cristo aceptó
voluntariamente su muerte como  prueba de obediencia amorosa a la
voluntad del Padre; Cristo murió por los demás, por todos los hombres,
como culminación de una vida  totalmente entregada al servicio de los
demás.
Y en segundo lugar, en el plano de la eficacia. Para nosotros, en efecto, la
muerte de Cristo no es sólo un ejemplo, sino la causa real y eficaz de
nuestra salvación. Su muerte absorbió nuestra muerte. Cristo, con su
muerte nos ha redimido.
Con esa iniciativa providencial, nos ha dado la oportunidad de descubrir la
belleza de ese camino de fe que comenzó el día de nuestro bautismo, que
nos ha hecho hijos de Dios y hermanos en la Iglesia. Un camino que tiene
como meta final el encuentro pleno con Dios, y en el que el Espíritu Santo
nos purifica, eleva, santifica, para introducirnos en la felicidad que anhela
nuestro corazón.
3.- Nuestra esperanza: Jesús es "El que vive", ahora.
 Pero la historia de Jesús no acabó con la muerte. En aquel domingo,  las
mujeres que buscaban el cuerpo de Jesús, encontraron el sepulcro  vacío:
"Por qué buscan entre los muertos al que vive". Aquel que murió  y fue
sepultado, recibe ahora el titulo significativo de "El que vive" (El 
Viviente), denominación que el Antiguo Testamento reservaba sólo  para
Dios. Hoy que  recordamos la muerte, y que incluso nos
acercaremos personalmente a las criptas de muchos de nuestros hermanos
que conocimos, tratamos y convivieron con nosotros aquellos que "nos
han  precedido en el signo de la fe y duermen el sueño de la paz", confesar 
que Jesús es "EL QUE VIVE", ahora y para siempre, es proclamar la 
noticia gozosa hasta sus últimas y más consoladoras consecuencias.
Proclamar que a la muerte de Jesús siguió su gloriosa resurrección es 
colocar el más sólido fundamento de nuestra esperanza cristiana.
 4.- La muerte instrumento de vida y de victoria.
 Por el ejemplo de Cristo y por su fuerza, los cristianos podemos  pasar por
la muerte de un modo que transforma totalmente sus  aspectos negativos.
Con todo, tengamos en cuenta que, para que sea así, hay unas 
condiciones indispensables. Recordémoslas: aceptar voluntariamente  la
muerte, en señal de obediencia amorosa al Padre: vivir siempre para  los
demás, como preludio de una muerte fecunda; creer que la muerte  no es el
fin, sino el principio de una vida totalmente liberada de  cualquier
esclavitud. Al fin y al cabo, uno muere tal como ha vivido. Si  hacemos de
nuestra existencia una continua expresión de amor a Dios  y a los hombres,
entonces nuestra muerte, como la de Cristo, será  instrumento de vida y
victoria.
 Un numeroso grupo de médicos y moralistas cristianos, reunidos  para
estudiar el tema de "la verdad y la mentira en el mundo sanitario",  lo
reconocía: el mundo actual esconde la muerte, la convierte en  silencio y
renuncia a preparar al hombre para morir. Nosotros, cristianos, no
podemos aceptar este juego. Nuestra fe nos  debe dar el coraje de mirarla
cara a cara e incluso de llamarla, como  hacía N.P. san Francisco de Asís,
"la hermana muerte". Los cristianos no tendríamos que temerla. Si
vivimos, vivimos para el  Señor; si morimos para El morimos. Y
valoramos tanto la muerte de  Cristo, que incluso la hacemos objeto de
celebración festiva.
 Cada Eucaristía proclama y reactualiza la muerte victoriosa del  Señor. De
modo especial, hoy incorporamos a nuestra celebración el  recuerdo de la
muerte de nuestros hermanos difuntos. Porque creemos  que, vinculada a
la de Jesús, también para ellos la muerte fue un  acontecimiento de
salvación. Que esta Eucaristía sea a un tiempo  recuerdo eficaz de la
muerte de Cristo y confesión gozosa de su  resurrección, plegaria piadosa
por todos los fieles difuntos y expresión  de nuestra voluntad de vivir y de
morir por el ejemplo y la fuerza de  Jesús.
5.- Llamados por Dios
  Frente al misterio de la muerte, nos encontramos también con el
misterio de la vocación religiosa y sacerdotal. La llamada es una acción
exclusiva de Dios. Y, desde aquí brota la chispa de la esperanza. Porque
Dios, a quien llama, lo hace para que sea de Él y para siempre. Cierto que
al llamado se le exige una entrega total al Dios que lo llama. Nuestros
hermanos franciscanos que ya han pasado de esta vida, pueden aplicarse
para sí mismos aquellas palabras del profeta: “El Señor me llamó desde el
seno materno, desde las entrañas de mi madre pronuncio mi nombre”.
Ellos vivieron la hondura de su vocación y permanecieron fieles hasta la
muerte. Así lo expresan sus obras apostólicas y de servicio a los fieles,
pero sobre todo, en muchos de quienes hoy recordamos, su vida sacerdotal.
Del Señor recibieron un nombre, un llamado, una revelación: “En Dios se
halla mi fuerza”. No eran sus cualidades humanas, aunque muchos las
tenían en abundancia, sino el Espíritu Santo derramado sobre sus
corazones (Rm 5,5), el que las puso de manifiesto. Esa es su identidad:
llamados por Dios para una misión. Una misión que proveniente de Dios,
no estuvo exenta de dificultades, de sufrimientos, de dolores, porque esto
constituye parte central de la Cruz de Cristo, que exige una entrega total.
No reservaron nada para sí mismos, lo dieron todo hasta el final. Su
esperanza fue puesta en Dios, de Él esperan su recompensa.
Con certeza se sabían servidores de Dios, de Cristo, de la Iglesia, de los
hermanos y de los hombres. Se sabían “hombres según el corazón de
Dios”, dispuestos siempre a cumplir su voluntad. Se sabían pobres y
humildes: “¿Quién soy yo para desatar las sandalias de mi Señor?”. Como
Juan el Bautista, preparando la venida del Hijo de Dios, mirando siempre
al futuro, al Hijo de Dios que debía venir. Preparando la venida de Jesús,
tanto en el corazón de los hombres, como en la historia de los pueblos y
los lugares de nuestra Provincia donde vivieron y sirvieron. 
6.- La Iglesia y la Orden
     En su testamento, en el proyecto de su vida que asumieron en la vida
práctica, sin duda podemos leer, dos grandes preocupaciones.
- Ocuparse de la Iglesia; - Ocuparse de la Orden
     Cierto que aparece como un lamento, expresado por ellos, o conocido
por muchos, el de no haberse ocupado suficientemente de ellas. Y, desde
estas dos realidades, nos hace un llamado a todos: Sacerdotes, Religiosos y
Laicos. Nosotros que vamos todavía en el camino de esta vida, donde el
Señor nos da la oportunidad de sembrar, de trabajar: Que nos dediquemos
más a estas realidades fundamentales, “proclamar el Evangelio -de palabra
y de obra-, dentro del marco de las exigencias y necesidades de la Iglesia,
que difunde la Nueva Evangelización”.
Por otra parte, que pasemos de ser, simples habitantes, moradores de Casas
o Conventos, a ser auténticos forjadores de fraternidades contemplativas
en misión; hermanos constantes en nuestra vocación, pero sobre todo, de
nuestros compromisos con la Iglesia y de nuestras obligaciones como
franciscanos, llamados a ser testigos de Cristo entre los hombres.
Tanto la Iglesia como la Orden y la Provincia nos exigen mayor
dedicación, mayor entrega, mejor definición, como una nueva
evangelización para nuestra Iglesia, como las nuevas y profundas
exigencias para la Orden y la Provincia en el marco de las “Prioridades de
Pobreza, Fraternidad y Minoridad, Vida de Oración y contemplación,
Evangelización y Formación permanente”.
Como Juan el Bautista, el hombre del Adviento del Señor, nos dicen que es
tiempo de cambiar, de invertir el sentido de la marcha. Nos pide
conversión, una conversión profunda, que nos lleve a una transformación,
como lo hizo la gracia en nuestro P. San Francisco. Nos pide sacudir la
pereza y entrar en el camino de la laboriosidad, del trabajo, siempre unidos
a Cristo y buscando en todo la voluntad del padre celestial.
Creo que este es el mensaje que nos dejan nuestros hermanos difuntos, que
sea visible la presencia del Señor que viene a transformar la vida, tanto de
la Iglesia, como de la Provincia. Nuestro compromiso hoy es el de preparar
el camino al Señor de la vida. Este será nuestro deber: preparar su venida,
que llegue para transformar. Significa ponernos al servicio del Señor, de su
proyecto de Salvación. Es tiempo de grandes decisiones. Eso implica estar
del lado del Señor Jesús, junto al trabajo por su Reino, que es Reino de
verdad, de amor y de paz. 
7.- “Tú eres mi servidor”
Podemos aplicar para nuestros hermanos franciscanos difuntos por quienes
hoy pedimos al Señor su eterno descanso y su paz, aquellas palabras del
profeta Isaías (49,3): “Tu eres mi servidor, estoy orgulloso de ti”, también
lo estamos nosotros.
Con N.P. San Francisco, sabemos todos, la muerte se vuelve dulce
hermana, que nos arranca de las luchas y preocupaciones de este mundo y
nos introduce en una vida nueva. El 3 de octubre de 1226 en Santa María
de los Ángeles, tendido desnudo sobre la desnuda tierra, en espera de su
encuentro con Cristo, con sus hermanos, juglares del buen Dios, tuvo la
fortaleza de cantar: “Alabado seas mi Señor por nuestra hermana la
muerte corporal!”.
Para una comprensión del sentido de pedir por nuestros hermanos difuntos,
San Agustín tiene en Las Confesiones (IX, 13) esta bella oración por su
madre, Santa Mónica: «Sanado ya mi corazón de aquella herida (la
muerte de su madre), derramo ante ti, Dios nuestro, otro género de
lágrimas muy distintas por aquella tu sierva: las que brotan del espíritu
conmovido a vista de los peligros que rodean a todo el que muere. Porque
aun cuando mi madre, vivificada en Cristo, vivió de tal modo que tu
nombre es alabado por su fe y sus costumbres, no me atrevo a decir que
no saliese de su boca palabra alguna contra tus mandamientos. Así, pues,
dejando a un lado sus buenas acciones, por las que te doy gracias, te pido
ahora perdón por los pecados de mi madre. Óyeme por la «Medicina» de
nuestras heridas (Cristo), que pendió del leño de la cruz y sentado ahora
a tu diestra, intercede contigo por nosotros. Yo sé que ella obró
misericordia y que perdonó de corazón las ofensas a quienes le
ofendieron; perdónale tú sus deudas, si algunas contrajo durante tantos
años después de ser bautizada. Perdónala, Señor, perdónala. Descanse en
paz, pues, con su marido. E inspira, Señor y Dios mío, a cuantos leyeren
estas cosas, que se acuerden ante tu altar de Mónica, tu sierva, y de
Patricio, en otro tiempo su esposo, por cuya carne me introdujiste en esta
vida. Acuérdense con piadoso afecto de los que fueron mis padres en esta
luz transitoria, mis hermanos ante ti, Padre, en el seno de la madre
Católica y mis conciudadanos en la Jerusalén eterna, por la que suspira
tu pueblo peregrinante ».
Como Ntro. P. San Francisco abrazó a la hermana muerte
En cuanto un hermano, cuyo nombre no nos ha sido transmitido, le
anunció la inminencia de su muerte, Francisco «alabó al Señor con
ardiente fervor de espíritu y gozo interior y exterior» (LP 7). Hizo luego
llamar al hermano Ángel y al hermano León, para que le cantaran
las Alabanzas de las criaturas. Fue precisamente en esa ocasión cuando
hizo añadir la estrofa de la «hermana muerte»:
«Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la Muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.
¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!
Bienaventurados aquellos a quienes encontrará en tu santísima voluntad,
pues la muerte segunda no les hará mal» (LP 7).
De todo lo hasta aquí expuesto se deduce claramente que Francisco no
cultivó una especie de dolorismo malsano, de tanatolatría acristiana o de
necrofilia aberrante. Los artistas de los siglos XVII y XVIII que lo han
representado meditando ante una calavera, se han inspirado en las ideas
corrientes de su propia época, no en las auténticas fuentes franciscanas.
Por otra parte, si el Pobrecillo llama hermana a la muerte, no es porque,
ignorando su carácter terrible e inexorable, la idealice falsamente, sino
porque la une inseparablemente a la muerte redentora de Cristo y por eso
la acepta alegremente de manos del Padre celestial. Está profundamente
convencido de que sólo hay que temer la segunda muerte, la muerte que
aleja eternamente de Dios a aquel (cf. Ap 2,11) que concluye su vida en
estado de muerte espiritual. En cambio, la muerte del justo, que ha fundido
su voluntad con la de Dios, se vuelve «puerta de la vida» (2 Cel 217). La
muerte y la glorificación de Cristo fueron la luz que iluminó el tránsito de
Francisco. Apuntando su mirada, por encima del paso temible y obligado
para todos, a la meta gloriosa, canta justamente la ayuda fraterna que le
ofrecerá la muerte abriéndole la puerta que conduce a la alegría sin fin. En
esta perspectiva, las Alabanzas de las criaturas, incluida la estrofa de la
muerte, son un canto eminentemente pascual. Así se explica la alegría que
envuelve la muerte de Francisco.
A pesar de la condición singular en que se encontraba nuestro gran
místico a la hora de morir, su actitud ante la muerte contiene un
insuperable valor ejemplar para todos los creyentes. Transformando su
muerte en plegaria, le confiere su exacta dimensión teologal; colmando de
letra y de espíritu bíblico la estrofa de la muerte, pone de manifiesto la
verdadera fuente de donde mana su vida y su muerte.
Indudablemente uno de los objetivos principales que debe proponerse a
los moribundos es el de que se unan a Cristo en la cruz y conviertan el
momento decisivo de su opción fundamental en oración humilde y
confiada. Aquí radica el principal objetivo pastoral de quien se dedica a
asistir a los enfermos: orar con ellos y mostrar, de manera sencilla y
concreta, cómo se desenvuelve el diálogo de salvación con Dios. Para
transformar el dolor en alegría y la angustia en confianza, es preciso llegar
a saber «orar» la propia muerte. A ello nos ayudarán, sobre todo, los
salmos con su vastísima gama de sentimientos religiosos y situaciones
humanas.
Llegados al final de nuestra meditación, lo mínimo que puede afirmarse
es que Francisco no se limita a considerar el fenómeno biológico de la
muerte, sino que la eleva al nivel de factor de salvación, pues la interpreta
a la luz de Cristo y la vive como paso pascual de la primera a la segunda
vida (cf. Ap 20,6). Las enfermedades y la muerte, si son vistas y vividas
como lo hizo Francisco, significan una inmersión bautismal en la muerte
de Cristo (Rm 6,2-4) y un lanzarse en la fe hacia el propio futuro
definitivo. De hecho, muriendo en la cruz, el Hijo de Dios, el Emmanuel,
es decir, Dios con el hombre, ha asociado nuestra muerte a la suya, y la ha
convertido en puerta y puente que conducen a la vida eterna.
CÁNTICO DE LAS CRIATURAS
Altísimo, omnipotente, buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria, el
honor y toda bendición.
A ti solo, Altísimo, corresponden, y ningún hombre es digno de hacer de ti
mención.
Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas, especialmente por el
hermano sol quien llega con el día y nos ilumina y es bello y radiante con
gran esplendor; de ti Altísimo lleva significación.
Loado sea, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas que en el cielo las
hiciste claras, preciosas y bellas.
Loado seas, mi Señor, por el hermano viento, y por el aire y el nublado y el
sereno y todo tiempo, por el cual a tus criaturas das sustento.
Loado seas, mi Señor, por la hermana agua que es tan útil y humilde y
preciosa y casta.
Loado seas, mi Señor, por el hermano fuego, por el cual alumbras la
noche, y es bello y robusto y fuerte.
Loado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra que nos sustenta
y gobierna y produce diversos frutos y flores coloridas, y la hierba.
Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor, y soportan
enfermedad y tribulación.
Bienaventurados aquellos que las soporten en paz, porque por ti, Altísimo,
coronados serán.
Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal, de la cual
ningún hombre viviente puede escapar.
¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!: bienaventurados aquellos a
quienes encuentre en tu santísima voluntad, porque la muerte segunda no
les hará mal.
Alabad y bendecid a mi Señor, y dadle gracias y servidle con gran
humildad.
San Francisco de Asís
Plegaria por los difuntos:
- Dales Señor el descanso eterno y brille para ellos la luz perpetua.
- Que las almas de todos nuestros hermanos franciscanos y la de todos los
fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz, Amén.
- Señor en el día del Juicio final tenlos inscritos en el Libro de los vivos.
Amén
Ntra. Sra. de Los Ángeles. Rogad por nuestros hermanos difuntos
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Vigilia difuntos

  • 1. VIGILIA FRANCISCANA DE DIFUNTOS Oración por la Paz de San Francisco Señor, haz de mi un instrumento de tu paz. donde haya odio, ponga amor. donde hay ofensa, ponga perdón. donde hay discordia, ponga unión. donde hay error, ponga la verdad. donde hay duda, ponga Fe. donde hay desesperación, yo ponga esperanza. donde hay tinieblas, yo ponga tu luz. donde hay tristeza, yo ponga alegría. Oh Señor, que yo no busque tanto ser consolado, como en consolar, ser comprendido, como en comprender, en ser amado, como amar. Porque es dándose como se recibe, es olvidándose de sí mismo como uno se encuentra a sí mismo, perdonando, como se es perdonado, muriendo como resucita a la vida eterna. Amén. Queridos hermanos:
  • 2. Este día dedicado a la memoria de nuestros hermanos franciscanos, así como nuestros parientes y bienhechores difuntos, nuestro recuerdo se dirige especialmente hacia aquellos hermanos, amigos y familiares que nos acompañaron por un trecho de tiempo en la existencia y que habiendo completado su recorrido ya han dejado este mundo. Al recordar a tantos de ellos que vivían, según los términos humanos, una vida llena de grandes perspectivas, fructífera y en ascenso, su muerte  quizás nos hace sentir con mayor hondura la precariedad de la vida  presente y nos invita a detenernos a pensar en aquello que constituye para muchos el carácter misterioso de la muerte, y que para nosotros como creyentes sólo podemos  iluminarlo desde la fe, con la luz que surge de este doble acontecimiento: Jesús murió; Jesús resucitó. La muerte sigue siendo para el hombre un misterio profundo. Pero la muerte del cristiano se integra con la muerte de Cristo. El prefacio de la misa de Difuntos tiene un acento de humana dulzura y de divina certeza: “En Cristo brilla para nosotros la esperanza de la resurrección, y si la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una morada eterna en el cielo”. La vida terrena es preparación para la celestial, es un período de formación, de luchas y de primeras opciones. En su muerte el hombre se encontrará frente a Cristo y será la opción definitiva. Cristo espera con los brazos eternamente abiertos al hombre que se decide por él, en su amor encontrará el gozo pleno e infinito.
  • 3. 1.- Por qué recordar a nuestros hermanos. Hoy recordamos y por eso estamos aquí reunidos, que podemos hacer algo más por nuestros hermanos que han muerto: porque ellos no están lejos de nosotros. Los muertos en el abrazo de Dios pertenecen a la comunidad de los hombres de la Iglesia. Los hermanos que profesaron la misma fe, la misma Regla, la misma esperanza, pertenecen a nuestra memoria, a nuestra historia, a nuestra familia. Por eso, con gusto recordamos sus hechos, sus dichos, sus palabras, sus obras. Y, es su memoria la que nos convoca y nos invita a orar por ellos. La oración por los difuntos es una tradición en la Iglesia. La celebración de la Santa Misa, el conseguir las indulgencias, el rezo del rosario, la práctica del Vía Crucis, la limosna, toda obra buena, son otros tantos sufragios eficaces por las almas que están todavía en el purgatorio Los muertos ya no pueden hacer nada para sí mismos, pero por nosotros pueden hacer mucho. 2.- El sentido de la muerte  Jesús, muriendo él mismo nos enseñó a morir y nos aclaró el sentido  de la muerte. ¿Cómo no hacer un paralelismo entre la muerte de Cristo  y la muerte de aquellos hermanos que hoy recordamos? Y este  paralelismo tiene una razón profunda de ser, por cuanto deriva de una  ley esencial de
  • 4. la fe cristiana: la muerte de Cristo está necesariamente  vinculada a la muerte de todos y cada uno de los cristianos. En primer lugar, en el plano del testimonio y del ejemplo (ejemplaridad), puesto que la muerte  de Cristo es el modelo supremo de la muerte cristiana. Y ello en dos  aspectos principales: Cristo aceptó voluntariamente su muerte como  prueba de obediencia amorosa a la voluntad del Padre; Cristo murió por los demás, por todos los hombres, como culminación de una vida  totalmente entregada al servicio de los demás. Y en segundo lugar, en el plano de la eficacia. Para nosotros, en efecto, la muerte de Cristo no es sólo un ejemplo, sino la causa real y eficaz de nuestra salvación. Su muerte absorbió nuestra muerte. Cristo, con su muerte nos ha redimido. Con esa iniciativa providencial, nos ha dado la oportunidad de descubrir la belleza de ese camino de fe que comenzó el día de nuestro bautismo, que nos ha hecho hijos de Dios y hermanos en la Iglesia. Un camino que tiene como meta final el encuentro pleno con Dios, y en el que el Espíritu Santo nos purifica, eleva, santifica, para introducirnos en la felicidad que anhela nuestro corazón. 3.- Nuestra esperanza: Jesús es "El que vive", ahora.  Pero la historia de Jesús no acabó con la muerte. En aquel domingo,  las mujeres que buscaban el cuerpo de Jesús, encontraron el sepulcro  vacío: "Por qué buscan entre los muertos al que vive". Aquel que murió  y fue sepultado, recibe ahora el titulo significativo de "El que vive" (El  Viviente), denominación que el Antiguo Testamento reservaba sólo  para Dios. Hoy que  recordamos la muerte, y que incluso nos acercaremos personalmente a las criptas de muchos de nuestros hermanos que conocimos, tratamos y convivieron con nosotros aquellos que "nos han  precedido en el signo de la fe y duermen el sueño de la paz", confesar  que Jesús es "EL QUE VIVE", ahora y para siempre, es proclamar la  noticia gozosa hasta sus últimas y más consoladoras consecuencias.
  • 5. Proclamar que a la muerte de Jesús siguió su gloriosa resurrección es  colocar el más sólido fundamento de nuestra esperanza cristiana.  4.- La muerte instrumento de vida y de victoria.  Por el ejemplo de Cristo y por su fuerza, los cristianos podemos  pasar por la muerte de un modo que transforma totalmente sus  aspectos negativos. Con todo, tengamos en cuenta que, para que sea así, hay unas  condiciones indispensables. Recordémoslas: aceptar voluntariamente  la muerte, en señal de obediencia amorosa al Padre: vivir siempre para  los demás, como preludio de una muerte fecunda; creer que la muerte  no es el fin, sino el principio de una vida totalmente liberada de  cualquier esclavitud. Al fin y al cabo, uno muere tal como ha vivido. Si  hacemos de nuestra existencia una continua expresión de amor a Dios  y a los hombres, entonces nuestra muerte, como la de Cristo, será  instrumento de vida y victoria.  Un numeroso grupo de médicos y moralistas cristianos, reunidos  para estudiar el tema de "la verdad y la mentira en el mundo sanitario",  lo reconocía: el mundo actual esconde la muerte, la convierte en  silencio y renuncia a preparar al hombre para morir. Nosotros, cristianos, no podemos aceptar este juego. Nuestra fe nos  debe dar el coraje de mirarla cara a cara e incluso de llamarla, como  hacía N.P. san Francisco de Asís, "la hermana muerte". Los cristianos no tendríamos que temerla. Si vivimos, vivimos para el  Señor; si morimos para El morimos. Y valoramos tanto la muerte de  Cristo, que incluso la hacemos objeto de celebración festiva.  Cada Eucaristía proclama y reactualiza la muerte victoriosa del  Señor. De modo especial, hoy incorporamos a nuestra celebración el  recuerdo de la muerte de nuestros hermanos difuntos. Porque creemos  que, vinculada a la de Jesús, también para ellos la muerte fue un  acontecimiento de salvación. Que esta Eucaristía sea a un tiempo  recuerdo eficaz de la muerte de Cristo y confesión gozosa de su  resurrección, plegaria piadosa por todos los fieles difuntos y expresión  de nuestra voluntad de vivir y de morir por el ejemplo y la fuerza de  Jesús.
  • 6. 5.- Llamados por Dios   Frente al misterio de la muerte, nos encontramos también con el misterio de la vocación religiosa y sacerdotal. La llamada es una acción exclusiva de Dios. Y, desde aquí brota la chispa de la esperanza. Porque Dios, a quien llama, lo hace para que sea de Él y para siempre. Cierto que al llamado se le exige una entrega total al Dios que lo llama. Nuestros hermanos franciscanos que ya han pasado de esta vida, pueden aplicarse para sí mismos aquellas palabras del profeta: “El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronuncio mi nombre”. Ellos vivieron la hondura de su vocación y permanecieron fieles hasta la muerte. Así lo expresan sus obras apostólicas y de servicio a los fieles, pero sobre todo, en muchos de quienes hoy recordamos, su vida sacerdotal. Del Señor recibieron un nombre, un llamado, una revelación: “En Dios se halla mi fuerza”. No eran sus cualidades humanas, aunque muchos las tenían en abundancia, sino el Espíritu Santo derramado sobre sus corazones (Rm 5,5), el que las puso de manifiesto. Esa es su identidad: llamados por Dios para una misión. Una misión que proveniente de Dios, no estuvo exenta de dificultades, de sufrimientos, de dolores, porque esto constituye parte central de la Cruz de Cristo, que exige una entrega total. No reservaron nada para sí mismos, lo dieron todo hasta el final. Su esperanza fue puesta en Dios, de Él esperan su recompensa. Con certeza se sabían servidores de Dios, de Cristo, de la Iglesia, de los hermanos y de los hombres. Se sabían “hombres según el corazón de Dios”, dispuestos siempre a cumplir su voluntad. Se sabían pobres y humildes: “¿Quién soy yo para desatar las sandalias de mi Señor?”. Como Juan el Bautista, preparando la venida del Hijo de Dios, mirando siempre al futuro, al Hijo de Dios que debía venir. Preparando la venida de Jesús, tanto en el corazón de los hombres, como en la historia de los pueblos y los lugares de nuestra Provincia donde vivieron y sirvieron.  6.- La Iglesia y la Orden      En su testamento, en el proyecto de su vida que asumieron en la vida práctica, sin duda podemos leer, dos grandes preocupaciones.
  • 7. - Ocuparse de la Iglesia; - Ocuparse de la Orden      Cierto que aparece como un lamento, expresado por ellos, o conocido por muchos, el de no haberse ocupado suficientemente de ellas. Y, desde estas dos realidades, nos hace un llamado a todos: Sacerdotes, Religiosos y Laicos. Nosotros que vamos todavía en el camino de esta vida, donde el Señor nos da la oportunidad de sembrar, de trabajar: Que nos dediquemos más a estas realidades fundamentales, “proclamar el Evangelio -de palabra y de obra-, dentro del marco de las exigencias y necesidades de la Iglesia, que difunde la Nueva Evangelización”. Por otra parte, que pasemos de ser, simples habitantes, moradores de Casas o Conventos, a ser auténticos forjadores de fraternidades contemplativas en misión; hermanos constantes en nuestra vocación, pero sobre todo, de nuestros compromisos con la Iglesia y de nuestras obligaciones como franciscanos, llamados a ser testigos de Cristo entre los hombres. Tanto la Iglesia como la Orden y la Provincia nos exigen mayor dedicación, mayor entrega, mejor definición, como una nueva evangelización para nuestra Iglesia, como las nuevas y profundas exigencias para la Orden y la Provincia en el marco de las “Prioridades de Pobreza, Fraternidad y Minoridad, Vida de Oración y contemplación, Evangelización y Formación permanente”. Como Juan el Bautista, el hombre del Adviento del Señor, nos dicen que es tiempo de cambiar, de invertir el sentido de la marcha. Nos pide conversión, una conversión profunda, que nos lleve a una transformación, como lo hizo la gracia en nuestro P. San Francisco. Nos pide sacudir la pereza y entrar en el camino de la laboriosidad, del trabajo, siempre unidos a Cristo y buscando en todo la voluntad del padre celestial. Creo que este es el mensaje que nos dejan nuestros hermanos difuntos, que sea visible la presencia del Señor que viene a transformar la vida, tanto de la Iglesia, como de la Provincia. Nuestro compromiso hoy es el de preparar el camino al Señor de la vida. Este será nuestro deber: preparar su venida, que llegue para transformar. Significa ponernos al servicio del Señor, de su proyecto de Salvación. Es tiempo de grandes decisiones. Eso implica estar
  • 8. del lado del Señor Jesús, junto al trabajo por su Reino, que es Reino de verdad, de amor y de paz.  7.- “Tú eres mi servidor” Podemos aplicar para nuestros hermanos franciscanos difuntos por quienes hoy pedimos al Señor su eterno descanso y su paz, aquellas palabras del profeta Isaías (49,3): “Tu eres mi servidor, estoy orgulloso de ti”, también lo estamos nosotros. Con N.P. San Francisco, sabemos todos, la muerte se vuelve dulce hermana, que nos arranca de las luchas y preocupaciones de este mundo y nos introduce en una vida nueva. El 3 de octubre de 1226 en Santa María de los Ángeles, tendido desnudo sobre la desnuda tierra, en espera de su encuentro con Cristo, con sus hermanos, juglares del buen Dios, tuvo la fortaleza de cantar: “Alabado seas mi Señor por nuestra hermana la muerte corporal!”. Para una comprensión del sentido de pedir por nuestros hermanos difuntos, San Agustín tiene en Las Confesiones (IX, 13) esta bella oración por su madre, Santa Mónica: «Sanado ya mi corazón de aquella herida (la muerte de su madre), derramo ante ti, Dios nuestro, otro género de lágrimas muy distintas por aquella tu sierva: las que brotan del espíritu conmovido a vista de los peligros que rodean a todo el que muere. Porque aun cuando mi madre, vivificada en Cristo, vivió de tal modo que tu nombre es alabado por su fe y sus costumbres, no me atrevo a decir que no saliese de su boca palabra alguna contra tus mandamientos. Así, pues, dejando a un lado sus buenas acciones, por las que te doy gracias, te pido ahora perdón por los pecados de mi madre. Óyeme por la «Medicina» de nuestras heridas (Cristo), que pendió del leño de la cruz y sentado ahora a tu diestra, intercede contigo por nosotros. Yo sé que ella obró misericordia y que perdonó de corazón las ofensas a quienes le ofendieron; perdónale tú sus deudas, si algunas contrajo durante tantos años después de ser bautizada. Perdónala, Señor, perdónala. Descanse en paz, pues, con su marido. E inspira, Señor y Dios mío, a cuantos leyeren estas cosas, que se acuerden ante tu altar de Mónica, tu sierva, y de Patricio, en otro tiempo su esposo, por cuya carne me introdujiste en esta
  • 9. vida. Acuérdense con piadoso afecto de los que fueron mis padres en esta luz transitoria, mis hermanos ante ti, Padre, en el seno de la madre Católica y mis conciudadanos en la Jerusalén eterna, por la que suspira tu pueblo peregrinante ». Como Ntro. P. San Francisco abrazó a la hermana muerte En cuanto un hermano, cuyo nombre no nos ha sido transmitido, le anunció la inminencia de su muerte, Francisco «alabó al Señor con ardiente fervor de espíritu y gozo interior y exterior» (LP 7). Hizo luego llamar al hermano Ángel y al hermano León, para que le cantaran las Alabanzas de las criaturas. Fue precisamente en esa ocasión cuando hizo añadir la estrofa de la «hermana muerte»: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la Muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar. ¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal! Bienaventurados aquellos a quienes encontrará en tu santísima voluntad, pues la muerte segunda no les hará mal» (LP 7). De todo lo hasta aquí expuesto se deduce claramente que Francisco no cultivó una especie de dolorismo malsano, de tanatolatría acristiana o de necrofilia aberrante. Los artistas de los siglos XVII y XVIII que lo han representado meditando ante una calavera, se han inspirado en las ideas corrientes de su propia época, no en las auténticas fuentes franciscanas. Por otra parte, si el Pobrecillo llama hermana a la muerte, no es porque, ignorando su carácter terrible e inexorable, la idealice falsamente, sino porque la une inseparablemente a la muerte redentora de Cristo y por eso la acepta alegremente de manos del Padre celestial. Está profundamente convencido de que sólo hay que temer la segunda muerte, la muerte que aleja eternamente de Dios a aquel (cf. Ap 2,11) que concluye su vida en estado de muerte espiritual. En cambio, la muerte del justo, que ha fundido su voluntad con la de Dios, se vuelve «puerta de la vida» (2 Cel 217). La muerte y la glorificación de Cristo fueron la luz que iluminó el tránsito de Francisco. Apuntando su mirada, por encima del paso temible y obligado
  • 10. para todos, a la meta gloriosa, canta justamente la ayuda fraterna que le ofrecerá la muerte abriéndole la puerta que conduce a la alegría sin fin. En esta perspectiva, las Alabanzas de las criaturas, incluida la estrofa de la muerte, son un canto eminentemente pascual. Así se explica la alegría que envuelve la muerte de Francisco. A pesar de la condición singular en que se encontraba nuestro gran místico a la hora de morir, su actitud ante la muerte contiene un insuperable valor ejemplar para todos los creyentes. Transformando su muerte en plegaria, le confiere su exacta dimensión teologal; colmando de letra y de espíritu bíblico la estrofa de la muerte, pone de manifiesto la verdadera fuente de donde mana su vida y su muerte. Indudablemente uno de los objetivos principales que debe proponerse a los moribundos es el de que se unan a Cristo en la cruz y conviertan el momento decisivo de su opción fundamental en oración humilde y confiada. Aquí radica el principal objetivo pastoral de quien se dedica a asistir a los enfermos: orar con ellos y mostrar, de manera sencilla y concreta, cómo se desenvuelve el diálogo de salvación con Dios. Para transformar el dolor en alegría y la angustia en confianza, es preciso llegar a saber «orar» la propia muerte. A ello nos ayudarán, sobre todo, los salmos con su vastísima gama de sentimientos religiosos y situaciones humanas. Llegados al final de nuestra meditación, lo mínimo que puede afirmarse es que Francisco no se limita a considerar el fenómeno biológico de la muerte, sino que la eleva al nivel de factor de salvación, pues la interpreta a la luz de Cristo y la vive como paso pascual de la primera a la segunda vida (cf. Ap 20,6). Las enfermedades y la muerte, si son vistas y vividas como lo hizo Francisco, significan una inmersión bautismal en la muerte de Cristo (Rm 6,2-4) y un lanzarse en la fe hacia el propio futuro definitivo. De hecho, muriendo en la cruz, el Hijo de Dios, el Emmanuel, es decir, Dios con el hombre, ha asociado nuestra muerte a la suya, y la ha convertido en puerta y puente que conducen a la vida eterna.
  • 11. CÁNTICO DE LAS CRIATURAS Altísimo, omnipotente, buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria, el honor y toda bendición. A ti solo, Altísimo, corresponden, y ningún hombre es digno de hacer de ti mención. Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas, especialmente por el hermano sol quien llega con el día y nos ilumina y es bello y radiante con gran esplendor; de ti Altísimo lleva significación. Loado sea, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas que en el cielo las hiciste claras, preciosas y bellas. Loado seas, mi Señor, por el hermano viento, y por el aire y el nublado y el sereno y todo tiempo, por el cual a tus criaturas das sustento. Loado seas, mi Señor, por la hermana agua que es tan útil y humilde y preciosa y casta. Loado seas, mi Señor, por el hermano fuego, por el cual alumbras la noche, y es bello y robusto y fuerte. Loado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra que nos sustenta y gobierna y produce diversos frutos y flores coloridas, y la hierba. Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor, y soportan enfermedad y tribulación. Bienaventurados aquellos que las soporten en paz, porque por ti, Altísimo, coronados serán. Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar. ¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!: bienaventurados aquellos a quienes encuentre en tu santísima voluntad, porque la muerte segunda no les hará mal. Alabad y bendecid a mi Señor, y dadle gracias y servidle con gran humildad. San Francisco de Asís Plegaria por los difuntos:
  • 12. - Dales Señor el descanso eterno y brille para ellos la luz perpetua. - Que las almas de todos nuestros hermanos franciscanos y la de todos los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz, Amén. - Señor en el día del Juicio final tenlos inscritos en el Libro de los vivos. Amén Ntra. Sra. de Los Ángeles. Rogad por nuestros hermanos difuntos San Francisco y Santa Clara de Asís. Rogad por nuestros hermanos difuntos