1. Domingo de Ramos. Evangelio (Mateo 21, 1-11). 13/IV/ 2014.
Publicado por LMV en http://erealcala.blogspot.com por el Departamento de Jóvenes de Cáritas Diocesana de Alcalá de Henares.
LA PALABRA ES VIDA
La vida que nace del Evangelio para cada semana …
CÁRITAS DIOCESANA DE ALCALÁ DE HENARES
Cuando se acercaba a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó discípulos,
diciéndoles: “Id a la aldea de enfrente, encontraréis enseguida una borrica atada con su pollino, desatadlos
y traédmelos. Si alguien os dice algo, contestadle que el Señor los necesita y los devolverá pronto”. Esto
ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta: “Decid a la hija de Sion: “Mira a tu rey, que viene a ti,
humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila”. Fueron los discípulos e hicieron lo que les
había mandado Jesús: trajeron la borrica y el pollino, echaron encima sus mantos, y Jesús se montó. La
multitud extendió sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada.
Y la gente que iba delante y detrás gritaba: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre
del Señor! ¡Hosanna en el cielo!”. Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: “¿Quién es
este?”. La gente que venía con él decía: “Es Jesús, el Profeta de Nazaret de Galilea”.
Dos gritos
Dos gritos. Los dos, dirigidos a la misma persona: Jesús. Los dos, en el mismo escenario:
Jerusalén. Los dos provienen de la misma comparsa anónima: el pueblo. Los dos, en el corto
espacio de unos días: los de Pascua. Presentados los dos por la Iglesia en la misma celebración
de este Domingo de Ramos. Dos gritos antagónicos. Uno de triunfo: “¡Viva el Hijo de David!
¡Bendito el que viene!”. Otro de muerte: “¡Que lo crucifiquen!”.
¿Cómo es posible que la gente cambie tanto en tan poco tiempo? La clave habrá que buscarla
en los vaivenes imprevisibles del corazón de los hombres; o en el juego de intereses de los que
mandan; o en lo cortas que suelen ser las raíces de la humana gratitud.
Los dos gritos resuenan, simultáneamente, en el corazón de ese Jesús que, montado en una
borrica, entra voluntaria y gloriosamente en Jerusalén, lugar de su derrota y de su triunfo. Pero
Él tiene otra clave para armonizarlos, para comprenderlos, para relativizarlos: el amor. Un
amor que le hace ir al encuentro de la cruz: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban”. Un
amor que lo empuja a despojarse de su rango, y tomar “la condición de esclavo”. Un amor que
lo hace capaz de ver como desde fuera, como desde arriba, las traiciones y los odios que se
están conjurando contra Él.
Nosotros, desde la acera, a resguardo de sobresaltos, vemos pasar la comitiva. La de hoy y la
del Viernes Santo. Y las procesiones, una tras otra. Vemos pasar –hechos también procesión-
los dolores y las amarguras de unos hermanos que, muy cerca de nosotros, sufren y mueren.
Nosotros, en la acera. No bajamos al ruedo donde se lidia la vida. No acabamos de meternos
en la hondura comprometida de una liturgia, que en estos días pincha y quema, sangra,
enardece y revienta de gozo. No acabamos de entrar en el drama que envuelve hoy al mundo
por los cuatro costados; y, en el cual, ser espectador suena a bofetada. Somos una comparsa
gris, manejada, impersonal, que grita lo que manden -¡viva!, o ¡muera!-, siempre al dictado de
los colores que ese año se lleven en la bandera.
¿Será así esta vez, amigo? ¿O ha llegado ya la hora de tomar partido? ¿Estaremos este año,
por fin, junto a Cristo, sean cuales fueren los gritos de los espectadores de siempre? ¿Sea
Domingo de Ramos, o Viernes Santo?
PARA TU REFLEXIÓN Y COLOQUIO:
¿Has pensado si estás a menudo del lado del inocente?
¿Has sido espectador pasivo de situaciones?
¿En qué cambia Jesús tu historia personal?