TIPOLOGÍA TEXTUAL- EXPOSICIÓN Y ARGUMENTACIÓN.pptx
Cultura vocacional entre los bautizados
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¿Cómo lograr una cultura vocacional en todos los bautizados?
Al inicio de esta charla, quisiera proponer una palabra, o más bien, un sentimiento:
fascinación.
La palabra viene del latín «fascinatio», que sería el verbo fascinar el cual procede de un
sustantivo: «fascinum» que significa embrujo o encantamiento. Lo fascinante, pues, es algo
que atrapa, embeleza, lo cual significa que es un fenómeno emocional, no racional.
Con cada vez que te veo
nueva admiración me das,
y cuando te miro más
aun más mirarte deseo.
Ojos hidrópicos creo
que mis ojos deben ser;
pues cuando es muerte el beber,
beben más, y de esta suerte,
viendo que el ver me da muerte,
estoy muriendo por ver.
Se trata de una condición altamente subjetiva, lo que a mí me toca, o me fascina, en estas
condiciones, difícilmente lo hará con otra persona, por ejemplo, un hermano o hermana. Lo
cual nos puede responder al por qué muchos de nosotros, queriendo un hermano o hermana
religiosa, no podemos tenerlo porque no siente la misma atracción que nosotros.
Se refiere a alguien que está sorprendido muy gratamente, maravillado por algo o por
alguien. Ahora bien, esto nos hace pensar que no se refiere sólo a un sentimiento fuerte, que
atrapa, que cautiva, sino que lo hace en modo positivo en nosotros. (Poema, por ejemplo,
Llama de amor viva). El fascinado se queda con la boca abierta, perplejo, emocionado.
En la antigüedad, los hombres y mujeres se sintieron fascinados por los fenómenos
naturales, tanto así, que les dio por pensar que eran dioses, por ejemplo: la luna, el sol o las
tormentas.
Pero también puede haber fascinación en una obsesión, la cual ocurre con aquellas
personas que idealizan, por ejemplo, un jugador de futbol, un político, un actor, etc. Lo
mismo puede haber obsesión con respecto a proyectos, ideas o planes de vida. En esos casos,
se da lugar a un fanatismo el cual hace ver de modo unilateral sólo los aspectos positivos,
enamorarse de ellos y convertirlos en el centro de la vida o, cuanto menos, de los
pensamientos.
En fin, estamos hablando de un sentimiento poderoso, pero que produce en mi persona
algo de positivo, no obstante no es un fanatismo, porque aquello de positivo que le encuentro
lo veo también junto a otros elementos negativos. Es decir, la fascinación es fruto de un poner
en la balanza y, a pesar del posible contrapeso que pueda experimentar, lo positivo pesa más
¡y en qué manera!
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Para ir más a lo concreto, les invito a pensar en la idea que al inicio del camino que las
llevó a la consagración tenían ustedes acerca de la vida religiosa. Probablemente era un
sentimiento más cercano al fanatismo que a la fascinación. No pensábamos, en aquél
entonces, que nos habríamos de encontrar con tanta desilusión como quizá hemos tenido que
experimentar hasta hoy. No teníamos la capacidad de pensar que dentro de la vida consagrada
se pudiera vivir un cierto fariseísmo, falsedad, incluso pecado, como quizá hoy lo sabemos.
No sabíamos lo que sabemos hoy ¡no había modo de saberlo!
Si hoy esta vida nos ilusiona y nos crea fuertes sentimientos quizá podamos hablar más
de fascinación que de obsesión o fanatismo. Entonces, quizá la fascinación no viene a
nosotros sin cierta lucha, en la presencia de cierto desgaste, enfrentamiento, fracasos, golpes,
desilusiones. No sin haber hecho las verdaderas renuncias de la vida las cuales, no me dejarán
mentir, no son las que hacemos el día de la consagración: son aquéllas que vienen después.
No sé si ustedes han contemplado alguna vez de cerca la posibilidad de un «Plan B».
Hablo de la posibilidad de comenzar un proyecto de vida desde cero. Obviamente cancelando
o haciendo de lado el proyecto de vida actual. Yo siempre fui enemigo del pensar en un «Plan
B», y en mis tiempos de formador solía decir a los muchachos que el famoso «Plan B» es
fruto solo de una tentación y que, en nosotros, es inconcebible tenerlo.
Acabo de encontrar un libro que me hizo pensar en modo distinto, no en el tener previsto
un plan de escape en caso mi vida como consagrado a Dios no funcione, sino en aprender a
ver las cosas en un modo que antes no hubiera pensado. Se llama el libro «Plan B. La fe, el
amor y la vida con Dios en un mundo imperfecto». ¿Ven cómo es de bonito este título? No
nos encontramos en un mundo perfecto, nuestra consagración a Dios no supone un mundo
perfecto: una Iglesia perfecta, una congregación perfecta, una superiora perfecta, un
sacerdote perfecto…
Cuenta la autora que, una vez, después de una fuerte discusión con el hijo, sintió el deseo
de hacer alguna locura. Al menos de maldecir a su hijo, y fue tan violenta la pelea, el hijo es
un adolescente, que mejor salió a caminar a un monte que está al frente de su casa. Tenía
fuertes deseos de encontrar a Dios, o de hacer un fuerte momento de oración. Llegando al
monte a donde se dirigía, se sentó en un árbol para comenzar su proceso de encuentro con
Dios. Apenas se sentó comenzó a sentir un fuerte olor a excremento de perro, y se dio cuenta
que se había parado en una de esas cosas. Se sintió de lo peor, pero comenzó a limpiar
afanosamente su zapato. Mientras lo hacía comenzó a llover. Tenía todos los elementos
servidos para sentirse peor de aquello que había pisado y, no obstante, se dio cuenta que
empezó a sentir una gran felicidad. Ahí donde estaba sentada, con la fina lluvia que
descendía, se sintió fortalecida, animada, feliz. Se puso en pie y volvió a casa para hacer las
pases con su hijo. Finaliza diciendo: «No sé por qué Dios simplemente no hace desaparecer
nuestras dificultades y frustraciones. No sé por qué lo máximo a lo que podemos aspirar
ciertos días es a sentirnos un poco menos locos que el día anterior, menos decepcionados con
nosotros mismos. No sé por qué es preciso que nos sintamos tan vulnerables para poder
conectar con Dios, e incluso a veces con nosotros mismos».
El Papa Benedicto escribió: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una
gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo
horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (DCE 1). Y de aquí nace, entonces,
nuestro primer punto: ¿Cómo lograr una cultura vocacional en todos los bautizados? Con el
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encuentro con Cristo, con la fascinación que produce el encuentro con su persona, con su
proyecto y, en definitiva,, con el evangelio.
«El más excelso acto de amor que puedes realizar no es un acto de servicio, sino un acto
de contemplación, de visión: cuando sirves a las personas, lo que haces es ayudar, apoyar,
consolar, aliviar su dolor… cuando las ves en su belleza y bondad interiores, lo que haces es
transformar y crear». (Anthony de Mello).
De hecho, la cultura vocacional, que no es un producto terminado sino un proceso
continuo de creación y socialización, es el modo de vida de una comunidad que deriva de su
modo de interpretar la vida y las experiencias vitales y que involucra a sus miembros, de
manera personal e interpersonal, en algo que se cree, de lo que todos están convencidos, que
genera opciones y compromisos y, así, se convierte en patrimonio común”. (Cf. CELAM.
Documento Conclusivo del II Congreso Latinoamericano de Vocaciones).
Volvemos la mirada ahora a lo que consideramos “cultura” y nos encontramos con que se
refiere, en primer lugar, a una mentalidad, un conjunto de principios que dan sentido a la
realización de la persona humana, es nuestro caso, en la relación con Dios, y se convierte en
forma de vida. Ello, posteriormente lo podemos conocer como una “teología vocacional”.
Podríamos decir que es, según el concepto anterior, un modo de interpretar la vida y las
experiencias vitales, o bien, algo que se cree.
Pero cultura es, también, la sensibilidad, es decir, el conjunto de motivaciones que dan
significado e impulso a la realización de la persona humana en relación con Dios, con los
hermanos y con la creación; es el paso de la teología a la experiencia personal,
individualizadora, al ejercicio de apropiación que de ella hace cada creyente. Ello lo
conocemos como espiritualidad vocacional, o bien, según nuestro concepto, algo de lo que
estamos convencidos y que genera opciones.
El Documento de Aparecida, nuevamente, manifiesta: “Damos gracias a Dios y nos
alegramos por la fe, la solidaridad y la alegría, características de nuestros pueblos trasmitidas
a lo largo del tiempo por las abuelas y los abuelos, las madres y los padres, los catequistas,
los rezadores y tantas personas anónimas cuya caridad ha mantenido viva la esperanza en
medio de las injusticias y adversidades” (DA 27).
El Papa Francisco ha dicho que: "La evangelización, en nuestro tiempo, sólo será posible
por medio del contagio de la alegría” (Discurso, 06 de febrero de 2014).
A propósito de la alegría, el Documento de Aparecida expresa: “La alegría que hemos
recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado
y redentor, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades;
deseamos que la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del
pecado y de la muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino pidiendo limosna y
compasión (cf. Lc 10, 29-37; 18, 25-43). La alegría del discípulo es antídoto frente a un
mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. La alegría del
discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que
serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios. Conocer a Jesús
es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo
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mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro
gozo” (DA 32).
Nuestro segundo elemento, probablemente, sea el contagio. El Papa Juan Pablo II habló
de actitudes vocacionales de fondo, es decir: Se trata de lograr una cultura que permita al
hombre moderno volverse a encontrar a sí mismo, recuperando los valores superiores de
amor, amistad, oración y contemplación. Este mundo, atormentado por transformaciones a
menudo lacerantes, necesita más que nunca el testimonio de hombres y mujeres de buena
voluntad y, especialmente, de vidas consagradas a los más altos y sagrados valores
espirituales, a fin de que a nuestro tiempo no le falte la luz de las más elevadas conquistas
del espíritu (XXX Jornada de oración por las vocaciones, 1993, #2).
El testimonio de vida especialmente debe tocar los corazones de los jóvenes que, muy a
menudo, la cultura actual los induce a contentarse con proyectos de vida modestos, muy por
debajo de sus posibilidades.
Un tercer elemento de la cultura es la creación de los elementos pedagógicos, puesto que
las convicciones necesitan compromisos concretos, y los compromisos necesitan un estilo de
vida, un proceso educativo de la coherencia que permite que la teología y la sensibilidad se
traduzcan en gestos consecuentes de la vida diaria. El fomento de la cultura vocacional así
entendida lleva a que en la Iglesia cada uno sea responsable de la vocación de los demás y
no se preocupe solo por su propia vocación como si esta fuera su propiedad exclusiva, en
función de su autorrealización.
El Mensaje de la XXX jornada de oración por las vocaciones dice: Diríjanse a los jóvenes,
haciéndoles sentir la hermosura del seguimiento del Señor y acompañándoles a lo largo del
camino, difícil a veces, de la vida, sobre todo testimoniando con su vida la alegría de estar al
servicio de Dios.
(Rayner MARÍA RILKE, Cartas a un joven poeta, Worpswede, cerca de Bremen, a 16 de
julio de 1903)
Por ser usted tan joven, estimado señor, y por hallarse tan lejos aún de todo comienzo, yo
querría rogarle, como mejor sepa hacerlo, que tenga paciencia frente a todo cuanto en su
corazón no esté todavía resuelto. Y procure encariñarse con las preguntas mismas, como si
fuesen habitaciones cerradas o libros escritos en un idioma muy extraño. No busque de
momento las respuestas que necesita. No le pueden ser dadas, porque usted no sabría vivirlas
aún -y se trata precisamente de vivirlo todo. Viva usted ahora sus preguntas. Tal vez, sin
advertirlo siquiera, llegue así a internarse poco a poco en la respuesta anhelada y, en algún
día lejano, se encuentre con que ya la está viviendo también. Quizás lleve usted en sí la
facultad de crear y de plasmar, que es un modo de vivir privilegiadamente feliz y puro.
Edúquese a sí mismo para esto, pero acoja cuanto venga luego, con suma confianza. Y
siempre que ello proceda de su propia voluntad o de algún hondo menester, écheselo a cuestas
sin renegar de nada.
Queremos una respuesta inmediata y, la verdad, creo que estamos muy lejos de ella si
entendemos que la cultura vocacional sea solamente una estrategia para atraer más
vocaciones, para llenar seminarios y casas de formación y para lograr que muchos jóvenes y
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señoritas se casen. La pastoral vocacional es una pastoral de preguntas, y no hay una sola, y
no hay tampoco una sola respuesta sino que cada uno debe formular la propia respuesta.
¿Cuál es esa respuesta? Les leo lo siguiente:
(Rayner MARÍA RILKE, Cartas a un joven poeta, 17 de febrero de 1903)
Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a
otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente
inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien - ya que me
permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera,
y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar.
Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir
el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo
de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse
en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada
de su noche: "¿Debo yo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta
profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Si
debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que
hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio
de ese apremiante impulso.
Por último, hay que recordar que somos simples instrumentos, no nos toca a nosotros tener
LA RESPUESTA como si se tratara de arreglar el mundo y todos sus problemas de una sola
vez.
A veces en la vida nos hemos encontrado con hombres que han tenido la capacidad de
transmitirnos la semilla de la Palabra de Dios, y hasta supieron encontrar la forma de que esa Palabra
fuera llegadora y exigente. Entusiasmados por su mensaje y confiados en su liderazgo, nos
embarcamos en un compromiso que nos llevó lejos.
Pero un buen día, el horizonte se nos nubló. La persona en la que habíamos puesto nuestra
confianza, flaqueó y pareció borrar con el codo todo lo que había escrito con la mano. Y entonces
puede ser que nos haya puesto en crisis nuestra fe y nuestro compromiso con la Palabra de Dios.
En varios recodos de mi vida he tenido esta experiencia. Y a veces &endash; si me permitís que
te sea sincero - tuve miedo de ser yo esa persona para la vida de los demás. Porque: ¿quién puede
estar seguro de que será siempre fiel a la Palabra de Dios que transmite?
No sé como explicártelo, por eso te cuento un caso. Este no es un cuento. Es una parábola real.
Teníamos en el campo una vieja sembradora. Un largo cajón de chapa, pintado de colorado,
descansaba sobre eleje que a intermitencias se conectaba con engranajes y otros artilugios que daban
a los engranajes, la semilla caía dentro de unos tubos de hojalata articulados en forma de resortes.
De allí saltaba al pequeño surco que justo delante del tubo iban abriendo dos discos de hierro, para
ser enseguida tapadas por la tierra que sobre ella tiraban dos patitas que venían más atrás.
En fin: una maravilla de aparato. Almenos así nos parecía a nosotros los niños, para quienes todo
lo que fuera mecánica y engranajes nos fascinaba. Sobre todo nos admiraba ver a los mayores que,
en los días anteriores a la siembra, armaban y desarmaban bujes, engrasaban ejes y estiraban correas
con una sabiduría que nosotros contemplábamos absortos. La sincronización de tantos elementos, que
nosotros no lográbamos entender, nos parecía casi cosa de magia. Realmente la sembradora era una
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gran máquina. Podía sembrar elalgodón en surcos equidistantes y en cada surco las plantas guardaban
la distancia justa unas con otras. Cuando los mayores insistían en que la máquina ya era vieja y no
rendía el trabajo, nosotros los pequeños no entendíamos el por qué.
Pero un año el algodón anduvo muy bien. En casa se hablaba de renovar las herramientas. Y un
día vino un señor a hablar de negocios. A la semana en el patio apareció una sembradora nueva,
distinta de la que conocíamos, recién pintada. La admirados pero no la entendimos. Y con la llegada
de la nueva, la vieja máquina de cajón y engranajes fue desarmada. Los fierros fueron a parar detrás
del galpón, donde se amontonaron con otros similares y diferentes que procedían de los instrumentos
más variados. Las ruedas y el eje se vendieron a un vecino. Y el largo cajón se llevó al gallinero,
donde terminó siendo el cobijo para las ponedoras. Fue el único identificable de la vieja máquina que
seguimos viendo aún por varios años.
La experiencia del derrumbe de nuestra vieja amiga de infancia podría haberme hecho perder el
cariño y la fe por los algodonales si no fuera porque los seguía viendo surgir año a año de nuevo en
los campos. Porque la verdad del algodón no dependía de la sembradora. Esta había sido simplemente
un vehículo para poner en relación las dos cosas verdaderamente importantes: la tierra y la semilla.
La verdad del algodonal descansaba en la fertilidad de la tierra y en la fecundidad de la semilla.
La verdad de un compromiso no depende la coherencia de vida del que te lo transmitió. Depende
de la fertilidad de la Palabra de Dios y de la fecundidad de tu corazón.