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Nunca en Silencio: Un homenaje a Marielle Franco
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Nunca en Silencio
(Relato en el imaginario que vuela, hacia la esperanza)
Breve homenaje a Marielle Franco ( Rio de Janeiro 27 de Julio 1979. Marzo 14 de 2018 Rio de
Janeiro)
“…ocupemos con nuestros cuerpos todos los espacios” (Marielle Franco, Sao Paulo marzo
2018)
Llegamos al barrio, en “la noche de las cosas simples”…habíamos viajado todo el día. En Salvador de
Bahía, nos hospedó Anderson Pedro. Y en Casa das Pretas, logramos hilvanar las palabras; en ese
proceso de construir Iporinche Salao de Bellezas Negras. Ahora recuerdo los contextos. Allá en los
entornos ávidos de concertar las historias. De todos y de todas que nos allegábamos a la lúdica de los
cuerpos. En puro ejercicio de hablantinas constantes. En historias de vida ajenas al silencio. En tono
explayado. Propuesto como coloquios vigentes. Con orígenes iconoclastas. Postulados que fuéramos
enhebrando, a puro pulso no hiriente. Con todos los nuestros y todas las nuestras. Negras y negros,
extasiados en su fuero interno. Por lo mismo que, como danza continua y vigente; se iría extendiendo
en ¡ése!, nuestro territorio amado. No circunstancial. Màs bien como leyendas vivas, venidas y
contadas. Desde que éramos infantes. Oferentes de razones. Tal vez, en veces, no razonadas. Pero si
alongadas como paso a paso elocuente. Día a día.
Erigida, yo, como “la desobediente”. Insumisa, inmensa. Con los pasos envueltos en la pulsión de
vida. Dándole abrigo a quien quisiera. Con mis ojazos puestos en la locomoción de tiempo vigente. En
arrogancia continua. Como queriendo desvencijar los palacios opulentos. Esas expresiones de
“elocuentes silencios ante la barbarie” . Como enredadera de catarsis no libérrimas. Màs bien
como pústulas agrias. Dolorosas. Por lo mismo de su ambigüedad orquestada desde los poderes
diferenciados. Pero todos, con el cautiverio de las ideas y los hechos. Tratando de esparcir las
sinonimias, previamente concertadas. Allá mismo. En encumbrados escenarios. Escindiendo los
cuerpos. ¡Nuestros cuerpos!
Como huella doliente, siempre. En la entonación en una sola nota, musical enrevesada. Yendo por ahí.
Casi desde que te conozco Brasil.
En lo diferido, en ese entonces, estuve malgastando los recuerdos. Como quiera que son muchos. Y
han viajado, conmigo, en la línea del tiempo profundo. Hacia diferentes medidas de trayecto lineal.
En este día, estoy como al comienzo. Es decir como aletargado por las palabras vertidas en todo el
camino posible. Uno de los momentos que más me oprimen, tiene que ver con el incremento de hechos
dados. Expósitos. Como esperando que alguien efectúe inventario de vida alrededor de ellos. Y, en ese
proceso de manejo contado, fui hilvanando preguntas. Algunas, se han quedado sin respuesta. Y, por lo
mismo, es un énfasis en litigio. Entre lo que soy ahora. Y lo contado por mí mismo, como insumos
del ayer pasado.
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El día en que conocí a Abelarda Alfonsín, fue uno de tantos. Andábamos, ella y yo, en esos escapes que,
en veces, son manifiesto otorgado a la locura. Ella, venida desde el pasado. Un origen, el suyo, envuelven
en esa somnolencia propia de quienes han heredado tósigos. Como emblema hiriente. Un yo, acezante, dijo
el primer día de nuestro encuentro. Iba en esa aplicación del legado, como infortunio. Aún visto desde
la simpleza de la lógica en desarmonía con los códigos de vida. En universo de opciones no lúcidas. Más
bien, como ejerciendo de hospedante de las cosas vagas. Esto fue propuesto, por ella, como
referencia sin la cual no podría atravesar ese mar abierto punzante, hiriente. Y yo, en eso de tratar de
interpretar lo mío. Como pretendiendo izar la iconografía, por vía explayada. En la cual, el unísono como
plegaria, hirsuta; hacia destinos perdidos, antes de ser comienzo.
En la noche habitamos ese desierto impávido. Hecho de pedacitos de verdades. En una perspectiva de
ilusiones varadas en su propia longitud de travesía andada. No más nos miramos, dispusimos una
aceptación tácita. Como esas que vienen desde las tristezas ampliados. Un quehacer de nervio enjuto.
Y nos mirábamos, a cada nada. Ella, mi acompañante vencida por el agobio de los años y de su
heredad inviable; empezó a proponer cosas habladas. En insidiosas especulaciones que, ella
misma, refería como simples engarces de verdades. Una tras otra. Una nimiedad de haceres
pródigos. Como en esa libertad de libre albedrío, que no permite inferir, siquiera, ficciones
ampulosas. Tal vez en loque surge como simple respuesta monocorde. Insincera. Demoniaca, diría Dante.
Por mi parte, ofrecí un entendido como manifiesto originario. Venido desde la melancolía primera.
Atravesada. Estando ahí, siendo yo sujeto milenario, se fue diluyendo el decir. Cualquiera que haya sido.
Me fui por el otro lado. En una evasión tormentosa. Abigarrado volantín en tinieblas. Sin poder atarle el
lazo de control. Y, entonces, desde ese pie de acción; lo demás se fue extinguiendo.
Sin hablarnos, pasamos durante tiempo prolongado. Sus vivencias, empezaron a buscar un refugio
pertinente. Se fugó de la casa en la que hacía vida societaria. No le dijo a nadie hacia donde iba.
Solo yo logré descifrar esas palabras escritas. Un lenguaje enano. Casi imperceptible. Y la seguí en su
enjuta ruta. Sin ver los caminos andados. Era casi como levitación de brujos maltratados, lacerados por
la ignominia inquisidora. Volaba, ella, en dirección a la marginalidad del horizonte kafkiano. Una rutina de día
y noche. Sin
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Intervalos de bondad. Ni de lúdica andante. Y, ella, vio en mí, los depositarios de sus ilusiones
consumidas ya. Y, yo, hice énfasis en lo cotidiano casi como usura prestataria. Como si, lo mío,
fuese entrega válida en, ese su vuelo a ras de la tierra.
Y sí que Iporinche ya era una sucesión de imaginarios. Recorriendo todos los espacios antes
intocados. Antes expuestos como meros momentos expósitos. Casi como brevedad acuñada al
susurro de las entonaciones todas. Como demiurgo nuestros, no acobardado. Pero puesto en
el horizonte que oteamos desde el momento mismo de haber nacido. Como laberinto lunario
acucioso. Como canto al mar y a sus historias.
Esto de hablar con infantes es bien difícil. Porque a socaire. Voces en una locución de idéntica
tersura. De inspiración primigenia. De vuelo señor. En aires avallasante. De vuelo que cruje.
Que se enternece cuando, como águila, te localiza. Allá. En lo tuyo. En lo que sabes y has
sabido hacer siempre. En esa estremecedora voz de fuerza contra las peñas acantilados.
Subidas en sí mismas, para verte y sentirte bramar. Como millones de toros condensados en un
solo. Vamos, viejo intrépido. Habla con ellos y ellas. No te quedes como mudo sonsonete. Por lo
triste. Tal vez. Pero puede que en ellas y ellos encuentres el rumbo que parece perdido. Son
(ellos, ellas), viajantes empedernidos. Sacrílegos en el mundo de los señores. De los imperios
que devastan. Que han maltratado tu cuerpo de agua vasta. Casi infinita.
Déjalos hablar. Puede ser que te digan, en palabras, lo que tú y el viento han hecho lenguaje
sonoro por milenios. Ya sé que has visitado todos los lugares. Que has estado con tus amigos,
los glaciares. Sé que has llevado y has traído todos los barcos posibles. Qué te han penetrado
los submarinos. Que te han engañado, algunos. Porque han sido a la guerra lo que las tramas
celulares, han sido a la vida. Es misma que siempre llevas en tu vientre. Y que se han esparcido
en el infinito envolvente.
Déjalos y déjalas que, a viva voz, te digan en sus palabras; lo que tal vez ya tú conoces a
través de las heridas que han hecho en ti, melancolía. Cuéntales lo mucho que conoces. Del mil
de millones de historias. Cuéntales que conoces la química del universo. Que, como llave de
lluvia, has prodigado vida. En todos los entornos. En todos los lugares. Aunque, algunos y
algunas no te conozcan en tu vigor físico. Ni de tu pasado violento. Cuando irrumpías contra
natura en formación.
Hasta es posible que te inciten a vivir viviendo la vida tuya de otra manera. Como la de ellos y
ellas, vástagos de futuro. Tal vez no de la iridiscencia de esa bravía hecha espuma punzante.
Pero si de esa ternura primigenia. Como si fuera lectura en mapa genético. Tal vez de la
anchura extendida. Cercana a la de alfa tendiendo al infinito. Pero si para que te cuenten de
las palabras voces de sus madres en cuna. Y las de sus palabras en esa acezante motivación
para el crecer alegre y creativo.
En fin de cuentas. Déjalos, viejo mar, que estén contigo. Para que no estés triste, llave de
lluvias. Déjalos ser como ellos quieren que tú seas, yo te lo digo.
Y conocí a la Maria Palitos insobornable. Y a la niña hija de Ilusión. La negrita de mi barrio que
me enseñó a hablar sin palabras gruesas, lo que hablaba.
Otro día y la hija de Carolina de Jesús ahí. No tiene nombre. Pero la puedo palpar. Interpreto su
mirada. Pero no sus palabras. Luyara se niega a proporcionarme los códigos. Y la Nana me
inquiere. Sus ojos me piden explicación. Entiendo que quiere conocer porque soy como soy.
Quiere que le diga de dónde vengo. Y quiere saber dónde y cuándo nací. O si es que no he
nacido. Me dice que quiere auscultarme. Penetrar mi cerebro. Y conocer que pienso y porque lo
pienso. Y yo no atino a decir cualquier cosa. Porque soy consciente de mis restricciones. Como
sujeto plano que, desde que nació, ha estado ahí. Deambulando. Tratando de buscar mi
identificación. O, al menos, una brizna de lo que son las cosas porque son así. Todo para
poderle responder a la Nana. Y ella me incita a que siga ese recorrido. Y me veo al comienzo.
Cuando vi al mundo como abstracción y a las cosas en él. Y trato de recordar cómo fue que
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empecé a disociar mi cuerpo de mi espíritu. De mi memoria. Y le reclamé a la memoria
colectiva. Y le solicité que me obsequiara algo de ella. Y, entonces, me presentó la historia. En
un recorrido veloz. Y volví a ver las erupciones. La ebullición. Todo como rondando al Sol que
conozco y los que no. Y vi, otra vez, a los atizadores de la mentira. Los vi con su dios.
Ofreciéndolo como si fuera la explicación. Para que todos pulsáramos su lógica. Y los vi
tratando de apagar a los soles. Tratando de ocultar las opciones de nuestra Vía Láctea. Y las
otras, millones de ellas, que desgranan cuerpos, planetas, sembrando en los nuestro la vida. Y
los vi tratando de destruirla. Para que no exhibiera su inmensidad y su continuo crear y
recrearse. Y los hacedores de la opción del dios creador mutilando. Y su sevicia. Inventando
roles para cada quien. E invirtiendo el proceso. Con su lógica voraz. Y se reitera mi visión de los
condicionamientos, las ataduras. La simiente procaz. Y la esparcieron. Aquí y allá. Y los vi
manipulando el calendario. Para que las ebulliciones parecieran ciclos asociados a su dios.
Astaíza me dice que no ve a la niña que yo veo. Tampoco a su madre Carolina. Me inquiere.
Diciéndome que no tengo razón. Que él sí la tiene. Porque no alucina. Según Astaíza, la razón
es lo primero. Y que la filosofía es el don que poseyeron y poseen quienes han construido una
lógica. La interpretación precisa. Sin esos embelecos míos, relacionados con lo que pide la niña
Nana. Que su lectura de los antecesores. Desde los griegos y, aún de ellos mismos, le permitió
acceder a lo que vino después. Que lo kantiano. Y lo hegeliano. Y que Spinoza fueron y son
fruto de ese proceso reglado. Que eso es lo que se debe hacer. No andar por ahí pretendiendo
crear Luyaras que peguntan con los ojos. Porque, dice Astaíza, lo único posible para expresar
son las palabras. Que eso de estar interpretando miradas no es otra cosa que un desperdicio.
De ideas y de acciones.
Y que yo no soy alguien. Por eso mismo. Porque creo en las miradas y no en los hechos. Y
vuelve a reiterar su interpretación de lo que pasa. Que la razón permite interpretar. Y que esas
historias de los creadores de dios, son eso mismo porque tenemos la facultad de entenderlas.
No por la vía de creer en niñas que hablan por los ojos. Y que los calendarios existen, porque
existe la razón. Que la codificación del tiempo es lo que nos permite asociar los procesos. Y que
yo, en vez de hacerlo al derecho, lo que hago es disociarlos. Y que, por esto mismo, estoy
llamado a no existir. Porque lo que existe, existe porque existe la razón y existen los
calendarios. Y que, como no existo, soy nada. Y que eso es lo que explica que siga ahí. Absorto
mirando las miradas e interpretándolas al vacío. Y que, por ser así, no tengo porque solicitarle a
la vida referente alguno. Que soy, algo así como sujeto intramundano. Y que todo lo
intramundano no existe. Y que no soy otra cosa que desvarío inapropiado para estos tiempos,
en los que se ha posicionado la razón.
Así conocí la soledad. Hoy estoy en lo de Carolina de Jesús. Otra vez. Como cuando, al
comienzo, palpé la vida. Esa vida mía asociada a la mirada de la Luyara. Ella duerme. Por lo
tanto, no puedo mirar su mirada e interpretarla. Peor aún. Porque, así, la soledad se hace más
inmensa. Las palabras de Benjamina no me llegan. Las escucho, no más. Creo que me
recrimina por estar perdiendo el tiempo. Como Astaíza, ella cree en la razón. La de ahora. La
que proviene de saber interpretar lo que fuimos y seremos, por la vía de saber leer e interpretar
a los sabios. Y que lea a Frazer, en su Rama Dorada. Para que pueda aprender a asociar el
conocimiento no a disociarlo. Que ahí puedo encontrar la explicación de los mitos originarios.
Que es ahí en donde puedo encontrar lo que fue primero y lo que siguió. Que los orígenes de la
humanidad, Frazer los explica, de tal manera que no hay pierde. Que lo que pasa es que yo me
niego a ser lógico. A actuar a partir de ahí. Que ella leyó y releyó lo que el sabio dijo y lo que
quiso decir. Que venimos de los nómadas y que llegamos a lo sedentario. Precisamente, porque
lo de los sacrificios individuales y colectivos. Como expiación, fueron posibles y tuvieron su
razón de ser, precisamente porque Frazer los supo interpretar y transmitir. Que esos sacrificios
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fueron y son necesarios. No de otra manera se podrá explicar el curso de la historia, con
referentes. Y no es que sea preciso no creer en dios para poder ser lúcido. La lucidez no es otra
cosa que saber porque Jenófanes escribió lo que escribió acerca de dios. Y que, precisamente
por eso, es conveniente haber leído los de las dos escuelas filosóficas que mencionaron los
antiguos. Como compaginar a Pitágoras con Parménides y con el mismo Jenófanes. Que, éste
último con su poemario acerca de la vida y de su origen, influenció a toda una generación de
pensadores. Pero que hay más: las teorías órficas nos dan a conocer el sentido de lo que se ha
dado en llamar la divinidad del alma. Que, por lo tanto, dejara de estar rumiando
resentimientos con respecto a los interpretadores.
Epílogo
La Plaza Campo Alto, en sus paredes, embadurnada. Las consignas de antier para ayer. Por los
muertos, los muchos muertos. Memoria en contra del olvido. Por los que vivieron ayer. Y, hoy,
no están. Los que se fueron. Como en hechizo. Como en el quehacer de la magia infame.
Desparecidos. Volátiles. Pasos perdidos. Casa arrasadas. Con todas y todos adentro.
Plaza, ayer, llena de dolientes y combatientes. Obreros, obreras. Nunca colaboradores, ni
colaboradoras, como quieren hoy. Los filo burgueses. Y, para más dolor, los acicalados filo
sindicalistas. Políticos de la regresión. Los emparentados con la urdimbre y el tejido de la “otra
vía”. La de la juntura de intereses. Como ramplona aquiescencia. Como maromeros que
recaban sobre el ilusionismo perverso. Cofrades en la impudicia. De todos con todos. Como
hermandad. Por una paz cifrada. Soportada en la algarabía de los nuevos tiempos y las nuevas
verdades. Aquí y allá. Voceros de la ignominia. Como insania. Llamando al olvido de la matanza.
No volver a mencionar que nunca habrá paz con la explotación y la dominación y con la voz de
los imperios.
Plaza que escuchó las arengas. Más no las quejas. Porque los combatientes y las combatientes
no son quejosos. Mucho menos quejosas. Son y somos reivindicadores y reivindicadoras del
enfrentamiento. De no al embeleco de “las manos cruzadas”, atadas al discurso melifluo de los
profesionales en hacer correr, a vuelo, la palabra enternecida, como pudrición. A los artesanos
graduados de falsos chamanes. En el villorio. Y en la Isla de la Revolución. Hoy vinculada al
panfleto de los deshacedores de la ideología y la política del combate sin inflexiones
bandidescas, lapidadores de la revolución; sin ambages. Sin recibo de dádivas. Ni otorgadoras
de la interpretación minusválida de las opciones. De vida. Del arrasamiento del Frente Burgués.
Y de su Estado. Y de sus pedigüeños ocultadores. De aquellos intermediarios de mierda.
Plaza de la Libertad. Ayer. Con banderas extendidas. Con ejercicios de la palabra demoledora.
De esos castillos que anidan lo pútrido, hoy. De palabras que traducen la necesidad de la
violencia. Escrita en todas las dimensiones universales. Para que no quede duda. De que no
necesitamos de ningún palaciego emisario. Ni de comodines que, como los que están hoy en la
amada Habana que recibió a los héroes de la Sierra Maestra han sido errantes mensajeros de la
confusión. De aquellos que convirtieron las luchas campesinas. De los traveseros de la década
del cuarenta y del cincuenta y del sesenta; en trepidar de fusiles al servicio de lumpen
burguesía. De aquellos que se les olvidó hasta el discurso de los estalinistas. Matadores de la
revolución socialista.
Plaza, ayer, atiborrada de manos juntas. Esas sí de barricadas sólidas. De expresiones en contra
de la convergencia anodina y mentirosa. Caminantes venidos desde todos los lugares. Por todos
los caminos. Sin concesiones. Anhelantes cuerpos. Esperanzas inacabadas. Libérrimas
absolutas. Sin punto medio. Sin equilibrios entre el mal y el bien. Sintiendo que somos mal
antes que bien, en ese entendido perverso de la moralidad y de la ética de los de la riqueza
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habida merced a la asfixia de nosotros y nosotras. Los obreros y obreras. Más no
colaboradores ni colaboradoras. De los campesinos y campesinas dispuestos a todo, con la mira
puesta e el derrumbe pleno y absoluto del poder filo terrateniente y de la burguesía agraria. De
todos y todas aquellos y aquellas que llegaron, de frente. En contra de la burguesía financiera
lacerante.
Esta Plaza, hoy, amaneció con cuerpo sobre cuerpos. Muertos y muertas con ojos abiertos. No
de espanto ni clamando piedad lastimera. Más bien, convocando a la resurrección del combate
verdadero, abierto y sin tregua. Escupiendo a los gendarmes. Violentando a los violentadores.
No a los mensajes de paz embadurnada de entelequias. Como laberintos. Como crucigramas.
Resueltos por los que todo lo han tenido. Con la ayuda de los usurpadores. De los arrepentidos
de corto vuelo y peor teoría. Pobre Habana avergonzada, insultada, ensuciada con las palabras
de aquellos que pasarán a la historia como iconos de la traición a la Revolución.
Esta Plaza de Campo Alto vio, ayer, a las manos y los brazos y los cerebros; a los ojos. Y
escuchó el grito de guerra en contra de los beneficiarios, los manejadores y los aurigas del
exterminio controlado de lo más preciado de la humanidad. La capacidad de asombro y de
ternura y del saber verdadero que sabe interpretar lo que están haciendo. Descifradores de las
intenciones de los imperios. De los neo-sionistas. De la intenciones del negro en el poder que
traicionó a su raza. De los habilitadores del “nuevo Israel” usufructuando su tenencia nuclear
guiado por perversos y supuestos defensores del Pueblo Judío. Que todavía reclama justicia en
contra de los verdaderos agentes del holocausto. Pueblo Palestino inerme. África
ensangrentada. Como en la época de los mercenarios y colonizadores ingleses, italianos,
alemanes, holandeses y los acuñadores de todas las violencias juntas, mezquinas. Capitalistas.
Putin heredero del Estalinismo. Y la cúpula del desvío y transformación del Ejército Rojo Chino y
su nervio orientador, en neo capitalistas en voracidad geométrica. Atragantándose con las
riquezas de nuestra América Latina. Aupadores de las maquilas más degradadas.
En fin: Plaza de Campo Alto. Sinónimo de Libertad. Veras, algún día, el resurgir de la Liberación
y el exterminio de sus lapidadores. Soplo de vida. Siendo, ya, libertaria no inmolada. Por lo
mismo que cantamos a la vida, luchamos por la vida y moriremos por ella, de ser necesario