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CUENTOS INFANTILES DE 5
MINUTOS PARA ANTES DE
DORMIR
Cuento a la vista
El malo del cuento
Cansado de ser siempre el malo de los
cuentos, el lobo se levantó aquella mañana
dispuesto a renunciar a su cargo. Se puso el traje
de los domingos, se afeitó con esmero y se fue a
la oficina de trabajo de personajes infantiles. En
la oficina había un gran follón. El Gato con botas
había intentado colarse y pasar antes que la
Abuela de Caperucita y la Bruja de Blancanieves
se había enfadado tanto que le había convertido
en un ratón:
- ¡Qué poco respeto por los mayores! – había
gritado encolerizada.
Los funcionarios de la oficina tardaron más de
media hora en convencer a la Bruja de que
devolviera al Gato a su forma original y por eso
todo iba con mucho retraso aquella mañana.
Cuando por fin gritaron su nombre, el Lobo,
arrastrando sus pies, se sentó frente al oficinista.
– ¿Qué desea, señor Lobo? ¿Ha tenido algún
retraso con su sueldo este mes?
– No, no, todo eso está perfecto. Lo que no está
bien es el trabajo. Estoy cansado de ser el malo
de los cuentos. De que los niños me tengan
miedo. De que los demás personajes se rían
siempre de mi cuando acaban quemándome,
llenándome de piedras la barriga, o
disparándome con una escopeta de cazador. ¡O
me convierten en héroe o me marcho para
siempre!
- Pero eso no podemos hacerlo. Para héroes ya
tenemos a los príncipes.
– Pero eso es muy aburrido. ¿No ha oído las
quejas de las princesas? Ellas también están
hartas de ser unas melindres que siempre
necesitan ser salvadas: los tiempos están
cambiando, señor funcionario. A ver si se enteran
en esta oficina de una vez…
Pero por más que el señor Lobo intentó
convencer al operario, no lo consiguió, así que se
marchó enfadado dispuesto a no trabajar nunca
más.
Fue así como los cuentos se quedaron sin villano.
El cerdito de la casa de ladrillos miraba con
nostalgia la chimenea, Caperucita se enfadaba
con la abuela porque no tenía los ojos, ni la nariz,
ni la boca muy grande, los siete cabritillos
esperaban aburridos en casa a que mamá
apareciera, Pedro no asustaba a nadie con su
grito de ¡qué viene el lobo! porque todos sabían
que este se había ido para siempre.
Pero lo peor fue que, sin el señor Lobo, los
cuentos dejaron de ser divertidos y los niños se
aburrían tanto, que dejaron de leer.
Muy preocupados, todos los personajes infantiles
se reunieron en la oficina de trabajo para
intentar buscar una solución.
- Si los niños dejan de leer, pronto
desapareceremos todos.
- Hay que convencer al señor Lobo de que vuelva
a ser el malo de nuestros cuentos.
- Tenemos que prometerle que no volveremos a
reírnos de él. ¡Le necesitamos!
Así que todos juntos fueron a visitarle. Cuando el
Lobo vio que todos los personajes querían que
volviera, se sintió conmovido.
- Está bien, veo que no me queda más remedio
que aceptar que mi papel en los cuentos es ser el
malo. Pero para regresar a la literatura necesito
que me hagáis un favor: quiero que todos los
niños sepan que en mi tiempo libre no voy por ahí
comiéndome abuelas, ni cabritillos, ni cerditos.
– Pero, ¿cómo haremos eso? – preguntaron todos
sorprendidos.
– Conozco un blog de cuentos infantiles que
seguro que estarían interesados en esta historia –
exclamó entusiasmado un conejo sin orejas.
Y fue así como la historia del Lobo que no quería
ser el malo del cuento llegó hasta nosotros…
Las vacas no van al colegio
Todos tenemos un mejor amigo, alguien
con quien nos gusta pasar el tiempo, hablar de
nuestros problemas, divertirnos, jugar, reír…
La mejor amiga de Beto era la vaca Paca. Suena
raro que fuera una vaca, pero Beto vivía en una
granja rodeado de animales. Además, la vaca
Paca le había salvado la vida siendo muy
pequeño y eso, son cosas que no se olvidan…
Ocurrió cuando Beto solo tenía 3 años. Jugaba al
balón junto a la guarida de los conejos cuando la
pelota salió disparada hacia la carretera. Beto
corrió detrás justo en el momento en que un
camión lleno de haces de trigo pasaba por ahí. La
vaca Paca, que pastaba tranquilamente en el
prado de al lado, vio toda la escena, y salió
corriendo hacia el niño.
El conductor, que no había visto a Beto, tan
pequeño y veloz, se quedó pasmado al observar
aquella enorme vaca corriendo hacia la carretera.
Y frenó en seco.
Aquel fue el principio de una amistad muy
especial. Beto se pasaba horas con la vaca Paca,
solo bebía la leche que salía de sus ubres, y a
veces, cuando no podía dormir, se acurrucaba
junto a ella. A su lado nunca tenía miedo.
Por eso a nadie le sorprendía verlos siempre
juntos. Eran como uña y carne, tan unidos que
parecía imposible diferenciar donde acababa la
sonrisa de Beto y donde comenzaba el meneo
travieso de la cola de la vaca Paca. Y así fue
siempre, hasta que Beto creció y tuvo que ir al
colegio.
El colegio estaba en la ciudad y era muy grande.
Estaba lleno de niños y niñas, pero no había
conejos, ni prados, ni caballos, y por supuesto
tampoco estaba la vaca Paca. ¿Por qué no podría
llevarse a su amiga al cole, compartir pupitre y
jugar juntos en el recreo?
- Porque es una vaca, Beto – le decía Mamá – las
vacas no van al colegio, ni hacen deberes, ni
cambian cromos durante el recreo.
Pero tanto insistió Beto, que Mamá finalmente
accedió. Y Beto acudió al día siguiente montado
en su vaca Paca. Todos los niños querían tocarla,
jugar con ella, beber su leche y subirse a su lomo.
Pero tras un rato, la vaca Paca se cansó de estar
pastando por aquel prado de cemento y decidió
sentarse. No se le ocurrió otra cosa que hacerlo
justo bajo una de las porterías del campo de
fútbol:
- ¡Con ella de portera ganaremos todos los
partidos! – exclamó entusiasmado Beto.
Pero el equipo contrario pronto se cansó de jugar
con la vaca Paca.
- ¡Esto es injusto, queremos una portera de
nuestro tamaño!
– Así gana cualquiera…
– Esto es trampa
Así que a Beto, no le quedó más remedio que
convencer a la vaca Paca para que se moviera de
la portería.
– Quédate mejor en el pasillo – le dijo – que
ahora tengo clase de matemáticas y no puedo
atenderte.
La vaca Paca obedeció a Beto y se quedó
tranquilamente tumbada en el pasillo, pero al
rato, empezó a aburrirse de estar ahí sola y
comenzó a llamar a su amigo. Los mugidos de la
vaca eran tan fuertes que el maestro Daniel tuvo
que parar la clase.
- ¿Qué es ese escándalo? Así no podemos seguir
la clase…
Y salió al pasillo a ver que pasaba. La vaca Paca se
puso muy contenta de ver por fin a alguien que la
hablaba…¡estaba tan aburrida ahí sola! Tan
contesta estaba, que con todo su cariño dio un
lametazo a la calva brillante del maestro Daniel.
- Aaaaagh. ¡Qué asco! Esto es una vergüenza.
Llévense a esta vaca a dirección.
Y para allá que fueron Beto y la vaca Paca, muy
compungida por haber organizado todo ese lío. A
Carmen, la directora, casi le da un patatús
cuando vio a la vaca Paca entrar por la puerta de
su despacho.
- ¿Qué hace una vaca aquí?
– Es que es mi mejor amiga y quería traerla para
que conociera el colegio, a mis otros amigos, a los
profesores…
La directora vio tan ilusionado a Beto, y tan
avergonzada a la pobre vaca, que se le ocurrió
una idea.
- Beto, el colegio no es lugar para una vaca. Tu
amiga tendrá que quedarse en vuestra granja
mientras tu estás en el cole. Pero ya que ha
venido hasta aquí, vamos a enseñarla a todos los
niños…
La idea de Carmen era sencilla: dar una clase que
ningún alumno olvidaría jamás. La vaca Paca,
Beto y Carmen fueron pasando por todas las
clases. Carmen les enseñaba todo lo que había
que saber de las vacas y de los animales como
ella: los mamíferos. Además muchos niños
ordeñaron por primera vez una vaca,
descubrieron como se alimentaba, que
costumbres tenía y cómo vivían. Había sido la
mejor clase de conocimiento del medio que
todos habían tenido jamás.
Cuando acabó la jornada, Beto y la vaca Paca
volvieron a la granja y contaron todo a Mamá,
que con esa cara que ponen siempre las mamás
cuando están a punto de decirnos algo
importante afirmó:
- Ya te lo dije, Beto. Las vacas no van al colegio…
Un conejo sin orejas
Le llamaban así: el conejo sin orejas.
Aunque Caro sí tenía orejas. Dos. Puntiagudas y
de pelo suave, como todos los conejos de aquel
bosque.
Solo que Caro, al contrario que el resto, no podía
levantarlas.
– Inténtalo Caro: ¡súbelas! – le había dicho Mamá
el día que todos los pequeños conejos de la
escuela debían levantar sus orejas.
– ¡Allá voy! – había gritado con alegría Caro
mientras con esfuerzo trataba de levantarlas –
. ¿Qué tal están, Mamá? ¿Estoy guapo con mis
nuevas orejas?
Pero Caro no las había levantado ni un milímetro.
Volvió a intentarlo una y otra vez, pero no había
manera: sus orejas seguían caídas. Fue por esto
que el pequeño Caro se convirtió en el hazme reír
de todos los conejos.
– No llores cariño, no pasa nada – intentaba
consolarle Mamá –. Eres un conejo diferente, ¿y
qué? No hay nada de malo en ello.
Sin embargo Caro no estaba de acuerdo con su
madre. A él no le gustaba ser diferente, ni que se
rieran de él y por eso todas las mañanas, al
despertarse, apretaba con fuerza su cabeza e
intentaba levantar sus orejas. Pero cada mañana
comprobaba con tristeza que no lo había logrado.
Que seguía siendo diferente al resto.
En el bosque los días pasaban tranquilos y todos
los pequeños conejos eran felices jugando entre
los árboles con las ardillas y los ratones de
campo. Todos menos Caro, que se pasaba el día
suspirando, soñando con ser como el resto de sus
compañeros.
Una tarde de primavera, la tranquila existencia
de los conejos se vio sacudida por unos
cazadores de espesos bigotes y caras
malhumoradas. Llevaban unas escopetas largas
que hacían un ruido ensordecedor cada vez que
las disparaban.
PUM, PUM.
Aquellos sonidos terribles asustaron tanto a los
pequeños conejos, que todos intentaron
esconderse entre la maleza del bosque. Pero sus
puntiagudas orejas sobresalían a través de la
hierba y por más esfuerzos que hicieron para
bajarlas, estas seguían estiradas. Por este motivo,
no les quedó más remedio que salir corriendo a
toda velocidad para evitar a los cazadores.
Afortunadamente, nada malo ocurrió y todos los
pequeños conejos volvieron sanos y salvos a sus
madrigueras.
– ¡Qué miedo he pasado! – gritaban todos –
Intenté esconderme, pero estas orejas…
– ¡Qué suerte tienes, Caro! A ti nunca podrán
hacerte nada.
Desde un rincón, Caro, el conejo sin orejas, les
escuchaba boquiabierto. Por primera vez en su
vida, sus compañeros no se burlaban de él por
ser distinto. Al contrario, todos querían parecerse
a él.
Desde aquel día, Caro nunca más volvió a
avergonzarse de sus orejas caídas. Era diferente,
sí, pero como bien decía Mamá, ¿qué había de
malo en ello?
Valentín, el hipopótamo bailarín
Valentín llegó al zoo una tarde en que
llovía mucho. No venía de África, como los otros
hipopótamos del zoológico, sino del Gran Circo
Mundial “La Ballena”, que había tenido que
cerrar por problemas económicos. Su
desaparición había provocado que todos los
animales del circo tuvieran que buscarse otro
lugar donde vivir.
A Valentín le habían mandado a un zoo
pequeñito que había en una ciudad del norte. El
lugar parecía agradable, pero…¡era tan diferente
al circo! Lo único que se podía hacer todo el día
era dormir, comer, rebozarse en el barro y
sonreír a los visitantes que le hacían fotos
constantemente.
- ¿Es que aquí no se hace nada más? –
preguntaba frunciendo el ceño, el hipopótamo
Valentín.
- ¿Te parece poco? – contestaba siempre uno de
los perezosos de la jaula de al lado- sonreír todo
el día a los turistas me parece agotador ¡con lo
bien que se está durmiendo!
Pero a Valentín, que venía de una legendaria
familia de hipopótamos artistas y bailarines de
circo, eso de estar todo el día tirado a la bartola
le aburría una barbaridad…
- ¡Si al menos tuviera música con la que bailar! –
se lamentaba constantemente, mientras sus pies
se movían al son de una melodía imaginaría que
solo escuchaba él.
Los animales con los que convivía observaban
con curiosidad a aquel hipopótamo
extraordinario que suspiraba cada día y
aprovechaba los momentos en los que no había
visitantes, para bailar un tango, una samba o un
cha-cha-chá. Por eso todos le llamaban el
hipopótamo bailarín.
- Los bailes latinos son divertidos- explicaba a sus
amigos- aunque a mí, de siempre, lo que más me
gusta es la danza clásica con sus tutús vaporosos
y sus zapatillas puntiagudas…
Tanto se lamentaba, y tan triste se le veía, que
los animales del zoológico decidieron un día
hacerle un regalo. Se juntaron todos sin que
Valentín, el hipopótamo bailarín, se enterara y
urdieron un plan para sorprender a su amigo.
– Necesitamos una banda, eso es fundamental –
comentó la leona.
– Nosotros podemos hacer música con nuestras
trompas – se ofrecieron los elefantes.
– Y nosotras con nuestros picos – exclamaron las
grullas y los flamencos.
– Quizá nosotros podamos tocar el tambor – se
ofrecieron los osos.
Uno a uno, todos los animales fueron
organizándose para formar aquella orquesta
maravillosa. Ensayaban a la menor ocasión,
aunque lo más difícil era mantener alejado a
Valentín. De esa delicada misión se encargaron
los chimpancés, que estaban todo el rato
tratando de entretener al hipopótamo.
– ¡Qué pesados están los monos, últimamente! –
se quejaba Valentín – se pasan el día detrás de
mí.
Y cuando le escuchaban quejarse, todos los
animales se reían para sí, pensando en la
sorpresa que se llevaría Valentín cuando viera
aquella orquesta maravillosa y pudiera bailar con
ellos.
Por fin, después de varias semanas de ensayos,
llegó el día elegido. Se trataba del aniversario de
la llegada de Valentín al zoo. Había pasado un
año entero. Doce meses sin funciones, sin
coreografías, sin aplausos, sin trajes de baile, ni
tutús elegantes.
– ¡El tutú! Se nos había olvidado por completo –
exclamó contrariado el rinoceronte.- No podemos
hacerle bailar sin su tutú.
- ¿Pero dónde encontraremos uno? – se
preguntaron todos.
- No os preocupéis – exclamó uno de los
chimpancés – ¡Yo conseguiré uno! Dadme unas
horas.
Y el chimpancé desapareció entre los árboles.
Fue colgándose de una rama a otra hasta que
salió a la ciudad. Anduvo de árbol en árbol hasta
que por fin llegó a una tienda de disfraces. De
cómo consiguió hacerse con un disfraz de
bailarina tamaño XL poco más se sabe, pues
nunca quiso desvelar lo que había ocurrido. Lo
único que supieron todos los animales es que
apenas un par horas después de haberse
marchado, el chimpancé estaba de vuelta con un
enorme tutú rosa y con sus zapatillas a juego.
– Ya lo tenemos todo –anunció el tigre de
Bengala, que era el director de la orquesta. –
¡Que empiece la función!
Cuando Valentín escuchó aquella música
estrafalaria no pudo evitar acercarse a ver que
pasaba. ¡Vaya sorpresa se llevó al ver a todos sus
amigos tocando la Sinfonía nº5 de Beethoven!
Pero el hipopótamo se quedó aún más
sorprendido cuando uno de los chimpancés le
entregó un paquete envuelto en papel amarillo:
¡era un tutú!
Valentín, el hipopótamo bailarín, se probó aquel
tutú y bailó y bailó para todos sus amigos.
Los animales del zoo lo pasaron tan bien, que
desde entonces, cada primer lunes del mes
organizan un gran concierto donde todos están
invitados. También tú…aunque… ¿te atreves a
danzar con el hipopótamo bailarín…?
El camello Donatello
Nadie sabía cuantos años tenía el camello
Donatello, solo que cada vez estaba más cansado
y se quejaba más cuando tenía que cargar con los
turistas desierto a dentro. Por eso, en medio de
la travesía, solía pararse y sentarse
tranquilamente sobre la arena caliente. No había
manera de moverlo durante varios minutos, y los
turistas lo miraban entre enfadados y divertidos.
– Caray con el carácter de este camello.
Al camello Donatello lo que le gustaba era
quedarse cerca del oasis y rumiar paja: para
dentro, para fuera, para dentro, para fuera. Así
hasta que la paja se convertía en una masa
pastosa que le dejaba un aliento ácido y
desagradable.
También le gustaban los niños. Cuando en el
grupo de turistas había alguno, siempre se lo
colocaban a él. Pesaban poco y se reían mucho.
Todo les sorprendía: las sombras que la caravana
de camellos proyectaba sobre las dunas, el color
rojo del sol al atardecer, los escarabajos que
aparecían y desaparecían entre la arena o las
sonoras y apestosas flatulencias que expulsaban
los camellos.
– ¡Pero qué camellos más cochinos!
Los niños no paraban de reír divertidos con estas
ventosidades y Donatello se reía con ellos.
Durante las noches en el desierto, mientras los
padres cenaban, hacían fotos y hablaban de esas
cosas sesudas de las que hablan los mayores,
Donatello entretenía a los niños, con sus gestos y
sus sonidos.
– Da gusto – decían siempre los mayores –con
este camello no hace falta que nos preocupemos
de los niños.
– Mírales qué tranquilos están.
A Donatello también le gustaba encargarse de los
más pequeños. Dejaba que se subieran encima,
que le pellizcarán la panza y le hicieran cosquillas
en el cuello.
– Solo sigo en este trabajo por los niños. Si no
fuera por ellos… – solía comentar por las noches
mientras descansaban cerca de las jaimas.
– Claro, por eso y porque si no, acabarías
convertido en filetes de camello…¡con un poco
de ensalada: ricos, ricos! – le provocaba la
camella Marianela, mucho más joven que él.
El camello Donatello sabía que tenía razón. El día
en que sus cansados músculos no pudieran hacer
la travesía del desierto con los turistas a cuestas,
dejaría de ser útil para los dueños y acabaría en
un restaurante de plato principal. Y ese día
llegaría pronto. Cada vez se sentía más cansado,
más viejo, más débil. No había remedio.
Una tarde caminaban por el desierto con un
reducido grupo de turistas. Entre ellos se
encontraba Bea, una niña pecosa y canija que,
por supuesto, iba montada en el camello
Donatello, que estaba esforzándose mucho por
seguir adelante. Bea, que notaba lo cansado que
estaba el animal, le acariciaba su largo cuello y le
daba palabras de ánimo
– Venga amigo, que estamos a punto de llegar y
podrás descansar un rato.
Pero cuando apenas les quedaba un kilómetro
para llegar a su destino, el camello Donatello se
sintió desfallecer y cayó al suelo. No hubo
manera humana de hacerlo levantar.
– Ya no va a moverse…este camello es tan viejo
que no sirve para nada. Ahí lo dejaremos y a la
vuelta veremos que hacemos con él.
Aterrada ante la idea de dejar solo al camello en
medio de aquella nada de arena, Bea comenzó a
llorar y se abrazó a él. Nadie consiguió despegarla
de ahí, así que todos tuvieron que acampar junto
a ellos, a pesar del visible enfado del dueño de
los camellos.
A la mañana siguiente, se levantaron antes del
alba para regresar al campamento. Después de
haber descansado, el camello Donatello se veía
con fuerzas hacer el trayecto.
– Camina, que ya verás cuando llegues…esta no
me la vuelves a hacer- le gritaba muy enfadado el
dueño.
– ¿Qué te harán cuando lleguemos? – preguntó
intrigada la pequeña Bea.
El camello Donatello le contó que seguramente
acabaría a la parrilla en alguno de los
restaurantes de la zona.
– Es ley de vida, ¡qué le vamos a hacer! – afirmó
resignado Donatello.
– Pues habrá que buscar una solución. ¡No
podemos consentirlo! – exclamó decidida Bea.
Y durante todo el trayecto, mientras el sol poco a
poco iba empezando a calentar más y más, Bea
estuvo pensando la manera en que salvar al
camello Donatello…
El camello Donatello (Parte 2)
Bea pensaba y pensaba. Le gustaba aquel
animal. Era paciente y noble. Le había hecho reír
durante el camino de ida, a pesar de estar tan
cansado. Le había contado también un montón
de historias increíbles sobre la travesía del
desierto. ¿Cómo iba a consentir que
desapareciera sin más!
- ¡No quiero ni oír hablar del filete de camello! Tú
te vienes conmigo.
- Pero Bea, ¿cómo voy a llegar hasta tu casa? A
los camellos no nos dejan montar en avión…
– Pues volveremos en barco. He visto que llevan
coches, y eso ocupa mucho más…¡Seguro que se
puede!
– Pero Bea, ¿qué haré luego en tu gran ciudad?
Yo soy un camello, vivo en el desierto…
– No hay problema. En casa tenemos un jardín
muy grande con mucha hierba. Podrás descansar,
comer tranquilamente y cuando llegue del cole
pasaremos la tarde juntos.
Aquello sonaba maravilloso. Donatello imaginó
por un momento la escena y sonrió con cierta
melancolía. Ojalá a veces los sueños se
cumplieran…
– Eso es precioso Bea, ¡me encantaría! Pero
tenemos que ser realistas… ¿tú crees que tus
padres querrían tener un camello en su jardín?
La niña tuvo que admitir que Donatello tenía
razón. Había que pensar otra cosa…
- A ver…además de hacer estos trayectos ¿qué
otra cosa sabes hacer?
Donatello se quedó pensativo…Él no era más que
un camello. Su función consistía en transportar
gente y comer hierba. Eso era todo. ¿o no?
– Algo más debes haber…
– Soy muy bueno apartando moscas del desierto
con mi cola…
– Eso es práctico para ti, pero no creo que
solucione el problema.
– También me tiro unos…
– ¡Eso ni lo digas! Ya lo he comprobado – afirmó
Bea tapándose la nariz- ¡Poco haremos con eso!
– Déjame que piense…
– Vamos Donatello, estamos llegando ya al
pueblo. ¡Hay que encontrar una solución
enseguida.
– No se me ocurre nada Bea. ¡Acabaré siendo
carne de camello! Como mi padre o mi abuelo:
¡Es ley de vida y a vosotros los humanos también
os pasa, solo que de otra forma!
– Una vez me contó un niño que…
– Claro Donatello, ¡los niños!
– Que pasa con los niños…Me gusta estar con
ellos. Los entretengo.
– Y además cuentas unas historias alucinantes…
¿No te das cuenta de que esa es la solución?
Pero el camello Donatello no se daba cuenta de
nada. ¿Qué se le habría ocurrido a aquella
pequeña cabeza? En cuanto llegaron al pueblo,
Bea se bajó de Donatello y fue corriendo a hablar
con Mamá. Si alguien podía convencer al
malhumorado dueño de los camellos de que su
plan podía funcionar esa era Mamá.
Por supuesto, a Mamá, le encantó la idea de Bea,
así que se dirigió al dueño y comenzó a
explicárselo. El tipo comenzó a gruñir y a gritar
irritado. Para él era una ofensa que alguien de
fuera viniera a decirle lo que debía o no debía
hacer con sus camellos.
- Hay que fastidiarse – exclamó Bea enfadada –
los mayores se pasan el día diciéndonos lo que
tenemos que hacer. Pero cuando es al revés, son
ellos los que no quieren hacernos caso…
Casi una hora estuvieron Mamá y el dueño de los
camellos, discutiendo airadamente. Pero
finalmente, el dueño cedió, y Mamá vino con una
sonrisa en los labios a explicar la situación a Bea y
a Donatello, que esperaban impacientes.
- ¡Lo hemos conseguido, Bea! Donatello no se irá
a ningún restaurante. Se quedará aquí, en el
pueblo.
– BIEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEN
– Pero ¿qué haré exactamente? – preguntó
Donatello, que no tenía ni idea del plan que Bea
había organizado.
– Te quedarás aquí y cuidarás de los niños,
durante las excursiones para los mayores.
Serás…¡el primer camello cuidador de niños!
Así fue mucho tiempo. Durante las tardes,
cuando los padres que acudían a aquel
pequeñísimo pueblo en medio del desierto,
hacían largas cenas, hablaban con las gentes del
pueblo y observaban su música y sus tradiciones,
los más pequeños se quedaban con Donatello. El
camello les dejaba tirarle del rabo, hacerle
cosquillas en el cuello y rascarle las jorobas.
También les contaba unas historias increíbles y
los niños se quedaban dormidos sobre la arena,
bajo la atenta mirada de las estrellas.
Los padres estaban encantados. El dueño
también. Pero el más feliz de todos era el camello
Donatello. Y es que a veces…los sueños se
cumplen.
El gato soñador
Había una vez un pueblo pequeño. Un
pueblo con casas de piedras, calles retorcidas y
muchos, muchos gatos. Los gatos vivían allí
felices, de casa en casa durante el día, de tejado
en tejado durante la noche.
La convivencia entre las personas y los gatos era
perfecta. Los humanos les dejaban campar a sus
anchas por sus casas, les acariciaban el lomo, y le
daban de comer. A cambio, los felinos perseguían
a los ratones cuando estos trataban de invadir las
casas y les regalaban su compañía las tardes de
lluvia.
Y no había quejas…
Hasta que llegó Misifú. Al principio, este gato de
pelaje blanco y largos bigotes hizo exactamente
lo mismo que el resto: merodeaba por los
tejados, perseguía ratones, se dejaba acariciar las
tardes de lluvia.
Pero pronto, el gato Misifú se aburrió de hacer
siempre lo mismo, de que la vida gatuna en aquel
pueblo de piedra se limitara a aquella rutina y
dejó de salir a cazar ratones. Se pasaba las
noches mirando a la luna.
– Te vas a quedar tonto de tanto mirarla – le
decían sus amigos.
Pero Misifú no quería escucharles. No era la luna
lo que le tenía enganchado, sino aquel aire de
magia que tenían las noches en los que su luz
invadía todos los rincones.
– ¿No ves que no conseguirás nada? Por más que
la mires, la luna no bajará a estar contigo.
Pero Misifú no quería que la luna bajara a hacerle
compañía. Le valía con sentir la dulzura con la
que impregnaba el cielo cuando brillaba con todo
su esplendor.
Porque aunque nadie parecía entenderlo, al gato
Misifú le gustaba lo que esa luna redonda y
plateada le hacía sentir, lo que le hacía pensar, lo
que le hacía soñar.
– Mira la luna. Es grande, brillante y está tan
lejos. ¿No podremos llegar nosotros ahí donde
está ella? ¿No podremos salir de aquí, ir más
allá? – preguntaba Misifú a su amiga Ranina.
Ranina se estiraba con elegancia y le lanzaba un
gruñido.
– ¡Ay que ver, Misifú! ¡Cuántos pájaros tienes en
la cabeza!
Pero Misifú no tenía pájaros sino sueños, muchos
y quería cumplirlos todos…
– Tendríamos que viajar, conocer otros lugares,
perseguir otros animales y otras vidas. ¿Es que
nuestra existencia va a ser solo esto?
Muy pronto los gatos de aquel pueblo dejaron de
hacerle caso. Hasta su amiga Ranina se cansó de
escucharle suspirar.
Tal vez por eso, tal vez porque la luna le dio la
clave, el gato Misifú desapareció un día del
pueblo de piedra. Nadie consiguió encontrarle.
– Se ha marchado a buscar sus sueños. ¿Habrá
llegado hasta la luna?– se preguntaba con
curiosidad Ranina…
Nunca más se supo del gato Misifú, pero algunas
noches de luna llena hay quien mira hacia el cielo
y puede distinguir entre las manchas oscuras de
la luna unos bigotes alargados.
No todos pueden verlo. Solo los soñadores son
capaces.
¿Eres capaz tú?
La ratita presumida
Érase una vez que se era, una rata muy
trabajadora, que tenía por hija una ratita muy
presumida, a la que le gustaba pasarse el día
estirándose los bigotes y tostándose al sol.
Un día, la rata, mientras volvía de trabajar, se
encontró en el suelo un objeto muy brillante. ¡Era
una moneda de oro! Con ella podría hacer tantas
cosas…
Pero como lo que más le importaba en el mundo
a la rata era su pequeña ratita, decidió darle esa
moneda de oro a su hija:
– Esta moneda es para ti. Con ella podrás
comprar lo que desees para convertirte en una
ratita de provecho.
Cuando la ratita presumida recibió aquella
moneda, se fue contenta al mercado del pueblo y
a pesar del consejo de su madre, en vez de
invertir ese dinero en un buen negocio, se
compró la mejor cinta del mercado para hacerse
con ella un buen lazo, que se colocó en la colita.
– ¡Mira que elegante estoy! Con este lacito todo
el mundo me admirará y querrá hacer negocios
conmigo.
Y es verdad que todo el mundo se quedó
asombrado al ver a la ratita con su lacito rojo.
¡Parecía toda una ratita de mundo!
De camino a casa, la ratita presumida se cruzó
con el gallo, que muy asombrado le preguntó.
– Justo eso es lo que estoy buscando: un poco de
elegancia para mi granja. ¿Quieres trabajar
conmigo?
La ratita presumida, satisfecha de que su plan
hubiera funcionado, contestó.
– Depende, ¿tendré que levantarme muy pronto?
Cuando el gallo le contó cómo funcionaba la
granja y como cada mañana se levantaba al
amanecer, puso cara de horror:
– ¡Ni hablar! No me gusta madrugar.
Poco después se cruzó con un perro cazador.
Cuando vio la ratita, tan elegante, pensó que
sería una buena compañera para las cacerías. ¡Así
tendría alguien con quien hablar!
– Pero ¿tendré que correr contigo por el campo
persiguiendo conejos? Eso debe ser de lo más
agotador. ¡Ni hablar!
Al ratito apareció por ahí un precioso gato
blanco. Al igual que la ratita, aquel gato tenía los
bigotes bien estirados, y la ratita enseguida se
sintió interesado por él. Le contó que estaba
buscando un trabajo y le preguntó si podía
colaborar con él.
– Claro que sí.
– Pero tu trabajo no será tan agotador como el
del perro cazador.
– ¡Qué va! Yo no corro nunca demasiado,
prefiero quedarme tumbado y que me hagan
caricias.
Al oír aquello, la ratita abrió los ojos de par en
par: ¡con lo que le gustaba a ella que le
acariciaran la barriga! El gato también había
abierto mucho los ojos y se acercaba cada vez
más a la pequeña ratita.
– Pero, ¿no tendrás que madrugar mucho? Acabo
de hablar con el gallo y tiene que despertarse
prontísimo.
– ¡Qué va! Si me despierto pronto me doy la
vuelta y sigo durmiendo.
La ratita cada vez estaba más contenta. Tan
contenta estaba, que no se daba cuenta de lo
cerca que estaba el gato (cada vez más y más) y
de cómo se relamía de gusto. Cuando estaba a
punto de aceptar ese nuevo trabajo, a la ratita
presumida le entró una duda.
– Todo lo que me has contado está muy bien,
pero ¿a qué te dedicas exactamente?
En ese momento, el gato se abalanzó hacia ella y
gritó:
– ¡A cazar ratas y ratones como tú!
Cuando la ratita presumida se dio cuenta de las
intenciones del gato era ya demasiado tarde. El
enorme felino la tenía bien agarrado con sus
uñas. Pero en ese momento, llegó el perro
cazador, que había estado atento a la
conversación y asustó al gato, que salió huyendo
soltando a la ratita presumida. ¡Menos mal!
Cuando la ratita volvió a casa, todo el mundo en
el bosque conocía su historia. También su mamá,
que mitad aliviada, mitad enfadada, la recibió en
casa.
– Todo te ha pasado por ser tan comodona y
presumida – le reprendió la mamá – ¿cuándo te
harás una ratita de provecho?
La ratita presumida no dijo nada. Había
aprendido una buena lección…
La rana que fue a buscar la lluvia
Cansada de que llevara meses sin llover, la
rana Ritita cogió su maleta a rayas, esa que le
habían regalado una primavera y que no había
utilizado jamás, y se marchó en busca de la lluvia.
El resto de ranas la observaron extrañada
mientras se alejaba de la charca.
– ¿Cómo va a encontrar la lluvia? Eso no se
encuentra, aparece y listo.
– Se va a otra charca, como el resto de animales.
Encontrará otras ranas, otras amigas y nos
olvidará.
– ¡Qué desagradecida!
Pero la rana Ritita no tenía pensado mudarse a
otra charca. A ella le gustaba mucho la suya, al
menos le gustaba mucho antes de la sequía,
cuando todo florecía a su alrededor, cuando el
agua se colaba en los recovecos más escondidos
y te regalaba siempre imágenes maravillosas: una
flor flotando sobre la charca, una libélula
haciendo música con sus alas, un caracol
tratando de trepar a una piedra, las arañas de
agua moviéndose con la sincronización de unas
bailarinas acuáticas.
Aquel lugar era su pequeño paraíso, el mejor sitio
para ver pasar veranos, criar renacuajos y
enseñarles a croar y croar. Sin embargo la terrible
sequía que asolaba la zona estaba dejando sin
agua la charca y en consecuencia sin animales,
que no tenían más remedio que mudarse a otros
rincones si quería sobrevivir.
Por eso una noche sin lluvia y sin estrellas (con
una luna llena enorme), la rana Ritita había
decidido ir a buscar la lluvia. Ella no quería huir
como el resto, ella quería que todo volviera a ser
como antes y para eso necesitaban la lluvia. Y si
la lluvia no venía, ella tendría que buscarla.
La rana Ritita, con su maleta de rayas, se alejó de
la charca con decisión.
– Voy a encontrar a esa lluvia vaga y perezosa
que ha decidido dejar de trabajar. La voy a
encontrar y encontrar y encontrar…
Pero fueron pasando las horas y en el cielo solo
veía un sol brillante y cálido.
– ¡Maldito sol! – exclamó enfadada – No puedes
tener tú siempre el protagonismo. ¿Dónde está la
lluvia?
El sol, que no estaba acostumbrado a que le
echaran semejantes regañinas, quiso esconderse,
¡pero no había ni una sola nube en el cielo!
– Lo siento mucho, rana Ritita. ¿Te crees que a mí
me gusta trabajar cada día? Llevo meses sin
librar, y eso es agotador. Pero no sé dónde está la
lluvia. Deberías preguntar a las nubes.
– Y ¿dónde están las nubes?
– Pues hace mucho que no las veo también.
Otras gandules que se han ido de vacaciones.
La rana Ritita y el sol se quedaron pensativos.
¿Dónde estarían las nubes?
– Lo mejor es que preguntes al viento. Él es el
encargado de traerlas de un lado para otro,
seguro que te puede decir algo.
Pero aquella tarde de primavera no corría ni una
pizca de viento. La rana Ritita decidió seguir
caminando hasta que encontrara al viento por si
este podía decirle dónde estaban las nubes y
estas donde estaba la lluvia. Por la noche, la rana
Ritita llegó a la orilla de un río medio seco y sintió
una ligera brisa.
– ¡Viento suave! ¡Por fin te encontré! Ando
buscando a las nubes para que traigan lluvia a
nuestra charca. ¿Sabes dónde pueden estar?
– Hace tiempo que no veo a ninguna nube. Lo
mejor es que busques el mar. De ahí salen la
mayoría de las nubes.
¡El mar! Pero eso estaba lejísimos, tardaría
tanto… ¡Menos mal que en su maleta de rayas la
rana Ritita guardaba un montón de cosas útiles.
Por ejemplo un trozo de corcho hueco que le
había regalado una vez un zorro al que le salvó de
un cazador. El zorro le había dado aquel corcho
para que lo usara como silbato si alguna vez
necesitaba ayuda. ¡Ese era el momento! Se llevo
el corcho hueco a los labios y silbó, silbó, silbó y
silbó.
El zorro apareció al poco tiempo.
– ¡Querida rana Ritita! ¡Cuánto tiempo sin
vernos! ¿Cómo estás?
La rana Ritita le contó lo preocupada que estaba
por su charca y que por eso había salido a buscar
la lluvia.
– ¡Te ayudaré! Súbete a mi lomo y agárrate
fuerte. Llegaremos al mar en apenas unas horas.
La rana Ritita jamás había marchado a esa
velocidad. Los árboles aparecían y desaparecían y
las mariposas y los mosquitos se iban quedando
atrás. ¡Qué buena idea haber llamado a su amigo
el zorro!
Tal y como este había anunciado, en apenas unas
horas llegaron a una pequeña montaña desde la
que se podía ver el mar. Estaba amaneciendo y el
sol (otra vez el sol) teñía de naranja el agua. ¡Era
una imagen preciosa!
Ritita se despidió de su amigo el zorro y dando
saltos llegó hasta la orilla del mar.
– Buenos días, señor mar. Ando buscando a las
nubes para que nos traigan la lluvia que tanta
falta hace en nuestra charca. ¿Sabes cómo puedo
encontrarlas?
El mar dejó que algunas olas se rompieran en la
arena y luego murmuró pensativo.
– La única manera que se me ocurre de que las
encuentres es sumergirte en mis aguas y esperar
a que el cielo te absorba.- Y al ver la cara de
asombro de Ritita soltó una carcajada y exclamó
– Así es como se crean las nubes, amiga rana, ¿o
qué creías? Pero vamos a lo importante ¿sabes
nadar?
Claro que la rana Ritita sabía nadar, pero el mar,
tan profundo y salado, era tan diferente a la
charca que le dio miedo. ¡Menos mal que en su
maleta de rayas tenía justo lo que necesitaba! Un
paraguas que había traído con la esperanza de
poder utilizarlo cuando encontrara la lluvia. Así
que la rana Ritita utilizó el paraguas como barco y
se adentró en el mar. Y esperó a ser absorbida
por el cielo. Pero el viaje había sido tan agotador
y estaba tan cansada que sin darse cuenta se
quedó dormida.
Cuando se despertó ya no estaba flotando sobre
su paraguas, sino sobre una superficie húmeda y
esponjosa: ¡una nube!
– Buenos días, querida nube. ¡Por fin te
encuentro! Estoy buscando a la lluvia porque se
ha olvidado de mi charca y la pobre se está
secando.
La nube se sorprendió de tener dentro una rana.
¡Una rana! Ella estaba acostumbrada a llevar
pequeñas gotas de agua, no ranas parlantes.
– ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¡Una rana
dentro de una nube! ¡Increíble!
Ritita le contó toda su aventura desde que había
salido de su charca y la nube se compadeció de
ella.
– Tenemos que hacer algo. Pero aunque soy una
nube, no puedo llevar mis gotas de agua a tu
charca a menos que nos lo diga la lluvia.
Tendremos que hablar con ella.
La nube le contó la historia a otras nubes, que se
la contaron al cielo que tenía muy buena relación
con la lluvia y podía visitarla siempre que
quisiera. Así que el cielo habló con la lluvia y le
contó la historia de la rana Ritita.
– ¡Menudo viaje solo para encontrarme! ¡Vaya
rana más valiente!
Así que la lluvia, que era buena aunque un poco
despistada, por eso a veces se le olvidaba hacer
su función en algunos lugares, decidió ayudar a
Ritita.
– ¡Esto no puede ser! Ordeno inmediatamente
que esa nube salga pitando hacia la charca de
nuestra amiga.
Y así fue. La nube comenzó a sobrevolar el cielo y
al ratito llegaron a la charca.
– Es el momento, Ritita. Prepárate, porque
además de gotas de lluvia, también caerás tú.
El cielo se volvió oscuro, el sol se retiró a
descansar (¡por fin!) y comenzó a llover con
fuerza sobre la charca. Todos los animales que
aún quedaban allí, abandonaron sus escondites
para salir a disfrutar de aquel momento. ¡Estaba
lloviendo!
Y entre las gotas de lluvia, de repente, vieron
aparecer a la rana Ritita con su maleta a rayas y
comprendieron que, tal y como había prometido,
había traído la lluvia. ¡Lo había conseguido!
Desde entonces la despistada lluvia nunca más
volvió a olvidarse de aquella charca y la rana
Ritita guardó su maleta a rayas y nunca más tuvo
que usarla. ¿A dónde se iba a marchar pudiendo
quedarse en el lugar más maravilloso del mundo?
La dieta de Rino
Hubo un tiempo, mucho antes de que se
escribieran los primeros cuentos y los lobos y los
cerdos se convirtieran en enemigos, en que estos
animales eran muy buenos amigos. Eso a pesar
de que eran tan distintos como la noche y el día.
Eso les pasaba a los protagonistas de esta
historia: un pequeño lobo llamado Lupo y un
cerdito de nombre Rino. Los dos eran muy
amigos. Jugaban juntos a la pelota los días de sol
y se escondían de la lluvia bajo el viejo castaño,
mientras el pequeño lobo, que tenía mucha
imaginación, le contaba historia imposibles a su
amigo Rino.
Pero a veces, eso de ser tan diferentes, daba pie
a más de una pequeña discusión.
Y es que el Rino era alegre, parlanchín y muy
presumido. Le gustaba vestir siempre elegante y
se pasaba horas delante del espejo peinándose
con esmero. A veces, hacía esperar tanto a su
amigo, que el pobre Lupo había cogido la
costumbre de llevarse siempre un libro consigo.
De esta forma, aunque el cerdito tardara horas
en arreglarse, el lobo estaba entretenido.
– ¡Todo el día leyendo! Mira que eres pesado…
– ¿Yo? Si el que lleva media hora cepillándose el
pelo eres tú.
– Y bien guapo que estoy.
– Bah, no sé por qué le das tanta importancia al
aspecto. Yo sería tu amigo aunque fueras
siempre despeinado…
Y es que el Lupo, era todo lo contrario a su
amigo. Era silencioso, distraído y muy desastre.
Nunca era capaz de combinar los colores y
llevaba siempre unas camisas tan extrafalarias
que el cerdito solía reírse de él.
– ¡Vaya pintas que llevas! Esa camisa amarilla
está pasada de moda…
– A mí me gusta. Es cómoda y no se arruga. ¡Qué
más da que ya no se lleve!
Rino ponía los ojos en blanco y suspiraba: ¡vaya
desastre de lobo! Pero luego se iban al río de
excursión y entonces daba igual que la camisa de
Lupo fuera espantosa. ¡Lo pasaban tan bien!
Cada uno llevaba su comida y juntos la ponían
sobre el mantel. Después de hacer la digestión, el
pequeño lobo, al que le gustaba mucho nadar, se
metía en el río mientras el cerdito se tumbaba a
dormir una siesta.
Eran felices y no tenían preocupaciones. Hasta
que un día, Lupo fue a buscar a su amigo para
hacer una excursión y se lo encontró dando voces
muy enfadado en su habitación.
– ¿Qué ocurre? ¡Menudo escándalo estás
organizando! – preguntó el lobo.
¡No consigo cerrarme los pantalones! Han
debido encoger, porque la semana pasada me
quedaban estupendos. ¡Y eran mis pantalones
favoritos! – lloriqueó con tristeza el presumido
Rino.
Lupo miró a su amigo y observó los pantalones
detenidamente.
– Me parece que no son los pantalones los que
han encogido…
– ¡Qué quieres decir! ¿No me estarás llamando
gordo? – exclamó ofendido el cerdito.
– No he dicho eso, pero es posible que hayas
engordado un poco y ahora no te quepan los
pantalones.
– ¿Pero cómo es posible? Si yo me cuido
muchísimo…
– No te preocupes, ponte otros pantalones y
vámonos de excursión.
Sin parar de gruñir Rino se cambió de pantalones,
cogió su cesta con la comida y siguió a su amigo,
que, tan despistado como siempre, se había
puesto un calcetín de cada color. ¡No tenía
remedio!
Cuando llegaron junto al río, Lupo extendió el
mantel y sacó su comida: una ensalada, un trozo
de pescado y un par de piezas de fruta. Rino hizo
lo mismo con la suya: una bolsa de patatas fritas,
una hamburguesa con mucha mahonesa y de
postre, un grasiento donut de chocolate. El lobo,
al ver aquello, exclamó:
– ¡Cómo no vas a engordar, Rino! Fíjate en tu
comida. Solo hay un montón de cosas grasientas.
No tienes ni una pieza de fruta, ni una pizca de
verdura, ni nada realmente sano.
– ¿Fruta, verdura? Pero es que eso es tan
aburrido… ¡y no sabe tan rico como el chocolate!
– Qué va, todo es cuestión de acostumbrarse. A
mí la fruta me encanta.
– Pues a mí no y no pienso comerla– exclamó
enfadado el cerdito.
– Pues entonces no te quejes de que estás gordo.
– ¿No eras tú el que te pasas el día diciendo que
el aspecto físico no es importante? Si quiero ser
gordo es mi problema.
– Pues claro que es tu problema. No es una
cuestión de físico. Es una cuestión de salud.
– Vaya tontería eso de la salud. Yo estoy muy
sano.
Y para demostrarlo corrió hacia el río con la
intención de meterse en el agua. Pero antes de
llegar a la orilla tuvo que parar agotado.
– Ay madre mía, no puedo más…
– Ya te lo decía yo. El problema no es el físico,
sino la salud.
Rino tuvo que reconocer que su amigo tenía
razón. Así que volvió a sentarse junto al mantel y
renunció a su comida grasienta. Desde entonces,
fue siempre Lupo el que preparaba la comida
cuando se iban de excursión y gracias a eso, el
presumido Rino consiguió correr sin cansarse,
saborear la fruta como si fuera chocolate y lo que
más le importaba de todo: volverse a meter en
sus pantalones favoritos.
El reno Moritz y su extraña nariz
Cada Navidad, los renos de Papá Noel
sacaban brillo a su elegante cornamenta, se
limpiaban sus pezuñas hasta que relucían y
visitaban la peluquería de la vieja Rena Recareda
con la intención de que les cortara el pelo de su
cuerpo, lo lavara con el mejor de los champús, y
les dejara a todos tan guapos que casi ninguno se
reconocía.
Era un procedimiento extraño este de los renos.
Los duendes de la Navidad se preguntaban una y
otra vez cuál sería el motivo de que los renos se
pusieran tan guapos para repartir los regalos
navideños:
– De qué les servirá tener las pezuñas limpias si
en cuanto comiencen su viaje se van a llenar de
nieve, de tierra, de asfalto, de lluvia…¡qué
absurdo!
– Y para qué querrán ir bien afeitados y con el
pelo impecable, si con tanto viento en un abrir y
cerrar de ojos se les pone a todos el pelo hecho
una pena…
Y es que a los duendes, al contrario que a los
renos, les gustaba revolcarse por el suelo, saltar
de charco en charco y sobre todo, hacer muchas
muchas travesuras.
Les gustaba esconderle cosas a Papá Noel, o
cambiárselas de sitio para que él, tan despistado,
se las pusiera al revés (aún se mueren de risa
cuando recuerdan la Navidad que el pobre no se
dio cuenta y repartió todos sus regalos con su
gorro para dormir en vez de con su elegante
gorro rojo: ¡Menos mal que no le vio nadie!).
También les gustaba cambiar las etiquetas de los
regalos de los niños (Papá Noel ya se sabe este
truco y siempre, antes de partir, revisa todas y
cada una de las etiquetas, pero como ya hemos
dicho, es tan despistado que siempre se le pasa
alguna tarjeta. ¿No os ha pasado nunca que os ha
llegado un regalo que no habíais pedido en vez
de ese que teníais tantas ganas de recibir? La
culpa es de los traviesos duendes).
Pero lo que más les gustaba a los duendes de la
Navidad era chinchar a los renos, que se ponían
tan elegantes para repartir los regalos en
Nochebuena. Con su magia, los duendes eran
capaces de las peores cosas: les despeinaba, le
llenaban de ramas sus cornamentas, y salpicaban
de barro sus limpísimas pezuñas. Pero un año, los
duendes hicieron algo que no habían hecho
nunca…
Para esta travesura, eligieron al Reno más
presumido de todo el grupo. Se trataba de
Moritz, el reno al que le encantaba su nariz.
Decía que era tan bella que podía competir con
Rodolfo, el famoso reno de Papá Noel que con su
nariz roja había conseguido convertirse en el más
importante y famoso reno de todos los tiempos.
– Así que el reno Moritz, no para de presumir de
su nariz – cuchicheaban los duendes divertidos…
– Creo que se merece una lección, ¿no os
parece?
Y todos estuvieron de acuerdo en que a Moritz
había que darle donde más le dolía: ¡en la nariz!
– Oye Moritz, ¿sabes cómo consiguió Rodolfo su
nariz roja?
Moritz no tenía ni idea, así que agitó su
cornamenta en señal de negación.
– Pues fue gracias a los duendes. Nosotros se la
volvimos roja como un tomate y gracias a eso se
convirtió en el reno más famoso de la Navidad.
– ¿Gracias a vosotros? ¿Y cómo lo hicisteis?
– Pues con ayuda de la magia… si quieres
también podemos hacerlo contigo.
Al reno Moritz se le iluminó la nariz de felicidad…
– ¿Me la pondríais roja a mí también?
– Pues podríamos ponértela roja, pero eso ya
está muy visto. ¿No te apetece ponértela azul? –
exclamaron todos los duendes sin poder
contener la risa.
– ¿Azul? Pero… ¿no es eso muy raro?
– Qué va, qué va…el azul es el color de la
navidad, ¿no lo sabías? – exclamó un duende
guiñándole el ojo al resto, que continuaron con la
broma.
– Claro, Moritz, todos piensan que el rojo es el
color de la Navidad, pero no es cierto. ¿De qué
color es el cielo por el que hacéis vuestro largo
trayecto?
– Pues, pues azul – exclamó confundido Moritz.
– Y de ¿qué color es el mar sobre el que voláis
cuando repartís los regalos?
– Pues, pues azul – repitió Moritz cada vez más
confundido.
– ¿Lo ves? El azul es el color de la Navidad, sin
duda.
Y todos los duendes asintieron divertidos. Tanto
insistieron, que Moritz, cada vez más confundido,
acabó por fiarse de ellos y dejar que le pusieran
la nariz de ese color tan “navideño”.
– Porque la Navidad magia a los duendes nos da,
haz que Moritz tenga azul su nariz.
Nada más decirlo, la nariz oscura y respingona de
Moritz fue tornándose más y más clarita, hasta
convertirse en un llamativo punto azul que
contrastaba con el pelaje marrón del reno. Al ver
aquella nariz tan azul, los traviesos duendes no
pudieron evitar una carcajada.
– ¿Por qué os reís? ¿Acaso no me queda bien? –
exclamó asustado Moritz buscando un espejo
donde poder mirarse.
– No, no, que va…¡te queda fenomenal! –
mintieron todos los duendes, pensando que
cuando el reno viera su nariz azul en el espejo se
volvería loco.
Sin embargo Moritz en vez de enfadarse al ver su
nariz azul, se puso de lo más contento.
– ¡Teníais razón! El azul es el color de la Navidad:
¡me queda fenomenal! – y se marchó muy feliz a
ver al resto de renos ante la cara de asombro de
todos los duendes.
Cuando el resto de renos vieron la ridícula nariz
de Moritz comenzaron a reírse de él. Pero Moritz
no les hizo ni caso: se sentía tan guapo con
aquella nariz única que nada de lo que pudieran
decirle le haría cambiar de idea.
Y así fue pasando el tiempo y los renos pronto se
acostumbraron a la nariz azul de Moritz. Por su
parte, los duendes, que habían planeado reírse
durante años y años de aquella pesada broma,
tuvieron que reconocer que su truco de magia les
había salido mal.
Y es que gracias a la nariz azul de Moritz, este se
convirtió en uno de los renos más populares de la
Navidad (con permiso del reno Rodolfo, claro
está).
El rincón de nieve
La pequeña ardilla Tartán, vivía en un
bosque mágico, lo que tenía un montón de
ventajas, porque significaba que en cualquier
esquina siempre te encontrabas algo inesperado.
Pero de todos los lugares increíbles del bosque
había un rincón muy especial, el que más le
gustaba a Tartán. Solo podías encontrarlo un día
al año: el día de Nochevieja.
Ese día, sin importar si hacía calor o frío, junto a
la esquina del puente encantado, Tartán y sus
amigos se encontraban el rincón de nieve. Un
lugar tan lleno de nieve que las pequeñas ardillas
podían pasar el último día del año jugando a
tirarse bolas o en trineo o incluso, y esto era lo
que más les gustaba, haciendo muñecos de
nieve. Cada ardilla hacía uno, con la
particularidad de que cada muñeco de nieve era
exactamente igual al muñeco de nieve que esa
misma ardilla había hecho el año anterior.
El muñeco de nieve de Tartán se llamaba Rayón,
porque le encantaba que las bufandas que cada
año Tartán le ponía al cuello fueran de rayas. No
le gustaban de puntitos, ni de flores, ni de
animales, a Rayón solo le gustaban las rayas.
Tartán y Rayón habían pasado tantos años juntos
(un día, cada año, el último día del año, pero
muchos años al fin y al cabo) que ya eran grandes
amigos. Se contaban lo que habían hecho en
todo el año, los sueños que querían ver
cumplidos el año que empezaba y se divertían
mucho juntos. Después, cuando la luna se ponía
en el punto más alto, marcando el final del año,
el rincón de nieve comenzaba a desaparecer, a
volverse cálido. Los muñecos se iban
deshaciendo poco a poco, y las pequeñas ardillas
se despedían de ellos hasta el año siguiente.
Así fue siempre, año tras año, mientras Tartán
fue una pequeña ardilla. Sin embargo hubo un
año en que Tartán no fue a buscar el rincón de
nieve:
– Eso son tonterías de ardillas pequeñas, yo ya
soy mayor. En Nochevieja quiero hacer otra cosa:
ir al baile de los abetos danzarines.
Tartán no volvió al rincón de nieve y con el
tiempo también se olvidó de su buen amigo
Rayón, ese muñeco de nieve que aparecía una
vez al año y con el que había compartido tantos
sueños. Muchas lunas en el punto más alto
fueron marcando los finales de año y Tartán se
hizo mayor. Tanto que hasta encontró una
compañera y juntos tuvieron muchas ardillas
pequeñas que recorrían con curiosidad el bosque
encantado, sorprendiéndose de cada esquina
mágica con la que se encontraban.
Un día de Nochevieja, las pequeñas ardillas de
Tartán encontraron el rincón de nieve, hicieron
un muñeco y pasaron con él todo el día hasta que
se acabó el año. Cuando volvieron a casa le
contaron a Tartán todo lo que habían hecho:
– Cada uno hacía su muñeco de nieve y pasaba
con él las horas.
– ¡El mío era divertidísimo y me ha prometido
que nos veremos también el año que viene!
– Y el mío, y el mío…
Solo la más pequeña de todas no parecía tan
contenta como el resto. Sorprendido, Tartán le
preguntó qué había pasado con su muñeco de
nieve:
– El mío era bueno y dulce, pero no le gustó
mucho mi bufanda. Me dijo que solo le gustaba
las bufandas de rayas y que la mía era de
cuadraditos. Luego me contó que una vez tuvo
un amigo pero ese amigo se olvidó de él y nunca
jamás regresó. Me dijo también que no quería
ser mi amigo si yo también le iba a abandonar. Yo
le dije que no lo haría, pero no me creyó. Y ahora
no sé si aparecerá de nuevo el año que viene.
Al escuchar a su pequeña ardilla, Tartán supo que
aquel muñeco de nieve era Rayón y que el amigo
que le había abandonado era él. Juntos habían
pasado muchas Nocheviejas y sin embargo, él no
había vuelto jamás a visitarle. Sintiéndose muy
triste salió corriendo en busca del rincón de
nieve. Pero como ya era Año nuevo, el rincón se
estaba deshaciendo y los muñecos estaban casi
derretidos.
Aun así, pudo identificar entre todos ellos a su
viejo amigo Rayón. El muñeco, medio deshecho,
también lo reconoció a pesar de lo mayor que se
había hecho.
– ¡Has vuelto!
– Sí, he vuelto. Siento haber tardado tanto. Pero
te prometo que la próxima Nochevieja no
faltaré…
Tartán cumplió su promesa y junto a su hija
pequeña acudió todas las Nocheviejas al rincón
de nieve para conversar con su viejo amigo
Rayón, para hablar de sueños y de la posibilidad
maravillosa de llegar a cumplirlos. Rayón le
escuchaba feliz: su sueño, tener a Tartán a su
lado, por fin se había cumplido…
Los tres cerditos y el lobo
En el bosque en el que vivían los tres
cerditos había un gran revuelo. Al parecer, los
pájaros habían avisado a los ciervos de que un
enorme lobo estaba a punto de llegar a sus
tierras.
– ¡Un lobo! ¡Qué miedo! Eso significa peligro,
tendremos que pensar en cómo librarnos de él –
exclamó el más pequeños de los tres cerditos.
Después de mucho pensar, los tres hermanos
decidieron que lo mejor era construirse una casa
donde poder estar a salvo de las garras del lobo.
Sin embargo no se ponían de acuerdo en la
manera de hacerla, así que cada uno decidió
construir su propia casa.
El hermano pequeño decidió hacer una casa con
paja. Era mucho más fácil que hacerla con otro
material y así no le costaría mucho esfuerzo.
El hermano mediano prefirió hacerla con madera.
Era mucho más resistente que la paja y como
estaban en un bosque, la madera era fácil de
conseguir. Además, tampoco le llevaría mucho
tiempo ni esfuerzo.
El hermano mayor pensó que lo mejor sería
hacerla con ladrillos. Es cierto que aquello le
llevaría mucho tiempo y esfuerzo, pero le pareció
que solo si la casa era de ladrillos, podría
protegerle del malvado lobo.
El hermano pequeño y el hermano mediano
hacía mucho que habían terminado sus casas, y
el hermano mayor, seguía con su gran obra.
– Como no te des prisa – le decían – llegará el
lobo y no habrá servido de nada tanto esfuerzo,
ya que tu casa no estará terminada y no te
quedará más remedio que venirte a la nuestra.
Pero el hermano mayor no les hacía caso. Sabía
lo importante que era el trabajo bien hecho y sin
prisa, pero sin pausa, fue terminando su casa de
ladrillos. Justo a tiempo.
Y es que el lobo llegó precisamente el día de su
inauguración. Cuando el rumor de que el
malvado malvadísimo lobo había llegado al
bosque, cada cerdito se escondió en su casa.
¡Qué miedo!
Para colmo de males, aquella tarde se había
levantado una fuerte tormenta. ¡Con lo poco que
le gustaban a los cerditos las tormentas! Muy
asustado, el cerdito pequeño se asomó por la
ventana de su caja de paja.
– ¡Ay qué ver este viento! Está tambaleando
tanto mi casa que parece como si la fuera a tirar.
Pero al mirar por la ventana, lo que vio el cerdito
pequeño fue al malvado malvadísimo lobo.
¡Tenía unos colmillos tan grandes!
– ¡No es el viento lo que está tambaleando la
casa! Es el lobo que está soplando…
Y antes de que se diera cuenta, la casa de paja se
había desvanecido. El pequeño cerdito corrió y
corrió hasta la casa de su hermano mediano.
– Aquí estaremos a salvo – le protegió el cerdito
de la casa de madera.
Pero afuera, la tormenta se había vuelto más y
más dura. Llovía a cántaros, mojando la madera
de la casa del cerdito mediano. Además aquel
viento tan molesto…¡y el lobo, que otra vez
estaba plantado frente a la casa de los cerditos!
– ¡Ya está aquí otra vez! Empezará a soplar y a
soplar…¡y derribará la casa!
Y antes de que hubieran terminado de decirlo, la
casa de madera se había desplomado. Los dos
cerditos corrieron y corrieron hasta la casa de
ladrillo del hermano mayor.
– Aquí estaremos a salvo – les protegió el cerdito
mayor.
Y para su sorpresa, los cerditos pequeños
descubrieron que ni la tormenta, ni el viento, ni
el lobo malvado malvadísimo, podían destruir
aquella casa tan bien hecha.
– ¡Os lo dije! Las cosas bien hechas necesitan más
esfuerzo, pero luego duran para siempre…
Estaban tan contentos los tres cerditos en la casa
de ladrillo, que casi se habían olvidado del lobo y
de la tormenta cuando un ruido les sobresaltó.
Era el timbre, ¿quién llamaría a esas horas en una
tarde tan desapacible?
– ¡Es el lobo! – exclamó asustado el hermano
mayor cuando miró por la mirilla de la puerta.
– Sí, soy el lobo – exclamó el animal que había
escuchado lo que el cerdito había dicho.
– Pues fuera de aquí, ya has destruido dos casas,
pero esta no conseguirás tirarla.
El lobo suspiró con tristeza y exclamó:
– ¿La casa de paja y la casa de madera? Yo no
tuve nada que ver con eso. Estaban tan mal
construidas que la propia tormenta acabó con
ellas.
– Y entonces, ¿qué haces aquí?
– Soy nuevo en el bosque, y he venido a invitar a
todos los animales a una gran fiesta. Así
podremos conocernos…
– Querrás decir que podrás comernos…
El lobo volvió a suspirar con tristeza y gritó:
– ¿Por qué decís eso? No sabéis nada de mí y sin
embargo ya dais por hecho que soy un lobo malo.
– Es que todos los lobos son malos y quieren
comernos…
– Pero yo no, ¡si soy un lobo vegetariano!
Los tres cerditos se miraron con miedo. ¿Podían
confiar en aquel lobo? Para comprobar que era
verdad lo que decía, le pusieron una prueba.
– Si es verdad que eres vegetariano, tendrás que
demostrarlo.
Y por debajo de la puerta, los tres cerditos le
pasaron una bandeja con comida. En un plato
había un suculento trozo de carne. En el otro una
ensalada bien fresca.
El lobo no dudó ni un instante, cogió el tenedor y
comenzó a comerse la ensalada.
– Necesitaría un poco de aceite y vinagre…¡esta
ensalada está sin aliñar!
Los tres cerditos comprendieron que aquel lobo
no mentía y confiaron en él. Y así fue como aquel
lobo vegetariano se quedó para siempre en el
bosque, y él y los tres cerditos (que terminaron
viviendo todos juntos en la casa de ladrillos)
fueron amigos para siempre.
Un cuento de princesas
Érase una vez una princesa de cabello
alborotado y mejillas sonrosadas que vivía en un
castillo, en un reino, muy muy lejos de aquí. Su
padre era un gran rey tan poderoso que por
poseer, poseía hasta los amaneceres del cielo. Su
madre era una gran reina tan sabia e inteligente
que por saber, sabía hasta los idiomas que
hablaban en la otra punta de su reino.
La princesa era heredera de los amaneceres del
padre y del saber de su madre, la única heredera.
Por eso sus padres cuidaban mucho de ella y no
la dejaban hacer nada. Y la princesa que lo tenía
todo, un castillo y un jardín, un ejército que
cuidaba de ella, una cocinera que le preparaba
todo lo que le apetecía y una sala llena de
juguetes, aun así no era feliz.
Se pasaba el día suspirando y soñando con ser
cualquier cosa menos una princesa. Para olvidar
lo aburrida, triste y solitaria que era la vida de
una princesa, la pequeña se subía al piso más alto
de la torre más alta del castillo. Ahí estaba la
biblioteca con libros grandes y libros pequeños,
libros gordos y libros finos, viejos y nuevos,
interesantes y aburridos, divertidos y serios,
alegres y tristes.
Y ahí se pasaba la princesa todo el día leyendo,
sin parar de suspirar:
– Pero, princesa…¿por qué suspiráis tanto? Todos
sus súbditos se arrodillan cuando la ven y le
besan la mano – preguntaba siempre su dama de
compañía.
– Me besan la mano y me preguntan qué tal
estoy, pero ¿acaso se quedan a esperar la
respuesta? Me besan la mano pero no se
preocupan por mí. No saben si estoy triste, o si
estoy alegre y les da igual.
– Pero, princesa, ¿qué me dice de los príncipes
del resto de reinos? Todos se mueren por pedir
su mano, por batirse en duelo con dragones para
defenderla y por regalarle joyas.
– Piden mi mano porque quieren mi reino, no
porque me quieran a mí. Si me quisieran, no me
regalarían joyas que nunca me pongo, ni
matarían dragones de los que no necesito
defenderme porque son mis amigos.
Y una tras otra, todas las razones que la dama de
compañía le iba dando, la princesa las iba
rechazando. Nadie le haría cambiar de opinión:
ser princesa era lo más aburrido del mundo. Era
infinitamente mejor ser arqueóloga en busca de
tesoros antiguos, o bióloga en medio de la selva,
o periodista a la caza de noticias, o ingeniera
construyendo puentes por todos los confines del
mundo.
Y es que lo que quería la princesa era viajar,
viajar y viajar: conocer algo más que los confines
de su reino. Y que la quisieran por lo que era en
verdad, una simple chica de cabello alborotado y
mejillas sonrojadas a la que le gustaba leer y
soñar despierta.
Pero mientras aquello no ocurría, la princesa
viajaba a través de los libros. Los que más le
gustaban, claro está, eran los libros de aventuras
y de viajes a islas de gigantes y diminutos, de
tierras encantadas y bosques mágicos.
Los que menos le gustaban, claro está, eran los
libros de príncipes y princesas.
– ¿Quién ha escrito semejante desfachatez?
Seguro que quien lo hizo, ni fue princesa nunca,
ni conoció a ninguna princesa de verdad…
Tan enfadada estaba con aquellos libros que
decidió escribir su propia versión de la vida de las
princesas. Pero lo de escribir no se le daba muy
bien y por más que lo intentó y lo intentó no
consiguió avanzar en su proyecto. Así que buscó
a alguien por internet que pudiera hacerlo por
ella.
Y encontró Cuento a la vista.
– Encima con ilustraciones…¡Esto va a ser el no va
más! – exclamó feliz la princesa.
Y ahí que nos fuimos nosotras con nuestro
cuaderno en blanco para anotar todo lo que la
princesa quería contarnos. Tardamos tres días y
tres noches en llegar a su castillo, pero mereció la
pena. Aquel lugar era el más bello que habíamos
visitado nunca, sin embargo la princesa se había
cansado de verlo. Quería conocer las ciudades
grises y ruidosas de las que veníamos nosotras y
estaba harta de ser una princesa.
Así que además de escribir este cuento sobre lo
aburrido que es ser una princesa, también nos la
trajimos con nosotras. Vino escondida en mi
maleta: ¡menos mal que la princesa era pequeña!
Pero aun así…¡hay que ver cómo pesaba!
Ahora la princesa vive en mi casa y ya no suspira.
Le gusta salir a pasear por las mañanas, montar
en metro por las tardes y observar a la gente que
vuelve a casa del trabajo. Le gusta jugar con los
niños en el parque y subirse a los columpios:
adelante, atrás, adelante, atrás y que el viento le
alborote todavía más su ya alborotado cabello.
La princesa, además, está aprendiendo a cocinar
y a veces, cuando llego a casa, me tiene la cena
hecha. No le sale muy bien, pero ella lo intenta y
lo intenta, así que yo no le digo nada y me lo
como todo y ella se pone contenta.
La princesa está buscando un nombre y no se
decide, así que nosotras la llamamos Febrero,
porque ese fue el mes en el que llegó a la ciudad.
Febrero tiene muchos planes para marzo. Quiere
ir a la universidad, hacerse exploradora, viajar
por todos los mares del planeta, ser feliz.
Aunque, colorín colorado, yo creo que esto
último ya lo ha logrado.
Ceniciento y las zapatillas mágicas
Ceniciento había perdido a Papá hacía
tiempo y de todos los recuerdos que tenía de él,
el que más le gustaba era su nombre. Papá
decidió llamarle así porque Ceniciento se pasaba
horas delante de la chimenea pintándose bigotes
con la ceniza.
Con el tiempo, Mamá acabó casándose con otro
hombre. Aquel señor siempre le pareció bastante
antipático, por esa razón, Ceniciento le llamaba
para sus adentros el señor antipático. Tenía dos
hijos que eran sus hermanastros, a quienes
Ceniciento intentó conocer y ser su amigo pero la
verdad es que nunca le cayeron del todo bien.
Aquellos niños que siempre le miraban por
encima del hombro, le parecían chismosos,
sabelotodos y presumidos:
– Mamá yo lo intento, quiero jugar con ellos y
que se sientan como en casa, pero no me gusta,
no paran de mandar todo el rato.
Ceniciento quería muchísimo a Mamá. Nadie
cómo ella sabía prepararle el chocolate de la
merienda o contarle aquellos cuentos sobre
dragones miedosos, princesas valientes y reinos
desconocidos.
Por eso cuando Mamá se fue, Ceniciento se puso
tan triste que se encerró durante días en su
habitación. Los ratoncitos, los perros y algún que
otro pájaro eran los únicos que le hacían
compañía, éstos le llevaban bocadillos de
chocolate y le leían cuentos tratando de animar a
Ceniciento.
Cuando Ceniciento se atrevió por fin a salir de su
cuarto, se dio cuenta de que su casa había
cambiado. El señor antipático y sus hijos habían
dejado sus cosas por todas partes, y su casa ya no
parecía suya…sino de aquella familia que no le
caía nada bien.
Con el tiempo, el señor antipático, cada vez era
más y más antipático. Comenzó por no dejarle
jugar con sus hermanastros y terminó por hacerle
limpiar la casa de arriba a abajo como si fuera un
criado. Y así, mientras Ceniciento limpiaba la
cocina, la chimenea, lavaba la ropa, barría y
fregaba los suelos, sus hermanastros jugaban a la
pelota, leían cuentos, iban al parque del palacio y
siempre parecían pasarlo bien.
Ceniciento intentaba no estar triste, a veces se
enfadaba por no poder jugar y reír como los
otros niños y niñas, pero cuando eso le pasaba
recordaba la sonrisa de Mamá, los bocadillos de
chocolate y corría a jugar con sus verdaderos
amigos, los ratoncitos, los perros y los pájaros.
Ellos eran los únicos que habían cuidado de él
cuando Mamá se fue:
– Tenemos que conseguir que Ceniciento salga
de esta casa. No puede pasarse la vida aquí
encerrado limpiando para siempre.
– Dentro de poco es la fiesta de cumpleaños de la
Princesa y todos los niños y niñas de este reino y
de los reinos de los alrededores vendrán a jugar a
palacio.
Así que todos los animales decidieron que ese
día, Ceniciento tendría que llegar a palacio para
poder jugar con todos aquellos niños y niñas, y
aunque fuera por unas horas, pasarlo bien cómo
todos los demás.
El día del cumpleaños llegó y sus hermanastros se
fueron en caballo a palacio. El señor antipático se
había encargado de dejarle una larga lista de
quehaceres para que estuviera entretenido,
Ceniciento se quedó mirando desde la puerta
disimulando sus ganas de ir a la fiesta y dijo
haciéndose el orgulloso:
– ¡Bah, la fiesta me da igual! Seguro que es
aburridísima.
Fue entonces cuando aparecieron todos los
animales con una camiseta unos pantalones y un
gorro precioso para que pudiera ir con ropa
nueva y limpia a la gran fiesta de cumpleaños de
la Princesa, lo único que se les había olvidado
eran los zapatos. A Ceniciento le dio exactamente
igual, se puso a dar saltos de alegría y vestido con
su ropa nueva y con sus viejas zapatillas
agujereadas por el dedo pulgar se fue corriendo a
la gran fiesta.
– Ceniciento, tienes que venir cuando oigas el
canto de los pájaros, ellos te avisarán para que
llegues antes que el señor antipático y tus
hermanastros, ya sabes que si se enteran se
enfadarán y te castigarán limpiando la chimenea
durante días.
– Allí seguro que no te reconocen, habrá muchos
niños. Disfruta y pásatelo cómo nunca.
Ceniciento llegó a palacio y se quedó con la boca
abierta. Había un gran lago azul, dulces de todos
los colores y sabores, juegos, música, payasos y
muchísimos niños y niñas que no paraban de reír.
Todos venían de los reinos de los alrededores:
del reino de la música y la danza, del reino de las
mates, del reino donde hablaban muy raro, del
reino de la naturaleza, del reino de las
estrellas…había tantos reinos que Ceniciento sólo
podía escuchar, mirar y dejar la boca abierta ante
tantas cosas desconocidas y geniales.
Ceniciento se bañó en el lago, jugó, rió y conoció
a muchísimos niños y niñas, incluida la Princesa,
que le pareció casi la niña más guapa y lista de
toda la fiesta. A ella le confesó su asombro y su
gran deseo:
– ¿Cómo puede haber tantos reinos diferentes?
Me encantaría poder conocerlos todos y
descubrir donde podría ser feliz.
La Princesa también pensaba que Ceniciento era
el niño casi más listo y guapo de toda la fiesta, le
encantó escuchar sus historias y sobretodo le
gustó que no parara de reír con él. Ceniciento no
podía creer lo bien que lo estaba pasando, así
que cuando de repente escuchó el canto de los
pájaros le dio tanta pena que casi se pone a
llorar:
– ¡Oh no! tengo que irme corriendo para volver a
casa si no quiero que me castiguen limpiando
durante una semana la chimenea.
Salió corriendo y con las prisas, su zapatilla con el
agujero del dedo del pie se quedó allí tirada. La
Princesa la cogió pero no le dio tiempo a llegar
hasta él para devolvérsela. Conmovida por la
historia de Ceniciento y el gran agujero de
aquellas zapatillas, habló con su mamá la Gran
Reina y tuvieron una gran idea.
– Le buscarás y le llevarás este regalo. Ceniciento
tiene que salir de aquella casa para poder ser
feliz.
Una semana después la Princesa por fin encontró
la casa de Ceniciento, que se quedó ojiplático al
ver de nuevo a esa niña tan guapa y lista. La
princesa le dio su regalo.
– Unas zapatillas mágicas para que puedas
conocer todos los reinos hasta descubrir cuál es
el que te hace feliz.
Ceniciento se puso las zapatillas y un extraño
escalofrío le recorrió todo su cuerpo, con esas
zapatillas podría recorrer todos los reinos sin
cansarse, sin que nada malo le pasara y estando
siempre contento.
El señor antipático y sus hermanastros le miraban
con rabia y envidia. Ceniciento no podía dejar de
sonreír, estaba deseando comenzar la aventura
de descubrir cuál sería el reino en el que podría
ser feliz. Por fin podría jugar, reír, aprender y ser
un niño cómo todos los demás. Se despidió de la
Princesa, de los ratoncitos, del perro y de los
pájaros y comenzó su camino dispuesto a
descubrir cuál sería su reino
El gusano que quería ser mariposa
de seda
De todas las cosas que podía haber sido
en la vida, a Lunares le había tocado ser un triste
gusano de tierra. Él que habría querido ser un
valiente león, o una astuta zorra, no era más que
un simple gusano, y no cualquier gusano, sino de
esos que salían en la comida cuando se quedaba
pocha y todo el mundo espachurraba con asco
cuando los veía.
–Ya que nos ha tocado ser un gusano, ¿no
podríamos al menos haber sido un gusano de
seda? –preguntó un día a su amiga Larojos.
–¿Para qué quieres ser un gusano de seda? ¡Solo
comen morera, que es una hoja que sabe a rayos
y centellas! Nosotros sin embargo… comemos
manzanas medio mordisqueadas, bocadillos con
queso fundido, líquidos viscosos con sabor a
naranja mezclado con sabrosa arena, etc.
Aquel menú tan especial venía de las papeleras
de los niños que jugaban en el patio del colegio
donde Larojos y Lunares vivían. El colegio estaba
bien, siempre había mucho alimento y nunca se
aburrían, pero los niños eran muy peligrosos. Si
los veían jugaban con ellos hasta que acababan
aplastándolos con el pie. ¡Era horrible!
–¡Pero nadie nos quiere! Sin embargo, a los
gusanos de seda…
–¡Pero si son feísimos! Tan blancos y aburridos.
Nosotros somos mucho más interesantes –
insistía Larojos, tratando de animar a su amigo–.
Mírate tú, con esos lunares morados que tienes.
¡Ya le gustaría a los gusanos de seda ser como
nosotros!
Lo cierto es que Lunares era un gusano muy
bonito. Tenía unas manchas brillantes por todo el
cuerpo que le hacían muy especial. Además era
muy coqueto, y le gustaba vestirse con sombrero
y bufanda. Todos le querían mucho y hasta le
habían regalado una flor azul por su cumpleaños
para que decorara su sombrero. Sin embargo,
Lunares nunca estaba contento. ¡Ser un gusano
era un fastidio! Los gusanos no servían para
nada… Excepto los de seda, claro, que daban
aquel material tan suave y que tanto le gustaba a
la gente.
– No digas eso. Los gusanos de seda son feos al
principio, pero luego se convierten en preciosas
mariposas. Los niños los guardan, los alimentan y
se los enseñan a todo el mundo en la escuela. Sin
embargo a nosotros… ¡nos aplastan en cuanto
nos ven!
Y por más que Larojos trataba de convencerle de
que ser un simple gusano no estaba tan mal,
Lunares no paraba de quejarse. Tan triste estaba,
que un día tomó una decisión.
–Voy a entrar en el edificio de las clases. ¡Quiero
ser un gusano de seda! A lo mejor si me mezclo
con ellos y como morera, yo también acabaré
haciéndome un ovillo y convirtiéndome en
mariposa.
Su plan era colarse en alguna de esas cajas de
zapatos en la que los niños guardaban sus
gusanos de seda.
–Lunares, ¡ten cuidado! Si te encuentran en la
caja se darán cuenta de que no eres un gusano
de seda y ¡te apachurrarán con sombrero y todo!
–le advirtió Larojos.
Pero estaba tan convencido de que su plan
saldría bien, que no hizo caso a sus advertencias
y vestido con sus mejores galas se marchó hacia
el edificio de primaria. Empezó su aventura un
viernes por la tarde, pero el colegio era tan
grande, y él tan pequeño, que no consiguió
encontrar a los gusanos hasta dos días y medio
más tarde, justo cuando la sirena del colegio
anunciaba el principio de las clases.
Lunares, se coló en la caja, donde había un
montón de gusanos de seda comiendo morera
tranquilamente. Les observó atentamente y tuvo
que reconocer que Larojos tenía razón: eran
blanquecinos, feos y un poco aburridos.
Cuando los gusanos de seda vieron aquel extraño
gusano de colores empezaron a gritar
alborotadas.
–¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí?
–Soy Lunares y vengo a convertirme en mariposa
de seda, ¡como vosotros!
–Tú no eres como nosotros. No podrás
convertirte en mariposa.
–Claro que sí, ¡solo tengo que comer morera!
Tenía tanta hambre después de tantos días
buscando a los gusanos de seda, que le hincó el
diente a una hoja de morera. Pero aquella hoja le
supo, tal y como había dicho Larojos, a rayos y
centellas.
–Oye, que esta morera es nuestra. Tú no eres un
gusano de seda y nunca lo serás. Por mucha
morera que comas. Así que sal de esta caja y vete
por dónde has venido.
Pero Lunares no quería irse de allí si no era
convertido en una mariposa. Él quería ser un
animal útil y bello, como aquellos gusanos. Un
animal que sirviera para algo y que los niños
estudiaran en el colegio.
No tuvo tiempo de discutir más con los otros
gusanos. De repente, la caja se abrió, y Lunares
vio un montón de ojos posados sobre él.
–¡Ey! ¡Qué asco! Mirad ese gusano con lunares
de ahí. ¡Es asqueroso!
–¿Cómo habrá llegado hasta nuestra caja?
–¡Hay que aplastarlo!
El barullo llamó la atención de la maestra, que se
asomó a ver lo que estaba agitando a sus
alumnos.
–¡Pero bueno! ¡Qué tenemos aquí! Este gusano
no debería estar en esta caja, pero no hay por
qué apachurrarle…
–Pero profe… ¡si es asqueroso!
–Y no sirve para nada… ¡no se convertirá en
mariposa!
La profesora cogió con sus dedos a Lunares, que
muy asustado se encogió hasta casi parecer una
bola. Llegaba su final, y solo podía pensar en su
amiga Larojos y en todos los consejos que le
había dado. ¿Por qué no la habría escuchado?
Sin embargo, la maestra no tenía ninguna
intención de aplastar a Lunares.
–Fijaros en este gusano. Parece que no sirve para
nada, ¿verdad? Pero estos pequeños bichos son
importantísimos para la naturaleza. Ellos
convierten la fruta podrida en alimento para la
tierra, para que puedan crecer mejor las plantas.
¡Gracias a ellos los árboles crecen más fuertes y
gracias a los árboles tenemos aire limpio para
respirar!
Lunares se quedó mirando a la profesora sin
entender nada. ¿De verdad estaba hablando de
él? Y se sintió más importante que nunca en la
vida. Tanto como aquellos gusanos que luego se
convertirían en mariposas.
–¿Y ahora qué hacemos con este gusano, profe?
–preguntó un niño.
–¿Podemos dejarle en la caja con los otros? –
quiso saber una niña.
Pero la profesora tenía otros planes para
Lunares.
–Le devolveremos al patio, junto a los árboles y la
tierra. Para que pueda cumplir su función y
pueda seguir dando alimento a la tierra de
nuestro colegio.
Lunares volvió a su árbol junto a su amiga
Larojos. Juntos volvieron a comer manzanas
mordisqueadas, bocadillos de queso y jamón y
zumos de naranja y arena. Lo que Lunares no
volvió a hacer fue querer ser mariposa de seda.
¿Para qué si podía ser un maravilloso e
importantísimo gusano de tierra?
Cambio de papeles
Mario era el humano de Zeta y Zeta, que
tenía el pelo rojizo como un zorro, era el gato de
Mario. A Zeta le gustaba mucho su humano, pero
también le gustaba ir a su aire. Por mucho que el
niño insistía, Zeta nunca dormía en su cama
cuando él estaba dentro, prefería hacerlo
acurrucado en un cojín junto al radiador. A Zeta
le gustaba descubrirlo todo, ¡era tan curioso! y
no tenía miedo a nada, o casi a nada. Porque el
aspirador, en verdad, le asustaba un poquito.
Cuando olía, oía o veía algo nuevo, Zeta no se lo
pensaba dos veces… acudía sigiloso a olfatear,
escuchar y observar lo que pasaba. Era todo lo
contrario que su humano. Y es que a Mario no le
gustaban las cosas nuevas: le daban miedo.
Por eso cuando aquel otoño comenzó en una
escuela nueva, un colegio de mayores, que decía
su abuela, Mario no paraba de quejarse. Eso a
pesar de que había muchas cosas que le gustaban
de su nuevo colegio. Para empezar ya no tenían
que llevar ese babi color verde que tanto odiaba.
Además, el colegio nuevo era mucho más grande
y en vez de un patio de arena, tenían una pista de
fútbol y otra de baloncesto. Sin embargo, las
clases eran cada vez más complicadas. Lo que
menos le gustaba a Mario era cuando le tocaba
leer en alto delante de toda la clase. Se ponía tan
nervioso que todas las letras comenzaban a bailar
y a mezclarse unas con otras. Al final Mario
comenzaba a tartamudear y le tocaba a otro
releer lo que él había leído.
Mario le contaba a Zeta todas estas cosas y el
gato, mientras se dejaba acariciar con paciencia,
pensaba en lo injusto que era que Mario, que no
quería ir al colegio, tuviera que acudir a él cada
día.
–Y mientras yo, que me encantaría, tengo que
quedarme en casa cada día. ¡Con lo que me
gustaría a mí ir al colegio y aprender a leer!
Para Mario, sin embargo, era todo lo contrario:
–Qué suerte tienes Zeta, tú puedes estar en casa
todo el día… ¡Si yo fuera un gato: sería tan feliz!
Y tanto quería Zeta ir al colegio y tanto quería
Mario ser un gato, que una noche de luna llena
un hada traviesa que pasaba por la ventana
decidió concederles el deseo.
–Durante una semana Zeta será un humano y
Mario un gato…
Imaginaros el lío que se montó a la mañana
siguiente… Zeta con su cuerpo de niño de 6 años
y Mario lleno de pelo color rojizo.
–Y ahora, ¿qué hacemos? –exclamó Zeta que
ahora hablaba como los humanos, puesto que
era uno de ellos.
–Pues tendrás que ir al colegio y hacerte pasar
por mí –maulló Mario mientras se chupaba la
pata con su lengua aterciopelada.
Y así lo hicieron. Zeta se marchó al colegio y allí
vio con sus ojos todo lo que Mario le había
contado. Lo campos de fútbol y baloncesto, los
libros repletos de letras y aquella maestra que les
hacía leer en voz alta. Como Zeta era muy curioso
y no le tenía miedo a nada, estuvo observando a
todos los niños, mirando bien los libros y
descubriendo en qué consistía eso de leer. Pero
aunque todo era muy divertido, Zeta estaba
agotado. Así que cuando llegó el recreo pensó
quedarse acurrucado en una esquina y echarse
una siestecita: aquello de ser niño era muy
entretenido, pero también muy agotador. Pero
cuando estaba a punto de quedarse dormido, sus
amigos vinieron y le obligaron a jugar un partido
de fútbol con ellos.
Mientras tanto, en casa, Mario se había quedado
en la cama tan a gusto que pensó que eso de ser
gato era lo mejor del mundo. A mediodía se fue
al despacho de Papá, se subió a la mesa y
empezó a ronronear. Papá, que estaba revisando
unos papeles muy complicados le apartó de un
manotazo. Y el pobre Mario convertido en gato
acabó de bruces en el suelo.
–Bueno, volveré a mi camita. No tengo nada que
hacer más que dormir, comer y jugar…
Pero dormir tantas horas era aburrido, y no
hablemos de jugar: perseguir una bola de lana no
era la idea que Mario tenía de diversión.
Tampoco era mejor comer: aquellas bolitas secas
que Zeta solía devorar a todas horas sabían a
rayos y truenos.
Y así fueron pasando los días. Zeta en el colegio,
tan observador, había aprendido a leer. Mario,
en casa, como no tenía nada que hacer, se
dedicaba a curiosear por todas partes y a
descubrir rincones en los que nunca se había
fijado. También se estaba volviendo más valiente:
¡hasta había aprendido a enfrentarse al aspirador
como nunca lo había hecho su gato! Y eso que al
principio, cuando sintió la máquina apuntando
hacia él casi se cae del susto, pero sabía que no
tenía nada que temer, porque aunque esa
máquina era muy potente, él era mucho más
rápido.
Pero ambos echaban de menos su vida anterior:
el colegio estaba bien, y leer era muy divertido
para Zeta, pero era mucho mejor pasarse todo el
día durmiendo y curioseando a su antojo. A
Mario ser gato le parecía muy cómodo, pero
también muy aburrido. No podía salir a a la calle,
ni jugar al fútbol con amigos. Extrañaba el
colegio, ¡incluso aunque le hicieran leer en alto!
Así que aquella noche, cuando habían pasado ya
siete días desde que se cambiaron los papeles,
Mario y Zeta empezaron a discutir cómo acabar
con aquella situación:
–Yo no quiero ir más al colegio. ¡Vaya
aburrimiento!
–Y yo no quiero quedarme todo el día en casa…
¡eso sí que es aburrido!
–Pero ¿qué hacemos? No sabemos por qué ha
pasado esto, ni tampoco cómo solucionarlo…
Y justo en aquel momento, el hada traviesa que
había creado el encantamiento apareció en la
habitación. Era pequeña como una mariposa y no
llevaba una barita mágica, sino una pistola de
agua con la que disparó a Zeta y a Mario que
volvieron a sus cuerpos originales.
–¡Espero que hayáis aprendido la lección y ahora
disfrutéis con lo que sois!
Pero tanto Zeta como Mario habían aprendido
algo más. Zeta había aprendido a leer y desde
entonces, además de husmear por todas partes,
jugar con bolas de lana, dormir y comer, también
le pedía a Mario que le dejara abierto algún libro
de cuentos para leer un ratito. Mario, a su vez,
había aprendido a ser más curioso y a no tener
miedo cuando la profesora le pedía que leyera en
alto. Si se había enfrentado valiente a una
máquina que absorbía pelos… ¿cómo no iba a
atreverse con la lectura?
Bello y Bestia
Había una vez en un lejano pueblo de
altos, frondosos y verdes árboles una joven que
vivía con su padre. A nuestra joven le encantaba
jugar en aquellos árboles tan altos desde que era
una niña, correr y pasear por los bosques y leer
grandes historias de príncipes y princesas.
Todas esas cosas que tanto le gustaban no las
solía compartir con nadie. El motivo era que
cuando aquella niña comenzó a crecer, su pelo se
le encrespó y se le puso de punta, la cara se le
llenó de granitos y su cuerpo empezó a coger
más kilos y músculos de lo que el resto de niñas
acostumbraba para su edad. Su padre trató de
hacerla cambiar y le insistía en que tenía que
hacer algo si quería tener amigos y amigas.
Cariñosamente le llamaba Bestia. A ella no le
importaba mucho tener ese aspecto, pero su
padre insistía una y otra vez:
– Hija, tienes que hacer algo con tu aspecto, así
tan fea no le vas a gustar a nadie.
– Pero papá, a mí me da igual. Todo eso no me
impide hacer las cosas que más me gustan, así
que voy a seguir siendo exactamente igual.
Pero Bestia llevaba mucho tiempo escuchando
aquellos consejos y ya estaba muy cansada. No
entendía por qué era tan importante para la
gente y le entristecía pensar que era la única
parte que la gente podía ver de ella.
A Bestia le encantaba salir con su caballo por el
bosque: se sentía ella misma, era por fin libre y
podía jugar y correr tranquilamente. Una de las
cosas que más le gustaba era sentir la mirada del
bosque sobre ella: era una sensación mágica…
parecía que aquellos grandes árboles iban
acompañándola en su paseo, como si le
saludaran y sonrieran. Bestia pensaba lo
maravilloso de esas plantas y seres que no la
juzgaban por su aspecto. El bosque podía ver la
persona que era ella.
Una tarde de invierno, Bestia estaba con su
caballo por el bosque cuando algo ocurrió. El
caballo de Bestia vio una serpiente, se asustó
muchísimo y salió al galope por el bosque. Bestia
comenzó a tener miedo porque se estaban
alejando y empezaba a oscurecer. Mientras se
agarraba fuerte a su montura para no caerse, le
susurraba:
– Tranquilo chico, vamos no te alejes tanto,
tranquilo…
El caballo fue recuperando la calma pero ya era
tarde. No sabían dónde estaban y el sol se había
escondido. Bestia seguía asustada pero reunió
coraje para confiar en que todo saldría bien y
quizá fue esa confianza lo que les ayudó, porque
rápidamente divisaron un castillo a lo lejos que
podría ser su salvación para esa noche.
Nunca había visto aquel lugar, era un castillo muy
hermoso. Lo que Bestia no sabía es que la
persona que habitaba aquel castillo era más
hermosa aún.
Bestia llamó a la puerta y no podía creer lo que
estaba viendo, era la persona más bella que
jamás hubiera visto. Tenía los cabellos brillantes y
del color del chocolate, un cuerpo fuerte, una
cara hermosa y unos ojos radiantes.
Precisamente aquellos ojos fueron lo que más
llamó la atención de Bestia, ya que mostraban
mucha más belleza que ninguna otra cosa. La
joven, sintió de pronto que con mirarle a los ojos
ya conocía a aquel chico con el que ni siquiera
había hablado aún. Se puso tan nerviosa que no
le salían las palabras:
– Bu…bu…buenas noches siento la… la… las
molestias. Me he perdido en el bosque, no tengo
donde ir, mi caballo y yo estamos asustados y yo
no sé…
Aquel chico la interrumpió:
– No digas más, tranquila, esta noche la pasáis
aquí.
Bestia no podía creer lo agradable que era aquel
chico, tanto que no fue una sino muchas las
noches y los días que pasaron juntos en aquel
castillo. Montaban a caballo, corrían por el
bosque y leían cuentos de príncipes y princesas.
Resultó que a aquel hermoso muchacho le
gustaban las mismas cosas que a Bestia, era
divertido y muy fácil estar juntos, se entendían
con sólo mirarse. Se dieron cuenta que se
parecían en muchas cosas, incluso en aquella en
la que parecían más distintos: el aspecto.
– Me encanta sentirme bello, mi madre siempre
me regañaba por mirarme y pasarme horas
peinándome en el espejo, me decía que un chico
tan presumido no iba a gustar a nadie.
– Vaya, qué raro, mi padre me regañaba por no
ser presumida.
Y así Bello y Bestia descubrieron que ambos
habían sufrido por lo mismo: no dejarles ser
cómo querían ser . Bello y Bestia en ese mismo
momento se confesaron lo mucho que se
gustaban y lo mucho que les gustaría seguir
compartiendo tantas cosas juntos. Les gustaba
mirarse el uno al otro y encontrar lo mejor de
cada uno. Se miraban y se gustaban tal y cómo
eran. Ninguno quería cambiar al otro.
De este modo Bello y Bestia siguieron teniendo el
mismo aspecto, Bello siguió preocupándose por
ser bellísimo y Bestia siguió sin preocuparse por
no serlo. Y además, los dos siguieron siendo
curiosos, atrevidos, divertidos y listos. Siguieron
compartiendo y disfrutando de los bosques, los
caballos y los cuentos. Y por fin consiguieron
sentirse felices porque se sentían aceptados el
uno por otro.
Y además, la mamá de Bello y el papá de Bestia
también aprendieron algo muy, muy importante:
daba igual cómo eran sus hijos por fuera, lo
esencial, es que fueran felices por dentro.
Cosa de niñas (y niños)
Emilia no podía creer que por fin fuera a
conocer a su primo Jose Tomas. No es que nunca
se hubieran visto, es que la última vez que
estuvieron juntos solo tenían tres años y ninguno
se acordaba bien del otro. Después el primo Jose
Tomas se había ido con los tíos a vivir muy lejos y
no habían vuelto a encontrarse. Pero por fin iban
a hacerlo. Emilia, que ya había cumplido siete
años, lo había planeado todo.
– Nos bajaremos al patio y podremos llamar a
Carlos y a Teo y jugar al escondite, o echar un
partido de fútbol. ¡Qué ganas!
Pero la tarde en que Jose Tomas iba a venir a
casa, comenzó a llover a mares. ¡Todos los planes
se habían estropeado! Quizá por eso cuando
Emilia estuvo frente a frente con Jose Tomas no
supo muy bien qué decirle.
– ¿Por qué no os vais al cuarto a jugar? – sugirió
Mamá cuando vio la timidez de los dos primos.
Emilia y Jose Tomas obedecieron y se marcharon
en silencio a la habitación de la niña. Pero allí, la
cosa no mejoró. Emilia se sentía incómoda con
Jose Tomas, pero era su primo. Y por eso, porque
era su primo, tenía que aguantar que estuviera
curioseando entre sus muñecas.
– ¿Te apetece que juguemos con ellas?
– ¡Con las muñecas! ¡menudo rollo! Eso es un
juego de niñas.
– No es cierto, yo juego con mi amigo Carlos, y
con su primo Teo. Nos lo pasamos fenomenal.
– Pues vaya dos amigos que tienes. Los niños
deberían jugar al fútbol, y no a las muñecas.
– También jugamos al fútbol, listillo. Pero hoy
está lloviendo, así que no podemos salir a la calle.
Así que si quieres jugar al fútbol vete tú solo.
Pero Jose Tomas no quería jugar solo al fútbol, y
mucho menos con aquella lluvia tan molesta. Así
que con cara de asco cogió una de las muñecas
favoritas de Emilia y empezó a zarandearla.
Cuando Emilia vio como el niño agarraba de
malas formas su muñeca azul se enfadó un poco:
– No la cojas así, que le vas a hacer daño.
– Pero si no es más que una tonta muñeca. No es
un bebé de verdad, es solo una muñeca.
– Ya, pero es mi muñeca favorita y no quiero que
la estropees. Déjala.
Pero Jose Tomas no estaba dispuesto a soltarla.
Hacer rabiar a su prima Emilia, era lo más
divertido que se podía hacer en aquel día de
lluvia.
– No pienso soltarla. Tendrás que cogerla tú.
Emilia, muy enfadada, comenzó a tirar de su
muñeca. ¡Tenía que recuperarla! Pero Jose
Tomas también tiraba desde el otro lado con
fuerza.
– Suéltala.
– No, suéltala tú.
Y así habrían seguido toda la tarde si no llega a
ocurrir la cosa más extrañísima que Emilia y Jose
Tomas habían visto en su vida. De repente, la
muñeca azul, muy cansada de que se pelearan
por ella, comenzó a chillar.
– ¡Se puede saber qué os pasa a vosotros dos!
Jose Tomas y Emilia soltaron la muñeca
asustados y se miraron sin entender nada.
– ¡Vaya par de animales! – siguió diciendo la
muñeca azul muy enfadada. Justo en ese
momento, alertada por los ruidos, entró en la
habitación la mamá de Emilia.
– ¿Se puede saber qué está pasando aquí?
¡Menudo ruido!
– Mira Mamá, mi muñeca azul ha hablado – pero
al señalarla, Emilia se dio cuenta de que la
muñeca ya no estaba en el suelo.
– ¿Qué muñeca? Aquí no hay nada…
Jose Tomas se dio cuenta de que la muñeca, con
la misma cara de enfado de antes, estaba
subiendo por la estantería como si fuera un
experto escalador.
– Sí, sí, ahora está trepando entre los libros,
fíjate, tía.
Pero cuando los tres miraron hacia la estantería,
la muñeca estaba plantada junto a unos libros
tan quieta como siempre había estado.
– ¡Qué tontería decís! Las muñecas no hablan y
mucho menos se mueven. Seguid jugando, pero
no hagáis ruido.
Jose Tomas y Emilia se miraron sorprendidos.
¿Era verdad que habían visto la muñeca moverse
o se trataba de imaginaciones suyas? Pero la
muñeca azul les sacó de dudas, y comenzó a
hablar desde lo más alto.
– ¡Casi nos pilla! ¡Menos mal! Si un mayor viera a
una muñeca hablar se moriría del susto.
– ¿¡Hablas de verdad!?
La muñeca azul se bajó de la estantería de nuevo
y se colocó delante de los niños. Les contó que
todos los muñecos tenían la capacidad de hablar
entre ellos pero que no podían comunicarse con
los niños a menos que su vida corriera peligro.
– Y si no llego a hacerlo… ¡habríais acabado
conmigo! ¿Se puede saber por qué os estabais
peleando?
Emilia le contó que Jose Tomas pensaba que las
muñecas eran solo cosa de niñas y que jugar con
ellas era muy aburrido.
– Eso es porque nunca has jugado con una
muñeca – dijo mirando con cara de enfado al
niño.
Jose Tomas, muy avergonzado, tuvo que
reconocer que la muñeca azul tenía razón: nunca
había jugado con ellas.
– Pues ya va siendo hora…¡a jugar!
De repente, de los cajones de Emilia comenzaron
a salir muñecas y ¡¡todas hablaban!!
– ¿Qué os parece si organizamos un partido de
fútbol entre muñecas? – sugirió una de ellas.
– O podemos organizar una guerra de muñecas.
– No, nada de violencia. Sería mejor que
jugáramos al escondite.
Y eran tantas las propuestas de juego que ni
Emilia ni Jose Tomas supieron que elegir… ¡así
que jugaron a todas! Era tan divertido inventarse
juegos, imaginar que las muñecas eran
exploradoras en una selva peligrosisíma, o que
eran detectives tratando de capturar a una
ladrón muy malvado o corredoras de una carrera
de obstáculos que iba de la cama de Emilia al
escritorio lleno de pinturas.
Cuando los tíos de Emilia vinieron a buscar a Jose
Tomas y se lo encontraron rodeado de muñecas,
jugando divertido se sorprendieron mucho:
– ¿Estás jugando con muñecas, Jose Tomas?
El niño, guiñando un ojo a la muñeca azul y a su
prima Emilia, exclamó:
– Pues claro, al fin y al cabo… ¿quién ha dicho
que las muñecas son cosa de niñas?
El rincón de nieve
La pequeña ardilla Tartán, vivía en un
bosque mágico, lo que tenía un montón de
ventajas, porque significaba que en cualquier
esquina siempre te encontrabas algo inesperado.
Pero de todos los lugares increíbles del bosque
había un rincón muy especial, el que más le
gustaba a Tartán. Solo podías encontrarlo un día
al año: el día de Nochevieja.
Ese día, sin importar si hacía calor o frío, junto a
la esquina del puente encantado, Tartán y sus
amigos se encontraban el rincón de nieve. Un
lugar tan lleno de nieve que las pequeñas ardillas
podían pasar el último día del año jugando a
tirarse bolas o en trineo o incluso, y esto era lo
que más les gustaba, haciendo muñecos de
nieve. Cada ardilla hacía uno, con la
particularidad de que cada muñeco de nieve era
exactamente igual al muñeco de nieve que esa
misma ardilla había hecho el año anterior.
El muñeco de nieve de Tartán se llamaba Rayón,
porque le encantaba que las bufandas que cada
año Tartán le ponía al cuello fueran de rayas. No
le gustaban de puntitos, ni de flores, ni de
animales, a Rayón solo le gustaban las rayas.
Tartán y Rayón habían pasado tantos años juntos
(un día, cada año, el último día del año, pero
muchos años al fin y al cabo) que ya eran grandes
amigos. Se contaban lo que habían hecho en
todo el año, los sueños que querían ver
cumplidos el año que empezaba y se divertían
mucho juntos. Después, cuando la luna se ponía
en el punto más alto, marcando el final del año,
el rincón de nieve comenzaba a desaparecer, a
volverse cálido. Los muñecos se iban
deshaciendo poco a poco, y las pequeñas ardillas
se despedían de ellos hasta el año siguiente.
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CUENTOS DE 5 MINUTOS

  • 1. CUENTOS INFANTILES DE 5 MINUTOS PARA ANTES DE DORMIR Cuento a la vista
  • 2.
  • 3. El malo del cuento Cansado de ser siempre el malo de los cuentos, el lobo se levantó aquella mañana dispuesto a renunciar a su cargo. Se puso el traje de los domingos, se afeitó con esmero y se fue a la oficina de trabajo de personajes infantiles. En la oficina había un gran follón. El Gato con botas había intentado colarse y pasar antes que la Abuela de Caperucita y la Bruja de Blancanieves se había enfadado tanto que le había convertido en un ratón: - ¡Qué poco respeto por los mayores! – había gritado encolerizada.
  • 4. Los funcionarios de la oficina tardaron más de media hora en convencer a la Bruja de que devolviera al Gato a su forma original y por eso todo iba con mucho retraso aquella mañana. Cuando por fin gritaron su nombre, el Lobo, arrastrando sus pies, se sentó frente al oficinista. – ¿Qué desea, señor Lobo? ¿Ha tenido algún retraso con su sueldo este mes? – No, no, todo eso está perfecto. Lo que no está bien es el trabajo. Estoy cansado de ser el malo de los cuentos. De que los niños me tengan miedo. De que los demás personajes se rían siempre de mi cuando acaban quemándome, llenándome de piedras la barriga, o disparándome con una escopeta de cazador. ¡O me convierten en héroe o me marcho para siempre! - Pero eso no podemos hacerlo. Para héroes ya tenemos a los príncipes. – Pero eso es muy aburrido. ¿No ha oído las quejas de las princesas? Ellas también están hartas de ser unas melindres que siempre necesitan ser salvadas: los tiempos están
  • 5. cambiando, señor funcionario. A ver si se enteran en esta oficina de una vez… Pero por más que el señor Lobo intentó convencer al operario, no lo consiguió, así que se marchó enfadado dispuesto a no trabajar nunca más. Fue así como los cuentos se quedaron sin villano. El cerdito de la casa de ladrillos miraba con nostalgia la chimenea, Caperucita se enfadaba con la abuela porque no tenía los ojos, ni la nariz, ni la boca muy grande, los siete cabritillos esperaban aburridos en casa a que mamá apareciera, Pedro no asustaba a nadie con su grito de ¡qué viene el lobo! porque todos sabían que este se había ido para siempre. Pero lo peor fue que, sin el señor Lobo, los cuentos dejaron de ser divertidos y los niños se aburrían tanto, que dejaron de leer. Muy preocupados, todos los personajes infantiles se reunieron en la oficina de trabajo para intentar buscar una solución. - Si los niños dejan de leer, pronto desapareceremos todos.
  • 6. - Hay que convencer al señor Lobo de que vuelva a ser el malo de nuestros cuentos. - Tenemos que prometerle que no volveremos a reírnos de él. ¡Le necesitamos! Así que todos juntos fueron a visitarle. Cuando el Lobo vio que todos los personajes querían que volviera, se sintió conmovido. - Está bien, veo que no me queda más remedio que aceptar que mi papel en los cuentos es ser el malo. Pero para regresar a la literatura necesito que me hagáis un favor: quiero que todos los niños sepan que en mi tiempo libre no voy por ahí comiéndome abuelas, ni cabritillos, ni cerditos. – Pero, ¿cómo haremos eso? – preguntaron todos sorprendidos. – Conozco un blog de cuentos infantiles que seguro que estarían interesados en esta historia – exclamó entusiasmado un conejo sin orejas. Y fue así como la historia del Lobo que no quería ser el malo del cuento llegó hasta nosotros…
  • 7. Las vacas no van al colegio Todos tenemos un mejor amigo, alguien con quien nos gusta pasar el tiempo, hablar de nuestros problemas, divertirnos, jugar, reír… La mejor amiga de Beto era la vaca Paca. Suena raro que fuera una vaca, pero Beto vivía en una granja rodeado de animales. Además, la vaca Paca le había salvado la vida siendo muy pequeño y eso, son cosas que no se olvidan…
  • 8. Ocurrió cuando Beto solo tenía 3 años. Jugaba al balón junto a la guarida de los conejos cuando la pelota salió disparada hacia la carretera. Beto corrió detrás justo en el momento en que un camión lleno de haces de trigo pasaba por ahí. La vaca Paca, que pastaba tranquilamente en el prado de al lado, vio toda la escena, y salió corriendo hacia el niño. El conductor, que no había visto a Beto, tan pequeño y veloz, se quedó pasmado al observar aquella enorme vaca corriendo hacia la carretera. Y frenó en seco. Aquel fue el principio de una amistad muy especial. Beto se pasaba horas con la vaca Paca, solo bebía la leche que salía de sus ubres, y a veces, cuando no podía dormir, se acurrucaba junto a ella. A su lado nunca tenía miedo. Por eso a nadie le sorprendía verlos siempre juntos. Eran como uña y carne, tan unidos que parecía imposible diferenciar donde acababa la sonrisa de Beto y donde comenzaba el meneo travieso de la cola de la vaca Paca. Y así fue siempre, hasta que Beto creció y tuvo que ir al colegio.
  • 9. El colegio estaba en la ciudad y era muy grande. Estaba lleno de niños y niñas, pero no había conejos, ni prados, ni caballos, y por supuesto tampoco estaba la vaca Paca. ¿Por qué no podría llevarse a su amiga al cole, compartir pupitre y jugar juntos en el recreo? - Porque es una vaca, Beto – le decía Mamá – las vacas no van al colegio, ni hacen deberes, ni cambian cromos durante el recreo. Pero tanto insistió Beto, que Mamá finalmente accedió. Y Beto acudió al día siguiente montado en su vaca Paca. Todos los niños querían tocarla, jugar con ella, beber su leche y subirse a su lomo. Pero tras un rato, la vaca Paca se cansó de estar pastando por aquel prado de cemento y decidió sentarse. No se le ocurrió otra cosa que hacerlo justo bajo una de las porterías del campo de fútbol: - ¡Con ella de portera ganaremos todos los partidos! – exclamó entusiasmado Beto. Pero el equipo contrario pronto se cansó de jugar con la vaca Paca.
  • 10. - ¡Esto es injusto, queremos una portera de nuestro tamaño! – Así gana cualquiera… – Esto es trampa Así que a Beto, no le quedó más remedio que convencer a la vaca Paca para que se moviera de la portería. – Quédate mejor en el pasillo – le dijo – que ahora tengo clase de matemáticas y no puedo atenderte. La vaca Paca obedeció a Beto y se quedó tranquilamente tumbada en el pasillo, pero al rato, empezó a aburrirse de estar ahí sola y comenzó a llamar a su amigo. Los mugidos de la vaca eran tan fuertes que el maestro Daniel tuvo que parar la clase. - ¿Qué es ese escándalo? Así no podemos seguir la clase… Y salió al pasillo a ver que pasaba. La vaca Paca se puso muy contenta de ver por fin a alguien que la hablaba…¡estaba tan aburrida ahí sola! Tan contesta estaba, que con todo su cariño dio un lametazo a la calva brillante del maestro Daniel.
  • 11. - Aaaaagh. ¡Qué asco! Esto es una vergüenza. Llévense a esta vaca a dirección. Y para allá que fueron Beto y la vaca Paca, muy compungida por haber organizado todo ese lío. A Carmen, la directora, casi le da un patatús cuando vio a la vaca Paca entrar por la puerta de su despacho. - ¿Qué hace una vaca aquí? – Es que es mi mejor amiga y quería traerla para que conociera el colegio, a mis otros amigos, a los profesores… La directora vio tan ilusionado a Beto, y tan avergonzada a la pobre vaca, que se le ocurrió una idea. - Beto, el colegio no es lugar para una vaca. Tu amiga tendrá que quedarse en vuestra granja mientras tu estás en el cole. Pero ya que ha venido hasta aquí, vamos a enseñarla a todos los niños… La idea de Carmen era sencilla: dar una clase que ningún alumno olvidaría jamás. La vaca Paca, Beto y Carmen fueron pasando por todas las clases. Carmen les enseñaba todo lo que había que saber de las vacas y de los animales como ella: los mamíferos. Además muchos niños
  • 12. ordeñaron por primera vez una vaca, descubrieron como se alimentaba, que costumbres tenía y cómo vivían. Había sido la mejor clase de conocimiento del medio que todos habían tenido jamás. Cuando acabó la jornada, Beto y la vaca Paca volvieron a la granja y contaron todo a Mamá, que con esa cara que ponen siempre las mamás cuando están a punto de decirnos algo importante afirmó: - Ya te lo dije, Beto. Las vacas no van al colegio…
  • 13. Un conejo sin orejas Le llamaban así: el conejo sin orejas. Aunque Caro sí tenía orejas. Dos. Puntiagudas y de pelo suave, como todos los conejos de aquel bosque. Solo que Caro, al contrario que el resto, no podía levantarlas. – Inténtalo Caro: ¡súbelas! – le había dicho Mamá el día que todos los pequeños conejos de la escuela debían levantar sus orejas. – ¡Allá voy! – había gritado con alegría Caro mientras con esfuerzo trataba de levantarlas –
  • 14. . ¿Qué tal están, Mamá? ¿Estoy guapo con mis nuevas orejas? Pero Caro no las había levantado ni un milímetro. Volvió a intentarlo una y otra vez, pero no había manera: sus orejas seguían caídas. Fue por esto que el pequeño Caro se convirtió en el hazme reír de todos los conejos. – No llores cariño, no pasa nada – intentaba consolarle Mamá –. Eres un conejo diferente, ¿y qué? No hay nada de malo en ello. Sin embargo Caro no estaba de acuerdo con su madre. A él no le gustaba ser diferente, ni que se rieran de él y por eso todas las mañanas, al despertarse, apretaba con fuerza su cabeza e intentaba levantar sus orejas. Pero cada mañana comprobaba con tristeza que no lo había logrado. Que seguía siendo diferente al resto. En el bosque los días pasaban tranquilos y todos los pequeños conejos eran felices jugando entre los árboles con las ardillas y los ratones de campo. Todos menos Caro, que se pasaba el día suspirando, soñando con ser como el resto de sus compañeros.
  • 15. Una tarde de primavera, la tranquila existencia de los conejos se vio sacudida por unos cazadores de espesos bigotes y caras malhumoradas. Llevaban unas escopetas largas que hacían un ruido ensordecedor cada vez que las disparaban. PUM, PUM. Aquellos sonidos terribles asustaron tanto a los pequeños conejos, que todos intentaron esconderse entre la maleza del bosque. Pero sus puntiagudas orejas sobresalían a través de la hierba y por más esfuerzos que hicieron para bajarlas, estas seguían estiradas. Por este motivo, no les quedó más remedio que salir corriendo a toda velocidad para evitar a los cazadores. Afortunadamente, nada malo ocurrió y todos los pequeños conejos volvieron sanos y salvos a sus madrigueras. – ¡Qué miedo he pasado! – gritaban todos – Intenté esconderme, pero estas orejas… – ¡Qué suerte tienes, Caro! A ti nunca podrán hacerte nada.
  • 16. Desde un rincón, Caro, el conejo sin orejas, les escuchaba boquiabierto. Por primera vez en su vida, sus compañeros no se burlaban de él por ser distinto. Al contrario, todos querían parecerse a él. Desde aquel día, Caro nunca más volvió a avergonzarse de sus orejas caídas. Era diferente, sí, pero como bien decía Mamá, ¿qué había de malo en ello?
  • 17. Valentín, el hipopótamo bailarín Valentín llegó al zoo una tarde en que llovía mucho. No venía de África, como los otros hipopótamos del zoológico, sino del Gran Circo Mundial “La Ballena”, que había tenido que cerrar por problemas económicos. Su desaparición había provocado que todos los animales del circo tuvieran que buscarse otro lugar donde vivir. A Valentín le habían mandado a un zoo pequeñito que había en una ciudad del norte. El
  • 18. lugar parecía agradable, pero…¡era tan diferente al circo! Lo único que se podía hacer todo el día era dormir, comer, rebozarse en el barro y sonreír a los visitantes que le hacían fotos constantemente. - ¿Es que aquí no se hace nada más? – preguntaba frunciendo el ceño, el hipopótamo Valentín. - ¿Te parece poco? – contestaba siempre uno de los perezosos de la jaula de al lado- sonreír todo el día a los turistas me parece agotador ¡con lo bien que se está durmiendo! Pero a Valentín, que venía de una legendaria familia de hipopótamos artistas y bailarines de circo, eso de estar todo el día tirado a la bartola le aburría una barbaridad… - ¡Si al menos tuviera música con la que bailar! – se lamentaba constantemente, mientras sus pies se movían al son de una melodía imaginaría que solo escuchaba él. Los animales con los que convivía observaban con curiosidad a aquel hipopótamo extraordinario que suspiraba cada día y aprovechaba los momentos en los que no había visitantes, para bailar un tango, una samba o un
  • 19. cha-cha-chá. Por eso todos le llamaban el hipopótamo bailarín. - Los bailes latinos son divertidos- explicaba a sus amigos- aunque a mí, de siempre, lo que más me gusta es la danza clásica con sus tutús vaporosos y sus zapatillas puntiagudas… Tanto se lamentaba, y tan triste se le veía, que los animales del zoológico decidieron un día hacerle un regalo. Se juntaron todos sin que Valentín, el hipopótamo bailarín, se enterara y urdieron un plan para sorprender a su amigo. – Necesitamos una banda, eso es fundamental – comentó la leona. – Nosotros podemos hacer música con nuestras trompas – se ofrecieron los elefantes. – Y nosotras con nuestros picos – exclamaron las grullas y los flamencos. – Quizá nosotros podamos tocar el tambor – se ofrecieron los osos. Uno a uno, todos los animales fueron organizándose para formar aquella orquesta maravillosa. Ensayaban a la menor ocasión, aunque lo más difícil era mantener alejado a Valentín. De esa delicada misión se encargaron
  • 20. los chimpancés, que estaban todo el rato tratando de entretener al hipopótamo. – ¡Qué pesados están los monos, últimamente! – se quejaba Valentín – se pasan el día detrás de mí. Y cuando le escuchaban quejarse, todos los animales se reían para sí, pensando en la sorpresa que se llevaría Valentín cuando viera aquella orquesta maravillosa y pudiera bailar con ellos. Por fin, después de varias semanas de ensayos, llegó el día elegido. Se trataba del aniversario de la llegada de Valentín al zoo. Había pasado un año entero. Doce meses sin funciones, sin coreografías, sin aplausos, sin trajes de baile, ni tutús elegantes. – ¡El tutú! Se nos había olvidado por completo – exclamó contrariado el rinoceronte.- No podemos hacerle bailar sin su tutú. - ¿Pero dónde encontraremos uno? – se preguntaron todos. - No os preocupéis – exclamó uno de los chimpancés – ¡Yo conseguiré uno! Dadme unas horas.
  • 21. Y el chimpancé desapareció entre los árboles. Fue colgándose de una rama a otra hasta que salió a la ciudad. Anduvo de árbol en árbol hasta que por fin llegó a una tienda de disfraces. De cómo consiguió hacerse con un disfraz de bailarina tamaño XL poco más se sabe, pues nunca quiso desvelar lo que había ocurrido. Lo único que supieron todos los animales es que apenas un par horas después de haberse marchado, el chimpancé estaba de vuelta con un enorme tutú rosa y con sus zapatillas a juego. – Ya lo tenemos todo –anunció el tigre de Bengala, que era el director de la orquesta. – ¡Que empiece la función! Cuando Valentín escuchó aquella música estrafalaria no pudo evitar acercarse a ver que pasaba. ¡Vaya sorpresa se llevó al ver a todos sus amigos tocando la Sinfonía nº5 de Beethoven! Pero el hipopótamo se quedó aún más sorprendido cuando uno de los chimpancés le entregó un paquete envuelto en papel amarillo: ¡era un tutú! Valentín, el hipopótamo bailarín, se probó aquel tutú y bailó y bailó para todos sus amigos.
  • 22. Los animales del zoo lo pasaron tan bien, que desde entonces, cada primer lunes del mes organizan un gran concierto donde todos están invitados. También tú…aunque… ¿te atreves a danzar con el hipopótamo bailarín…?
  • 23. El camello Donatello Nadie sabía cuantos años tenía el camello Donatello, solo que cada vez estaba más cansado y se quejaba más cuando tenía que cargar con los turistas desierto a dentro. Por eso, en medio de la travesía, solía pararse y sentarse tranquilamente sobre la arena caliente. No había manera de moverlo durante varios minutos, y los turistas lo miraban entre enfadados y divertidos. – Caray con el carácter de este camello.
  • 24. Al camello Donatello lo que le gustaba era quedarse cerca del oasis y rumiar paja: para dentro, para fuera, para dentro, para fuera. Así hasta que la paja se convertía en una masa pastosa que le dejaba un aliento ácido y desagradable. También le gustaban los niños. Cuando en el grupo de turistas había alguno, siempre se lo colocaban a él. Pesaban poco y se reían mucho. Todo les sorprendía: las sombras que la caravana de camellos proyectaba sobre las dunas, el color rojo del sol al atardecer, los escarabajos que aparecían y desaparecían entre la arena o las sonoras y apestosas flatulencias que expulsaban los camellos. – ¡Pero qué camellos más cochinos! Los niños no paraban de reír divertidos con estas ventosidades y Donatello se reía con ellos. Durante las noches en el desierto, mientras los padres cenaban, hacían fotos y hablaban de esas cosas sesudas de las que hablan los mayores, Donatello entretenía a los niños, con sus gestos y sus sonidos.
  • 25. – Da gusto – decían siempre los mayores –con este camello no hace falta que nos preocupemos de los niños. – Mírales qué tranquilos están. A Donatello también le gustaba encargarse de los más pequeños. Dejaba que se subieran encima, que le pellizcarán la panza y le hicieran cosquillas en el cuello. – Solo sigo en este trabajo por los niños. Si no fuera por ellos… – solía comentar por las noches mientras descansaban cerca de las jaimas. – Claro, por eso y porque si no, acabarías convertido en filetes de camello…¡con un poco de ensalada: ricos, ricos! – le provocaba la camella Marianela, mucho más joven que él. El camello Donatello sabía que tenía razón. El día en que sus cansados músculos no pudieran hacer la travesía del desierto con los turistas a cuestas, dejaría de ser útil para los dueños y acabaría en un restaurante de plato principal. Y ese día llegaría pronto. Cada vez se sentía más cansado, más viejo, más débil. No había remedio.
  • 26. Una tarde caminaban por el desierto con un reducido grupo de turistas. Entre ellos se encontraba Bea, una niña pecosa y canija que, por supuesto, iba montada en el camello Donatello, que estaba esforzándose mucho por seguir adelante. Bea, que notaba lo cansado que estaba el animal, le acariciaba su largo cuello y le daba palabras de ánimo – Venga amigo, que estamos a punto de llegar y podrás descansar un rato. Pero cuando apenas les quedaba un kilómetro para llegar a su destino, el camello Donatello se sintió desfallecer y cayó al suelo. No hubo manera humana de hacerlo levantar. – Ya no va a moverse…este camello es tan viejo que no sirve para nada. Ahí lo dejaremos y a la vuelta veremos que hacemos con él. Aterrada ante la idea de dejar solo al camello en medio de aquella nada de arena, Bea comenzó a llorar y se abrazó a él. Nadie consiguió despegarla de ahí, así que todos tuvieron que acampar junto a ellos, a pesar del visible enfado del dueño de los camellos.
  • 27. A la mañana siguiente, se levantaron antes del alba para regresar al campamento. Después de haber descansado, el camello Donatello se veía con fuerzas hacer el trayecto. – Camina, que ya verás cuando llegues…esta no me la vuelves a hacer- le gritaba muy enfadado el dueño. – ¿Qué te harán cuando lleguemos? – preguntó intrigada la pequeña Bea. El camello Donatello le contó que seguramente acabaría a la parrilla en alguno de los restaurantes de la zona. – Es ley de vida, ¡qué le vamos a hacer! – afirmó resignado Donatello. – Pues habrá que buscar una solución. ¡No podemos consentirlo! – exclamó decidida Bea. Y durante todo el trayecto, mientras el sol poco a poco iba empezando a calentar más y más, Bea estuvo pensando la manera en que salvar al camello Donatello…
  • 28. El camello Donatello (Parte 2) Bea pensaba y pensaba. Le gustaba aquel animal. Era paciente y noble. Le había hecho reír durante el camino de ida, a pesar de estar tan cansado. Le había contado también un montón de historias increíbles sobre la travesía del desierto. ¿Cómo iba a consentir que desapareciera sin más! - ¡No quiero ni oír hablar del filete de camello! Tú te vienes conmigo. - Pero Bea, ¿cómo voy a llegar hasta tu casa? A los camellos no nos dejan montar en avión…
  • 29. – Pues volveremos en barco. He visto que llevan coches, y eso ocupa mucho más…¡Seguro que se puede! – Pero Bea, ¿qué haré luego en tu gran ciudad? Yo soy un camello, vivo en el desierto… – No hay problema. En casa tenemos un jardín muy grande con mucha hierba. Podrás descansar, comer tranquilamente y cuando llegue del cole pasaremos la tarde juntos. Aquello sonaba maravilloso. Donatello imaginó por un momento la escena y sonrió con cierta melancolía. Ojalá a veces los sueños se cumplieran… – Eso es precioso Bea, ¡me encantaría! Pero tenemos que ser realistas… ¿tú crees que tus padres querrían tener un camello en su jardín? La niña tuvo que admitir que Donatello tenía razón. Había que pensar otra cosa… - A ver…además de hacer estos trayectos ¿qué otra cosa sabes hacer? Donatello se quedó pensativo…Él no era más que un camello. Su función consistía en transportar gente y comer hierba. Eso era todo. ¿o no? – Algo más debes haber…
  • 30. – Soy muy bueno apartando moscas del desierto con mi cola… – Eso es práctico para ti, pero no creo que solucione el problema. – También me tiro unos… – ¡Eso ni lo digas! Ya lo he comprobado – afirmó Bea tapándose la nariz- ¡Poco haremos con eso! – Déjame que piense… – Vamos Donatello, estamos llegando ya al pueblo. ¡Hay que encontrar una solución enseguida. – No se me ocurre nada Bea. ¡Acabaré siendo carne de camello! Como mi padre o mi abuelo: ¡Es ley de vida y a vosotros los humanos también os pasa, solo que de otra forma! – Una vez me contó un niño que… – Claro Donatello, ¡los niños! – Que pasa con los niños…Me gusta estar con ellos. Los entretengo. – Y además cuentas unas historias alucinantes… ¿No te das cuenta de que esa es la solución? Pero el camello Donatello no se daba cuenta de nada. ¿Qué se le habría ocurrido a aquella pequeña cabeza? En cuanto llegaron al pueblo, Bea se bajó de Donatello y fue corriendo a hablar con Mamá. Si alguien podía convencer al
  • 31. malhumorado dueño de los camellos de que su plan podía funcionar esa era Mamá. Por supuesto, a Mamá, le encantó la idea de Bea, así que se dirigió al dueño y comenzó a explicárselo. El tipo comenzó a gruñir y a gritar irritado. Para él era una ofensa que alguien de fuera viniera a decirle lo que debía o no debía hacer con sus camellos. - Hay que fastidiarse – exclamó Bea enfadada – los mayores se pasan el día diciéndonos lo que tenemos que hacer. Pero cuando es al revés, son ellos los que no quieren hacernos caso… Casi una hora estuvieron Mamá y el dueño de los camellos, discutiendo airadamente. Pero finalmente, el dueño cedió, y Mamá vino con una sonrisa en los labios a explicar la situación a Bea y a Donatello, que esperaban impacientes. - ¡Lo hemos conseguido, Bea! Donatello no se irá a ningún restaurante. Se quedará aquí, en el pueblo. – BIEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEN – Pero ¿qué haré exactamente? – preguntó Donatello, que no tenía ni idea del plan que Bea había organizado.
  • 32. – Te quedarás aquí y cuidarás de los niños, durante las excursiones para los mayores. Serás…¡el primer camello cuidador de niños! Así fue mucho tiempo. Durante las tardes, cuando los padres que acudían a aquel pequeñísimo pueblo en medio del desierto, hacían largas cenas, hablaban con las gentes del pueblo y observaban su música y sus tradiciones, los más pequeños se quedaban con Donatello. El camello les dejaba tirarle del rabo, hacerle cosquillas en el cuello y rascarle las jorobas. También les contaba unas historias increíbles y los niños se quedaban dormidos sobre la arena, bajo la atenta mirada de las estrellas. Los padres estaban encantados. El dueño también. Pero el más feliz de todos era el camello Donatello. Y es que a veces…los sueños se cumplen.
  • 33. El gato soñador Había una vez un pueblo pequeño. Un pueblo con casas de piedras, calles retorcidas y muchos, muchos gatos. Los gatos vivían allí felices, de casa en casa durante el día, de tejado en tejado durante la noche. La convivencia entre las personas y los gatos era perfecta. Los humanos les dejaban campar a sus anchas por sus casas, les acariciaban el lomo, y le daban de comer. A cambio, los felinos perseguían a los ratones cuando estos trataban de invadir las
  • 34. casas y les regalaban su compañía las tardes de lluvia. Y no había quejas… Hasta que llegó Misifú. Al principio, este gato de pelaje blanco y largos bigotes hizo exactamente lo mismo que el resto: merodeaba por los tejados, perseguía ratones, se dejaba acariciar las tardes de lluvia. Pero pronto, el gato Misifú se aburrió de hacer siempre lo mismo, de que la vida gatuna en aquel pueblo de piedra se limitara a aquella rutina y dejó de salir a cazar ratones. Se pasaba las noches mirando a la luna. – Te vas a quedar tonto de tanto mirarla – le decían sus amigos. Pero Misifú no quería escucharles. No era la luna lo que le tenía enganchado, sino aquel aire de magia que tenían las noches en los que su luz invadía todos los rincones. – ¿No ves que no conseguirás nada? Por más que la mires, la luna no bajará a estar contigo.
  • 35. Pero Misifú no quería que la luna bajara a hacerle compañía. Le valía con sentir la dulzura con la que impregnaba el cielo cuando brillaba con todo su esplendor. Porque aunque nadie parecía entenderlo, al gato Misifú le gustaba lo que esa luna redonda y plateada le hacía sentir, lo que le hacía pensar, lo que le hacía soñar. – Mira la luna. Es grande, brillante y está tan lejos. ¿No podremos llegar nosotros ahí donde está ella? ¿No podremos salir de aquí, ir más allá? – preguntaba Misifú a su amiga Ranina. Ranina se estiraba con elegancia y le lanzaba un gruñido. – ¡Ay que ver, Misifú! ¡Cuántos pájaros tienes en la cabeza! Pero Misifú no tenía pájaros sino sueños, muchos y quería cumplirlos todos… – Tendríamos que viajar, conocer otros lugares, perseguir otros animales y otras vidas. ¿Es que nuestra existencia va a ser solo esto?
  • 36. Muy pronto los gatos de aquel pueblo dejaron de hacerle caso. Hasta su amiga Ranina se cansó de escucharle suspirar. Tal vez por eso, tal vez porque la luna le dio la clave, el gato Misifú desapareció un día del pueblo de piedra. Nadie consiguió encontrarle. – Se ha marchado a buscar sus sueños. ¿Habrá llegado hasta la luna?– se preguntaba con curiosidad Ranina… Nunca más se supo del gato Misifú, pero algunas noches de luna llena hay quien mira hacia el cielo y puede distinguir entre las manchas oscuras de la luna unos bigotes alargados. No todos pueden verlo. Solo los soñadores son capaces. ¿Eres capaz tú?
  • 37. La ratita presumida Érase una vez que se era, una rata muy trabajadora, que tenía por hija una ratita muy presumida, a la que le gustaba pasarse el día estirándose los bigotes y tostándose al sol. Un día, la rata, mientras volvía de trabajar, se encontró en el suelo un objeto muy brillante. ¡Era una moneda de oro! Con ella podría hacer tantas cosas…
  • 38. Pero como lo que más le importaba en el mundo a la rata era su pequeña ratita, decidió darle esa moneda de oro a su hija: – Esta moneda es para ti. Con ella podrás comprar lo que desees para convertirte en una ratita de provecho. Cuando la ratita presumida recibió aquella moneda, se fue contenta al mercado del pueblo y a pesar del consejo de su madre, en vez de invertir ese dinero en un buen negocio, se compró la mejor cinta del mercado para hacerse con ella un buen lazo, que se colocó en la colita. – ¡Mira que elegante estoy! Con este lacito todo el mundo me admirará y querrá hacer negocios conmigo. Y es verdad que todo el mundo se quedó asombrado al ver a la ratita con su lacito rojo. ¡Parecía toda una ratita de mundo! De camino a casa, la ratita presumida se cruzó con el gallo, que muy asombrado le preguntó.
  • 39. – Justo eso es lo que estoy buscando: un poco de elegancia para mi granja. ¿Quieres trabajar conmigo? La ratita presumida, satisfecha de que su plan hubiera funcionado, contestó. – Depende, ¿tendré que levantarme muy pronto? Cuando el gallo le contó cómo funcionaba la granja y como cada mañana se levantaba al amanecer, puso cara de horror: – ¡Ni hablar! No me gusta madrugar. Poco después se cruzó con un perro cazador. Cuando vio la ratita, tan elegante, pensó que sería una buena compañera para las cacerías. ¡Así tendría alguien con quien hablar! – Pero ¿tendré que correr contigo por el campo persiguiendo conejos? Eso debe ser de lo más agotador. ¡Ni hablar! Al ratito apareció por ahí un precioso gato blanco. Al igual que la ratita, aquel gato tenía los bigotes bien estirados, y la ratita enseguida se sintió interesado por él. Le contó que estaba
  • 40. buscando un trabajo y le preguntó si podía colaborar con él. – Claro que sí. – Pero tu trabajo no será tan agotador como el del perro cazador. – ¡Qué va! Yo no corro nunca demasiado, prefiero quedarme tumbado y que me hagan caricias. Al oír aquello, la ratita abrió los ojos de par en par: ¡con lo que le gustaba a ella que le acariciaran la barriga! El gato también había abierto mucho los ojos y se acercaba cada vez más a la pequeña ratita. – Pero, ¿no tendrás que madrugar mucho? Acabo de hablar con el gallo y tiene que despertarse prontísimo. – ¡Qué va! Si me despierto pronto me doy la vuelta y sigo durmiendo. La ratita cada vez estaba más contenta. Tan contenta estaba, que no se daba cuenta de lo cerca que estaba el gato (cada vez más y más) y
  • 41. de cómo se relamía de gusto. Cuando estaba a punto de aceptar ese nuevo trabajo, a la ratita presumida le entró una duda. – Todo lo que me has contado está muy bien, pero ¿a qué te dedicas exactamente? En ese momento, el gato se abalanzó hacia ella y gritó: – ¡A cazar ratas y ratones como tú! Cuando la ratita presumida se dio cuenta de las intenciones del gato era ya demasiado tarde. El enorme felino la tenía bien agarrado con sus uñas. Pero en ese momento, llegó el perro cazador, que había estado atento a la conversación y asustó al gato, que salió huyendo soltando a la ratita presumida. ¡Menos mal! Cuando la ratita volvió a casa, todo el mundo en el bosque conocía su historia. También su mamá, que mitad aliviada, mitad enfadada, la recibió en casa. – Todo te ha pasado por ser tan comodona y presumida – le reprendió la mamá – ¿cuándo te harás una ratita de provecho?
  • 42. La ratita presumida no dijo nada. Había aprendido una buena lección…
  • 43. La rana que fue a buscar la lluvia Cansada de que llevara meses sin llover, la rana Ritita cogió su maleta a rayas, esa que le habían regalado una primavera y que no había utilizado jamás, y se marchó en busca de la lluvia. El resto de ranas la observaron extrañada mientras se alejaba de la charca. – ¿Cómo va a encontrar la lluvia? Eso no se encuentra, aparece y listo.
  • 44. – Se va a otra charca, como el resto de animales. Encontrará otras ranas, otras amigas y nos olvidará. – ¡Qué desagradecida! Pero la rana Ritita no tenía pensado mudarse a otra charca. A ella le gustaba mucho la suya, al menos le gustaba mucho antes de la sequía, cuando todo florecía a su alrededor, cuando el agua se colaba en los recovecos más escondidos y te regalaba siempre imágenes maravillosas: una flor flotando sobre la charca, una libélula haciendo música con sus alas, un caracol tratando de trepar a una piedra, las arañas de agua moviéndose con la sincronización de unas bailarinas acuáticas. Aquel lugar era su pequeño paraíso, el mejor sitio para ver pasar veranos, criar renacuajos y enseñarles a croar y croar. Sin embargo la terrible sequía que asolaba la zona estaba dejando sin agua la charca y en consecuencia sin animales, que no tenían más remedio que mudarse a otros rincones si quería sobrevivir.
  • 45. Por eso una noche sin lluvia y sin estrellas (con una luna llena enorme), la rana Ritita había decidido ir a buscar la lluvia. Ella no quería huir como el resto, ella quería que todo volviera a ser como antes y para eso necesitaban la lluvia. Y si la lluvia no venía, ella tendría que buscarla. La rana Ritita, con su maleta de rayas, se alejó de la charca con decisión. – Voy a encontrar a esa lluvia vaga y perezosa que ha decidido dejar de trabajar. La voy a encontrar y encontrar y encontrar… Pero fueron pasando las horas y en el cielo solo veía un sol brillante y cálido. – ¡Maldito sol! – exclamó enfadada – No puedes tener tú siempre el protagonismo. ¿Dónde está la lluvia? El sol, que no estaba acostumbrado a que le echaran semejantes regañinas, quiso esconderse, ¡pero no había ni una sola nube en el cielo! – Lo siento mucho, rana Ritita. ¿Te crees que a mí me gusta trabajar cada día? Llevo meses sin
  • 46. librar, y eso es agotador. Pero no sé dónde está la lluvia. Deberías preguntar a las nubes. – Y ¿dónde están las nubes? – Pues hace mucho que no las veo también. Otras gandules que se han ido de vacaciones. La rana Ritita y el sol se quedaron pensativos. ¿Dónde estarían las nubes? – Lo mejor es que preguntes al viento. Él es el encargado de traerlas de un lado para otro, seguro que te puede decir algo. Pero aquella tarde de primavera no corría ni una pizca de viento. La rana Ritita decidió seguir caminando hasta que encontrara al viento por si este podía decirle dónde estaban las nubes y estas donde estaba la lluvia. Por la noche, la rana Ritita llegó a la orilla de un río medio seco y sintió una ligera brisa. – ¡Viento suave! ¡Por fin te encontré! Ando buscando a las nubes para que traigan lluvia a nuestra charca. ¿Sabes dónde pueden estar?
  • 47. – Hace tiempo que no veo a ninguna nube. Lo mejor es que busques el mar. De ahí salen la mayoría de las nubes. ¡El mar! Pero eso estaba lejísimos, tardaría tanto… ¡Menos mal que en su maleta de rayas la rana Ritita guardaba un montón de cosas útiles. Por ejemplo un trozo de corcho hueco que le había regalado una vez un zorro al que le salvó de un cazador. El zorro le había dado aquel corcho para que lo usara como silbato si alguna vez necesitaba ayuda. ¡Ese era el momento! Se llevo el corcho hueco a los labios y silbó, silbó, silbó y silbó. El zorro apareció al poco tiempo. – ¡Querida rana Ritita! ¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Cómo estás? La rana Ritita le contó lo preocupada que estaba por su charca y que por eso había salido a buscar la lluvia. – ¡Te ayudaré! Súbete a mi lomo y agárrate fuerte. Llegaremos al mar en apenas unas horas.
  • 48. La rana Ritita jamás había marchado a esa velocidad. Los árboles aparecían y desaparecían y las mariposas y los mosquitos se iban quedando atrás. ¡Qué buena idea haber llamado a su amigo el zorro! Tal y como este había anunciado, en apenas unas horas llegaron a una pequeña montaña desde la que se podía ver el mar. Estaba amaneciendo y el sol (otra vez el sol) teñía de naranja el agua. ¡Era una imagen preciosa! Ritita se despidió de su amigo el zorro y dando saltos llegó hasta la orilla del mar. – Buenos días, señor mar. Ando buscando a las nubes para que nos traigan la lluvia que tanta falta hace en nuestra charca. ¿Sabes cómo puedo encontrarlas? El mar dejó que algunas olas se rompieran en la arena y luego murmuró pensativo. – La única manera que se me ocurre de que las encuentres es sumergirte en mis aguas y esperar a que el cielo te absorba.- Y al ver la cara de asombro de Ritita soltó una carcajada y exclamó – Así es como se crean las nubes, amiga rana, ¿o
  • 49. qué creías? Pero vamos a lo importante ¿sabes nadar? Claro que la rana Ritita sabía nadar, pero el mar, tan profundo y salado, era tan diferente a la charca que le dio miedo. ¡Menos mal que en su maleta de rayas tenía justo lo que necesitaba! Un paraguas que había traído con la esperanza de poder utilizarlo cuando encontrara la lluvia. Así que la rana Ritita utilizó el paraguas como barco y se adentró en el mar. Y esperó a ser absorbida por el cielo. Pero el viaje había sido tan agotador y estaba tan cansada que sin darse cuenta se quedó dormida. Cuando se despertó ya no estaba flotando sobre su paraguas, sino sobre una superficie húmeda y esponjosa: ¡una nube! – Buenos días, querida nube. ¡Por fin te encuentro! Estoy buscando a la lluvia porque se ha olvidado de mi charca y la pobre se está secando. La nube se sorprendió de tener dentro una rana. ¡Una rana! Ella estaba acostumbrada a llevar pequeñas gotas de agua, no ranas parlantes.
  • 50. – ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¡Una rana dentro de una nube! ¡Increíble! Ritita le contó toda su aventura desde que había salido de su charca y la nube se compadeció de ella. – Tenemos que hacer algo. Pero aunque soy una nube, no puedo llevar mis gotas de agua a tu charca a menos que nos lo diga la lluvia. Tendremos que hablar con ella. La nube le contó la historia a otras nubes, que se la contaron al cielo que tenía muy buena relación con la lluvia y podía visitarla siempre que quisiera. Así que el cielo habló con la lluvia y le contó la historia de la rana Ritita. – ¡Menudo viaje solo para encontrarme! ¡Vaya rana más valiente! Así que la lluvia, que era buena aunque un poco despistada, por eso a veces se le olvidaba hacer su función en algunos lugares, decidió ayudar a Ritita.
  • 51. – ¡Esto no puede ser! Ordeno inmediatamente que esa nube salga pitando hacia la charca de nuestra amiga. Y así fue. La nube comenzó a sobrevolar el cielo y al ratito llegaron a la charca. – Es el momento, Ritita. Prepárate, porque además de gotas de lluvia, también caerás tú. El cielo se volvió oscuro, el sol se retiró a descansar (¡por fin!) y comenzó a llover con fuerza sobre la charca. Todos los animales que aún quedaban allí, abandonaron sus escondites para salir a disfrutar de aquel momento. ¡Estaba lloviendo! Y entre las gotas de lluvia, de repente, vieron aparecer a la rana Ritita con su maleta a rayas y comprendieron que, tal y como había prometido, había traído la lluvia. ¡Lo había conseguido! Desde entonces la despistada lluvia nunca más volvió a olvidarse de aquella charca y la rana Ritita guardó su maleta a rayas y nunca más tuvo que usarla. ¿A dónde se iba a marchar pudiendo quedarse en el lugar más maravilloso del mundo?
  • 52.
  • 53. La dieta de Rino Hubo un tiempo, mucho antes de que se escribieran los primeros cuentos y los lobos y los cerdos se convirtieran en enemigos, en que estos animales eran muy buenos amigos. Eso a pesar de que eran tan distintos como la noche y el día. Eso les pasaba a los protagonistas de esta historia: un pequeño lobo llamado Lupo y un cerdito de nombre Rino. Los dos eran muy amigos. Jugaban juntos a la pelota los días de sol y se escondían de la lluvia bajo el viejo castaño, mientras el pequeño lobo, que tenía mucha
  • 54. imaginación, le contaba historia imposibles a su amigo Rino. Pero a veces, eso de ser tan diferentes, daba pie a más de una pequeña discusión. Y es que el Rino era alegre, parlanchín y muy presumido. Le gustaba vestir siempre elegante y se pasaba horas delante del espejo peinándose con esmero. A veces, hacía esperar tanto a su amigo, que el pobre Lupo había cogido la costumbre de llevarse siempre un libro consigo. De esta forma, aunque el cerdito tardara horas en arreglarse, el lobo estaba entretenido. – ¡Todo el día leyendo! Mira que eres pesado… – ¿Yo? Si el que lleva media hora cepillándose el pelo eres tú. – Y bien guapo que estoy. – Bah, no sé por qué le das tanta importancia al aspecto. Yo sería tu amigo aunque fueras siempre despeinado… Y es que el Lupo, era todo lo contrario a su amigo. Era silencioso, distraído y muy desastre.
  • 55. Nunca era capaz de combinar los colores y llevaba siempre unas camisas tan extrafalarias que el cerdito solía reírse de él. – ¡Vaya pintas que llevas! Esa camisa amarilla está pasada de moda… – A mí me gusta. Es cómoda y no se arruga. ¡Qué más da que ya no se lleve! Rino ponía los ojos en blanco y suspiraba: ¡vaya desastre de lobo! Pero luego se iban al río de excursión y entonces daba igual que la camisa de Lupo fuera espantosa. ¡Lo pasaban tan bien! Cada uno llevaba su comida y juntos la ponían sobre el mantel. Después de hacer la digestión, el pequeño lobo, al que le gustaba mucho nadar, se metía en el río mientras el cerdito se tumbaba a dormir una siesta. Eran felices y no tenían preocupaciones. Hasta que un día, Lupo fue a buscar a su amigo para hacer una excursión y se lo encontró dando voces muy enfadado en su habitación. – ¿Qué ocurre? ¡Menudo escándalo estás organizando! – preguntó el lobo.
  • 56. ¡No consigo cerrarme los pantalones! Han debido encoger, porque la semana pasada me quedaban estupendos. ¡Y eran mis pantalones favoritos! – lloriqueó con tristeza el presumido Rino. Lupo miró a su amigo y observó los pantalones detenidamente. – Me parece que no son los pantalones los que han encogido… – ¡Qué quieres decir! ¿No me estarás llamando gordo? – exclamó ofendido el cerdito. – No he dicho eso, pero es posible que hayas engordado un poco y ahora no te quepan los pantalones. – ¿Pero cómo es posible? Si yo me cuido muchísimo… – No te preocupes, ponte otros pantalones y vámonos de excursión. Sin parar de gruñir Rino se cambió de pantalones, cogió su cesta con la comida y siguió a su amigo, que, tan despistado como siempre, se había
  • 57. puesto un calcetín de cada color. ¡No tenía remedio! Cuando llegaron junto al río, Lupo extendió el mantel y sacó su comida: una ensalada, un trozo de pescado y un par de piezas de fruta. Rino hizo lo mismo con la suya: una bolsa de patatas fritas, una hamburguesa con mucha mahonesa y de postre, un grasiento donut de chocolate. El lobo, al ver aquello, exclamó: – ¡Cómo no vas a engordar, Rino! Fíjate en tu comida. Solo hay un montón de cosas grasientas. No tienes ni una pieza de fruta, ni una pizca de verdura, ni nada realmente sano. – ¿Fruta, verdura? Pero es que eso es tan aburrido… ¡y no sabe tan rico como el chocolate! – Qué va, todo es cuestión de acostumbrarse. A mí la fruta me encanta. – Pues a mí no y no pienso comerla– exclamó enfadado el cerdito. – Pues entonces no te quejes de que estás gordo.
  • 58. – ¿No eras tú el que te pasas el día diciendo que el aspecto físico no es importante? Si quiero ser gordo es mi problema. – Pues claro que es tu problema. No es una cuestión de físico. Es una cuestión de salud. – Vaya tontería eso de la salud. Yo estoy muy sano. Y para demostrarlo corrió hacia el río con la intención de meterse en el agua. Pero antes de llegar a la orilla tuvo que parar agotado. – Ay madre mía, no puedo más… – Ya te lo decía yo. El problema no es el físico, sino la salud. Rino tuvo que reconocer que su amigo tenía razón. Así que volvió a sentarse junto al mantel y renunció a su comida grasienta. Desde entonces, fue siempre Lupo el que preparaba la comida cuando se iban de excursión y gracias a eso, el presumido Rino consiguió correr sin cansarse, saborear la fruta como si fuera chocolate y lo que más le importaba de todo: volverse a meter en sus pantalones favoritos.
  • 59.
  • 60. El reno Moritz y su extraña nariz Cada Navidad, los renos de Papá Noel sacaban brillo a su elegante cornamenta, se limpiaban sus pezuñas hasta que relucían y visitaban la peluquería de la vieja Rena Recareda con la intención de que les cortara el pelo de su cuerpo, lo lavara con el mejor de los champús, y les dejara a todos tan guapos que casi ninguno se reconocía. Era un procedimiento extraño este de los renos. Los duendes de la Navidad se preguntaban una y
  • 61. otra vez cuál sería el motivo de que los renos se pusieran tan guapos para repartir los regalos navideños: – De qué les servirá tener las pezuñas limpias si en cuanto comiencen su viaje se van a llenar de nieve, de tierra, de asfalto, de lluvia…¡qué absurdo! – Y para qué querrán ir bien afeitados y con el pelo impecable, si con tanto viento en un abrir y cerrar de ojos se les pone a todos el pelo hecho una pena… Y es que a los duendes, al contrario que a los renos, les gustaba revolcarse por el suelo, saltar de charco en charco y sobre todo, hacer muchas muchas travesuras. Les gustaba esconderle cosas a Papá Noel, o cambiárselas de sitio para que él, tan despistado, se las pusiera al revés (aún se mueren de risa cuando recuerdan la Navidad que el pobre no se dio cuenta y repartió todos sus regalos con su gorro para dormir en vez de con su elegante gorro rojo: ¡Menos mal que no le vio nadie!).
  • 62. También les gustaba cambiar las etiquetas de los regalos de los niños (Papá Noel ya se sabe este truco y siempre, antes de partir, revisa todas y cada una de las etiquetas, pero como ya hemos dicho, es tan despistado que siempre se le pasa alguna tarjeta. ¿No os ha pasado nunca que os ha llegado un regalo que no habíais pedido en vez de ese que teníais tantas ganas de recibir? La culpa es de los traviesos duendes). Pero lo que más les gustaba a los duendes de la Navidad era chinchar a los renos, que se ponían tan elegantes para repartir los regalos en Nochebuena. Con su magia, los duendes eran capaces de las peores cosas: les despeinaba, le llenaban de ramas sus cornamentas, y salpicaban de barro sus limpísimas pezuñas. Pero un año, los duendes hicieron algo que no habían hecho nunca… Para esta travesura, eligieron al Reno más presumido de todo el grupo. Se trataba de Moritz, el reno al que le encantaba su nariz. Decía que era tan bella que podía competir con Rodolfo, el famoso reno de Papá Noel que con su nariz roja había conseguido convertirse en el más importante y famoso reno de todos los tiempos.
  • 63. – Así que el reno Moritz, no para de presumir de su nariz – cuchicheaban los duendes divertidos… – Creo que se merece una lección, ¿no os parece? Y todos estuvieron de acuerdo en que a Moritz había que darle donde más le dolía: ¡en la nariz! – Oye Moritz, ¿sabes cómo consiguió Rodolfo su nariz roja? Moritz no tenía ni idea, así que agitó su cornamenta en señal de negación. – Pues fue gracias a los duendes. Nosotros se la volvimos roja como un tomate y gracias a eso se convirtió en el reno más famoso de la Navidad. – ¿Gracias a vosotros? ¿Y cómo lo hicisteis? – Pues con ayuda de la magia… si quieres también podemos hacerlo contigo. Al reno Moritz se le iluminó la nariz de felicidad… – ¿Me la pondríais roja a mí también?
  • 64. – Pues podríamos ponértela roja, pero eso ya está muy visto. ¿No te apetece ponértela azul? – exclamaron todos los duendes sin poder contener la risa. – ¿Azul? Pero… ¿no es eso muy raro? – Qué va, qué va…el azul es el color de la navidad, ¿no lo sabías? – exclamó un duende guiñándole el ojo al resto, que continuaron con la broma. – Claro, Moritz, todos piensan que el rojo es el color de la Navidad, pero no es cierto. ¿De qué color es el cielo por el que hacéis vuestro largo trayecto? – Pues, pues azul – exclamó confundido Moritz. – Y de ¿qué color es el mar sobre el que voláis cuando repartís los regalos? – Pues, pues azul – repitió Moritz cada vez más confundido. – ¿Lo ves? El azul es el color de la Navidad, sin duda.
  • 65. Y todos los duendes asintieron divertidos. Tanto insistieron, que Moritz, cada vez más confundido, acabó por fiarse de ellos y dejar que le pusieran la nariz de ese color tan “navideño”. – Porque la Navidad magia a los duendes nos da, haz que Moritz tenga azul su nariz. Nada más decirlo, la nariz oscura y respingona de Moritz fue tornándose más y más clarita, hasta convertirse en un llamativo punto azul que contrastaba con el pelaje marrón del reno. Al ver aquella nariz tan azul, los traviesos duendes no pudieron evitar una carcajada. – ¿Por qué os reís? ¿Acaso no me queda bien? – exclamó asustado Moritz buscando un espejo donde poder mirarse. – No, no, que va…¡te queda fenomenal! – mintieron todos los duendes, pensando que cuando el reno viera su nariz azul en el espejo se volvería loco. Sin embargo Moritz en vez de enfadarse al ver su nariz azul, se puso de lo más contento.
  • 66. – ¡Teníais razón! El azul es el color de la Navidad: ¡me queda fenomenal! – y se marchó muy feliz a ver al resto de renos ante la cara de asombro de todos los duendes. Cuando el resto de renos vieron la ridícula nariz de Moritz comenzaron a reírse de él. Pero Moritz no les hizo ni caso: se sentía tan guapo con aquella nariz única que nada de lo que pudieran decirle le haría cambiar de idea. Y así fue pasando el tiempo y los renos pronto se acostumbraron a la nariz azul de Moritz. Por su parte, los duendes, que habían planeado reírse durante años y años de aquella pesada broma, tuvieron que reconocer que su truco de magia les había salido mal. Y es que gracias a la nariz azul de Moritz, este se convirtió en uno de los renos más populares de la Navidad (con permiso del reno Rodolfo, claro está).
  • 67. El rincón de nieve La pequeña ardilla Tartán, vivía en un bosque mágico, lo que tenía un montón de ventajas, porque significaba que en cualquier esquina siempre te encontrabas algo inesperado. Pero de todos los lugares increíbles del bosque había un rincón muy especial, el que más le gustaba a Tartán. Solo podías encontrarlo un día al año: el día de Nochevieja. Ese día, sin importar si hacía calor o frío, junto a la esquina del puente encantado, Tartán y sus
  • 68. amigos se encontraban el rincón de nieve. Un lugar tan lleno de nieve que las pequeñas ardillas podían pasar el último día del año jugando a tirarse bolas o en trineo o incluso, y esto era lo que más les gustaba, haciendo muñecos de nieve. Cada ardilla hacía uno, con la particularidad de que cada muñeco de nieve era exactamente igual al muñeco de nieve que esa misma ardilla había hecho el año anterior. El muñeco de nieve de Tartán se llamaba Rayón, porque le encantaba que las bufandas que cada año Tartán le ponía al cuello fueran de rayas. No le gustaban de puntitos, ni de flores, ni de animales, a Rayón solo le gustaban las rayas. Tartán y Rayón habían pasado tantos años juntos (un día, cada año, el último día del año, pero muchos años al fin y al cabo) que ya eran grandes amigos. Se contaban lo que habían hecho en todo el año, los sueños que querían ver cumplidos el año que empezaba y se divertían mucho juntos. Después, cuando la luna se ponía en el punto más alto, marcando el final del año, el rincón de nieve comenzaba a desaparecer, a volverse cálido. Los muñecos se iban
  • 69. deshaciendo poco a poco, y las pequeñas ardillas se despedían de ellos hasta el año siguiente. Así fue siempre, año tras año, mientras Tartán fue una pequeña ardilla. Sin embargo hubo un año en que Tartán no fue a buscar el rincón de nieve: – Eso son tonterías de ardillas pequeñas, yo ya soy mayor. En Nochevieja quiero hacer otra cosa: ir al baile de los abetos danzarines. Tartán no volvió al rincón de nieve y con el tiempo también se olvidó de su buen amigo Rayón, ese muñeco de nieve que aparecía una vez al año y con el que había compartido tantos sueños. Muchas lunas en el punto más alto fueron marcando los finales de año y Tartán se hizo mayor. Tanto que hasta encontró una compañera y juntos tuvieron muchas ardillas pequeñas que recorrían con curiosidad el bosque encantado, sorprendiéndose de cada esquina mágica con la que se encontraban. Un día de Nochevieja, las pequeñas ardillas de Tartán encontraron el rincón de nieve, hicieron un muñeco y pasaron con él todo el día hasta que
  • 70. se acabó el año. Cuando volvieron a casa le contaron a Tartán todo lo que habían hecho: – Cada uno hacía su muñeco de nieve y pasaba con él las horas. – ¡El mío era divertidísimo y me ha prometido que nos veremos también el año que viene! – Y el mío, y el mío… Solo la más pequeña de todas no parecía tan contenta como el resto. Sorprendido, Tartán le preguntó qué había pasado con su muñeco de nieve: – El mío era bueno y dulce, pero no le gustó mucho mi bufanda. Me dijo que solo le gustaba las bufandas de rayas y que la mía era de cuadraditos. Luego me contó que una vez tuvo un amigo pero ese amigo se olvidó de él y nunca jamás regresó. Me dijo también que no quería ser mi amigo si yo también le iba a abandonar. Yo le dije que no lo haría, pero no me creyó. Y ahora no sé si aparecerá de nuevo el año que viene. Al escuchar a su pequeña ardilla, Tartán supo que aquel muñeco de nieve era Rayón y que el amigo
  • 71. que le había abandonado era él. Juntos habían pasado muchas Nocheviejas y sin embargo, él no había vuelto jamás a visitarle. Sintiéndose muy triste salió corriendo en busca del rincón de nieve. Pero como ya era Año nuevo, el rincón se estaba deshaciendo y los muñecos estaban casi derretidos. Aun así, pudo identificar entre todos ellos a su viejo amigo Rayón. El muñeco, medio deshecho, también lo reconoció a pesar de lo mayor que se había hecho. – ¡Has vuelto! – Sí, he vuelto. Siento haber tardado tanto. Pero te prometo que la próxima Nochevieja no faltaré… Tartán cumplió su promesa y junto a su hija pequeña acudió todas las Nocheviejas al rincón de nieve para conversar con su viejo amigo Rayón, para hablar de sueños y de la posibilidad maravillosa de llegar a cumplirlos. Rayón le escuchaba feliz: su sueño, tener a Tartán a su lado, por fin se había cumplido…
  • 72.
  • 73. Los tres cerditos y el lobo En el bosque en el que vivían los tres cerditos había un gran revuelo. Al parecer, los pájaros habían avisado a los ciervos de que un enorme lobo estaba a punto de llegar a sus tierras. – ¡Un lobo! ¡Qué miedo! Eso significa peligro, tendremos que pensar en cómo librarnos de él – exclamó el más pequeños de los tres cerditos. Después de mucho pensar, los tres hermanos decidieron que lo mejor era construirse una casa
  • 74. donde poder estar a salvo de las garras del lobo. Sin embargo no se ponían de acuerdo en la manera de hacerla, así que cada uno decidió construir su propia casa. El hermano pequeño decidió hacer una casa con paja. Era mucho más fácil que hacerla con otro material y así no le costaría mucho esfuerzo. El hermano mediano prefirió hacerla con madera. Era mucho más resistente que la paja y como estaban en un bosque, la madera era fácil de conseguir. Además, tampoco le llevaría mucho tiempo ni esfuerzo. El hermano mayor pensó que lo mejor sería hacerla con ladrillos. Es cierto que aquello le llevaría mucho tiempo y esfuerzo, pero le pareció que solo si la casa era de ladrillos, podría protegerle del malvado lobo. El hermano pequeño y el hermano mediano hacía mucho que habían terminado sus casas, y el hermano mayor, seguía con su gran obra. – Como no te des prisa – le decían – llegará el lobo y no habrá servido de nada tanto esfuerzo,
  • 75. ya que tu casa no estará terminada y no te quedará más remedio que venirte a la nuestra. Pero el hermano mayor no les hacía caso. Sabía lo importante que era el trabajo bien hecho y sin prisa, pero sin pausa, fue terminando su casa de ladrillos. Justo a tiempo. Y es que el lobo llegó precisamente el día de su inauguración. Cuando el rumor de que el malvado malvadísimo lobo había llegado al bosque, cada cerdito se escondió en su casa. ¡Qué miedo! Para colmo de males, aquella tarde se había levantado una fuerte tormenta. ¡Con lo poco que le gustaban a los cerditos las tormentas! Muy asustado, el cerdito pequeño se asomó por la ventana de su caja de paja. – ¡Ay qué ver este viento! Está tambaleando tanto mi casa que parece como si la fuera a tirar. Pero al mirar por la ventana, lo que vio el cerdito pequeño fue al malvado malvadísimo lobo. ¡Tenía unos colmillos tan grandes!
  • 76. – ¡No es el viento lo que está tambaleando la casa! Es el lobo que está soplando… Y antes de que se diera cuenta, la casa de paja se había desvanecido. El pequeño cerdito corrió y corrió hasta la casa de su hermano mediano. – Aquí estaremos a salvo – le protegió el cerdito de la casa de madera. Pero afuera, la tormenta se había vuelto más y más dura. Llovía a cántaros, mojando la madera de la casa del cerdito mediano. Además aquel viento tan molesto…¡y el lobo, que otra vez estaba plantado frente a la casa de los cerditos! – ¡Ya está aquí otra vez! Empezará a soplar y a soplar…¡y derribará la casa! Y antes de que hubieran terminado de decirlo, la casa de madera se había desplomado. Los dos cerditos corrieron y corrieron hasta la casa de ladrillo del hermano mayor. – Aquí estaremos a salvo – les protegió el cerdito mayor.
  • 77. Y para su sorpresa, los cerditos pequeños descubrieron que ni la tormenta, ni el viento, ni el lobo malvado malvadísimo, podían destruir aquella casa tan bien hecha. – ¡Os lo dije! Las cosas bien hechas necesitan más esfuerzo, pero luego duran para siempre… Estaban tan contentos los tres cerditos en la casa de ladrillo, que casi se habían olvidado del lobo y de la tormenta cuando un ruido les sobresaltó. Era el timbre, ¿quién llamaría a esas horas en una tarde tan desapacible? – ¡Es el lobo! – exclamó asustado el hermano mayor cuando miró por la mirilla de la puerta. – Sí, soy el lobo – exclamó el animal que había escuchado lo que el cerdito había dicho. – Pues fuera de aquí, ya has destruido dos casas, pero esta no conseguirás tirarla. El lobo suspiró con tristeza y exclamó: – ¿La casa de paja y la casa de madera? Yo no tuve nada que ver con eso. Estaban tan mal
  • 78. construidas que la propia tormenta acabó con ellas. – Y entonces, ¿qué haces aquí? – Soy nuevo en el bosque, y he venido a invitar a todos los animales a una gran fiesta. Así podremos conocernos… – Querrás decir que podrás comernos… El lobo volvió a suspirar con tristeza y gritó: – ¿Por qué decís eso? No sabéis nada de mí y sin embargo ya dais por hecho que soy un lobo malo. – Es que todos los lobos son malos y quieren comernos… – Pero yo no, ¡si soy un lobo vegetariano! Los tres cerditos se miraron con miedo. ¿Podían confiar en aquel lobo? Para comprobar que era verdad lo que decía, le pusieron una prueba. – Si es verdad que eres vegetariano, tendrás que demostrarlo.
  • 79. Y por debajo de la puerta, los tres cerditos le pasaron una bandeja con comida. En un plato había un suculento trozo de carne. En el otro una ensalada bien fresca. El lobo no dudó ni un instante, cogió el tenedor y comenzó a comerse la ensalada. – Necesitaría un poco de aceite y vinagre…¡esta ensalada está sin aliñar! Los tres cerditos comprendieron que aquel lobo no mentía y confiaron en él. Y así fue como aquel lobo vegetariano se quedó para siempre en el bosque, y él y los tres cerditos (que terminaron viviendo todos juntos en la casa de ladrillos) fueron amigos para siempre.
  • 80. Un cuento de princesas Érase una vez una princesa de cabello alborotado y mejillas sonrosadas que vivía en un castillo, en un reino, muy muy lejos de aquí. Su padre era un gran rey tan poderoso que por poseer, poseía hasta los amaneceres del cielo. Su madre era una gran reina tan sabia e inteligente que por saber, sabía hasta los idiomas que hablaban en la otra punta de su reino. La princesa era heredera de los amaneceres del padre y del saber de su madre, la única heredera. Por eso sus padres cuidaban mucho de ella y no la dejaban hacer nada. Y la princesa que lo tenía
  • 81. todo, un castillo y un jardín, un ejército que cuidaba de ella, una cocinera que le preparaba todo lo que le apetecía y una sala llena de juguetes, aun así no era feliz. Se pasaba el día suspirando y soñando con ser cualquier cosa menos una princesa. Para olvidar lo aburrida, triste y solitaria que era la vida de una princesa, la pequeña se subía al piso más alto de la torre más alta del castillo. Ahí estaba la biblioteca con libros grandes y libros pequeños, libros gordos y libros finos, viejos y nuevos, interesantes y aburridos, divertidos y serios, alegres y tristes. Y ahí se pasaba la princesa todo el día leyendo, sin parar de suspirar: – Pero, princesa…¿por qué suspiráis tanto? Todos sus súbditos se arrodillan cuando la ven y le besan la mano – preguntaba siempre su dama de compañía. – Me besan la mano y me preguntan qué tal estoy, pero ¿acaso se quedan a esperar la respuesta? Me besan la mano pero no se
  • 82. preocupan por mí. No saben si estoy triste, o si estoy alegre y les da igual. – Pero, princesa, ¿qué me dice de los príncipes del resto de reinos? Todos se mueren por pedir su mano, por batirse en duelo con dragones para defenderla y por regalarle joyas. – Piden mi mano porque quieren mi reino, no porque me quieran a mí. Si me quisieran, no me regalarían joyas que nunca me pongo, ni matarían dragones de los que no necesito defenderme porque son mis amigos. Y una tras otra, todas las razones que la dama de compañía le iba dando, la princesa las iba rechazando. Nadie le haría cambiar de opinión: ser princesa era lo más aburrido del mundo. Era infinitamente mejor ser arqueóloga en busca de tesoros antiguos, o bióloga en medio de la selva, o periodista a la caza de noticias, o ingeniera construyendo puentes por todos los confines del mundo. Y es que lo que quería la princesa era viajar, viajar y viajar: conocer algo más que los confines de su reino. Y que la quisieran por lo que era en
  • 83. verdad, una simple chica de cabello alborotado y mejillas sonrojadas a la que le gustaba leer y soñar despierta. Pero mientras aquello no ocurría, la princesa viajaba a través de los libros. Los que más le gustaban, claro está, eran los libros de aventuras y de viajes a islas de gigantes y diminutos, de tierras encantadas y bosques mágicos. Los que menos le gustaban, claro está, eran los libros de príncipes y princesas. – ¿Quién ha escrito semejante desfachatez? Seguro que quien lo hizo, ni fue princesa nunca, ni conoció a ninguna princesa de verdad… Tan enfadada estaba con aquellos libros que decidió escribir su propia versión de la vida de las princesas. Pero lo de escribir no se le daba muy bien y por más que lo intentó y lo intentó no consiguió avanzar en su proyecto. Así que buscó a alguien por internet que pudiera hacerlo por ella. Y encontró Cuento a la vista.
  • 84. – Encima con ilustraciones…¡Esto va a ser el no va más! – exclamó feliz la princesa. Y ahí que nos fuimos nosotras con nuestro cuaderno en blanco para anotar todo lo que la princesa quería contarnos. Tardamos tres días y tres noches en llegar a su castillo, pero mereció la pena. Aquel lugar era el más bello que habíamos visitado nunca, sin embargo la princesa se había cansado de verlo. Quería conocer las ciudades grises y ruidosas de las que veníamos nosotras y estaba harta de ser una princesa. Así que además de escribir este cuento sobre lo aburrido que es ser una princesa, también nos la trajimos con nosotras. Vino escondida en mi maleta: ¡menos mal que la princesa era pequeña! Pero aun así…¡hay que ver cómo pesaba! Ahora la princesa vive en mi casa y ya no suspira. Le gusta salir a pasear por las mañanas, montar en metro por las tardes y observar a la gente que vuelve a casa del trabajo. Le gusta jugar con los niños en el parque y subirse a los columpios: adelante, atrás, adelante, atrás y que el viento le alborote todavía más su ya alborotado cabello.
  • 85. La princesa, además, está aprendiendo a cocinar y a veces, cuando llego a casa, me tiene la cena hecha. No le sale muy bien, pero ella lo intenta y lo intenta, así que yo no le digo nada y me lo como todo y ella se pone contenta. La princesa está buscando un nombre y no se decide, así que nosotras la llamamos Febrero, porque ese fue el mes en el que llegó a la ciudad. Febrero tiene muchos planes para marzo. Quiere ir a la universidad, hacerse exploradora, viajar por todos los mares del planeta, ser feliz. Aunque, colorín colorado, yo creo que esto último ya lo ha logrado.
  • 86. Ceniciento y las zapatillas mágicas Ceniciento había perdido a Papá hacía tiempo y de todos los recuerdos que tenía de él, el que más le gustaba era su nombre. Papá decidió llamarle así porque Ceniciento se pasaba horas delante de la chimenea pintándose bigotes con la ceniza. Con el tiempo, Mamá acabó casándose con otro hombre. Aquel señor siempre le pareció bastante antipático, por esa razón, Ceniciento le llamaba para sus adentros el señor antipático. Tenía dos
  • 87. hijos que eran sus hermanastros, a quienes Ceniciento intentó conocer y ser su amigo pero la verdad es que nunca le cayeron del todo bien. Aquellos niños que siempre le miraban por encima del hombro, le parecían chismosos, sabelotodos y presumidos: – Mamá yo lo intento, quiero jugar con ellos y que se sientan como en casa, pero no me gusta, no paran de mandar todo el rato. Ceniciento quería muchísimo a Mamá. Nadie cómo ella sabía prepararle el chocolate de la merienda o contarle aquellos cuentos sobre dragones miedosos, princesas valientes y reinos desconocidos. Por eso cuando Mamá se fue, Ceniciento se puso tan triste que se encerró durante días en su habitación. Los ratoncitos, los perros y algún que otro pájaro eran los únicos que le hacían compañía, éstos le llevaban bocadillos de chocolate y le leían cuentos tratando de animar a Ceniciento. Cuando Ceniciento se atrevió por fin a salir de su cuarto, se dio cuenta de que su casa había
  • 88. cambiado. El señor antipático y sus hijos habían dejado sus cosas por todas partes, y su casa ya no parecía suya…sino de aquella familia que no le caía nada bien. Con el tiempo, el señor antipático, cada vez era más y más antipático. Comenzó por no dejarle jugar con sus hermanastros y terminó por hacerle limpiar la casa de arriba a abajo como si fuera un criado. Y así, mientras Ceniciento limpiaba la cocina, la chimenea, lavaba la ropa, barría y fregaba los suelos, sus hermanastros jugaban a la pelota, leían cuentos, iban al parque del palacio y siempre parecían pasarlo bien. Ceniciento intentaba no estar triste, a veces se enfadaba por no poder jugar y reír como los otros niños y niñas, pero cuando eso le pasaba recordaba la sonrisa de Mamá, los bocadillos de chocolate y corría a jugar con sus verdaderos amigos, los ratoncitos, los perros y los pájaros. Ellos eran los únicos que habían cuidado de él cuando Mamá se fue: – Tenemos que conseguir que Ceniciento salga de esta casa. No puede pasarse la vida aquí encerrado limpiando para siempre.
  • 89. – Dentro de poco es la fiesta de cumpleaños de la Princesa y todos los niños y niñas de este reino y de los reinos de los alrededores vendrán a jugar a palacio. Así que todos los animales decidieron que ese día, Ceniciento tendría que llegar a palacio para poder jugar con todos aquellos niños y niñas, y aunque fuera por unas horas, pasarlo bien cómo todos los demás. El día del cumpleaños llegó y sus hermanastros se fueron en caballo a palacio. El señor antipático se había encargado de dejarle una larga lista de quehaceres para que estuviera entretenido, Ceniciento se quedó mirando desde la puerta disimulando sus ganas de ir a la fiesta y dijo haciéndose el orgulloso: – ¡Bah, la fiesta me da igual! Seguro que es aburridísima. Fue entonces cuando aparecieron todos los animales con una camiseta unos pantalones y un gorro precioso para que pudiera ir con ropa nueva y limpia a la gran fiesta de cumpleaños de la Princesa, lo único que se les había olvidado
  • 90. eran los zapatos. A Ceniciento le dio exactamente igual, se puso a dar saltos de alegría y vestido con su ropa nueva y con sus viejas zapatillas agujereadas por el dedo pulgar se fue corriendo a la gran fiesta. – Ceniciento, tienes que venir cuando oigas el canto de los pájaros, ellos te avisarán para que llegues antes que el señor antipático y tus hermanastros, ya sabes que si se enteran se enfadarán y te castigarán limpiando la chimenea durante días. – Allí seguro que no te reconocen, habrá muchos niños. Disfruta y pásatelo cómo nunca. Ceniciento llegó a palacio y se quedó con la boca abierta. Había un gran lago azul, dulces de todos los colores y sabores, juegos, música, payasos y muchísimos niños y niñas que no paraban de reír. Todos venían de los reinos de los alrededores: del reino de la música y la danza, del reino de las mates, del reino donde hablaban muy raro, del reino de la naturaleza, del reino de las estrellas…había tantos reinos que Ceniciento sólo
  • 91. podía escuchar, mirar y dejar la boca abierta ante tantas cosas desconocidas y geniales. Ceniciento se bañó en el lago, jugó, rió y conoció a muchísimos niños y niñas, incluida la Princesa, que le pareció casi la niña más guapa y lista de toda la fiesta. A ella le confesó su asombro y su gran deseo: – ¿Cómo puede haber tantos reinos diferentes? Me encantaría poder conocerlos todos y descubrir donde podría ser feliz. La Princesa también pensaba que Ceniciento era el niño casi más listo y guapo de toda la fiesta, le encantó escuchar sus historias y sobretodo le gustó que no parara de reír con él. Ceniciento no podía creer lo bien que lo estaba pasando, así que cuando de repente escuchó el canto de los pájaros le dio tanta pena que casi se pone a llorar: – ¡Oh no! tengo que irme corriendo para volver a casa si no quiero que me castiguen limpiando durante una semana la chimenea. Salió corriendo y con las prisas, su zapatilla con el agujero del dedo del pie se quedó allí tirada. La
  • 92. Princesa la cogió pero no le dio tiempo a llegar hasta él para devolvérsela. Conmovida por la historia de Ceniciento y el gran agujero de aquellas zapatillas, habló con su mamá la Gran Reina y tuvieron una gran idea. – Le buscarás y le llevarás este regalo. Ceniciento tiene que salir de aquella casa para poder ser feliz. Una semana después la Princesa por fin encontró la casa de Ceniciento, que se quedó ojiplático al ver de nuevo a esa niña tan guapa y lista. La princesa le dio su regalo. – Unas zapatillas mágicas para que puedas conocer todos los reinos hasta descubrir cuál es el que te hace feliz. Ceniciento se puso las zapatillas y un extraño escalofrío le recorrió todo su cuerpo, con esas zapatillas podría recorrer todos los reinos sin cansarse, sin que nada malo le pasara y estando siempre contento. El señor antipático y sus hermanastros le miraban con rabia y envidia. Ceniciento no podía dejar de sonreír, estaba deseando comenzar la aventura
  • 93. de descubrir cuál sería el reino en el que podría ser feliz. Por fin podría jugar, reír, aprender y ser un niño cómo todos los demás. Se despidió de la Princesa, de los ratoncitos, del perro y de los pájaros y comenzó su camino dispuesto a descubrir cuál sería su reino
  • 94. El gusano que quería ser mariposa de seda De todas las cosas que podía haber sido en la vida, a Lunares le había tocado ser un triste gusano de tierra. Él que habría querido ser un valiente león, o una astuta zorra, no era más que un simple gusano, y no cualquier gusano, sino de esos que salían en la comida cuando se quedaba pocha y todo el mundo espachurraba con asco cuando los veía. –Ya que nos ha tocado ser un gusano, ¿no podríamos al menos haber sido un gusano de seda? –preguntó un día a su amiga Larojos.
  • 95. –¿Para qué quieres ser un gusano de seda? ¡Solo comen morera, que es una hoja que sabe a rayos y centellas! Nosotros sin embargo… comemos manzanas medio mordisqueadas, bocadillos con queso fundido, líquidos viscosos con sabor a naranja mezclado con sabrosa arena, etc. Aquel menú tan especial venía de las papeleras de los niños que jugaban en el patio del colegio donde Larojos y Lunares vivían. El colegio estaba bien, siempre había mucho alimento y nunca se aburrían, pero los niños eran muy peligrosos. Si los veían jugaban con ellos hasta que acababan aplastándolos con el pie. ¡Era horrible! –¡Pero nadie nos quiere! Sin embargo, a los gusanos de seda… –¡Pero si son feísimos! Tan blancos y aburridos. Nosotros somos mucho más interesantes – insistía Larojos, tratando de animar a su amigo–. Mírate tú, con esos lunares morados que tienes. ¡Ya le gustaría a los gusanos de seda ser como nosotros! Lo cierto es que Lunares era un gusano muy bonito. Tenía unas manchas brillantes por todo el
  • 96. cuerpo que le hacían muy especial. Además era muy coqueto, y le gustaba vestirse con sombrero y bufanda. Todos le querían mucho y hasta le habían regalado una flor azul por su cumpleaños para que decorara su sombrero. Sin embargo, Lunares nunca estaba contento. ¡Ser un gusano era un fastidio! Los gusanos no servían para nada… Excepto los de seda, claro, que daban aquel material tan suave y que tanto le gustaba a la gente. – No digas eso. Los gusanos de seda son feos al principio, pero luego se convierten en preciosas mariposas. Los niños los guardan, los alimentan y se los enseñan a todo el mundo en la escuela. Sin embargo a nosotros… ¡nos aplastan en cuanto nos ven! Y por más que Larojos trataba de convencerle de que ser un simple gusano no estaba tan mal, Lunares no paraba de quejarse. Tan triste estaba, que un día tomó una decisión. –Voy a entrar en el edificio de las clases. ¡Quiero ser un gusano de seda! A lo mejor si me mezclo con ellos y como morera, yo también acabaré
  • 97. haciéndome un ovillo y convirtiéndome en mariposa. Su plan era colarse en alguna de esas cajas de zapatos en la que los niños guardaban sus gusanos de seda. –Lunares, ¡ten cuidado! Si te encuentran en la caja se darán cuenta de que no eres un gusano de seda y ¡te apachurrarán con sombrero y todo! –le advirtió Larojos. Pero estaba tan convencido de que su plan saldría bien, que no hizo caso a sus advertencias y vestido con sus mejores galas se marchó hacia el edificio de primaria. Empezó su aventura un viernes por la tarde, pero el colegio era tan grande, y él tan pequeño, que no consiguió encontrar a los gusanos hasta dos días y medio más tarde, justo cuando la sirena del colegio anunciaba el principio de las clases. Lunares, se coló en la caja, donde había un montón de gusanos de seda comiendo morera tranquilamente. Les observó atentamente y tuvo que reconocer que Larojos tenía razón: eran blanquecinos, feos y un poco aburridos.
  • 98. Cuando los gusanos de seda vieron aquel extraño gusano de colores empezaron a gritar alborotadas. –¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí? –Soy Lunares y vengo a convertirme en mariposa de seda, ¡como vosotros! –Tú no eres como nosotros. No podrás convertirte en mariposa. –Claro que sí, ¡solo tengo que comer morera! Tenía tanta hambre después de tantos días buscando a los gusanos de seda, que le hincó el diente a una hoja de morera. Pero aquella hoja le supo, tal y como había dicho Larojos, a rayos y centellas. –Oye, que esta morera es nuestra. Tú no eres un gusano de seda y nunca lo serás. Por mucha morera que comas. Así que sal de esta caja y vete por dónde has venido. Pero Lunares no quería irse de allí si no era convertido en una mariposa. Él quería ser un animal útil y bello, como aquellos gusanos. Un
  • 99. animal que sirviera para algo y que los niños estudiaran en el colegio. No tuvo tiempo de discutir más con los otros gusanos. De repente, la caja se abrió, y Lunares vio un montón de ojos posados sobre él. –¡Ey! ¡Qué asco! Mirad ese gusano con lunares de ahí. ¡Es asqueroso! –¿Cómo habrá llegado hasta nuestra caja? –¡Hay que aplastarlo! El barullo llamó la atención de la maestra, que se asomó a ver lo que estaba agitando a sus alumnos. –¡Pero bueno! ¡Qué tenemos aquí! Este gusano no debería estar en esta caja, pero no hay por qué apachurrarle… –Pero profe… ¡si es asqueroso! –Y no sirve para nada… ¡no se convertirá en mariposa!
  • 100. La profesora cogió con sus dedos a Lunares, que muy asustado se encogió hasta casi parecer una bola. Llegaba su final, y solo podía pensar en su amiga Larojos y en todos los consejos que le había dado. ¿Por qué no la habría escuchado? Sin embargo, la maestra no tenía ninguna intención de aplastar a Lunares. –Fijaros en este gusano. Parece que no sirve para nada, ¿verdad? Pero estos pequeños bichos son importantísimos para la naturaleza. Ellos convierten la fruta podrida en alimento para la tierra, para que puedan crecer mejor las plantas. ¡Gracias a ellos los árboles crecen más fuertes y gracias a los árboles tenemos aire limpio para respirar! Lunares se quedó mirando a la profesora sin entender nada. ¿De verdad estaba hablando de él? Y se sintió más importante que nunca en la vida. Tanto como aquellos gusanos que luego se convertirían en mariposas. –¿Y ahora qué hacemos con este gusano, profe? –preguntó un niño.
  • 101. –¿Podemos dejarle en la caja con los otros? – quiso saber una niña. Pero la profesora tenía otros planes para Lunares. –Le devolveremos al patio, junto a los árboles y la tierra. Para que pueda cumplir su función y pueda seguir dando alimento a la tierra de nuestro colegio. Lunares volvió a su árbol junto a su amiga Larojos. Juntos volvieron a comer manzanas mordisqueadas, bocadillos de queso y jamón y zumos de naranja y arena. Lo que Lunares no volvió a hacer fue querer ser mariposa de seda. ¿Para qué si podía ser un maravilloso e importantísimo gusano de tierra?
  • 102. Cambio de papeles Mario era el humano de Zeta y Zeta, que tenía el pelo rojizo como un zorro, era el gato de Mario. A Zeta le gustaba mucho su humano, pero también le gustaba ir a su aire. Por mucho que el niño insistía, Zeta nunca dormía en su cama cuando él estaba dentro, prefería hacerlo acurrucado en un cojín junto al radiador. A Zeta le gustaba descubrirlo todo, ¡era tan curioso! y no tenía miedo a nada, o casi a nada. Porque el aspirador, en verdad, le asustaba un poquito. Cuando olía, oía o veía algo nuevo, Zeta no se lo
  • 103. pensaba dos veces… acudía sigiloso a olfatear, escuchar y observar lo que pasaba. Era todo lo contrario que su humano. Y es que a Mario no le gustaban las cosas nuevas: le daban miedo. Por eso cuando aquel otoño comenzó en una escuela nueva, un colegio de mayores, que decía su abuela, Mario no paraba de quejarse. Eso a pesar de que había muchas cosas que le gustaban de su nuevo colegio. Para empezar ya no tenían que llevar ese babi color verde que tanto odiaba. Además, el colegio nuevo era mucho más grande y en vez de un patio de arena, tenían una pista de fútbol y otra de baloncesto. Sin embargo, las clases eran cada vez más complicadas. Lo que menos le gustaba a Mario era cuando le tocaba leer en alto delante de toda la clase. Se ponía tan nervioso que todas las letras comenzaban a bailar y a mezclarse unas con otras. Al final Mario comenzaba a tartamudear y le tocaba a otro releer lo que él había leído. Mario le contaba a Zeta todas estas cosas y el gato, mientras se dejaba acariciar con paciencia, pensaba en lo injusto que era que Mario, que no quería ir al colegio, tuviera que acudir a él cada día.
  • 104. –Y mientras yo, que me encantaría, tengo que quedarme en casa cada día. ¡Con lo que me gustaría a mí ir al colegio y aprender a leer! Para Mario, sin embargo, era todo lo contrario: –Qué suerte tienes Zeta, tú puedes estar en casa todo el día… ¡Si yo fuera un gato: sería tan feliz! Y tanto quería Zeta ir al colegio y tanto quería Mario ser un gato, que una noche de luna llena un hada traviesa que pasaba por la ventana decidió concederles el deseo. –Durante una semana Zeta será un humano y Mario un gato… Imaginaros el lío que se montó a la mañana siguiente… Zeta con su cuerpo de niño de 6 años y Mario lleno de pelo color rojizo. –Y ahora, ¿qué hacemos? –exclamó Zeta que ahora hablaba como los humanos, puesto que era uno de ellos. –Pues tendrás que ir al colegio y hacerte pasar por mí –maulló Mario mientras se chupaba la pata con su lengua aterciopelada.
  • 105. Y así lo hicieron. Zeta se marchó al colegio y allí vio con sus ojos todo lo que Mario le había contado. Lo campos de fútbol y baloncesto, los libros repletos de letras y aquella maestra que les hacía leer en voz alta. Como Zeta era muy curioso y no le tenía miedo a nada, estuvo observando a todos los niños, mirando bien los libros y descubriendo en qué consistía eso de leer. Pero aunque todo era muy divertido, Zeta estaba agotado. Así que cuando llegó el recreo pensó quedarse acurrucado en una esquina y echarse una siestecita: aquello de ser niño era muy entretenido, pero también muy agotador. Pero cuando estaba a punto de quedarse dormido, sus amigos vinieron y le obligaron a jugar un partido de fútbol con ellos. Mientras tanto, en casa, Mario se había quedado en la cama tan a gusto que pensó que eso de ser gato era lo mejor del mundo. A mediodía se fue al despacho de Papá, se subió a la mesa y empezó a ronronear. Papá, que estaba revisando unos papeles muy complicados le apartó de un manotazo. Y el pobre Mario convertido en gato acabó de bruces en el suelo.
  • 106. –Bueno, volveré a mi camita. No tengo nada que hacer más que dormir, comer y jugar… Pero dormir tantas horas era aburrido, y no hablemos de jugar: perseguir una bola de lana no era la idea que Mario tenía de diversión. Tampoco era mejor comer: aquellas bolitas secas que Zeta solía devorar a todas horas sabían a rayos y truenos. Y así fueron pasando los días. Zeta en el colegio, tan observador, había aprendido a leer. Mario, en casa, como no tenía nada que hacer, se dedicaba a curiosear por todas partes y a descubrir rincones en los que nunca se había fijado. También se estaba volviendo más valiente: ¡hasta había aprendido a enfrentarse al aspirador como nunca lo había hecho su gato! Y eso que al principio, cuando sintió la máquina apuntando hacia él casi se cae del susto, pero sabía que no tenía nada que temer, porque aunque esa máquina era muy potente, él era mucho más rápido. Pero ambos echaban de menos su vida anterior: el colegio estaba bien, y leer era muy divertido para Zeta, pero era mucho mejor pasarse todo el
  • 107. día durmiendo y curioseando a su antojo. A Mario ser gato le parecía muy cómodo, pero también muy aburrido. No podía salir a a la calle, ni jugar al fútbol con amigos. Extrañaba el colegio, ¡incluso aunque le hicieran leer en alto! Así que aquella noche, cuando habían pasado ya siete días desde que se cambiaron los papeles, Mario y Zeta empezaron a discutir cómo acabar con aquella situación: –Yo no quiero ir más al colegio. ¡Vaya aburrimiento! –Y yo no quiero quedarme todo el día en casa… ¡eso sí que es aburrido! –Pero ¿qué hacemos? No sabemos por qué ha pasado esto, ni tampoco cómo solucionarlo… Y justo en aquel momento, el hada traviesa que había creado el encantamiento apareció en la habitación. Era pequeña como una mariposa y no llevaba una barita mágica, sino una pistola de agua con la que disparó a Zeta y a Mario que volvieron a sus cuerpos originales.
  • 108. –¡Espero que hayáis aprendido la lección y ahora disfrutéis con lo que sois! Pero tanto Zeta como Mario habían aprendido algo más. Zeta había aprendido a leer y desde entonces, además de husmear por todas partes, jugar con bolas de lana, dormir y comer, también le pedía a Mario que le dejara abierto algún libro de cuentos para leer un ratito. Mario, a su vez, había aprendido a ser más curioso y a no tener miedo cuando la profesora le pedía que leyera en alto. Si se había enfrentado valiente a una máquina que absorbía pelos… ¿cómo no iba a atreverse con la lectura?
  • 109. Bello y Bestia Había una vez en un lejano pueblo de altos, frondosos y verdes árboles una joven que vivía con su padre. A nuestra joven le encantaba jugar en aquellos árboles tan altos desde que era una niña, correr y pasear por los bosques y leer grandes historias de príncipes y princesas. Todas esas cosas que tanto le gustaban no las solía compartir con nadie. El motivo era que cuando aquella niña comenzó a crecer, su pelo se le encrespó y se le puso de punta, la cara se le llenó de granitos y su cuerpo empezó a coger más kilos y músculos de lo que el resto de niñas acostumbraba para su edad. Su padre trató de hacerla cambiar y le insistía en que tenía que
  • 110. hacer algo si quería tener amigos y amigas. Cariñosamente le llamaba Bestia. A ella no le importaba mucho tener ese aspecto, pero su padre insistía una y otra vez: – Hija, tienes que hacer algo con tu aspecto, así tan fea no le vas a gustar a nadie. – Pero papá, a mí me da igual. Todo eso no me impide hacer las cosas que más me gustan, así que voy a seguir siendo exactamente igual. Pero Bestia llevaba mucho tiempo escuchando aquellos consejos y ya estaba muy cansada. No entendía por qué era tan importante para la gente y le entristecía pensar que era la única parte que la gente podía ver de ella. A Bestia le encantaba salir con su caballo por el bosque: se sentía ella misma, era por fin libre y podía jugar y correr tranquilamente. Una de las cosas que más le gustaba era sentir la mirada del bosque sobre ella: era una sensación mágica… parecía que aquellos grandes árboles iban acompañándola en su paseo, como si le saludaran y sonrieran. Bestia pensaba lo maravilloso de esas plantas y seres que no la
  • 111. juzgaban por su aspecto. El bosque podía ver la persona que era ella. Una tarde de invierno, Bestia estaba con su caballo por el bosque cuando algo ocurrió. El caballo de Bestia vio una serpiente, se asustó muchísimo y salió al galope por el bosque. Bestia comenzó a tener miedo porque se estaban alejando y empezaba a oscurecer. Mientras se agarraba fuerte a su montura para no caerse, le susurraba: – Tranquilo chico, vamos no te alejes tanto, tranquilo… El caballo fue recuperando la calma pero ya era tarde. No sabían dónde estaban y el sol se había escondido. Bestia seguía asustada pero reunió coraje para confiar en que todo saldría bien y quizá fue esa confianza lo que les ayudó, porque rápidamente divisaron un castillo a lo lejos que podría ser su salvación para esa noche. Nunca había visto aquel lugar, era un castillo muy hermoso. Lo que Bestia no sabía es que la persona que habitaba aquel castillo era más hermosa aún.
  • 112. Bestia llamó a la puerta y no podía creer lo que estaba viendo, era la persona más bella que jamás hubiera visto. Tenía los cabellos brillantes y del color del chocolate, un cuerpo fuerte, una cara hermosa y unos ojos radiantes. Precisamente aquellos ojos fueron lo que más llamó la atención de Bestia, ya que mostraban mucha más belleza que ninguna otra cosa. La joven, sintió de pronto que con mirarle a los ojos ya conocía a aquel chico con el que ni siquiera había hablado aún. Se puso tan nerviosa que no le salían las palabras: – Bu…bu…buenas noches siento la… la… las molestias. Me he perdido en el bosque, no tengo donde ir, mi caballo y yo estamos asustados y yo no sé… Aquel chico la interrumpió: – No digas más, tranquila, esta noche la pasáis aquí. Bestia no podía creer lo agradable que era aquel chico, tanto que no fue una sino muchas las noches y los días que pasaron juntos en aquel castillo. Montaban a caballo, corrían por el
  • 113. bosque y leían cuentos de príncipes y princesas. Resultó que a aquel hermoso muchacho le gustaban las mismas cosas que a Bestia, era divertido y muy fácil estar juntos, se entendían con sólo mirarse. Se dieron cuenta que se parecían en muchas cosas, incluso en aquella en la que parecían más distintos: el aspecto. – Me encanta sentirme bello, mi madre siempre me regañaba por mirarme y pasarme horas peinándome en el espejo, me decía que un chico tan presumido no iba a gustar a nadie. – Vaya, qué raro, mi padre me regañaba por no ser presumida. Y así Bello y Bestia descubrieron que ambos habían sufrido por lo mismo: no dejarles ser cómo querían ser . Bello y Bestia en ese mismo momento se confesaron lo mucho que se gustaban y lo mucho que les gustaría seguir compartiendo tantas cosas juntos. Les gustaba mirarse el uno al otro y encontrar lo mejor de cada uno. Se miraban y se gustaban tal y cómo eran. Ninguno quería cambiar al otro.
  • 114. De este modo Bello y Bestia siguieron teniendo el mismo aspecto, Bello siguió preocupándose por ser bellísimo y Bestia siguió sin preocuparse por no serlo. Y además, los dos siguieron siendo curiosos, atrevidos, divertidos y listos. Siguieron compartiendo y disfrutando de los bosques, los caballos y los cuentos. Y por fin consiguieron sentirse felices porque se sentían aceptados el uno por otro. Y además, la mamá de Bello y el papá de Bestia también aprendieron algo muy, muy importante: daba igual cómo eran sus hijos por fuera, lo esencial, es que fueran felices por dentro.
  • 115. Cosa de niñas (y niños) Emilia no podía creer que por fin fuera a conocer a su primo Jose Tomas. No es que nunca se hubieran visto, es que la última vez que estuvieron juntos solo tenían tres años y ninguno se acordaba bien del otro. Después el primo Jose Tomas se había ido con los tíos a vivir muy lejos y no habían vuelto a encontrarse. Pero por fin iban a hacerlo. Emilia, que ya había cumplido siete años, lo había planeado todo.
  • 116. – Nos bajaremos al patio y podremos llamar a Carlos y a Teo y jugar al escondite, o echar un partido de fútbol. ¡Qué ganas! Pero la tarde en que Jose Tomas iba a venir a casa, comenzó a llover a mares. ¡Todos los planes se habían estropeado! Quizá por eso cuando Emilia estuvo frente a frente con Jose Tomas no supo muy bien qué decirle. – ¿Por qué no os vais al cuarto a jugar? – sugirió Mamá cuando vio la timidez de los dos primos. Emilia y Jose Tomas obedecieron y se marcharon en silencio a la habitación de la niña. Pero allí, la cosa no mejoró. Emilia se sentía incómoda con Jose Tomas, pero era su primo. Y por eso, porque era su primo, tenía que aguantar que estuviera curioseando entre sus muñecas. – ¿Te apetece que juguemos con ellas? – ¡Con las muñecas! ¡menudo rollo! Eso es un juego de niñas. – No es cierto, yo juego con mi amigo Carlos, y con su primo Teo. Nos lo pasamos fenomenal.
  • 117. – Pues vaya dos amigos que tienes. Los niños deberían jugar al fútbol, y no a las muñecas. – También jugamos al fútbol, listillo. Pero hoy está lloviendo, así que no podemos salir a la calle. Así que si quieres jugar al fútbol vete tú solo. Pero Jose Tomas no quería jugar solo al fútbol, y mucho menos con aquella lluvia tan molesta. Así que con cara de asco cogió una de las muñecas favoritas de Emilia y empezó a zarandearla. Cuando Emilia vio como el niño agarraba de malas formas su muñeca azul se enfadó un poco: – No la cojas así, que le vas a hacer daño. – Pero si no es más que una tonta muñeca. No es un bebé de verdad, es solo una muñeca. – Ya, pero es mi muñeca favorita y no quiero que la estropees. Déjala. Pero Jose Tomas no estaba dispuesto a soltarla. Hacer rabiar a su prima Emilia, era lo más divertido que se podía hacer en aquel día de lluvia. – No pienso soltarla. Tendrás que cogerla tú.
  • 118. Emilia, muy enfadada, comenzó a tirar de su muñeca. ¡Tenía que recuperarla! Pero Jose Tomas también tiraba desde el otro lado con fuerza. – Suéltala. – No, suéltala tú. Y así habrían seguido toda la tarde si no llega a ocurrir la cosa más extrañísima que Emilia y Jose Tomas habían visto en su vida. De repente, la muñeca azul, muy cansada de que se pelearan por ella, comenzó a chillar. – ¡Se puede saber qué os pasa a vosotros dos! Jose Tomas y Emilia soltaron la muñeca asustados y se miraron sin entender nada. – ¡Vaya par de animales! – siguió diciendo la muñeca azul muy enfadada. Justo en ese momento, alertada por los ruidos, entró en la habitación la mamá de Emilia. – ¿Se puede saber qué está pasando aquí? ¡Menudo ruido!
  • 119. – Mira Mamá, mi muñeca azul ha hablado – pero al señalarla, Emilia se dio cuenta de que la muñeca ya no estaba en el suelo. – ¿Qué muñeca? Aquí no hay nada… Jose Tomas se dio cuenta de que la muñeca, con la misma cara de enfado de antes, estaba subiendo por la estantería como si fuera un experto escalador. – Sí, sí, ahora está trepando entre los libros, fíjate, tía. Pero cuando los tres miraron hacia la estantería, la muñeca estaba plantada junto a unos libros tan quieta como siempre había estado. – ¡Qué tontería decís! Las muñecas no hablan y mucho menos se mueven. Seguid jugando, pero no hagáis ruido. Jose Tomas y Emilia se miraron sorprendidos. ¿Era verdad que habían visto la muñeca moverse o se trataba de imaginaciones suyas? Pero la muñeca azul les sacó de dudas, y comenzó a hablar desde lo más alto.
  • 120. – ¡Casi nos pilla! ¡Menos mal! Si un mayor viera a una muñeca hablar se moriría del susto. – ¿¡Hablas de verdad!? La muñeca azul se bajó de la estantería de nuevo y se colocó delante de los niños. Les contó que todos los muñecos tenían la capacidad de hablar entre ellos pero que no podían comunicarse con los niños a menos que su vida corriera peligro. – Y si no llego a hacerlo… ¡habríais acabado conmigo! ¿Se puede saber por qué os estabais peleando? Emilia le contó que Jose Tomas pensaba que las muñecas eran solo cosa de niñas y que jugar con ellas era muy aburrido. – Eso es porque nunca has jugado con una muñeca – dijo mirando con cara de enfado al niño. Jose Tomas, muy avergonzado, tuvo que reconocer que la muñeca azul tenía razón: nunca había jugado con ellas. – Pues ya va siendo hora…¡a jugar!
  • 121. De repente, de los cajones de Emilia comenzaron a salir muñecas y ¡¡todas hablaban!! – ¿Qué os parece si organizamos un partido de fútbol entre muñecas? – sugirió una de ellas. – O podemos organizar una guerra de muñecas. – No, nada de violencia. Sería mejor que jugáramos al escondite. Y eran tantas las propuestas de juego que ni Emilia ni Jose Tomas supieron que elegir… ¡así que jugaron a todas! Era tan divertido inventarse juegos, imaginar que las muñecas eran exploradoras en una selva peligrosisíma, o que eran detectives tratando de capturar a una ladrón muy malvado o corredoras de una carrera de obstáculos que iba de la cama de Emilia al escritorio lleno de pinturas. Cuando los tíos de Emilia vinieron a buscar a Jose Tomas y se lo encontraron rodeado de muñecas, jugando divertido se sorprendieron mucho: – ¿Estás jugando con muñecas, Jose Tomas?
  • 122. El niño, guiñando un ojo a la muñeca azul y a su prima Emilia, exclamó: – Pues claro, al fin y al cabo… ¿quién ha dicho que las muñecas son cosa de niñas?
  • 123. El rincón de nieve La pequeña ardilla Tartán, vivía en un bosque mágico, lo que tenía un montón de ventajas, porque significaba que en cualquier esquina siempre te encontrabas algo inesperado. Pero de todos los lugares increíbles del bosque había un rincón muy especial, el que más le gustaba a Tartán. Solo podías encontrarlo un día al año: el día de Nochevieja. Ese día, sin importar si hacía calor o frío, junto a la esquina del puente encantado, Tartán y sus amigos se encontraban el rincón de nieve. Un lugar tan lleno de nieve que las pequeñas ardillas
  • 124. podían pasar el último día del año jugando a tirarse bolas o en trineo o incluso, y esto era lo que más les gustaba, haciendo muñecos de nieve. Cada ardilla hacía uno, con la particularidad de que cada muñeco de nieve era exactamente igual al muñeco de nieve que esa misma ardilla había hecho el año anterior. El muñeco de nieve de Tartán se llamaba Rayón, porque le encantaba que las bufandas que cada año Tartán le ponía al cuello fueran de rayas. No le gustaban de puntitos, ni de flores, ni de animales, a Rayón solo le gustaban las rayas. Tartán y Rayón habían pasado tantos años juntos (un día, cada año, el último día del año, pero muchos años al fin y al cabo) que ya eran grandes amigos. Se contaban lo que habían hecho en todo el año, los sueños que querían ver cumplidos el año que empezaba y se divertían mucho juntos. Después, cuando la luna se ponía en el punto más alto, marcando el final del año, el rincón de nieve comenzaba a desaparecer, a volverse cálido. Los muñecos se iban deshaciendo poco a poco, y las pequeñas ardillas se despedían de ellos hasta el año siguiente.