1. Don Ferruco
Don Ferruco era un tipo muy original y popular. Tenía alrededor de cuarenta años y es conocido
ya que transitó las calles de Guadalajara llamando la atención de cuantos se encontraban con él.
Casi nadie sabía su verdadero nombre y todo el mundo lo designaba con el apodo que le
pusieron desde que vino a Guadalajara: “Ferruco”.
Algunos viejos atribuyen el apodo a un grupo de muchachos ociosos del apartado barrio del
Jicamal, mientras que otros aseguran que fue su suegra. Cuando comenzó a usar bastón el
pueblo tapatío le regaló el titulo de “Don”, en un pergamino.
En cuanto al verdadero nombre del personaje en cuestión, hay diversas versiones: el vocablo
“Ferruco” es, para unos, un diminutivo del nombre de Francisco; para otros, no es más que una
corrupción del nombre de Fernando; sin embargo, para aquellos que no están conformes con
que él se haya llamado Francisco o Fernando, el vocablo “Ferruco” es un nombre arbitrario, un
apodo. A todos estos nombres hay que agregar el de Rosalío, con el cual lo llamaban algunos
conocidos suyos. En los periódicos y hojas sueltas de caricaturas publicadas anualmente en esta
ciudad, con motivo del Día de Finados, muchas veces figuró el nombre de Don Ferruco entre los
muertos por los caricaturistas.
En una de las cartas de la popular y divertida lotería, que editó la casa “Loreto y Ancira” y en los
escaparates de algunas tiendas, se exhibían curiosas tarjetas postales con diversos retratos de
don Ferruco. Éste es el retrato que se conoce más parecido al original.
Don Ferruco nunca habló, ya que era sordomudo de nacimiento. Fue miembro de una numerosa
familia de sordomudos de apellido Jaso y originario de las barrancas de Atenquique, según unos,
o de las haciendas de San Vicente en jurisdicción de Tamazula, según otros. Ferruco se crió en
Tonnia, Jalisco, vivió sucesivamente en las ciudades de Zapotlán el Grande, Sayula y en las
haciendas de Huexcalapa y Santa Cruz del Cortijo, donde era muy querido por los empleados por
ser hombre de muy buen corazón, de una conducta intachable y porque a todos se mostraba de
buen humor y dispuesto a sufrir con paciencia las travesuras de los demás. La suerte se mostró
a “Ferruco” demasiado propicia: protegido por una acaudalada familia de esta ciudad, no tuvo
que preocuparse por su propia subsistencia: ni alimentos, ni vestido, ni habitación llegaron a
faltarle desde entonces.
Con singular confianza entraba en los establecimientos mercantiles de mayor importancia, a
conversar a señas con los dependientes y pedirles alguna prenda de ropa que él siempre sabía
utilizar, aunque fuera una cosa enteramente pasada de moda o impropia de su edad y condición.
A veces se le daban en calidad de anuncio, algunas cosas nuevas y en buen estado.
Rara vez faltaba los domingos al paseo de los portales y casi todos los días se presentaba en la
Plaza de Armas, a “flechar” a cuantas muchachas bonitas concurrían al expresado jardín, se
divertía en los cines sin necesidad de boleto, ocupaba siempre uno de los mejores lugares en
catedral, en puestos de agua fresca le regalaban vasos de “tepache” (dándose por bien pagadas
a las vendedoras con el rato de diversión que el buen sordomudo les proporcionaba), los
peluqueros generalmente lo afeitaban gratis y lo mismo sucedía en los tranvías sin que los
conductores le obligaran a bajar.
Pasó sus últimos días en el hospital de San Camilo, pensionado por la familia Fernández del
Valle.