1. Componentes de la acción moral
Causas y motivos
Todo acto moralmente valorable tiene una causa y unos motivos más o menos conscientes. El contexto en el
que nos encontramos nos motiva a actuar en un sentido o en otro. También los ideales y las creencias que
tenemos, el temperamento y los hábitos que nos distinguen, así como el carácter que hemos logrado formarnos.
Nos movemos por causas externas y por nosotros mismos. Las causas externas reciben el nombre de necesidades
o determinaciones y éstas son, por ejemplo: el cuerpo, el ambiente familiar, el contexto histórico-social. Los seres
humanos somos libres, pero también estamos determinados por la necesidad social o natural, de suerte que tiene
que darse una interacción entre libertad y determinación.
En la medida en que nos hacemos conscientes de las determinaciones y nos preguntamos qué deseamos hacer
realmente, emergen nuestros verdaderos motivos, debido a que iniciamos un movimiento en nosotros mismos.
Así, nos convertimos en la causa de nuestros actos y del sentido que anhelamos darle a la vida.
Desde este punto de vista, la alternativa que ha de juzgar el hombre que actúa éticamente y sobre la cual ha de
deliberar, no está entre seguir los impulsos y pasiones o los ideales de su razón, sino entre actuar de forma
consciente y responsable, o de forma indiferente y mecánica.
Al actuar conscientemente, no sólo realizamos la autonomía, sino también un aspecto central de la vida ética
que es el llamado "autodominio". Autodominarse no significa reprimir lo que queremos o lo que somos, sino
tomar las riendas de nuestra vida, es decir, tener motivos propios, saber por qué actuamos y hacia dónde queremos
llegar, ver claramente los fines que deseamos realizar, y ser conscientes de las consecuencias de nuestros actos.
Fines, intenciones y medios
Los fines de las decisiones éticas son los valores; darles realidad a éstos es el actuar ético. La intención es la
disposición con la cual aceptamos realizar tales fines. Desde luego, fines e intenciones están íntimamente
relacionados. El fin puede ser, por ejemplo, la solidaridad, mientras que la intención se expresaría en el afán de
ayudar a determinadas personas.
En las acciones éticas concretas existen dos grandes grupos de fines: los finales, que corresponden a los valores
básicos, y los fines inmediatos que, por lo general, se cumplen a corto plazo. Ejemplos de estos últimos son la
satisfacción del hambre y el afán de supervivencia, evitar la muerte, la obtención de bienes materiales. Para
actuar éticamente es muy importante distinguir estos dos tipos de fines, pues los de corto plazo generalmente son,
en realidad, medios para realizar los valores.
Ahora bien, es un hecho que para ser libres, justos, solidarios y tolerantes hemos de satisfacer la necesidad de
comer, buscar medios de supervivencia, huir de la muerte y gozar de los placeres. Es difícil pensar que en un grado
extremo de pobreza y sufrimiento encontremos motivación para realizar los valores. Pero evitar este grado
extremo de malestar no es más que un medio, algo necesario pero no suficiente para lograr una vida ética. Para
esto es preciso conceder un lugar primordial a los auténticos fines; por ello, conviene preguntarnos siempre si
aquello que decimos es un medio o un fin para hacernos más humanos; conviene establecer una jerarquía entre
lo que realmente importa para realizarnos como seres humanos y lo que es menos importante, aunque pueda ser
urgente y necesario.
Hay que tomar en cuenta, además, que los medios de los que nos valemos para realizar los fines no siempre
consisten en la satisfacción de las necesidades, sino también en el ejercicio de una facultad. Por ejemplo, el
pensamiento puede ser considerado como tal en tanto nos permite elegir una opción con mayor claridad, o bien, las
juntas de vecinos son un medio que nos permite llegar a acuerdos y aspirar a una buena convivencia, así como los
acuerdos internacionales son un medio para alcanzar la paz mundial.
2. Puesto que los medios pueden ser muy variados, es preciso tener claro que éstos han de concordar con los fines;
no es suficiente que los fines sean buenos, sino que los medios deben ser proporcionados al fin. Por ejemplo,
algunos Estados han creído que para conseguir la paz es preciso hacer una guerra sin cuartel. Pero una guerra de
este tipo es aniquilante, y como el medio no está proporcionado al fin, éste se elimina: ninguna guerra total que
busca aniquilar al enemigo consigue la paz. Asimismo, algunos individuos consideran que para hacerse respetar
tienen que imponer su opinión e incluso ser intolerantes con los demás; pero la intolerancia no es un medio
adecuado para alcanzar la autoridad sobre otros, sino más bien para provocar su resentimiento. Así, para lograr la
paz y el respeto, ni la guerra aniquilante ni la intolerancia resultan ser medios adecuados.
De modo que si queremos la paz y el respeto tenemos que dirigirnos a los demás en términos no violentos y
respetuosos; asimismo, si queremos que los demás sean solidarios, justos o amorosos con nosotros, hemos de
comenzar por comportarnos de esta manera con ellos.
Resultados, consecuencias y coherencia en el actuar
La acción ética no puede quedarse sólo en tener la intención de hacer algo positivo o benéfico; busca tener
resultados, llegar a concretarse de forma efectiva, es decir, que estén de acuerdo con lo previsto en la intención.
Muchas veces, con toda la intención de ayudar y ser solidarios, creamos problemas a otras personas. De suerte
que no basta con tener la intención de hacer el bien: es preciso buscar las condiciones y los medios para hacerlo.
No todo lo que queremos se puede realizar en cualquier lugar ni en cualquier tiempo, y no es lo mismo
ofrecer ayuda o proponer la justicia en un cierto momento que mucho tiempo después. La ética nos pide ser
realistas y esforzarnos por llevar a término nuestras intenciones.
Los actos éticos no quedan aislados sino que traen consigo una serie de consecuencias para nuestra vida y
para la de la comunidad, frente a las cuales tenemos que responder. La responsabilidad no consiste sólo en
enfrentar nuestros actos, sino también lo que ellos suscitarán con el tiempo.
Es necesario prever lo que nuestros actos pueden ocasionar en el futuro, cuando la situación cambie y existan
nuevas condiciones y nuevos riesgos. Hemos de pensar, por ejemplo, ¿qué consecuencias puede traernos el no
decidir con autonomía y depender de la opinión de otras personas?, ¿no corremos acaso el riesgo de fortalecer
la sumisión y adormecer nuestra capacidad de iniciativa?, ¿podemos dejar para otra ocasión la decisión de ser
autónomos?, ¿afecta esto a la comunidad o solamente al individuo?
Si ocultamos hoy una verdad, si no nos decidimos a actuar en una circunstancia que exija nuestra acción, con
seguridad afectaremos a otras personas. La responsabilidad no se funda solamente en lo que hacemos, sino
también en lo que dejamos de hacer. En otras palabras, no sólo somos responsables por las acciones, sino también
por las omisiones.
La decisión ética y la valentía
Para poder actuar éticamente es necesario tener claros los elementos de nuestras decisiones, porque ellas
implican renunciar a otras opciones; por lo menos implican, en un momento determinado, un "sacrificio" de lo
que podría satisfacer nos en la inmediatez y, por ende, un esfuerzo por trascender, por ir más allá de los fines a
corto plazo. Toda decisión implica, pues, una renuncia. La persona ética sabe que no todo es posible, que es
preciso poner límites a la acción y que éstos deben estar de acuerdo con "lo mejor" y lo más adecuado para la
realización del individuo y de la comunidad.
La renuncia, por tanto, ha de hacerse con pleno convencimiento; de lo contrario se convierte en una represión
y mutilación de la voluntad. Dicho de otra forma, el "sacrificio" ético, el dejar una opción de lado, ha de hacerse
desde una plena aceptación de lo que sí queremos y una afirmación de nuestro ser en ello. Si no se dan esta
afirmación y convencimiento, caemos entonces en la negación de lo que en verdad queremos y nuestro acto se
torna falso.
3. Pero el problema más fuerte al que nos enfrentamos con la decisión y la renuncia es que ellas implican soledad
y miedo. Nadie puede decidir por nosotros, aunque pidamos consejo, la decisión emana del individuo y es éste
el que ha de enfrentar las consecuencias. Pero además surge el temor a equivocarse, a no tomar la decisión
correcta o a no poder realizar aquello que se elige.
¿Cómo vencer el miedo al fracaso cuando tomamos una decisión? En sentido estricto, el miedo no se vence, no
se elimina, pues nunca tenemos la seguridad de que triunfaremos. Lo único que podemos hacer, por paradójico que
parezca, es: "no tenerle miedo al miedo", es decir, enfrentar la sensación de temor y por encima de ella luchar por
los fines que nos hemos propuesto. La diferencia entre el hombre valiente y el cobarde no reside en que el
primero no sienta miedo y el segundo sí, sino en que el primero se mantiene firme en su elección, a pesar del
temor, mientras que el cobarde se deja llevar por el temor y hace a un lado sus propósitos. No hay pues, decisión
sin valentía.
El problema de la libertad
La libertad no es solamente una capacidad de acción y decisión, sino que es el rasgo fundamental y constitutivo de
la condición humana. El ser humano posee características específicas como la racionalidad, la comunicación, el
sentido artístico, el amor, la sociabilidad y la organización individual y colectiva conforme a leyes y valores. Pero
todas esas características no son sino potencias, están en nosotros como posibilidades que pueden desarrollarse en
distintos grados y de muy variadas formas.
Esto se debe precisamente a que nuestro ser es libre, abierto, indeterminado o ambiguo; no está ya
conformado ni programado para que todos seamos igualmente racionales, artísticos e incluso sociales y
comunicativos. Lo cierto es que podemos ser racionales en la misma medida en que podemos ser irracionales,
podemos comunicarnos tanto como aislarnos, podemos organizamos conforme a leyes y valores y también
podemos optar —desgraciadamente— por los antivalores (injusticia, desigualdad, intolerancia, violencia...).
Nuestra naturaleza nos dota de ciertas potencias que sólo llegan a actualizarse por nosotros mismos, por nuestro
esfuerzo y decisión frente a lo que somos y lo que queremos ser.
La libertad, en este sentido esencial, es el poder realizar nuestras capacidades e incluso perfeccionarlas o poder no
realizarlas y constituye, en última instancia, lo que nos distingue de todos los demás seres del universo.
Ahora bien, en la vida práctica el ejercicio de la libertad se encuentra con múltiples limitaciones. Aunque nuestro
ser es indeterminado, los distintos contextos en los que actuamos nos determinan o condicionan. Nacemos en un
contexto familiar y social que no elegimos y que nos demarca un ámbito de acción. Nacemos también con un
cuerpo que no escogimos y que nos impone necesidades y pasiones. De suerte que la libertad, para realizarse, se
encuentra siempre en interacción con su contrario: la determinación. Y esta última tampoco se da sin el deseo de
actuar libremente, es decir, advertimos lo que nos limita en el momento en que queremos decidir por nosotros
mismos. Para quien no tiene este deseo, el mundo simplemente está ahí, ni se le opone ni le favorece. Libertad
y determinación son dos contrarios íntimamente vinculados; uno no se da sin el otro.
Así pues, la libertad consiste en tener la capacidad de iniciar o generar un cambio en las circunstancias dadas,
consiste en tener iniciativa para autodeterminarse. Para poseer una vida propia, para ser independientes, hay
que tomar en cuenta las condiciones del país en que vivimos, de la realidad social, económica y política de la
familia, de nuestras relaciones personales y en general de todo el contexto en el que vivimos. Esto no quiere
decir que nos conformemos con todo ello, sino que debemos estar conscientes y luchar por transformar lo que
nos parece inconveniente.
Por supuesto, es imposible transformar todo nuestro entorno, pero sí podemos influir en alguna medida para
que las situaciones sean favorables a nuestros propósitos. Si vivimos en un ambiente de violencia, por ejemplo,
podemos oponernos a ella protestando de forma racional, organizándonos con otros, buscando alternativas para
combatirla y demandando el apoyo de las autoridades competentes.
Por ello conviene evitar el pesimismo y el conformismo que dicen: "esto me tocó", "ya sabemos que nada va a
4. cambiar", "así lo hacen todos y es lógico que yo lo haga así". Podemos ser agentes de cambio, porque aunque la
libertad está limitada, también es una fuerza transformadora; todo depende de nuestra decisión e iniciativa.
Libertad y responsabilidad
La libertad consiste en elegir y tomar decisiones respecto de nuestro ser y de las distintas circunstancias. Sin
embargo, para ser plenamente libres y autónomos no basta con ejercer el poder de decisión, es preciso además
hacernos responsables. La responsabilidad es la culminación de la libertad. Hemos de ser capaces de responder
por nuestros actos y por sus consecuencias; sobre todo, hemos de responder ante nosotros mismos y ante otros
por nuestra humanización y por el sentido que hemos dado a la vida.
Es preciso aclarar que la libertad tiene dos sentidos distintos sin los cuales no se entiende su dinamismo:
1) Somos libres por el hecho de nacer como seres humanos, queramos o no ser libres; se trata de algo esencial y
constitutivo.
2) La libertad se desarrolla y perfecciona en distintos grados como consecuencia de las decisiones y acciones
personales. La libertad es algo que debemos conquistar y que no sólo está en nuestra estructura. Tenemos que
hacernos libres eligiendo acciones valiosas para la persona y para la sociedad entera. La libertad conlleva así una
evaluación de las diferencias cualitativas, una distinción entre lo "mejor" y lo "peor".
Significa que somos realmente libres cuando podemos responder por nuestros actos, cuando asumimos sus
consecuencias y no cuando las desatendemos, ni mucho menos cuando las negamos. Ser libre es actuar de
forma consciente y responsable. Y la primera y más importante responsabilidad es la forma que damos a nuestro
ser, es aquello que hacemos con nuestras potencias, es decir, con nuestra humanización. No es igualmente libre
quien actúa conforme a los valores universales, que quien opta, por ejemplo, por la violencia y la crueldad. Nos
hacemos verdaderamente libres cuando elegimos desarrollar las potencias que nos caracterizan como seres
humanos, cuando somos creativos, no destructivos.
Autonomía y heteronomía
Cada uno de nosotros tiene la posibilidad de elegir el comportamiento que quiere seguir, es decir, tiene la
capacidad de ser autónomo. La palabra autonomía proviene de dos palabras griegas autos, "sí mismo" y
nomos, "norma" o "ley".
Para ser autónomo es preciso conocernos a nosotros mismos, que queremos y creemos, sobre lo que nos
parece mejor. Se trata de saber quiénes somos, cómo actuamos en realidad, qué ideales tenemos y cómo
queremos ser, para poder decidir de forma consciente y adecuada cuáles son las leyes y valores que nos van a
guiar. La autonomía ética no consiste sólo en darse normas, sino en poder diseñar con ellas un proyecto de
vida, se trata de buscar los auténticos fines que deseamos alcanzar, de darle un sentido propio a la vida.
Cuando asumimos normas de conducta sin haberlas analizado racionalmente, caemos en la heteronomía, es
decir, en el estar gobernados por una norma que viene de fuera y que no es propia. La heteronomía es estar
gobernado por las normas de otros, ya sea por lo que dicen los padres, el estado, la sociedad y las costumbres,
o todo aquello que no proviene de la reflexión y la búsqueda interior, como son los caprichos personales, los
deseos inconscientes y las modas que nos imponen los amigos, así como el mundo de la publicidad y el
comercio.
Autonomía y deber
La autonomía no consiste en hacer todo lo que nos venga en gana, sino en pensar qué valor tiene aquello
que deseamos realizar. Nos damos cuenta de que no podemos actuar un día en un sentido y otro en uno dife-
5. rente, pues hemos de responder ante nosotros mismos y ante otras personas sobre la dirección que estamos
dando a nuestra existencia.
Al valorar los actos y normar nuestras preferencias descubrimos el deber ético, que proviene de las propias
convicciones, de lo que nos parece preferible, pues para la libertad responsable sus valores se convierten en
una ley que obliga a serle fiel.
El deber significa que aquello que hemos descubierto como un valor debe prevalecer en nuestras acciones.
Por ejemplo, cuando descubrimos que es preferible respetar a los demás y ser justos en nuestras relaciones
interpersonales, estamos captando que la justicia es un deber que debe prevalecer en todos nuestros actos.
Al conocer el deber que nos imponen los valores, la libertad deja de ser indeterminada. Ya no es posible
optar en cualquier sentido, sino que la libertad ha recibido una determinación, pero si ésta proviene de lo que
nosotros mismos hemos decidido, se convierte en una libertad autónoma.
En otras palabras, la autonomía consiste en descubrir la capacidad de guiar la vida según las propias
convicciones, en ser capaces de "escuchar la propia voz" de nuestra conciencia y no dejarnos llevar
simplemente por lo que los demás dicen y esperan de nuestro comportamiento.