1. El último adiós al viento.
Desvanecido en medio de una eterna penumbra olvidada, como un castillo en ruinas
azotado por el viento y el tiempo que se desangra, hora tras hora, entre múltiples
estertores y crueles espasmos.
Desolado en un frenesí de colores atemporales y sabores crepusculares, agrias y
dulces cenizas de una flor sin nombre brotan a manantiales de la boca del moribundo
soldado, tendido en un exterminado suelo, poblado por diversos recuerdos que calan los
huesos, y de quimeras que contaminan las almas.
El soldado está apoyado en su espada, rota y oxidada, su pecho descorazonado
sube y baja a un ritmo dictado por el canto de las aves.
La batalla hace mucho que ha terminado, pero él se ha alejado del campo del
enfrentamiento, y sentado al alero de un árbol.
Éste ahora lo mira, ensimismado en sus pensamientos que hablan en un idioma
que se parece al del mar. Su corteza descascarada no logra disimular cómo sus ríos de
ámbar corren por su piel, agrios y dulces como la flor que reposa en el estandarte del
soldado.
Ambos son uno, diluidos, compenetrados en un ritmo armonioso de auspiciosas
notas que sepultan con su belleza los rastros de la inexorable historia.
El destino improbable, la suerte de que la moneda caiga de canto les favorece.
Ahora que el tiempo ha pasado, el árbol seco sucumbe a la inclemencia del clima, y los
huesos del soldado, cubiertos por la maleza, son ahora, abono para la tierra. Reposando
en medio de una intangible eternidad, ambos funden sus ramas, sus manos; suspendidos
en la perpetuidad del paso de las páginas de un capítulo inconcluso. La paradoja de lo
desconocido provoca que, en el vacío, esta moneda caiga de canto.
Y el árbol y el hombre, con el último aliento, exclaman el último adiós al viento.
2. El sepelio del rey.
Seducido por una multitud de quimeras. Tu corazón les responde como un tambor
desaforado: no puede detenerse, no puede desfallecer. Resistes con entereza el primer
ataque, pero ello conlleva demasiada energía. Tus oídos te zumban, retumbando en el
interior de tu cabeza; el esfuerzo es extremo. La presión hace fluir la sangre por tus
narices, tus oídos, tu boca, tus ojos.
Estás cansado, muy casado. Tus piernas te tiemblan y amenazan con caer, tus
brazos en alto resisten el peso del mundo.
Acosado, seducido y ultrajado. Las quimeras no cesan en sus intentos por
quebrantar tu espíritu. Recuerda que tu corona era cada vez más pesada y difícil de
soportar; recuerda que tus ojos cansados s cerraban a cada instante, y que tus manos
marchitas sólo tocaban el reposa-brazos de tu trono, cubierto por el musgo, por la edad.
¿Esta desgracia no mejora tu suerte?
Pero te esfuerzas por mantener vivos a tus sueños, que cada noche te enseñan
nuevos mundos, nuevas tierras, divisas las añoradas playas en el horizonte en medio de
la tormenta, del brutal océano y sus bestiales olas que azotan sin misericordia alguna tu
frágil y viejo barco.
Luego, un frenesí de madera húmeda y destrozada, y tú te encuentras
desamparado ante la inclemencia del clima, luchando por mantenerte a flote, para más
tarde darte cuenta de que esto no es un sueño, de que tus quimeras ya no están aquí.
En la costa vislumbras una piedra solitaria, un enorme y resplandeciente castillo
en ruinas. Pataleas con todas tus fuerzas, con toda tu voluntad, pero la playa está muy
lejos, y tú, a cada braceada, a cada pataleo, te vas cansando cada vez más, cada vez
tragas agua y la escupes. Ya no respiras el aire puro, ahora respiras agua, agua y
profundidades, agua y un alma negra, agua y oscuridad, agua y secretos ocultos, agua y
el centro del mundo. Agua y tu propio cuerpo.