1. Tomó la medicación de las 11 mientras anotaba en su mente
una noche más. El gesto, casi inconsciente, convertido ya
en un hábito tedioso, anunciaba un posible descanso, y
sin embargo marcaba a la vez el comienzo de la batalla
nocturna. La espera angustiante del sueño, las madrugadas
insomnes y las horas lentas; los cambios de postura, la
alteración por el menor de los ruidos, la lámpara
encendida, apagada y vuelta a encender.
Él la amaba. Tras seis años de noviazgo y doce de
matrimonio, había aprendido a convivir con sus rarezas,
sabía ya tratar con los fantasmas que de pronto la
atacaban, y aceptaba la lucha diaria a la que se veía
arrastrado. Cuando se miraban, confluían el amor
incondicional y desinteresado de él con la culpa y el
agradecimiento de ella. Sus ojos de mujer cansada, sus
manos frías y su sonrisa torcida le daban sin cesar, y a
su manera, las gracias. Quería a su esposo. Aunque a
veces ese amor se viese nublado, desplazado a un segundo
plano por su propio drama, por ese recuerdo que todo lo
empañaba, ella le quería.
I
Miriam no logró conciliar el sueño hasta las 4 menos
cuarto de la madrugada. Eric hacía rato que dormía, y
había en el murmullo suave de sus ronquidos algo que le
hacía sentirse protegida. No obstante, a las 5:10 Miriam
se despertó de nuevo, exaltada e inquieta, con la
respiración agitada y ríos de sudor caliente
recorriéndole la espalda. Comprobó - como cada noche
después de la pesadilla - que Eric seguía a su lado, y
palpó el colchón con las dos manos, presa de su miedo
irracional de siempre. Se incorporó sigilosa, y entre
aturdida y exhausta abandonó la habitación.
II
A Eric todavía le daba un pequeño vuelco el corazón
cuando abría los ojos y no encontraba a su mujer al lado;
aunque el paso de los días no había conseguido aún
inmunizarle contra el susto momentáneo, unos segundos
después recordaba, cansado pero tranquilo, quién era él y
quién era Miriam, y se dirigía sin pensar al baño.
2. III
La encontró desnuda en el agua, en pleno ritual de
limpieza post-nithgtmare, despojándose (o intentándolo)
de la escena ficticia que desde hacía tanto la perseguía.
Eric la miró y sonrió tiernamente, arrodillándose y
apoyando en el borde de la bañera la barbilla. Ella
también sonrió, pero su sonrisa era fruto de una
resignación adquirida, era pequeña, era un “ya ves, amor,
aquí sigo”.
- Hola, mi vida – dijo Eric.
- Te he despertado – murmuró ella con voz ronca y
apagada.
- No, no, iba a levantarme de todas formas. Has vuelto a
soñarlo, ¿no?
Miriam asintió con pesar a la vez que cerraba los ojos,
como si fuese incapaz de seguir sosteniendo el peso de
los párpados o de la monotonía: la respuesta idéntica
para la pregunta fatídica. Eric desplegó su brazo
izquierdo y lo sumergió en el agua hirviendo, a la altura
del ombligo de Miriam.
- Algún día terminará, estoy seguro.
Acarició muy despacio el vientre de su esposa, rodeó con
el índice su pecho, todavía firme, y se posó en su tórax.
Miriam no abrió los ojos. Sacó ambas manos del agua y las
puso sobre las de su marido, apretándolas tanto contra su
cuerpo que Eric temió hacerla daño.
Pasaron así minutos, quién sabe si horas o siglos.
IIII
Había algo diferente aquella noche; algo que acechaba a
escondidas y advertía del peligro, algo casi
imperceptible, casi inexistente, como el recuerdo que en
vano intentamos atrapar cuando ya lo han ahogado las
mareas de la memoria. Había esa noche, como digo, un
temblor inusual en el agua, como si un ente invisible
vagara entre ellos intentando arrebatarles la paz, la
única que tenían, la paz del alba. Era, de todas formas,
una sensación tan vaga, y la transformación del ambiente
había sido tan sutil, que resultaba un exceso ponerse a
hablar del tema. Pero ellos dos se miraron en
complicidad, hablando como siempre con los ojos,
3. comentando la aparición del tercer acompañante. “Sí, yo
también lo he notado, mi vida. No, no hay nadie más en
casa que tú y yo”. La mirada húmeda de ella buscó, como
siempre, la tranquilidad y la esperanza en la de él, y
las respuestas a sus preguntas mudas. Él, fuente de sus
fuerzas, escudo de sus demonios, ¡su cadena a la vida! Su
cadena a la vida...
De pronto Miriam reparó con más detalle en su esposo, que
había cerrado otra vez los ojos y parecía haber
desfallecido en un instante. Se dio cuenta con tristeza
de que le había hecho envejecer de golpe, sin justicia;
le había robado un tiempo que debía haber sido para él,
le había privado de muchas alegrías, de muchas noches con
amigos y bares, de muchas vacaciones en la playa, de
mucha luz, ¡de mucha vida! Aunque siempre había sido
consciente (y no era especialmente grato) del enorme
sacrificio que, por amor, hacía él para seguir a su lado,
sólo entonces, viendo a su marido desplomado en el suelo
del baño, la cabeza apoyada malamente en la pared y el
gesto abatido, sólo entonces cayó en la cuenta de que él
había dado su vida por ella.
Eric sonrió una vez más, como si de nuevo adivinase la
pena y culpa de su amada, y sin abrir los ojos si quiera,
dijo:
- Aunque no lo creas, princesa, no me arrepiento de haber
tenido esta vida.
A estas palabras, posadas ya en su lecho de muerte, les
siguió el llanto amargo y agudo de Miriam, que de un
salto salió de la bañera a reunirse con su esposo. Se
sentó mojada y desnuda en sus piernas, y frente a frente,
agarrándole el rostro con ambas manos, le besó. Le besó
con fuerza, con toda la que él le había regalado en sus
18 años de relación, le besó llorando, llorando de
gratitud y de dolor, de cansancio y devoción; y le abrazó
empapada.
V
No dejó de besarle hasta llegar a la cama. Los roles
parecían habían cambiado en poco tiempo: ahora era él
quien jadeaba y se arrastraba torpemente, y ella quien le
protegía con su abrazo y su ternura.
Ayudó a su marido a tumbarse, le arropó y se acurrucó a
su lado.
4. - Perdóname, Eric – sollozó. Perdona mi egoísmo y mi
ceguera, perdóname.
Eric negó quedamente con la cabeza, un gesto que hacía
tiempo utilizaba para decir que “no había nada que
perdonar”, y habló despacio:
- Ve a casa de Carlos. Él cuidará de ti. Dile que..
- Shhh – le cortó ella, apoyando el índice en sus
labios. Carlos ya es mayor. Y además yo llevo años
haciéndolo todo a tu lado, Eric. Tú renunciaste a tu
vida por mí, así que si te estás yendo, me voy
contigo. Déjame que te regale yo también mi vida,
que te devuelva la que te he robado.
Eric no contestó. No tenía fuerzas ya, o tal vez estaba
conforme con la decisión de Miriam. “Así seguiremos
juntos”, pensó.
***
Y así se fueron los dos, abrazados, hacia un lugar del
que no sabían nada. Nada excepto que viajaban sin miedo,
pues seguían de la mano.
Parece ser cierto que a veces el amor nos mata.