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Tgestado tema 4.3.3 complementaria
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4.3.3 El Estado democrático y el Estado autocrático.
Autocracia y democracia son dos tipos opuestos de Estados. De aquí surge la
necesidad de adoptar ciertos criterios de distinción entre una y otra para aclarar
mejor su naturaleza. Del análisis que Piero Meaglia hace de la dicotomía
kelseniana nos interesa resaltar tres criterios de distinción entre la autocracia y la
democracia: la libertad, la paz y el compromiso. Sin embargo estos tres criterios
no son los únicos para diferenciar estas dos formas de gobierno; para completar el
esfuerzo de Meaglia propongo otros tres criterios que a mi juicio están presentes
en la tradición del pensamiento político occidental: la igualdad, la visibilidad del
poder y un cierto concepto del hombre.
La libertad es el primer criterio de distinción entre la autocracia y la democracia: el
hombre es políticamente libre cuando participa en la creación del ordenamiento
jurídico al cual está sujeto, mientras que no es políticamente libre cuando se le
excluye de la elaboración de tal ordenamiento. El caso límite de la democracia es
cuando todos los individuos participan en la definición del mandato político (es la
democracia directa evocada por Rousseau, donde hay una realización completa
de la libertad política): por contra, el caso límite de la autocracia es cuando un sólo
individuo establece el mandato político (Hegel recordaba como ejemplo
paradigmático el del despotismo oriental, donde uno solo es libre, el autócrata).
Sin embargo Kelsen reconoce que no hay Estado que se apegue completamente
a alguno de los dos extremos ideales; hoy ya no hay regímenes de democracia
directa ni regímenes de autocracia absoluta. Entre estos dos casos límite se
encuentra cualquier posible forma de Estado, de suerte que en todo cuerpo
político hay una mezcla de ambos elementos; algunos se acercan más a la
democracia y otros más a la autocracia. Un régimen se llama democrático cuando
en él las decisiones que atañen a la colectividad son tomadas preferentemente de
abajo hacia arriba; en contraste, un régimen es llamado autocrático cuando en él
las decisiones que involucran al conjunto son definidas preponderantemente de
arriba hacia abajo.
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Hoy la forma de democracia más común en el mundo occidental es la república
parlamentaria; la forma de autocracia que me interesa contraponer a este tipo de
democracia es la república presidencialista (en efecto, dentro de los ejemplos de
autocracia Kelsen incluye a la república presidencialista). El parlamentarismo y el
presidencialismo son las formas que han terminado por prevalecer, en nuestro
medio, en las discusiones sobre la democracia y la autocracia. En la república
parlamentaria el ordenamiento jurídico es creado, aunque en forma indirecta,
desde abajo; en la república presidencialista el ordenamiento jurídico es
producido, aunque exista un órgano de representación popular, desde arriba.
La paz es el segundo criterio de distinción entre la autocracia y la democracia: la
solución de las controversias políticas mediante la imposición es propia de la
autocracia, en tanto que el arreglo de las diferencias políticas por medio de los
acuerdos es propio de la democracia. Cuando se mira a quien tiene intereses y
puntos de vista diferentes al nuestro como un interlocutor con el que se puede
dialogar y llegar a un arreglo pacífico, es posible la solución de los antagonismos;
pero cuando se considera que los otros son enemigos que deben ser sometidos
para que prevalezcan nuestros intereses y puntos de vista, el arreglo de las
disputas se deja en manos de la imposición.
El compromiso es el tercer criterio de diferenciación. Al respecto Meaglia afirma:
“Kelsen entiende por compromiso un acuerdo entre las partes, por medio del cual
éstas renuncian a algunas de sus pretensiones y a la vez conceden algo de las
pretensiones de la contraparte, de manera que se pueda encontrar un punto de
equilibrio”. Para solucionar las diferencias sólo hay dos caminos: el acuerdo o la
satisfacción del interés de un grupo en detrimento de los demás. La democracia es
discusión, acuerdo y participación; la autocracia es silencio, sumisión y disciplina.
Un parágrafo de la Teoría general de Kelsen se titula significativamente
“Democracia y compromiso” y en él se sostiene que “el compromiso forma parte
de la naturaleza misma de la democracia”; la imposición forma parte de la
naturaleza misma de la autocracia.
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Estos son los tres criterios de distinción que Meaglia destaca del pensamiento
político y jurídico de Kelsen. Sin embargo, siempre de acuerdo con Meaglia, el
compromiso determina a los otros dos y es más importante que ellos. La libertad y
la paz dependen de la capacidad de establecer acuerdos. Al respecto sostiene: “El
compromiso entre intereses, de un lado, permite realizar de manera más amplia el
ideal de la autonomía y, de otro, mantener un clima de paz en el conflicto de
intereses”. La forma de gobierno más adecuada para realizar el compromiso es la
democracia parlamentaria. Esta consideración lleva a Meaglia a afirmar
categóricamente que: en el sistema de Kelsen la capacidad de la democracia
parlamentaria para realizar los valores de la libertad y de la paz se basa en la
capacidad de la democracia para realizar el compromiso entre intereses
divergentes: de un lado, las decisiones que derivan del compromiso constituyen el
máximo acercamiento posible a la idea de libertad como autonomía; de otro lado,
el compromiso favorece el mantenimiento de un ambiente pacífico en los conflictos
de intereses.
Estos tres criterios de diferenciación son básicos para poder elaborar una teoría
de los dos regímenes en cuestión. Y con el mismo fin me parece pertinente
agregar tres criterios de distinción encontrables en la tradición de la filosofía
política: como se han señalado, la igualdad, la visibilidad del poder y un cierto
concepto del hombre. Deseo fundamentar a continuación su validez.
Uno de los más grandes contrastes en la historia del pensamiento político
moderno, puede interpretarse también utilizando la terminología kelseniana: el
contraste entre quienes sostienen principios autocráticos y quienes sostienen
principios democráticos. Y aquí no puedo dejar de mencionar a los dos autores
más representativos de una y otra posición, Hobbes y Rousseau. Una vez
constituido el gran Leviatán, en Hobbes, la relación política autocrática implica una
relación heterónoma, de superior a inferior; la relación política democrática de
Rousseau supone una relación autónoma que excluye cualquier jerarquización.
Por tanto la autocracia es una forma de gobierno que requiere la desigualdad; la
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democracia es un régimen que exige la igualdad. Y me refiero específicamente a
la desigualdad y a la igualdad en referencia al poder.
Para los partidarios de la autocracia el objetivo es la eficacia del poder. La máxima
eficacia del poder se obtiene allí donde su mayor concentración se deja
tendencialmente en una sola persona, el autócrata; para los simpatizantes de la
democracia el objetivo es la libertad (como autonomía). La mayor libertad se logra
allí donde su más alta distribución se deja tendencialmente en todos los
individuos, los ciudadanos. La autocracia necesita la desigualdad porque requiere
la concentración del poda decisional para garantizar su eficacia; la democracia
exige la igualdad porque necesita la distribución del poder decisional para hacer
posible la libertad política. Una propicia la pasividad, otra la participación. En la
primera la decisión política es producto de la voluntad de uno solo (o de pocos); en
la segunda la decisión política brota de la voluntad colectiva.
El caso límite de la desigualdad política es la monarquía absoluta sugerida por
Hobbes en el Leviatán; el caso límite de la igualdad política es la democracia
directa propuesta por Rousseau en el Contrato social; pero se trata de casos
extremos que sólo sirven como puntos de referencia para ubicar la autocracia y la
democracia en términos ideales. Pero en términos prácticos los modelos que nos
interesa confrontar son la república presidencialista y la república parlamentaria.
En la primera hay una concentración del poder: en ella todas las instituciones
políticas dependen de la voluntad del jefe del ejecutivo. En la república
parlamentaria hay una distribución del poder: el poder ejecutivo se somete al
control de la representación popular.
Con el criterio de diferenciación de la igualdad se deduce que las relaciones de
poder pueden ser simétricas o asimétricas. La democracia se identifica idealmente
con las relaciones simétricas; la autocracia se reconoce idealmente con las
relaciones asimétricas. En una los individuos se encuentran en el mismo plano, en
otra los gobernantes aparecen en un nivel superior a los gobernados. En la
primera las relaciones de poder surgen a la vista de todos (tómese como ejemplo
el ágora de los griegos); en la segunda las relaciones de poder son visibles para
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los que están arriba, pero turbias para los que están abajo (tómese como ejemplo
el gabinete secreto de la monarquía absoluta).
Aquí surge otro criterio de diferenciación, la visibilidad del poder. Sobre la
pertinencia de este criterio, Norberto Bobbio recuerda a Madison y sostiene que “el
carácter público del poder, entendido como no secreto, como abierto al público,
permanece como uno de los criterios fundamentales para distinguir el Estado
constitucional del Estado absoluto”. En otras palabras: la visibilidad del poder es
un criterio de distinción básico para diferenciar la democracia de la autocracia.
La democracia es el gobierno del poder visible, es el ejercicio del poder público en
público (donde “público” es utilizado para oponerlo a secreto). En ella la publicidad
es la regla, el secreto es la excepción. En el gobierno popular el poder está más
cerca de los ciudadanos y, como se sabe, mientras más cercano es el poder, más
visible. La autocracia, en contraste, es el gobierno del poder invisible, es el
ejercicio del poder público en privado. En ella “el secreto de Estado no es la
excepción sino la regla”. En el gobierno autocrático el poder está más lejos de los
individuos y, como se sabe, mientras más lejano es el poder menos se ve.
El último criterio de diferenciación es el de un cierto concepto de hombre. La
democracia justifica su existencia porque tiene una idea positiva del individuo: éste
es capaz de autogobernarse y por consiguiente puede participar en las decisiones
colectivas; la autocracia acredita su existencia porque tiene una idea negativa del
sujeto: éste es incapaz de autogobernarse y en consecuencia necesita de un
poder superior para mantener el orden. La idea positiva del hombre en la
democracia implica que el sujeto se perfeccionará para mejorar las instituciones
políticas; en la idea negativa del hombre en la autocracia, el sujeto sólo puede
estar sometido para que la violencia no se generalice. De allí la necesidad de que
el poder sea eficaz.
El concepto de hombre no es solamente un criterio de diferenciación sino, a mi
parecer, constituye también un principio fundador. En la tradición del pensamiento
político siempre se diferenciaron el poder paternal, el poder patronal y el poder
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político. A partir de Aristóteles se “distinguen tres tipos de poder con base en el
criterio de la esfera en la que se ejerce: el poder del padre sobre los hijos, del amo
sobre los esclavos y del gobernante sobre los gobernados… Esta tipología ha
tenido relevancia política porque ha servido para proponer dos esquemas de
referencia para definir las formas corruptas de gobierno: el gobierno paternalista o
patriarcal en el que el soberano se comporta con los súbditos como un padre,
donde los súbditos son tratados eternamente como menores de edad… el
gobierno despótico en el que el soberano trata a los súbditos como esclavos a los
que no se les reconocen derechos de ninguna especie”. Paternalismo y
despotismo son dos formas corruptas de gobierno que tienen en la base una
concepción negativa del sujeto, como menor de edad o como esclavo, de
cualquier masera incapaz de alcanzar el rango de ciudadano. Paternalismo y
despotismo son dos formas autocráticas que se oponen al régimen democrático
donde la primera condición es que el hombre, en cuanto ciudadano, ejerza sus
derechos políticos.
Por último, conviene poner a prueba el esquema teórico de los criterios de
diferenciación en algún caso concreto: propongo el de México, un ejemplo típico
de república presidencialista.
Por lo que hace a la libertad política, en un país tan piramidal como México, donde
el flujo de poder evidentemente corre de arriba hacia abajo, si se quiere hablar de
democratización resulta impostergable que ese flujo de poder cambie de ruta y
que se mueva de abajo hacia arriba. Y esto sólo se logra con la participación
popular, mediante la cual se realiza la libertad política, en la definición de las
decisiones públicas. La forma ideal de participación sería la democracia directa,
pero dado que su realización es materialmente imposible en las sociedades
modernas, la república parlamentaria es la forma que en la práctica se acerca más
a ese ideal.
En lo que se refiere a la paz, se podría objetar que el régimen presidencialista ha
logrado garantizar un clima de estabilidad política durante ocho décadas; pero
dada la creciente exigencia de democratización cabria la pregunta: ¿durante
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cuánto tiempo más? Hoy la paz en México reclama que se abran espacios de
discusión y de negociación. El parlamentarismo es el mecanismo Más idóneo para
esto. Aquí se vinculan estrechamente dos criterios de diferenciación: la paz y el
compromiso. Es de sobra conocido el hecho de que en México el PRI ha
implantado hasta ahora su proyecto con base en la obtención de una mayoría
absoluta de escaños en el parlamento, o sea, más del cincuenta y uno por ciento
de curules. Por tanto, no ha tenido necesidad de entrar en negociaciones con
otras fuerzas políticas para mantener la estabilidad del sistema. Sin embargo las
pasadas elecciones marcaron una nueva orientación de la política mexicana. Es
necesario cambiar la decenal estrategia de dominio absoluto y tomar en cuenta las
opiniones de las otras corrientes políticas. Esto se resume en la exigencia de
negociar, de establecer compromisos. La paz social no se puede mantener ya con
base en la inmovilidad, sino a través de la lucha y discusión dentro del orden
republicano.
Si contemplamos el criterio de la igualdad, es fácil darse cuenta que en México la
desigualdad política es mayor que la desigualdad económica; el poder está mucho
más concentrado que la riqueza. Durante todo el periodo posrevolucionario se vio
como un hecho positivo que el poder se concentrara para así garantizar su
eficacia (unidad política); pero si hoy se habla de democracia en los más diversos
círculos, no puede pasarse por alto la exigencia de que ahora ese poder se
distribuya (libertad política).
Sobre la visibilidad del poder, se sabe de sobra que en México un gran número de
decisiones permanecen ocultas o poco claras para la inmensa mayoría de los
ciudadanos: la designación de candidatos a puestos de elección popular, los
resultados electorales, la definición de programas y estretegias gubernamentales,
etcétera. Para hablar de una democratización efectiva ese tipo de prácticas deben
ser superadas. Aquí la norma debe ser el ejercicio del poder público frente a
todos, y el secreto debe ser la excepción. La democracia comenzará a reflejar sus
luces cuando el poder esté más cerca y se pueda ver.
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Pero sobre todo éste es un régimen que se ha basado en el paternalismo. Si bien
los mexicanos hemos alcanzado formalmente la categoría de ciudadanos, se nos
sigue tratando como a menores de edad; los derechos políticos derivados de esa
categoría ciudadana no han alcanzado todavía una vigencia plena al ser limitados
por factores autocráticos como el paternalismo. La superación del paternalismo
indicaría alcanzar la mayoría de edad, la dignidad política.
Al aplicarse a un caso concreto, estos seis criterios de distinción no sólo sirven
para diferenciar tales formas de gobierno sino que se convierten en pautas de
acción para un programa político que proponga la transición de la autocracia a la
democracia o, para mejor precisar de la república presidencialista a la república
parlamentaria.