El documento discute lo que un viejo profesor puede ofrecer a las nuevas generaciones. Además de compartir su experiencia de vida directamente o a través de la narración, la música o el cine, los viejos profesores pueden y deberían transmitir el método poético, el cual puede ser útil para afrontar la pérdida, el envejecimiento o la muerte, además del método científico.
¿Qué puede ofrecer un viejo profesor a las nuevas generaciones?
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¿QUÉ PUEDE OFRECER UN VIEJO PROFESOR A LAS NUEVAS
GENERACIONES?
What can an old teacher offer the new ganerations?
Ramon Bayés Sopena
Resumen
Además de elaboración de síntesis, los viejos profesores pueden facilitar expe-
riencia de la vida a las nuevas y pasadas generaciones de estudiantes, tanto direc-
tamente como a través de la narración, la música o el cine. En especial, pueden y
deberían tratar de transmitir, aparte de la metodología científica que nos propor-
ciona conocimiento a través de modelos y diseños de investigación, el método
poético, el cual podrá serles de utilidad, además de en la clínica, cuando tengan que
afrontar en su vida individual o en la de sus personas queridas una pérdida afectiva,
el envejecimiento o la propia muerte.
Palabras clave: Método poético, método científico, vínculo.
Summary
Apart from writing summaries, old teachers can share their life experience with
new and preceding student generations, both directly and through narrative, music
or the cinema. In particular, they could and should try to transmit the poetic
method, besides the scientific methods that provide knowledge through investiga-
tion models and designs, as it can be useful, at the clinic but also, when during their
individual life or those from their loved ones, they have to face emotional loss,
ageing or even death.
Keywords: Poetic method, scientific method, ties.
«Soy un ser vivo y deseo vivir con seres vivos que desean vivir.»
Albert Schweitzer
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Tengo 85 años, y durante gran parte de mi vida he sido profesor de psicología
en la Universidad Autónoma de Barcelona. Vengo de la prehistoria tecnológica, de
un tiempo en el que no solo no existían ordenadores, teléfonos móviles ni Internet;
no disponíamos ni siquiera de fotocopiadoras; si te enterabas de que en alguna he-
meroteca de Barcelona se había recibido un artículo interesante no tenías otra alter-
nativa que, provisto de un boli y un papel, ir a la bibliotecaria, solicitarlo y copiar-
lo a mano.
Envejecer, en mi propia experiencia, no es una realidad cuantitativa sino cualita-
tiva. Estoy convencido de que no importa que celebres, con alegría o disgusto, tu
aniversario con el número 65, 78, 85 o 91... Si gozas de una salud aceptable; es
decir, si tienes autonomía suficiente para ir al supermercado, subir al autobús, ir al
cine, visitar a los amigos, pasear y, en mi caso concreto, escribir un pequeño artí-
culo o pronunciar alguna conferencia, parece que la vida sigue, y los días, las sema-
nas y los años van pasando, uno tras otro, sin apenas darte cuenta. Si te paras un
momento a pensar sobre ello, incluso te parece absurdo que esta «normalidad»
pueda interrumpirse algún día, aunque sabes perfectamente que así será y que las
enfermedades degenerativas, los derrames cerebrales, los cánceres, los accidentes
domésticos y, más directamente, la propia muerte –en cualquiera de las formas que
refleja un certificado de defunción- forman parte de la vida y pueden presentarse en
cualquier momento sin avisar. ¿Cuántos familiares y amigos han quedado ya en el
borde del camino? ¿A cuántos funerales he asistido? Ante una pérdida inesperada,
¿cuántas veces no he experimentado la cercanía del punto final definitivo?
Hace pocos meses, a los 96 años, murió una persona muy querida que, durante largo
tiempo, fue mi médico de cabecera a la antigua usanza: cercano, disponible, hospitalario,
amigo. Una tarde de su último verano, estando sentados conversando agradablemente
en la terraza de su casa, me contó su experiencia:
«Lo que te hace envejecer –me dijo- no es el tiempo que ya llevas en el mundo; ni
tampoco las pequeñas molestias que llegan con la edad y a las que te vas adaptando: un
poco de sordera, la dificultad de ponerte en pie desde un sofá excesivamente bajo, un
prolongado jadeo al llegar al apartamento si encuentras el ascensor averiado, dificulta-
des esporádicas de vista ante la pantalla de tu ordenador. Lo que te afecta y te envejece
de pronto, en un solo instante, es el momento cualquiera en el que te das cuenta de que
no puedes ducharte sin ayuda. Entonces, este día, no en los cumpleaños, sabes de re-
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pente que te has convertido en un anciano dependiente. La autonomía para poder ha-
cer las cosas que te importan era lo que te mantenía como una persona subjetivamente
sin edad».
En tu interior, por otra parte, el yo de los 20 años permanece escondido, todavía
ilusionado, incluso capaz de enamorarse en un momento de descuido, casi intacto si has
tenido la suerte de practicar una tarea con sentido que te ha mantenido vivo, aunque da
igual que ésta haya sido tocar el violín, coleccionar bolsitas de azúcar, cultivar un huer-
to, pintar cuadros, observar desconocidos desde el banco del parque, jugar al ajedrez,
pasear, leer o comunicarte con nuevos amigos por Internet. Tal vez un poco más lento
de reacción según el momento, pero tu yo sigue al acecho en tu interior, todavía dis-
puesto para la poesía, para la aventura y para la vida. Mientras puedas adaptarte a las
limitaciones que te van sobreviniendo, el número de años que marca tu DNI carece de
importancia.
Se cuenta de Galileo que, ya anciano, un joven discípulo le preguntó cuántos años
tenía y él contestó: «Ocho o diez» y al preguntarle por qué le daba esta respuesta
contestó que estos eran los años que, en circunstancias normales, podían quedarle de
vida, ya que los años vividos, como las monedas gastadas, ya no los tenía. Aunque
trato de ser consciente de lo escaso del tiempo de vida que me queda, también me
gusta recordar las palabras de Samuel Ullman -un judío alemán, nacido en 1840 y
muerto en 1924 en los Estados Unidos, donde emigró siendo muy joven– cuya obra
he conocido recientemente:
«La juventud no es un periodo de la vida; es un estado de espíritu... Nadie en-
vejece meramente por el número de años... Los años arrugan la piel pero renun-
ciar a un ideal arruga el alma... Tengas dieciséis o sesenta años, joven es el que se
asombra y maravilla. El que sigue preguntando como un muchacho insaciable: ¿y
después?... En el centro de nuestro corazón tenemos un receptor sin hilos; eres
joven en la medida en que tus antenas siguen siendo receptivas a los mensajes de
belleza, esperanza y coraje procedentes de otros hombres y del infinito. Si abates
tus antenas, y si tu espíritu se cubre con la nieve del cinismo y el hielo del pesimis-
mo, entonces te convertirás en viejo aunque solo tengas veinte años. Pero mien-
tras las mantengas en alto dispuestas a captar las ondas de la vida, hay esperanza de
que puedas morir joven a los ochenta». Palabras escritas, obviamente, en una
época en la que la esperanza de vida era mucho más reducida que la actual y en la
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que llegar a los ochenta años era una verdadera hazaña. El aquí y el ahora es todo
lo que tenemos siempre y, de hecho, no importa su duración sino su calidad.
La vida de un anciano que se encuentra motivado y razonablemente bien de salud
suele ser, sin embargo, como un tobogán. A veces, pareces encontrarte en la cresta de la
ola y te sientes casi como antaño, pero, de pronto y sin darte cuenta, desciendes con
rapidez y rozas el fondo del abismo. Ayer por la noche, por ejemplo, quise ver, una vez
más, la excelente película Amor de Haneke y me identifiqué tanto con los protagonistas
que, al contemplar a mi lado a Àngels, mi mujer, sesenta y cuatro años de convivencia,
no pude dejar de sentir miedo –un miedo tenue, triste, sosegado, pero miedo al fin– por
los días de sombras que planean constantemente sobre nuestro futuro. Terribles las
imágenes finales de la película con el apartamento vacío y unas paredes que habían con-
tenido afecto, alegrías, sufrimiento, vida, durante años y que, tras la muerte de los pro-
tagonistas, aparecen desnudas, inútiles, mudas y frías ante a la tragedia que hace poco ha
tenido lugar dentro de ellas. Escribe Machado su síntesis de la vida:
Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar.
Y al reproducir ahora estos versos, negro sobre blanco, una ola de nostalgia ha
inundado mi corazón de anciano, igualmente sensible ante algún fragmento de la
Pasión según San Mateo de Juan Sebastián Bach o los versos de Juan Ramon Jimé-
nez:
... Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
...
Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.
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¿Puede ofrecer algo todavía el viejo profesor jubilado a las nuevas generaciones
que, en sonrientes e ilusionadas oleadas, acuden cada año a las aulas?, ¿puede com-
partir algo con sus antiguos alumnos, alguno de los cuales quizás espera todavía
alguna palabra suya?
Tal vez pueda compartir con ellos, al menos con algunos de los que recuerdo su
joven cara aunque no su nombre -o de otros de los que tengo presente el nombre
pero no su cara- una sola cosa: algunas intuiciones fantasmas que me parecen im-
portantes, fragmentos de experiencia de la vida.
En primer lugar, creo que esto sirve -egoístamente, me digo- para que pueda se-
guir sintiéndome vivo, como señala la frase de Albert Schweitzer que preside este
artículo. Pero, además, no hace mucho tiempo que descubrí, o creí descubrir, una
justificación más profesional. En el librito Ayudar a morir de Iona Heath (2007)
encontré un párrafo que -como un artículo de Eric Cassell (1982), una anécdota de
Gilbert Ryle (1958) o los libros de Joan Didion (2005), Anatole Broyard (1993)
y John Berger (1967), todos los cuales aparecen en mi agenda marcados con piedras
blancas- fue para mí una auténtica revelación y me gustaría difundir.
En mis años de profesor universitario dediqué gran parte de mi actividad a la
enseñanza de la metodología científica. Siempre he sentido curiosidad y la necesi-
dad de ampliar los límites del conocimiento investigando aspectos psicológicos re-
lacionados con la salud, en especial con el cáncer, el sida o los cuidados paliativos.
Iona Heath (2007) sugiere, en el párrafo mencionado, la importancia de otro tipo
de metodología, a la que bautiza con el nombre de metodología poética, la única
que podemos utilizar cuando nos enfrentamos, en el curso de nuestra biografía, a
la pérdida de un ser querido, al envejecimiento, a nuestra propia muerte.
El método científico-natural es fundamental para el avance del conocimiento
y nos ayuda a conseguir medicamentos más eficaces, mejorar nuestras técnicas de
comunicación, construir mejores hospitales, nos permite avanzar social, colecti-
vamente, a través de la simplificación, los diseños y los modelos. Pero ante el
caso individual –y, al final, todos los casos que nos importan ocurren en el ám-
bito personal en el que es imposible encontrar dos biografías idénticas (Bayés,
2015)– nuestras herramientas científicas se muestran insuficientes y nos propor-
cionan escasa o ninguna ayuda; debemos afrontar la realidad, nuestra realidad, la
realidad única, irrepetible, tal como se presenta, con toda su complejidad, como
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lo hacemos cuando intentamos entender una poesía de García Lorca, el Gran
Cañón del Colorado o una sinfonía de Mahler. Este es el método poético, cuyo
aprendizaje a través de la experiencia es el único que puede sernos, y no siempre,
de alguna ayuda.
Todos adquirimos, con los años, experiencia de la vida, y los profesionales de
la salud y la enseñanza tenemos la obligación, además, de conseguir transmitirla,
algo muy valioso que sólo se aprende viviendo plenamente nuestro devenir, o a
través de las palabras y significados con los que otros seres humanos intentan
transmitirnos el suyo a través de historias -sea conversando, en una novela o en
una película- música, pintura, fotografía u otro medio. Y aunque esto sea así,
también lo es que, a veces, conviene recordar que la sabiduría no radica necesa-
riamente en los ancianos. Hace algunos años conocí a un muchacho de 15 años,
el cual, plenamente consciente de la proximidad de su muerte por cáncer, en una
escena conmovedora, intentaba proporcionar con sus palabras y sus caricias un
poco de paz a su desconsolado padre.
Es curioso que los cimientos del método poético sean los mismos que los del
método científico: ante todo, observar con atención, escuchar con respeto. Si no
hemos perdido la curiosidad y disfrutamos con nuestra profesión, iremos, poco a
poco, adquiriendo experiencia y esta nos servirá, en muchas ocasiones, no solo
para matizar nuestras enseñanzas y cuidados, sino, cuando nos llegue la hora, con-
seguir afrontar con mayor serenidad nuestra propia muerte.
Ayer participé en un congreso de cuidados paliativos y aprendí algo igualmente
importante de la relación profesional: la necesidad, desde el primer momento del
encuentro, o antes si es posible, de crear un vínculo entre el sanitario y el enfermo,
enseñanza que igualmente podría trasladarse, en el ámbito académico, a la relación
que se establece entre el profesor y el estudiante. Si el vínculo se consolida, va a
facilitar enormemente dos aspectos esenciales en las interacciones terapéuticas o
académicas futuras: la atención motivada por parte del profesional hacia cada enfer-
mo o estudiante concretos y la confianza de éste en el sanador o en el docente.
Decía Carme Casas (2015), en la ponencia que presentó en dicho congreso,
que el hecho de que, antes del comienzo de la relación con el paciente, se identi-
fique al mismo como familiar o amigo de un compañero del equipo terapéutico
–o, por parte del profesor, que posea información positiva del alumno a través
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de otro estudiante, amigo o persona de confianza- es suficiente para crear un
prevínculo facilitador de la relación. Y lo mismo puedo decir, desde mi propia
vivencia como enfermo, ante la sonrisa hospitalaria de una enfermera, la cálida
presión en el brazo realizada por la mano del médico o las palabras simplemente
descriptivas que siempre deberían acompañar una exploración médica temida por
el paciente, como, por ejemplo, una broncoscopia, una colonoscopia, una inter-
vención oftalmológica o prostática o una extracción de médula. «Las palabras
humanizan el acto médico», dice Anatole Broyard (1993), enfermo de cáncer.
«Las palabras humanizan también los actos académicos, incluso los exámenes»,
añadiría como viejo profesor.
Resumiré estas reflexiones señalando que los profesores jubilados todavía podemos
transmitir algunas parcelas de experiencia de la vida. Y podemos ayudar a comple-
mentarlas con lo que, en el campo de la salud, se ha dado en llamar medicina basada
en la narración, es decir, buenas novelas, biografías y películas (Ogando y Bayés,
2015), que nos ayudan a identificarnos con las decisiones de los protagonistas en sus
complejos entornos sociales y afectivos, y aprender de las consecuencias de las mis-
mas.
La creación de vínculos desde el principio de la relación es importante para un
buen desarrollo de la misma, tanto en el hospital como en el aula. «Sin vínculo –
subraya Casas (2015)– el otro se siente más vulnerable». Ayudar a establecer y
consolidar el vínculo es nuestra responsabilidad. En alguna medida también la de
los viejos profesores que, aun estando jubilados, sigan sintiendo sincero afecto por
aquellos hoy adultos desconocidos que fueron un día lejano antiguos alumnos son-
rientes llenos de promesas, desbordantes de juventud y de vida.
Referencias
Bayés, R. (2015). Reflexiones desnudas. Ágora de enfermería, 19 (1), 22
Berger, J. (1967). A fortunate man. Londres: Random House. Traducción
castellana: Un hombre afortunado. Madrid: Alfaguara, 2008.
Broyard, A. (1992). Intoxicated by my illness. Nueva York: Random House.
Traducción: Ebrio de enfermedad. Segovia: La Uña Rota, 2013.
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Casas, C. (2015). Nous reptes de l’atenció psicosocial. En IX Congrés de la
Societat Catalanobalear de Cures Pal·liatives. Girona, 13-14 de marzo.
Cassell, E.J. (1982). The nature of suffering and the goals of medicine. The
New England Journal of Medicine, 306, 639-45. Traducción catalana 2009:
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Didion, J. (2005). The year of magic thinking. Nueva York: Knopf. Traducción:
El año del pensamiento mágico. Barcelona: Globalrhythm, 2006.
Heath, I. (2007). Matters of life and death. Key writings. Londres: Radclife.
Traducción: Ayudar a morir. Buenos Aires/Madrid: Katz, 2008.
Ogando, B. y Bayés, R. (2015). Películas que pueden ayudar a entender y/o
afrontar la muerte, las pérdidas y el duelo. Esa lista se pone al día
aproximadamente cada seis meses y puede solicitarse gratuitamente a Beatriz
Ogando beatrizogandodiaz@gmail.com o Ramon Bayés ramon.bayes@uab.cat
Ryle, G. (1949). The concept of mind. Nueva York: Barnes & Noble.
Traducción: El concepto de lo mental. Buenos Aires: Paidós, 2005.
Ullmann, S. Youth poem. Disponible el 19 de marzo de 2015 en:
https://ieemdai.wordpress.com/2009/02/16/youth-by-samuel-ullman/
Ramon Bayés Sopena
Profesor emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona;
doctor Honoris Causa de Psicología por la UNED
ramon.bayes@uab.es
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