El documento narra la búsqueda anual del tesoro español enterrado cerca del Fuerte El Castillo en Chuyaquen, Chile por un grupo de jóvenes. En la víspera de San Juan, Alfredo y Damián cavan frenéticamente guiados por una llama que en realidad era un engaño orquestado por otros jóvenes para burlarse de ellos. Agotados y sin éxito, Alfredo y Damián se retiran mientras los otros jóvenes ríen escondidos, hasta que son sorprendidos por una serpiente en la
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Como era de esperar, la víspera de San
Juan en Chuyaquen, al Este de Maullín, reunía a
muchos jóvenes y algunos no tantos, tras la
busca del fabuloso entierro del tesoro español,
sepultado hacen varias centenas de años. Para
ello debemos remontarnos a la segunda mitad
del siglo XVI, cuando los españoles fundaron en
este lugar el Fuerte “El Castillo”. Derrotados en
la zona central del país, los realistas
obligadamente debieron refugiarse más al sur de
nuestro territorio, y precisamente en este lugar
levantaron la fortificación descrita para
defenderse de sus adversarios. El destacamento
español no era muy numeroso, pero de todas
formas conformaban un contingente capaz de
dar una dura batalla por defender estos
territorios. Y junto a ellos también traían consigo
la riqueza, el oro conseguido a través de su
estadía en estos lugares, el que de seguro no era
despreciable y carente de valor.
Cuentan los antiguos lugareños, que los
españoles avecindados en El Castillo, libraron
arduas batallas contra los indígenas en primer
lugar y pasados los años, contra los patriotas.
Fueron estos los últimos bastiones realistas en
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Chile, y por lo tanto, el escenario presente en
aquellos años eran de constantes asaltos, muertes
y destrucción.
Según los relatos de vecinos antiguos, al
lado del lugar existía una mujer, bastante madura
que vivía sola y que prestaba servicios
domésticos a los españoles. Ella había hecho
amistad y le tenían bastante confianza. Tenía su
vivienda muy cerca del fuerte. Fue en una de las
últimas incursiones de los patriotas, para sellar el
triunfo definitivo en la zona, y al verse los
realistas completamente derrotados, huyeron
despavoridos dejando sus pertenencias más
valiosas a cargo de la dama, indicándoles el
lugar del entierro, esperando volver algún día al
lugar. Pero los españoles no volvieron al lugar
nunca más, apoderándose aquella mujer de un
valioso tesoro que le acompañaría por el resto de
su vida. Nadie se imaginaba siquiera de la
existencia del cuantioso botín. Ella era muy
secreta y jamás conversó con persona alguna del
asunto. Lo único que hizo fue guardar el pesado
cofre, enterrándolo cerca de su morada. Cuando
su vida se extinguió, se llevó el secreto a la
tumba y el tesoro español permanece sepultado
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en algún lugar de Chuyaquen, cerca del fuerte a
la espera de ser encontrado por los avezados
buscadores de entierros, que cada año pala en
mano salen antes de medianoche, en vísperas de
San Juan, para observar la llama mágica que
indique su ubicación exacta.
En algunas ocasiones, ya los lugareños
habían probados suerte, utilizando aparatos un
poco sofisticados para la detección de
metales en el sector, sin resultados positivos;
solo encontraron cables, trozos de balas, etc.,
seguramente de antiguos enfrentamientos entre
españoles y patriotas…
Alfredo y Damián eran dos muchachos de
alrededor de veinticinco años que esperaban con
ansiedad la llegada de la noche de San Juan.
Hacía como cinco años que se juntaban en la
víspera para salir en busca del codiciado tesoro.
Ellos albergaban sinceras esperanzas de hacerse
ricos y no trabajar durante mucho tiempo,
disfrutando de la riqueza obtenida desde El
Castillo. Pero no sólo ellos salían tras el oro;
varios hombres se perdían tras la oscuridad de la
noche para intentar descifrar el misterio que
guardaba el mítico lugar. Para ello, en primer
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lugar se aperaban con una garrafa de chicha de
manzana, famosa por su exquisitez, la que
ocultaban bajo grandes mantas de castilla. A
medida que transcurrían los minutos y la
medianoche se acercaba, entre sorbo y sorbo, el
valor aumentaba, esperando en alerta máxima el
brillo majestuoso de la llama, indicando el lugar
donde comenzar la excavación.
Muy cerca de allí, en un lugar más alto, un
grupo de jóvenes sólo pretendía divertirse un
rato para pasar una entretenida noche. Habían
visto como uno a uno iban pasando ante ellos
los buscadores de entierros, escondidos tras
tupidos quiscales. Este año no saldremos
nosotros, pensaron; sólo observaremos lo que
ocurre…
Fue así como urdieron una amena forma
de reírse un rato; eso sí, a costa de los demás. El
reloj marcaba las once y cuarto de la noche del
23 de junio y los buscadores de entierros
permanecían atentos ante la oscuridad reinante.
El grupo se dispersó un poco con tal de tener una
excelente panorámica del lugar. El día anterior
habían ideado un plan para burlarse de sus
amigos. En efecto, juntaron varios manojos de
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pasto seco y lo escondieron bajo algunos
arbustos circundantes; esperaron que la
oscuridad cubra todo el sector y se pusieron
manos a la obra para desarrollar el plan.
Hicieron dos grupos, separados a varios metros
de distancia y se ubicaron en lugares
perfectamente visibles de todos lados. Una vez
dada la señal acordada, procedieron a prender
fuego a los manojos de forraje seco. De
inmediato, se iluminó el cielo de Chuyaquen y la
alegría y admiración cubrió los rostros de los
ilusos buscadores de entierros. Alfredo y
Damián no dudaron un instante y se dirigieron
apresuradamente al punto exacto donde vieron
brotar la llamarada. En el trayecto, sus mentes
abrigaron una serie de pensamientos relativos a
la riqueza que podrían obtener y no trabajar por
bastante tiempo, viviendo a expensas de lo
reunido aquella noche. Circulaba en el sector el
rumor, que un conocido vecino de escasos
recursos vivía en Chuyaquen, y de la noche
a la mañana apareció su campo repleto de
animales vacunos. El hombre progresó de la
nada y después construyó una hermosa casa.
Todos lo sindicaban como alguien con mucha
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suerte y la fortuna lograda lo había conseguido
de un entierro. Pero la opinión generalizada, era
que aún no se descubría el entierro mayor, aquel
escondido por la dama que servía a los
españoles…la pareja de jóvenes eran los más
entusiasmados con esta idea. De inmediato
iniciaron la excavación. Cada uno con su pala
sacaba la tierra lo más rápido posible, con la
esperanza de tocar algo duro que asemeje un
cofre. Después de cavar cerca de un metro el
terreno se hacía más duro, por lo que
comenzaron a usar una picota, eso sí haciendo
un alto para beber la sabrosa chicha que
aplacaba la sed y el cansancio. El jadeo de
aquellos hombres era escuchado desde lejos,
donde ocultos los integrantes del grupo, hacían
esfuerzos extremos para no reírse y ser
descubiertos por las víctimas. Las paladas de
material pétreo iban acumulándose a un costado
del hoyo, sin que aparecieran huellas del
anhelado entierro español. Pero el par de
hombres no perdían las esperanzas de encontrar
algo…ya la garrafa de chicha estaba consumida
más de la mitad y las ideas surgían atolon-
dradas, alejadas del sentido común. Ya se ima-
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ginaban hombres adinerados, con fajos de
billetes en los bolsillos para gastar sin
miramientos. Aunque la medianoche avanzaba a
pasos agigantados, el tesoro español no daba
signos de aparecer. El par de jóvenes exhaustos,
poco a poco perdían las esperanzas y su ánimo
decaía ostensiblemente. Ya comenzaban a
discutir acerca del lugar exacto donde vieron
arder el entierro, pero no podían ponerse de
acuerdo y el consenso parecía no llegar. Más
arriba unas risas disimuladas lidiaban por
escapa; la pesada broma había surtido efecto…
Cuando el par de jóvenes se retiraba del
lugar, pasaron muy cerca de los bromistas,
quienes debieron ocultarse dentro de una fosa
cavada en años anteriores. Esta tenía casi dos
metros de profundidad y estaba cubierta por
helechos y malezas. Más rápido que el ingreso
fue la salida del grupo de muchachos, quienes al
encender su linterna en el interior del hoyo, se
percataron de la existencia de un nido de
culebras, que al ser perturbadas por intrusos
procedieron a moverse y arrastrarse por todo el
lugar, causando gran alboroto entre ellos. Al
escuchar los gritos y jadeos, los buscadores de
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entierros volvieron al lugar y con linternas en
mano pudieron observar la desesperación en el
rostro de los otros muchachos, ayudándolos a
subir y por supuesto, muertos de la risa. Allí
sentados, bebiendo chicha, quedaron hasta
embriagarse por completo, esperando el próximo
año tener mejor suerte con el esquivo tesoro
español.
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