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Bastante sumergida navegaba la “Gaviota” sobre
las gélidas aguas de Río Pescado. Los demás hombres de
mar de las otras embarcaciones fondeadas en el sector
no se imaginaban siquiera del misterioso contenido
transportado en su vientre… El casco blanquecino de la
nave era mecido suavemente por el constante oleaje,
cual madre cariñosa adormece a sus hijo entre sus
brazos. La tripulación bogaba en forma incesante,
despidiendo lastimeros quejidos al aplicar bastante
fuerza para mover los pesados remos.
Los tripulantes de la “Alondra”, quizás eran los
únicos que no se dejaban engañar por las apariencias. Lo
que para el resto de los buzos y asistentes parecía una
operación normal, para ellos se transformaban en claras
sospechas de que algún delito estaban cometiendo. En
efecto, las sospechas se asentaban sobre sólidas
convicciones, pues en el interior de la embarcación
transportaban dos ovejas y un cerdo, prolijamente
maniatados; los animales iban acomodados de tal
manera, que no podían ser advertidos desde otra
embarcación o desde la playa. Un tripulante de la
“Alondra” llamado Juan los había estado espiando desde
la cima de un escarpado cerro, al momento de recolectar
leña cerca de allí. A él no le quedaban dudas, las
especies fueron sustraídas a lugareños…
Después de navegar por espacio de seis horas, la
“Gaviota ancló frente a Puerto Godoy, donde se hallaba
la “Cueva de los Piratas”, una enorme caverna, cuyo
origen se desconoce ciertamente. Mientras algunos creen
que la construyeron los piratas para esconderse de sus
enemigos y ocultar sus tesoros, otros manifestaban que
la cueva fue horadada por el mar. Lo cierto es que este
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lugar era un emplazamiento raramente visitado, pues los
vecinos más próximos vivían a más de tres kilómetros
de distancia. Se prestaba, entonces, como un lugar ideal
para desarrollar múltiples fechorías.
Los integrantes de la “Gaviota” no dudaron ningún
instante para instalar en el lugar un matadero
clandestino, dada su ubicación estratégica, con una
excelente panorámica hacia todos lados. Además la
entrada de la cueva estaba cubierta con una frondosa
mata de quilas, lo que impedía verla desde el mar. De
esta manera, estos hombres encontraron un trabajo
alternativo a sus faenas marinas, que les reportaba
jugosos dividendos. Ellos tenían sus contactos en
Maullín, al lado del embarcadero. Existía allí una
carnicería establecida llamada “La Estrella”, con un
amplio prestigio en la ciudad y sus alrededores; don
Alberto era su propietario, un hombre muy honesto para
muchos. No obstante, los más versados en moralidad
veían alejarse sus hábitos benévolos adquiridos a través
de feraces lecciones dictadas por sus maestros o
progenitores, entusiasmados por la rentabilidad de sus
negocios. Don Alberto no dudó ningún instante para
pactar negocios con aquellos desalmados.
Por aquellos días en el Retén de Quenuir la
situación policial estaba tranquila. Ningún lugareño se
había acercado a estampar alguna denuncia por abigeato.
La gente culpaba de la disminución de su ganado o
rebaños, a la incursión nocturna del león chileno o
puma. Sin embargo, los rumores de robo de animales
sembraban un manto de duda en la atmósfera quenuirana
y eran el tema de conversación en las esquinas o en
alguna cantina donde acudían los hombres de mar una
vez culminadas las faenas.
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Cuando el tiempo se presentaba hostil, generalmente
los hombres de mar permanecían encerrados en sus
ranchas, conversando sobre anécdotas pasadas,
durmiendo, jugando a la brisca o fumando. Era en estos
días cuando los tripulantes de la “Gaviota”,
aprovechaban para comercializar su mercadería. Desde
Puerto Godoy viajaban hasta Maullín, entregando el
cargamento en las postrimerías del día, con el propósito
de esfumar probables sospechas de los transeúntes
maullinenses.
___Oigan, cabros, yo creo que esta va a ser la
última vez que entreguemos carne en Maullín; no sé por
qué, pero tengo el presentimiento que los de la
“Alondra” sospechan algo… Ya me están cansando con
sus preguntas ___dijo Ramón, en el preciso instante en
que se aprestaba a trasladar la carga a la chalupa.
___ Oye, y tú, ¿desde cuándo te pusiste tan pulido
para tus cosas? ___ interrogó Leonidas, denotando cierto
desconcierto en su semblante.
___ No es que sea pulido; lo que ocurre, creo que
nos compete a todos. Algún día tenemos que parar la
cuestión o quizás descansar un par de tiempo. Más vale
prevenir ahora que lamentarnos después___ argumentó
Ramón, el más viejo de los tripulantes de la
embarcación.
___Bueno, si ya estamos metidos en esto, no
podemos dejarlo de un día para otro. Hemos ganado
harto billete en esto y mientras no nos pillen, todo estará
bien. Ahora si nos descubren, mala suerte, no
más.___repuso Pablo, quien por dinero era capaz de
hacer cualquier cosa.
____Y si alguien nos pregunta, no nos van a sacar
las palabras a la fuerza. Estas son cosas de los cuatro y
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ya somos bastante hombrecitos para guardar el secreto, o
¿no? ____ replicó Leonidas, intentando lograr el
consenso en la conversación. Al final todos estaban de
acuerdo y la empresa seguiría su curso…
De Puerto Godoy a Maullín se demoraron más de
cuatro horas, movidos solamente por su fortaleza física,
empuñando los pesados remos arribaron agobiados por
el extenuante trayecto.
Mientras tanto, afirmado en las barandas metálicas
del muelle maullinense, y desde hace más de una hora,
aguardaba un tanto nervioso el carnicero, ávido por
distinguir en lontananza a sus aliados. Caminaba de un
lado para el otro, mitigando el nerviosismo en compañía
de su perro y un cigarrillo que en sus labios se consumía
velozmente. De improviso, la tensión de sus miembros
dejó paso al alivio interior: de entre la oscuridad
percibió la llegada de la “Gaviota”, con sus cuatro
tripulantes a bordo. De inmediato y en voz baja se
estableció un diálogo:
____ Puchas, cabros, pensé que ya no llegaban. Me
fumé media cajetilla de cigarros, esperándolos aquí en el
muelle. Yo creía que les había pasado algo. De verdad,
estaba muy preocupado. Menos mal que a estas horas ya
no anda gente por estos lugares.
____¿Qué nos podría pasar a nosotros , don Alberto?; no
somos ningunos niñitos para que no nos sepamos
manejar___ contestó Leonidas, indicándole al carnicero
se acercara para inspeccionar las dos ovejas y un
chancho que le traían.
____¡Harto gorditas están las ovejas, allá en Río
Pescado, cabros, ah!___repuso el carnicero.
____Mire, don Alberto, nosotros vendemos buena
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mercadería o no vendemos nada; debemos conformar al
cliente para que nos siga comprando, ¿o no?
____respondió Ramón.
Una vez que el trato estuvo hecho, los cuatro
hombres se retiraron hacia una cantina del pueblo y
bebieron sin control hasta la madrugada, cuando
regresaron nuevamente a sus faenas marinas.
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____Dicen que en Maullín se está poniendo complicada
la cosa, Pepe___comentó el sargento Aguilar. El
muchacho sintió un estremecimiento interior, bajó la
cabeza, se tomó la frente y balbuceando preguntó:
___ ¿No me diga que lo acusaron de algo, mi sargento?
____ No, muchacho. Es algo aún peor. Resulta que hay
más de diez personas enfermas con triquinosis, por
consumir carne de cerdo infectada. Al parecer la carne
vendida era robada, porque no hay otra explicación, ya
que en Maullín hay un veterinario que revisa las carnes.
Luego agregó:
____Según dice la gente, que la carne se vendió en un
lugar autorizado: la carnicería “La Estrella”, de don
Alberto. Bueno, el peligro radica en los contagiados. Si
su tratamiento evoluciona favorablemente, el problema
del carnicero no va a ser tan grande; eso sí, que desde el
momento que evitó examinar la carne por el veterinario,
está cometiendo una falta grave___sentenció el
uniformado.
____ Y según contaba mi abuelito, esos bichitos no se
ven a simple vista…____comentó Pepe.
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Al dueño de la carnicería, jamás se le cruzó por el
pensamiento, la idea de verse involucrado en una
situación de esta envergadura. En la comunidad de
Maullín el problema era comentario obligado en todos
los ámbitos. Las averiguaciones efectuadas por personal
policial, lograron establecer que efectivamente, la carne
fue vendida desde la carnicería de don Alberto. Éste, al
sentirse identificado por los policías, no tuvo más
remedio que declarar su responsabilidad en los hechos.
El Juez determinó clausurar su local por un tiempo
bastante largo y lo obligó a cancelar una elevada multa,
quedando a la espera de la recuperación o agravamiento
de los clientes infectados con triquina.
Por aquellos días, como consecuencia del grave
problema de salud que acontecía, las autoridades
decidieron iniciar una campaña de educación y
prevención sobre el tema en las escuelas y lugares de
gran afluencia de público. En resumen, los médicos y el
veterinario del pueblo exponían:
“En la triquinosis, el parásito hembra pare los gusanillos
en el intestino, sin valerse de los huevos, pues es
vivípara. Las larvas emigran a los músculos del animal y
se enquistan, como ocurre también con la tenia o
solitaria. Los huéspedes comunes son la rata y por medio
de ellas, el cerdo, al comerlas. Las aves no la padecen.
El ser humano come carne infectada y a los dos días
tiene parásitos en el intestino y al tercer día hembras
fecundadas que expulsan embriones, los que van a
enquistarse en los músculos del hombre, dando un
reumatismo muy molesto. En las primeras semanas, la
enfermedad parece un cólera, disentería o tifoidea con
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fiebre alta. Entre las medidas preventivas más utilizadas
para contrarrestar el mal, aconsejaban comer carne de
cerdo bien cocida o cerciorarse de que esté visada por un
veterinario.
Alejados del mundanal ruido, los únicos que
todavía no se informaban de los nefastos
acontecimientos eran los tripulantes de la “Gaviota”. Los
de la “Alondra” no dudaron de responsabilizar a sus
enigmáticos colegas; todo esto corroborado por
denuncias estampadas últimamente en el Retén de
Quenuir, consignado reiterados robos de ovejas, cerdos
y animales vacunos. Estos abigeatos no sólo se habían
cometido en Río Pescado, sino que en otros lugares
adyacentes como Estaquilla, Quillagua, La Poza,
Huapache y Puerto Godoy.
El cuarteto de facinerosos, se aprestaba de nuevo a
trasladar animales a la Cueva de los Piratas. Llevaban
una oveja y una vaquilla que habían sustraído
recientemente; no obstante, un indicio campesino muy
recurrente les detuvo el zarpe: las hojas de los canelos
blanqueaban. Esa era una nítida señal que el tiempo iba
a estar malo, quizás con lluvia y temporal.
La naturaleza sureña no se equivocaba y siguiendo
la regla establecida, el mar comenzó a exhibir su
semblante torvo; los árboles oscilaban emitiendo
lastimosos quejidos desde sus macilentos troncos; el
cielo tejió con rapidez inusitada se túnica espesa de
nubes amenazantes y de manera impensada se
desencadenó un aguacero diluviano. Sin saber cómo,
llegó la noche con su chal oscuro cubriendo toda la
comarca. Los hombres de mar adentro de su rancha se
miraban unos a otros, la lluvia seguía castigando un
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trizado vidrio de la única ventana de la improvisada
vivienda. Aquella noche prácticamente no pudieron
conciliar el sueño; la fiereza del viento amenazaba con
arrancar de cuajo la frágil morada que los protegía. Se
tuvieron que levantar y para armarse de valor se
pusieron a beber algunos tragos que guardaban en un
viejo aparador. Paulatinamente el alcohol comenzó a
surtir su efecto. El rancho, que hasta hace un rato se
tornaba lacónico, cambió de modo impensado,
llenándose de locuacidad; dialogaron acerca de
innumerables temas, sobresaliendo en las esferas de las
conversaciones, las fogosas noches de amor vividas por
ellos en Maullín, Carelmapu, Ancud, Castro, Quellón y
Puerto Montt. Éstos y otros lugares eran visitados por
los buzos cuando lograban reunir suculentas sumas de
dinero. Aquella fue una noche especial, donde el mundo
circundante saturado de problemas y discordias se
desvaneció, dando paso a un ambiente plagado de
pensamientos ficticios, henchidos de felicidad plena. La
que más celebraron fue una anécdota escolar, cuando
una vez durante un recreo en el interior de la sala de
clases, se orinaron en la caparazón de un loco y lo
hicieron hervir sobre la plancha del calentador,
impregnándose el aire con el olor pestilente de la orina.
La profesora no les sacó ni un suspiro en sus
declaraciones. No hubo castigo para nadie y ninguno los
acusó. Las enormes carcajadas eran percibidas sólo por
el potente viento que aullaba impaciente y la lluvia
torrencial que carcomía el suelo. Más de alguno ya no
pestañaba; el sueño se apoderaba de ellos.
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A pesar del mal tiempo, la “Alondra” se hizo a la
mar desde Quenuir, aprovechando la vaciante, que hacía
más fácil la navegación. En la barra del río Maullín
estuvieron a punto de zozobrar, luego de sufrir una
avería en el anquilosado motor. Allí permanecieron a la
deriva por espacio de varios minutos, soportando
estoicamente el fuerte oleaje. De improviso, y como un
milagro, arrancó el motor y se dispusieron a dejar atrás
“Pinchilgüe”, para finalmente capear el temporal en
Puerto Godoy. Fueron dos horas de intensa lucha con el
temible enemigo, una más de la cual salieron
victoriosos. La chalupa fondeó cerca de la Punta
Quillagua, en una pequeña ensenada junto a los grandes
arenales que como cascadas caían hacia el mar. Desde
allí se dirigieron a pie hacia la Cueva de los piratas, la
que resultaba un excelente refugio de emergencia.
Además, tal vez les permitiría indagar algunos indicios
de los delitos cometidos por la tripulación de la
“Gaviota”…
Al llegar a la caverna, observaron huellas de
personas en el suelo, relativamente frescas; no asomaba
ninguna señal de ser utilizada para fines delictuales…
No en el primer compartimiento, donde la claridad se
manifestaba en forma íntegra y no se podía ocultar
objeto alguno. No obstante, al desplazarse hacia el
siguiente compartimiento, comprobaron la presencia en
el ambiente de un olor putrefacto. Éste emanaba desde
las cercanías y con asombro se encontraron con los
restos de algunas ovejas, sacrificadas para la entrega
anterior. De seguro, los desvergonzados olvidaron las
evidencias en aquel rincón. En el suelo, aún figuraban
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rastros de sangre, matizados con el barro del trajín
reiterado. Lo confirmaron valiéndose de una potente
linterna. A pasos de la entrada descubrieron pilas de
leña, excedentes de fogatas anteriores, por lo que no fue
difícil encender fuego, primero para secar sus ropas y
después para preparar un suculento almuerzo.
En el exterior de la cueva, el temporal arreciaba
en toda su magnitud, oyéndose el estrépito del mar al
golpear la extensa ribera. A un kilómetro de allí, estaba
la Punta Quillagua. Precisamente en ese punto, divisaron
entre las gigantescas olas una embarcación que lidiaba
infructuosamente por arrimarse al margen del océano.
Estupefactos, reconocieron entre las desproporcionadas
olas el casco endeble de la “Gaviota”, vapuleada por el
endemoniado oleaje. La chalupa subía y bajaba, sin
poder encontrar un rumbo determinado. Los cuatro
tripulantes remaban impulsados por un instinto general
de sobrevivencia, concientes de perecer en cualquier
minuto.la desesperación alcanzó límites insospechados,
cuando dos de ellos, perdieron la estabilidad, rodando
bajo los bancos y los remos quedaron a merced del mar,
sin las manos para gobernarlos. Uno de ellos alargó su
brazo para alcanzarlos, pero una ola asesina lo sacó de
su posición, arrojándolo a las gélidas aguas. Dos veces
lo vieron salir a la superficie, tratando de asirse a los
remos. Luego no se vio más. El mar inexpugnable había
cobrado una nueva víctima…
A bordo de la “Gaviota”, el esfuerzo desplegado
era insuficiente, aproximándose con excesiva rapidez a
un peñón de afiladas facciones. Aquí las invocaciones a
los seres divinos resultaban superfluas, pues el trágico
fin se veía venir. Una enorme ola se incrustó en el
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interior, desgarrando una tabla del costado inferior cerca
de la proa. Los infortunados hombres de mar no atinaban
a seguir luchando, permanecían aferrados a las barandas,
pasmados, exhaustos y resignados a su sino. De pronto,
un estrellón insólito, les turbó los sentidos, lanzándolos
al mar. Los cuerpos no aparecieron y la “Gaviota” se
desintegraba gradualmente. Cuando ya no quedaban
esperanzas, aparecieron de nuevo sobre la superficie,
tratando de aferrarse a la embarcación que agonizaba
lentamente. En su pugna incesante, aquellos
desesperados hombres, fueron lanzados brutalmente
sobre el peñón, terminando así con sus existencias.
Los tripulantes de la “Alondra” corrieron y
corrieron para tratar de rescatar a sus colegas, pero
cuando alcanzaron la punta fatal, ya no quedaban rastros
visibles del naufragio, ni de los cuatro tripulantes.
Permanecieron prolongados instantes sin cruzar palabra
alguna y sin poder borrar las imágenes aciagas de sus
retinas, ni la impotencia de sus miembros, incólumes
ante la desgracia ajena. Pero debían dar cuentas de los
hechos a la s autoridades; en este caso al Retén de
Quenuir y para ellos debían hacer el trayecto hasta el
pueblo a pie. Se demoraron más de dos horas. Al notar
su presencia en el pueblo, varias personas se les
acoplaron en su camino, inquiriendo detalles de lo
acontecido. Algunos lo lamentaban, otros preferían
guardar silencio…
Muchas veces se critica el actuar de la justicia.
Algunas personas enfatizan que ésta adolece de fallas.
Innumerables juicios se definen por el dinero, prevale-
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ciendo el testimonio de la opulencia; el asunto se
asemeja a la ley de la selva, donde predomina el más
fuerte y los débiles pasan a mejor vida. A los hombres
de la “Gaviota”, no se les aplico la justicia terrenal, ellos
fueron condenados por la justicia suprema y tan audaces
y seguros como resultaban la perfección de sus robos,
pisaron el tortuoso camino que los llevó del mar al
infierno.
F I N