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Alucinado
Francisca Caraballo estuvo, como la bisabuela, en el escenario mismo, en que mataron a Rafael Uribe
Uribe. Como quiera que Francisca esté próxima a su centenario, volví a casa. Después de casi
ochenta años de haber partido. Recuerdo, eso sí, que estuve todo el día 22 de marzo de 1913 en la
tiendecita de don Barquisimeto, tomándome unas cervecitas. Aprovechando una gabela “tome dos
pague una”, auspiciada por la recién fundada Cervecería de Barranquilla. Con su producto estrella
“Cerveza Águila, Sin Igual y Siempre Igual”. No fui el único ese día. También estaba Marianita
Monsalve. Mujer frentera esa. Como que desafió a su padre y a su novio. Por puritanos vergonzantes.
Había, en ella, cierta dosis de lo que yo empecé a llamar “Salavarrietismo”. Un poco cruzado por esa
gran nostalgia que me acompañaba después de haber leído acerca de su historia. Un… ¿Cómo así
que su peregrinar por el mundo de las ilusiones guerreras y solidarias, no eran reconocidas a casi
cien años de su muerte?
Y es que los asuntos de vida no tienen límites. Ni en la imaginación. Ni en el olvido. Inclusive yo
había reseñado, como al garete. Como al viento, dos mensajes que se me vinieron a la cabeza,
después de haber soñado con don Joaquín Salavarrieta y con don Antonio Galán. Vi florecer una rosa,
transcurriendo el año 1781. Rosa encendida. De Comuneros guerreros. Y, doña Mariana Ríos, allí en
San Miguel de Guaduas. Se hizo madre de la mujer amada por mí desde entonces. Imaginación de
inmenso simbolismo. Tanto, como que difundí la historia de lo que forjó. Con ese talante libertario.
Pegado, ahí. Siendo su piel y su guía.
Marianita tendría, para ese entonces, dieciocho años. En verdad, sin ser bella de cara. Si lo era de
cuerpo. Ese día me dijo: “…Don Asdrúbal, no sé qué va a ser de mí, después que me case con
Bartolomé. De lo que si estoy segura es que a mí no me va a zarandear, porque va encontrar otra
Bolena, quien fue su esposa. Esa sí que era terrible. Con decirle que prefirió huir, sin rumbo, antes
que doblar cerviz. Nunca más se supo de ella. Solo, una fugaz referencia expresada por Belarmino
Tapias. Quien dijo haberla visto en Cúcuta. Siguiendo la huella de Serafín Paniagua. Insólito
personaje que iba de pueblo en pueblo, enseñando las mil una maneras de bordear el abismo, sin
caer en él”.
Y es que, la razón de ser de lo que somos, tiene que ver con lo que algunos y algunas, quieren que
no seamos. Parece trabalenguas. Pero es cierto. O sino que lo diga Hipólito Benjumea. Dueño de la
carretera que lleva desde Neiva hasta Pitalito. Porque, eso de hacerse dueño de una vía pública, va
en contravía de los mandatos legales vigentes. Muy clarito lo dice nuestra Constitución Política,
proclamada en 1886. Y es que, casi siempre ha sido así. Lo que hagas y digas tiene relación con lo
que te prohíban hacer y decir. Con lo dicho por Marianita, me convencí, aún más, de lo cercana que
estaba su expulsión del hogar en que manda don Timoleón Monsalve. Y, también, del repudio
público que habría de hacer Bartolomé Valtierra.
Lo de Francisca fue otra cosa. Como un desvarío perenne. Nació en Villa de Leyva. Una impronta
monosílaba. Como cuando se percibe que alguien está vivo o viva, porque se escucha su voz. Un
murmullo, el de ella, arrogante. Como contaban que fue el de Petronila Sinisterra. Una arrogancia
entre sutil e inverosímil. Tal vez lo más cercano a un prototipo de lo que sería el futuro. Habida
cuenta de lo que somos, ahora, sin querer serlo. Tanto más como que puede ser una vivencia, como
expresión de lo plana que es la vida, cuando no se tiene otro referente que la azarosa perfidia
latente. Pendiendo sobre cada quien. Estereotipando lo que seremos. Lo que cuentan que dijo, en
narrativa, entre preciosista y absurda.
“…Andando el tiempo me encontré al otro lado de la vida. Todo había pasado tan rápido que no me
di cuenta cuando fueLo cierto es que ya vivo al otro lado. Algunas cosas me parecen repetidas. Una
de ellas, la nostalgia. Como que esta es vital, para el mismo hecho de estar vivo. Una nostalgia
parecida a esa otra cosa que es la tristeza. Aquí, en esta otra versión, la vida está menos soportada
en el albur. Por lo menos eso es lo que percibo.
Hoy es un día cualquiera de un calendario que apenas estoy procesando. Una mañana en la cual
todos y todas corremos por calles diferenciadas; una nomenclatura centrada en los colores. Está la
calle gris. Aquí están todos y todas aquellas y aquellos que antes fueron notarios y notarias del
tiempo. Aquellos y aquellas que le apostaron a generar condiciones de vida, con esa estrechez de
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visión, tan propia de los agentes laberínticos. Está la calle roja. En ella veo gendarmes cada tres
metros. Uniformados a la usanza del siglo XXI. Es decir una mezcla de azules variados y blancos en
diferentes perfiles. Gritan y reclaman orden, en medio de una prisa que satura. La calle rosada, está
habitada por los híbridos. Esos y esas que vinieron a dar acá, a lomo de la invariancia. Como gemelos
y gemelas en multiplicación parecida a las setenta veces siete. La calle incolora es donde yo estoy.
Parece muy apropiada para las condiciones en las cuales llegué. Recuerdo que, cuando hice el
tránsito estaba atado a la entelequia; a ese tipo de propuestas que tanto me cautivaron. Propuestas
indescifrables. Tanto que estuve siempre sin poder hilvanar una idea en el contexto de la lógica que
reivindiqué.
Es casi el mediodía y crecen las hordas. De tal manera lo hacen, que no es posible medirlas. Ni en su
enésimo término; mucho menos en la configuración de parciales censales. Un mediodía sin sol. Más
bien una oscurana que obliga a prender las luces automáticas que cada cual posee. Luces que
permiten entrever los íconos básicos: la perversión y la enhiesta figura del Gobernador. Está allá, en
la plaza adyacente al palacio. Habla con sus asesores y otorga visas para marchar a cualquier lugar. Y
todo depende de los oficios y las profesiones. Y es que, aquí, todos y todas tenemos tatuado lo que
somos. Médicos y médicas especializados y especializadas en hacer perder la memoria; a la manera
de la siquiatría Lacaniana. Ingenieros e ingenieras, cuyos referentes son las bitácoras para las
máquinas que vuelan a ras de tierra. Cenicientas que no pudieron ejercer libertad. En su pasado
fueron amas de casa, esclavas. Y transitaron a golpes, obligadas por sus machos. Y, aquí, son
preferidas por los aurigas del todopoderoso. Y van y vienen. Esclavos que no encontramos libertad
antes y que, repetimos el mismo oficio aquí. Nos reportan como ciudadanos de oficios varios. Claro
está, menos el de liderar revoluciones.
Cuando me acerqué a reclamar mi permiso, me reconocieron los asesores. Y se lo transmitieron al
Gobernador. Y este dispuso que fuera devuelto a lo que antes era. Y volví. Y estoy aquí, sintiendo ese
dolor originado en ese estado de interdicción propio de quienes, como yo, no servimos ni para lo uno
ni para lo otro. Ni aquí ni allá. O lo que es lo mismo: ni siquiera hacemos conciencia del significado de
estar vivos…”1
No puedo negar que me impactó ese escrito, cuando lo leí por primera vez. Y que, por lo mismo,
marcó mi ruta, de por sí desesperada. No le hice comentario alguno a Marianita. No valía la pena,
dada su mirada de ternura absoluta. Para qué importunarla con voces sin contexto. Etéreas como las
que más. Pero, a decirlo en preciso, conversaba con ella. Pero pensaba en Francisca y su cervantina
erudición. Como lenguaje aprendido, para contar cosas con el mínimo posible de palabras. Y,
entonces, me sentía embelesado. Sin saber por qué y por quien. Cierto es que hablaba sin mirar y sin
sentir lo dicho. Como cuando se asiste a una sesión con el ventrílocuo. Como transmitiendo la
felicidad del infeliz. Como retorciendo las cosas y su expresión.
Estando en estas, apareció Bartolomé. Con esa cara de corcho varado en remolino. Entre
saltimbanqui y perro rabioso. Al cinto, machete relumbroso. Tal vez para impartir miedo; aun
sabiendo que lo que él conocía de mí era el ímpetu de mis acciones. Porque estuvo en La Dorada,
conmigo, cuando saqué en volandas a Patrocinio Sandoyá y Benedicto Sastoque, cuando me atacaron
a machete rula.
Y me levanté siempre presto. Le dije “vea Ojirrayados, a Marianita la deja tranquila. Considere, por
ejemplo, que yo soy su guardaespaldas de oficio. Y que, como usted bien conoce, soy pendenciero de
tiempo completo. Ojala no se le haya olvidado lo que pasó en el bar de Margarita Soler el año
pasado. Allá en La Dorada. O lo que le pasó José Dolores Guzmán, cuando me atacó en el
restaurante “Punto y Coma”, en Florencia, estando usted de paso, hacia Mocoa, para posesionarse
como secretario del comisario Fermín Bocanegra.
Y es que estábamos poco menos un año del magnicidio más conmovedor de nuestro país. Yo había
leído su “Manifiesto acerca del Socialismo de Estado”. Y, también, sus apuntes espléndidos en
relación con el sindicalismo y la defensa de los trabajadores. Fue, por mucho tiempo, el único líder
político al que le creí. Y por el cual, siempre, arriesgué mi apoyo. En esos tiempos azarosos. Cuando
1 Del diario de Francisca Caraballo, encontrado en su casa, en La Perseverancia, barrio bogotano.
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ser libre pensantes, como hoy, constituía insignia de malévolo vende patria. Después, con el tiempo,
conocí a otro de su envergadura. Son, pues, Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliécer Gaitán epopéyicos
luchadores por las causas sociales y políticas justas. Aspirando construir mejor país. Más humano.
Más solidario.
Y lo que pasó en ese noviembre de 1914, motivó a Francisca. En esa franja inmediata de tiempo,
tejió interpretación de futuro, por allá en 1940. Aún conservo una copia de su escrito. Muy original,
por cierto, en el cual recrea personajes de novísima forma de actuar. En el contexto de la Guerra Civil
Española|. Relato en un imaginario parecido al de María Cano. En cercanía con la pluma de Federico
García Lorca. En la encrucijada. En sucesivas heridas recibidas. Con Cataluña como marco geográfica.
"…Y eso de que cada hijo trae el pan debajo del brazo, siempre me ha parecido un juego de
palabras. Por lo mismo, cuando Aracely me preguntó qué opinaba de su sexto embarazo, le dije: si
esa fue tu decisión y la de Genaro, no hay nada más que hablar.
Y transcurrieron los días, y los meses y los años. Batasuna se acostumbró a decir que lo de él era lo
de ella y que, por lo tanto, él pensaba que ella había asumido de la mejor manera su responsabilidad.
Eran, por ese entonces, siete. Tres hijas y cuatro hijos. Y vivían. La manera como se las arreglaron
para la crianza, se remonta a la situación vivida durante la Guerra Civil. Es decir, tratando de acceder
a las posibilidades que otorgaban las organizaciones obreras. Una manera absolutamente libertaria;
como quiera que las opciones permitieran acceder al acompañamiento a las familias, con énfasis en el
cuidado integral de los niños y las niñas.
Pero mis dudas seguían. Y, ausculté todos los calendarios y las guías para el tratamiento de las crisis.
Y, seguía preguntando acerca del significado que tiene la asunción de roles de padre y madre. Y,
seguía diciendo, eso de tener hijos e hijas, tiene que estar referido a valores más estables. Algo así
como una noción en la cual se involucran la atención temprana la unción constante con la calidez.
Pero no hubo acercamiento entre él, ella y yo. Y las cosas siguieron igual. Y cuando, en Hendaya, se
supo que El General Franco y Adolfo Hitler, no se encontraron, Batasuna asumió como suya la
victoria. Decía él, porque las fuerzas rebeldes, estaban en asedio e hicieron abortar la reunión. Y que,
en consecuencia, esta prueba validaba la necesidad de poblar a España de nuevos y nuevas
revolucionarios y revolucionarias.
Y me quedé sin habla. Porque seguía sin entender esa manera tan ortodoxa de asumir las
orientaciones de la Tercera Internacional. Sin embargo, Úrsula me hizo caer en cuenta que no se
trataba de alguna directriz política. Más bien se trataba de una posición cercana a la manera en que
Stalin asumía su rol. Ante todo, teniendo en consideración su ignorancia en términos de los
escenarios afectivos; así como falló en su manejo del asunto de las nacionalidades.
Pero, el asunto, requería de mayor precisión conceptual. Y le dije a Úrsula: me parece que es un
problema relevante; pero debe ser asumido entre nosotros y nosotras, de manera más creativa. Un
tanto como resolver la dicotomía entre la aplicación de los postulados éticos de los socráticos y la
propuesta kantiana, en términos de la relación sujeto naturaleza.
…Precisamente cuando Úrsula iba a confrontarme, desperté. Justo, el día que se iniciaba para mí, era
un domingo de 1936…Y, sin saber por qué (…como en la canción de Willy Colón), volví a recordar lo
que la abuela le dijo a mamá Leonilda; cierto día. De cualquiera de esos días habidos. Como en
tinieblas de Nibelungos echados a la mar de siempre.
“…De una vez por todas vamos a arreglar ese problemita. No me vas, ahora, a manejar como
siempre lo has hecho. Ese cuentico de que mamá no hay sino una. Es decir siempre presente en
cuanta vaina se meten los hijos y las hijas, para ayudarlos a resolverlas, no va más conmigo. Como
se te ocurre tener otra hija, mujer. Ya son tres en menos de cuatro años. No me creas tan pendeja,
que te voy a aceptar eso de que fue en un abrir y cerrar los ojos. Ni el bachillerato terminaste. Y son
tres papás diferentes. Y para acabar de ajustar bien aprovechados. No les falta sino venirse a vivir
aquí todos juntos. Sinvergüenzas. Y, como si fuera poco llegan al colmo de decir que no son celosos.
Que aceptan a los otros, siempre y cuando les des aquello, de vez en cuando.
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En verdad Ifigenia no se en que pensás .Tu futuro está bien embolatado. Y el de esas niñas, ni
hablar. Cada vez que las miro me dan ganas de llorar, A veces me viene la malparidez. Esa tristeza
que se instala en una. Y recuerdo lo de tu papá. Bueno para nada. Me dejó ahí, preñada. Y se dio el
ancho. No lo volví a ver ni en las curvas, como dicen.
Y eso para no hablar de ese trabajito tan pinche que tengo. Me dicen la lava pisos. Porque no se
hacer más. Y ese asqueroso que tengo como jefe. Ahí, todos los días, insistiéndome en que se lo dé.
Dice que soy mejor que dos de veinte. Me dedica esa canción “la veterana” del Charrito Negro. Y eso
que tiene la propia que llaman ahora. Queriendo decir la que no es la moza. La legal. La de mostrar
en público. Quiere que yo sea una de tantas. De las que ejercen como clandestinas. A pesar de lo
feo y desgarbado, ha levantado algunas. A lo bien, que dicen ahora. Como queriendo decir a pesar de
todo.
Pero, volviendo al cuento de lo tuyo, no sé qué vamos a hacer. No nos alcanza lo que gano. No sé
por qué la vida nos presenta opciones tan onerosas. Vías azarosas; con caminos escarpados. Y cada
quien en posición de no dar más. Es como si hubiéramos vivido en el pasado. Y que ese tránsito
hubiera estado cruzado por acciones perversas. Y que, por lo tanto, la circularidad nos hiciera repetir
vida. Pero ya en condiciones en las cuales los costos espirituales y físicos dieran vida y presencia al
pago por las culpas pasadas. En verdad, siento que el equilibrio entre felicidad y tristeza ha sido
roto. Predomina, en consecuencia la angustia. El estar ahí sin horizonte distinto a la precariedad. Y no
es, lo mío un relato soportado en el resentimiento. Es, más bien, asumir el derecho a sentirse así.
Como perdedora. Con una perspectiva enredada. Estas tres niñas ahí. En un cruce de caminos que
les depara hostilidad. O, por lo menos, un no futuro. Si entendemos por éste la posibilidad del abrigo,
del cariño y de realizaciones que les permita ascender. Por lo menos en la escala de lo mínimo
posible.
Hoy es uno de esos días en los cuales, el sueño fue relativamente reparador. Todavía están intactas
las imágenes. Viéndome y sintiéndome amada con pasión. Un hombre que me rodea con sus
brazos. Y que me posee como nunca otro lo ha hecho. Lo veo recorriendo mi cuerpo. Ahí, explorando
en zonas antes intocadas. O, por lo menos, con esa delicadeza. Con esa dulzura. Susurrándome al
oído palabras excitantes. En una libertad anárquica. Aquí y allá. Provocándome una explosión inédita.
Y saber que fue simplemente eso. Imágenes que se han ido desmoronando. Que lo cierto son las
horas que me esperan de trabajo. Ese trabajo que me cansa de manera absoluta. No solo por el
ejercicio físico de la fregadera, sino, con mayor hostilidad, esas palabras obscenas, ordinarias. De ese
pérfido que me acosa. Aprovechándose de su condición de dueño. De sujeto con poder económico.
Siempre he querido no verlo más. Se ha tornado, en mí, en una obsesión el deseo de venganza. De
matarlo ahí mismo. En ese espacio de vituperio.
Y sigo ahí, como cenicienta mayor. Ya no con el recuerdo de la que conocí en los cuentos leídos
cuando hice mi primaria. Ya no la niña que tuvo la opción de ser feliz, después de haber soportado el
asedio y las vulneraciones de sus hermanas. Soy cenicienta que no he conocido ni conoceré la
alegría… Solo ese sueño de aquel día.
Hasta cierto punto, ese diario de Francisca Caraballo, me ha mantenido en vilo. Y, ahora que vuelvo,
después de tantos años, reivindico las condiciones en las que hice seguimiento de la nomenclatura
histórica de nuestro país. Decía, antes de entretenerme con el texto descrito, las condiciones
empeoraron, a medida en que avanzaba el tiempo de los atizadores. De aquellos que conjugaron
verdades y mentiras. De aquellos que ordenaron dar muerte a Uribe Uribe. Y que, posteriormente, lo
hicieron en la cruenta intervención en la huelga de los trabajadores bananeros en el Departamento
del Magdalena. Más allá, inclusive, de lo consignado en “La Hojarasca”. Porque, el mío, fue un
seguimiento que se cruza con lo sucedido alrededor de la ignominiosa entrega de Panamá. Y con la
vergonzosa actuación de la dirigencia que tensionó hilos, en la perspectiva reinventar
continuamente, procedimientos y veleidades que hicieron vigencia durante el tránsito político de
aviesos manejadores de condiciones y posibilidades. De esperanzas e ilusiones. Desde 1830 hasta
1865 y, desde ahí hasta 1886. Y, luego en esa finalización de siglo y comienzo de otro. Cuando se
concretaron en la manipulación de conciencias y de hechos. Cuando esa conflagración de momentos
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hacia la guerra y hacia el exterminio. Nada diferente a lo que se cumple en esa nefasta década que
va desde 1940 hasta 1950. Incluyendo la muerte de Jorge Eliécer Gaitán.
La doncella esperó largo tiempo. Angelito llegó dos horas después. Le dijo a la niñita que se había
quedado dormido muy tarde en la noche-madrugada. Que ansias locas tenía por verla. Y que su amor
por ella, era amor de finura plena. De lícita hechura. Profundo como es profunda la entereza y la
bondad precisa, diáfana. Y que, llegaba a ella, en el alto vuelo que solo dan las palabras y el viento
en crecimiento.
Y la doncellita lo amó tanto, ese día. Se juntaron. Como fundidos cuerpos buscándose en todo lo que
los cuerpos tienen. Un aluvión inmenso de ires y venires cruzados. Como quienes cruzan los dedos.
Un remolino envolvente. Y, esa doncellita susurraba palabrotas transmitiendo deseos. Inmensos. Y
más se sentía poseída. Y sus ojitos color mango biche, derramaron tantas lágrimas de aliento y
alegría; que llenaron más piscinas que las que en Paipa había.
Entrelazados encontraron sus cuerpos. Cuando, por fin deshicieron el encierro, policías y tunantes
agazapados. Dos heridas de daga en sus pechos. En el de ella, sus bellos pezones heridos,
arrancados a la fuerza. Lo de él, tirado ahí. Como músculo insípido y vejado. Dicen, todos dicen, que
la Zoraida lo hizo. Por puro amor a angelito. Y odio a la doncellita.
Y, después de saberme muerto, volví a la pensadera en sueños. En este sueño mío, ahora. Sueño
definitivo. Pero mucho más punzante. Mucho más ajeno a lo feliz que podría haber sido esta vida
mía…Y me perdí en laberinto parecido al que conoció Ariadna, cuando le trazó coordenadas a su
amado ingrato...En fin que mi muerte fue viniendo. En ese sueño mío último, que hoy vivo y
recuerdo. Rehaciendo palabras mías. Que por ahí sueltas estaban. Y las engarcé como si en el último
aliento mío, estuvieran condensadas.
“... He resuelto comenzar a desandar lo andado. Porque tengo afán. El declive es insoslayable. Como
anti-ícono. O mejor como ícono que está ahí. Pero que no significa otra cosa que el regreso. Al
comienzo. Como lo fue ese día en que nací. Para mí, sin quererlo, fue el día en que nacimos todos y
todas. Porque, en fin de cuentas, para quienes nacemos algún día, es como si la vida comenzara ahí.
Lo cierto es que accedí a vivir. Ya, estando en el territorio asociado al entorno y a la complejidad del
ser uno. Pronto me di cuenta de que ser yo, implica la asunción de un recorrido. Y que este supone
convocarse a sí mismo a recorrer el camino trazado. Tal vez no de manera absoluta. Pero si en
términos relativos; como quiera que no sea posible eludir la pertenencia a una condición de sujeto
que otear el horizonte. En la finitud, o en la infinitud. Qué más da. Si, en fin de cuentas, lo hecho es
tal, en razón a esa misma posibilidad que nos circunda. Bien como prototipo. O bien como lugares y
situaciones que se localizan. Aquí y allá, como cuando se está, en veces sin estar. O, por lo menos,
sin ser conscientes de eso.
Cualquier día, entré en lo que llaman la razón de ser de la existencia. No recuerdo como ni cuando
me dio por exaltar lo cotidiano, como principio. Es decir, me vi abocado a ser en sí. Entendiendo esto
último como el escenario de vida que acompaña a cada quien. Pero que, en mí, no fue crecer, Ni
mucho menos construir los escenarios necesarios para actuar como sujeto válido.
Un quehacer sin ton ni son. Como ese estar ahí que es tan común a quienes no podemos ni
queremos descifrar los códigos que son necesarios para vivir ahí, al lado de los otros y de las otras.
Duro es decirlo, pero es así. La vida no es otra cosa que saber leer lo que es necesario para el
postulado de la asociación. De conceptos y de vivencias. De lazos que atan y que ejercen como
yuntas, Por fuera todo es inhóspito. Simple relación de ideas y de vicisitudes. Y de calendas y de
establecer comunicación soportada en el exterminio del yo, por la vía de endosarlo a quienes ejercen
como gendarmes. O a ese ente etéreo denominado Estado. O a quienes posan como gendarmes de
todo, incluida la vida de todos y todas.
Y, sin ser consciente de ello, me embarqué en el cuestionamiento y en la intención de confrontar y
transformar. Como anarquista absoluto. Pero, corrido un tiempo, me di cuenta de mi verdadero
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alcance. No más allá de la esquina de la formalidad. Sí, de esa esquina que obra como filtro. En
donde encontramos a esos y esas que lo intuyen todo. A esos y esas que han construido todo un
acervo de explicaciones y de posiciones alrededor de lo que son los otros y las otras. Y de sus
posibilidades y de su interioridad. Y de sus conexiones con la vida y con la muerte.
Esas esquinas que están y son así, en todas las ciudades y en todos los escenarios. Y yo, como es
apenas obvio, encarretado conmigo mismo y con mis ilusiones. Y con mis asomos a la libertad. En
ellas se descubrieron mis filtreos con la desesperanza. Y mis expresiones recónditas, en las cuales
exhibía una disponibilidad precaria a enrolarme en la vida, en el paseo que está orientado, hacia la
muerte.
Y estando así, obnubilado, me dispuse a ver crecer la vecindad. A ver cómo crecían, alrededor de mi
estancia, las mujeres y los hombres que conocí cuando eran niños y niñas. Y, estando en vecindad de
la vecindad, conocí lo perdulario. Ese ente que posa siempre latente. Que está ahí; en cualquier
parte; esperando ser reconocido y por parte de quienes ejercen como mascotas del poder. Como
ilusionistas soportados en las artes de hacer creer que lo que vemos y/o creemos no es así; porque
ver y creer es tanto como dejarse embaucar por lo que se ve y se cree. Una disociación de conceptos,
asociados a la sociedad de los que disocian a la sociedad civil y la convierten en la sociedad mariana
y en la sociedad trinitaria y confesional. Y, siendo ellos y ellas ilusionistas que ilusionan acerca de la
posibilidad de correr el velo de la ilusión para dar paso al ilusionismo que es redentor de la mentira
que aspira a ser verdad y la mentira que es sobornada por quienes son solidarios y consultores para
construir verdades.
Y, estando en esas me sorprendió la verdadera verdad. Justo cuando empezaba a creer en el
ilusionismo y en los ilusionistas. Verdadera verdad que me convocó a reconocerme en lo que soy en
verdad. Sujeto que va y viene. Que se enajena ante cualquier soplo de realidad verdadera. Que ha
recorrido todos los caminos vecinales. En lo cuales he conocido a magos y videntes de la otra orilla.
Con sus exploraciones nocturnas, cazando aventureros que caminan atados a la vocinglería que
reclama ser reconocida con voz de los itinerantes. Y, estando en esas, me sorprendió la incapacidad
para protestar por la infamia de los desaparecedores. De los dioses de los días pasados y de los días
por venir y de los días perdidos.
Y volví a pensar en mí. Como tratando de localizar mi yo perdido, desde que conocí y hablé con los
magos y videntes de la otra orilla. Un yo endeble. Entre kantiano y hegeliano. Entre socrático y
aristotélico. Entre kafkiano y nietzscheano. Pero, sobre todo, entre herético y confesional. Ese yo mío
tan original. Filibustero. Pirata de mí mismo. Y, sin embargo, tan posicionado en los escenarios de
piruetas y encantadores de serpientes. Saltimbanquis que me convocan a cantarle a la luna, desde mi
lecho de enfermo terminal. La enfermedad de la tristeza envalentonada. Sintiéndome poseído por los
avatares increados; pero vigentes. Artilugios de día y noche.
II Sopla viento frío. En este lugar que no es mío. Pero en el cual vivo. Territorio fronterizo. Entre
Vaticano y Washington. Cómo han cambiado la historia. Cómo la han acomodado ellos. En tiempo de
mi pequeñez de infante, tenía mis predilecciones a la hora de rezar y empatar. La tríada
indemostrable. Uno que son tres y tres que vuelven a ser uno. Pero también le recé a Santo Tomás y
al Cristo Caído, patrono de todos los lugares y de todos los periodos. Caminé con la Virgen María. De
su mano recibía El Cáliz Sagrado cada Cuaresma. En esos mis sueños en los cuales también buscaba
el Santo Crial. En esa blancura perversa de la Edad Media. Definida así por una cronología nefasta.
Purpurados blandiendo la Espada Celestial; y los Santos Caballeros recorriendo los inmensos
territorios habitados por infieles. Rodaron cabezas setenta veces siete. La tortura fue su diversión
predilecta. En la Santa Hoguera y en los Santos Cadalsos. Y cayó Giordano Bruno. Y cayeron muchos
y muchas enhiestas figuras de la libertad y de la herejía. Y las canonizaciones se otorgaban como
recompensas. Y Vaticano todavía está ahí. Vivo. Como cuñete que soporta la avanzada papista; aun
en este tiempo. Vaticano nauseabundo. Sitio en el cual la presencia de los herederos de San Pedro,
ejercen como espectro que pretende velar el contenido criminal de pasado y presente. Siguen
anclados. Y difundiendo su versión acerca de la vida y de la muerte. Purpurados perdularios. Para
quienes la Guerra Santa es heredad que debe ser revivida.
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Y Washington sigue ahí. Inventando, como siempre, motivaciones para arrasar. Ya pasó lo de Méjico
y lo de Granada y lo de Panamá y pasó Vietnam (con derrota incluida) y lo de Bahía Cochinos y está
vigente lo de Irak y lo de Pakistán y lo de Afganistán. Y se mantiene Guantánamo como escenario en
el cual efectúan y efectuaron sus prácticas los profesionales de la tortura.
…Y, en fin, sigo sintiendo un frío terrible. En esta bifurcación de caminos. Todos a una: la ignominia.
Y me levanto cada mañana; con la mira puesta en una que otra versión. Escuchadas en la noche;
cuando no podía embolatar el hechizo tan cercano a la locura, al cual me he ido acostumbrando. Y, a
capela, alguien me insinúa, a mitad de camino, la posibilidad de argüir mi condición de lobotomizado,
cuando enfrente el juicio histórico de mis cercanos y cercanas. Ante todo, aquellos y aquellas con los
(as) cuales he compartido. Siendo volantín al socaire. Siendo aproximación a la condición de sujeto
libertario. Siendo apenas buscador de límites.
III. En esta inmensa soledad soy inverso multiplicativo. Como minimizador de acontecimientos y de
acciones. Como si fuese experto prestidigitador .Como lo fueron aquellos sujetos encargados de
divertir a reyezuelos. Otrora, yo hubiese protestado cualquier asimilación posible de mis acciones a
aquellos teatrines incorporados a la cotidianidad burlesca.
Pero ya no puedo protestar nada. Simplemente, porque no he sabido posicionarme como
cuestionador de las entelequias del poder. En el día a día. Porque así es como funciona y como es
efectivo. Obnubilando los entornos. De tal manera que he llegado al mismo sitio al que llegan los
lapidadores de la verdad y de la ética. Sitio embadurnado; mimetizado y que posa como lugar común.
Y que reúne a figuras asimiladas a los sátrapas. Personajes delegados por las jefaturas de los
imperios. Sí, como diría alguien próximo, ¡así de sencillo llavería!
Inmerso en ella (…en la misma soledad) he vivido en este tiempo. Ya, el pasado, no cuenta para mí.
O, al menos como debiera contar. Es decir, como referente reclamador ante expresiones que tuve o
dejé de tener. Cierto es que me fugué hace un corto tiempo. Fugarse del pasado es lo mismo que
hacer elusión de la convocatoria a vivir en condiciones en las cuales, el presente no obre como
tormento. Ficticio o no. Pero tormento en fin de cuentas.
Soledad relacionada con la herencia, casi como copia de genes. Soledad que me remite siempre a ese
pasado de todos y de todas. Pero que, en mí, cobra mayor fuerza en razón a la proporcionalidad
entre decires y silencios. Esos silencios míos que pueden ser tipificados como verdaderos naufragios
conceptuales. Como remisión a la deslealtad. Con mi yo. Y con todos y todas quienes estuvieron en
ese tiempo. Y, entonces, reconozco a Hortensia, a Fabiana, a la Nena linda de Tunja , y a la negrita
Caribú, y a Nancy, y a la Zoraida que muerte medio en el ahora y a…
IV. Y, como si fuera poco, me hice protagónico en el ejercicio de las repeticiones. Como queriendo
volver a esos escenarios en los cuales no estuve, pero que intuyo. El Homo-Sapiens en todo su vigor.
Tratando de localizarme a futuro, para endosarme su tristeza. Para hacerme heredero de penurias.
En ese tránsito cultural que fue, paso a paso, su itinerario. Cultura sin soporte diferente a aquellos
ditirambos que nos situaron en condiciones de vulnerar a la Naturaleza; pero también de construir el
significado del amor; de la ternura; de la solidaridad.
V. Y, en eso de la ternura, de la solidaridad y del amor, me estoy volviendo experto. Pero como en
regresión. Es decir en contravía de lo que, creí en el pasado, era mi fortaleza. Y me veo como
advenedizo en este tiempo en el cual, precisamente, es más necesario ser herético, punzante,
hacedor de propuestas de exterminio de aquellos que consolidaron su poder, a costa de la penuria y
de la infelicidad de los otros y de las otras.
Y, en eso de ser libre, me quedé a mitad de camino. Como pensando en nada diferente que estar ahí;
como simple perspectiva de confrontación. Una existencia próxima al desvarío de aquellos y aquellas
que siguen estando, como yo, sin comenzar siquiera el camino. Camino que se me escapa cada vez
que lo miro o lo pienso. Camino que me es y ha sido esquivo por milenios.
Porque nací hace tantos siglos que no recuerdo si accedí a la vida o al albur de los acontecimientos.
Vida que se retuerce día a día y que no es tal, porque no la he vivido como corresponde. Lejanos
momentos esos. En los cuales imaginé ser humano perfecto. Humano centrado en el itinerario vertido
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al unísono con las epopeyas de los y las libertarios (as). Lejana tierra mía (como dice el lunfardo).
Tierra que fue arrasada desde mucho tiempo atrás. Desde que lo infame se posicionó como
prerrequisito para andar. Y andando se quedó. Un andar predefinido. Andar que no es otra cosa que
seguir la huella trazada por nefandos personajes que hicieron de la vida una yunta. Como
encadenamiento cifrado. Como propuesta que restringe la libertad. Y que la condiciona. Y que la
mata, a cada momento.
Lejanos horizontes los que caminé. Solo. Porque la soledad es sinónimo de estar ahí. Como
convulsivo sujeto de mil maneras de aprender nada. Sujeto que se sumergió en el lago mágico del
olvido. Ese que nos retrotrae siempre a la ceremonia primera en la cual se hizo cirugía al vuelo
libertario. Cortando alas aquí y allá. Cirugía que se convirtió en ritual perenne. Como cuando se siente
el vértigo de la muerte. Muerte que huele a solución, cada vez que recuerdo y vivo. Pasado y
presente. Como si fuera la misma cosa.
VI. Como soplo de dioses, pasó el tiempo. Yo enajenado. Esa pérdida de la memoria que remite al
vacío. Y estuve, en esa condición, todo el tiempo. Desde que empecé a creer que había empezado a
vivir. Enajenación, similar a la de los personajes de Kafka. Prolongación del yo no posible, en
autonomía. Más bien reflejo de lo que no sucede. De lo que no existe. Un yo parecido a la vida de los
simios. Repitiendo movimientos. Inventando nada. Simple réplica. Sin el acumulado de verdades y de
hechos y de posibilidades, que debe ser soporte de vivir la vida. Y, cualquier día, me dije que no
volvería a experimentar con eso de no sentir nada. Pero no fue posible. Simplemente porque nunca
encontré otro libreto. Porque me quedé recabando en lo que pude haber sido y no fui. Porque, como
los marianos, me quedé esperando que viniera la redención, por la vía de la Santa Madre. Porque me
obnubilé con ese desasosiego inmenso que constituye el estar ahí. Pensando, si acaso eso es pensar.
Pensando en que sería otro. Diferente. Otro yo. No perverso. No conciliador con la gendarmería. Otro
sujeto de viva voz, no voz tardía y repetitiva. Voz de mil y más expresiones de expansión. En el ancho
mundo histórico. Ese que es concreción de vida. Porque, lo otro, es decir estar ahí, es como
mantener vigente la enajenación profunda.
Un yo Kantiano que se sumergió (¡otra vez¡) en la heredad de los emperadores y de los dioses
míticos y de las creencias aciagas y de los postulados polimorfos de los sacerdotes socráticos y
aristotélicos. Sacerdotes que remiten a la interpretación de lo que existe, por la vía de la vulneración
del yo concreto, vivencial; necesitado de vivir sin el cepo perenne de una interpretación de la vida, sin
otra opción que estar ahí. Esperando que los silogismos desentrañen la vida. Y que la sitúen como
premeditación. Como expectativa unilateral; sin cuestionamientos y sin alternativas diferentes a ser
gregarios personajes que deletrean las verdades de conformidad con el discurso ampuloso ante la
asamblea de diputados que tratan de convencerse a sí mismos, de que no existe otra alternativa a
mirar el universo como centro que fue creado desde siempre por quien sabe quién. O el Dios Zeus; el
Dios Júpiter; el Dios Cristiano que no supo administrar, a través de su hijo ilustre, las posibilidades de
quebrantar el yugo de los imperios. O del Dios del profeta Mahoma que se enredó en justificar mil
disputas por el poder que otorga la verdad. Todos, en fin asfixiándola, en cada momento histórico.
Dioses perdularios. Matadores de cualquier ilusión. Pero yo me quedé expectante. Esperando que
llegara el salvador por la vía de la Razón kantiana; o por la vía de la postulación dialéctica hegeliana.
O, simplemente, por la vía de la propuesta ecléctica de Engels.
Y todavía estoy aquí. Y ensayé con la proclamación de Darwin, para resarcirme de mis creencias de la
creación de las especies, a la manera de Génesis II, 18-24. Y, tal parece que no entendí su mandato
evolutivo. Y me recree en Morgan, en la intención de concretar una propuesta de sociedad heredada,
a partir de sucesivos momentos en la historia de la humanidad. Y me quedé esperando ver en Marx
una opción diferente a la de Max Weber. Sociedad de confrontación. De lucha de clases. Pero, tal
parece que tampoco eso lo entendí. Simplemente porque no pude descifrar el código revolucionario
inmerso en su teoría. Y me quedé esperando a Lenin. Con su teoría de partido y de concreción de la
libertad por la vía de la extirpación de la ideología de los terratenientes y de los burgueses y del
Estado
Y me quedé esperando al divino Robespierre, cuando supe de sus arengas para destruir a la Bastilla y
a los reyezuelos y a los monárquicos todos. Pero me confundí cuando este erigió la guillotina como
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solución. Y, antes, había esperado a Giordano Bruno. Pero, por su misma opción hermosa de libertad,
no pude interpretarlo; y su muerte atroz, me sorprendió prendiéndole velas a Descartes.
VII. Otra vez desperté pensando en la libertad. Es una reiteración. De ese tipo de expresiones que
naufragan, cuando nos percatamos que la hemos inmolado en beneficio de la metástasis con la
violencia oficial. Un tipo de vulneración que la llevó (…a la libertad) a ser auriga de vocingleros de la
democracia, que encubren prestancia adecuándola a su intervención como promotores de esperanza
centrada en su discurso de que aquí no ha pasado nada y que solo ellos son alternativa.
VIII. Y estuve en el mercado de san Alejo. Esperando que llegaran los cachivaches colocados como
símbolo por parte de los testaferros de la guerra, actuando a nombre de los cruzados por la buena fe,
la moralidad y la eutanasia hacia los proclives de la insubordinación. Y, allí, conocí a aquellos y
aquellas que se han constituido en beneficiarios de esa guerra y de sus mil y más interpretaciones. Y,
en esa dirección, conocí a los académicos. Sí, a los usurpadores. Escribiendo para diarios y revistas.
Una opereta que no acaba. Y vi, con repugnancia, a los desmovilizados y desmovilizadas.
Vociferando en contra de su pasado. Y los y las vi como caza recompensas. Allí estaba Rojas (…el de
la amputación de la mano de su jefe político y militar y que presentó como trofeo y como justificación
para recibir la mesada oficial infame) y vi a Santos y su cohorte administrando la guerra a nombre de
“los ciudadanos y ciudadanas de bien”. Y vi a todos y todas aquellos (as) que están al lado del
Emperador Pigmeo. Y vi a quienes construyen discursos vomitivos, a nombre de la “sociedad civil”,
vendiendo sus palabras acartonadas. Como equilibristas que se agazapan. Esperando un
nombramiento.
A Eduardo Pizarro Leongómez, blandiendo su pobre erudición, diciendo que las mujeres violadas por
los paramilitares no deben hacer de su denuncia una bandera de lucha en contra de los criminales de
guerra; a los Angelino Garzón. El mismo que conocí como punta de lanza del Partido Comunista,
liderando organizaciones sindicales, a nombre de la revolución. Sí, lo vi como fórmula vicepresidencial
del invasor del Ecuador y prístino representante de los monopolios de la comunicación. Y me
encontré, vendiendo sus declaraciones, al “Joyero”. Si, al brillador de lámparas de Aladino; es decir,
me encontré con Daniel Samper. Sí, el mismo que defendió el bastión monárquico, cuando se produjo
el conflicto entre el feudal Juan Carlos de España y el chafarote populista Hugo Chávez. El mismo
Daniel Samper que pasó de agache cuando el Santo Oficio de la Alianza Santos-Planeta, expulsó a
Claudia López, por haber escrito la verdad acerca de los manejos de los dueños de la verdad en el
periódico. Y vi a León Valencia, cuando llegó de Londres con su maleta cargada de palabras en contra
de la lucha armada revolucionaria y con un breviario confesional que contiene el evangelio de los
“nuevos demócratas”.
Y, por lo mismo, me dije: ¿será que estamos condenados como pueblo a tener que asistir al parloteo
de loros y loras que han renunciado a sus convicciones a nombre de la democracia infame de los
detentadores del poder en nuestro país. Por siglos. Pasando por encima de los muertos y las muertas
que ellos mismos han ajusticiado? ¿Será que, somos un pueblo imbécil que consume la mercancía
averiada (parodiando al viejo Lenin) de la paz y la justicia social?
IX. Y seguí dando tumbos. De fiesta en fiesta, como dijo Serrat, cuando cantó interpretó la canción.
Y me quedé tendido, en el piso. Como queriendo horadar el suelo para enterrarme vivo; antes que
seguir aquí. En esta pudrición universal. En donde la lógica ha sido trastocada; en donde las verdades
se han diseccionado y recompuesto, para que asimilen las palabras de los directores y nieguen las
palabras nuestras, las de los sometidos. Y seguí ahí. En ese ahí que es todo artificio. Todo lugar
común, por donde pasan maltratados y maltratadores, como si nada. Es decir como repeticiones y
prolongaciones sin fin.
X No se cuánto tiempo llevo así. Solo se que me niego a reconocer mi trombosis vivencial. Se, por
ejemplo, que asistí al evento en el cual Suetonio presentó su obra acerca de los Césares. Y me
acuerdo que, estando allá, me encontré con Sísifo. Lo noté un tanto cansado de lidiar con su
condena. La piedra, insumo mismo otorgado por los dioses perversos, había crecido en tamaño y en
peso. Y no es que la gravedad se hubiese modificado. A pesar de no haber sido cuantificada todavía,
seguía ahí; siendo la misma. Y me dijo Sísifo: te cambio mi vida por tu interpretación del escrito del
viejo Suetonio. Y le dije: no vaya a ser que estés embolatando el tiempo conmigo, pensando en un
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descuido para endosarme tú útil pétreo. Y me dijo, casi llorando, “lo mío es otra cosa. No sabes
cuánto me divierto, sabiendo que a cada subida y a cada bajada, me queda claro que desafié a los
dioses y me siento bien así”. “Pero en cambio tú, sigues ahí. Me cuentan que te han visto en cuanto
evento se organiza. Y vas. Y vuelves a ir. Y sigues siendo el mismo Adán que recibió hembras y
machos, a manos del dios bíblico. Me cuentan que has tratado de cambiar a Eva por la alfombra
voladora de Abdallah Subdalá Asimbalá. Y que en ella piensas remontar vuelo hacia el primer hoyo
negro de la Vía Láctea. Pero, también me han dicho, que ni eso has logrado. Que sigues ahí,
esperando que regrese Carlomagno de su travesía, para solicitarle que te deje admirar los objetos
traídos de su saqueo.
Y, en verdad, me puse a pensar en lo dicho por el viejo Sísifo. Y, no lo pude soportar. Y lo maté. Y
logré asir la alta mar, en el barco de Ulises. Y llegué a la sitiada Troya Latina. Sí, llegué a esta patria
que tanto me ha dado. Por ejemplo, me ha dado la posibilidad de entender que todos y todas somos
como hijos de Edipo. Somos vituperarlos del Santo Oficio de la gestión autoritaria; pero no reparamos
que, a diario, poseemos a la madre democracia. Que le cambiamos de nombre cada cuatro años.
Pero que sigue siendo la misma. Es decir: ¡nada¡
XI. Llegué a ciudad Calcuta el mismo día en que nació Teresa. La madre de todos y de todas…y de
ninguno. La conocí, un día en el cual estaba succionando el pus salido de las pústulas que había
sembrado Indira Gandhi. La vi. Le vi sus ojos mansos. Como mansos han hemos sido; llenos de
oprobios y pidiendo a dios por los que gobiernan. Y viajé, al lado de ella, al Vaticano (…sí otra vez).
Ella me presentó a Juan Pablo Primero. Recién, el Santo Sínodo Cardenalicio, lo había nombrado
Papa. Y, con él, estaban los directivos del Banco Ambrosiano. A los dos días murió envenenado.
Después vine a saber, a través de Teresa, que su muerte tuvo como justificación, una investigación
que el frustrado Papa, había iniciado siendo todavía cardenal.
XII. Estando en la intención de desatar ese entuerto, me di cuenta que había olvidado mi entorno.
Simplemente, me perdí en ese laberinto de las mentiras históricas, construidas a partir de las
necesidades de quienes ejercen alguna autoridad. Y lo que pasa es que existen muchas autoridades.
Y lo que pasa es que esas autoridades gobiernan desde mucho tiempo atrás. Y, me he dado cuenta
de que, tendencialmente, son las mismas. Yuntas que coartan el espíritu. Y que nos colocan en
posición de esclavitud constante. Y que, tan pronto devienen en los castigos penales y civiles. Y que,
al mismo tiempo, devienen en mandatos que atosigan. Como ese de respetar y acatar lo que no es
nuestro. Por ejemplo, cuando somos requeridos a aceptar los postulados de los imperios. Cuando
estos parlotean acerca de lo habido y por haber. Aun sabiendo que han violentado y han saqueado.
Por ejemplo, cuando sabemos que han acumulado beneficios que no le son propios.
Y vuelve y juega. Como quien dice: no ha pasado nada distinto a aceptar lo que nos es mandado. Y,
siempre nosotros, aceptando. Y estamos aquí. En ese ahora que es taxativo en términos de lo que
debemos hacer y no hacer. De mi parte, ya me cansé. Espero, simplemente, que llegue la hora de la
partida. Que llegó, justo ahora, por cuenta de mi amada; la Zoraida mía