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QUE LINDA ERA MI TIERRA
ARQUIMEDES TOMÁS GINO CANESE PRECIOSO
Recuerdos que comienzan a mediados de la década de los años 20, nostálgicos la mayoría de
ellos, nos traen a la memoria la vida placentera y armoniosa desarrollada en vivo contacto con la
naturaleza, que la generación de esa época pudo disfrutar. Menudean en el relato, pinceladas
anecdóticas que formaron parte del alma nacional, que plasmaron con toda su fuerza la notable
identidad que caracteriza a todos los habitantes de esta noble tierra.
CAPITULO I
EL BARRIO COLON
Nuestra familia vivía en una casa antigua situada en la calle Colón, cerca de la avenida 15 de mayo1
. Los
primeros recuerdos de mi niñez, los más alejados, datan de la época de las revoluciones de los años 1922-23,
cuando hacia la tardecita, sentado en los escalones de la puerta de mi casa, miraba fascinado el pasar de los
pesados carros que regresaban del centro de la ciudad de Asunción, los que venían arrastrando los caballos
muertos en las luchas que se libraban en esos días; las bestias colgaban atadas de las dos patas posteriores al
borde trasero del vehículo y su cuerpo se arrastraba lentamente sobre las desiguales piedras de la calle. Eso
hacía que la cabeza del inerte animal se golpeara en forma tan impresionante que me tenía embobado ante el
macabro espectáculo.
Esos carros eran los mismos que todas las mañanas, antes del amanecer, procedentes de la carrería
situada en la misma calle Colón cerca del cerro Tacumbú, pasaban frente a nuestra casa, en su viaje de ida al
centro de la ciudad, donde trabajaban transportando todo tipo de mercaderías; al atardecer, poco antes de
que cayera la noche, volvían de nuevo a pasar por el barrio. Tanto de ida como de vuelta, el monótono ruido
de sus enormes ruedas que saltaban sobre el irregular empedrado se escuchaba con toda nitidez hasta dos o
tres cuadras de distancia.
Como en esa época no sabía contar todavía, no podría decir cuantos eran los carros que pasaban frente
a mi casa pero, con mis escasos tres años, se me antojaba que eran muchísimos.
Poco a poco fui adquiriendo noción de las dimensiones y características del barrio en que vivía. Sus
únicas calles empedradas eran la calle Colón y la avenida 15 de mayo.
1
Actualmente Avda. Carlos Antonio López.
La calle Colón que estaba empedrada en todo su trayecto, comenzaba en el Puerto de Asunción y
terminaba en el cerro Tacumbú, el que recién empezaba a ser explotado, y de cuyas canteras se extraían las
piedras con las que se construían las calles de la ciudad. Este cerro era entonces muy lindo, con una rica
vegetación, donde lo más atractivo para todos nosotros era la enorme cantidad de plantas de arasa2
e
yvapurû3
.
Al comienzo lo empecé a visitar con mis padres, luego con los compañeros de escuela en los
memorables paseos escolares y posteriormente, cuando ya tenía un poco más de ocho años, lo hacía cada vez
que mi madre me mandaba a buscar guayabas para hacer dulce con ellas. A mi se me antojaba que era una
distancia enorme la que había entre mi casa, o la escuela, y el cerro Tacumbú, ya que todo el camino de
acceso estaba bordeado de terrenos boscosos y malezas, baldíos en su mayoría, con muy pocas casas o
ranchos construidos, sin demarcación de las calles transversales, por lo que era muy difícil decir cuantas
cuadras había en ese trayecto.
La avenida 15 de mayo, empedrada en toda su extensión, tenía el mismo diseño que la actual avenida
Carlos Antonio López. Por ella circulaba la línea de tranvía número cuatro cada veinte minutos, la que por tener
una sola vía para la ida y la vuelta, necesitaba de la doble vía que existía en el sitio de la unión de la avenida
15 de mayo con la calle Colón, el que por su diseño era conocido con el nombre de "La Curva"; en este lugar
se realizaba el cruce entre los tranvías procedentes de la citada avenida y los del centro de la ciudad. La
citada avenida comenzaba en la calle Colón y terminaba frente al arsenal de la marina ubicado en la ribera
del río Paraguay, sitio conocido también con el nombre de Puerto Sajonia. En el trayecto de ida hacia Sajonia, a
unas tres cuadras de Colón, se pasaba frente al cementerio denominado Mangrullo que estaba situado a la
derecha, rodeado de extensos terrenos baldíos llenos de arbustos y malezas; hacia la izquierda, al lado de la
2
Guayabo.
3
Arbol de frutas negras comestibles pegadas al tronco.
única casa que estaba en la esquina de la Curva, existía una laguna no permanente, formada por agua de
lluvia represada por un muro de contención construido cuando se empedró la avenida. Otra laguna mucho más
extensa y permanente estaba situada hacia la derecha, frente a la crucecita de Cirilo Duarte, sitio donde se
construyó luego la iglesia de la Santa Cruz. Muy pocas casas había en la avenida, así como tampoco existían
boca-calles bien diseñadas y mucho menos calles transversales empedradas.
El espacio geográfico comprendido entre la calle Colón y la avenida Carlos Antonio López tenía, como
ahora, la forma de un gran abanico, que se extendía hasta la orilla del río Paraguay. Se lo conocía con el
nombre de "Bañado". En su mayor parte estaba formado por terrenos boscosos y húmedos, llenos de arbustos
y árboles frutales nativos, poblados con una gran cantidad de animales silvestres como el tapiti4
, el apere'a5
,
el aguara6
, el jaguarete'i7
, el mykurê8
, e incontables variedades de roedores, aves y serpientes de todo tipo.
Tanto la escuela como el Mangrullo estaban rodeados de terrenos baldíos, con vegetación muy variada,
parecida a la del Bañado, con grandes árboles como el guapoy9
, el taruma10
, el chivato de hermosas flores
rojas, el cocotero de tronco espinoso y frutos pequeños, el guayabo y muchos otros, hasta los pequeños
arbustos con frutas comestibles como el aratiku'i11
y malezas entre las que abundaban los temibles
karaguata12
. En esta zona, también se observaba la presencia de la misma fauna que se encontraba en el
Bañado.
4
Liebre.
5
Conejillo de Indias.
6
Zorro.
7
Gato montés o silvestre.
8
Comadreja.
9
Higuera silvestre.
10
Olivo silvestre.
11
Chirimoya silvestre.
12
Bromeliácea de hojas espinosas.
Completaba nuestro barrio Colón la escuela primaria José de Antequera y Castro; el almacén de
comestibles de don Juan B. con sus dulces de leche, dulces de maní y barquillos de azúcar quemada
(chupetines); la carnicería, verdulería y almacén de don Jacinto S.; el bar de bebidas, hielo, helados y churros
de don Jerónimo P.; la panadería "La Carioca" con sus ricos palitos y pan de mandioca y; la panadería
"Francesa" de los hermanos L. fabricantes de los mejores bollitos, facturas y medialunas.
CAPITULO II
JUEGOS INFANTILES
En un comienzo, mi participación en los juegos de los niños mayores, se reducía, casi siempre, a mirar
cuando ellos jugaban. Uno de los juegos más populares era el juego de las bolitas, que tenía dos modalidades,
una era la que denominábamos "al pique y la cuarta" y la otra era la de "la bolita hoyo".
El juego al pique y la cuarta, se hacía de preferencia en el empedrado de la calle, valiendo tanto el pique
de las bolitas, como la medición proximal entre ambas menor de una cuarta, un punto cada uno; el juego se
tornaba emocionante debido a las irregularidades del terreno, ocasionadas por los diversos tamaños y formas
de las piedras, que desviaban las bolitas, haciéndolas saltar en cualquier dirección. El juego en el medio de las
calles, no ofrecía mayormente riesgos, ya que los únicos vehículos que transitaban en esa época, eran los
lentos carros tirados por mulas o caballos, o las aún más lentas carretas propulsadas por el pachorriento andar
de sus bueyes; si daba la casualidad de que algún día pasaba un Ford-bigote saltando estrepitosamente sobre
el empedrado, o menos estruendosamente, subido sobre las vías del tranvía, todos corríamos gritando detrás
de él, siguiéndolo por una o dos cuadras, en cuyo trayecto los niños trataban de colgarse de cualquier
agarradero, pisando sobre los paragolpes traseros, para viajar gratis, aunque sea por unos pocos metros.
Para el juego "bolita hoyo", debía fabricarse previamente un agujero en la tierra lisa, sin piedras, pastos
ni malezas, para lo cual se pisaba fuertemente una bolita, que al retirarla, dejaba un hoyo del tamaño
necesario. Partiendo desde una raya trazada en el suelo, los participantes trataban de ingresar al hoyito,
porque al lograrlo adquirían el derecho de picar y "matar" a las otras bolitas. Las bolitas que no habían podido
ingresar al hoyito, podían picar a las bolitas asesinas para alejarlas de su lado, pero carecían del poder para
matarla.
Nos divertíamos también jugando partidos de fútbol, en el que usábamos generalmente la pelota de
trapo fabricada con medias de mujer; excepcionalmente jugábamos con pelotas de cuero de vaca que tenían
dentro una vejiga de goma que debía ser inflada a mano con un pequeño inflador, después de lo cual debía
atarse perfectamente el pico de la vejiga, para que no perdiera aire, y posteriormente había que cerrar el ojal
abierto en el cuero, mediante un largo cordón de cuero de vaca que se hacía pasar, mediante una aguja
especial, a través de una hilera de agujeros que había en ambos bordes del citado ojal. Como estas pelotas de
cuero eran muy caras para nuestros padres, solamente las usábamos cuando los niños las sacaban en alguna
rifa del colegio o de la parroquia.
Otro juego era el de los trompos. Los trompos eran juguetes cónicos de madera, que tenían una púa de
hierro o clavo en la punta. Para hacer girar y bailar el trompo, se arrollaba fuertemente sobre el cono de
madera, empezando por la punta, una cuerda fina de aproximadamente un metro de largo, cuya extremo final
tenía un nudo corredizo que se ataba en el dedo medio de la mano derecha, de tal manera que al lanzarlo, la
cuerda se iba desenrrollando haciéndolo girar. Al caer al suelo el trompo seguía bailando en forma vertical
durante un cierto tiempo, hasta que al perder su velocidad de giro, como si fuera un borracho, comenzaba a
perder el equilibrio, se tambaleaba, y terminaba por caerse en el suelo.
El juego de los trompos se realizaba generalmente sobre tierra dura y lisa. La ceremonia de arranque
comenzaba con un escupitajo en la tierra y el trazado, a cierta distancia de él, de una raya desde donde se
debía efectuar el lanzamiento de los trompos. Cuando todos los jugadores habían tirado sus trompos, se veía
cuál era el que quedaba más lejos de la marca del salivazo, correspondiéndole a este participante colocar su
trompo para que todos los demás jugadores lo agredieran con los suyos. Al trompo se le podía acertar en el
lanzamiento primario, o bien, levantándolo en la palma de la mano mientras giraba y, desde una altura
alrededor de un metro, dejarlo caer girando sobre el trompo-prenda para que lo clavara. El primer participante
que no conseguía clavarle al trompo que estaba en suelo, debía poner el suyo en reemplazo del mismo.
Un juego menos violento era el que consistía en hacer volar la pandorga13
, hecha con palillos finos de
tacuara con los que se armaba el esqueleto, al que se le pegaba con engrudo un fino papel de seda y flecos y
se le agregaba una cola, más o menos larga según la necesidad, hecha con tiras de trapos atados.
Había además el juego del balero, el que servía para realizar interminables concursos para ver quién era
el que clavaba más veces, tanto en el lanzamiento inicial como en el que se realizaba con el balero clavado
que se volvía a tirar al aire (rekutu); no era raro observar que algunos podían hacerlo hasta más de un
centenar de veces, lo que impacientaba a los demás jugadores, quienes tenían que esperar que el competidor
errara la clavada, para que le tocara el turno de juego al siguiente participante, ya que estos concursos se
hacían con un solo balero, para que las normas fueran iguales para todos.
Las niñas, por lo general, no participaban en los juegos de los varones y tenían, por supuesto, los suyos
propios.
Uno de ellos era el juego de las chiquichuelas, que se realizaba con cinco piezas, aproximadamente
cúbicas, de unos dos centímetros de lado, hechas generalmente de mármol; las participantes de la
competición, se sentaban en el piso, habitualmente de baldosa, formando un círculo alrededor del área de
13
Barrilete.
juego, interviniendo por riguroso turno. El juego comenzaba tirando todas las piezas sobre el piso, se escogía
una de ellas y se la lanzaba al aire, lo suficientemente alto como para permitir que se tuviera tiempo de alzar
una de las piezas del suelo y a la vez recoger con la misma mano la que caía, operación que se repetía con
cada una de las tres piedras restantes. Terminada exitosamente la prueba de levantar las piezas una a una, se
procedía a lanzar de nuevo las piezas sobre el piso para levantarlas de dos a dos. Luego se arrojaba de nuevo
todas las piedras al piso y con el mismo procedimiento se levantaba tres de ellas juntas y una separada. Hasta
que al final, era la parte más difícil del juego, se tenía que levantar las cuatro piezas juntas y recoger con la
misma mano la pieza que se había tirado al aire. Llegando a este punto, la participante que lo había logrado
anotaba a su favor "un toro", lo que significaba que todo el proceso se había realizado correctamente, sin que
se cayera una sola pieza al suelo. La misma participante tenía el derecho de seguir jugando, hasta que se le
cayera alguna de las piezas de la mano, o no las pudiera levantar del piso. Habitualmente el juego ganaba la
persona que hiciera la mayor cantidad de "toros", después de diez a veinte rondas de juego.
Completaban el juego de las niñas: el descanso o rayuela, los saltos con la piola, las adivinanzas con sus
prendas y castigos, el pasará pasará y el último se quedará, y el de las rondas con sus diversos cantos.
CAPITULO III
LA LUZ ELECTRICA Y EL AGUA
Hacía muy poco tiempo que las casas, aunque no todas, disponían de energía eléctrica, la que era
bastante cara, motivo por el cual se ahorraba su consumo todo lo que se podía, usándola solamente para
tener luz mediante focos de apenas 25W por habitación, patio o corredores, ayudando en la mayoría de los
casos con lámparas a querosén o velas. En ese tiempo no existían en nuestros hogares: heladeras, hornos,
motores, cocinas, ni ningún otro artefacto de uso doméstico que utilizara energía eléctrica.
La iluminación de las calles de nuestra capital se hacía mediante un solo farol, de unos 100W, en cada
bocacalle. En la diagonal de la calle Colón y la avenida 15 de mayo, se encontraba el último foco del
alumbrado público. La calle Colón, desde la esquina Sicilia hasta el cerro Tacumbú y la avenida 15 de mayo en
su totalidad, carecían de focos de alumbrado público. Las luces de Asunción, de lunes a viernes, se encendían
al oscurecer y se apagaban a la medianoche, pero los días sábados y domingos duraban hasta la una de la
madrugada del día siguiente. También a esas mismas horas dejaban de funcionar los tranvías eléctricos y,
toda la ciudad dormía feliz, libre de los pocos ruidos molestos que existían en aquel entonces. Prácticamente
no se hacían fiestas que terminaran tarde, además no existían todavía los molestos altavoces a todo volumen,
y el número de automotores era muy escaso; ni siquiera había gente bulliciosa que venía tardíamente de las
farras nocturnas o de los cinematógrafos, ya que toda actividad nocturna se suspendía, indefectiblemente,
cuando las luces de las calles se apagaban y los tranvías dejaban de circular.
El agua para el consumo familiar procedente de las lluvias se recogía en los aljibes, o bien, algunas
casas disponían de pozos de brocal abierto y, en ambos casos, lo común era que se la extrajera con baldes de
unos cinco litros o más, atados a una piola o cadena, que debían ser levantados a pulso o mediante una
rondana14
. Las familias pobres que no poseían ninguno de estos dos medios, debían comprar el agua por
baldes de los que llamábamos aguateros. Las familias ricas, como la del vecino de nuestra casa, tenía un
imponente molino de viento, que bombeaba el agua del pozo hasta un tanque y que mediante cañerías,
proveía de agua a la cocina, el jardín y el baño.
Para mantener fresca el agua durante el día en los hogares, se la conservaba en grandes cántaros de
14
Polea.
cerámica, que tenían su propio sistema de refrigeración al "sudar" agua en su superficie externa, la que al
evaporarse, disminuía la temperatura dentro del recipiente. El agua recién extraída de los pozos y aljibes era
naturalmente fresca, debido a que la temperatura media en nuestro territorio es entre 21 y 22ºC. Para tomar
vino o cualquier otra bebida fresca, se le ataba al cuello de la botella una larga liña de pescar y se las que
sumergía en el agua del pozo o aljibe durante unas dos a tres horas antes de consumir la bebida que
contenía.
Las heladeras de la época eran simples conservadoras de hielo, el que se tenía que comprar de los
camiones de la única empresa vendedora que era la Cervecería Nacional, que lo vendía por barra entera,
media y cuarto de barra. En casa se compraba un cuarto de barra los domingos y, no más de dos veces al
mes, lo cual era una verdadera fiesta, que nos permitía a los niños chupar pedazos de hielo como si fueran
golosinas.
CAPITULO IV
COMPRA DE COMESTIBLES
La carne se compraba en la carnicería de don Jacinto S. Los artículos de almacén en el negocio de don
Juan B. Los panificados en la panadería Carioca.
En la puerta de nuestra casa comprábamos las verduras de las mujeres que traían enormes cantidades
de las mismas en grandes canastos planos que equilibraban majestuosamente sobre sus cabezas, además de
llevar un pesado canasto con mango en cada mano. También adquiríamos el carbón en bolsa de las carretas
del carbonero. Las burreras venían montadas sobre un asno con las alforjas cargadas de distintos tipos de
comestibles. Las pescaderas con su infaltable latón lleno de pescados. El vendedor de baratijas, géneros y
artículos variados al que le llamábamos "turco", que siempre ofrecía sus mercaderías diciendo: "Vendu baratu,
bolvo, beine, beineta. Estos vendedores ambulantes eran los que casi todos los días golpeaban la puerta de mi
casa. Como la mayoría de ellos llamaba gritando la misma palabra "marchante", no se sabía quién era el que
golpeaba a la puerta.
Mi madre me enseñó a ayudarle en sus labores cotidianas, y por lo tanto, mis tareas iban aumentando
en la medida en que me iba haciendo más grande. Al comienzo la ayudaba en la cocina, abanicando con la
pantalla hecha de karanday15
la boca de la hornalla, para encender los carbones usando papel, trapo o
cáscaras secas de naranja, Después pelaba porotos, secaba los cubiertos y lavaba utensilios de la cocina.
Con el tiempo aprendí a barrer las hojas del patio, así como también atendía las personas que llamaban
al portón de nuestra casa. Me enseñaron a ir de compras a la carnicería y a los almacenes cercanos.
En los momentos de ocio, jugaba con los pocos juguetes que tenía, o correteaba con nuestro perro de
policía "Mur". También me gustaba mirar en el balcón o en la muralla de la calle y sentarme en los escalones
de nuestro portón de entrada.
Por las noches me gustaba escuchar cuando mi hermana mayor tocaba el piano, en el que luego yo
procuraba repetir, con un solo dedo, la melodía que se había grabado claramente en mi memoria. Nuestro
piano funcionaba también como pianola, y yo había aprendido a colocar los rollos de música en su sitio y sabía
pedalear para que funcionaran las teclas.
Otra cosa que me gustaba escuchar era el fonógrafo y, aunque poseíamos muy pocos discos, me
acuerdo todavía de la ópera I Pagliacci de Leoncavallo en la parte en que el tenor canta: "Ride pagliaccio",
mientras llora riendo.
15
Hoja de palmera.
En las noches, después de cenar, me ponía a observar en el balcón, los tranvías que pasaban frente a mi
casa, los infaltables murciélagos que volaban alrededor del farol del alumbrado público de la calle, los sapos
que venían a comer los bichos que eran atraídos por la luz y los numerosos zorritos que salían del yuyal
situado debajo del murallón, que había al otro lado de la avenida 15 de mayo, y que temerosamente cruzaban
la calle Colón, deteniéndose, a veces, para comer una que otra langosta saltarina, y luego se introducían en el
enorme patio baldío que había al lado de mi casa. Todo esto me parece, hoy en día, tan increíble y maravilloso,
cuando pienso que mi casa distaba solamente diez cuadras de la calle Palma, en pleno centro de Asunción y
que, sin embargo, podíamos gozar viendo esa rica fauna de nuestra tierra.
CAPITULO V
LA PRIMERA RADIO DEL BARRIO
Un cierto día, nuestra madre nos hizo vestir, un poco más elegantes que de costumbre, a toda la familia.
Nos dijo que iríamos a visitar a la Señora de M., que vivía sobre la calle Colón esquina Jejuí.
La dueña de la casa nos había invitado con el objeto de mostrarnos lo que para nosotros era toda una
maravillosa novedad: la radio a lámparas, con una bocina parlante similar a la del fonógrafo que teníamos en
casa.
La radio estaba sobre una mesa, mostrando por un lado el chasis metálico, en el que estaban fijados el
transformador, los condensadores electrolíticos, el condensador variable que servía para sintonizar las
estaciones transmisoras y las, no recuerdo bien, si cuatro o seis lámparas rectificadoras y amplificadoras, que
se encendieron inmediatamente en el momento cuando se introdujo el enchufe en el tomacorriente externo
situado en la pared.
Después de esperar unos 15 a 20 segundos, que según la señora M. se necesitaban para que el circuito
se calentara, empezó a mover la perilla del condensador variable, con lo cual se produjeron varios silbidos que
iban marcando las estaciones transmisoras. Dentro de uno de esos silbidos sintonizados se oyó, de repente,
una voz en la trompeta que dijo:
-Aquí transmite LR8 Radio Stentor, Buenos Aires, República Argentina.
Aquello parecía una obra de magia. No queríamos creer, que desde mil doscientos quilómetros de
distancia alguien nos estaba hablando en ese mismo momento, sabiendo que se necesitaba tres días de viaje
en barco para llegar hasta esa ciudad. Esto ocurría, no estoy muy seguro de ello, en los años 1924 o 1925. Era
la primera radio instalada en nuestro barrio y, probablemente, no había ninguna otra en más de quinientos
metros a la redonda. Suponemos que debía valer un platal en esa época.
Así como vimos aparecer la primera radio a lámparas del barrio, también el vecino, Don Juan P, que
ocupaba toda la manzana que estaba cerca de nuestra casa, no queriendo ser menos, apareció un buen día,
mostrando a todo el vecindario un flamante auto Dodge, que también fue, no solamente el primer auto del
barrio sino quizás el único de la zona por casi una década.
En el tranquilo barrio Colón, en el que solamente cada veinte minutos se cruzaban los tranvías de la
línea 4, se tenía ahora para felicidad o desgracia, los nuevos gérmenes de contaminación: la radio con su
contaminación sonora y el auto con sus gases tóxicos. Entusiasmados con estos maravillosos inventos, no nos
dábamos cuenta real del gran poder destructivo que estaban adquiriendo estos inventos del hombre, sobre el
normal equilibrio que debe existir en la naturaleza, como base indispensable para la existencia de la vida en
nuestro planeta.
CAPITULO VI
EL DESAFIO DEL MURALLON
Para poder sostener la erosión en la avenida 15 de mayo que, en los días de lluvia, era provocada por los
torrentes de agua que arrastraban gran cantidad de tierra, se tuvo que construir, mucho antes de que yo
naciera, dos enormes muros con cimiento de piedra y doble hilera de grandes ladrillos encima, cuyo ancho era
mayor de sesenta centímetros.
El murallón más largo se construyó en el costado Norte de la avenida y, se lo hizo sobresalir unos treinta
a cuarenta centímetros sobre el nivel de la vereda; comenzaba en la calle Colón a unos cincuenta metros de la
avenida 15 de mayo y continuaba a lo largo de esta última hasta unos doscientos metros. Debajo de este
murallón quedaba un enorme zanjón de unos dos a cuatro metros de profundidad.
No sabemos cual fue la razón por la cual se construyó otro murallón del mismo espesor, que comenzaba
con un trazado perpendicular a la calle Colón, a unos veinte metros de su unión con la avenida 15 de mayo, el
que al alcanzar unos treinta metros giraba en ángulo obtuso hacia la izquierda, y luego de una distancia igual
o un poco mayor, conectaba con un murallón similar que tenía su salida perpendicular a la avenida citada, a
unos treinta metros de la esquina. El terreno comprendido por estos murallones tendría con toda seguridad
más de mil doscientos metros cuadrados. Daba la impresión de que en este lugar se pretendió construir un
edificio de gran envergadura, a juzgar por el extraordinario grosor de la pared. A pesar de que este murallón
interno comenzaba a nivel de la vereda y mantenía casi el mismo plano horizontal en todo su trayecto, llegaba
a medir en su parte más elevada unos cuatro metros de altura, debido al gran desnivel que presentaba el
terreno.
La longitud total de este murallón interno, que las malezas ocultaban casi en su totalidad, era de unos
cien metros de largo, longitud que a los ojos de cualquier niño, era enorme y, constituía un desafío
permanente el recorrerlo de punta a punta, para demostrar, de esta manera, tanto su valentía como su
madurez.
Existía otro murallón en la vereda Sur de la avenida 15 de mayo, que cerraba el paso al agua de lluvia,
que venía desde la calle Colón y Sicilia hacia la citada avenida. Por dicho motivo, el agua de lluvia se
acumulaba junto a este murallón, formando una laguna que podía llegar a alcanzar, algunas veces, hasta
veinte metros de largo, por diez metros de ancho y uno a dos metros de profundidad en el centro. Si bien la
laguna no tenía carácter permanente, se secaba muy pocas veces en el año, coincidiendo con las épocas de
sequía. Por supuesto, la laguna era el paraíso de todos los sapos del barrio, albergando miriadas de sus
rosados huevos flotantes en la superficie del agua, colonias de renacuajos de todos los tamaños, desde los
muy pequeños con largas colas, los más grandecitos que, además de las colas, tenían desarrolladas las patitas
traseras y, los minúsculos sapitos con sus cuatro patitas, que habían perdido recientemente sus colas y se
arriesgaban a salir fuera del agua. Los niños del barrio acostumbraban a cazarlos con recipientes de lata, sea
para divertirse jugando con ellos, o bien para asustar a las niñas.
Un día, poco después de cumplir los cinco años, me arriesgué a cruzar, por primera vez, el murallón
interno que comenzaba en la avenida 15 de mayo y terminaba en la calle Colón. Esta hazaña constituyó mi
bautismo de mayoría de edad entre los niños, ya que nadie era suficientemente macho si no lograba hacerlo.
Debo confesar que esta acción la hice con mucho temor.
Recuerdo que a medida que iba caminando sobre los escasos sesenta centímetros de ancho que tenía el
murallón, partiendo desde la parte más baja del mismo, en su inicio en la avenida 15 de mayo, donde apenas
tenía medio metro de alto y me dirigía hacia la parte en que alcanzaba, cuando menos, 4 metros de altura,
empezaba a sentir un cosquilleo cada vez más fuerte en el vientre, que me hacía imaginar que el murallón
oscilaba, moviéndose de un lado para el otro. Había caminado unos treinta metros para llegar a esa altura,
cuando vi, con gran desazón, que debía girar hacia la derecha, previo el descenso de tres escalones, punto
crítico muy difícil, si es que deseaba completar exitosamente la prueba. Darme vuelta para volver, no solo me
daba miedo por el giro que debía realizar a semejante altura, sino que sería confesar mi fracaso y cobardía
ante los chicos que fueron testigos de mi entrada en el famoso murallón. Decidí seguir adelante, recurriendo a
una trampita, deslizándome sentado sobre los tres peldaños y, parándome recién después de haber
traspasado el último escalón. Allí pude continuar a un nivel un poco más bajo, y luego de un nuevo giro hacia
la derecha ya se encontraba la parte recta final, cada vez menos elevada, que me conducía a la salida en la
calle Colón, donde salí muy ufano y satisfecho por la proeza realizada, siendo recibido por mis compañeritos
con gritos de alegría y aplausos.
Debajo del murallón había un terreno bajo, en el que se encontraba una rica vegetación llena de malezas
y plantas frutales tales como guayabos, aratiku'i y tunas, que lo visitábamos frecuentemente, a pesar de los
rasguños que nos provocaban las espinas de karaguata. Este monte contaba con innumerables especies de
aves y un buen lote de animalitos terrestres como los aguara, tejuguasu16
de hasta medio metro de largo,
apere'a, mykurê y tapiti.
Los indefinidos límites de este bosquecillo, llegaban hasta el cementerio, al que contorneaba,
extendiéndose por las lomas de San Antonio y su vecindad. Nuestras correrías, por lo general, no iban más allá
de la mohosa muralla que marcaba los límites del temido Mangrullo.·
16
Lagarto.
CAPITULO VII
EL MANGRULLO
El cementerio, designado vulgarmente como el Mangrullo, ocupaba la cima de una pequeña loma.
Estaba situado sobre la avenida 15 de mayo, en el lugar en que se encuentra actualmente el parque Carlos
Antonio López, exactamente en donde está construido uno de los tanques de agua de la ciudad, alrededor del
cual se ven hasta hoy restos de tumbas. Tenía una superficie de unas dos manzanas, comentándose que fue
habilitado como cementerio durante la ocupación de Asunción por las tropas brasileras, después del genocidio
de la nación paraguaya, perpetrado durante una injusta y desigual guerra, denominada guerra de la Triple
Alianza, llamada así porque el Paraguay combatió heroicamente durante 5 largos años contra la coalición
integrada por Argentina, Brasil y Uruguay, quienes mediante préstamos facilitados por el imperialismo
industrial inglés, fueron impulsados para aniquilar el mal ejemplo que era en el siglo pasado, la nación
paraguaya rica, próspera y autoabastecida sin que hubieran podido infiltrarse capitales extranjeros en el país.
Por dicho motivo, la mayoría de los paraguayos conscientes actuales, acostumbra a llamar a este episodio
guerrero que diezmó a su población: la guerra de la Cuádruple Alianza, para hacer notar, que a los tres países
sudamericanos se sumaba el poder económico del imperialismo inglés, que fue el que financió la contienda a
los aliados.
En el Mangrullo, en el año 1925, hacía rato que no se enterraba a nadie, debido a que no existía más
lugar para ello. Recuerdo que la capilla del mismo, ubicada en la parte Norte, estaba rodeada de hermosos
cipreses, que se derribaron al hacer el tanque de agua. Entre las tumbas existían ocho árboles de jazmín
mango con bellas flores de suave perfume, que todavía pueden observarse en el parque que hoy existe en
este lugar.
La entrada principal del Mangrullo estaba en la parte Norte. Tenía un gran portón de hierro, casi siempre
cerrado, que estaba frente a la capilla. Alrededor de ésta se extendía el camposanto, que abarcaba las dos
terceras partes del terreno. En el tercio restante, hacia el Sur, estaban las tumbas del campo llamado "no
santo", en donde se enterraban los que morían en estado de pecado evidente, como ser los suicidas, los
amancebados y otros, es decir, allí estaban los supuestamente condenados al suplicio eterno.
La segunda entrada, que era la usada por todos los que visitaban el Mangrullo, estaba ubicada en la
muralla del lado Este.
Nuestra familia tenía en el cementerio una tumba en donde fueron enterrados mi abuelo materno y un
hermanito mío de un año de edad. Por dicho motivo, solíamos ir con mi mamá a visitarlos.
En el año 1926, se avisó a la población, que el cementerio se convertiría en un parque que llevaría el
nombre del primer presidente del país, don Carlos Antonio López, y que debido a ello, todos los que tuvieran
familiares enterrados, tenían que retirar sus restos en el plazo de un año.
Un tío mío, Angelo, se iba a encargar de excavar la tumba buscando los restos óseos de mis dos
parientes, y yo, sin saberlo, iba a ser el encargado de llevarle la vianda de la comida.
En el día fijado para ello, recuerdo bien que era un lunes, a eso del mediodía, mi madre me dijo:
-Ponete las sandalias, porque adonde vas a ir hay muchas espinas. Vas a llevarle la comida a tu tío
Angelo en el Mangrullo.
-¡Qué! -le contesté yo-. ¿Por qué tengo que ir yo? Soy muy chico todavía. ¿Acaso no puede ir el Ch...?
Mi hermano Ch... intervino diciendo:
-Lo que pasa es que sos un miedoso y no te animás a ir solo al cementerio.
-Bel tranvía pasaría recién a las doce y diez minutos. No tenía más remedio que seguir andando. En lo
alto de la loma se dibujaban los fantasmagóricos cipreses que, a medida que me acercaba al cementerio, iban
creciendo y adquirían formas increíblemente tenebrosas.
Cuando anduve tres cuadras en la avenida, me encontré de repente en frente del Mangrullo, y no tuve
más remedio que dirigirme hacia la puerta del lado Este. La muralla del cementerio no me permitía todavía ver
lo que pasaba en su intel tranvía pasaría recién a las doce y diez minutos. No tenía más remedio que seguir
andando. En lo alto de la loma se dibujaban los fantasmagóricos cipreses que, a medida que me acercaba al
cementerio, iban creciendo y adquirían formas increíblemente tenebrosas.
Cuando anduve tres cuadras en la avenida, me encontré de repente en frente del Mangrullo, y no tuve
más remedio que dirigirme hacia la puerta del lado Este. La muralla del cementerio no me permitía todavía ver
lo que pasaba en su interior. Estaba allí yo solo, parado frente a la puerta, mirando a mi alrededor la maleza
que me rodeaba. Busqué entonces algunas plantas de aratiku'i para comer sus frutos y darme así ánimos, pero
desafortunadamente no encontré ninguna. No tenía otra alternativa: definitivamente tenía que entrar.
Abrí el portoncito y miré el largo camino que debía recorrer, para poder llegar hasta donde estaba mi tío
Angelo. La tumba de mi abuelo y hermanito estaba en el extremo Noroeste del cementerio, y yo me
encontraba casi en el extremo Sureste, vale decir que tenía que recorrer unos doscientos o más metros entre
tumbas, para poder llegar hasta la capilla, y de allí a unos veinte metros, encontraría a mi tío Angelo
trabajando.
Empecé a caminar lentamente, mirando con temor para todos los lados, pasando en medio de las
silenciosas tumbas. Por más que caminaba sin parar, parecía que no avanzaba nada. La capilla que era mi
primera meta, se alejaba cada vez más con cada paso que daba, a la par que surgían nuevas y terroríficas
tumbas. Pensé echar a correr hacia atrás y volver a casa, pero era seguro que este acto de cobardía tendría
serios riesgos, cuando me enfrentara con mi madre. No quedaba entonces otra opción sino la de correr hacia
adelante. Intenté hacerlo, pero las piernas no me respondieron, parecían estar hechas de plomo, por lo que a
duras penas pude seguir caminando. En cualquier momento se me aparecerían las póras17
que habitaban en el
cementerio y yo no veía ningún ser humano terrenal que pudiera ayudarme. La única tabla de salvación era
llegar a la capilla, en donde había una gran cruz y varias imágenes de santos que no permitirían que se
acercaran a ese lugar las ánimas en pena.
Ya había hecho más de la mitad del camino hacia mi objetivo, debía seguir adelante. Entonces, cerré los
ojos y probé caminar a tientas, pero fue mucho peor, porque enseguida tropecé con una tumba que estaba
mal alineada. A pesar del fuerte calor del mediodía del verano, sentía un intenso escalofrío en todo el cuerpo,
que me hacía temblar y sudar a la vez.
A pocos metros de la capilla se acabaron las tumbas, y me sentí entonces mucho más tranquilo. Miré
hacia la izquierda, y vi salir de una fosa un señor que la estaba excavando. Del susto que me dio casi eché a
correr y, antes que pudiera hacerlo, el buen hombre, al verme tan temeroso, me dijo:
-Hace rato que tu tío Angelo te está esperando.
Al decir esto, me señaló el sitio donde estaba la tumba de mi abuelo, la cual estaba rota en pedazos. Mi
tío, que estaba dentro de la excavación que había hecho, seguía extrayendo tierra y huesos del "nono".
Me acerqué a él y le saludé:
-Hola tío Angelo. Aquí te traigo la comida.
-Muchas gracias Ch... Creo que ya saqué todos los huesos que había. Estos son los huesos de tu abuelo
-dijo mostrándome una caja de madera, con muchas piezas óseas, largas, cortas, planas y, sobre todo la más
impresionante de todas, la calavera del abuelo-. ¿Te acordás de él?
Yo había hecho, automáticamente, un gesto de temor, pero sin embargo le contesté:
17
Fantasmas.
-Me da miedo tío. No quiero mirar esa calavera. Como mi abuelo murió tres años antes de que yo naciera
no lo pude conocer. Si bien yo pensaba mucho en él, no sé como era cuando vivía, porque nunca se sacó una
foto.
El tío terminó de comer, mientras yo jugaba con la tierra extraída de la fosa, en la que encontré un
verdadero tesoro: dos piezas de metal curvas algo herrumbradas y un pedazo de mármol. Entonces le
pregunté al tío:
-¿Puedo llevarme esto que encontré?
-Claro que sí -me contestó mi tío-. ¿Sabés lo que son?
-No sé.
-El pedazo de mármol, es parte de la lápida que rompí. Es un mármol muy bueno, es de Carrara, de
Italia. Las dos argollas de hierro, son parte de las seis manijas que tenía el cajón de tu abuelo, que se pudrió
totalmente.
Inmediatamente tiré al suelo las manijas, y le dije:
-Entonces no voy a llevar las manijas, pero sí el pedazo de mármol.
-¿Para qué querés el mármol?
-Para fabricar unas lindas chiquichuelas y así, darle envidia a mi hermana mayor, que nunca me quiere
prestar las suyas.
-Es bueno que te vayas ya a tu casa, porque o sino tu mamá se va a preocupar mucho. Gracias y saludos
a todos. Chau, pibe.
-Chau, tío.
Agarré la vianda vacía con una mano y el mármol con la otra. Eché a caminar rumbo a la capilla, y desde
ahí debía hacerlo hasta la salida del cementerio. Volví a sentir miedo nuevamente. Estaba otra vez solo en
medio de las tumbas, muchas de ellas abiertas y vacías, que debía atender bien, para no caerme adentro.
Aceleré el paso y sentí como si alguien me estuviera siguiendo. No me animé a mirar hacia atrás. Sin dudar un
instante, empecé a correr, al principio con ritmo lento, pero a medida que avanzaba, iba acelerando la
velocidad. Creo que nunca llegué a correr tan rápidamente en mi vida, como en esa oportunidad. Cuando vi el
portón de salida, prácticamente volé hasta él.
Al salir afuera del cementerio, todo me pareció muy lindo, sumamente hermoso y sobre todo
tranquilizador y ¿por qué no? hasta me sentí orgulloso de la hazaña que había realizado, al ir solito, sin que
nadie me acompañara al cementerio; los amigos no me creerían cuando se lo contara.
En menos que canta un gallo llegué a casa, donde mi madre, algo preocupada, me estaba esperando en
la balaustrada de la muralla de nuestra casa. Al llegar me preguntó:
-¿Que tal te fue? ¿No tuviste miedo?
-No, no tuve ni un poco de miedo -le contesté sin pestañear, porque quería aparecer ante todos los de mi
casa como un gran valiente y añadí-, al contrario, me divertí mucho jugando cuando el tío estaba comiendo.
Después él me mostró la calavera y todos los huesos del abuelo, pero me dijo que no encontró ningún huesito
de nuestro hermanito, seguramente porque los tenía muy tiernos. Traigo este pedazo de mármol que era parte
de la lápida, con el que voy a hacer mis propias chiquichuelas.
Y muy orondo, inflado como un pavo real, me senté a la mesa para almorzar con la familia.
CAPITULO VIII
LOS FANTASMAS DE LA NOCHE Y DE LA SIESTA
La noche del mismo día en que fui a llevar la comida a mi tío en el cementerio, luego de cenar, nos
reunimos, como siempre, los niños del barrio, sentados en el cordón de la vereda, a la luz del farol de la
esquina, para distraernos observando la destreza con que los sapos de la laguna, cazaban los bichos, que
cansados de tanto volar, caían en el suelo.
A los sapos les atraían tanto las mariposas nocturnas blandas y aparentemente fáciles de tragar, como
los grandes y espinosos cascarudos, los que, probablemente, debían rasparle atrozmente la garganta. Estos
batracios, que siempre andaban a los saltos de un lado para otro, cuando iban a comer caminaban
sigilosamente en puntas de pie levantando el vientre del suelo y, desde una distancia bastante lejana
proyectaban su enorme lengua, de un tamaño increíble, con la que agarraban la presa y se la engullían en un
tris. Solíamos elegir, mentalmente, un sapo diferente cada uno de nosotros, y apostábamos para ver cuál de
ellos sería el primero en comer los diez o veinte primeros bichos.
Como yo me creía casi un superhombre, por el hecho de haber ido solo al cementerio, me pidieron mis
compañeritos que les contara los detalles de la odisea.
-El asunto fue muy sencillo -comencé diciendo muy orgulloso-. Cuando mamá tenía listo el almuerzo
para el tío Angelo, nos preguntó a mi hermano mayor y a mí, si quién de nosotros iba a llevar la vianda al
cementerio. Mi hermano dijo que no quería ir por ser el mayor, aunque la realidad era que él tenía miedo de
hacerlo, entonces yo, inmediatamente, me ofrecí diciéndole a mi mamá: ¡Yo quiero ir mamá! ¡Me encantaría
hacerlo! Así fue que agarré la vianda y, sin pensarlo dos veces, me dirigí muy contento por la avenida y, al
llegar a la puerta del Mangrullo...
-¿Qué te pasó? dijo Juancito.
-Nada especial. Tranquilamente abrí el portón con una patada, porque tenía una mano ocupada con la
vianda y, en la otra tenía unos ricos aratiku'i que encontré en el camino.
-¿Y te animaste nomás a entrar solo? preguntó Antoñito.
-Claro que sí. Todo me pareció muy lindo. A medida que caminaba entre las tumbas, iba comiendo,
alegremente, mis aratiku'i, mirando la gran variedad de pajaritos que había dentro del cementerio: tortolas,
gorriones, cardenales y qué se yo cuántas clases más.
-¿Viste los huesos y la calavera de tu abuelo -acotó José, muy horrorizado.
-Claro que sí, era muy hermosa, parecía como si hubiera querido hablarme, porque como vos sabés, yo
soy su nieto y seguramente me hubiera querido mucho si todavía viviera.
Hubo un momento de silencio. Todos estaban asustados, tanto que al poco rato Juancito comentó:
-En mi casa, mis padres siempre me han contado casos de fantasmas, que me ponían los pelos de punta
y no me dejaban dormir por las noches. Según ellos, el cementerio está lleno de póras, que salen de las
tumbas durante la noche y la siesta para asustarte.
Antoñito agregó:
-Mi tía Lilí dice que durante la siesta sale a pasear el jasyjatere que es un mita'i18
rubio, de ojos azules,
que camina desnudo por el campo, llevando un bastoncito mágico en su mano, a quien le gusta beber la miel.
Puede raptar a los niños que se alejan de sus casas en las horas de la siesta.
José esperó que Antoñito terminara de contar lo que le había referido su tía Lilí y, para no ser menos,
refirió lo que él sabía, susurrando:
-Mi abuelo, que conoce mucho, me habló también de estas cosas. Me dijo que además del jasyjatere y
18
Niño.
de las póras, existen otras clases de fantasmas como el luisô19
, que es el séptimo hijo varón, que se convierte
en un perro grande los viernes de noche cuando hay luna llena; y el pombero, que es un señor bajo y peludo
que silba por las noches, con el cual, uno puede hacerse amigo obsequiándole yerba mate, miel y cigarros.
Nadie tenía otras anécdotas que contar, por lo que yo les comenté:
-Yo no creo mucho en todas esas cosas. Me parece que son solamente cuentos de las personas mayores
para que los niños no vayamos a vagar por la siesta o por las noches. Por eso quiero proponerles una cosa:
¿Que tal si mañana, cuando se encienden las luces de la calle, nos vamos todos al cementerio para ver si
realmente existen las póras?
Ninguno quiso mostrar que tenía miedo, por lo que nos fuimos a nuestras casas a dormir, luego de que
aceptáramos todos reunirnos al atardecer del día siguiente, llevando algunas velas y fósforos, para alumbrar
los pasos de nuestra futura aventura.
Al día siguiente por la tarde, así como habíamos convenido, nos encontramos reunidos Juancito,
Antoñito, José y yo, debajo del último farol de la calle Colón y avenida 15 de mayo, esperando que se
encendieran las luces del alumbrado público. Todos habíamos conseguido traer una vela de sebo y fósforos.
Cuando ya era muy oscuro y se había encendido el farol de la esquina, empezamos a caminar por la
avenida 15 de mayo, que no tenía ninguna luz en todo su trayecto, en plena oscuridad, pero no encendimos
todavía las velas para ahorrar su consumo, y poder disponer de ellas por más tiempo en el cementerio. Todos
íbamos andando en una masa compacta tomados de la mano, para no separarnos unos de otros y, muy
probablemente, para infundirnos valor.
En la primera cuadra, pasamos delante del famoso y enorme árbol de guapoy, de raíces superficiales,
largas y rugosas, del cual se decía que sirvió para ahorcar a mucha gente en la época de la ocupación
19
Lobisón.
brasilera y que en las noches de tormentas eléctricas se veían balancear los cuerpos de los patriotas
ahorcados, colgados de sus ramas, que eran de tortuosa y caprichosa forma, que parecían querer abrazarnos.
No obstante, seguimos avanzando hacia nuestra meta, Al llegar frente al Mangrullo, salimos de la
avenida y encendimos nuestras respectivas velas para entrar en los yuyales, que teníamos que atravesar
antes de llegar al portoncito del cementerio. Cuando llegamos junto a él, vimos que tenía una cadena
enrollada sin candado. Para darle ánimo a los demás, me adelanté, saqué la cadena y entré primero. Los
demás no tuvieron otro remedio que seguirme.
Sigilosamente, fuimos recorriendo los primeros veinte a treinta metros entre las tumbas. Las
temblorosas luces de nuestras velas producían inimaginables sombras que, a medida que avanzábamos, se
movían tétricamente e iban carcomiendo nuestro disminuido valor. No obstante, caminamos otros veinte a
treinta metros más, cuando de repente, oímos el sonido de una voz ronca que parecía venir de ultratumba, a
la vez que vimos el resplandor de un farol sostenido por la borrosa figura de un gigante que se balanceaba y
que parecía como si en cualquier momento fuera a lanzarse sobre nosotros.
Sin pensarlo dos veces, me di vuelta, atravesé entre el grupo de mis amigos, que todavía no habían
reaccionado y, corriendo más veloz que el viento de un huracán llegué al portón de salida y seguí corriendo,
sin la vela que tiré porque se me había apagado, hasta llegar a la avenida. Cada uno de los demás integrantes
del grupo, al comprobar mi gran valentía, hizo lo mismo que yo.
En el momento que nos reunimos todos en la avenida, por suerte, venía el tranvía de Sajonia con todas
sus luces encendidas y, como su velocidad no era mucha, lo seguimos corriendo y nos colamos en su
paragolpes trasero, viajando así, ocultos del guarda, hasta llegar al farol de la curva de Colón.
Al llegar allí, bajamos del tranvía justo cuando el guarda nos estaba amenazando con la palanca de
cambio de vía. Nos despedimos apresuradamente unos de otros y nos fuimos a nuestras respectivas casas,
porque ya era la hora de cenar.
Después de la cena, nos reunimos nuevamente los cuatro bajo la luz del farol, y empezamos a comentar
nuestra experiencia. Todos estábamos convencidos de haber visto un enorme fantasma.
-Era un gigante negro grande -empezó diciendo Juancito.
-Echaba fuego por las nariz -agregó Antoñito.
-Tenía enormes garras y una cola puntiaguda -comentó José.
-Creo que salimos justo a tiempo, porque parecía un furioso ogro dispuesto a comernos -concluí yo.
En ese momento, vimos que venía caminando por la avenida don Tomás, el chofer que trabajaba en la
casa de don Juan P. Se acercó a nosotros y nos preguntó:
-¿Qué les pasa a ustedes, chicos, que les veo cara de asustados?
-¿Quiere saberlo, don Tomás? - le contesté yo.
-Claro que sí.
-Esta noche nos fuimos los cuatro al cementerio, porque queríamos saber si existían los fantasmas. Y
cuando estábamos allí, se nos apareció un gigante negro, con garras en vez de manos, con una cola
puntiaguda como el diablo, echando fuego por la nariz, que nos quiso comer a todos. Tuvimos suerte que
pudimos escapar corriendo.
-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! -empezó riéndose don Tomás-. ¡Cómo inventan las cosas ustedes! ¡Qué imaginación tienen!
-Entonces, no nos cree don Tomás -se quejó Antoñito.
-Por supuesto que no les creo.
-¿Y por qué no nos cree? -le interrogó José.
-Es muy sencillo. Porque yo era el que estaba allí rezando al lado de la tumba de mi mamá y, cuando oí
voces de niños y vi que eran ustedes con sus luces, me levanté y me acerqué para preguntarles que hacían
allí, pero ustedes huyeron despavoridos, como almas en pena que se las lleva el diablo. Esto si que es
chistoso. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
Quedamos todos mudos. Esta proeza, que pensábamos contársela a todo el mundo y luego a nuestros
hijos y, quizás a nuestros nietos, se deshizo como una nube de polvo agitada por el viento y disuelta
enseguida por la lluvia del chaparrón en un día de verano.
CAPITULO IX
LA LIMPIEZA DE LAS CAMARAS SEPTICAS
Asunción no tenía en esa época alcantarillado para recoger aguas servidas. Casi todas las casas tenían
letrinas precarias, sin asiento, con un orificio en el piso, que comunicaba con una cámara, cuyas paredes eran
de ladrillos no revocados, y su fondo era de tierra, de manera que pudiera absorber fácilmente los líquidos y
de esta manera tardara en llenarse. Estas letrinas disponían para la higiene anal hojas de periódicos cortadas,
enganchadas en un clavo largo en la pared, al alcance de la mano, o bien había para el mismo uso varias
ristras de avati'ygue20
.
Las cámaras sépticas sin fondo, prácticamente no se llenaban nunca, en cambio, las cámaras sépticas
revocadas y con fondo de material se repletaban en poco tiempo dependiendo, por supuesto, del número de
usuarios que había en la casa. Para vaciar las cámaras de este tipo se debía recurrir al único empresario que
en Asunción se dedicaba a esta tarea. El trabajo de limpieza de las cámaras sépticas se realizaba
habitualmente durante las noches, a partir de las veintitrés horas y podía durar, según el caso, hasta el
amanecer.
Cuando en el barrio aparecía el conocido camión, con sus bordalesas de madera de doscientos litros de
capacidad, y el personal correspondiente para ejecutar el trabajo, la voz de alarma, como un reguero de
pólvora, corría por todo el vecindario.
-¡Chaque viene C.!
Inmediatamente todos corríamos a cerrar las puertas y las ventanas, aún cuando fuera el más caluroso
verano, para evitar oler las emanaciones del fuerte perfume, que envolvería en poco tiempo a todo el barrio.
20
Espiga de maíz desgranada.
Un día, al volver papá de su trabajo, nos avisó que había hablado con el Sr. C., y que convinieron que
vendría esa misma noche para realizar su labor. Nos explicó que esa noche nadie podría dormir en nuestra
casa, porque los dormitorios estarían desarmados e inhabilitados, para que pudieran pasar por ellos las
bordalesas.
A la hora combinada, cual fantasmas nocturnos, cerca de la medianoche, apareció el Sr. C. acompañado
de cinco a seis empleados descalzos y sin camisas, que usaban unos cortos pantaloncitos de fútbol como
única ropa de trabajo.
El Sr. C. era un hombre simpático, agradable y locuaz, que nos explicó amablemente cómo desarrollarían
la tarea sus empleados: Los barriles de madera serían bajados del camión que los traía. Se usarían baldes
atados con piolas para extraer los desperdicios de la cámara, para lo cual abrirían la tapa de registro de la
misma que se encontraba delante de la letrina.
Acto seguido comenzó la operación, tal cual nos la había explicado. Una vez lleno cada barril, cuyo
número se computaba para calcular con exactitud el costo del trabajo, se le colocaba una tapa de madera y se
la clavaba para asegurar su hermeticidad, la que, a decir verdad, no era mucha, como veremos más adelante.
Hecho esto, se tumbaba el barril para poder hacerlo rodar, ya que era muy pesado para que pudieran
alzarlo entre dos personas. Entonces comenzaba el temido viaje del tonel, que iba a repetirse con cada uno de
ellos, hacia el camión que lo esperaba en la calle, parado frente a nuestro portón.
Debido a que la edificación de nuestra casa ocupaba todo el frente y el ancho del terreno y la letrina se
encontraba en el fondo del mismo, los barriles rodantes debían recorrer, indefectiblemente, un largo camino
antes de llegar hasta el vehículo que lo estaba esperando. Chorreando parte de su carga en el patio del fondo,
bajaban tres escalones antes de entrar en el comedor, rebotando con fuerza en cada uno de los peldaños, con
lo que se abrían un poco más las rendijas existentes entre las maderas de los costados, dejando escurrir todos
ellos cantidades cada vez mayores de sus preciosas cargas.
Del comedor pasaban a través de nuestro dormitorio, y de este, al dormitorio de mis padres, dejando un
reguero líquido cada vez más abundante. De esta pieza salían al patio anterior, desde donde tenían que
descender una escalera con ocho altos peldaños, tras lo cual alcanzaban el nivel de la calle. Por lo resbaladizo
que se habían puesto los barriles, los empleados que los venían empujando desde atrás, no podían detenerlos
cuando en las escaleras, la gravedad era más fuerte que ellos y, como nadie se animaba a ponerse delante
para atajarlos, este tremendo golpeteo final de los ocho escalones, terminaba por destartalar la mayoría de
ellos, de manera que, cuando los subían al camión, el peso de cada barril había bajado, con toda seguridad, a
la mitad.
El olor que había en la casa era espantoso, pero nada se podía hacer para remediarlo, mientras no
terminara la tarea.
A las dos de la madrugada ya habían sacado unos veinte barriles. El depósito dentro de la cámara había
descendido a la mitad como pude comprobarlo al mirar dentro de él. Yo estaba tan embobado mirando ese
asqueroso trabajo, que me parecía imposible que hombre alguno pudiera hacerlo, ya que yo no lo hubiera
hecho ni por todo el oro del mundo.
Me imaginé en ese momento lo que estarían odiándonos los vecinos del barrio, sobre todo los que se
encontraban hacia el lado Sur, ya que esa noche aumentó la velocidad del viento Norte, presagiando una
tormenta, soplando a veces arremolinadamente, e incluso variando de dirección, por lo que parecía que ni
siquiera los vecinos de la zona Norte se librarían del fuerte aroma cloacal emitido por las chorreantes
bordalesas que se cargaban en la puerta de nuestra casa.
A eso de las tres de la mañana, cuando los baldes manejados con la piola desde afuera, ya no podían
extraer suficiente cantidad de material de la cámara, porque había solamente unos diez centímetros de altura
de residuos dentro de ella, uno de los dos empleados que realizaban esta tarea, le propuso al otro decidir
quién sería el que entraría dentro de la cámara, para así poder terminar el trabajo cargando los baldes a
mano. Para el efecto jugaron a "pares y nones" con los dedos de la mano.
Decidido quien era el ganador, se puso una escalera de mano y por ella bajó refunfuñando el perdedor
que, increíblemente, era el que estaba un poco más limpio. Esta etapa final de la tarea de extracción de
residuos del depósito séptico era, en realidad, la más impactante y roñosa. El que estaba dentro del foso,
cargaba el balde con una latita de un litro de capacidad sin manija. Una vez lleno el balde, con su fétida carga
chorreando, el empleado que estaba dentro de la cámara debía pasarlo, con todo el riesgo que le chorreara
encima, al que estaba arriba, soportando, por supuesto, la peor parte el que había perdido la apuesta al decir
nones y salir pares.
Se llenó al fin el último barril a eso de las cuatro de la mañana. El camión, con toda su maloliente carga
dentro de los barriles, subió a todos los empleados y, desapareció en dirección al Sajonia. La descarga de los
toneles, se hacía un poco más al Sur del Deportivo Sajonia, lugar en el cual aprovechaban los empleados para
limpiar, mal que mal, los barriles, bañarse y lavar sus pantaloncitos.
La ciudad seguía todavía a oscuras. Empezaban a pasar algunas personas con farolitos que iban a la
primera misa de las cuatro y media de la mañana. Nos quedaba muy poco tiempo para asear lo mejor posible
la casa, con la poca cantidad de agua que teníamos en el aljibe.
Se procedió a limpiarla desde la letrina hasta la calle, baldeando el piso y echando el agua con escobas
hasta el empedrado de la calle. Más no se podía hacer. Ojalá hubiera llovido para completar la limpieza, pero
estuvimos sin que cayera una gota de lluvia durante casi una semana después. Recién entonces la casa
quedó, otra vez, sin olores repelentes, limpia y decente, que permitió que los vecinos volvieran a visitarnos de
nuevo, como si nada hubiera pasado.
CAPITULO X
LA ESCUELA
La escuela de nuestro barrio denominada José de Antequera y Castro, estaba situada en el mismo lugar
que está ahora, en la intersección de las calles Colón y Sicilia, a una cuadra de la avenida 15 demayo.
Tenía dos turnos de clases, uno por la mañana para las niñas y otro por la tarde para los niños. Los días
sábados habían turnos de 2 horas tanto para las niñas como para los niños.
Funcionaban en la escuela el primer grado inferior, el primer grado superior, el segundo grado, el tercer
grado y el cuarto grado. Los que terminaban este último grado, debían recurrir a las escuelas del centro, para
poder hacer el quinto grado y completar así el ciclo primario, que les daba derecho a ingresar en el primer año
del ciclo secundario.
Las aulas estaban dispuestas una al lado de la otra, teniendo un corredor-jere21
. En el pequeño patio de
tierra había un frondoso árbol de yvapovô22
, de ricas frutas amarillas comestibles de unos dos centímetros de
diámetro. En el mismo patio se encontraba un aljibe, un pequeño campanario para anunciar la hora de entrada
a clases, un cántaro con agua fresca, tapado con un plato de lata y su correspondiente jarrito atado con un
liña, para tomar agua y, una pequeña huerta de los alumnos.
Detrás de la escuela existían terrenos baldíos, llenos de yuyos, arbustos y árboles, que se extendían
hacia la avenida 15 de mayo y el Bañado de Sajonia. A unos cincuenta metros de la escuela, existía una
canchita con pasto, libre de malezas, en la que jugábamos al fútbol y hacíamos gimnasia.
Cuando ingresé en la escuela, la directora era la señora Enriqueta de T., que tenía a su cargo un selecto
21
Corredor alrededor de la casa.
22
Arbol de la Familia Sapindaceae.
plantel de maestras, que se dedicaban por entero a la enseñanza, manteniendo una férrea disciplina,
exigiendo a los alumnos un estricto cumplimiento de los horarios, una confección escrupulosa de los deberes
y, una conducta correcta durante las clases y los recreos.
Cualquier error en los deberes, significaba posteriormente, la confección de páginas y páginas de
formulación correcta del problema o de la perfecta ortografía y caligrafía. La mala conducta llevaba como pena
habitual, el quedarse en la escuela después de la hora de salida, castigo que se hacía inaguantable al ver que
los demás alumnos se retiraban y el colegio quedaba silencioso y vacío.
Una empleada, de características casi mitológicas era doña Ramona, cuyo apellido no recuerdo. Sus
funciones eran numerosas: Tocar la campana de entrada al colegio; tocar la campanilla de mano recorriendo el
corredor-jere en toda su extensión, para anunciar el comienzo y el fin de los recreos, así como la salida de la
escuela; encargarse de la limpieza de toda la escuela incluyendo las letrinas y el patio; abastecer de tizas y
borradores a todas las aulas; tener siempre lleno el cántaro de agua, etc. Silenciosa como si fuera muda, en
caso necesario, con ella podía conseguirse cualquier cosa.
Como era la escuela de un barrio pobre, los niños concurrían a clase generalmente descalzos, ya que los
zapatos, que venían casi todos del exterior, eran sumamente caros. Unos pocos, yo entre ellos, fuimos el
primer día de clase con sandalias. Cuando llegó la hora del recreo y los niños se pusieron a jugar fútbol, no me
dejaron participar porque estaba calzado. Ese mismo día en casa, después de mucho pedir, conseguí con mi
mamá que me dejara ir a la escuela, desde el día siguiente, sin sandalias.
El control del aseo de los niños que hacían las maestras, era minucioso y hasta cierto punto increíble. La
inspección empezaba por el guardapolvo blanco, que debía lucir impecablemente limpio. Mi madre y la
mayoría de las madres de todos los niños que iban a la escuela, exigían que el mismo guardapolvo se usase de
lunes a sábado, durante toda la semana, para recién entonces lavarlos y plancharlos. Y aunque parezca
imposible, nuestros guardapolvos estaban siempre presentables hasta el fin de la semana. En esa época, las
madres de familia, que tenían por lo general una media docena de hijos, debían ejecutar todas las tareas de la
casa sin la ayuda de planchas eléctricas, aspiradoras, lavarropas, lavaplatos, cocinas a gas o eléctricas, y
además debían coser las ropas, atender y disciplinar a los niños, tarea en la cual tenían argumentos
psicológicos muy buenos y contundentes que lograban que sus órdenes siempre se cumplieran sin chistar.
Luego venía la inspección de la higiene personal que comenzaba con la revisión de la cabeza, en donde
se determinaba la presencia o no de piojos; cabe acotar al respecto, aunque parezca mentira, que en esa
época casi no existían epidemias de pediculosis en las escuelas. Acto seguido la maestra buscaba si habían
manchas marrones de jare23
en la cara, las orejas, el cuello, la nariz, las manos, las uñas, y los pies, insistiendo
en éstos sobre la presencia de tû24
.
El niño con problemas de higiene, llevaba una nota de la maestra a los padres en su anotador, en donde
le informaba, que si el caso se repetía, la madre debía concurrir personalmente a la escuela.
Un día en el que llovía intensamente, la escuela no funcionó, debido a que los desperfectos del techo
permitían que lloviera más adentro que afuera. Aprovechando la oportunidad, varios niños fuimos a reunirnos
en la casa de Pedrito Z., un muchacho algo mayor, cuyo hermano estaba en la escuela en el mismo grado que
yo. Pedrito nos mostró lo que estaba haciendo: revisando los desechos que algunas casas comerciales tiraban
debajo del taruma detrás de su casa, pudo rescatar láminas viejas de latón, un soldador de cobre que se
calentaba sobre carbón encendido, trozos de estaño, algunos cables de cobre y pilas vencidas. Con todos ellos,
estaba terminando de construir un buque de guerra, un cañonero, de aproximadamente un metro de largo,
inspirándose en el modelo de los buques paraguayos Humaitá y Paraguay. Estaba ya en los detalles finales
tales como la chimenea, la torre de control, los cañones e incluso, un gran reflector cerca de la torre del vigía.
23
Suciedad.
24
Pique o nigua.
En medio de la conversación, Pedrito nos dijo:
-Vayan a ver si la laguna se llenó con esta lluvia, y si así es, vamos a probar el barco esta misma noche.
Nos fuimos todos juntos a mirar la altura del agua en la laguna y pudimos comprobar que su nivel había
sobrepasado nuestras expectativas.
-La laguna está repleta hasta el borde de la muralla -le contamos entre todos a Pedrito.
-Bueno, entonces vengan después de cenar, y nos iremos todos juntos, para hacer andar el cañonero
con una larga liña de pescar atada a la proa -nos invitó Pedrito.
Esa misma noche, cuando estuvimos de nuevo todos los niños en la casa de Pedrito, nos dirigimos con la
gran nave hasta la laguna, totalmente a oscuras, ya que no había ningún farol de alumbrado público cerca.
Al llegar al borde del agua, Pedrito, con mucha suavidad, puso el cañonero sobre la superficie del agua.
¡Que cosa increíble! Aquella obra naviera maestra flotaba sin ladearse a babor ni a estribor.
Pedrito, uniendo los extremos pelados de dos cables que estaban en la popa, encendió inmediatamente
las luces de la cubierta del cañonero y su poderoso reflector, ofreciendo un espectáculo grandioso y
emocionante.
-¡Que maravilloso es tu cañonero! -dije yo-. ¡Qué lindos son los reflejos de las luces en el agua! ¡Qué
lejos que alumbra el reflector! ¡Parece un cañonero de verdad!
Hasta los bochincheros sapos que solían aturdir el barrio con su estruendoso croar se callaron,
seguramente extasiados por el magnífico acontecimiento que estaban presenciando en ese momento.
Pedrito le ató enseguida la liña de pescar en la proa y, a medida que el cañonero era impulsado por el
viento Norte hacia el centro de la laguna, le iba dando piolín al barquito, hasta que fue a parar en la costa que
estaba enfrente de nosotros. El espectáculo que ofrecía entonces, parecía ser como un cuento de hadas.
Lentamente volvió a recoger la liña, entonces el barco giró con suavidad y se dirigió hacia nosotros, en donde
al atracar a nuestro lado, recibió el griterío de alegría de los niños presentes. El astillero infantil de Pedrito
había pasado, con todo éxito, su prueba de fuego.
CAPITULO XI
LAS RETRETAS DE LA PLAZA ITALIA
La plaza Italia que conocemos hoy, ya existía en los años de ni niñez. Estaba muy bien cuidada, tenía
gran cantidad de chivatos y lapachos, así como hermosos jardines con rosales de muy variados colores y
exquisitos perfumes.
En su glorieta actuaba, todos los martes, la banda de la Policía de la Capital, bajo la dirección del
inolvidable maestro Campanini, que ofrecía melodiosos conciertos musicales, en los cuales se ejecutaban
trozos de música clásica, óperas italianas, valses vieneses, pasos dobles españoles, música popular americana
y, finalmente, hermosas polcas paraguayas que constituían el broche de oro de despedida.
Las retretas, como se acostumbraban a llamar a estos eventos, comenzaban a las veintiuna horas en
verano y terminaban a las veintitrés, siendo mucho más concurridas en dicha época que en el invierno, cuando
los conciertos se hacían por la tarde. Era todo un acontecimiento social, que reunía a numerosas familias de
Asunción, especialmente a las de los barrios cercanos.
Las personas mayores, yendo antes de la hora fijada, procuraban conseguir asiento en los bancos, que
eran muchos y bien cuidados. Los niños, hasta los catorce años, se divertían en los intervalos musicales,
jugando a las bolitas, cerca de la glorieta. Cada vez que corría la voz del director, convocando a los músicos,
algo dispersos, para comenzar una nueva partitura, allí ya estábamos en primera fila los niños, para mirar
embobados a los músicos cuando tocaban sus diferentes instrumentos. Nos atraían especialmente los platillos,
los tambores, las cornetas y el trombón.
Las chicas mayores de quince años, se juntaban con sus amigas, en grupos de cuatro o cinco jóvenes,
quienes entrelazaban sus brazos y caminaban de brazalete25
por la vereda que circunvalaba la plaza. Los
varones jóvenes, de veinte años o más, se paraban en las esquinas, o bien, debajo de un farol y se dedicaban
a piropear a las chicas, empleando requiebros ingeniosos y poéticos. Los muchachos entre quince y veinte
años, no gozaban de aceptación en el grupo femenino, porque no eran "candidatos formales" para el
matrimonio.
En los años treinta, poco antes de la guerra del Chaco contra Bolivia, Asunción era una ciudad tranquila
y acogedora, con calles perfumadas de azahares en la época de floración de los naranjos y afortunadamente
con muy pocos automóviles. Los pocos que existían eran de familias muy pudientes, no siendo costumbre que
los jóvenes los manejaran.
Sin embargo había una excepción: existía en Asunción el petulante más vanidoso y engreído que uno
pudiera imaginarse. Era hijo único de la familia Z.Z.G.. Su nombre era nada menos que Asdrúbal. Su padre le
había comprado una vuaturete, auto deportivo que tenía una cabina pequeña para el conductor y un
acompañante; la parte trasera o cola tenía una portezuela o tapa que podía abrirse mediante una manija,
mostrando dentro de ella un asiento para dos personas. Asdrúbal acostumbraba a pasar los días martes por la
plaza Italia, manejando orgullosamente su auto, dando innumerables vueltas alrededor de ella, pavoneándose
con su vuaturete, buscando despertar envidia entre los muchachos y saludando especialmente a las chicas,
con frecuentes inclinaciones de cabeza al estilo japonés.
Es lógico suponer que las chicas lo adoraban como candidato matrimoniable y se morían por estar en
primera fila para verlo mejor, y sobre todo, para que él las viera. Así, por supuesto, es completamente
25
Enganchadas de los brazos
razonable que ningún muchacho pudiera tragar al pesado Asdrúbal.
Ocurrió entonces que un cierto, dos estudiantes de medicina, J.H.J. y H.J.H., dicidieron darle su merecido
para quemarlo de por vida.
Para tal efecto, un día martes por la noche, fueron ambos a la casa de Asdrúbal, donde vieron su auto
estacionado frente a la puerta y, como ya conocieran sus movimientos, poco antes de que saliera el mismo
para ir a la Plaza Italia, abrieron la tapa trasera de la vuaturete, se metieron dentro y cerraron a medias la
portezuela, para poder abrirla cuando quisieran.
Llegaron a la Plaza Italia a la hora en que la retreta estaba en su apogeo. Asdrúbal, como era su
costumbre, empezó a girar con su auto alrededor de la misma, con su acostumbrada sonrisa de oreja a oreja y
su flexible cerviz moviéndose de arriba hacia abajo. Lentamente, sin hacer ruido, se abrió la portezuela del
asiento trasero y, poco a poco, fueron emergiendo dos tremendas nalgas, increíblemente peludas, sin saberse
quienes eran los dueños, porque sus cabezas estaban agachadas en el asiento.
La primera reacción del público fue de extrañeza, con algunos gritos de estupor de las chicas, pero
luego, poco a poco, empezaron las risotadas de los muchachos, después las de las chicas y al final las de los
niños y de las personas mayores, que fueron aumentando mientras la banda atacaba "molto vivace" el
"Guillermo Tell" de Rossini. Al instante se suspendió la música, porque los ejecutantes también querían
sumarse al público que se desternillaba de risa. Asdrúbal, que no entendía al comienzo, que era lo que estaba
pasando, viendo que los gritos y las risas lo tenían como blanco principal, empezó a sospechar que algo no
andaba bien, cosa que pudo comprobar enseguida, cuando volvió la cabeza hacia atrás. Quiso morirse, salió
despavorido del lugar, seguido por la chiquilinada que le iba gritando. El irregular empedrado no le permitía a
Asdrúbal aumentar la velocidad, por lo que los ocupantes del asiento posterior aprovecharon para ponerse los
pantalones y saltar del vehículo, sin que él pudiera identificarlos, preocupado como estaba por deshacerse de
los pibes que seguían corriendo y gritando detrás de él. Desde ese día, jamás volvió a circular la vuaturete con
Asdrúbal los días martes de noche alrededor de la plaza Italia.
CAPITULO XII
FUTBOL ESCOLAR
En la escuela cada grado tenía su equipo de fútbol, con los once jugadores reglamentarios, pero
también podían realizarse partidos, con cifras variables que iban desde tres hasta más de veinte jugadores en
cada lado.
Para integrar los equipos cada vez que se iba a jugar, se elegían, en primer lugar, los dos niños que
serían los capitanes de cada uno de los equipos. Luego se tiraba una moneda al aire, para decidir cuál de los
capitanes sería el que iba empezar a escoger primero. Enseguida, por riguroso turno alternativo, éstos iban
señalando los elegidos, quienes automáticamente se ponían al lado de su capitán. Al final, la cantidad de
jugadores debía ser igual en ambos equipos, salvo que se acoplara algún patadura que no había sido elegido
por nadie, para lo cual se decidía nuevamente a la suerte, con la moneda, de tal manera que el perdedor era
el que tenía que cargar con el pysâ26
que nadie quería.
Como yo era el más chico de la clase, solamente integraba alguno de los equipos en la categoría de
pysâ. Las más de las veces perdía la pelota, o bien pateaba para cualquier lado, sin ninguna dirección lógica.
Poco a poco logré entender que tenía que chutar la pelota hacia el arco contrario. Así las cosas, me fui
habituando a este rechazo y pensé que nunca sería un buen futbolista.
26
Patadura.
Un buen día, en el que se jugaba un partido importante contra el segundo grado, que tenía niños algo
mayores que nosotros. Sucedió que uno de mis compañeros, integrante del equipo del primer grado superior,
no vino porque estaba engripado. El capitán de nuestro grado miró a su alrededor y, no sabiendo a quién
elegir entre los pysâ que estábamos allí, decidió echar la suerte entre noosotros diciendo: "pitipí - sembrá -
cutibá - bellá - mamadé - forté - bulibú - caché". Así, imprevistamente, me tocó a mí entrar a jugar por el
prestigio, el honor y la gloria del primer grado superior.
Lo primero que me dijo el capitán fue:
-Vos te vas a quedar siempre cerca de nuestro arco, como el útimo defensa del equipo. No se te ocurra
correr detrás de la pelota, porque vas a perjudicar al equipo. En la defensa, lo único que tenés que hacer, es
no molestar a nuestro arquero. Sólo podés ponerte enfrente de los delanteros contrarios, para taparles la línea
de tiro de la pelota, cuando van a patear al arco.
Empezó a jugarse el partido, con una hermosa pelota de trapo grande, fabricada con las medias rotas de
nuestras madres. Los niños de uno y otro equipo, se desplazaban en bloque detrás de la pelota, menos los
arqueros que no se movían de sus puestos y yo que también me mantenía quieto en el lugar que me habían
designado. Era incansable el ir y venir de los niños, corriendo afanosamente, en medio de sus gritos de:
pasáme a mí, chutále a fulanito, parála, etc. Cuando la acción se realizaba en los sitios donde había tierra
seca, como en las cercanías de los arcos, se levantaba una tremenda polvareda, dentro de la cual era
imposible divisar en donde estaba la pelota.
Al promediar al encuentro, el capitán de nuestro equipo logró eludir a tres jugadores contrarios, y solo
frente al arquero, lo fusiló con un tiro cruzado, marcando el primer tanto para nuestro equipo que festejamos
inmediatamente con la gritería de:
-¡Goooool!
Cuando faltaba solo un minuto para terminar el partido y era increíble que le estuviéramos ganando a
niños mayores que nosotros, vino un largo pase del puntero izquierdo del equipo contrario, que cayó a los pies
de su capitán, que estaba adelantado. Eludió con mucha habilidad a los dos últimos jugadores nuestros que
tenía delante suyo e inició una veloz carrera hacia nuestro arco. Yo estaba unos diez metros adelante del
arquero de nuestro equipo. Me quedé paralizado al verlo venir tan raudamente, pero era evidente que yo
estaba dispuesto a morir por el equipo si fuese necesario. Entonces, me adelanté y fui directo al encuentro del
capitán adversario, que me aventajaba casi medio metro de altura. Yo era el último obstáculo que tenía para
llegar al arco, en donde marcaría fácilmente el gol.
Amagó entrar por la izquierda, pero temiendo yo el encontrón que tendría con él, intenté escaparme por
la derecha. En realidad el giro del capitán contrario se hizo también hacia el mismo lado y, antes de que ya
fuera a chocar conmigo, chocó con una gruesa raíz que había en el suelo, perdiendo estabilidad y también la
pelota, cayéndose espectacularmente al suelo. Yo, ni corto ni perezoso chuté la pelota hacia adelante, lo más
lejos posible. En ese mismo instante, el pito del referee anunciaba la terminación del partido.
Todos los niños de nuestro grado vinieron a abrazarme, puesto que creían que había evitado el gol del
empate descalificando de paso al mejor jugador, nada menos que el capitán del equipo contrario, al despojarle
de la pelota. Por supuesto que no les dije nada a mis compañeros del tocón de la raíz, que había sido en
realidad mi tabla salvadora, aunque en el fondo de mi alma, tenía ganas de agacharme a besarlo.
En lo sucesivo ya no tuve problemas para integrar en forma permanente el equipo de fútbol de mi grado.
CAPITULO XIII
EL DEPORTIVO SAJONIA
Conocí el Club Deportivo Sajonia en los primeros años de mi niñez. Mis recuerdos más claros datan de
los años 26 al 30. El primer salón social tenía piso y paredes de madera, en donde había un piano, que servía
para amenizar las reuniones, que en un comienzo tenían un carácter más bien familiar, ya que el número de
sus socios era muy reducido.
Su propulsor más entusiasta fue, evidentemente, el Dr. Mario L.D.F., quién con mucho esfuerzo hizo
construir unas casillas de madera en la costa del río, en donde los socios podían cambiarse para ir a la playa.
La playa era arenosa y nos permitía a los niños jugar en ella. El agua, salvo los días de grandes lluvias,
era normalmente limpia y transparente, sin olores repulsivos, ni aceites de embarcaciones, llena de
pescaditos. Cabe señalar, que las cloacas de Asunción se construyeron recién a partir de la década del 60, vale
decir, que no existía el tubo de la red cloacal que actualmente desemboca en la calle que limita la parte Norte
del Deportivo Sajonia situado aguas arriba de sus playas. Tubos cloacales como éste, se encuentran hoy en día
diseminados a lo largo de toda la costa de nuestra capital, existiendo numerosos caños que derraman sus
desechos, en el trayecto que va desde la boca de la bahía hasta los arsenales de la marina. También en este
tramo, están anclados actualmente en el río, no menos de una veintena de barcos que, además de contaminar
el río con los desechos de sus baños y cocinas, arrojan constantemente el aceite quemado de sus motores, lo
que destruye la vida de los peces, ensucia las playas y las embarcaciones y es un inconveniente para la
población, que desea solazarse durante el verano bañándose en el río.
El único medio de locomoción para ir al club era el tranvía número cuatro, que circulaba desde las cinco
de la mañana hasta las doce de la noche. Su parada final frente a los arsenales de la marina en Puerto Sajonia,
distaba alrededor de unas cinco cuadras del Deportivo. En el camino final para llegar al club no estaban
demarcadas las calles y tampoco existía vivienda alguna en su trayecto.
En los primeros años, habitualmente, se hacían muy pocas fiestas bailables, siendo la más famosa de
ellas la fiesta del Año Nuevo que siempre solía atraer un gran número de socios y simpatizantes.
Para que las fiestas fueran exitosas, debía contratarse, previamente, con la C.A.L.T.27
, para que un mayor
número de todas las líneas de los tranvías circularan por lo menos hasta las dos de la mañana siguiente, de tal
manera que la gente asistente al baile tuviera movilización asegurada. Las personas que no llegaban a tiempo
para tomar los últimos tranvías, debían irse a pie a sus casas, en plena oscuridad, ya que las luces del
alumbrado público se apagaban los sábados y domingos a la una de la mañana del día siguiente.
Asunción tenía en esa época muy pocas líneas de tranvía: la dos, la cuatro, la cinco, la seis, la siete, la
nueve y la diez. En realidad, eran pocos los privilegiados como nosotros, que tenían un tranvía que los dejaba
en la puerta de la casa, y así, aunque las luces de la calle se apagaran antes de que pararan los tranvías,
podían llegar a sus casas sin incovenientes.
Hasta los ocho años yo todavía no sabía nadar. En realidad, eran pocas las veces en que íbamos a
bañarnos en el Deportivo. Solíamos concurrir, cuando más, una o dos veces al mes.
Un domingo en que hacía mucho calor, nos fuimos por la tarde, deseosos de meternos en el agua toda la
familia. Mi mamá no entraba en el agua, primero porque no sabía nadar y segundo porque no se
acostumbraba que las señoras casadas estuvieran exhibiéndose en traje de baño en las playas.
Apenas nos pusimos los trajes de baño, dentro de la casilla de madera, nuestro padre nos apercibió:
-Quédense en la arena de la costa y no entren al agua hasta que yo los acompañe.
Enseguida salimos corriendo hacia el río que ya estaba lleno de bañistas.
27
Companía Americana de Luz y Tracción.
Nos sentamos en la arena mojada y fresca e introdujimos nuestros pies en el agua, que estaba
realmente agradable. Probamos su sabor, igual que todos los bañistas lo hacían, bebiendo unos tragos y
comprobamos que era sabrosa.
Poco después vino mi papá, y se encontró con un amigo, el químico C., y después de un rato de charla,
se metieron en el río caminando hasta un lugar en el que el agua les llegaba a nivel del pecho, y allí siguieron
conversando igual que muchos bañistas.
El río estaba lleno de gentes mayores y de niños, el día era hermoso, el agua estaba estupenda. Papá
nos permitió sentarnos en el agua en la costa para que pudiéramos refrescarnos también nosotros.
Al lado de donde estaban parados mi papá con su amigo, había un pequeño muelle de madera con
pendiente inclinada que entraba en el agua, que servía para bajar y subir los botes y lanchas de paseo. Me
atrajo la idea de subirme en él, pensando que si caminaba sobre la madera inclinada, en la parte que estaba
bajo agua, sería muy delicioso. Por supuesto, yo desconocía en absoluto la extensión que tenía el muelle en su
parte sumergida. Creí que podía caminar sin peligro alguno sobre la madera hasta que el agua me llegara a la
rodilla.
Subí al muelle y empecé a andar hacia el agua. Primero se me mojaron los pies. Era agradable esa
sensación del agua fresca, limpia y transparente, que con la fuerza de la corriente del río, rozaba mis
extremidades inferiores. Atraído por esta sensación, y con la inconsciencia de mi corta edad, no me di cuenta
del peligro que podría existir en ese momento. Seguí caminando con la intención de que el agua alcanzara a
mojarme ambas piernas hasta las rodillas.
Estaba con el agua a mitad de la pierna, cuando creyendo que podía todavía avanzar un poco más, di un
nuevo paso, pero no encontré la madera del muelle y me caí como si fuera dentro de un pozo, en donde ya no
pude hacer pie. Me asusté, quise gritar pero no pude hacerlo, ya que ni mi boca ni mi nariz salían fuera del
agua. Veía que mi papá y su amigo estaban a menos de dos metros de mi, pero vi con desesperación que la
corriente del río ya empezaba a separarme de ellos.
Manoteé y pataleé desesperadamente a la par que intentaba respirar, pero cada vez que pretendía
hacerlo, solo entraba gran cantidad de agua por mi nariz y por mi boca, a la vez que mi epiglotis se cerraba
involuntariamente, impidiendo el paso del agua hacia la laringe y los pulmones, y entonces, sin poder
remediarlo, la tragaba. Mi desesperación iba en aumento, el hambre de oxígeno se hacía cada vez más
imperioso y mis contracciones respiratorias no paraban en ningún momento. Fue la primera vez que sentí la
sensación de muerte inmediata. Empecé a oír un ruido parecido al de unas campanas que golpeaban cada vez
más fuerte en mis oídos, mientras seguía tragando agua sin parar. Cuando el agua empezó a entrar en mis
vías respiratorias y estaba todavía cerca de la superficie del agua, empecé a toser. Fue entonces cuando sentí
que alguien me tomó del brazo y me levantó. Me sacudió y me puso boca abajo en el muelle.
Sentí, en ese momento, la gran felicidad de respirar de nuevo. El químico C. fue el primero en darse
cuenta de lo que ocurría, sacándome enseguida del agua y salvándome la vida. No creo haber estado más de
un minuto y medio sumergido en el agua en ese difícil trance, pero fueron los noventa segundos más largos
que recuerdo hasta ahora en mi vida. Fue como si hubiera transcurrido más de un siglo en ese corto espacio
de tiempo.
Desde ese día, juré no volver a entrar en el río. mientras no hubiera aprendido a nadar perfectamente.
Tampoco mis padres, después de este gran susto, volvieron a frecuentar por mucho tiempo las playas del
Deportivo Sajonia.
CAPITULO XIV
UNA ODISEA EN EL BAÑADO
No había una delimitación precisa que señalara donde comenzaba la zona del Bañado de Sajonia, así
como tampoco se sabía en que lugar exactamente terminaba. Era una amplia extensión de terreno húmedo,
semiboscoso, que se extendía en el lado Sur de la avenida 15 de mayo, empezando desde los alrededores del
Estadio de Fútbol de Sajonia, hasta la costa del río Paraguay y extendiéndose hasta la vecindad del cerro
Lambaré.
Nuestra imaginación nos hacía creer que aquello era una selva impenetrable, llena de animales salvajes
y de peligros inimaginables. Se nos contaban leyendas y cuentos, sobre la existencia de monos gigantes y
tigres que atacaban a cuantos entraban en su territorio.
En realidad, mi papá que solía ir a cazar allí, solo conseguía traer algunas perdices y unos pocos patillos
silvestres, que ciertamente eran una delicia saborearlos.
Tanto era el metejón que teníamos de ir a conocer aquella jungla salvaje, que en una de las noches de
nuestras acostumbradas reuniones debajo del farol de la esquina, el tema central de nuestra conversación fue,
justamente, cómo programar una expedición al Bañado.
Pedrito, el mayor y el más razonable de todos los del grupo, caudillo natural, por ser el de más edad, nos
dijo:
-Yo creo que debemos ir a mirar y a recorrer el Bañado. Llevaremos honditas y bodoques28
para cazar
todo lo que encontremos. Podemos llevar además liñas de pescar, para armar las ñuhâ29
para las ynambû30
28
Bolitas de arcilla seca.
29
Trampas con lazos corredizos.
30
Perdices.
que iremos poniendo de ida y a la vuelta pasaremos por cada una de ellas para revisarlas y desarmarlas antes
de venir.
Juancito enseguida le preguntó:
-Si encontramos algún mono grande, algún gato onza o, peor aún, algún jaguarete31
. ¿Que vamos a
hacer?
-Si -añadió José-. Quizás nos quiera comer. Yo tengo miedo, no solamente de los tigres, sino también de
los jacare32
, que dicen que vienen desde la costa del río hasta dentro del Bañado.
-No sean mujercitas, o peor aún, gallinas. El que no quiere ir, pues no se va y se acabó la discusión
-sentenció Pedrito.
-¿Qué vamos a hacer si nos ataca algún tigre? -le dije yo.
-No se preocupen por eso. Yo iré abriendo el camino delante de ustedes y para que vean que estoy bien
preparado, voy a llevar este cortaplumas grande -nos explicó Pedrito, mostrándolo.
El cortaplumas tenía una enorme hoja, la más grande que habían visto cualquiera de nosotros hasta ese
entonces, lisa, brillante, filosa, con más de 4 dedos de largo, capaz, por lo tanto, de llegar hasta el corazón de
cualquier animal salvaje.
Las pocas películas de Tarzán que habíamos visto, nos demostraban cuan fácil era matar un león, un
tigre o un gorila, en una lucha cuerpo a cuerpo, con la sola ventaja de tener un cuchillo con hoja filosa de 4
dedos de largo en la mano.
Basado en ello, estuvimos de acuerdo todos los presentes en visitar el Bañado el sábado por la tarde,
porque era un horario en el que no teníamos clases y en el que además nuestros padres no se darían cuenta,
porque era habitual que estuviéramos jugando fútbol desde la siesta hasta la tardecita, en la canchita que
31
Tigre americano.
32
Caimán americano.
estaba detrás de la escuela.
En los días previos a nuestra expedición conseguimos lodo en la playa del Deportivo Sajonia y nos
pusimos a fabricar febrilmente centenares o quizás millares de bodoques, que pusimos a secar en el sol.
También arreglamos nuestras honditas poniéndoles gomas o cueros nuevos, y el que pudo se adueñó de
algunos metros de liña de pescar en la despensa de su casa.
Llegó el sábado y todos los integrantes de la futura odisea nos encontrábamos reunidos, durante el
único recreo del segundo turno de la mañana, alrededor del tronco del yvapovô comiendo sus dulces frutas y
chupando como caramelos sus semillas redondas, rodeadas de una suave y exquisita pulpa.
Pedrito, como siempre, inició la conversación diciendo:
-A la una de la siesta, después de comer, todos vamos a reunirnos debajo del tarumá que está detrás de
mi casa. Acuérdense de traer todo lo que dijimos. Alguien debe traer un jarrito para poder tomar agua en
cualquiera de los ykua33
que hay en el Bañado. Todos traigan galletas para la merienda. No se pongan
sandalias ni zapatos, porque los van a ensuciar y descomponer con el barro que allí abunda y entonces
nuestros padres se van a dar cuenta de que nos escapamos sin permiso de ellos.
-Convenido -dijimos casi al mismo tiempo, todos los que integrábamos el grupo expedicionario.
Antes de la hora fijada ya estaba reunida toda la tribu debajo del taruma. Pedrito pasó revista a los avíos
y pertrechos de caza de todos los presentes y se mostró conforme. Formábamos la expedición: Pedrito de 12
años, Antoñito de 10 años, José de 10 años, Juancito de 9 años y yo de 9 años.
A esa hora de la siesta no había un alma en la calle. Para evitar cruzarnos con gentes que pudieran
contarles a nuestros padres hacia donde íbamos, preferimos caminar en fila india por el tape poi34
, que
comenzaba detrás de la escuela. Todo nuestro camino sería así, fino y angosto, teniendo a los costados
33
Fuente de agua.
34
Camino angosto para una sola persona.
arbustos de frutas silvestres, cocoteros, árboles de sombra, guayabos y una enorme variedad de yuyos con
vistosas flores de diversos colores, así como enredaderas con campanillas azules y otras con flores de
pasionaria como el mburukuja35
.
A cada rato nos deteníamos por el camino para comer las frutas silvestres que íbamos encontrando:
coquitos, aratiku'i, guayabas, mburukuja u otras.
A medida que avanzábamos, el matorral se iba haciendo cada vez más tupido y húmedo. Los pocos
ranchos que habíamos visto al comienzo, fueron disminuyendo, poco a poco, en nuestra ruta.
Atravesamos un pequeño arroyuelo de aguas muy limpias y cristalinas, que enseguida nos invitó a
beber. ¡Qué sabrosa y fresca nos pareció al tomarla! Más aún teniendo en cuenta el calor que hacía y el
copioso sudor que nos iba empapando las camisas. Si bien el camino estaba libre de espinas, formado
evidentemente por el continuo trajinar de las personas, no sucedía lo mismo cuando nos arriesgábamos a
caminar dentro de los yuyales, atraídos por alguna apetitosa fruta. Teníamos que saber caminar en esos sitios,
pisando con cautela, removiendo suavemente el suelo con el pie antes de cargar todo el peso del cuerpo en él
y, sobre todo, mirar con mucho cuidado si existían plantas espinosas como los cactus, los cocoteros y los
karaguata. Si por casualidad, alguien recibía algún pinchazo, debía controlar si la punta de la espina se había
roto, la cual se extraía sin queja alguna, y la caminata continuaba normalmente.
Pasamos detrás del Estadio de Fútbol y seguimos andando unas diez cuadras más. Empezamos a armar
los ñuha, porque ya habíamos visto correr algunas perdices. Cada vez encontrábamos más cantidad y
variedad de pájaros, por lo que empezamos a usar nuestras honditas, lanzando bodoques solamente a las
tortolas y a las perdices.
Los demás pájaros, desde nuestro punto de vista, no eran cotizados como comestibles y, por lo tanto, no
35
Género Passiflora.
gastábamos bodoques en ellos. Sin embargo nos gustaba oirlos cantar y verlos volar a nuestro alrededor a los
gorriones, agostitos36
, ñandejara gallo37
, pitogue38
, guyraû39
, saihovy40
, piririta41
, havía42
y muchos otros, que ni
siquiera sabíamos sus nombres. Todos gorjeaban magníficamente y era un verdadero placer escucharlos.
Se cruzaron varias veces en nuestro camino, los rapidísimos apere'a y tapiti, pero cuando
reaccionábamos tirándoles una lluvia de bodoques, hacía rato que ellos se habían escabullido.
En realidad era una excursión muy agradable, en contacto íntimo con la naturaleza, que nos hacía
olvidar los posibles riesgos que allí podían acecharnos.
Pedrito, que iba adelante de todos, se paró súbitamente, hizo señas de que nos calláramos y susurró:
-Shhh.....
Nos apretujamos todos, a unos tres pasos detrás de Pedrito.
-¿Qué sucede? -le preguntó Antoñito en voz baja.
-Oí un pequeño rugido hacia allí -dijo Pedrito, señalando un árbol que cerraba el paso del camino a unos
cinco metros delante nuestro-. Parece que algo se mueve y araña la tierra detrás del tronco de ese árbol.
Nos quedamos helados y temblando de miedo, sin que existiera nada visible todavía. Nuestra
imaginación nos hacía ver que un feroz yaguareté nos estaba acechando.
Pedrito, sin darse vuelta a mirarnos, sacó su cortaplumas, abrió la hoja grande de cuatro dedos de largo,
que era toda nuestra esperanza, y nos susurró:
36
Canarios silvestres.
37
Cardenales.
38
Benteveo.
39
Mirlos. Tordos.
40
Familia Tanagridae.
41
Familia Cuculidae.
42
Zorzales.
-No se muevan, preparen sus honditas para lanzarle bodoques y déjenme a mí atacarlo.
Enseguida, no había ninguna duda, se oyó nítidamente el rugido de la bestia, que para nosotros fue
descomunal, y al instante asomó su cabeza un gato onza que a todos nos pareció un enorme tigre, hecho y
derecho.
No hizo falta que viéramos nada más. Mientras Pedrito, con el cortaplumas abierto en su mano derecha,
abría las piernas para balancearse mejor, como lo hacía Tarzán, y miraba fíjamente a los ojos del felino, todos
nosotros sentimos que nos nacían alas en los pies. Sin pensarlo dos veces, el resto de la tribu huimos volando,
sin tocar el suelo y sin parar.
Pedrito, que no se había dado cuenta de la huida nuestra, se dirigió hacia nosotros, que ya no estábamos
detrás de él, diciendo:
-Ahora, apunten y tírenle todos los bodoques que puedan.
Como no obtuvo ninguna respuesta, volvió a insistir:
-Rápido, dispárenle antes de que nos ataque.
Solo el silencio respondió a la arenga de nuestro valeroso conductor. Giró la cabeza hacia atrás. No vio ni
las sombras de su ejército de valientes. Entonces, también a él le crecieron las alas en los pies, corrió tan
rápido y con tanta energía que sólo lo sentimos pasar como un huracán a nuestro lado. Recién lo volvimos a
ver frente al primer rancho que encontró en su camino, a muy pocos pasos del Estadio de Fútbol, vale decir,
unas veinte cuadras del sitio donde se produjo la estampida de los audaces héroes de la calle Colón frente al
gato onza.
Así terminó nuestra excursión al Bañado de Sajonia. El campo de batalla, mejor dicho, de nuestra huida,
quedó sembrado de honditas y bodoques. También se perdió el hermoso cortaplumas de Pedrito. Una derrota
total de la que nos avergonzamos todos los intrépidos niños del barrio y de la cual nunca más quisimos volver
a hablar.
CAPITULO XV
LOS NARANJOS Y SUS FLORES
Todos los años, en la época de la primavera, los niños de todas las escuela de la capital salían a plantar
arbolitos de apepu43
. Para el efecto, la Municipalidad de Asunción, preparaba los pozos en las veredas de toda
la ciudad, a cinco metros de distancia unos de otros.
Los niños teníamos que conseguir una pala para ese día. Acompañados de nuestras maestras, nos
dispersábamos por todas las calles vecinas de la escuela. Al poco tiempo de estar parados con la pala al lado
del pozo en el que teníamos que plantar el arbolito, llegaba el camión que repartía las plantitas de naranjo.
Mientras uno de los niños atajaba el naranjito en forma vertical dentro del pozo, el otro empezaba a echar
tierra dentro de él, para cubrir cuando antes las raíces. Al poco rato, toda la tierra extraída estaba de nuevo
dentro del pozo. Continuábamos la tarea pisoteando la tierra, cuidando de que la planta quedara bien firme y
también derecha. Finalmente le derramábamos un balde de agua, que los vecinos del lugar se encargaban de
suministrarnos para que pudiéramos regar la plantita.
El arbolito plantado tenía que ser cuidado por cada uno de nosotros. Debíamos darle agua todos los días
y, para que la atención fuera más fácil y funcional, cada niño, de ser posible, se encargaba del arbolito que
estaba en la vereda de su casa.
Era emocionante ver al arbolito echar los nuevos brotes, señal de que la planta había prendido y que se
estaba arraigando.
43
Naranja agria y amarga.
De esta manera, toda la ciudad de Asunción, durante la intendencia del ingeniero B.G., se llenó en poco
tiempo de arbolitos de naranjo agrio, que además de ofrecer una reconfortante sombra en las duras épocas
del verano, saturaban el aire de la ciudad, con el suave y exquisito aroma de sus azahares durante los meses
de julio y agosto. Recuerdo que unos veinte años después, durante la visita de un eminente cancerólogo
argentino, el profesor R., un joven médico paraguayo quiso halagarlo y demostrarle a la vez que conocía
Buenos Aires, diciéndole que la metrópolis argentina era una bellísima ciudad, con sus admirables y altos
rascacielos y sus calles asfaltadas, llenas de numerosos vehículos.
Este gran investigador le respondió diciendo:
-¡Ojalá ustedes nunca lleguen a tener una capital tan ruidosa y llena de gases como la nuestra! No se
imaginan lo agradable que es respirar este olor a aire limpio. El aroma de los azahares de Asunción es lo más
lindo que tienen y quiera Dios que nunca lo pierdan.
Cuando me acuerdo de esta anécdota, ahora, en la década del noventa, y miro a mi alrededor
caminando por cualquiera de las calles de la ciudad, siento que todo es tan ruidoso que es necesario hablar a
los gritos para hacerse entender, y que en vez del celestial perfume de los azahares se tienen los dañinos y
desagradables malolores de los gases de aceites quemados por los vehículos. Con mucha pena veo que faltan
en las calles, no solamente los arbolitos de naranjo, sino que las mismas están peladas, sin árboles de ninguna
clase en sus veredas, y añoro los hermosos taji44
rosados y amarillos, las moreras, los yvapovô y otros, que
fueron cediendo paso a la "civilización" o a la "locura".
Actualmente resulta asfixiante caminar por la calle Colón, en la cual el olor de las flores de los naranjos
ha sido suplantado por una insalubre y asquerosa humareda, expelida por centenares y centenares de caños
de escape de toda clase de automotores, que con el motor acelerado para hacer frente a la subida, escupen
44
Lapachos.
Que linda era mi tierra
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Que linda era mi tierra

  • 1. QUE LINDA ERA MI TIERRA ARQUIMEDES TOMÁS GINO CANESE PRECIOSO
  • 2. Recuerdos que comienzan a mediados de la década de los años 20, nostálgicos la mayoría de ellos, nos traen a la memoria la vida placentera y armoniosa desarrollada en vivo contacto con la naturaleza, que la generación de esa época pudo disfrutar. Menudean en el relato, pinceladas anecdóticas que formaron parte del alma nacional, que plasmaron con toda su fuerza la notable identidad que caracteriza a todos los habitantes de esta noble tierra.
  • 3. CAPITULO I EL BARRIO COLON Nuestra familia vivía en una casa antigua situada en la calle Colón, cerca de la avenida 15 de mayo1 . Los primeros recuerdos de mi niñez, los más alejados, datan de la época de las revoluciones de los años 1922-23, cuando hacia la tardecita, sentado en los escalones de la puerta de mi casa, miraba fascinado el pasar de los pesados carros que regresaban del centro de la ciudad de Asunción, los que venían arrastrando los caballos muertos en las luchas que se libraban en esos días; las bestias colgaban atadas de las dos patas posteriores al borde trasero del vehículo y su cuerpo se arrastraba lentamente sobre las desiguales piedras de la calle. Eso hacía que la cabeza del inerte animal se golpeara en forma tan impresionante que me tenía embobado ante el macabro espectáculo. Esos carros eran los mismos que todas las mañanas, antes del amanecer, procedentes de la carrería situada en la misma calle Colón cerca del cerro Tacumbú, pasaban frente a nuestra casa, en su viaje de ida al centro de la ciudad, donde trabajaban transportando todo tipo de mercaderías; al atardecer, poco antes de que cayera la noche, volvían de nuevo a pasar por el barrio. Tanto de ida como de vuelta, el monótono ruido de sus enormes ruedas que saltaban sobre el irregular empedrado se escuchaba con toda nitidez hasta dos o tres cuadras de distancia. Como en esa época no sabía contar todavía, no podría decir cuantos eran los carros que pasaban frente a mi casa pero, con mis escasos tres años, se me antojaba que eran muchísimos. Poco a poco fui adquiriendo noción de las dimensiones y características del barrio en que vivía. Sus únicas calles empedradas eran la calle Colón y la avenida 15 de mayo. 1 Actualmente Avda. Carlos Antonio López.
  • 4. La calle Colón que estaba empedrada en todo su trayecto, comenzaba en el Puerto de Asunción y terminaba en el cerro Tacumbú, el que recién empezaba a ser explotado, y de cuyas canteras se extraían las piedras con las que se construían las calles de la ciudad. Este cerro era entonces muy lindo, con una rica vegetación, donde lo más atractivo para todos nosotros era la enorme cantidad de plantas de arasa2 e yvapurû3 . Al comienzo lo empecé a visitar con mis padres, luego con los compañeros de escuela en los memorables paseos escolares y posteriormente, cuando ya tenía un poco más de ocho años, lo hacía cada vez que mi madre me mandaba a buscar guayabas para hacer dulce con ellas. A mi se me antojaba que era una distancia enorme la que había entre mi casa, o la escuela, y el cerro Tacumbú, ya que todo el camino de acceso estaba bordeado de terrenos boscosos y malezas, baldíos en su mayoría, con muy pocas casas o ranchos construidos, sin demarcación de las calles transversales, por lo que era muy difícil decir cuantas cuadras había en ese trayecto. La avenida 15 de mayo, empedrada en toda su extensión, tenía el mismo diseño que la actual avenida Carlos Antonio López. Por ella circulaba la línea de tranvía número cuatro cada veinte minutos, la que por tener una sola vía para la ida y la vuelta, necesitaba de la doble vía que existía en el sitio de la unión de la avenida 15 de mayo con la calle Colón, el que por su diseño era conocido con el nombre de "La Curva"; en este lugar se realizaba el cruce entre los tranvías procedentes de la citada avenida y los del centro de la ciudad. La citada avenida comenzaba en la calle Colón y terminaba frente al arsenal de la marina ubicado en la ribera del río Paraguay, sitio conocido también con el nombre de Puerto Sajonia. En el trayecto de ida hacia Sajonia, a unas tres cuadras de Colón, se pasaba frente al cementerio denominado Mangrullo que estaba situado a la derecha, rodeado de extensos terrenos baldíos llenos de arbustos y malezas; hacia la izquierda, al lado de la 2 Guayabo. 3 Arbol de frutas negras comestibles pegadas al tronco.
  • 5. única casa que estaba en la esquina de la Curva, existía una laguna no permanente, formada por agua de lluvia represada por un muro de contención construido cuando se empedró la avenida. Otra laguna mucho más extensa y permanente estaba situada hacia la derecha, frente a la crucecita de Cirilo Duarte, sitio donde se construyó luego la iglesia de la Santa Cruz. Muy pocas casas había en la avenida, así como tampoco existían boca-calles bien diseñadas y mucho menos calles transversales empedradas. El espacio geográfico comprendido entre la calle Colón y la avenida Carlos Antonio López tenía, como ahora, la forma de un gran abanico, que se extendía hasta la orilla del río Paraguay. Se lo conocía con el nombre de "Bañado". En su mayor parte estaba formado por terrenos boscosos y húmedos, llenos de arbustos y árboles frutales nativos, poblados con una gran cantidad de animales silvestres como el tapiti4 , el apere'a5 , el aguara6 , el jaguarete'i7 , el mykurê8 , e incontables variedades de roedores, aves y serpientes de todo tipo. Tanto la escuela como el Mangrullo estaban rodeados de terrenos baldíos, con vegetación muy variada, parecida a la del Bañado, con grandes árboles como el guapoy9 , el taruma10 , el chivato de hermosas flores rojas, el cocotero de tronco espinoso y frutos pequeños, el guayabo y muchos otros, hasta los pequeños arbustos con frutas comestibles como el aratiku'i11 y malezas entre las que abundaban los temibles karaguata12 . En esta zona, también se observaba la presencia de la misma fauna que se encontraba en el Bañado. 4 Liebre. 5 Conejillo de Indias. 6 Zorro. 7 Gato montés o silvestre. 8 Comadreja. 9 Higuera silvestre. 10 Olivo silvestre. 11 Chirimoya silvestre. 12 Bromeliácea de hojas espinosas.
  • 6. Completaba nuestro barrio Colón la escuela primaria José de Antequera y Castro; el almacén de comestibles de don Juan B. con sus dulces de leche, dulces de maní y barquillos de azúcar quemada (chupetines); la carnicería, verdulería y almacén de don Jacinto S.; el bar de bebidas, hielo, helados y churros de don Jerónimo P.; la panadería "La Carioca" con sus ricos palitos y pan de mandioca y; la panadería "Francesa" de los hermanos L. fabricantes de los mejores bollitos, facturas y medialunas. CAPITULO II JUEGOS INFANTILES En un comienzo, mi participación en los juegos de los niños mayores, se reducía, casi siempre, a mirar cuando ellos jugaban. Uno de los juegos más populares era el juego de las bolitas, que tenía dos modalidades, una era la que denominábamos "al pique y la cuarta" y la otra era la de "la bolita hoyo". El juego al pique y la cuarta, se hacía de preferencia en el empedrado de la calle, valiendo tanto el pique de las bolitas, como la medición proximal entre ambas menor de una cuarta, un punto cada uno; el juego se tornaba emocionante debido a las irregularidades del terreno, ocasionadas por los diversos tamaños y formas de las piedras, que desviaban las bolitas, haciéndolas saltar en cualquier dirección. El juego en el medio de las calles, no ofrecía mayormente riesgos, ya que los únicos vehículos que transitaban en esa época, eran los lentos carros tirados por mulas o caballos, o las aún más lentas carretas propulsadas por el pachorriento andar de sus bueyes; si daba la casualidad de que algún día pasaba un Ford-bigote saltando estrepitosamente sobre el empedrado, o menos estruendosamente, subido sobre las vías del tranvía, todos corríamos gritando detrás de él, siguiéndolo por una o dos cuadras, en cuyo trayecto los niños trataban de colgarse de cualquier agarradero, pisando sobre los paragolpes traseros, para viajar gratis, aunque sea por unos pocos metros.
  • 7. Para el juego "bolita hoyo", debía fabricarse previamente un agujero en la tierra lisa, sin piedras, pastos ni malezas, para lo cual se pisaba fuertemente una bolita, que al retirarla, dejaba un hoyo del tamaño necesario. Partiendo desde una raya trazada en el suelo, los participantes trataban de ingresar al hoyito, porque al lograrlo adquirían el derecho de picar y "matar" a las otras bolitas. Las bolitas que no habían podido ingresar al hoyito, podían picar a las bolitas asesinas para alejarlas de su lado, pero carecían del poder para matarla. Nos divertíamos también jugando partidos de fútbol, en el que usábamos generalmente la pelota de trapo fabricada con medias de mujer; excepcionalmente jugábamos con pelotas de cuero de vaca que tenían dentro una vejiga de goma que debía ser inflada a mano con un pequeño inflador, después de lo cual debía atarse perfectamente el pico de la vejiga, para que no perdiera aire, y posteriormente había que cerrar el ojal abierto en el cuero, mediante un largo cordón de cuero de vaca que se hacía pasar, mediante una aguja especial, a través de una hilera de agujeros que había en ambos bordes del citado ojal. Como estas pelotas de cuero eran muy caras para nuestros padres, solamente las usábamos cuando los niños las sacaban en alguna rifa del colegio o de la parroquia. Otro juego era el de los trompos. Los trompos eran juguetes cónicos de madera, que tenían una púa de hierro o clavo en la punta. Para hacer girar y bailar el trompo, se arrollaba fuertemente sobre el cono de madera, empezando por la punta, una cuerda fina de aproximadamente un metro de largo, cuya extremo final tenía un nudo corredizo que se ataba en el dedo medio de la mano derecha, de tal manera que al lanzarlo, la cuerda se iba desenrrollando haciéndolo girar. Al caer al suelo el trompo seguía bailando en forma vertical durante un cierto tiempo, hasta que al perder su velocidad de giro, como si fuera un borracho, comenzaba a perder el equilibrio, se tambaleaba, y terminaba por caerse en el suelo. El juego de los trompos se realizaba generalmente sobre tierra dura y lisa. La ceremonia de arranque
  • 8. comenzaba con un escupitajo en la tierra y el trazado, a cierta distancia de él, de una raya desde donde se debía efectuar el lanzamiento de los trompos. Cuando todos los jugadores habían tirado sus trompos, se veía cuál era el que quedaba más lejos de la marca del salivazo, correspondiéndole a este participante colocar su trompo para que todos los demás jugadores lo agredieran con los suyos. Al trompo se le podía acertar en el lanzamiento primario, o bien, levantándolo en la palma de la mano mientras giraba y, desde una altura alrededor de un metro, dejarlo caer girando sobre el trompo-prenda para que lo clavara. El primer participante que no conseguía clavarle al trompo que estaba en suelo, debía poner el suyo en reemplazo del mismo. Un juego menos violento era el que consistía en hacer volar la pandorga13 , hecha con palillos finos de tacuara con los que se armaba el esqueleto, al que se le pegaba con engrudo un fino papel de seda y flecos y se le agregaba una cola, más o menos larga según la necesidad, hecha con tiras de trapos atados. Había además el juego del balero, el que servía para realizar interminables concursos para ver quién era el que clavaba más veces, tanto en el lanzamiento inicial como en el que se realizaba con el balero clavado que se volvía a tirar al aire (rekutu); no era raro observar que algunos podían hacerlo hasta más de un centenar de veces, lo que impacientaba a los demás jugadores, quienes tenían que esperar que el competidor errara la clavada, para que le tocara el turno de juego al siguiente participante, ya que estos concursos se hacían con un solo balero, para que las normas fueran iguales para todos. Las niñas, por lo general, no participaban en los juegos de los varones y tenían, por supuesto, los suyos propios. Uno de ellos era el juego de las chiquichuelas, que se realizaba con cinco piezas, aproximadamente cúbicas, de unos dos centímetros de lado, hechas generalmente de mármol; las participantes de la competición, se sentaban en el piso, habitualmente de baldosa, formando un círculo alrededor del área de 13 Barrilete.
  • 9. juego, interviniendo por riguroso turno. El juego comenzaba tirando todas las piezas sobre el piso, se escogía una de ellas y se la lanzaba al aire, lo suficientemente alto como para permitir que se tuviera tiempo de alzar una de las piezas del suelo y a la vez recoger con la misma mano la que caía, operación que se repetía con cada una de las tres piedras restantes. Terminada exitosamente la prueba de levantar las piezas una a una, se procedía a lanzar de nuevo las piezas sobre el piso para levantarlas de dos a dos. Luego se arrojaba de nuevo todas las piedras al piso y con el mismo procedimiento se levantaba tres de ellas juntas y una separada. Hasta que al final, era la parte más difícil del juego, se tenía que levantar las cuatro piezas juntas y recoger con la misma mano la pieza que se había tirado al aire. Llegando a este punto, la participante que lo había logrado anotaba a su favor "un toro", lo que significaba que todo el proceso se había realizado correctamente, sin que se cayera una sola pieza al suelo. La misma participante tenía el derecho de seguir jugando, hasta que se le cayera alguna de las piezas de la mano, o no las pudiera levantar del piso. Habitualmente el juego ganaba la persona que hiciera la mayor cantidad de "toros", después de diez a veinte rondas de juego. Completaban el juego de las niñas: el descanso o rayuela, los saltos con la piola, las adivinanzas con sus prendas y castigos, el pasará pasará y el último se quedará, y el de las rondas con sus diversos cantos. CAPITULO III LA LUZ ELECTRICA Y EL AGUA Hacía muy poco tiempo que las casas, aunque no todas, disponían de energía eléctrica, la que era bastante cara, motivo por el cual se ahorraba su consumo todo lo que se podía, usándola solamente para tener luz mediante focos de apenas 25W por habitación, patio o corredores, ayudando en la mayoría de los
  • 10. casos con lámparas a querosén o velas. En ese tiempo no existían en nuestros hogares: heladeras, hornos, motores, cocinas, ni ningún otro artefacto de uso doméstico que utilizara energía eléctrica. La iluminación de las calles de nuestra capital se hacía mediante un solo farol, de unos 100W, en cada bocacalle. En la diagonal de la calle Colón y la avenida 15 de mayo, se encontraba el último foco del alumbrado público. La calle Colón, desde la esquina Sicilia hasta el cerro Tacumbú y la avenida 15 de mayo en su totalidad, carecían de focos de alumbrado público. Las luces de Asunción, de lunes a viernes, se encendían al oscurecer y se apagaban a la medianoche, pero los días sábados y domingos duraban hasta la una de la madrugada del día siguiente. También a esas mismas horas dejaban de funcionar los tranvías eléctricos y, toda la ciudad dormía feliz, libre de los pocos ruidos molestos que existían en aquel entonces. Prácticamente no se hacían fiestas que terminaran tarde, además no existían todavía los molestos altavoces a todo volumen, y el número de automotores era muy escaso; ni siquiera había gente bulliciosa que venía tardíamente de las farras nocturnas o de los cinematógrafos, ya que toda actividad nocturna se suspendía, indefectiblemente, cuando las luces de las calles se apagaban y los tranvías dejaban de circular. El agua para el consumo familiar procedente de las lluvias se recogía en los aljibes, o bien, algunas casas disponían de pozos de brocal abierto y, en ambos casos, lo común era que se la extrajera con baldes de unos cinco litros o más, atados a una piola o cadena, que debían ser levantados a pulso o mediante una rondana14 . Las familias pobres que no poseían ninguno de estos dos medios, debían comprar el agua por baldes de los que llamábamos aguateros. Las familias ricas, como la del vecino de nuestra casa, tenía un imponente molino de viento, que bombeaba el agua del pozo hasta un tanque y que mediante cañerías, proveía de agua a la cocina, el jardín y el baño. Para mantener fresca el agua durante el día en los hogares, se la conservaba en grandes cántaros de 14 Polea.
  • 11. cerámica, que tenían su propio sistema de refrigeración al "sudar" agua en su superficie externa, la que al evaporarse, disminuía la temperatura dentro del recipiente. El agua recién extraída de los pozos y aljibes era naturalmente fresca, debido a que la temperatura media en nuestro territorio es entre 21 y 22ºC. Para tomar vino o cualquier otra bebida fresca, se le ataba al cuello de la botella una larga liña de pescar y se las que sumergía en el agua del pozo o aljibe durante unas dos a tres horas antes de consumir la bebida que contenía. Las heladeras de la época eran simples conservadoras de hielo, el que se tenía que comprar de los camiones de la única empresa vendedora que era la Cervecería Nacional, que lo vendía por barra entera, media y cuarto de barra. En casa se compraba un cuarto de barra los domingos y, no más de dos veces al mes, lo cual era una verdadera fiesta, que nos permitía a los niños chupar pedazos de hielo como si fueran golosinas. CAPITULO IV COMPRA DE COMESTIBLES La carne se compraba en la carnicería de don Jacinto S. Los artículos de almacén en el negocio de don Juan B. Los panificados en la panadería Carioca. En la puerta de nuestra casa comprábamos las verduras de las mujeres que traían enormes cantidades de las mismas en grandes canastos planos que equilibraban majestuosamente sobre sus cabezas, además de llevar un pesado canasto con mango en cada mano. También adquiríamos el carbón en bolsa de las carretas del carbonero. Las burreras venían montadas sobre un asno con las alforjas cargadas de distintos tipos de
  • 12. comestibles. Las pescaderas con su infaltable latón lleno de pescados. El vendedor de baratijas, géneros y artículos variados al que le llamábamos "turco", que siempre ofrecía sus mercaderías diciendo: "Vendu baratu, bolvo, beine, beineta. Estos vendedores ambulantes eran los que casi todos los días golpeaban la puerta de mi casa. Como la mayoría de ellos llamaba gritando la misma palabra "marchante", no se sabía quién era el que golpeaba a la puerta. Mi madre me enseñó a ayudarle en sus labores cotidianas, y por lo tanto, mis tareas iban aumentando en la medida en que me iba haciendo más grande. Al comienzo la ayudaba en la cocina, abanicando con la pantalla hecha de karanday15 la boca de la hornalla, para encender los carbones usando papel, trapo o cáscaras secas de naranja, Después pelaba porotos, secaba los cubiertos y lavaba utensilios de la cocina. Con el tiempo aprendí a barrer las hojas del patio, así como también atendía las personas que llamaban al portón de nuestra casa. Me enseñaron a ir de compras a la carnicería y a los almacenes cercanos. En los momentos de ocio, jugaba con los pocos juguetes que tenía, o correteaba con nuestro perro de policía "Mur". También me gustaba mirar en el balcón o en la muralla de la calle y sentarme en los escalones de nuestro portón de entrada. Por las noches me gustaba escuchar cuando mi hermana mayor tocaba el piano, en el que luego yo procuraba repetir, con un solo dedo, la melodía que se había grabado claramente en mi memoria. Nuestro piano funcionaba también como pianola, y yo había aprendido a colocar los rollos de música en su sitio y sabía pedalear para que funcionaran las teclas. Otra cosa que me gustaba escuchar era el fonógrafo y, aunque poseíamos muy pocos discos, me acuerdo todavía de la ópera I Pagliacci de Leoncavallo en la parte en que el tenor canta: "Ride pagliaccio", mientras llora riendo. 15 Hoja de palmera.
  • 13. En las noches, después de cenar, me ponía a observar en el balcón, los tranvías que pasaban frente a mi casa, los infaltables murciélagos que volaban alrededor del farol del alumbrado público de la calle, los sapos que venían a comer los bichos que eran atraídos por la luz y los numerosos zorritos que salían del yuyal situado debajo del murallón, que había al otro lado de la avenida 15 de mayo, y que temerosamente cruzaban la calle Colón, deteniéndose, a veces, para comer una que otra langosta saltarina, y luego se introducían en el enorme patio baldío que había al lado de mi casa. Todo esto me parece, hoy en día, tan increíble y maravilloso, cuando pienso que mi casa distaba solamente diez cuadras de la calle Palma, en pleno centro de Asunción y que, sin embargo, podíamos gozar viendo esa rica fauna de nuestra tierra. CAPITULO V LA PRIMERA RADIO DEL BARRIO Un cierto día, nuestra madre nos hizo vestir, un poco más elegantes que de costumbre, a toda la familia. Nos dijo que iríamos a visitar a la Señora de M., que vivía sobre la calle Colón esquina Jejuí. La dueña de la casa nos había invitado con el objeto de mostrarnos lo que para nosotros era toda una maravillosa novedad: la radio a lámparas, con una bocina parlante similar a la del fonógrafo que teníamos en casa. La radio estaba sobre una mesa, mostrando por un lado el chasis metálico, en el que estaban fijados el transformador, los condensadores electrolíticos, el condensador variable que servía para sintonizar las estaciones transmisoras y las, no recuerdo bien, si cuatro o seis lámparas rectificadoras y amplificadoras, que se encendieron inmediatamente en el momento cuando se introdujo el enchufe en el tomacorriente externo situado en la pared.
  • 14. Después de esperar unos 15 a 20 segundos, que según la señora M. se necesitaban para que el circuito se calentara, empezó a mover la perilla del condensador variable, con lo cual se produjeron varios silbidos que iban marcando las estaciones transmisoras. Dentro de uno de esos silbidos sintonizados se oyó, de repente, una voz en la trompeta que dijo: -Aquí transmite LR8 Radio Stentor, Buenos Aires, República Argentina. Aquello parecía una obra de magia. No queríamos creer, que desde mil doscientos quilómetros de distancia alguien nos estaba hablando en ese mismo momento, sabiendo que se necesitaba tres días de viaje en barco para llegar hasta esa ciudad. Esto ocurría, no estoy muy seguro de ello, en los años 1924 o 1925. Era la primera radio instalada en nuestro barrio y, probablemente, no había ninguna otra en más de quinientos metros a la redonda. Suponemos que debía valer un platal en esa época. Así como vimos aparecer la primera radio a lámparas del barrio, también el vecino, Don Juan P, que ocupaba toda la manzana que estaba cerca de nuestra casa, no queriendo ser menos, apareció un buen día, mostrando a todo el vecindario un flamante auto Dodge, que también fue, no solamente el primer auto del barrio sino quizás el único de la zona por casi una década. En el tranquilo barrio Colón, en el que solamente cada veinte minutos se cruzaban los tranvías de la línea 4, se tenía ahora para felicidad o desgracia, los nuevos gérmenes de contaminación: la radio con su contaminación sonora y el auto con sus gases tóxicos. Entusiasmados con estos maravillosos inventos, no nos dábamos cuenta real del gran poder destructivo que estaban adquiriendo estos inventos del hombre, sobre el normal equilibrio que debe existir en la naturaleza, como base indispensable para la existencia de la vida en nuestro planeta.
  • 15. CAPITULO VI EL DESAFIO DEL MURALLON Para poder sostener la erosión en la avenida 15 de mayo que, en los días de lluvia, era provocada por los torrentes de agua que arrastraban gran cantidad de tierra, se tuvo que construir, mucho antes de que yo naciera, dos enormes muros con cimiento de piedra y doble hilera de grandes ladrillos encima, cuyo ancho era mayor de sesenta centímetros. El murallón más largo se construyó en el costado Norte de la avenida y, se lo hizo sobresalir unos treinta a cuarenta centímetros sobre el nivel de la vereda; comenzaba en la calle Colón a unos cincuenta metros de la avenida 15 de mayo y continuaba a lo largo de esta última hasta unos doscientos metros. Debajo de este murallón quedaba un enorme zanjón de unos dos a cuatro metros de profundidad. No sabemos cual fue la razón por la cual se construyó otro murallón del mismo espesor, que comenzaba con un trazado perpendicular a la calle Colón, a unos veinte metros de su unión con la avenida 15 de mayo, el que al alcanzar unos treinta metros giraba en ángulo obtuso hacia la izquierda, y luego de una distancia igual o un poco mayor, conectaba con un murallón similar que tenía su salida perpendicular a la avenida citada, a unos treinta metros de la esquina. El terreno comprendido por estos murallones tendría con toda seguridad más de mil doscientos metros cuadrados. Daba la impresión de que en este lugar se pretendió construir un edificio de gran envergadura, a juzgar por el extraordinario grosor de la pared. A pesar de que este murallón interno comenzaba a nivel de la vereda y mantenía casi el mismo plano horizontal en todo su trayecto, llegaba a medir en su parte más elevada unos cuatro metros de altura, debido al gran desnivel que presentaba el terreno. La longitud total de este murallón interno, que las malezas ocultaban casi en su totalidad, era de unos
  • 16. cien metros de largo, longitud que a los ojos de cualquier niño, era enorme y, constituía un desafío permanente el recorrerlo de punta a punta, para demostrar, de esta manera, tanto su valentía como su madurez. Existía otro murallón en la vereda Sur de la avenida 15 de mayo, que cerraba el paso al agua de lluvia, que venía desde la calle Colón y Sicilia hacia la citada avenida. Por dicho motivo, el agua de lluvia se acumulaba junto a este murallón, formando una laguna que podía llegar a alcanzar, algunas veces, hasta veinte metros de largo, por diez metros de ancho y uno a dos metros de profundidad en el centro. Si bien la laguna no tenía carácter permanente, se secaba muy pocas veces en el año, coincidiendo con las épocas de sequía. Por supuesto, la laguna era el paraíso de todos los sapos del barrio, albergando miriadas de sus rosados huevos flotantes en la superficie del agua, colonias de renacuajos de todos los tamaños, desde los muy pequeños con largas colas, los más grandecitos que, además de las colas, tenían desarrolladas las patitas traseras y, los minúsculos sapitos con sus cuatro patitas, que habían perdido recientemente sus colas y se arriesgaban a salir fuera del agua. Los niños del barrio acostumbraban a cazarlos con recipientes de lata, sea para divertirse jugando con ellos, o bien para asustar a las niñas. Un día, poco después de cumplir los cinco años, me arriesgué a cruzar, por primera vez, el murallón interno que comenzaba en la avenida 15 de mayo y terminaba en la calle Colón. Esta hazaña constituyó mi bautismo de mayoría de edad entre los niños, ya que nadie era suficientemente macho si no lograba hacerlo. Debo confesar que esta acción la hice con mucho temor. Recuerdo que a medida que iba caminando sobre los escasos sesenta centímetros de ancho que tenía el murallón, partiendo desde la parte más baja del mismo, en su inicio en la avenida 15 de mayo, donde apenas tenía medio metro de alto y me dirigía hacia la parte en que alcanzaba, cuando menos, 4 metros de altura, empezaba a sentir un cosquilleo cada vez más fuerte en el vientre, que me hacía imaginar que el murallón
  • 17. oscilaba, moviéndose de un lado para el otro. Había caminado unos treinta metros para llegar a esa altura, cuando vi, con gran desazón, que debía girar hacia la derecha, previo el descenso de tres escalones, punto crítico muy difícil, si es que deseaba completar exitosamente la prueba. Darme vuelta para volver, no solo me daba miedo por el giro que debía realizar a semejante altura, sino que sería confesar mi fracaso y cobardía ante los chicos que fueron testigos de mi entrada en el famoso murallón. Decidí seguir adelante, recurriendo a una trampita, deslizándome sentado sobre los tres peldaños y, parándome recién después de haber traspasado el último escalón. Allí pude continuar a un nivel un poco más bajo, y luego de un nuevo giro hacia la derecha ya se encontraba la parte recta final, cada vez menos elevada, que me conducía a la salida en la calle Colón, donde salí muy ufano y satisfecho por la proeza realizada, siendo recibido por mis compañeritos con gritos de alegría y aplausos. Debajo del murallón había un terreno bajo, en el que se encontraba una rica vegetación llena de malezas y plantas frutales tales como guayabos, aratiku'i y tunas, que lo visitábamos frecuentemente, a pesar de los rasguños que nos provocaban las espinas de karaguata. Este monte contaba con innumerables especies de aves y un buen lote de animalitos terrestres como los aguara, tejuguasu16 de hasta medio metro de largo, apere'a, mykurê y tapiti. Los indefinidos límites de este bosquecillo, llegaban hasta el cementerio, al que contorneaba, extendiéndose por las lomas de San Antonio y su vecindad. Nuestras correrías, por lo general, no iban más allá de la mohosa muralla que marcaba los límites del temido Mangrullo.· 16 Lagarto.
  • 18. CAPITULO VII EL MANGRULLO El cementerio, designado vulgarmente como el Mangrullo, ocupaba la cima de una pequeña loma. Estaba situado sobre la avenida 15 de mayo, en el lugar en que se encuentra actualmente el parque Carlos Antonio López, exactamente en donde está construido uno de los tanques de agua de la ciudad, alrededor del cual se ven hasta hoy restos de tumbas. Tenía una superficie de unas dos manzanas, comentándose que fue habilitado como cementerio durante la ocupación de Asunción por las tropas brasileras, después del genocidio de la nación paraguaya, perpetrado durante una injusta y desigual guerra, denominada guerra de la Triple Alianza, llamada así porque el Paraguay combatió heroicamente durante 5 largos años contra la coalición integrada por Argentina, Brasil y Uruguay, quienes mediante préstamos facilitados por el imperialismo industrial inglés, fueron impulsados para aniquilar el mal ejemplo que era en el siglo pasado, la nación paraguaya rica, próspera y autoabastecida sin que hubieran podido infiltrarse capitales extranjeros en el país. Por dicho motivo, la mayoría de los paraguayos conscientes actuales, acostumbra a llamar a este episodio guerrero que diezmó a su población: la guerra de la Cuádruple Alianza, para hacer notar, que a los tres países sudamericanos se sumaba el poder económico del imperialismo inglés, que fue el que financió la contienda a los aliados. En el Mangrullo, en el año 1925, hacía rato que no se enterraba a nadie, debido a que no existía más lugar para ello. Recuerdo que la capilla del mismo, ubicada en la parte Norte, estaba rodeada de hermosos cipreses, que se derribaron al hacer el tanque de agua. Entre las tumbas existían ocho árboles de jazmín mango con bellas flores de suave perfume, que todavía pueden observarse en el parque que hoy existe en este lugar.
  • 19. La entrada principal del Mangrullo estaba en la parte Norte. Tenía un gran portón de hierro, casi siempre cerrado, que estaba frente a la capilla. Alrededor de ésta se extendía el camposanto, que abarcaba las dos terceras partes del terreno. En el tercio restante, hacia el Sur, estaban las tumbas del campo llamado "no santo", en donde se enterraban los que morían en estado de pecado evidente, como ser los suicidas, los amancebados y otros, es decir, allí estaban los supuestamente condenados al suplicio eterno. La segunda entrada, que era la usada por todos los que visitaban el Mangrullo, estaba ubicada en la muralla del lado Este. Nuestra familia tenía en el cementerio una tumba en donde fueron enterrados mi abuelo materno y un hermanito mío de un año de edad. Por dicho motivo, solíamos ir con mi mamá a visitarlos. En el año 1926, se avisó a la población, que el cementerio se convertiría en un parque que llevaría el nombre del primer presidente del país, don Carlos Antonio López, y que debido a ello, todos los que tuvieran familiares enterrados, tenían que retirar sus restos en el plazo de un año. Un tío mío, Angelo, se iba a encargar de excavar la tumba buscando los restos óseos de mis dos parientes, y yo, sin saberlo, iba a ser el encargado de llevarle la vianda de la comida. En el día fijado para ello, recuerdo bien que era un lunes, a eso del mediodía, mi madre me dijo: -Ponete las sandalias, porque adonde vas a ir hay muchas espinas. Vas a llevarle la comida a tu tío Angelo en el Mangrullo. -¡Qué! -le contesté yo-. ¿Por qué tengo que ir yo? Soy muy chico todavía. ¿Acaso no puede ir el Ch...? Mi hermano Ch... intervino diciendo: -Lo que pasa es que sos un miedoso y no te animás a ir solo al cementerio. -Bel tranvía pasaría recién a las doce y diez minutos. No tenía más remedio que seguir andando. En lo
  • 20. alto de la loma se dibujaban los fantasmagóricos cipreses que, a medida que me acercaba al cementerio, iban creciendo y adquirían formas increíblemente tenebrosas. Cuando anduve tres cuadras en la avenida, me encontré de repente en frente del Mangrullo, y no tuve más remedio que dirigirme hacia la puerta del lado Este. La muralla del cementerio no me permitía todavía ver lo que pasaba en su intel tranvía pasaría recién a las doce y diez minutos. No tenía más remedio que seguir andando. En lo alto de la loma se dibujaban los fantasmagóricos cipreses que, a medida que me acercaba al cementerio, iban creciendo y adquirían formas increíblemente tenebrosas. Cuando anduve tres cuadras en la avenida, me encontré de repente en frente del Mangrullo, y no tuve más remedio que dirigirme hacia la puerta del lado Este. La muralla del cementerio no me permitía todavía ver lo que pasaba en su interior. Estaba allí yo solo, parado frente a la puerta, mirando a mi alrededor la maleza que me rodeaba. Busqué entonces algunas plantas de aratiku'i para comer sus frutos y darme así ánimos, pero desafortunadamente no encontré ninguna. No tenía otra alternativa: definitivamente tenía que entrar. Abrí el portoncito y miré el largo camino que debía recorrer, para poder llegar hasta donde estaba mi tío Angelo. La tumba de mi abuelo y hermanito estaba en el extremo Noroeste del cementerio, y yo me encontraba casi en el extremo Sureste, vale decir que tenía que recorrer unos doscientos o más metros entre tumbas, para poder llegar hasta la capilla, y de allí a unos veinte metros, encontraría a mi tío Angelo trabajando. Empecé a caminar lentamente, mirando con temor para todos los lados, pasando en medio de las silenciosas tumbas. Por más que caminaba sin parar, parecía que no avanzaba nada. La capilla que era mi primera meta, se alejaba cada vez más con cada paso que daba, a la par que surgían nuevas y terroríficas tumbas. Pensé echar a correr hacia atrás y volver a casa, pero era seguro que este acto de cobardía tendría serios riesgos, cuando me enfrentara con mi madre. No quedaba entonces otra opción sino la de correr hacia
  • 21. adelante. Intenté hacerlo, pero las piernas no me respondieron, parecían estar hechas de plomo, por lo que a duras penas pude seguir caminando. En cualquier momento se me aparecerían las póras17 que habitaban en el cementerio y yo no veía ningún ser humano terrenal que pudiera ayudarme. La única tabla de salvación era llegar a la capilla, en donde había una gran cruz y varias imágenes de santos que no permitirían que se acercaran a ese lugar las ánimas en pena. Ya había hecho más de la mitad del camino hacia mi objetivo, debía seguir adelante. Entonces, cerré los ojos y probé caminar a tientas, pero fue mucho peor, porque enseguida tropecé con una tumba que estaba mal alineada. A pesar del fuerte calor del mediodía del verano, sentía un intenso escalofrío en todo el cuerpo, que me hacía temblar y sudar a la vez. A pocos metros de la capilla se acabaron las tumbas, y me sentí entonces mucho más tranquilo. Miré hacia la izquierda, y vi salir de una fosa un señor que la estaba excavando. Del susto que me dio casi eché a correr y, antes que pudiera hacerlo, el buen hombre, al verme tan temeroso, me dijo: -Hace rato que tu tío Angelo te está esperando. Al decir esto, me señaló el sitio donde estaba la tumba de mi abuelo, la cual estaba rota en pedazos. Mi tío, que estaba dentro de la excavación que había hecho, seguía extrayendo tierra y huesos del "nono". Me acerqué a él y le saludé: -Hola tío Angelo. Aquí te traigo la comida. -Muchas gracias Ch... Creo que ya saqué todos los huesos que había. Estos son los huesos de tu abuelo -dijo mostrándome una caja de madera, con muchas piezas óseas, largas, cortas, planas y, sobre todo la más impresionante de todas, la calavera del abuelo-. ¿Te acordás de él? Yo había hecho, automáticamente, un gesto de temor, pero sin embargo le contesté: 17 Fantasmas.
  • 22. -Me da miedo tío. No quiero mirar esa calavera. Como mi abuelo murió tres años antes de que yo naciera no lo pude conocer. Si bien yo pensaba mucho en él, no sé como era cuando vivía, porque nunca se sacó una foto. El tío terminó de comer, mientras yo jugaba con la tierra extraída de la fosa, en la que encontré un verdadero tesoro: dos piezas de metal curvas algo herrumbradas y un pedazo de mármol. Entonces le pregunté al tío: -¿Puedo llevarme esto que encontré? -Claro que sí -me contestó mi tío-. ¿Sabés lo que son? -No sé. -El pedazo de mármol, es parte de la lápida que rompí. Es un mármol muy bueno, es de Carrara, de Italia. Las dos argollas de hierro, son parte de las seis manijas que tenía el cajón de tu abuelo, que se pudrió totalmente. Inmediatamente tiré al suelo las manijas, y le dije: -Entonces no voy a llevar las manijas, pero sí el pedazo de mármol. -¿Para qué querés el mármol? -Para fabricar unas lindas chiquichuelas y así, darle envidia a mi hermana mayor, que nunca me quiere prestar las suyas. -Es bueno que te vayas ya a tu casa, porque o sino tu mamá se va a preocupar mucho. Gracias y saludos a todos. Chau, pibe. -Chau, tío. Agarré la vianda vacía con una mano y el mármol con la otra. Eché a caminar rumbo a la capilla, y desde ahí debía hacerlo hasta la salida del cementerio. Volví a sentir miedo nuevamente. Estaba otra vez solo en
  • 23. medio de las tumbas, muchas de ellas abiertas y vacías, que debía atender bien, para no caerme adentro. Aceleré el paso y sentí como si alguien me estuviera siguiendo. No me animé a mirar hacia atrás. Sin dudar un instante, empecé a correr, al principio con ritmo lento, pero a medida que avanzaba, iba acelerando la velocidad. Creo que nunca llegué a correr tan rápidamente en mi vida, como en esa oportunidad. Cuando vi el portón de salida, prácticamente volé hasta él. Al salir afuera del cementerio, todo me pareció muy lindo, sumamente hermoso y sobre todo tranquilizador y ¿por qué no? hasta me sentí orgulloso de la hazaña que había realizado, al ir solito, sin que nadie me acompañara al cementerio; los amigos no me creerían cuando se lo contara. En menos que canta un gallo llegué a casa, donde mi madre, algo preocupada, me estaba esperando en la balaustrada de la muralla de nuestra casa. Al llegar me preguntó: -¿Que tal te fue? ¿No tuviste miedo? -No, no tuve ni un poco de miedo -le contesté sin pestañear, porque quería aparecer ante todos los de mi casa como un gran valiente y añadí-, al contrario, me divertí mucho jugando cuando el tío estaba comiendo. Después él me mostró la calavera y todos los huesos del abuelo, pero me dijo que no encontró ningún huesito de nuestro hermanito, seguramente porque los tenía muy tiernos. Traigo este pedazo de mármol que era parte de la lápida, con el que voy a hacer mis propias chiquichuelas. Y muy orondo, inflado como un pavo real, me senté a la mesa para almorzar con la familia.
  • 24. CAPITULO VIII LOS FANTASMAS DE LA NOCHE Y DE LA SIESTA La noche del mismo día en que fui a llevar la comida a mi tío en el cementerio, luego de cenar, nos reunimos, como siempre, los niños del barrio, sentados en el cordón de la vereda, a la luz del farol de la esquina, para distraernos observando la destreza con que los sapos de la laguna, cazaban los bichos, que cansados de tanto volar, caían en el suelo. A los sapos les atraían tanto las mariposas nocturnas blandas y aparentemente fáciles de tragar, como los grandes y espinosos cascarudos, los que, probablemente, debían rasparle atrozmente la garganta. Estos batracios, que siempre andaban a los saltos de un lado para otro, cuando iban a comer caminaban sigilosamente en puntas de pie levantando el vientre del suelo y, desde una distancia bastante lejana proyectaban su enorme lengua, de un tamaño increíble, con la que agarraban la presa y se la engullían en un tris. Solíamos elegir, mentalmente, un sapo diferente cada uno de nosotros, y apostábamos para ver cuál de ellos sería el primero en comer los diez o veinte primeros bichos. Como yo me creía casi un superhombre, por el hecho de haber ido solo al cementerio, me pidieron mis compañeritos que les contara los detalles de la odisea. -El asunto fue muy sencillo -comencé diciendo muy orgulloso-. Cuando mamá tenía listo el almuerzo para el tío Angelo, nos preguntó a mi hermano mayor y a mí, si quién de nosotros iba a llevar la vianda al cementerio. Mi hermano dijo que no quería ir por ser el mayor, aunque la realidad era que él tenía miedo de hacerlo, entonces yo, inmediatamente, me ofrecí diciéndole a mi mamá: ¡Yo quiero ir mamá! ¡Me encantaría hacerlo! Así fue que agarré la vianda y, sin pensarlo dos veces, me dirigí muy contento por la avenida y, al llegar a la puerta del Mangrullo...
  • 25. -¿Qué te pasó? dijo Juancito. -Nada especial. Tranquilamente abrí el portón con una patada, porque tenía una mano ocupada con la vianda y, en la otra tenía unos ricos aratiku'i que encontré en el camino. -¿Y te animaste nomás a entrar solo? preguntó Antoñito. -Claro que sí. Todo me pareció muy lindo. A medida que caminaba entre las tumbas, iba comiendo, alegremente, mis aratiku'i, mirando la gran variedad de pajaritos que había dentro del cementerio: tortolas, gorriones, cardenales y qué se yo cuántas clases más. -¿Viste los huesos y la calavera de tu abuelo -acotó José, muy horrorizado. -Claro que sí, era muy hermosa, parecía como si hubiera querido hablarme, porque como vos sabés, yo soy su nieto y seguramente me hubiera querido mucho si todavía viviera. Hubo un momento de silencio. Todos estaban asustados, tanto que al poco rato Juancito comentó: -En mi casa, mis padres siempre me han contado casos de fantasmas, que me ponían los pelos de punta y no me dejaban dormir por las noches. Según ellos, el cementerio está lleno de póras, que salen de las tumbas durante la noche y la siesta para asustarte. Antoñito agregó: -Mi tía Lilí dice que durante la siesta sale a pasear el jasyjatere que es un mita'i18 rubio, de ojos azules, que camina desnudo por el campo, llevando un bastoncito mágico en su mano, a quien le gusta beber la miel. Puede raptar a los niños que se alejan de sus casas en las horas de la siesta. José esperó que Antoñito terminara de contar lo que le había referido su tía Lilí y, para no ser menos, refirió lo que él sabía, susurrando: -Mi abuelo, que conoce mucho, me habló también de estas cosas. Me dijo que además del jasyjatere y 18 Niño.
  • 26. de las póras, existen otras clases de fantasmas como el luisô19 , que es el séptimo hijo varón, que se convierte en un perro grande los viernes de noche cuando hay luna llena; y el pombero, que es un señor bajo y peludo que silba por las noches, con el cual, uno puede hacerse amigo obsequiándole yerba mate, miel y cigarros. Nadie tenía otras anécdotas que contar, por lo que yo les comenté: -Yo no creo mucho en todas esas cosas. Me parece que son solamente cuentos de las personas mayores para que los niños no vayamos a vagar por la siesta o por las noches. Por eso quiero proponerles una cosa: ¿Que tal si mañana, cuando se encienden las luces de la calle, nos vamos todos al cementerio para ver si realmente existen las póras? Ninguno quiso mostrar que tenía miedo, por lo que nos fuimos a nuestras casas a dormir, luego de que aceptáramos todos reunirnos al atardecer del día siguiente, llevando algunas velas y fósforos, para alumbrar los pasos de nuestra futura aventura. Al día siguiente por la tarde, así como habíamos convenido, nos encontramos reunidos Juancito, Antoñito, José y yo, debajo del último farol de la calle Colón y avenida 15 de mayo, esperando que se encendieran las luces del alumbrado público. Todos habíamos conseguido traer una vela de sebo y fósforos. Cuando ya era muy oscuro y se había encendido el farol de la esquina, empezamos a caminar por la avenida 15 de mayo, que no tenía ninguna luz en todo su trayecto, en plena oscuridad, pero no encendimos todavía las velas para ahorrar su consumo, y poder disponer de ellas por más tiempo en el cementerio. Todos íbamos andando en una masa compacta tomados de la mano, para no separarnos unos de otros y, muy probablemente, para infundirnos valor. En la primera cuadra, pasamos delante del famoso y enorme árbol de guapoy, de raíces superficiales, largas y rugosas, del cual se decía que sirvió para ahorcar a mucha gente en la época de la ocupación 19 Lobisón.
  • 27. brasilera y que en las noches de tormentas eléctricas se veían balancear los cuerpos de los patriotas ahorcados, colgados de sus ramas, que eran de tortuosa y caprichosa forma, que parecían querer abrazarnos. No obstante, seguimos avanzando hacia nuestra meta, Al llegar frente al Mangrullo, salimos de la avenida y encendimos nuestras respectivas velas para entrar en los yuyales, que teníamos que atravesar antes de llegar al portoncito del cementerio. Cuando llegamos junto a él, vimos que tenía una cadena enrollada sin candado. Para darle ánimo a los demás, me adelanté, saqué la cadena y entré primero. Los demás no tuvieron otro remedio que seguirme. Sigilosamente, fuimos recorriendo los primeros veinte a treinta metros entre las tumbas. Las temblorosas luces de nuestras velas producían inimaginables sombras que, a medida que avanzábamos, se movían tétricamente e iban carcomiendo nuestro disminuido valor. No obstante, caminamos otros veinte a treinta metros más, cuando de repente, oímos el sonido de una voz ronca que parecía venir de ultratumba, a la vez que vimos el resplandor de un farol sostenido por la borrosa figura de un gigante que se balanceaba y que parecía como si en cualquier momento fuera a lanzarse sobre nosotros. Sin pensarlo dos veces, me di vuelta, atravesé entre el grupo de mis amigos, que todavía no habían reaccionado y, corriendo más veloz que el viento de un huracán llegué al portón de salida y seguí corriendo, sin la vela que tiré porque se me había apagado, hasta llegar a la avenida. Cada uno de los demás integrantes del grupo, al comprobar mi gran valentía, hizo lo mismo que yo. En el momento que nos reunimos todos en la avenida, por suerte, venía el tranvía de Sajonia con todas sus luces encendidas y, como su velocidad no era mucha, lo seguimos corriendo y nos colamos en su paragolpes trasero, viajando así, ocultos del guarda, hasta llegar al farol de la curva de Colón. Al llegar allí, bajamos del tranvía justo cuando el guarda nos estaba amenazando con la palanca de cambio de vía. Nos despedimos apresuradamente unos de otros y nos fuimos a nuestras respectivas casas,
  • 28. porque ya era la hora de cenar. Después de la cena, nos reunimos nuevamente los cuatro bajo la luz del farol, y empezamos a comentar nuestra experiencia. Todos estábamos convencidos de haber visto un enorme fantasma. -Era un gigante negro grande -empezó diciendo Juancito. -Echaba fuego por las nariz -agregó Antoñito. -Tenía enormes garras y una cola puntiaguda -comentó José. -Creo que salimos justo a tiempo, porque parecía un furioso ogro dispuesto a comernos -concluí yo. En ese momento, vimos que venía caminando por la avenida don Tomás, el chofer que trabajaba en la casa de don Juan P. Se acercó a nosotros y nos preguntó: -¿Qué les pasa a ustedes, chicos, que les veo cara de asustados? -¿Quiere saberlo, don Tomás? - le contesté yo. -Claro que sí. -Esta noche nos fuimos los cuatro al cementerio, porque queríamos saber si existían los fantasmas. Y cuando estábamos allí, se nos apareció un gigante negro, con garras en vez de manos, con una cola puntiaguda como el diablo, echando fuego por la nariz, que nos quiso comer a todos. Tuvimos suerte que pudimos escapar corriendo. -¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! -empezó riéndose don Tomás-. ¡Cómo inventan las cosas ustedes! ¡Qué imaginación tienen! -Entonces, no nos cree don Tomás -se quejó Antoñito. -Por supuesto que no les creo. -¿Y por qué no nos cree? -le interrogó José. -Es muy sencillo. Porque yo era el que estaba allí rezando al lado de la tumba de mi mamá y, cuando oí voces de niños y vi que eran ustedes con sus luces, me levanté y me acerqué para preguntarles que hacían
  • 29. allí, pero ustedes huyeron despavoridos, como almas en pena que se las lleva el diablo. Esto si que es chistoso. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Quedamos todos mudos. Esta proeza, que pensábamos contársela a todo el mundo y luego a nuestros hijos y, quizás a nuestros nietos, se deshizo como una nube de polvo agitada por el viento y disuelta enseguida por la lluvia del chaparrón en un día de verano.
  • 30. CAPITULO IX LA LIMPIEZA DE LAS CAMARAS SEPTICAS Asunción no tenía en esa época alcantarillado para recoger aguas servidas. Casi todas las casas tenían letrinas precarias, sin asiento, con un orificio en el piso, que comunicaba con una cámara, cuyas paredes eran de ladrillos no revocados, y su fondo era de tierra, de manera que pudiera absorber fácilmente los líquidos y de esta manera tardara en llenarse. Estas letrinas disponían para la higiene anal hojas de periódicos cortadas, enganchadas en un clavo largo en la pared, al alcance de la mano, o bien había para el mismo uso varias ristras de avati'ygue20 . Las cámaras sépticas sin fondo, prácticamente no se llenaban nunca, en cambio, las cámaras sépticas revocadas y con fondo de material se repletaban en poco tiempo dependiendo, por supuesto, del número de usuarios que había en la casa. Para vaciar las cámaras de este tipo se debía recurrir al único empresario que en Asunción se dedicaba a esta tarea. El trabajo de limpieza de las cámaras sépticas se realizaba habitualmente durante las noches, a partir de las veintitrés horas y podía durar, según el caso, hasta el amanecer. Cuando en el barrio aparecía el conocido camión, con sus bordalesas de madera de doscientos litros de capacidad, y el personal correspondiente para ejecutar el trabajo, la voz de alarma, como un reguero de pólvora, corría por todo el vecindario. -¡Chaque viene C.! Inmediatamente todos corríamos a cerrar las puertas y las ventanas, aún cuando fuera el más caluroso verano, para evitar oler las emanaciones del fuerte perfume, que envolvería en poco tiempo a todo el barrio. 20 Espiga de maíz desgranada.
  • 31. Un día, al volver papá de su trabajo, nos avisó que había hablado con el Sr. C., y que convinieron que vendría esa misma noche para realizar su labor. Nos explicó que esa noche nadie podría dormir en nuestra casa, porque los dormitorios estarían desarmados e inhabilitados, para que pudieran pasar por ellos las bordalesas. A la hora combinada, cual fantasmas nocturnos, cerca de la medianoche, apareció el Sr. C. acompañado de cinco a seis empleados descalzos y sin camisas, que usaban unos cortos pantaloncitos de fútbol como única ropa de trabajo. El Sr. C. era un hombre simpático, agradable y locuaz, que nos explicó amablemente cómo desarrollarían la tarea sus empleados: Los barriles de madera serían bajados del camión que los traía. Se usarían baldes atados con piolas para extraer los desperdicios de la cámara, para lo cual abrirían la tapa de registro de la misma que se encontraba delante de la letrina. Acto seguido comenzó la operación, tal cual nos la había explicado. Una vez lleno cada barril, cuyo número se computaba para calcular con exactitud el costo del trabajo, se le colocaba una tapa de madera y se la clavaba para asegurar su hermeticidad, la que, a decir verdad, no era mucha, como veremos más adelante. Hecho esto, se tumbaba el barril para poder hacerlo rodar, ya que era muy pesado para que pudieran alzarlo entre dos personas. Entonces comenzaba el temido viaje del tonel, que iba a repetirse con cada uno de ellos, hacia el camión que lo esperaba en la calle, parado frente a nuestro portón. Debido a que la edificación de nuestra casa ocupaba todo el frente y el ancho del terreno y la letrina se encontraba en el fondo del mismo, los barriles rodantes debían recorrer, indefectiblemente, un largo camino antes de llegar hasta el vehículo que lo estaba esperando. Chorreando parte de su carga en el patio del fondo, bajaban tres escalones antes de entrar en el comedor, rebotando con fuerza en cada uno de los peldaños, con lo que se abrían un poco más las rendijas existentes entre las maderas de los costados, dejando escurrir todos
  • 32. ellos cantidades cada vez mayores de sus preciosas cargas. Del comedor pasaban a través de nuestro dormitorio, y de este, al dormitorio de mis padres, dejando un reguero líquido cada vez más abundante. De esta pieza salían al patio anterior, desde donde tenían que descender una escalera con ocho altos peldaños, tras lo cual alcanzaban el nivel de la calle. Por lo resbaladizo que se habían puesto los barriles, los empleados que los venían empujando desde atrás, no podían detenerlos cuando en las escaleras, la gravedad era más fuerte que ellos y, como nadie se animaba a ponerse delante para atajarlos, este tremendo golpeteo final de los ocho escalones, terminaba por destartalar la mayoría de ellos, de manera que, cuando los subían al camión, el peso de cada barril había bajado, con toda seguridad, a la mitad. El olor que había en la casa era espantoso, pero nada se podía hacer para remediarlo, mientras no terminara la tarea. A las dos de la madrugada ya habían sacado unos veinte barriles. El depósito dentro de la cámara había descendido a la mitad como pude comprobarlo al mirar dentro de él. Yo estaba tan embobado mirando ese asqueroso trabajo, que me parecía imposible que hombre alguno pudiera hacerlo, ya que yo no lo hubiera hecho ni por todo el oro del mundo. Me imaginé en ese momento lo que estarían odiándonos los vecinos del barrio, sobre todo los que se encontraban hacia el lado Sur, ya que esa noche aumentó la velocidad del viento Norte, presagiando una tormenta, soplando a veces arremolinadamente, e incluso variando de dirección, por lo que parecía que ni siquiera los vecinos de la zona Norte se librarían del fuerte aroma cloacal emitido por las chorreantes bordalesas que se cargaban en la puerta de nuestra casa. A eso de las tres de la mañana, cuando los baldes manejados con la piola desde afuera, ya no podían extraer suficiente cantidad de material de la cámara, porque había solamente unos diez centímetros de altura
  • 33. de residuos dentro de ella, uno de los dos empleados que realizaban esta tarea, le propuso al otro decidir quién sería el que entraría dentro de la cámara, para así poder terminar el trabajo cargando los baldes a mano. Para el efecto jugaron a "pares y nones" con los dedos de la mano. Decidido quien era el ganador, se puso una escalera de mano y por ella bajó refunfuñando el perdedor que, increíblemente, era el que estaba un poco más limpio. Esta etapa final de la tarea de extracción de residuos del depósito séptico era, en realidad, la más impactante y roñosa. El que estaba dentro del foso, cargaba el balde con una latita de un litro de capacidad sin manija. Una vez lleno el balde, con su fétida carga chorreando, el empleado que estaba dentro de la cámara debía pasarlo, con todo el riesgo que le chorreara encima, al que estaba arriba, soportando, por supuesto, la peor parte el que había perdido la apuesta al decir nones y salir pares. Se llenó al fin el último barril a eso de las cuatro de la mañana. El camión, con toda su maloliente carga dentro de los barriles, subió a todos los empleados y, desapareció en dirección al Sajonia. La descarga de los toneles, se hacía un poco más al Sur del Deportivo Sajonia, lugar en el cual aprovechaban los empleados para limpiar, mal que mal, los barriles, bañarse y lavar sus pantaloncitos. La ciudad seguía todavía a oscuras. Empezaban a pasar algunas personas con farolitos que iban a la primera misa de las cuatro y media de la mañana. Nos quedaba muy poco tiempo para asear lo mejor posible la casa, con la poca cantidad de agua que teníamos en el aljibe. Se procedió a limpiarla desde la letrina hasta la calle, baldeando el piso y echando el agua con escobas hasta el empedrado de la calle. Más no se podía hacer. Ojalá hubiera llovido para completar la limpieza, pero estuvimos sin que cayera una gota de lluvia durante casi una semana después. Recién entonces la casa quedó, otra vez, sin olores repelentes, limpia y decente, que permitió que los vecinos volvieran a visitarnos de nuevo, como si nada hubiera pasado.
  • 34. CAPITULO X LA ESCUELA La escuela de nuestro barrio denominada José de Antequera y Castro, estaba situada en el mismo lugar que está ahora, en la intersección de las calles Colón y Sicilia, a una cuadra de la avenida 15 demayo. Tenía dos turnos de clases, uno por la mañana para las niñas y otro por la tarde para los niños. Los días sábados habían turnos de 2 horas tanto para las niñas como para los niños. Funcionaban en la escuela el primer grado inferior, el primer grado superior, el segundo grado, el tercer grado y el cuarto grado. Los que terminaban este último grado, debían recurrir a las escuelas del centro, para poder hacer el quinto grado y completar así el ciclo primario, que les daba derecho a ingresar en el primer año del ciclo secundario. Las aulas estaban dispuestas una al lado de la otra, teniendo un corredor-jere21 . En el pequeño patio de tierra había un frondoso árbol de yvapovô22 , de ricas frutas amarillas comestibles de unos dos centímetros de diámetro. En el mismo patio se encontraba un aljibe, un pequeño campanario para anunciar la hora de entrada a clases, un cántaro con agua fresca, tapado con un plato de lata y su correspondiente jarrito atado con un liña, para tomar agua y, una pequeña huerta de los alumnos. Detrás de la escuela existían terrenos baldíos, llenos de yuyos, arbustos y árboles, que se extendían hacia la avenida 15 de mayo y el Bañado de Sajonia. A unos cincuenta metros de la escuela, existía una canchita con pasto, libre de malezas, en la que jugábamos al fútbol y hacíamos gimnasia. Cuando ingresé en la escuela, la directora era la señora Enriqueta de T., que tenía a su cargo un selecto 21 Corredor alrededor de la casa. 22 Arbol de la Familia Sapindaceae.
  • 35. plantel de maestras, que se dedicaban por entero a la enseñanza, manteniendo una férrea disciplina, exigiendo a los alumnos un estricto cumplimiento de los horarios, una confección escrupulosa de los deberes y, una conducta correcta durante las clases y los recreos. Cualquier error en los deberes, significaba posteriormente, la confección de páginas y páginas de formulación correcta del problema o de la perfecta ortografía y caligrafía. La mala conducta llevaba como pena habitual, el quedarse en la escuela después de la hora de salida, castigo que se hacía inaguantable al ver que los demás alumnos se retiraban y el colegio quedaba silencioso y vacío. Una empleada, de características casi mitológicas era doña Ramona, cuyo apellido no recuerdo. Sus funciones eran numerosas: Tocar la campana de entrada al colegio; tocar la campanilla de mano recorriendo el corredor-jere en toda su extensión, para anunciar el comienzo y el fin de los recreos, así como la salida de la escuela; encargarse de la limpieza de toda la escuela incluyendo las letrinas y el patio; abastecer de tizas y borradores a todas las aulas; tener siempre lleno el cántaro de agua, etc. Silenciosa como si fuera muda, en caso necesario, con ella podía conseguirse cualquier cosa. Como era la escuela de un barrio pobre, los niños concurrían a clase generalmente descalzos, ya que los zapatos, que venían casi todos del exterior, eran sumamente caros. Unos pocos, yo entre ellos, fuimos el primer día de clase con sandalias. Cuando llegó la hora del recreo y los niños se pusieron a jugar fútbol, no me dejaron participar porque estaba calzado. Ese mismo día en casa, después de mucho pedir, conseguí con mi mamá que me dejara ir a la escuela, desde el día siguiente, sin sandalias. El control del aseo de los niños que hacían las maestras, era minucioso y hasta cierto punto increíble. La inspección empezaba por el guardapolvo blanco, que debía lucir impecablemente limpio. Mi madre y la mayoría de las madres de todos los niños que iban a la escuela, exigían que el mismo guardapolvo se usase de lunes a sábado, durante toda la semana, para recién entonces lavarlos y plancharlos. Y aunque parezca
  • 36. imposible, nuestros guardapolvos estaban siempre presentables hasta el fin de la semana. En esa época, las madres de familia, que tenían por lo general una media docena de hijos, debían ejecutar todas las tareas de la casa sin la ayuda de planchas eléctricas, aspiradoras, lavarropas, lavaplatos, cocinas a gas o eléctricas, y además debían coser las ropas, atender y disciplinar a los niños, tarea en la cual tenían argumentos psicológicos muy buenos y contundentes que lograban que sus órdenes siempre se cumplieran sin chistar. Luego venía la inspección de la higiene personal que comenzaba con la revisión de la cabeza, en donde se determinaba la presencia o no de piojos; cabe acotar al respecto, aunque parezca mentira, que en esa época casi no existían epidemias de pediculosis en las escuelas. Acto seguido la maestra buscaba si habían manchas marrones de jare23 en la cara, las orejas, el cuello, la nariz, las manos, las uñas, y los pies, insistiendo en éstos sobre la presencia de tû24 . El niño con problemas de higiene, llevaba una nota de la maestra a los padres en su anotador, en donde le informaba, que si el caso se repetía, la madre debía concurrir personalmente a la escuela. Un día en el que llovía intensamente, la escuela no funcionó, debido a que los desperfectos del techo permitían que lloviera más adentro que afuera. Aprovechando la oportunidad, varios niños fuimos a reunirnos en la casa de Pedrito Z., un muchacho algo mayor, cuyo hermano estaba en la escuela en el mismo grado que yo. Pedrito nos mostró lo que estaba haciendo: revisando los desechos que algunas casas comerciales tiraban debajo del taruma detrás de su casa, pudo rescatar láminas viejas de latón, un soldador de cobre que se calentaba sobre carbón encendido, trozos de estaño, algunos cables de cobre y pilas vencidas. Con todos ellos, estaba terminando de construir un buque de guerra, un cañonero, de aproximadamente un metro de largo, inspirándose en el modelo de los buques paraguayos Humaitá y Paraguay. Estaba ya en los detalles finales tales como la chimenea, la torre de control, los cañones e incluso, un gran reflector cerca de la torre del vigía. 23 Suciedad. 24 Pique o nigua.
  • 37. En medio de la conversación, Pedrito nos dijo: -Vayan a ver si la laguna se llenó con esta lluvia, y si así es, vamos a probar el barco esta misma noche. Nos fuimos todos juntos a mirar la altura del agua en la laguna y pudimos comprobar que su nivel había sobrepasado nuestras expectativas. -La laguna está repleta hasta el borde de la muralla -le contamos entre todos a Pedrito. -Bueno, entonces vengan después de cenar, y nos iremos todos juntos, para hacer andar el cañonero con una larga liña de pescar atada a la proa -nos invitó Pedrito. Esa misma noche, cuando estuvimos de nuevo todos los niños en la casa de Pedrito, nos dirigimos con la gran nave hasta la laguna, totalmente a oscuras, ya que no había ningún farol de alumbrado público cerca. Al llegar al borde del agua, Pedrito, con mucha suavidad, puso el cañonero sobre la superficie del agua. ¡Que cosa increíble! Aquella obra naviera maestra flotaba sin ladearse a babor ni a estribor. Pedrito, uniendo los extremos pelados de dos cables que estaban en la popa, encendió inmediatamente las luces de la cubierta del cañonero y su poderoso reflector, ofreciendo un espectáculo grandioso y emocionante. -¡Que maravilloso es tu cañonero! -dije yo-. ¡Qué lindos son los reflejos de las luces en el agua! ¡Qué lejos que alumbra el reflector! ¡Parece un cañonero de verdad! Hasta los bochincheros sapos que solían aturdir el barrio con su estruendoso croar se callaron, seguramente extasiados por el magnífico acontecimiento que estaban presenciando en ese momento. Pedrito le ató enseguida la liña de pescar en la proa y, a medida que el cañonero era impulsado por el viento Norte hacia el centro de la laguna, le iba dando piolín al barquito, hasta que fue a parar en la costa que estaba enfrente de nosotros. El espectáculo que ofrecía entonces, parecía ser como un cuento de hadas. Lentamente volvió a recoger la liña, entonces el barco giró con suavidad y se dirigió hacia nosotros, en donde
  • 38. al atracar a nuestro lado, recibió el griterío de alegría de los niños presentes. El astillero infantil de Pedrito había pasado, con todo éxito, su prueba de fuego. CAPITULO XI LAS RETRETAS DE LA PLAZA ITALIA La plaza Italia que conocemos hoy, ya existía en los años de ni niñez. Estaba muy bien cuidada, tenía gran cantidad de chivatos y lapachos, así como hermosos jardines con rosales de muy variados colores y exquisitos perfumes. En su glorieta actuaba, todos los martes, la banda de la Policía de la Capital, bajo la dirección del inolvidable maestro Campanini, que ofrecía melodiosos conciertos musicales, en los cuales se ejecutaban trozos de música clásica, óperas italianas, valses vieneses, pasos dobles españoles, música popular americana y, finalmente, hermosas polcas paraguayas que constituían el broche de oro de despedida. Las retretas, como se acostumbraban a llamar a estos eventos, comenzaban a las veintiuna horas en verano y terminaban a las veintitrés, siendo mucho más concurridas en dicha época que en el invierno, cuando los conciertos se hacían por la tarde. Era todo un acontecimiento social, que reunía a numerosas familias de Asunción, especialmente a las de los barrios cercanos. Las personas mayores, yendo antes de la hora fijada, procuraban conseguir asiento en los bancos, que eran muchos y bien cuidados. Los niños, hasta los catorce años, se divertían en los intervalos musicales, jugando a las bolitas, cerca de la glorieta. Cada vez que corría la voz del director, convocando a los músicos, algo dispersos, para comenzar una nueva partitura, allí ya estábamos en primera fila los niños, para mirar embobados a los músicos cuando tocaban sus diferentes instrumentos. Nos atraían especialmente los platillos,
  • 39. los tambores, las cornetas y el trombón. Las chicas mayores de quince años, se juntaban con sus amigas, en grupos de cuatro o cinco jóvenes, quienes entrelazaban sus brazos y caminaban de brazalete25 por la vereda que circunvalaba la plaza. Los varones jóvenes, de veinte años o más, se paraban en las esquinas, o bien, debajo de un farol y se dedicaban a piropear a las chicas, empleando requiebros ingeniosos y poéticos. Los muchachos entre quince y veinte años, no gozaban de aceptación en el grupo femenino, porque no eran "candidatos formales" para el matrimonio. En los años treinta, poco antes de la guerra del Chaco contra Bolivia, Asunción era una ciudad tranquila y acogedora, con calles perfumadas de azahares en la época de floración de los naranjos y afortunadamente con muy pocos automóviles. Los pocos que existían eran de familias muy pudientes, no siendo costumbre que los jóvenes los manejaran. Sin embargo había una excepción: existía en Asunción el petulante más vanidoso y engreído que uno pudiera imaginarse. Era hijo único de la familia Z.Z.G.. Su nombre era nada menos que Asdrúbal. Su padre le había comprado una vuaturete, auto deportivo que tenía una cabina pequeña para el conductor y un acompañante; la parte trasera o cola tenía una portezuela o tapa que podía abrirse mediante una manija, mostrando dentro de ella un asiento para dos personas. Asdrúbal acostumbraba a pasar los días martes por la plaza Italia, manejando orgullosamente su auto, dando innumerables vueltas alrededor de ella, pavoneándose con su vuaturete, buscando despertar envidia entre los muchachos y saludando especialmente a las chicas, con frecuentes inclinaciones de cabeza al estilo japonés. Es lógico suponer que las chicas lo adoraban como candidato matrimoniable y se morían por estar en primera fila para verlo mejor, y sobre todo, para que él las viera. Así, por supuesto, es completamente 25 Enganchadas de los brazos
  • 40. razonable que ningún muchacho pudiera tragar al pesado Asdrúbal. Ocurrió entonces que un cierto, dos estudiantes de medicina, J.H.J. y H.J.H., dicidieron darle su merecido para quemarlo de por vida. Para tal efecto, un día martes por la noche, fueron ambos a la casa de Asdrúbal, donde vieron su auto estacionado frente a la puerta y, como ya conocieran sus movimientos, poco antes de que saliera el mismo para ir a la Plaza Italia, abrieron la tapa trasera de la vuaturete, se metieron dentro y cerraron a medias la portezuela, para poder abrirla cuando quisieran. Llegaron a la Plaza Italia a la hora en que la retreta estaba en su apogeo. Asdrúbal, como era su costumbre, empezó a girar con su auto alrededor de la misma, con su acostumbrada sonrisa de oreja a oreja y su flexible cerviz moviéndose de arriba hacia abajo. Lentamente, sin hacer ruido, se abrió la portezuela del asiento trasero y, poco a poco, fueron emergiendo dos tremendas nalgas, increíblemente peludas, sin saberse quienes eran los dueños, porque sus cabezas estaban agachadas en el asiento. La primera reacción del público fue de extrañeza, con algunos gritos de estupor de las chicas, pero luego, poco a poco, empezaron las risotadas de los muchachos, después las de las chicas y al final las de los niños y de las personas mayores, que fueron aumentando mientras la banda atacaba "molto vivace" el "Guillermo Tell" de Rossini. Al instante se suspendió la música, porque los ejecutantes también querían sumarse al público que se desternillaba de risa. Asdrúbal, que no entendía al comienzo, que era lo que estaba pasando, viendo que los gritos y las risas lo tenían como blanco principal, empezó a sospechar que algo no andaba bien, cosa que pudo comprobar enseguida, cuando volvió la cabeza hacia atrás. Quiso morirse, salió despavorido del lugar, seguido por la chiquilinada que le iba gritando. El irregular empedrado no le permitía a Asdrúbal aumentar la velocidad, por lo que los ocupantes del asiento posterior aprovecharon para ponerse los pantalones y saltar del vehículo, sin que él pudiera identificarlos, preocupado como estaba por deshacerse de
  • 41. los pibes que seguían corriendo y gritando detrás de él. Desde ese día, jamás volvió a circular la vuaturete con Asdrúbal los días martes de noche alrededor de la plaza Italia. CAPITULO XII FUTBOL ESCOLAR En la escuela cada grado tenía su equipo de fútbol, con los once jugadores reglamentarios, pero también podían realizarse partidos, con cifras variables que iban desde tres hasta más de veinte jugadores en cada lado. Para integrar los equipos cada vez que se iba a jugar, se elegían, en primer lugar, los dos niños que serían los capitanes de cada uno de los equipos. Luego se tiraba una moneda al aire, para decidir cuál de los capitanes sería el que iba empezar a escoger primero. Enseguida, por riguroso turno alternativo, éstos iban señalando los elegidos, quienes automáticamente se ponían al lado de su capitán. Al final, la cantidad de jugadores debía ser igual en ambos equipos, salvo que se acoplara algún patadura que no había sido elegido por nadie, para lo cual se decidía nuevamente a la suerte, con la moneda, de tal manera que el perdedor era el que tenía que cargar con el pysâ26 que nadie quería. Como yo era el más chico de la clase, solamente integraba alguno de los equipos en la categoría de pysâ. Las más de las veces perdía la pelota, o bien pateaba para cualquier lado, sin ninguna dirección lógica. Poco a poco logré entender que tenía que chutar la pelota hacia el arco contrario. Así las cosas, me fui habituando a este rechazo y pensé que nunca sería un buen futbolista. 26 Patadura.
  • 42. Un buen día, en el que se jugaba un partido importante contra el segundo grado, que tenía niños algo mayores que nosotros. Sucedió que uno de mis compañeros, integrante del equipo del primer grado superior, no vino porque estaba engripado. El capitán de nuestro grado miró a su alrededor y, no sabiendo a quién elegir entre los pysâ que estábamos allí, decidió echar la suerte entre noosotros diciendo: "pitipí - sembrá - cutibá - bellá - mamadé - forté - bulibú - caché". Así, imprevistamente, me tocó a mí entrar a jugar por el prestigio, el honor y la gloria del primer grado superior. Lo primero que me dijo el capitán fue: -Vos te vas a quedar siempre cerca de nuestro arco, como el útimo defensa del equipo. No se te ocurra correr detrás de la pelota, porque vas a perjudicar al equipo. En la defensa, lo único que tenés que hacer, es no molestar a nuestro arquero. Sólo podés ponerte enfrente de los delanteros contrarios, para taparles la línea de tiro de la pelota, cuando van a patear al arco. Empezó a jugarse el partido, con una hermosa pelota de trapo grande, fabricada con las medias rotas de nuestras madres. Los niños de uno y otro equipo, se desplazaban en bloque detrás de la pelota, menos los arqueros que no se movían de sus puestos y yo que también me mantenía quieto en el lugar que me habían designado. Era incansable el ir y venir de los niños, corriendo afanosamente, en medio de sus gritos de: pasáme a mí, chutále a fulanito, parála, etc. Cuando la acción se realizaba en los sitios donde había tierra seca, como en las cercanías de los arcos, se levantaba una tremenda polvareda, dentro de la cual era imposible divisar en donde estaba la pelota. Al promediar al encuentro, el capitán de nuestro equipo logró eludir a tres jugadores contrarios, y solo frente al arquero, lo fusiló con un tiro cruzado, marcando el primer tanto para nuestro equipo que festejamos inmediatamente con la gritería de: -¡Goooool!
  • 43. Cuando faltaba solo un minuto para terminar el partido y era increíble que le estuviéramos ganando a niños mayores que nosotros, vino un largo pase del puntero izquierdo del equipo contrario, que cayó a los pies de su capitán, que estaba adelantado. Eludió con mucha habilidad a los dos últimos jugadores nuestros que tenía delante suyo e inició una veloz carrera hacia nuestro arco. Yo estaba unos diez metros adelante del arquero de nuestro equipo. Me quedé paralizado al verlo venir tan raudamente, pero era evidente que yo estaba dispuesto a morir por el equipo si fuese necesario. Entonces, me adelanté y fui directo al encuentro del capitán adversario, que me aventajaba casi medio metro de altura. Yo era el último obstáculo que tenía para llegar al arco, en donde marcaría fácilmente el gol. Amagó entrar por la izquierda, pero temiendo yo el encontrón que tendría con él, intenté escaparme por la derecha. En realidad el giro del capitán contrario se hizo también hacia el mismo lado y, antes de que ya fuera a chocar conmigo, chocó con una gruesa raíz que había en el suelo, perdiendo estabilidad y también la pelota, cayéndose espectacularmente al suelo. Yo, ni corto ni perezoso chuté la pelota hacia adelante, lo más lejos posible. En ese mismo instante, el pito del referee anunciaba la terminación del partido. Todos los niños de nuestro grado vinieron a abrazarme, puesto que creían que había evitado el gol del empate descalificando de paso al mejor jugador, nada menos que el capitán del equipo contrario, al despojarle de la pelota. Por supuesto que no les dije nada a mis compañeros del tocón de la raíz, que había sido en realidad mi tabla salvadora, aunque en el fondo de mi alma, tenía ganas de agacharme a besarlo. En lo sucesivo ya no tuve problemas para integrar en forma permanente el equipo de fútbol de mi grado.
  • 44. CAPITULO XIII EL DEPORTIVO SAJONIA Conocí el Club Deportivo Sajonia en los primeros años de mi niñez. Mis recuerdos más claros datan de los años 26 al 30. El primer salón social tenía piso y paredes de madera, en donde había un piano, que servía para amenizar las reuniones, que en un comienzo tenían un carácter más bien familiar, ya que el número de sus socios era muy reducido. Su propulsor más entusiasta fue, evidentemente, el Dr. Mario L.D.F., quién con mucho esfuerzo hizo construir unas casillas de madera en la costa del río, en donde los socios podían cambiarse para ir a la playa. La playa era arenosa y nos permitía a los niños jugar en ella. El agua, salvo los días de grandes lluvias, era normalmente limpia y transparente, sin olores repulsivos, ni aceites de embarcaciones, llena de pescaditos. Cabe señalar, que las cloacas de Asunción se construyeron recién a partir de la década del 60, vale decir, que no existía el tubo de la red cloacal que actualmente desemboca en la calle que limita la parte Norte del Deportivo Sajonia situado aguas arriba de sus playas. Tubos cloacales como éste, se encuentran hoy en día diseminados a lo largo de toda la costa de nuestra capital, existiendo numerosos caños que derraman sus desechos, en el trayecto que va desde la boca de la bahía hasta los arsenales de la marina. También en este tramo, están anclados actualmente en el río, no menos de una veintena de barcos que, además de contaminar el río con los desechos de sus baños y cocinas, arrojan constantemente el aceite quemado de sus motores, lo que destruye la vida de los peces, ensucia las playas y las embarcaciones y es un inconveniente para la población, que desea solazarse durante el verano bañándose en el río. El único medio de locomoción para ir al club era el tranvía número cuatro, que circulaba desde las cinco de la mañana hasta las doce de la noche. Su parada final frente a los arsenales de la marina en Puerto Sajonia,
  • 45. distaba alrededor de unas cinco cuadras del Deportivo. En el camino final para llegar al club no estaban demarcadas las calles y tampoco existía vivienda alguna en su trayecto. En los primeros años, habitualmente, se hacían muy pocas fiestas bailables, siendo la más famosa de ellas la fiesta del Año Nuevo que siempre solía atraer un gran número de socios y simpatizantes. Para que las fiestas fueran exitosas, debía contratarse, previamente, con la C.A.L.T.27 , para que un mayor número de todas las líneas de los tranvías circularan por lo menos hasta las dos de la mañana siguiente, de tal manera que la gente asistente al baile tuviera movilización asegurada. Las personas que no llegaban a tiempo para tomar los últimos tranvías, debían irse a pie a sus casas, en plena oscuridad, ya que las luces del alumbrado público se apagaban los sábados y domingos a la una de la mañana del día siguiente. Asunción tenía en esa época muy pocas líneas de tranvía: la dos, la cuatro, la cinco, la seis, la siete, la nueve y la diez. En realidad, eran pocos los privilegiados como nosotros, que tenían un tranvía que los dejaba en la puerta de la casa, y así, aunque las luces de la calle se apagaran antes de que pararan los tranvías, podían llegar a sus casas sin incovenientes. Hasta los ocho años yo todavía no sabía nadar. En realidad, eran pocas las veces en que íbamos a bañarnos en el Deportivo. Solíamos concurrir, cuando más, una o dos veces al mes. Un domingo en que hacía mucho calor, nos fuimos por la tarde, deseosos de meternos en el agua toda la familia. Mi mamá no entraba en el agua, primero porque no sabía nadar y segundo porque no se acostumbraba que las señoras casadas estuvieran exhibiéndose en traje de baño en las playas. Apenas nos pusimos los trajes de baño, dentro de la casilla de madera, nuestro padre nos apercibió: -Quédense en la arena de la costa y no entren al agua hasta que yo los acompañe. Enseguida salimos corriendo hacia el río que ya estaba lleno de bañistas. 27 Companía Americana de Luz y Tracción.
  • 46. Nos sentamos en la arena mojada y fresca e introdujimos nuestros pies en el agua, que estaba realmente agradable. Probamos su sabor, igual que todos los bañistas lo hacían, bebiendo unos tragos y comprobamos que era sabrosa. Poco después vino mi papá, y se encontró con un amigo, el químico C., y después de un rato de charla, se metieron en el río caminando hasta un lugar en el que el agua les llegaba a nivel del pecho, y allí siguieron conversando igual que muchos bañistas. El río estaba lleno de gentes mayores y de niños, el día era hermoso, el agua estaba estupenda. Papá nos permitió sentarnos en el agua en la costa para que pudiéramos refrescarnos también nosotros. Al lado de donde estaban parados mi papá con su amigo, había un pequeño muelle de madera con pendiente inclinada que entraba en el agua, que servía para bajar y subir los botes y lanchas de paseo. Me atrajo la idea de subirme en él, pensando que si caminaba sobre la madera inclinada, en la parte que estaba bajo agua, sería muy delicioso. Por supuesto, yo desconocía en absoluto la extensión que tenía el muelle en su parte sumergida. Creí que podía caminar sin peligro alguno sobre la madera hasta que el agua me llegara a la rodilla. Subí al muelle y empecé a andar hacia el agua. Primero se me mojaron los pies. Era agradable esa sensación del agua fresca, limpia y transparente, que con la fuerza de la corriente del río, rozaba mis extremidades inferiores. Atraído por esta sensación, y con la inconsciencia de mi corta edad, no me di cuenta del peligro que podría existir en ese momento. Seguí caminando con la intención de que el agua alcanzara a mojarme ambas piernas hasta las rodillas. Estaba con el agua a mitad de la pierna, cuando creyendo que podía todavía avanzar un poco más, di un nuevo paso, pero no encontré la madera del muelle y me caí como si fuera dentro de un pozo, en donde ya no pude hacer pie. Me asusté, quise gritar pero no pude hacerlo, ya que ni mi boca ni mi nariz salían fuera del
  • 47. agua. Veía que mi papá y su amigo estaban a menos de dos metros de mi, pero vi con desesperación que la corriente del río ya empezaba a separarme de ellos. Manoteé y pataleé desesperadamente a la par que intentaba respirar, pero cada vez que pretendía hacerlo, solo entraba gran cantidad de agua por mi nariz y por mi boca, a la vez que mi epiglotis se cerraba involuntariamente, impidiendo el paso del agua hacia la laringe y los pulmones, y entonces, sin poder remediarlo, la tragaba. Mi desesperación iba en aumento, el hambre de oxígeno se hacía cada vez más imperioso y mis contracciones respiratorias no paraban en ningún momento. Fue la primera vez que sentí la sensación de muerte inmediata. Empecé a oír un ruido parecido al de unas campanas que golpeaban cada vez más fuerte en mis oídos, mientras seguía tragando agua sin parar. Cuando el agua empezó a entrar en mis vías respiratorias y estaba todavía cerca de la superficie del agua, empecé a toser. Fue entonces cuando sentí que alguien me tomó del brazo y me levantó. Me sacudió y me puso boca abajo en el muelle. Sentí, en ese momento, la gran felicidad de respirar de nuevo. El químico C. fue el primero en darse cuenta de lo que ocurría, sacándome enseguida del agua y salvándome la vida. No creo haber estado más de un minuto y medio sumergido en el agua en ese difícil trance, pero fueron los noventa segundos más largos que recuerdo hasta ahora en mi vida. Fue como si hubiera transcurrido más de un siglo en ese corto espacio de tiempo. Desde ese día, juré no volver a entrar en el río. mientras no hubiera aprendido a nadar perfectamente. Tampoco mis padres, después de este gran susto, volvieron a frecuentar por mucho tiempo las playas del Deportivo Sajonia.
  • 48. CAPITULO XIV UNA ODISEA EN EL BAÑADO No había una delimitación precisa que señalara donde comenzaba la zona del Bañado de Sajonia, así como tampoco se sabía en que lugar exactamente terminaba. Era una amplia extensión de terreno húmedo, semiboscoso, que se extendía en el lado Sur de la avenida 15 de mayo, empezando desde los alrededores del Estadio de Fútbol de Sajonia, hasta la costa del río Paraguay y extendiéndose hasta la vecindad del cerro Lambaré. Nuestra imaginación nos hacía creer que aquello era una selva impenetrable, llena de animales salvajes y de peligros inimaginables. Se nos contaban leyendas y cuentos, sobre la existencia de monos gigantes y tigres que atacaban a cuantos entraban en su territorio. En realidad, mi papá que solía ir a cazar allí, solo conseguía traer algunas perdices y unos pocos patillos silvestres, que ciertamente eran una delicia saborearlos. Tanto era el metejón que teníamos de ir a conocer aquella jungla salvaje, que en una de las noches de nuestras acostumbradas reuniones debajo del farol de la esquina, el tema central de nuestra conversación fue, justamente, cómo programar una expedición al Bañado. Pedrito, el mayor y el más razonable de todos los del grupo, caudillo natural, por ser el de más edad, nos dijo: -Yo creo que debemos ir a mirar y a recorrer el Bañado. Llevaremos honditas y bodoques28 para cazar todo lo que encontremos. Podemos llevar además liñas de pescar, para armar las ñuhâ29 para las ynambû30 28 Bolitas de arcilla seca. 29 Trampas con lazos corredizos. 30 Perdices.
  • 49. que iremos poniendo de ida y a la vuelta pasaremos por cada una de ellas para revisarlas y desarmarlas antes de venir. Juancito enseguida le preguntó: -Si encontramos algún mono grande, algún gato onza o, peor aún, algún jaguarete31 . ¿Que vamos a hacer? -Si -añadió José-. Quizás nos quiera comer. Yo tengo miedo, no solamente de los tigres, sino también de los jacare32 , que dicen que vienen desde la costa del río hasta dentro del Bañado. -No sean mujercitas, o peor aún, gallinas. El que no quiere ir, pues no se va y se acabó la discusión -sentenció Pedrito. -¿Qué vamos a hacer si nos ataca algún tigre? -le dije yo. -No se preocupen por eso. Yo iré abriendo el camino delante de ustedes y para que vean que estoy bien preparado, voy a llevar este cortaplumas grande -nos explicó Pedrito, mostrándolo. El cortaplumas tenía una enorme hoja, la más grande que habían visto cualquiera de nosotros hasta ese entonces, lisa, brillante, filosa, con más de 4 dedos de largo, capaz, por lo tanto, de llegar hasta el corazón de cualquier animal salvaje. Las pocas películas de Tarzán que habíamos visto, nos demostraban cuan fácil era matar un león, un tigre o un gorila, en una lucha cuerpo a cuerpo, con la sola ventaja de tener un cuchillo con hoja filosa de 4 dedos de largo en la mano. Basado en ello, estuvimos de acuerdo todos los presentes en visitar el Bañado el sábado por la tarde, porque era un horario en el que no teníamos clases y en el que además nuestros padres no se darían cuenta, porque era habitual que estuviéramos jugando fútbol desde la siesta hasta la tardecita, en la canchita que 31 Tigre americano. 32 Caimán americano.
  • 50. estaba detrás de la escuela. En los días previos a nuestra expedición conseguimos lodo en la playa del Deportivo Sajonia y nos pusimos a fabricar febrilmente centenares o quizás millares de bodoques, que pusimos a secar en el sol. También arreglamos nuestras honditas poniéndoles gomas o cueros nuevos, y el que pudo se adueñó de algunos metros de liña de pescar en la despensa de su casa. Llegó el sábado y todos los integrantes de la futura odisea nos encontrábamos reunidos, durante el único recreo del segundo turno de la mañana, alrededor del tronco del yvapovô comiendo sus dulces frutas y chupando como caramelos sus semillas redondas, rodeadas de una suave y exquisita pulpa. Pedrito, como siempre, inició la conversación diciendo: -A la una de la siesta, después de comer, todos vamos a reunirnos debajo del tarumá que está detrás de mi casa. Acuérdense de traer todo lo que dijimos. Alguien debe traer un jarrito para poder tomar agua en cualquiera de los ykua33 que hay en el Bañado. Todos traigan galletas para la merienda. No se pongan sandalias ni zapatos, porque los van a ensuciar y descomponer con el barro que allí abunda y entonces nuestros padres se van a dar cuenta de que nos escapamos sin permiso de ellos. -Convenido -dijimos casi al mismo tiempo, todos los que integrábamos el grupo expedicionario. Antes de la hora fijada ya estaba reunida toda la tribu debajo del taruma. Pedrito pasó revista a los avíos y pertrechos de caza de todos los presentes y se mostró conforme. Formábamos la expedición: Pedrito de 12 años, Antoñito de 10 años, José de 10 años, Juancito de 9 años y yo de 9 años. A esa hora de la siesta no había un alma en la calle. Para evitar cruzarnos con gentes que pudieran contarles a nuestros padres hacia donde íbamos, preferimos caminar en fila india por el tape poi34 , que comenzaba detrás de la escuela. Todo nuestro camino sería así, fino y angosto, teniendo a los costados 33 Fuente de agua. 34 Camino angosto para una sola persona.
  • 51. arbustos de frutas silvestres, cocoteros, árboles de sombra, guayabos y una enorme variedad de yuyos con vistosas flores de diversos colores, así como enredaderas con campanillas azules y otras con flores de pasionaria como el mburukuja35 . A cada rato nos deteníamos por el camino para comer las frutas silvestres que íbamos encontrando: coquitos, aratiku'i, guayabas, mburukuja u otras. A medida que avanzábamos, el matorral se iba haciendo cada vez más tupido y húmedo. Los pocos ranchos que habíamos visto al comienzo, fueron disminuyendo, poco a poco, en nuestra ruta. Atravesamos un pequeño arroyuelo de aguas muy limpias y cristalinas, que enseguida nos invitó a beber. ¡Qué sabrosa y fresca nos pareció al tomarla! Más aún teniendo en cuenta el calor que hacía y el copioso sudor que nos iba empapando las camisas. Si bien el camino estaba libre de espinas, formado evidentemente por el continuo trajinar de las personas, no sucedía lo mismo cuando nos arriesgábamos a caminar dentro de los yuyales, atraídos por alguna apetitosa fruta. Teníamos que saber caminar en esos sitios, pisando con cautela, removiendo suavemente el suelo con el pie antes de cargar todo el peso del cuerpo en él y, sobre todo, mirar con mucho cuidado si existían plantas espinosas como los cactus, los cocoteros y los karaguata. Si por casualidad, alguien recibía algún pinchazo, debía controlar si la punta de la espina se había roto, la cual se extraía sin queja alguna, y la caminata continuaba normalmente. Pasamos detrás del Estadio de Fútbol y seguimos andando unas diez cuadras más. Empezamos a armar los ñuha, porque ya habíamos visto correr algunas perdices. Cada vez encontrábamos más cantidad y variedad de pájaros, por lo que empezamos a usar nuestras honditas, lanzando bodoques solamente a las tortolas y a las perdices. Los demás pájaros, desde nuestro punto de vista, no eran cotizados como comestibles y, por lo tanto, no 35 Género Passiflora.
  • 52. gastábamos bodoques en ellos. Sin embargo nos gustaba oirlos cantar y verlos volar a nuestro alrededor a los gorriones, agostitos36 , ñandejara gallo37 , pitogue38 , guyraû39 , saihovy40 , piririta41 , havía42 y muchos otros, que ni siquiera sabíamos sus nombres. Todos gorjeaban magníficamente y era un verdadero placer escucharlos. Se cruzaron varias veces en nuestro camino, los rapidísimos apere'a y tapiti, pero cuando reaccionábamos tirándoles una lluvia de bodoques, hacía rato que ellos se habían escabullido. En realidad era una excursión muy agradable, en contacto íntimo con la naturaleza, que nos hacía olvidar los posibles riesgos que allí podían acecharnos. Pedrito, que iba adelante de todos, se paró súbitamente, hizo señas de que nos calláramos y susurró: -Shhh..... Nos apretujamos todos, a unos tres pasos detrás de Pedrito. -¿Qué sucede? -le preguntó Antoñito en voz baja. -Oí un pequeño rugido hacia allí -dijo Pedrito, señalando un árbol que cerraba el paso del camino a unos cinco metros delante nuestro-. Parece que algo se mueve y araña la tierra detrás del tronco de ese árbol. Nos quedamos helados y temblando de miedo, sin que existiera nada visible todavía. Nuestra imaginación nos hacía ver que un feroz yaguareté nos estaba acechando. Pedrito, sin darse vuelta a mirarnos, sacó su cortaplumas, abrió la hoja grande de cuatro dedos de largo, que era toda nuestra esperanza, y nos susurró: 36 Canarios silvestres. 37 Cardenales. 38 Benteveo. 39 Mirlos. Tordos. 40 Familia Tanagridae. 41 Familia Cuculidae. 42 Zorzales.
  • 53. -No se muevan, preparen sus honditas para lanzarle bodoques y déjenme a mí atacarlo. Enseguida, no había ninguna duda, se oyó nítidamente el rugido de la bestia, que para nosotros fue descomunal, y al instante asomó su cabeza un gato onza que a todos nos pareció un enorme tigre, hecho y derecho. No hizo falta que viéramos nada más. Mientras Pedrito, con el cortaplumas abierto en su mano derecha, abría las piernas para balancearse mejor, como lo hacía Tarzán, y miraba fíjamente a los ojos del felino, todos nosotros sentimos que nos nacían alas en los pies. Sin pensarlo dos veces, el resto de la tribu huimos volando, sin tocar el suelo y sin parar. Pedrito, que no se había dado cuenta de la huida nuestra, se dirigió hacia nosotros, que ya no estábamos detrás de él, diciendo: -Ahora, apunten y tírenle todos los bodoques que puedan. Como no obtuvo ninguna respuesta, volvió a insistir: -Rápido, dispárenle antes de que nos ataque. Solo el silencio respondió a la arenga de nuestro valeroso conductor. Giró la cabeza hacia atrás. No vio ni las sombras de su ejército de valientes. Entonces, también a él le crecieron las alas en los pies, corrió tan rápido y con tanta energía que sólo lo sentimos pasar como un huracán a nuestro lado. Recién lo volvimos a ver frente al primer rancho que encontró en su camino, a muy pocos pasos del Estadio de Fútbol, vale decir, unas veinte cuadras del sitio donde se produjo la estampida de los audaces héroes de la calle Colón frente al gato onza. Así terminó nuestra excursión al Bañado de Sajonia. El campo de batalla, mejor dicho, de nuestra huida, quedó sembrado de honditas y bodoques. También se perdió el hermoso cortaplumas de Pedrito. Una derrota total de la que nos avergonzamos todos los intrépidos niños del barrio y de la cual nunca más quisimos volver
  • 54. a hablar. CAPITULO XV LOS NARANJOS Y SUS FLORES Todos los años, en la época de la primavera, los niños de todas las escuela de la capital salían a plantar arbolitos de apepu43 . Para el efecto, la Municipalidad de Asunción, preparaba los pozos en las veredas de toda la ciudad, a cinco metros de distancia unos de otros. Los niños teníamos que conseguir una pala para ese día. Acompañados de nuestras maestras, nos dispersábamos por todas las calles vecinas de la escuela. Al poco tiempo de estar parados con la pala al lado del pozo en el que teníamos que plantar el arbolito, llegaba el camión que repartía las plantitas de naranjo. Mientras uno de los niños atajaba el naranjito en forma vertical dentro del pozo, el otro empezaba a echar tierra dentro de él, para cubrir cuando antes las raíces. Al poco rato, toda la tierra extraída estaba de nuevo dentro del pozo. Continuábamos la tarea pisoteando la tierra, cuidando de que la planta quedara bien firme y también derecha. Finalmente le derramábamos un balde de agua, que los vecinos del lugar se encargaban de suministrarnos para que pudiéramos regar la plantita. El arbolito plantado tenía que ser cuidado por cada uno de nosotros. Debíamos darle agua todos los días y, para que la atención fuera más fácil y funcional, cada niño, de ser posible, se encargaba del arbolito que estaba en la vereda de su casa. Era emocionante ver al arbolito echar los nuevos brotes, señal de que la planta había prendido y que se estaba arraigando. 43 Naranja agria y amarga.
  • 55. De esta manera, toda la ciudad de Asunción, durante la intendencia del ingeniero B.G., se llenó en poco tiempo de arbolitos de naranjo agrio, que además de ofrecer una reconfortante sombra en las duras épocas del verano, saturaban el aire de la ciudad, con el suave y exquisito aroma de sus azahares durante los meses de julio y agosto. Recuerdo que unos veinte años después, durante la visita de un eminente cancerólogo argentino, el profesor R., un joven médico paraguayo quiso halagarlo y demostrarle a la vez que conocía Buenos Aires, diciéndole que la metrópolis argentina era una bellísima ciudad, con sus admirables y altos rascacielos y sus calles asfaltadas, llenas de numerosos vehículos. Este gran investigador le respondió diciendo: -¡Ojalá ustedes nunca lleguen a tener una capital tan ruidosa y llena de gases como la nuestra! No se imaginan lo agradable que es respirar este olor a aire limpio. El aroma de los azahares de Asunción es lo más lindo que tienen y quiera Dios que nunca lo pierdan. Cuando me acuerdo de esta anécdota, ahora, en la década del noventa, y miro a mi alrededor caminando por cualquiera de las calles de la ciudad, siento que todo es tan ruidoso que es necesario hablar a los gritos para hacerse entender, y que en vez del celestial perfume de los azahares se tienen los dañinos y desagradables malolores de los gases de aceites quemados por los vehículos. Con mucha pena veo que faltan en las calles, no solamente los arbolitos de naranjo, sino que las mismas están peladas, sin árboles de ninguna clase en sus veredas, y añoro los hermosos taji44 rosados y amarillos, las moreras, los yvapovô y otros, que fueron cediendo paso a la "civilización" o a la "locura". Actualmente resulta asfixiante caminar por la calle Colón, en la cual el olor de las flores de los naranjos ha sido suplantado por una insalubre y asquerosa humareda, expelida por centenares y centenares de caños de escape de toda clase de automotores, que con el motor acelerado para hacer frente a la subida, escupen 44 Lapachos.