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EL RIESGO DE CREER 
Cuando nos referimos a un riesgo, de inmediato pensamos en algún tipo de peligro 
para nuestra vida o nuestra existencia. Sin embargo, no significa únicamente un 
peligro, sino una aventura en la que se pone en juego la permanencia de lo que se 
tiene o se es, la pérdida de lo mismo, o en el mejor de los casos, una ganancia. Es el 
caso del acto mismo de la fe, entendida como creer en Aquél a quien no vemos, pero 
en Quien nos sabemos confiados. Suele suceder que esta confianza sea el mero 
resultado del buen progreso de una situación complicada en nuestra vida. 
Tendríamos a un Dios de bolsillo, al que acudimos únicamente cuando hay 
dificultades; un Dios refugio después de la tormenta. En tal caso, Dios vino en 
nuestro auxilio y por eso creo. En efecto, Dios siempre toma la iniciativa: actúa para 
que nosotros, libremente, actuemos también. Creer, entonces, viene a ser todo un 
riesgo: el riesgo de continuar como si nada hubiese pasado (“estuve en problemas, 
los solucioné, y ahora todo va bien; sigo siendo el mismo”); el riesgo de perder la fe, 
quizás por considerarnos inauditos (“Dios no me oye, Dios no existe”); y el 
maravilloso riesgo de ganar con Dios, “que no quita nada y lo da todo” (Benedicto 
XVI), no por el hecho de que Dios efectivamente escuchó la plegaria, sino por la 
experiencia de encontrarse con Él y cambiar rotundamente de mentalidad 
(metanoia), cambiar los principios que rigen la vida, es decir, convertirse a Dios. 
En el caso de la mayoría de conversiones, se ha escuchado hablar de Dios antes del 
acontecimiento como tal. Es decir, al menos por cultura general, se sabe que 
probablemente o efectivamente existe un Dios. Sin embargo, no se siente interés 
alguno de acercarse a Él para conocerlo, bien porque implica un compromiso, bien 
por la simple indiferencia, o sencillamente por considerarlo innecesario. Luego, 
Dios –al menos conceptualmente- ya ha estado en mi vida. Convertirse significa 
“volver a Él”. No es posible volver a donde nunca se estado, o reencontrarse con
alguien a quien nunca se ha visto. No. Aún implícitamente, Dios ha estado con cada 
persona. En el caso de los niños que son bautizados, aún cuando ellos no han 
decidido libremente ser bautizados, Dios está con ellos, y pone en su corazón el 
deseo de volver; en la Iglesia primitiva era mucho más certero el cambio, pues 
libremente un adulto moralmente optaba por ser bautizado. Su conversión había sido 
previa. El bautismo implica siempre una inmersión en el misterio de Cristo, unirse 
con Él en la muerte y resurrección, en la asombrosa dependencia que engendra y 
forma, y que conduce a la elaboración de un programa de vida en Dios. En cierto 
modo, obliga a la conversión. 
Sin embargo, la conversión puede verse desde tres perspectivas: la primera, 
conversiones dominadas por la inquietud, un deseo constante de conocer la verdad, y 
por la vía de la razón, hallarla finalmente en la vida de Dios, en la Iglesia. La 
segunda, conversiones en que predomina la realización de un ideal puro, en las que 
se encuentra la plenitud espiritual luego de un proceso de formación. Y la tercera, la 
más común de todas, las conversiones de tipo emocional: un acontecimiento límite o 
extraordinario en la vida que conduce a buscar auxilio y encontrarlo en Dios; con la 
natural tendencia a una confusión, la sensiblería puede tornarse en fanatismo, pero 
en el mejor y más correcto de los caso, el sentimiento debe conduce a la conciencia 
de necesitado de Dios. Podría resultar peligroso insistir demasiado en los aspectos 
espectaculares, incluso algo románticos, de una conversión repentina, sobre todo si 
es fruto de un choque sentimental. 
El caso de las conversiones juveniles y de otras que pueden asemejarse por su modo, 
analizadas desde la psicología, es visto como el deseo de escapar a ciertos hábitos de 
pecado que pesan precisamente en la edad en que se busca conquistar y afirmar la 
propia síntesis. Además, como no se bastan a sí mismos, buscan un amigo poderoso 
que les complete, les apacigüe y permita compensar sus fracasos. Feuerbach hablaba 
de una proyección de la incapacidad humana en Dios. Lo que el hombre no puede, 
lo proyecta en Dios. Este peligro existe. El hecho de que el joven se convierta por
esta razón. Hace parte de la labor de la Iglesia, acompañarlos para el correcto 
enfoque de su nuevo estilo de vida. 
El riesgo de creer tampoco implica la mera palabrería de creer, de religiosidad. Al 
contrario, procura evitarla. La verdadera religión consiste en dejarse modelar por 
Dios a su imagen y dejarse interrogar totalmente por El, en el absoluto de la fe y del 
amor, que se manifiesta plenamente en las obras del creyente, no en cuanto 
filantropía, sino en auténtica caridad. Obras de penitencia, que manifiestan 
exteriormente -sin algún tipo de “mostrario mediático” para que todos vean, sino en 
intimidad- el deseo firme de ser alguien nuevo, un vaso nuevo moldeado por Dios. 
Es la aceptación de la llamada de Cristo al arrepentimiento, la conversión y la fe. 
Este cambio de vida, profundo e interior, conlleva un desprecio y detestación del 
pecado, sin la presunción de estar libre de una nueva caída, pero con la certeza de la 
gracia y con el firme compromiso del esfuerzo constante por evitarlo. Ese cambio de 
vida corresponde al acto decisivo y completamente inaudito de Dios viniendo a 
liberarnos y perdonar los pecados. En este sentido, procesualmente, el hombre se 
arrepiente y hace penitencia, luego se entrega voluntaria y enteramente a Dios en 
respuesta a su divina y providencial iniciativa, y finalmente prolonga en su vida las 
consecuencias de esa entrega. En cierto modo, una especie de infancia espiritual, en 
la que como niños se reciben cuidados, se responde con buen comportamiento y 
confianza, y se prolonga en los valores que se han aprendido. Dios se ha arriesgado 
a amarnos, vale la pena que el hombre se arriesgue a amar a Dios, que toma la 
iniciativa de la llamada y espera de nosotros una respuesta que se prolongue a los 
largo de nuestra existencia. El riesgo de creer es ganar una vida enteramente para 
Dios. 
Norberto Pineda Montes 
III Th.

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El riesgo de creer

  • 1. EL RIESGO DE CREER Cuando nos referimos a un riesgo, de inmediato pensamos en algún tipo de peligro para nuestra vida o nuestra existencia. Sin embargo, no significa únicamente un peligro, sino una aventura en la que se pone en juego la permanencia de lo que se tiene o se es, la pérdida de lo mismo, o en el mejor de los casos, una ganancia. Es el caso del acto mismo de la fe, entendida como creer en Aquél a quien no vemos, pero en Quien nos sabemos confiados. Suele suceder que esta confianza sea el mero resultado del buen progreso de una situación complicada en nuestra vida. Tendríamos a un Dios de bolsillo, al que acudimos únicamente cuando hay dificultades; un Dios refugio después de la tormenta. En tal caso, Dios vino en nuestro auxilio y por eso creo. En efecto, Dios siempre toma la iniciativa: actúa para que nosotros, libremente, actuemos también. Creer, entonces, viene a ser todo un riesgo: el riesgo de continuar como si nada hubiese pasado (“estuve en problemas, los solucioné, y ahora todo va bien; sigo siendo el mismo”); el riesgo de perder la fe, quizás por considerarnos inauditos (“Dios no me oye, Dios no existe”); y el maravilloso riesgo de ganar con Dios, “que no quita nada y lo da todo” (Benedicto XVI), no por el hecho de que Dios efectivamente escuchó la plegaria, sino por la experiencia de encontrarse con Él y cambiar rotundamente de mentalidad (metanoia), cambiar los principios que rigen la vida, es decir, convertirse a Dios. En el caso de la mayoría de conversiones, se ha escuchado hablar de Dios antes del acontecimiento como tal. Es decir, al menos por cultura general, se sabe que probablemente o efectivamente existe un Dios. Sin embargo, no se siente interés alguno de acercarse a Él para conocerlo, bien porque implica un compromiso, bien por la simple indiferencia, o sencillamente por considerarlo innecesario. Luego, Dios –al menos conceptualmente- ya ha estado en mi vida. Convertirse significa “volver a Él”. No es posible volver a donde nunca se estado, o reencontrarse con
  • 2. alguien a quien nunca se ha visto. No. Aún implícitamente, Dios ha estado con cada persona. En el caso de los niños que son bautizados, aún cuando ellos no han decidido libremente ser bautizados, Dios está con ellos, y pone en su corazón el deseo de volver; en la Iglesia primitiva era mucho más certero el cambio, pues libremente un adulto moralmente optaba por ser bautizado. Su conversión había sido previa. El bautismo implica siempre una inmersión en el misterio de Cristo, unirse con Él en la muerte y resurrección, en la asombrosa dependencia que engendra y forma, y que conduce a la elaboración de un programa de vida en Dios. En cierto modo, obliga a la conversión. Sin embargo, la conversión puede verse desde tres perspectivas: la primera, conversiones dominadas por la inquietud, un deseo constante de conocer la verdad, y por la vía de la razón, hallarla finalmente en la vida de Dios, en la Iglesia. La segunda, conversiones en que predomina la realización de un ideal puro, en las que se encuentra la plenitud espiritual luego de un proceso de formación. Y la tercera, la más común de todas, las conversiones de tipo emocional: un acontecimiento límite o extraordinario en la vida que conduce a buscar auxilio y encontrarlo en Dios; con la natural tendencia a una confusión, la sensiblería puede tornarse en fanatismo, pero en el mejor y más correcto de los caso, el sentimiento debe conduce a la conciencia de necesitado de Dios. Podría resultar peligroso insistir demasiado en los aspectos espectaculares, incluso algo románticos, de una conversión repentina, sobre todo si es fruto de un choque sentimental. El caso de las conversiones juveniles y de otras que pueden asemejarse por su modo, analizadas desde la psicología, es visto como el deseo de escapar a ciertos hábitos de pecado que pesan precisamente en la edad en que se busca conquistar y afirmar la propia síntesis. Además, como no se bastan a sí mismos, buscan un amigo poderoso que les complete, les apacigüe y permita compensar sus fracasos. Feuerbach hablaba de una proyección de la incapacidad humana en Dios. Lo que el hombre no puede, lo proyecta en Dios. Este peligro existe. El hecho de que el joven se convierta por
  • 3. esta razón. Hace parte de la labor de la Iglesia, acompañarlos para el correcto enfoque de su nuevo estilo de vida. El riesgo de creer tampoco implica la mera palabrería de creer, de religiosidad. Al contrario, procura evitarla. La verdadera religión consiste en dejarse modelar por Dios a su imagen y dejarse interrogar totalmente por El, en el absoluto de la fe y del amor, que se manifiesta plenamente en las obras del creyente, no en cuanto filantropía, sino en auténtica caridad. Obras de penitencia, que manifiestan exteriormente -sin algún tipo de “mostrario mediático” para que todos vean, sino en intimidad- el deseo firme de ser alguien nuevo, un vaso nuevo moldeado por Dios. Es la aceptación de la llamada de Cristo al arrepentimiento, la conversión y la fe. Este cambio de vida, profundo e interior, conlleva un desprecio y detestación del pecado, sin la presunción de estar libre de una nueva caída, pero con la certeza de la gracia y con el firme compromiso del esfuerzo constante por evitarlo. Ese cambio de vida corresponde al acto decisivo y completamente inaudito de Dios viniendo a liberarnos y perdonar los pecados. En este sentido, procesualmente, el hombre se arrepiente y hace penitencia, luego se entrega voluntaria y enteramente a Dios en respuesta a su divina y providencial iniciativa, y finalmente prolonga en su vida las consecuencias de esa entrega. En cierto modo, una especie de infancia espiritual, en la que como niños se reciben cuidados, se responde con buen comportamiento y confianza, y se prolonga en los valores que se han aprendido. Dios se ha arriesgado a amarnos, vale la pena que el hombre se arriesgue a amar a Dios, que toma la iniciativa de la llamada y espera de nosotros una respuesta que se prolongue a los largo de nuestra existencia. El riesgo de creer es ganar una vida enteramente para Dios. Norberto Pineda Montes III Th.