1. CLASTRES, Pierre. La tortura en las sociedades primitivas, en A sociedade contra o estado, Livraria
Francisco Alves Editora, Río de Janeiro, 1986, 3ª edición. (Traducción Senón Sosa)
1. UNA LEY, UNA ESCRITURA.
Se supone que nadie deja de pensar en la dureza de la ley. Dura lex sed lex. Diversos medios fueron
inventados, según las épocas y las sociedades, a fin de conservar siempre fresco el recuerdo de su dureza.
Entre nosotros, lo más simple y reciente fue la generalización de la escuela, gratuita y obligatoria. A partir
del momento en que la instrucción se impone a todos, a nadie más le asiste el derecho de, sin mentira –sin
trasgresión– , alegar su desconocimiento. Pues, por ser dura, una ley es al mismo tiempo escritura. Una
escritura existe en función de la ley, una ley habita una escritura; y conocer una es no poder más
desconocer a la otra. Toda ley es por tanto escritura, toda escritura es índice de la ley. Los grandes
déspotas que sirven de marcos para la historia nos lo enseñan, así como todos los reyes, emperadores,
faraones, todos los Sóis, en suma, los soberanos imponen a los pueblos su Ley: siempre y por todas partes,
una escritura reinventada proclama de pronto el poder de la ley, grabada en la piedra, pintada sobre las
cortezas de los árboles, dibujada en los papiros. Así mismo los quipus de los incas pueden ser
considerados una escritura. Lejos de reducirse a simples procesos mnemotécnicos de contabilidad, los
cordones amarrados eran de antemano, necesariamente , una escritura que afirmaba la legitimidad de la
ley imperial, y el terror que ella debía inspirar.
2. UN CÓDIGO, UN CUERPO.
Que la ley encuentre una forma de inscribirse en espacios inesperados es lo que nos puede enseñar
esta o aquella obra literaria. Los funcionarios de La colonia penitenciaria1 explican minuciosamente al
visitante el funcionamiento de la máquina de escribir una ley:
“Nuestra sentencia no es severa. Se graba simplemente con el auxilio del rastelo 2 el
párrafo transgredido sobre la piel del condenado. Por ejemplo, se va a escribir en el cuerpo de
este condenado –y el funcionario apuntaba a un hombre-: ‘Respete a su superior’. ”
Y el visitante que se sorprende al saber que el condenado desconoce la sentencia que lo alcanza, el
funcionario, lleno de buen sentido, responde:
“Sería inútil dársela a conocer, explicársela, ya que va a aprenderla con su propio cuerpo.”
Y más adelante:
“Usted ve que no es fácil leer ese texto con los ojos; pues bien, el hombre lo decodifica con sus
heridas. Esto es sin duda un enorme trabajo: son necesarias seis horas para terminar.”
Kafka designa aquí al cuerpo como superficie de escritura, como superficie apta para recibir al
texto legible de la ley.
Y si alguien objeta que es imposible adaptar esto al plano de los hechos sociales y que no pasa de
la imaginación del escritor, se le puede responder que el delirio kafkiano aparece, en todo caso, como una
anticipación, y que la ficción literaria anuncia la más contemporánea de las realidades. El testimonio de
Martchenko3 ilustra con sobriedad la triple alianza, entrevista por Kafka, entre una ley, una escritura y un
cuerpo:
“Entonces nacían los tatuajes.
Conocí dos antiguos prisioneros comunes transformados en ‘prisioneros políticos’; uno
respondía al nombre de Moussa, y el otro a Mazai. Ellos tenían en la cabeza tatuadas las frases:
‘comunistas=verdugos’, ‘Los comunistas chupan la sangre del pueblo’. Mas tarde, yo iba a
encontrar muchos deportados trayendo máximas de ese tipo grabadas sobre sus rostros. La
mayoría de las veces, sus cabezas presentaban en grandes letras: ‘ESCLAVOS DE KRUCHTCHEV’,
‘ESCLAVO DEL P.C.U.S.’4.”
1
F. Kafka, La colonie pénitentiaire, Paris, “Le Livre de poche”, 1971.
2
Rastelo: instrumento cortante
3
Martchenko, Mon Témoignage (trad. De François Olivier), Paris, éd. Du Seuil (Col. “Combats”), 1971.
4
P.C.U.S. (Partido Comunista de la Unión Soviética)
1
2. Pero una cosa, la realidad de los campos de la URSS durante la década de los 60-70, se diferencia
de la ficción de la colina penitenciaria. Y es que, aquí, el sistema de la ley precisa de una máquina para
escribir su texto sobre el cuerpo del prisionero que soporta pasivamente la prueba, mientras, en el campo
real, la triple alianza, llevada hasta su punto extremo de ligazón, elimina la propia necesidad de la
máquina: entonces, es el propio prisionero en persona el que se transforma en máquina de escribir la ley ,
y que inscribe sobre su propio cuerpo. En las colonias penitenciarias de Mordavia, la dureza de la ley
encuentra, como medio para anunciarse, a mano, el propio cuerpo del culpable-víctima. El límite es
alcanzado, el prisionero está enteramente fuera de la ley: quien lo dice es su cuerpo escrito.
3. UN CUERPO, UN RITO.
Es muy extenso el número de sociedades primitivas que muestran la importancia por ellas atribuidas
al ingreso de los jóvenes a la edad adulta a través de la institución de los llamados ritos de pasaje. Esos
rituales de iniciación constituyen muchas veces un hecho esencial con relación al cual se ordena, en su
totalidad, la vida social y religiosa de la comunidad. Casi siempre el rito iniciatorio considera una
utilización del cuerpo de los iniciados. Es, sin duda, al cuerpo a quién la sociedad designa como único
espacio propicio para contener la señal de un tiempo, el trazo de un pasaje, la determinación de un
destino. ¿En qué secreto inicia el rito que, por un momento, toma completa posesión del cuerpo del
iniciado?. Proximidad, complicidad del cuerpo y del secreto, del cuerpo y de la verdad revelada por la
iniciación: el reconocimiento de esto lleva a precisar una pregunta. ¿Por qué es necesario que el cuerpo
individual sea el punto de encuentro del éthos tribal, por qué este secreto puede ser comunicado mediante
una operación social del rito sobre el cuerpo de los jóvenes? El cuerpo mediatiza la adquisición de un
saber, y ese saber es inscrito en el cuerpo. Naturaleza del saber transmitido por el rito, función del cuerpo
no desarrollar el rito: doble cuestión en que se resuelve el problema del sentido de la iniciación.
4. EL RITO, LA TORTURA.
“Oh! horrible visu, et mirabile dictu! Gracias a Dios, terminó, y voy a poder contarles todo aquello que
vi.”
George Catlin5 acaba de asistir durante cuatro días a la gran ceremonia anual de los indios
mandan. La descripción que de ella nos ofrece, es de una finura ejemplar, como las observaciones que la
ilustran; el testigo no puede dejar, a pesar de la admiración que siente por esos grandes guerreros de las
Planicies, de manifestar su espanto y horror ante el espectáculo del rito. El hecho es que, a través del
ceremonial, una sociedad se apodera del cuerpo, y no lo hace de cualquier manera: es que de modo
constante –y es esto lo que aterroriza a Catlin- el ritual somete al cuerpo a la tortura:
“Uno a uno, los jóvenes, que han pasado por cuatro días de completo ayuno y por tres noches
insomnes, avanzarán en dirección a sus verdugos. Llegó la hora.”
Con agujeros en el cuerpo y estiletes enterrados en las llagas, ahorcamiento, amputación, carnes
desgarradas: parecen inagotables los recursos de la crueldad. Y, entre tanto:
“La impasibilidad, podría asimismo decir la serenidad con que esos jóvenes soportaban el
martirio, era aún más extraordinaria que el propio suplicio... Algunos de ellos, al percibir que los
estaba observando, fijaban sus ojos en los míos y sonreían; mas, oyendo el cuchillo arrancarles las
carnes, yo no conseguía retener las lágrimas.”
De una tribu a otra, de una a otra región, difieren las técnicas, los medios, los objetivos
explícitamente afirmados de la crueldad; más la meta es siempre la misma: provocar el sufrimiento. En
otra obra6 tuvimos la oportunidad de describir la iniciación de los jóvenes guayaquis, cuyos cuerpos, en
toda su superficie, son excavados y revueltos . El dolor acaba siempre tornándose insoportable: sin
proferir palabra, el torturado se desmaya. Entre los famosos mbaya-guaycurú del Chaco paraguayo, los
jóvenes, al alcanzar la edad de admisión en la clase de los guerreros, debían pasar por la prueba del
5
G. Catlin, Les indiens de la praire, trad. francesa de Fance Franck y Alain Gheerbrant, Club de Libraires de France, 1959.
6
P. Clastres, Chronique des indiens Guayaki, París, Plon, 1972.
2
3. sufrimiento. Con un afilado hueso de jaguar, le perforaban los penes y otras partes del cuerpo. El precio de
la iniciación, también ahí, era el silencio.
Se podrían multiplicar hasta el infinito los ejemplos que serían unánimes en enseñarnos una única
y misma cosa: en las sociedades primitivas, la tortura es la esencia del ritual de iniciación. Pero, esa
crueldad impuesta al cuerpo, ¿será que no tiende a comprobar la capacidad física de los jóvenes, sino que
tiende a dar a la sociedad la confianza en la cualidad de sus miembros? ¿Sería el objetivo de la tortura en el
rito favorecer la oportunidad de demostración de un valor individual? Catlin presenta perfectamente ese
punto de vista clásico:
“Mi corazón padecía con tales espectáculos, y las costumbres tan abominables me provocaban
disgusto: pero, estoy dispuesto –y de todo corazón- a disculpar a los indios, a perdonarles las
supersticiones que los llevan a estos actos de salvajismo, en virtud del coraje que demuestran, de
su notable poder de resistencia, de su excepcional estoicismo, en suma.”
Entretanto, si nos limitamos a esa interpretación, estaremos condenados a desconocer la función
del sufrimiento, a reducir infinitamente el alcance de su propósito, a esquivar que la tribu, a través de él,
enseña algo al individuo.
5. UNA TORTURA, UNA MEMORIA.
Los responsables de la iniciación procuran estar seguros de que la intensidad del sufrimiento
llegue a su límite máximo. Una hoja de bambú sería más que suficiente, entre los guayaquis, para cortar la
piel de los iniciados. Pero eso no sería lo bastante doloroso. Es necesario, pues, utilizar una piedra que, en
vez de cortar, desgarra. Por eso, un hombre conocedor del asunto va procurar, en los lechos de ciertos
arroyos, esas piedras que se prestan a la tortura.
George Catlin constata entre los “mandan” una igual preocupación por la intensidad del
sufrimiento:
“...El primer médico levantaba entre los dedos unos dos centímetros de carne, que la
perforaba de un lado a otro con su hoja de cortar, cuidadosamente desafilada, a fin de volver a la
operación más dolorosa.”
Y, a semejanza del escoreador guayaqui, el chaman de los “mandan” no manifiesta la menor
compasión:
“Los verdugos se aproximaban, le examinaban el cuerpo escrupulosamente. Para que el
suplicio cesase, era preciso que estuviese, según dicen, enteramente muerto, esto, es demasiado.”
En la exacta medida en que una iniciación es, innegablemente, una comprobación del coraje
personal, esta se expresa –si es que podemos decirlo- en el silencio opuesto al sufrimiento. Entretanto,
después de la iniciación, ya olvidado todo sufrimiento, aún subsiste algo, un saldo irrevocable, los surcos
dejados en el cuerpo por la operación, ejecutados con una hoja o una piedra, las cicatrices de las heridas
recibidas. Un hombre iniciado es un hombre marcado. El objetivo de la iniciación, en su momento de
tortura, es marcar el cuerpo: en el ritual iniciatorio, la sociedad imprime su marca en el cuerpo de los
jóvenes. Así, una cicatriz, un surco, una marca son indelebles. Inscritos en la profundidad de la piel,
atestiguarán para siempre, que el dolor puede no ser más que un recuerdo desagradable, sentido en un
contexto de miedo y terror. Una marca es un obstáculo al olvido, el propio cuerpo trae impresos en sí los
surcos del recuerdo–el cuerpo es memoria.
Entonces, el problema es no perder la memoria del secreto confiado por la tribu, la memoria de
ese saber que de ahora en adelante son depositarios los jóvenes iniciados. ¿Que es lo que sabe ahora el
joven cazador guayaqui, el joven guerrero mandan? La marca proclama la seguridad de la pertenencia al
grupo: “Eres uno de nosotros y no te olvidarás de ello.” Al misionero jesuita Martín Dobrizhoffer 7 le faltan
palabras para calificar los ritos de los abipones, que tatúan cruelmente el rostro de las jóvenes, cuando se
verifica la primera menstruación. Y, es a una de ellas que no consigue reprimir un gemido mientras le son
efectuadas las heridas, a quién, furiosa grita la anciana que la tortura:
7
M. Dobrizhoffer, Historia de los Abipones, Universidad Nacional del Nordeste, Facultad de Humanidades, Resistencia (Chaco), 3 vols.,
1967.
3
4. “¡Basta de insolencias! ¡No haces justicia a nuestra raza! ¡Monstruoso ser para quien un
leve corte producido por un espino se le vuelve insoportable! Por ventura, ¿no sabes que
perteneces a la raza de aquellos que llevan consigo las heridas y que se ubican entre los
vencedores? ¡Tu te cubres de vergüenza, frágil mujercita.! Pareces más débil que el algodón. No
hay duda de que morirás soltera. ¿Pues acaso alguno de nuestros guerreros te juzgará digna, o
merecedora de unirte con él?.”
Y recordamos como, cierto día, en 1963, los guayaquis se certificaron de la verdadera
“nacionalidad” de una joven paraguaya: arrancándole todas sus ropas, descubriendo en sus brazos los
tatuajes tribales. Los blancos la habían capturado cuando era niña.
Avalar una resistencia personal, proclamar una pertenencia social: estas son las dos funciones
evidentes de la iniciación como inscripción de marcas en el cuerpo. ¿Pero estará realmente ahí todo lo que
la memoria adquirida con dolor debe guardar? ¿Será de hecho preciso pasar por la tortura para que haya
siempre una percepción del valor de sí y de la conciencia tribal, étnica, nacional? ¿Dónde está el secreto
trasmitido, dónde se encuentra el saber revelado?
6. UNA MEMORIA, UNA LEY.
El ritual de iniciación, es una pedagogía que va del grupo al individuo, de la tribu a los jóvenes.
Pedagogía de la afirmación, y no del diálogo: es por eso que los iniciados deben permanecer silenciosos
cuando son torturados. Se calla conscientemente. ¿En qué consienten los jóvenes? Consienten en aceptar
el papel que pasaran a tener: miembros integrantes de la comunidad. Nada falta, nada sobra. Y están
irreversiblemente marcados como tales. Es, por tanto, el secreto que, en la iniciación del grupo es revelado
a los jóvenes: “Son uno de nosotros. Cada uno de ustedes es semejante a los otros. Tienen el mismo
nombre y no lo cambiarán. Cada uno de ustedes ocupa entre nosotros el mismo espacio y el mismo lugar:
consérvenlo. Ninguno de ustedes es inferior, ni es superior. Y no se pueden olvidar de esto. Las mismas
marcas que dejamos sobre sus cuerpos les servirán siempre como un recuerdo de eso.”
O, en otros términos, la sociedad dicta su ley a sus miembros, inscribe el texto de la ley sobre la
superficie de sus cuerpos. Supone, pues, que ninguno se olvide de la ley que sirve de fundamento a la vida
social de la tribu.
Los primeros cronistas decían, en el siglo XV, que los indios brasileños eran personas sin fe, sin rey,
sin ley. Es cierto que esas tribus ignoraban la dura ley separada, aquella que, una sociedad dividida
impone el poder de algunos sobre todos los demás. Tal ley, ley de rey, ley de Estado, los mandan, lo s
guayaquis y los abipones la ignoran. La ley que aprenden a conocer con dolor es la ley de la sociedad
primitiva, que dice a cada uno: Tu no eres menos importante ni más importante que ninguno. La ley,
inscrita sobre los cuerpos, afirma un rechazo de las sociedades primitivas a correr el riesgo de la división,
el riesgo de un poder separado de ella misma, de un poder que se le escaparía. Una ley primitiva,
cruelmente enseñada, y una prohibición a la desigualdad que todos recordarán. Sustancia inherente al
grupo, la ley primitiva se hace sustancia del individuo, voluntad personal de cumplir la ley. Oigamos una
vez más a George Catlin:
“Aquel día, una de las danzas en círculo parecía interminable. Un infeliz que traía un cráneo
de alce enganchado a una de sus piernas, era indefinidamente arrastrado alrededor del círculo y
hacía inútiles esfuerzos por librarse de la carga: pero ni esta se soltaba ni la carne se desgarraba.
El pobre corría un peligro de tal monta que clamores de clemencia se elevaban de la multitud.
Pero la danza continuaba, y prosiguió hasta que el maestro de ceremonias, en persona, dio la
orden de parar.
Era un joven particularmente bello. Luego recuperó los sentidos y, no se sabe como, las
fuerzas le volvieron. Examinó calmadamente la pierna lacerada y ensangrentada y la carga aún
enganchada a la carne; después, con una sonrisa de desafío, se arrastró, a través de la multitud
que se abría delante de él, hasta la campaña (de ninguna forma los iniciados tienen el derecho de
andar hasta que sus miembros no se liberen de todos los estiletes). Logró recorrer más de un
kilómetro, hasta un sitio apartado donde permanecería solo por tres días y tres noches, sin
socorro ni comida, implorando al Gran Espíritu. Pasado ese tiempo la supuración de las heridas lo
liberó del estilete, y él volvió a la aldea, andando sobre sus manos y sus rodillas, pues se
encontraba en tal estado de agotamiento que no podía levantarse. Le curaron las heridas, le
dieron de comer, y él en breve se restableció.”
4
5. ¿Qué fuerza empujaba al joven mandan? No era, por cierto, un impulso masoquista, sí el deseo de
fidelidad a la ley, la voluntad de ser, sin diferencias, igual a los otros iniciados.
Toda ley, decíamos, es escritura. Así se reconstituye, de cierta manera, esa triple alianza ya
identificada: cuerpo, escritura, ley. Las cicatrices hechas sobre el cuerpo son el texto inscrito de la ley
primitiva, son, en ese sentido, una escritura sobre el cuerpo. Las sociedades primitivas son, nos dicen con
vehemencia los autores del Anti-Edipo, sociedades de las marcas. Y, en esa medida, las sociedades
primitivas, son, de hecho, sociedades sin escritura, ya que una escritura indica antes que nada una ley
separada, distante, despótica, una ley de Estado, que resaltan los detenidos de Martchenko al escribirla
sobre sus cuerpos. Y, exactamente, nunca lo afirmaremos con bastante énfasis, es para conjurar esa ley, ley
que instituye una garantía de desigualdad, que contra el Estado se coloca la ley primitiva. Las sociedades
arcaicas, sociedades de marca, son sociedades sin Estado, sociedades contra el Estado. La marca sobre el
cuerpo, igual en todos los cuerpos, enuncia: Tu no tendrás el deseo de poder, no desearás ser sumiso. Y esa
ley no separada necesita ser inscrita en un espacio no separado: el propio cuerpo.
Admirable profundidad de los salvajes, que de antemano sabían todo eso, y procuraban, al precio de
una terrible crueldad, impedir la aparición de una crueldad aún más terrible mediante: una ley escrita
sobre el cuerpo y un recuerdo inolvidable.8
8
Estudio inicialmente publicado en la revista de antropología L’Homme, XIII (3), 1973.
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