1. EL RIESGO DE CREER
Cuando nos referimos a un riesgo, de inmediato pensamos en algún tipo de peligro
para nuestra vida o nuestra existencia. Sin embargo, no significa únicamente un
peligro, sino una aventura en la que se pone en juego la permanencia de lo que se
tiene o se es, la pérdida de lo mismo, o en el mejor de los casos, una ganancia. Es el
caso del acto mismo de la fe, entendida como creer en Aquél a quien no vemos, pero
en Quien nos sabemos confiados. Suele suceder que esta confianza sea el mero
resultado del buen progreso de una situación complicada en nuestra vida.
Tendríamos a un Dios de bolsillo, al que acudimos únicamente cuando hay
dificultades; un Dios refugio después de la tormenta. En tal caso, Dios vino en
nuestro auxilio y por eso creo. En efecto, Dios siempre toma la iniciativa: actúa para
que nosotros, libremente, actuemos también. Creer, entonces, viene a ser todo un
riesgo: el riesgo de continuar como si nada hubiese pasado (“estuve en problemas,
los solucioné, y ahora todo va bien; sigo siendo el mismo”); el riesgo de perder la fe,
quizás por considerarnos inauditos (“Dios no me oye, Dios no existe”); y el
maravilloso riesgo de ganar con Dios, “que no quita nada y lo da todo” (Benedicto
XVI), no por el hecho de que Dios efectivamente escuchó la plegaria, sino por la
experiencia de encontrarse con Él y cambiar rotundamente de mentalidad
(metanoia), cambiar los principios que rigen la vida, es decir, convertirse a Dios.
En el caso de la mayoría de conversiones, se ha escuchado hablar de Dios antes del
acontecimiento como tal. Es decir, al menos por cultura general, se sabe que
probablemente o efectivamente existe un Dios. Sin embargo, no se siente interés
alguno de acercarse a Él para conocerlo, bien porque implica un compromiso, bien
por la simple indiferencia, o sencillamente por considerarlo innecesario. Luego,
Dios –al menos conceptualmente- ya ha estado en mi vida. Convertirse significa
“volver a Él”. No es posible volver a donde nunca se estado, o reencontrarse con
2. alguien a quien nunca se ha visto. No. Aún implícitamente, Dios ha estado con cada
persona. En el caso de los niños que son bautizados, aún cuando ellos no han
decidido libremente ser bautizados, Dios está con ellos, y pone en su corazón el
deseo de volver; en la Iglesia primitiva era mucho más certero el cambio, pues
libremente un adulto moralmente optaba por ser bautizado. Su conversión había sido
previa. El bautismo implica siempre una inmersión en el misterio de Cristo, unirse
con Él en la muerte y resurrección, en la asombrosa dependencia que engendra y
forma, y que conduce a la elaboración de un programa de vida en Dios. En cierto
modo, obliga a la conversión.
Sin embargo, la conversión puede verse desde tres perspectivas: la primera,
conversiones dominadas por la inquietud, un deseo constante de conocer la verdad, y
por la vía de la razón, hallarla finalmente en la vida de Dios, en la Iglesia. La
segunda, conversiones en que predomina la realización de un ideal puro, en las que
se encuentra la plenitud espiritual luego de un proceso de formación. Y la tercera, la
más común de todas, las conversiones de tipo emocional: un acontecimiento límite o
extraordinario en la vida que conduce a buscar auxilio y encontrarlo en Dios; con la
natural tendencia a una confusión, la sensiblería puede tornarse en fanatismo, pero
en el mejor y más correcto de los caso, el sentimiento debe conduce a la conciencia
de necesitado de Dios. Podría resultar peligroso insistir demasiado en los aspectos
espectaculares, incluso algo románticos, de una conversión repentina, sobre todo si
es fruto de un choque sentimental.
El caso de las conversiones juveniles y de otras que pueden asemejarse por su modo,
analizadas desde la psicología, es visto como el deseo de escapar a ciertos hábitos de
pecado que pesan precisamente en la edad en que se busca conquistar y afirmar la
propia síntesis. Además, como no se bastan a sí mismos, buscan un amigo poderoso
que les complete, les apacigüe y permita compensar sus fracasos. Feuerbach hablaba
de una proyección de la incapacidad humana en Dios. Lo que el hombre no puede,
lo proyecta en Dios. Este peligro existe. El hecho de que el joven se convierta por
3. esta razón. Hace parte de la labor de la Iglesia, acompañarlos para el correcto
enfoque de su nuevo estilo de vida.
El riesgo de creer tampoco implica la mera palabrería de creer, de religiosidad. Al
contrario, procura evitarla. La verdadera religión consiste en dejarse modelar por
Dios a su imagen y dejarse interrogar totalmente por El, en el absoluto de la fe y del
amor, que se manifiesta plenamente en las obras del creyente, no en cuanto
filantropía, sino en auténtica caridad. Obras de penitencia, que manifiestan
exteriormente -sin algún tipo de “mostrario mediático” para que todos vean, sino en
intimidad- el deseo firme de ser alguien nuevo, un vaso nuevo moldeado por Dios.
Es la aceptación de la llamada de Cristo al arrepentimiento, la conversión y la fe.
Este cambio de vida, profundo e interior, conlleva un desprecio y detestación del
pecado, sin la presunción de estar libre de una nueva caída, pero con la certeza de la
gracia y con el firme compromiso del esfuerzo constante por evitarlo. Ese cambio de
vida corresponde al acto decisivo y completamente inaudito de Dios viniendo a
liberarnos y perdonar los pecados. En este sentido, procesualmente, el hombre se
arrepiente y hace penitencia, luego se entrega voluntaria y enteramente a Dios en
respuesta a su divina y providencial iniciativa, y finalmente prolonga en su vida las
consecuencias de esa entrega. En cierto modo, una especie de infancia espiritual, en
la que como niños se reciben cuidados, se responde con buen comportamiento y
confianza, y se prolonga en los valores que se han aprendido. Dios se ha arriesgado
a amarnos, vale la pena que el hombre se arriesgue a amar a Dios, que toma la
iniciativa de la llamada y espera de nosotros una respuesta que se prolongue a los
largo de nuestra existencia. El riesgo de creer es ganar una vida enteramente para
Dios.
Norberto Pineda Montes
III Th.