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BODAS DE PLATA
(1957)
Begoña García-Diego
Edición:
Julio Tamayo
cinelacion@yahoo.es
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BEGOÑA GARCÍA-DIEGO (1926-2006), escritora a su pesar
Es imposible no tener una visión uniforme de las cosas cuando nos educan
desde la infancia para tener una visión uniforme de las cosas. La dictadura
fascista de Franco fue un régimen en el que las mujeres estaban oprimidas,
sojuzgadas, pues sí, con carácter casi general, pero como todo en esta vida hay
excepciones, que por su valor cualitativo, testimonial, son muy significativas,
importantes. Obviamente nunca ha sido lo mismo nacer mujer en el seno de una
familia burguesa o aristocrática que en el de una familia obrera, ni antes ni ahora
las oportunidades eran las mismas, ni mucho menos la formación, la educación,
las posibilidades de crecer como persona. Ser una mujer libre e independiente
partiendo de la nada siempre es mucho más difícil, lleva más tiempo, esfuerzo,
serlo a contracorriente de todos unos condicionamientos de clase, alta, también, la
diferencia entre ser un canario encerrado en una jaula pequeña y en una jaula
dorada es de matiz, la prueba es que la mayoría de estas mujeres privilegiadas
acabaron cayendo en la misma trampa, cárcel, del matrimonio, el gran sepultador
de incipientes talentos femeninos en España. Que la mayoría de mujeres artistas
de la generación de los niños de la posguerra procedieran de familias más o
menos acomodadas, más o menos ilustradas, liberales, no es una casualidad, crear
requiere tiempo y cierta tranquilidad, sosiego, un entorno propicio, o al menos no
castrador, algo bastante imposible si tienes que dedicar gran parte de la jornada a
sobrevivir, a obtener lo justo para comer caliente cada día.
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Es difícil escribir un libro de viajes si no tienes dinero para viajar, es difícil
dominar un idioma si no has podido ejercitarlo en el extranjero. Carmen Martín
Gaite, Ana María Matute, María Jesús Echevarría, Begoña García Diego, Carmen
Laforet, eran personas cultivadas, ilustradas, porque tuvieron tiempo, dinero
familiar, para serlo, las inquietudes, la vocación, no surgen por generación
espontánea, tienen que tener un periodo de incubación. Hasta para ser observador
hay que tener tiempo, y Begoña García Diego lo tenía, era hija única, rica, vivía
frente al Retiro, barrio de Alfonso XII, y lo supo aprovechar, desperdiciar, con
fundamento, inaugurando el costumbrismo frívolo autocrítico, sarcástico, o de
clase alta, porque los pudientes también tenían sus costumbres, aunque los
escritores burgueses de la época, Aldecoa, Fernández-Santos, Cela, se dedicaran
más a testimoniar las de los pobres, desde fuera, una forma tan válida, hipócrita,
como otra cualquiera de aliviar su mala conciencia de clase, de casta. Y lo mejor
de todo es que no lo hace desde del habitual snobismo, prepotencia, de los nuevos
ricos, de los intelectuales, ni desde el existencialismo de superficie o spleen de
una Françoise Sagan, lo suyo es autocrítica, sencillez, humildad genuina, sin el
menor atisbo de egocentrismo, de narcisismo, de megalomanía.
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“Café Gijón” Eduardo Vicente
Algo inédito en nuestras orgullosas, soberbias letras, y más cuando en su caso
podía habérselo creído porque empezó tocando pelo, ganando el premio de
novelas cortas Café Gijón de 1957, “Bodas de plata” (su primera novela, una
crítica negra del matrimonio, de la burguesía, escrita en un caluroso verano
madrileño en que se que se había quedado sola, “la escribí en cuatro días y de
tres a cinco de la tarde.”, todo el proceso de creación y la posterior repercusión
se puede leer en el cuento auto-biográfico “En este mundo traidor”) que
anteriormente solo habían ganado dos mujeres, Ana María Matute con “Fiesta al
Noroeste” (1952), Carmen Martín Gaite con “El balneario” (1954), y teniendo el
unánime respaldo de la crítica, y del público, que llenaba de cartas, de aprobación
las mujeres y de rechazo los hombres, la redacción de ABC (también escribió en
“Semana”, “Don José”, “Miss”, “Garbo”, “Pueblo”, “El Español”), el periódico
más influyente culturalmente de la época, como respuesta a cada uno de sus
artículos proto-feministas en la sección “Cuarto de estar”, una especie de
Consultorio de Elena Francis ligeramente modernizado (“es un tratado de
filosofía barata”), que influyeron a toda una generación de jovencitas de clase
media-alta con espíritu rebelde, progresista, incluida la ex-alcadesa de Madrid,
Manuela Carmena, que la reconoce como su principal influencia, referente, sobre
todo por su artículo “Di que sí”. Lo mismo se puede decir del humanista Jaime de
Armiñán, que no casualmente en los años 60 dio un giro feminista a sus series,
“Mujeres solas” (1960) y “Chicas en la ciudad” (1961), título casi idéntico al del
libro antología de esos artículos, “Chicas solas” (1962).
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Una mujer moderna, sin revoluciones, liberal, cosmopolita, desprejuiciada, sin
miedo ni complejos como María Jesús Echevarría, su alma gemela, aunque más
oscura, profunda, pesimista, que también se curtió a base de viajes, de desamores,
de corresponsalías en el extranjero, Inglaterra, Francia, Italia, Grecia, incluso
como redactora en la revista cubana “Vanidades”, que después de la llegada al
poder de Fidel Castro trasladó su sede central a Nueva York en 1961. De esa
experiencia vital surge este diario, viaje iniciático, despertar de la conciencia, una
sencilla crónica a pie de calle de la sociedad americana de los 60, un
complemento perfecto a los dos geniales y profundos libros de María Jesús
Echevarría centrados en su estancia americana, “Poemas de la Ciudad” (1960) y
“La sonrisa y la hormiga” (1963). Al poco de volver a España, 1963, se casa y se
retira al campo extremeño, dejando de publicar durante unos años, volviendo a
finales de los 60 (1968-1971) con una nueva sección sobre la juventud llamada
“Los años locos” (una antología con el mismo título fue publicada en 1972), uno
de los artículos, “Qué pena morir cuando aún nos queda tanto por leer...” (1971),
fue premiado en la “Fiesta del libro”. Después abandona casi por completo la
escritura, salvo algunos artículos aislados, entre ellos uno de los mejores dedicado
a las diputadas durante el Golpe de Estado del 81, “Mujeres”, y un irónico libro
de auto-ayuda, “Del mal amor y otras calamidades” (1991).
Julio Tamayo
“A mí no me gusta escribir. Lo que me gusta es no dar golpe. Pero creo que en el
mundo hay que hacer algo, y que todo el secreto está en encontrar un quehacer
que sea como una diversión disfrazada de trabajo. Yo arribé a la literatura por
mi afán de trabajar, de hacer algo útil, de no pasarme el día pensando en trapos
y distracciones. Pensé en qué podría ocupar mi tiempo, y lo más fácil me pareció
escribir.” Beatriz García-Diego
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Cuando haya muerto, amor mío,
no cantes para mí canciones tristes,
no plantes rosas sobre mi cabeza
ni cipreses de sombra.
Que crezca verde en torno mío el césped,
húmedo de la hierba y el rocío,
y si quieres recuerda
y si quieres olvide.
No veré ya las sombras,
ni sentiré la lluvia;
jamás escucharé del ruiseñor el canto dolorido,
y, soñando en la luz de aquel crepúsculo,
que no crece ni mengua,
podrá ser que recuerde
y podrá ser que olvide.
CRISTINA GEORGINA ROSETTI
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Y SI QUIERES RECUERDA…
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PRIMERA PARTE
LA enorme corona, formada de claveles rojos, pesaba demasiado
para los dos chiquillos. El oscuro escarlata de las flores destacaba
como una mancha negra en la bruma dorada de aquella mañana otoñal.
Había una sencilla inscripción en la cinta: «Recuerdo de tus amigos».
Los chicos la llevaban casi arrastrando por la calle, contentos de
aquella inesperada ocasión de salir juntos a un recado. La pequeña
tienda de flores de aquel barrio perdido no solía tener demasiados
encargos. Por lo general bastaba un solo muchacho para llevar sus
crisantemos a la anciana viuda del general, que además vivía a
dos pasos; el otro se quedaba en la tienda ayudando al amo. Y si
alguien mandaba un cacharro de camelias a una debutante que no
viviese en el barrio, iba uno solo también, se le daba el dinero
para el tranvía y en paz. Después de todo, como decía a menudo don
Luis, el dueño, no se trataba de un establecimiento de lujo. Sólo una
tiendecita de barrio con un nombre un poco cursi, «Blanca Rosa», su
clientela, casi exclusivamente vecinos. Don Luis era un viejecito
consumido, considerado por todos los que le conocían como casi
inmortal, que llevaba muchísimos años vendiendo flores en aquel
rincón. Cuatro generaciones habían desfilado frente a su pequeño
mostrador, y aquel anciano enteco que jamás se había movido del
mundo reducido de su clientela llegó a saber tanto de la vida, como un
aventurero internacional. Había visto a tanta gente crecer, llorar, luchar
y gozar para acabar siempre muriendo más o menos tarde, que
aprendió a valorar en su justo precio todas las cosas de la vida. Era un
hombre pequeño y flaco, con fama de avaro en la vecindad. Nadie le
había visto nunca contento, triste, enfadado, emocionado o temeroso.
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María Luisa Roldán, la muchacha más bonita del barrio, solía
comentarlo con sus amigas algunos años atrás. Por entonces era
una colegiala de uniforme azul y larga melena castaña, que encargaba
azucenas para la Virgen de su colegio todas las primaveras. A la salida
reía con sus amigas explicando que don Luis llevaba cien años muerto
y enterrado entre sus flores.
―Todos los seres humanos tienen un punto flaco ―decía―; algo
que aman o temen, cualquier cosa capaz de hacerlos reír, gozar o llorar.
Don Luis no tiene nada, es un ser muerto. Un cadáver, un mueble, una
roca.
―Basta ya de tonterías, María Luisa ―replicaba una de las
componentes del bullicioso grupo―; siempre te gusta decir cosas raras
para llamar la atención.
―¿Encuentras? No es más que mi genial inteligencia que se me
escapa por la boca ―reía la muchacha, sacudiendo sus hermosos
cabellos―. Además, todo el mundo puede ver que don Luis está
muerto.
Pero era María Luisa la que ahora estaba muerta. Paco y Pepe, los
dos pequeños ayudantes del anciano florista, arrastraban riendo su
corona de claveles por las calles del barrio. Y don Luis, tras el viejo
mostrador de su tienda, se sentía feliz, aunque María Luisa, ahora sólo
una fría e inmóvil figura vestida de blanco, le hubiera creído incapaz
de todo sentimiento. Y no es que el viejo se hubiera alegrado de la
desaparición de la muchacha, puesto que, a su manera fría y distante,
le tenía cariño. Prácticamente eran amigos desde que ella nació, ya que
su madre solía llevarla en su cochecito cuando entraba a comprar
flores después de misa, siendo ella entonces sólo un gran bebé rosado
con cara de mal genio.
Luego se convirtió en una colegiala de largas piernas que encargaba
azucenas para la Virgen los sábados del mes de mayo. Patinaba
también los domingos, haciendo un ruido espantoso, frente a la puerta
encristalada de la tienda. Pero siempre tenía un gesto amable para la
inmóvil figura frente al mostrador. Algunas veces, al volver de clase,
abría la puerta de una patada, haciendo temblar por sus cristales al
avaro corazón del anciano, y gritaba casi sin volverse:
―¡Buenas noches, don Luis; vaya un cochino tiempo!
O bien:
―¡Hola! ¡Hoy si que hace una tarde deliciosa!
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Sí; a su modo, él la había querido.
María Luisa salió luego del colegio, se pintó los labios y empezó a
usar medias transparentes y jerseys ceñidos. Inmediatamente, y dando
pruebas de muy poca imaginación, según pensó don Luis, todos los
muchachos del barrio se enamoraron de ella. La invitaban a tomar
helados en el salón de doña Dolores, allí en la esquina, y algunos más
audaces solían regalarle ramos de violetas o claveles comprados al
viejo. Él hubiera preferido que encargasen para ella grandes cestos de
camelias y nardos ―don Luis no vendía orquídeas―, pero cuando se
tienen diecinueve años y se prepara el ingreso en la Escuela Especial
de Ingenieros de Caminos, el dinero suele andar escaso. El anciano no
entendía aquello, porque, según explicaba luego María Luisa a su
«flirt» mientras se prendía las violetas, nunca había sido joven.
―Siempre estuvo así, ¿sabes? Como disecado. Pobre hombre, eso
no es vivir.
Después de unos pocos años de incesantes coqueteos, salidas y
noviazgos con todos los muchachos que se le acercaban, María Luisa
se había casado en poco tiempo con uno de fuera. Es decir, que no
vivía en el barrio. Lo había conocido, según contó ella misma a don
Luis, la tarde que se refugió en la tienda porque llovía, en una
conferencia celebrada en la Facultad de Filosofía donde cursaba sus
estudios la muchacha,
―Me hubiera gustado acabar la carrera. Siempre quise ser una
mujer independiente y capaz de ganarme la vida. Naturalmente, ahora
he cambiado de idea. ¡Al diablo la libertad! Queremos casarnos
enseguida.
El día de la boda de María Luisa, todos los muchachos del barrio
hubieran deseado suicidarse, si uno pudiera estar muerto sólo un ratito.
Hasta don Luis estaba emocionado y se esmeró como nunca en el ramo
de la novia. Ella misma vino a verlo con su prometido por la mañana
temprano, antes de ir a comulgar. Estaba preciosa con su sencilla
mantilla negra y los ojos brillantes de excitación.
―¿No es un sueño? ―dijo después de haber admirado el ramo,
colgándose del brazo de su futuro marido, joven de aire serio, bastante
mayor que ella―. Don Luis es un verdadero artista.
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El anciano sintió en aquel momento hacia María Luisa algo que
dada su helada naturaleza era casi cariño. Carraspeó y murmuró,
dirigiéndose al novio:
―Tiene usted suerte.
La muchacha se quedó muda de asombro ante el inesperado
cumplido, luego se echó a reír alegremente, y guiñó un ojo a su casi
marido por encima de las flores. Un momento después estaba en la
calle luego de golpear alegremente y por última vez en su vida la
puerta de cristales.
―Adiós, adiós, don Luis.
Se casaron. Todas las comadres del barrio se apretujaron a la puerta
de la iglesia para ver salir a la novia. Los camareros del café de la
esquina, que eran amigos suyos, desertaron un rato de su trabajo para
poderla piropear, y la vieja mendiga que vendía periódicos en las
escaleras del templo desde tiempo inmemorial, hasta derramó alguna
lagrimita. Durante mucho tiempo, los más floridos representantes de la
juventud masculina de la parroquia guardaron luto en su corazón por la
ingrata.
La madre de María Luisa le llevó a don Luis fotos de la boda.
―Está vacía la casa sin ella. Enrique la adora y son muy felices,
desde luego, pero mi marido y yo nos sentimos como perdidos sin
nuestra única hija... Se nos ha marchado demasiado lejos...
Porque Enrique era ingeniero de una firma internacional, lo que le
obligaba a vivir en el extranjero largas temporadas.
Pasó el tiempo. Llegaron primaveras con grandes ramos de lilas
llenando los altos jarrones de barro sobre el mostrador de la tienda, y
otoños con nuevas colegialas patinando ruidosamente delante de la
puerta; llegaron los inviernos, y señoras, arrebujadas en sus abrigos,
que encargaban ramas de muérdago para adornar los comedores de sus
casas en la Nochebuena... Y los días fueron largos o cortos, y crecieron
los niños, y desaparecieron algunos ancianos, mientras don Luis seguía
despachando flores a las honradas familias burguesas de aquel barrio
perdido.
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María Luisa quiso que su primer hijo naciera en España, y cuando
se acercaron las fechas, volvió a ocupar su alegre cuarto de soltera
en la casa de su padres. Estaba muy cansada, y apenas salía; así que
don Luis sólo tuvo noticias suyas por su madre. Esta compraba flores
muchas mañanas al salir de su misa diaria en la iglesia de enfrente. Era
vieja conocida del dueño de la tienda, y siempre charlaba un rato con
ella mientras preparaba sus ramos. El anciano se preguntaba a menudo
cómo de una mujer tan apática, tímida y desdibujada como Carmen,
pues éste era el nombre de la madre de la muchacha, había podido
nacer una criatura tan brillante, alegre y llena de vida como era María
Luisa.
Carmen no estaba nada contenta con el embarazo de su hija. La
joven se sentía cansada, sin ganas de hacer nada, ella que fue tan
animada siempre... No quería comer...
El marido llegó del extranjero unos días antes del acontecimiento. Y
una madrugada de primavera, mientras las primeras hojas teñían de
esmeralda los árboles de su vieja calle, María Luisa dio a luz una niña
muerta, después de un agotador parto que amenazó su vida. Luego fue
todo tan rápido, que los habitantes del barrio no llegaron a
comprenderlo bien: el tumor en la matriz, que no parecía maligno;
aquella operación realizada con éxito, una temporada de optimismo,
que la joven pasó en el campo, acompañada de su madre, para
reponerse; la palabra «cáncer» flotando en el espacio como una
espantosa amenaza, cuando la muchacha volvió a encontrarse mal
luego de unas semanas... Después, consultas de médicos, sesiones de
«rádium», una nueva operación inútil, y al fin, la muerte.
Pero, don Luis se sentía casi feliz aquella mañana, después de haber
enviado a María Luisa la magnifica corona de claveles, último
recuerdo de sus amigos del barrio. Porque, aunque la joven que
acababa de morir hubiese asegurado, con la petulancia propia de la
juventud, que el anciano no tenía ningún punto flaco, estaba
equivocada. El florista sentía un tremendo miedo a morir. Era un temor
supersticioso, horrible, que le hacia castañear los dientes y le quitaba el
sueño durante semanas enteras, cada vez que desaparecía uno de sus
viejos amigos. Pero aquélla, su joven amiga, que había dejado de
respirar en su sencillo cuarto de soltera, allí mismo, a cuatro pasos de
la tienda del anciano, era distinto. María Luisa tenía veinticinco años,
22
y por ley de vida debía haber asistido al entierro del anciano, muchos
años antes de su muerte. El viejo avaro estaba seguro de que la
muchacha hasta hubiera llorado un poco; y resultaba que era ella la
que estaba muerta, ella, tan joven y llena de vida; ella, que hacía
todavía pocos años abría a patadas la puerta de la tienda y bajaba de
cuatro en cuatro los escalones de la iglesia.
Mientras tanto, don Luis, que era ya viejo cuando ella nació, seguía
vivo y sano vendiendo flores detrás de su pequeño mostrador. El
corazón cumplía su tranquilo quehacer en el humilde pecho, y la
sangre, aunque lentamente, circulaba con regularidad por sus viejas
arterias. El anciano temía tanto a la muerte, que su sola mención hacía
humedecerse en sudor frío el dorso de sus manos. Pero era a la muerte
inevitable, esa que llega cualquier día sin enfermedad ni escándalo,
porque se tienen ochenta años y el hombre no es inmortal. Esa muerte
que llegaría un día para él, como había llegado ya para casi todos sus
amigos, sin que haya en el mundo poder humano que pueda
detenerla...
Por eso resultaba reconfortante pensar que María Luisa, con sus
largas piernas y aquella sonrisa llena de juventud, con su piel sin
arrugas y el joven corazón todavía no cansado, se había marchado
antes, así de repente, sin otro motivo, puesto que era joven, fuerte y
feliz. Don Luis pensaba que todos los viejos del barrio, y había
muchos en aquel tranquilo y soleado lugar donde la vida parecía
estancada, se habrían sentido consolados y tranquilos al enterarse de la
noticia aquella mañana. Después de todo, las personas de mucha edad
nunca se mueren de cáncer.
Pepe y Paco, los pequeños dependientes de la tienda, tardaron muy
poco en llegar a la vieja casa donde vivía desde hacía muchos años la
familia de María Luisa. Una hoja de la antigua puerta estaba cerrada en
señal de duelo, y tras ella, en una mesita, había varios pliegos cubiertos
por las firmas de los innumerables amigos de la joven. Toda la casa
parecía triste y solemne por la muerte de su más linda moradora, y,
hasta la escalera crujió desaprobadoramente bajo las alegres pisadas de
los dos chicos. La puerta del piso estaba entreabierta, y los pequeños,
sobrecogidos de repente por el ambiente solemne que los rodeaba,
entraron de puntillas, arrastrando, sin hacer ruido, la pesada corona de
claveles.
23
Una criada, con los ojos rojos de lágrimas, se hizo cargo de las
flores e intentó despedir a los muchachos, mas ellos, llenos de
curiosidad morbosa, se negaron a marchar.
―No, no. Don Luis nos ha encargado que la coloquemos nosotros
mismos a los pies de la señora muerta.
La mujer se encogió de hombros resignadamente, indicándoles el
camino del salón de la casa, por cuya puerta de cristales se filtraba la
claridad difusa de las velas.
Al principio no vieron nada, sólo un cuarto sin muebles con el aire
enrarecido por el humo y las flores; luego divisaron en el centro la
gran caja de roble, y a los pies de ella la figura de un hombre
derrumbado de dolor. Había un crucifijo sobre un altar improvisado, y
demasiadas flores. El humo, emborronando los contornos de las cosas,
daba un tinte de irrealidad a la triste escena...
María Luisa, en la caja, parecía dormir entre la blancura un tanto
ajada de su traje de novia. Carmen, demasiado destrozada para llorar,
había peinado el largo cabello de su hija, dejándolo suelto, y largos
rizos orlando su cara de cera le daban cierto aspecto travieso que la
muerte no había podido borrar. Al vestirla le habían echado por la cara
el ligero velo de tul con el que entró en la iglesia el día de su boda,
para retardar en lo posible la descomposición de sus facciones, pero su
marido lo había retirado bruscamente, avaro de las últimas horas que le
quedaban de contemplar su belleza. El velo estaba descuidadamente
caído en el suelo, y Paco, cuando entró con las flores, estuvo a punto
de tropezar con él en su morbosa prisa por ver a la muerta...
Dejaron la corona entre las muchas otras que se amontonaban a los
lados del altar, y se acercaron a mirar el féretro con caras brillantes
de curiosidad. Enrique, al observarlo, les mandó que se fueran,
indignado con aquellos intrusos que venían a turbar la espantosa
desesperación de su alma. Obedecieron a regañadientes, muy despacio,
a la fuerza, volviendo todavía la cabeza desde la puerta, como si
quisieran contemplar por última vez el inusitado espectáculo…
24
La monja que había velado a la joven durante las terribles noches
de su enfermedad entró silenciosamente en la estancia y,
arrodillándose junto al viudo, que tenia la cara escondida en las manos,
púsose a rezar el rosario en voz baja, no sin antes haberle dirigido una
mirada de infinita lástima. Durante un rato el cuarto quedó envuelto en
un silencio denso, sólo interrumpido por el chisporroteo de las velas y
las susurrantes oraciones de la religiosa. Más, habiendo acabado
sus rezos, y viendo que el hombre a su lado seguía silencioso e
inmóvil, se atrevió a tocarlo en el brazo tímidamente:
―Por favor, por favor, señor. Debería usted reposar un rato.
El hombre levantó la cabeza y se la quedó mirando con expresión
estúpida. Siguió ella, asustada, aturrullándose al hablar, mientras
manoseaba nerviosamente su rosario.
―No debe desesperarse. Piense lo muy feliz que será en un estado
mil veces más envidiable que el nuestro... Acuérdese de la resignación
con que sufría los dolores. Su confesión fue magnífica, según nos dijo
el sacerdote; así que ahora ella descansa en paz. Los padres de la
señorita fueron a echarse un rato, y usted debería hacer lo mismo...
Ande, vaya; yo seguiré rezando mientras ustedes descansan.
Él habló al fin, con una voz extrañamente ronca, que parecía
pertenecer a otra persona.
―Gracias, hermana, es usted muy buena. Pero no me separaré de
María Luisa hasta que se la lleven. Usted si que debería marcharse y
dormir un rato.
―Me quedaré aquí, acompañándole.
―No; váyase. Quiero estar solo con ella.
La monja, con un gesto resignado en su bondadoso rostro, salió de
la habitación tan silenciosamente como había entrado. Gruesas gotas
de cera iban cayendo de las velas, y el pesado olor de las flores ajadas
empezaba a hacerse irrespirable.
Enrique se pasó cansadamente una mano por la frente,
contemplando con mirada vacía la cinta de la corona de claveles.
«Recuerdo de tus amigos». ¡Cuántos amigos había tenido María Luisa!
Todo el mundo la adoraba. La voz de la buena monjita volvió a resonar
en su imaginación: «Acuérdese de cómo aguantaba los dolores; piense
en su última confesión...»
25
Enrique, de pronto, recordó algo completamente diferente. Le
pareció ver de nuevo a María Luisa cenando en aquel viejo parador de
turismo, la noche de su boda. Estaba muy bonita con su traje de
chaqueta, nuevo, y se encaró con él ladeando graciosamente la cabeza:
―Me parece que todo el comedor está pendiente del
acontecimiento.
―¿Qué acontecimiento?
―El nuestro. Somos la joven pareja que cena nerviosamente antes
de acostarnos juntos por primera vez.
Él, como siempre, se escandalizó un poco.
―¡María Luisa!
La muchacha rió, timándose abiertamente con su marido por
encima de la copa.
―¡Vamos, valor, Enrique, que no es para tanto! Anímate, hombre.
Una noche pasa pronto.
Le fastidió mucho que ella se hubiera dado cuenta de que estaba
nervioso.
Pero ahora su mujer había muerto. Aunque Enrique sintiera todavía
la suavidad del camisón de novia bajo sus dedos temblorosos, y la
tibieza de su nuca en sus labios resecos... Le bastaba cerrar los ojos
para verla reír por la mañana, con la bata entreabierta sobre su esbelto
pecho de muchacha. Y ahora estaba inmóvil, fría, callada para siempre.
Por primera vez en todo el día sintió ganas de llorar.
―No lo resistiré ―pensó―. También voy a morirme. El cuerpo
humano no aguanta tanto sufrimiento. Se me parará el corazón...
Pero el cuerpo humano aguanta cantidades inverosímiles de dolor, y
Enrique siguió allí, recordando la dicha perdida, junto a su amada
muerta...
Después del viaje de bodas la Compañía para la que Enrique
trabajaba le destinó a Londres.
María Luisa palmoteó encantada.
―¡Inglaterra! ¡Sherlock Holmes! ¡Estranguladores de mujeres!
¡Niebla! No podían haber encontrado sitio que me apeteciese más.
26
Enrique tenía la sensación de que María Luisa hubiera lanzado las
mismas exclamaciones de entusiasmo aunque los hubieran mandado
a Karachi. Después de un mes de matrimonio todavía no podía hacerse
a la idea de que semejante criatura, tan joven, brillante y alocada, fuera
suya. Había llegado a Madrid para trabajar seis meses en la oficina
central de la firma antes de un nuevo cambio de destino en el
extranjero, y jamás imaginó que en su próximo viaje estaría casado. Él,
naturalmente, había pensado muchas veces en el matrimonio, pero
nunca se figuró que uniría su vida a una criatura tan llena de vitalidad.
Enrique tenía treinta y cinco años, una bonita carrera, e ideas muy
claras y precisas sobre la vida. Los hombres con un porvenir, se decía,
deben casarse con mujeres tranquilas, elegantes y perfectamente
educadas, hijas de padres influyentes. Tanto sus amigas como sus
«flirts», respondían exactamente a ese ideal. Tal vez no tuvieran una
personalidad demasiado fuerte, pero eran bonitas, un poquito «snobs»,
iban deliciosamente vestidas, y estaban magníficamente educadas. Se
movían en un selecto y reducido circulo, jugaban al golf, leían, justo lo
necesario para estar «a la page», y se mostraban con Enrique, sin
excepción, dulces, sumisas y femeninas.
Pero cuando vio por primera vez a María Luisa, en una pesadísima
conferencia en la Universidad, a la que fue, casualmente,
acompañando a un amigo, todos sus vagos sueños en torno a las
mujeres elegantes y discretas nacidas para ayudar en sus carreras a los
jóvenes ingenieros, se vinieron abajo. La muchacha estaba sentada,
con un grupo de compañeros de clase, bastante cerca de él. Llevaba el
pelo recogido en la nuca, de cualquier forma, un jersey de cuello alto,
y zapatos tan planos que parecía ir en zapatillas. Enrique la encontró
preciosa desde el primer momento. Se la hizo presentar, charló con
ella, le pidió su número de teléfono, y a partir del día siguiente empezó
a cometer una serie de tonterías, indignas de un ingeniero de treinta y
cinco años, de carrera brillante y gran porvenir.
Salió con ella. Naturalmente, para llevarla a bailar, tuvo que
resignarse a ponerse en cola con una serie de admiradores de veinte
años. Pero eso era lo de menos. Enseguida se enamoró como un idiota.
27
Como reacción, procuraba tratarla bruscamente y criticaba con dureza
su endemoniada coquetería y sus aires desenvueltos. Pero luego le
escribía cartas apasionadas y larguísimas, diez minutos después de
haberla dejado en su casa. Cien veces juró que no quería volver a
verla en su vida, para acabar llamándola por teléfono al día siguiente.
Al fin, una tarde, después de una disputa particularmente intensa,
luego de afirmar que era la criatura más frívola e insoportable que
había conocido nunca, le pidió que se casara con él.
―¡Vaya! ¡Menos mal! ―dijo María Luisa―. Empezaba a creer que
con tanto reñirme no me lo ibas a proponer nunca.
Se casaron unos meses después, y al fin de un maravilloso viaje de
novios, tomaron posesión de su nuevo destino.
Londres fue para ella una ciudad de las mil y una noches. Todo le
resultaba nuevo, excitante, divertido. Tres meses después de su
llegada, y a pesar de la fama de retraídos de los ingleses, tenía tantos
amigos como en el viejo barrio madrileño que la había visto nacer.
Sabia que la dependienta del Woolworth más próximo tenía disgustos
con el novio, se interesaba por la carrera del hijo de los porteros,
preguntaba por la salud del niño de la casa de enfrente, que tenía
paperas. En los «cocktails» diplomáticos causó sensación. Todo el
mundo felicitó a Enrique por haberse casado con una mujer tan
deliciosa. Poseía una asombrosa naturalidad, y su facultad de
adaptación a los más diversos ambientes encantaba a su marido.
Rápidamente perfeccionó su pobre inglés de academia madrileña, y
fue la guía obligada de todas las españolas de paso por Inglaterra con
intenciones de comprarse un jersey de Cachemira o un abrigo de pelo
de camello. Naturalmente, ella sabía dónde vendían las cosas más
baratas.
Aprendió enseguida a manejar por la izquierda el pequeño coche de
su marido, a arreglarse sola en el complicado Metro londinense, y a
pasear sin perderse por la gran ciudad. Si alguna vez, a pesar de todo,
se confundía de barrio, siempre encontraba una persona amable
dispuesta a ayudarla, prendida como todo el mundo, en el hechizo de
su sonriente juventud.
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Los domingos hacían excursiones que duraban todo el día por la
propia ciudad de Londres; María las planeaba cuidadosamente durante
la semana. Fueron, en barco, a visitar la Torre de Londres, y la
muchacha se hizo repetir tres veces la terrible historia de Ana Bolena
junto a la piedra donde fue decapitada, ya que no entendía el tremendo
acento «cockney» del guía. Cuando tocaron los museos, clavó en el
espejo de su tocador una reproducción de la Venus de Velázquez.
Bailaron en clubs elegantes y en covachas absolutamente indignas, y
hasta se arregló para llevar a su marido, engañado, al sórdido café
donde un antiguo asesino de mujeres había reclutado a sus víctimas.
Allí, sentada en una sucia mesita junto al escandalizado ingeniero,
entabló conversación con el propio camarero que servía al monstruo,
pidiéndole innumerables detalles morbosos de aquel horrible asunto.
Enrique no comprendía cómo el mundo entero tachaba a los ingleses
de callados y fríos. Los mozos de los ascensores charlaban con María
Luisa, los cobradores de los autobuses lanzaban una jocosa
observación sobre el mal tiempo al pasar a su lado, y hasta el camarero
del restaurante la aconsejaba que no tomase tanta salsa picante, so
pena de estar enferma al día siguiente... Y ella contestaba, sonreía,
preguntaba, asentía, con sus ojos llenos de alegre felicidad, como si
todo Londres fuera únicamente una gran caja de sorpresas que alguien
le había regalado en su luna de miel.
Luego de una corta temporada viviendo en una pensión elegante,
alquilaron una casita en Chelsea, el barrio bohemio junto al río,
escenario obligado de todas las novelas inglesas que había leído la
recién casada. Enrique hubiera preferido un departamento amueblado
en Belgravia, mas no se sintió con fuerzas para contradecirla. María
Luisa organizó un hogar delicioso con el magnífico dormitorio, un
tanto solemne, que le habían regalado sus padres, algunos muebles de
su marido, los regalos de boda y unas cuantas cosas compradas por ella
en esas polvorientas tiendas de antigüedades que crecen como setas en
todas las esquinas de la capital de Inglaterra. Su casa era la más
acogedora de todas, con aquella vieja escalera uniendo los dos
diminutos pisos, y el foso típicamente inglés a donde daba la parte
de servicio. Había una gran chimenea, siempre encendida, butacas
29
cómodas, y mesitas portátiles con ceniceros de plata para todo el
mundo. Pronto fue el hogar de todos los españoles, un poco solos en
país extraño; los secretarios de Embajada solteros se pasaban allí la
vida. También empezaron a llegar amigos ingleses: una lady madura
que fumaba como un carretero ―Enrique jamás logró saber dónde la
había conocido su mujer―, una pintora, joven y regordeta, que vivía a
dos pasos, y la chica del Woolworth con dificultades sentimentales.
También aparecía de vez en cuando el hijo de un noble muy conocido,
que había abandonado sus estudios en Oxford para dedicarse al
teatro...
Enrique, allí, velando la última noche de su mujer sobre la tierra, no
podía hacerse a la idea de que estuviese muerta. Le parecía ver la
mirada de reprobación que lanzaba la reseca solterona que les servía de
asistenta, acostumbrada a la típica reserva inglesa de los sentimientos,
cada vez que María Luisa se precipitaba por la escalera con sus viejos
pantalones azules remangados, para arrojarse en sus brazos sin darle
tiempo a cerrar la puerta de la calle. ¡Ay, el encanto de las noches de
niebla, con María Luisa echa un ovillo contra él en la gran cama de
matrimonio! Y aquella deliciosa manera que tenía de provocar sus
caricias, en una forma, que algunas veces escandalizaba al sesudo
ingeniero.
Más tarde, el anuncio de su maternidad, que los llenó de felicidad el
corazón. Las largas discusiones sobre el porvenir del hijo que
esperaban, sentados quietamente junto a la chimenea, como un viejo
matrimonio casado hace cincuenta años. La futura madre quería,
naturalmente, que su hijo fuera pintor, escritor, o tal vez un célebre
médico descubridor de nuevas panaceas para enfermedades incurables.
―Quien sabe si no inventará alguna medicina para curar el cáncer.
Entonces yo tendré una estatua en todas las ciudades del mundo...
―¿Tú? ¿Por qué?
―No seas tonto, Enrique. Ya me estoy viendo: «A la madre del
benefactor de la Humanidad...»
Para entonces ya había olvidado su papel de esposa madura, y
estaba sentada en las rodillas de su marido, frotando la naricilla contra
su hombro. El ingeniero soltaba las horquillas que sujetaban en la nuca
los largos cabellos de la joven y acariciaba los brillantes y gruesos
rizos.
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Ella reía:
―Me gustaría cortarme el pelo.
―No, mientras yo viva.
Pero su hijo, que fue una niña, había nacido sin vida, y,
desgraciadamente, nadie había inventado la medicina milagrosa que
curaba el cáncer.
«Todo ha sido una pesadilla», pensó Enrique apretando los dientes
para dominar el temblor de su barbilla. «Una espantosa pesadilla de la
que ya nunca despertaré.»
Fueron unos meses agotadores. Análisis, médicos, la inútil
operación, esperanzas que duraron poco, más médicos... Enrique luchó
cuerpo a cuerpo con la muerte durante toda aquella terrible temporada.
No tuvo tiempo ni para estar triste, y su tremenda tensión nerviosa le
hizo mantenerse semanas enteras sin casi dormir. Todo lo
humanamente posible se hizo, pero no sirvió para nada. Consultas,
inyecciones, medicinas traídas del extranjero, intervenciones
quirúrgicas por los mejores cirujanos... El ingeniero se preguntaba a
veces si su mujer se daba cuenta de la extrema gravedad de su estado.
Se portó con una docilidad que admiró a toda la familia, acostumbrada
a su genio díscolo. Recibió con una resignada sonrisa a todas las
eminencias médicas del país que vinieron a examinarla; ella, que aun
después de casada, cogía una rabieta para ir al dentista, sufrió sin una
queja todos los análisis, inyecciones y radiografías que quisieron
hacerle, y cuando empezaron las sesiones de «rádium» pareció tomarlo
como la cosa más natural del mundo. Pero algunas veces, al atardecer,
cuando su marido, tras un terrible y agotador día de angustia, se
sentaba a su lado y tomaba en silencio una de sus manos, traslúcida a
fuerza de estar delgada, le parecía sentir a través de los deditos
temblorosos el terror de la pobre muchacha. Un día, envolviéndole en
la triste mirada de sus hermosos ojos transparentes, le dijo:
―¡Lástima que no haya vivido la niña!
―Tontina ―contestó él con una voz ronca de emoción―,
tendremos otros hijos; una docena si quieres.
Mas ella apoyó la cabeza en el fuerte brazo de su marido y dijo con
infinito cansancio:
―Te he querido tanto, amor mío, tanto…
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Enrique, al oírla hablar en pasado, sintió que se le helaba el
corazón.
El tránsito fue rápido. La joven, embrutecida de morfina, tenía los
ojos cerrados cuando dejó de respirar. Enseguida la casa se llenó de
gente. Personas amables y eficientes que hablaban en voz baja y
trataban a Enrique como si fuese un niño pequeño y desamparado...
El viudo pensó que decididamente había demasiadas flores en el
cuarto, y sobraban muchas velas. El pálido rostro de la bella muerta
estaba rodeado de perfumada niebla cuando entraron sus padres y se
arrodillaron ante el féretro. Se habían convertido en dos pobres
ancianos, de espaldas encorvadas y apagadas pupilas. Carmen se
acercó a su yerno, y poniéndole sobre la cabeza su vieja mano cansada,
dijo:
―Anda, vete a la cama, querido mío.
Enrique intentó sonreírla con una mueca tan llena de desesperación
que estremecía el alma.
―Bien sabes que me quedaré aquí hasta el final ―se le quebró la
voz al decirlo―; pero quiero quedarme solo con María Luisa esta
noche, quiero que sea sólo mía estas últimas horas, y aun vosotros,
siendo sus padres, resultaríais intrusos entre nosotros dos.
―No puede ser, hijo mío; nosotros también queremos estar con
ella, y pronto llegarán sus compañeras de colegio para velarla por
turno toda la noche.
Los ojos del hombre expresaron ira, pero enseguida reflejaron
cansancio.
―Por favor, sé buena, Carmen. Quiero quedarme solo con ella. Tú
puedes arreglarlo, es necesario... Compréndelo... La última vez...
La protesta que tenía en los labios la anciana se ahogó al ver la cara
desencajada de angustia de su yerno.
Le miró tristemente, y al fin dijo:
―Claro está que puedo arreglarlo, hijo mío ―y arrastrando sus
fatigados pies salió de la estancia luego de lanzar una triste mirada a su
hija muerta.
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Pasaron lentas e inexorables las horas, aquellas horas que minuto a
minuto acercaban el terrible momento de dar tierra a la joven. El sol se
puso completamente, dejando las calles envueltas en un tenue
resplandor rojizo, se encendieron los faroles, y luego cayó la noche por
completo y cesaron al fin las innumerables y agobiantes visitas.
Carmen hizo tomar una taza de caldo a su yerno antes de retirarse
con su marido. Había dado órdenes para que no fuese molestado
durante toda la noche.
―Cúmplase su voluntad ―dijo al padre, que protestaba―. Enrique
es su marido. Tiene derecho a pasar a solas su última noche con ella.
No podemos oponernos.
La entristecida madre instaló, en un saloncito contiguo, a las
hermanas de la caridad que habían venido a velar el cadáver, y no
quisieron marcharse.
―Quédense aquí rezando el rosario ―les dijo―, pero no entren en
la cámara mortuoria.
Las luces fueron apagadas y se acostó el servicio. El silencio
envolvió la casa como un manto de algodón gris. Enrique se encerró en
el salón a solas con su esposa muerta.
Un minuto después estaba arrodillado junto a la caja y, acariciando
con sus manos temblorosas la suave tela del vestido de novia, rompió
a llorar. Sollozaba roncamente, con infinito dolor, emitiendo toda esa
serie de rugidos atroces que son las lágrimas de los hombres
desacostumbrados al llanto desde la infancia.
―¡María Luisa, María Luisa, mi amor! ¿Cómo pudiste hacerme
esto? ¡Dejarme solo...! ―murmuró desesperadamente―. ¡Llévame
contigo!, por caridad... Donde quiera que estés… Si es que estás en
alguna parte... ¡Llévame contigo! No quiero quedarme aquí... No
resistiré tu ausencia... No, no, mi vida...
Pero sólo le respondió el silencio. Ese silencio de los cuartos donde
hay un cadáver, extraño, anormal, cargado de presencias invisibles. Por
primera vez, Enrique vio la escena desde fuera: la habitación desnuda,
colgaduras negras, un ataúd con sus pesadas asas y el cuerpo de su
esposa tan alejado de su realidad viva como esos retratos de pintores
aficionados, parecidos y distantes al mismo tiempo. Se estremeció. Las
velas hacían bailar raras sombras en aquellos muros blancos que tantas
veces habían escuchado la alegre risa de su esposa cuando era niña.
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―Morir es tan definitivo ―pensó―, tan tremendamente real, tan
sin arreglo...
Densas tinieblas iban invadiendo el cuarto, las velas perdían luz
asustadas de iluminar los tétricos pensamientos de un hombre
desesperado. A su resplandor mortecino, María Luisa parecía
sonreír, sin ganas, contando los minutos que faltaban para marcharse
definitivamente.
Enrique hundió la cara entre las manos apoyadas en la caja, tan
cerca de la muerta, que podía sin moverse enredar los dedos en los
largos cabellos sueltos.
Y le pareció que el espíritu de su mujer vagaba por el cuarto, hasta
llegar a su lado y ponerle una mano sobre el hombro. Queriendo
decirle, con aquella su alegre voz del viaje de novios:
―Vamos, anímate, hombre, que no es para tanto...
Y luego, ya más seriamente:
―Quién sabe. Puede que sea mejor así.
A la cabecera del féretro, una vela chisporroteó alegremente. Como
si se permitiese una pirueta, cansada de tanta seriedad.
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SEGUNDA PARTE
LA suave brisa primaveral, entrando por los amplios ventanales
entreabiertos, hacía temblar las leves cortinas de encaje.
La habitación era grande. Un comedor ancho y claro, con cuadros
de precio en las paredes. Estaba lujosamente amueblado, con buen
gusto, aunque tal vez sin demasiada personalidad. Parecía exactamente
lo que era: la fría obra de un decorador inteligente. Había un gran
aparador oscuro, y sobre él, una hermosa sopera de plata y un par de
macizos candelabros; a través de las paredes de vidrio de una pequeña
vitrina podían verse costosas piezas de porcelana. El terciopelo que
tapizaba las innumerables sillas era de un agradable color castaño a
juego con la espesa alfombra adornada con motivos de frutas. No
había ninguna lámpara central y la luz tamizada de los pequeños
apliques con pantallas rosadas contribuía a la intimidad del ambiente.
Un hombre y una mujer acababan de cenar en aquel momento. La
mesa era muy grande, rectangular y solemne, y ellos dos sentados en
los extremos parecían muy separados uno del otro. En un bello y
antiguo barro cocido morían dulcemente unas rosas amarillas.
Ella era bonita todavía, con esa belleza un tanto rígida de los rostros
de más de cuarenta años que no tienen arrugas. Había envejecido poco,
teniendo en cuenta la ya larga serie de años que llevaba casada, y, sin
embargo, su rostro era completamente diferente de sus fotografías
de juventud. Una diferencia absoluta que tal vez radicase en la
expresión. Los años, sin marcar apenas surcos en su linda cara, habían
endurecido terriblemente sus facciones. Su mirada era fría y cortante
como un cristal, y los labios, muy delgados bajo la pintura, tenían un
desagradable gesto entre altanero y condescendiente. Llevaba el pelo
discretamente teñido de un castaño tirando a rojizo, y el perfecto corte
de su vestido negro disimulaba en lo posible la rotundidad de sus
curvas.
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―En conjunto, aún resulta muy agradable a la vista ―pensó frente
a ella su marido, mirándola objetivamente y sin ninguna emoción.
Con él la vida fue menos clemente. La juventud había huido de su
cara muchos años antes, y ahora, sentado en el magnifico comedor de
su casa, parecía extraordinariamente viejo y cansado. Era, desde luego,
mucho mayor que su esposa, y aún seguía siendo un hombre
distinguido de escasos cabellos blancos y encorvadas espaldas, pero en
sus ojos no quedaba brillo, y las arrugas habían formado una tupida red
alrededor de su bella y sensitiva boca.
El antiguo y delicioso reloj francés que había sobre la chimenea,
dio lentamente la hora. Luego de servir el café a la silenciosa pareja, la
doncella se retiró sin hacer ruido.
―¿Por qué habrá siempre que tomar «champagne» en los
aniversarios? ―pensó tristemente Enrique―. Ahora tendré ardor de
estómago durante dos días. ―Después miró a su mujer con una
extraña ojeada indiferente que pareció traspasar su cuerpo para ir a
fijarse en la pared, y observó sin sonreír:
―Veinticinco años ya. ¿Te sientes vieja, María Luisa?
Ella cruzó las piernas y encendió un cigarrillo.
―No demasiado, teniendo en cuenta lo añejo de la fecha ―rió
ligeramente―. Creo que ha llegado el momento de sentirnos originales
y decir a dúo: ¡Qué deprisa pasa el tiempo! ¡Si parece que fue ayer!
Pero la cosa es que hemos dejado atrás, casi sin darnos cuenta, una
larga serie de días, y aquí estamos juntos. Hemos tenido nuestras
complicaciones, naturalmente, como todo el mundo, pero supimos salir
de ellas y ahora podemos estar seguros de que nuestro matrimonio
fue un acierto. Nuestra hija se casó magníficamente, tu carrera no ha
podido ser más brillante, tenemos una envidiable posición social...
Vaya, querido; todo nos ha salido lo mejor posible.
―¿Lo mejor posible? ―pensó Enrique―. ¿Posición social?
¿Carrera brillante? Desde luego. Pero eso, ¿qué vale? ¿Y nuestro
amor? ¿Qué hicimos de nuestro amor? Tal vez yo tuve la culpa al
principio... Seguramente fui yo el que hice de mi vida un espantoso
fracaso... Y ella piensa que todo ha sido un maravilloso camino…
¡Dios mío! Pobrecita María Luisa…
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―Quiero volver a darte las gracias por tu maravilloso regalo
―continuó ella―. Es el collar de perlas más bonito que he visto en mi
vida.
―Me alegro mucho de que te haya gustado ―sonrió―. El año
pasado te pasaste una semana entera casi sin hablarme porque me
olvidé de nuestro aniversario. Días enteros de silencio por un olvido
resulta un castigo demasiado duro, María Luisa.
Ella frunció ligeramente el ceño:
―No fue por el olvido de la fecha, sino por la falta de cariño que
representa el no acordarse de un día tan señalado.
La sonrisa de Enrique tuvo un suave tinte irónico.
―Yo te quiero igual, recuerde o no recuerde los aniversarios.
―Gracias ―respondió ella con tono indiferente, pasando por alto
la ironía―. Estoy pensando ―continuó― en aquel primer año en
Londres, de recién casados. ¡Qué gente tan espantosa trataba yo
entonces! No sé cómo podías aguantar aquella casa tan fea en un
barrio nada distinguido, y sobre todo aquellas horribles y vulgares
gentes que eran mis amigos. Hasta creo recordar que venia una
vendedora del Woolworth a tomar el té con nosotros. ¿Qué pensaría de
mí la mujer del embajador?
―Todos los diplomáticos españoles te adoraban.
―No puedo creerlo. Seguramente se reían de mi a tus espaldas. La
verdad, Enrique, nunca he comprendido cómo pudiste casarte con
aquella especie de potro salvaje que era yo de joven.
―Lo hice porque te quería. Eras una chiquilla maravillosa llena de
personalidad.
―¿Personalidad? Muy enamorado debías estar de mí para dejarme
hacer tantas locuras. Menos mal que el paso de los años y tu influencia
me hicieron cambiar. Imagínate lo que hubiera sido de nuestra hija,
metida en aquel ambiente bohemio que yo tenia el don de crear a mi
alrededor dondequiera que fuese. Pero tú acabaste educándome bien,
gracias a Dios.
―A veces pienso que demasiado bien, María Luisa. Eras una
delicia de joven, y muchas veces recuerdo con nostalgia aquellos
maravillosos días de Londres. Fui muy feliz contigo entonces.
―No digas tonterías. Nadie puede ser feliz en Chelsea rodeado de
pintores sucios y de vendedoras de almacén.
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Enrique suspiró sin contestar.
―Sí; yo he tenido mucha culpa del fracaso de nuestro matrimonio
―pensó con desaliento―. Yo hice de aquella chiquilla, toda impulso,
esta elegante mujer. Snob, fría, superficial. Fui ambicioso, quise subir,
y para ello la enseñé a adular a quien convino, aprendió de mi a tratar a
la gente más por su posición social que por su valor humano, se
convirtió en una perfecta mujer de mundo, bonita e impersonal. Maté
su espontaneidad, su vitalidad tremenda, aquella curiosa mirada de sus
ojos ávidos que me gustaban tanto. Y he aquí mi obra. Con qué
horrible seguridad ha dicho que no se puede ser feliz en un barrio
bohemio rodeado de gente modesta...
―Me acuerdo de aquellas cortinas tan feas ―interrumpió María
Luisa sus pensamientos―, y de las reuniones tan cursis que yo
organizaba ―rió brevemente―. ¿Cómo puedo haber sido tan
tremendamente burguesa?
―Ahora sí que eres burguesa, pobrecita mía ―se dijo tristemente
su marido―. ¿Es esto realmente lo único que queda de la mujer que
amé sobre todas las cosas? A veces, cuando la miro, tengo ganas de
preguntarle qué es lo que hace en mi casa, como si fuese una
desconocida que me extraña encontrar en la mesa a la hora del
desayuno. Está tan lejos de mí con su snobismo y sus nimios
problemas de protocolo... ¡tienen tan poca importancia todas esas
cosas! Pero yo me he dado cuenta demasiado tarde. Luego de
haber matado a María Luisa e introducido en mi hogar a esa
desconocida, con un rostro igual al suyo, pero vacía de alma. Un día
acabaremos separándonos, lo sé. Más no quisiera llegar a eso. No
puedo abandonarla ahora, después de tantos años...
―Y volviendo al presente ―continuó ella―, ¿te fijaste que me
sentaron a la derecha del anfitrión en la cena de los príncipes Ruspilo?
Matilde Arenal estaba rabiosa a la salida. Mucho presumir de marido
banquero y trajes de Balenciaga, pero la colocaron a la izquierda...
Siguió charlando frívolamente un rato, mientras su marido, sentado
frente a ella, fumaba en silencio. Luego, observando su mirada
ausente, exclamó con voz seca y cortante:
―Como siempre. No me escuchas.
―Perdona. Ya sabes que los chismes elegantes no me interesan
demasiado.
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En la frente de su mujer se formó aquella pequeña arruga vertical
que Enrique había aprendido a temer.
―Lo que yo digo nunca te interesa. Mejor seria callarme, para el
caso que me haces.
Y levantándose un tanto airadamente, salió del cuarto.
Enrique la siguió con la vista, y había una extraña expresión en sus
ojos cansados.
* * *
―María Luisa era una mujer maravillosa cuando me casé con ella
―pensó―. ¿Cuándo empezó a cambiar?
Hacia muchísimo tiempo. Tal vez cuando volvió a Madrid para el
nacimiento de la niña. Estuvo muy enferma entonces. Tuvieron que
operarla de un tumor en la matriz, que por suerte no resultó maligno;
tardó en reponerse, y ya nunca volvió a ser la misma. Estaba nerviosa,
se negaba a salir, le molestaba el llanto de su hija... Enrique y sus
padres procuraron hacerla recobrar la normalidad con infinita
paciencia.
Su marido recordaba que una tarde, al volver de la oficina ―había
conseguido que la firma donde trabajaba le destinase a Madrid durante
la enfermedad de María Luisa― la encontró con los ojos rojos como si
hubiera llorado.
La cogió cariñosamente del brazo, y sacándola del simpático cuarto
de estar donde se reunía toda la familia, se la llevó al dormitorio. Allí
la hizo sentar sobre la cama, e instalándose a su lado, pasó un brazo
alrededor de la breve cintura de la muchacha.
―Mira, guapa; quiero que me digas de una vez qué es lo que te
pasa. ¿Por qué has estado llorando esta tarde, por ejemplo? ¿Hay algún
motivo especial para que estés triste? Tienes unos padres que te
quieren, un marido que te adora, y la niña más bonita del mundo.
Aunque ciertamente no somos millonarios, tengo un buen sueldo que
nos permite vivir bien y hasta con lujo. Además, sabes que seria capaz
de asaltar un Banco para satisfacer el más pequeño de tus caprichos.
Sin embargo, no eres feliz. Mi vida, ¿es que ya no me quieres? ¿No
tienes suficiente confianza en mi para contarme lo que te hace llorar
por las tardes?
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María Luisa se acurrucó contra él y lanzó un gran suspiro que fue
completamente amortiguado por la chaqueta masculina.
―Es sólo que tengo miedo ―dijo bajito.
―¿Miedo? ¿Miedo de qué?
―De todo esto. La vida demasiado fácil. Vuestro cariño, que procura
quitar de mi camino todas las asperezas. Siempre he creído que los
seres humanos se forman en la lucha, que el carácter de las personas se
forja a golpes, como el hierro. Pero yo he visto toda mi vida realizados
mis deseos sin el menor esfuerzo. He tenido siempre buena salud,
físico agradable, dinero suficiente para que no me faltase nada. En el
colegio nunca necesité estudiar mucho para sacar buenas notas, y
ganaba todos los campeonatos de tenis sin casi entrenamiento. Era la
alumna más querida de las monjas, y mis compañeras de clase me
adoraban. Cuando me puse de largo, los chicos del barrio se peleaban
para salir conmigo. En casa, nuestra vieja cocinera preparaba los platos
que más me gustaban, mamá compraba para mí bonitos vestidos, y
toda la familia rivalizaba en mimarme. Quise estudiar, porque los días
me resultaban demasiado largos, y me convertí en la alumna más
popular de la Universidad. Luego, llegaste tú, mucho mayor que yo,
con tu aureola de hombre interesante, y ese aspecto de persona ya de
vuelta de muchas cosas que te hacia parecer tan diferente de mis otros
amigos. Me enamoré como una tonta, pero para entonces tú ya me
querías, aunque no te lo confesases ni a ti mismo, y yo sabía que sólo
era cuestión de tiempo el casarme contigo. Así que, tampoco tuve que
luchar por tu amor. Mis padres se volvieron locos de alegría cuando les
hablé de mi noviazgo. Somos una familia de la clase media sin
demasiadas pretensiones, y aunque siempre me juzgaron maravillosa,
nunca soñaron que llegase a lograr un partido tan bueno como tú. Me
casé enamoradísima. Eras mi primer novio, el único amor de mi vida.
En los años que llevamos viviendo juntos no he tenido un solo
disgusto, ni una contrariedad, ningún altibajo en el sincero amor que
nos profesamos el uno al otro. Llevé una vida fácil y cómoda durante
mi primera época de casada, a diferencia de la mayoría de las chicas.
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Tú eras ya un hombre mayor, con una carrera preciosa, y desde el
principio tuviste un magnifico sueldo que representaba para mi un tren
de vida, incluso más lujoso que el que llevaba de soltera. Luego nació
la criatura, una niña corno yo quería, y estuve enferma durante algún
tiempo, pero no sufrí mucho y me repuse enseguida. Ahora trabajas en
Madrid y vivimos con mis padres. Todos procuráis hacerme la vida lo
más cómoda posible. Mamá, naturalmente, lleva la casa. Tengo una
doncella que me trae el desayuno a la cama y se ocupa de mis trajes.
Hay una enfermera diplomada para el cuidado exclusivo de nuestra
hija...
Enrique la interrumpió:
―Todo eso es perfectamente cierto, María Luisa. Pero no entiendo
qué tiene que ver con tu actual melancolía. ¿Me estás dando a entender
que preferirías estar sin un céntimo, fregarte tú misma los cacharros, y
tener un marido gruñón que volviera a casa agotado, luego de ocho
horas de trabajo? ―sonrió―. Vamos, tontísima, ¿es que no eres feliz
así?
―Soy perfectamente feliz.
―Pues, entonces; no entiendo lo que te pasa.
―Tengo miedo de convertirme en una persona vacía, si sigo
llevando esta vida tan muelle. Acabaré interesándome únicamente por
los trajes de mis amigas, las partidas de canasta, y el sombrero que
debo comprarme para el próximo «cocktail». Me atormenta pensar que
soy un ser completamente inútil; alguien que no se ha ganado su
puesto bajo el sol... ¡Enrique! ¿Cómo es posible que no me
comprendas? ¡Si supieras lo espantoso que es pasarse la vida jugando
al golf y criticando a las amigas! ¡Yo quiero hacer algo, luchar por
algo, tener un lugar en el mundo! ¡No ser única y exclusivamente un
objeto
de adorno!
Su marido, ya completamente tranquilizado, se reía a carcajadas.
―¿Y quién te ha dicho que eres un adorno, presumida? Estás
horrorosa con esos aires de sufragista, y los ojos rojos de lágrimas
vertidas sobre una triste y desesperada vida sin disgustos. ¿No leerás
demasiadas novelas psicológicas, guapa?
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―No te rías, por favor ―imploró ella―. ¿No ves que acabaré
siendo una mujer frívola, completamente hueca por dentro? Cada día
noto cómo voy resbalando... Es terrible una vida sin luchas, rodeada de
seres cariñosos que no dejan una sola piedra en el camino. La larga
sucesión de días iguales, agradables, vacíos, felices, sin dolor...
mientras tanta gente sufre, llora, se retuerce de desesperación. No es
justo ―se revolvió furiosa―. ¡No lo tomes a broma, Enrique!
―Pero, ¿cómo quieres que lo tome, querida mía? Es un terrible
problema sin solución. Tal vez podrías intentar una causa de divorcio.
Tu declaración ante el juez seria magnífica: «Excelencia, soy muy
desgraciada. La humanidad es cruel conmigo. Mi marido me adora,
mis padres me adoran, la cocinera, la doncella, los porteros, el perro...,
todos me adoran. Es terrible, señor juez. Tengo dinero, soy guapa,
inteligente, brillante... Excelencia, acuso al mundo de crueldad
mental».
―Muy divertido. Si en vez de lucir tu ingenio a mi costa
procurases ayudarme...
―¿Cómo?
―No sé... Deberías darme una idea. Yo podría visitar pobres,
escribir en un periódico, trabajar en un hospital, fundar un club
femenino… Para empezar, me gustaría despedir a la enfermera de la
niña y tomar una niñera menos eficiente. Cada vez que intento bañar a
mi hija, me abruma con sus conocimientos. Acabo poniéndome tan
nerviosa, que siempre estoy a punto de ahogarla.
―No será para tanto. La enfermera es una mujer buenísima y de
toda confianza. Y ya está bien de ideas raras, encanto. No estoy
dispuesto a consentir que trabajes sólo porque piensas que no eres
bastante útil a la Humanidad. Mira, no hablemos más de ello. Hazme
el favor de dejar en paz a la Humanidad. Puede arreglárselas
perfectamente sin ti, y, aunque estuvieras colocada de criada en un
asilo de ancianos, seguirían pasando hambre en las estepas siberianas.
En serio, María Luisa. Te prohíbo pensar en todas esas estupideces.
Eres demasiado joven todavía para el histerismo agudo.
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Ella intentó protestar, pero su marido zanjó la cuestión cogiéndola
entre sus brazos y besándola apasionadamente. Sabía que éste era el
único argumento decisivo para convencer a su mujer de cualquier cosa.
Enrique había leído muchos artículos, sobre todo en los «magazines»
franceses, que llenaban la casa desde su casamiento, sobre la frialdad
física de las mujeres, y se felicitaba interiormente todos los días de que
María Luisa fuera una magnifica excepción a la regla. La muchacha se
revolvió furiosa al principio, pero acabó anudándole los brazos
alrededor del cuello y contestando apasionadamente a sus caricias.
Cuando el ingeniero sintió que los hombros de la joven temblaban bajo
sus fuertes manos, la soltó bruscamente sobre la cama.
―Yo sí que tengo motivos para pedir el divorcio. ¿Quién me
mandaría casarme con una niña histérica de cabeza llena de ideas
originales? Anda, loca, ponte tu traje más bonito y vámonos a cenar
por ahí.
Ella rió sujetándose el pelo.
―Está bien, fresco, más que fresco. Pero, cuando sea una exacta
reproducción de las amigas de tu madre, no te quejes.
Un rato después, Enrique, mientras la ayudaba a cerrar los
corchetes de su elegante vestido de encaje, contempló sus caras unidas
en el espejo. La muchacha estaba preciosa, pero a su marido le pareció
advertir una cierta máscara de dureza en los rasgos de su rostro suave y
lleno de juventud.
Se inclinó para besar uno de sus blancos hombros que el traje
dejaba desnudo.
―¿No te has pintado hoy más que de costumbre, guapa?
―Claro que no ―contestó ella mirándolo extrañada―, lo mismo
que siempre. ¿Por qué lo dices?
―Oh, por nada.
En la intimidad del coche, apoyó la cabeza sobre la espalda de su
marido. Él, sin dejar de conducir, buscó el calor de su muñeca desnuda
bajo la ancha manga de la chaqueta de visón. María Luisa suspiró
bajito...
―Enrique, llévame a cenar a un sitio muy caro. Quiero tomar
langosta y caviar, aunque no me guste. Nos emborracharemos con
«Champagne» francés. ¡Al diablo con la humanidad doliente!
46
* * *
El viejo ingeniero encendió un nuevo cigarrillo con la colilla del
anterior. Había cesado la brisa, y las cortinas permanecían quietas
sobre los cristales como blancos fantasmas inmóviles. Era ya muy
tarde, y la noche, densa y compacta como una losa, se desperezaba
lentamente, pensando en que pronto estaría obligada a dar paso
a su eterna enemiga la luz. Las oscuras nubes se confundían en el cielo
negro como manchas de tinta sobre un traje de luto. En el comedor, el
elegante y presuntuoso relojito francés dio las tres de la madrugada
con unas campanadas ligeras, comedidas, un poquito cursis.
―Mi mujer se pondrá furiosa si la despierto al entrar ―pensó
cansadamente―. Si no se ha dormido todavía, y se da cuenta de la
hora que es, aún se enfadará más ―pero siguió fumando
tranquilamente en su silla, incapaz del esfuerzo necesario para
levantarse y dirigirse al dormitorio.
En el techo, el humo de su pitillo formaba caprichosos dibujos.
Ochos, eses, rayas, ochos, eses, rayas...
―Es curioso ―siguió divagando―; estoy recordando a mi mujer
como si se hubiese muerto. Yo pienso: Qué bonita era, tan alegre, tan
lista. Puedo volver a ver su sonrisa y el brillo de su pelo en la noche,
sentir la suave fragilidad de su muñeca bajo las pieles... Pero jamás la
relaciono con la mujer que del otro lado de esa puerta me espera en la
gran cama matrimonial. Sin embargo, ella es mi esposa, la misma
María Luisa que se casó conmigo hace veinticinco años, o, al menos,
lo que los años, la vida, el ambiente y mi propia influencia destructora,
han dejado de aquella María Luisa. Bien, yo logré mis propósitos.
Ahora no se preocupa por el género humano. La humanidad doliente y
su puesto en ella como miembro activo, han dejado de quitarle el
sueño.
* * *
47
Siguió recordando:
A partir de aquella cena con caviar y de la maravillosa noche llena
de pasión que vino después, la joven pareció dejar a un lado toda
tristeza o preocupación. Continuaban viviendo en el piso de sus
padres, pero Enrique, cuyos negocios iban cada vez mejor, empezó a
buscar una casa para trasladarse a ella con su mujer y su hija.
Entre tanto, María Luisa se dejaba alegremente mimar por su madre
y cuidar de las viejas criadas. Desayunaba en la cama y llenaba sus
días frívolamente, sin sentir escrúpulos sobre su incumplida misión en
el mundo. Engordó un poco y se puso más bonita que nunca. No
volvió a hablar de despedir a la enfermera de su hija, aunque a veces
discutía con ella sobre la forma de cuidar a la pequeña.
―Casi no me deja tocarla ―se quejaba a su marido―, va a resultar
una niña completamente idiota con tanta vitamina y régimen moderno.
Parece que fuera ella la madre, y yo solamente una mujer cruel
empeñada en hacer daño a una criatura indefensa. Si quiero sacarla,
hace demasiado frio, y cogerá un catarro; cuando voy a darle el
biberón, resulta que no ha hervido suficiente y la expongo a una
infección; si la cojo en brazos, la pongo nerviosa y luego no duerme...
A veces pienso que he soñado mi maternidad. Debió de ser ella la que
dio a luz la niña en aquella horrible clínica. Ella la que sufrió dolores
durante varias horas para traerla al mundo.
―Claro que sí, y tienes razón, bonita. Me figuro que también
piensas que tomó parte en ciertas operaciones preliminares,
absolutamente necesarias para tener un hijo. Y, siendo yo el padre de
Maruja, lo cual no puede dudarse comparando nuestras narices, puedes
estar segura de que las realizó conmigo…
María Luisa, sin escuchar el final de la frase le arrojó a la cabeza
uno de sus zapatos, e inmediatamente, echó a correr descalza por el
pasillo perseguida por su enfurecido marido.
Pero no se despidió a la enfermera, y todas las personas que
amaban a la joven con toda su buena voluntad, siguieron ahorrándola
cualquiera de las molestias, roces y contrariedades, que lleva consigo
la existencia humana.
48
Una noche de invierno, Enrique, ya acostado, estaba mirando a su
mujer, que se soltaba el pelo frente al tocador, vestida únicamente con
un camisón transparente. De repente, volvióse a mirar a su marido,
empuñando todavía el cepillo de plata en su mano derecha, blanca y
fina, con largas y cuidadas uñas rojas.
―¿Verdad, Enrique, que yo no os hago ninguna falta?
―¿Qué nuevas tonterías estás pensando?
―No son tonterías, sino verdades. Verás: esta mañana me estuve
fijando en esos obreros que arreglan la avería del gas, ahí enfrente, en
la calle. Era la hora de la comida, y llegó la mujer de uno de ellos
trayendo su almuerzo en una tarterita. Venía con ella un niño no mucho
mayor que Maruja. Si esa mujer desapareciera de repente, no quedaría
nadie para preparar y llevar la comida del marido, arreglar la casa,
cuidar de los niños... Su ausencia, aparte del dolor de haberla perdido,
seria una verdadera tragedia familiar. En cambio, si yo fuese la que se
muriera, la vida en esta casa no cambiaría nada. Naturalmente, os daría
pena no tenerme con vosotros, pero las cosas seguirían su curso
normal. Incluso serian más fáciles sin mí. La enfermera cuidaría
mejor de la nena sin tener que escuchar a todas horas mis consejos
torpes, las doncellas tendrían menos trabajo y mamá dejaría de
preocuparse por mi salud...
―Te olvidas de mí. Me casaría rápidamente con una pelirroja
gorda. Dime, ¿es que piensas fugarte mañana con un hombre moreno e
interesante, y quieres endulzarme el trago, o se trata de un
recrudecimiento súbito de tus escrúpulos metafísicos?
Sonrió la muchacha, sin contestar a la broma. Últimamente apenas
hablaba con su marido de sus pensamientos y, cuando lo hacía, era
tímidamente, como si tuviera miedo de rozar alguna cosa susceptible
de ponerla en ridículo. Enrique pensaba confusamente que estaba
perdiendo espontaneidad.
―Anda, ven a acostarte, preciosa ―le dijo cariñosamente―. ¿Para
qué pensar en cosas raras siendo la vida tan hermosa?
Le hizo gracia observar cómo se perfumaba los lóbulos de las
orejas antes de meterse en la cama.
49
Enrique recordaba perfectamente aquella su primera época de
casado en Madrid. El trabajo en la oficina era agradable, los padres de
su mujer encantadores. María Luisa estaba cada día más guapa, y la
pequeña resultaba deliciosa en sus primeros intentos de andar por el
mundo. Su inteligencia y don de gentes habían hecho que los jefes se
fijaran en él. Ascendió en su carrera y ganaba mucho dinero en su
nuevo puesto. Casi todos sus amigos habíanse casado con aquellas
elegantes chicas, discretas, tal vez sin demasiada personalidad, pero
perfectamente educadas, que habían sido su ideal antes de conocer a la
que luego fue su esposa. Enrique, cuando ya completamente repuesta
su mujer, empezó a salir, la presentó a varias de ellas. El matrimonio
comenzó a frecuentar el elegante ambiente de la gran ciudad. Los
invitaron a «cocktails», bailes y conferencias; jugaron a las cartas en
innumerables casas, almorzaban fuera varias veces por semana. La
joven, luego de unos cuantos festejos de este género, hizo saber a su
marido lo que pensaba de todo aquello.
―Encanto, ¿no encuentras que esas señoras están igual de
disecadas que el viejo florista de nuestro barrio? Se han pasado la vida
entera viajando por el mundo, y parece que llevan treinta años sin salir
de Cáceres. Sus mayores anhelos son: abrigos de Balenciaga,
amistades elegantes, y algún que otro almuerzo con duquesas.
Se subió de un salto en la silla y poniéndose un cenicero a guisa de
sombrero, empezó a doblarse en reverencias a diestro y siniestro.
―¡Querida embajadora! ¡Qué vestido tan encantador! Parece usted
diez años más joven que la última vez que nos vimos... ¿Cuándo fue?
Déjeme recordar... ¡Ah, ya! En París, hace diez años. ¿O serán veinte?
Fue en aquel delicioso cocktail de la Condesa Fulanovsky... ¡Qué
sombrero tan maravilloso! Francés, claro. Nadie como los franceses
para dar ese «chic» especial, ese «charme inoui» a las prendas
femeninas...
Enrique estaba todavía demasiado enamorado de ella para que algo
suyo dejara de hacerle gracia. Así que, mordiéndose los labios para no
soltar la carcajada, cogió a su mujer por la cintura y la hizo aterrizar a
su lado sin hacer caso de sus pataleos y gritos de protesta. Luego,
instalándose cómodamente en aquel viejo sofá de felpa roja, que
presidía con un empaque un poco deslucido la sala de estar de sus
suegros, hizo sentar a la muchacha sobre sus rodillas.
50
―Tú me quieres, ¿verdad, María Luisa?
Los ojos de su mujer pusiéronse repentinamente serios para
contestar:
―Con toda mi alma.
―Soy feliz con ello, querida mía. Pero entonces querrás yerme
subir, llegar a algo. Te gustará que adelante en mi carrera. Dime, ¿no
quisieras ser la esposa de un personaje dentro de algunos años?
¿Frecuentar la mejor sociedad? ¿Vestirte en los modistos más caros?
―Lo siento, Enrique ―se disculpó ella―; todas esas cosas me
tienen completamente sin cuidado.
Guardó silencio unos instantes para decir a continuación, en el tono
de la persona que acaba de hacer un descubrimiento desagradable.
―Empiezo a creer que no soy yo la mujer que te hubiera
convenido.
La besó él, riéndose:
―Yo sí lo creo. Pero mira, nena, tienes que tener un poco más de
cuidado. Ayer mismo, en el cocktail de los Von Wahem le dijiste a la
mujer del ministro que la última novela de esa autora francesa, tan de
moda, era perfectamente estúpida.
―No dije que lo fuese, sólo que a mi me lo parecía...
―Pero ella acababa de decir que era magnífica y las opiniones de
las mujeres de los ministros no deben discutirse. Amor mío, tienes que
tener en cuenta que la fiesta de una princesa alemana no es una de tus
reuniones bohemias de Chelsea.
―Perfectamente, Enrique; no tendrás que volver a repetírmelo.
Haré lo que quieras. Esperaré a que abran la boca los peces gordos y
asentiré con entusiasmo a todo lo que digan. Si no sé de qué se trata,
mejor; de todas formas son infalibles. No tendrás que avergonzarte de
mi comportamiento en sociedad. Mira por donde tú eres el único que
parece darse cuenta de mis «gaffes». Tus amigos y unos cuantos
señores elegantes se muestran conmigo muy amables, llegarían incluso
a estar amabilísimos si yo les diera un poco de pie...
―Vamos, no te enfades, preciosa. Piensa en Maruja. ¿No te
gustaría que llegara a casarse con uno de esos hombres distinguidos y
ricos que forman ese círculo del que tanto te burlas?
La contestación de María Luisa fue categórica:
―No me gustaría nada.
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Enrique perdió la paciencia:
―A veces pienso que deberían haberte dado unos buenos azotes a
tiempo...
La joven bajó pausadamente de sus rodillas para instalarse con
calma en el sofá; pero cuando habló sus ojos tenían un brillo peligroso:
―Yo también pienso a veces que tú eres sólo un pobre snob con la
cabeza llena de serrín.
―¡María Luisa!
―¡Enrique!
Era su primera discusión seria, y como estaban muy enamorados,
sentíanse tremendamente heridos el uno por el otro. Al fin la muchacha
hizo algo absolutamente inusitado en ella. Se echó a llorar
desesperadamente. Luego continuó hablando con la cara hundida en
los almohadones del sofá, temblándole los largos cabellos deshechos
sobre sus hombros sacudidos por los sollozos:
―Está bien, tú lo has querido. Seguiré con esta vida tonta. Te
ayudaré a subir dando jabón a los archipámpanos. Me convertiré en un
ser estúpido con una guía de la nobleza en lugar de cerebro y un
corazón mezquino lleno de ambiciones idiotas. Luego no te quejes.
¡Lástima que te hayas casado conmigo! Pudiste hacer una boda más
brillante, cargar con una de esas amigas tuyas que se morirían de
felicidad a la sola idea de que su marido se convirtiese en un personaje
importante lleno de dinero.
―¡Empiezo a creer que tienes razón ―gritó Enrique fuera de sí―.
Por lo menos debí elegir una mujer que no fuese histérica, con ideas
comunistas sobre los seres humanos y ribetes de sufragista inglesa.
¡Cualquier cosa mejor que una niña loca, neurasténica perdida porque
la vida no le ha mandado suficiente lucha! ―hizo una pausa para
respirar―. Algunas veces sería feliz dándote un par de bofetadas...
María se echó inesperadamente a reír entre sus lágrimas.
―¡Pobrecito niño, casado con un monstruo! ¿Quién te mandaría
unirte para toda la vida a una sufragista inglesa? Vamos, hagamos ya
las paces. Te prometo no volver a preocuparme de la humanidad
doliente, y brillar en sociedad como una estrella. En cuanto a mis
anhelos de lucha, ¿qué más puedo desear? Lucharé con las otras damas
elegantes a ver quién lleva trajes más caros o conoce mayor cantidad
de príncipes rusos. Pero no te me enfades tú, encanto, o me
convertiré de verdad en una histérica comunista.
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Se levantó precipitadamente del sofá para colgarse del cuello de su
marido que paseaba nervioso por la estancia, rojo de indignación.
Pero Enrique estaba demasiado dolido, y, aunque al principio
pareció ceder a sus caricias de gatita mimada, no la perdonó del todo
en varios días.
La joven, ante el digno silencio de su marido, cerró los labios y
aprendió para siempre su lección de buenas maneras. Aquella noche, al
acostarse no se perfumó las orejas y suspiró profundamente en la cama
antes de conciliar el sueño al lado de su silencioso compañero.
* * *
Miró el ingeniero el fondo de su copa, atentamente, como si allí se
encontraran difuminados los recuerdos de todos aquellos años,
tranquilos, vacíos, iguales, que habían seguido a su primera y última
discusión.
* * *
Naturalmente, hicieron las paces de todo corazón, y como eran una
joven pareja muy enamorada, no se guardaron rencor en el fondo de
sus subconscientes. María Luisa abandonó sus extrañas ideas, y pronto
se dio cuenta con admiración, de que se sentía completamente feliz en
su lujosa existencia sin complicaciones. Por entonces se mudaron de
casa y la joven, ayudada por su madre, realizó con entusiasmo la nueva
instalación. Una vez en su hogar, más elegante pero con menos
personalidad que el de Londres, la rutina diaria volvió a su cauce. Dio
una gran fiesta, para hacer admirar a sus múltiples amistades la sobria
distinción del nuevo domicilio.
Una helada tarde de invierno fue a buscar a su marido a la oficina
para volver después juntos a su hogar dando un paseo. Llevaba un
gorro de piel hundido hasta las orejas, zapatos bajos, guantes gruesos,
y estaba tan bonita que Enrique al verla sintió que le faltaba la
respiración.
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Se acercaron primero a la casa de soltera de María Luisa para
saludar un momento a los padres de la muchacha. Luego entraron a
tomar una taza de café caliente en el viejo salón de té de la esquina,
donde ella solía venir de soltera a flirtear con sus múltiples
admiradores. La anciana dueña la recibió como al hijo pródigo vuelto
al hogar después de muchos años de ausencia. Pero María Luisa, ante
la admiración de su marido, no fue demasiado explicita en sus
demostraciones de afecto. Se limitó a contestar sonriente al cariñoso
saludo de la vieja mujer, pero no la abrazó, ni la abrumó a preguntas
sobre sus antiguos conocidos, como solía hacer antes, cada vez que se
encontraba con un amigo de los viejos tiempos. Cuando la dueña del
establecimiento se retiró un poco dolida, dejándolos solos frente a su
café, sonrió a su marido por encima del plato de tostadas.
―¿Sabes una cosa? Estoy muy contenta.
―¿Contenta? ―extrañóse Enrique, que no tenía demasiada
imaginación―. ¿Contenta por qué?
―Por todo. Me gusta mucho la vida que hacemos. Nuestros
amigos. El ambiente. Todo.
Su marido no pudo resistir a la tentación de tomarle un poco el
pelo.
―¿Y qué hay de los dolores de la Humanidad, querida? ¿Es posible
encontrar la felicidad en esta sosa vida que llevamos sin emociones ni
luchas?
Rió ella alegremente:
―No seas malo. Al principio me aburrían mucho las reuniones.
Encontraba pesadísimas a todas las personas asistentes, y tenía ganas
de soltar barbaridades en las cenas elegantes. Durante una temporada
me esforcé por aguantarlo, porque sabía que te gustaba que lo hiciese.
Pero un buen día me di cuenta de que todo había cambiado. Ya no
necesitaba forzarme. Me gustaba. Empecé a divertirme en aquel
ambiente, a identificarme con la gente que lo formaba, ¿comprendes?
Ahora ya soy uno de ellos. Entiendo sus problemas, sus ambiciones
son las mías, nos interesan las mismas cosas, leemos los mismos
libros... Me parece que ya salí del bache ―volvió a reír―. Ya no tengo
angustia metafísica, soy muy feliz donde estoy y no deseo cambiar.
La miró él extrañado.
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―Estupendo ―comentó―. ¿Ya no tienes remordimientos por
desayunar en la cama?
―No ―se puso seria―. Enrique, creo que he matado a mi
conciencia. Al menos, nunca la siento. Tengo tantas cosas en qué
pensar, vestidos, fiestas, estrenos...
Se miraron vagamente inquietos. Luego María Luisa sacudió la
cabeza y se puso a beber lentamente su café. Sonrió a su marido
poniéndose los guantes.
―Vámonos ya, querido mío. Este sitio es de una cursilería
aplastante. ¡Y la pobre dueña, que casi parecía esperar que me
precipitase en sus brazos dando gritos de alegría...!
* * *
Enrique apuró su copa, suspirando.
* * *
Después de aquello, jamás tuvo que hacer observaciones a su mujer
sobre su manera de actuar. Todo lo contrario. María Luisa fue una gran
ayuda en su carrera brillante y siempre ascendente. Puso toda su
inteligencia, belleza y encanto, al servicio de la ambición de su
marido, pero aquello satisfacía también su orgullo y egolatría recién
despertados. Era una de las damas más encantadoras de la sociedad
madrileña, se vestía exquisitamente, y su nombre veíase a menudo en
las crónicas sociales. Enrique, que no se hacia grandes ilusiones sobre
sí mismo, sabía que muchos de sus primeros éxitos iniciales en los
negocios se debían en gran parte a su mujer. Con los años llegó a ser
una copia de aquellas mujeres frívolas, vacías de alma que tanto
despreciaba de recién casada. Su carácter se agrió terriblemente y las
discusiones entre marido y mujer eran constantes. Se hallaba muy
pagada de sí misma y no soportaba el no tener razón en algo.
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Se conservaba bonita, a fuerza de cuidados y dinero, pero había
engordado bastante y perdido por completo su original encanto.
Enrique no paraba demasiado en casa y tuvo, fuera de ella, muchas
veces, inconfesables distracciones, pero nunca dio ningún escándalo y
el matrimonio aparentemente se entendía bien. Tal vez él pasaba más
horas de las necesarias en la oficina, y ella era un poco frívola, pero en
el mismo caso se encontraban centenares de matrimonios a los que
nadie criticaba.
Con arreglo a su mejor posición ahora vivían en un hotel con
jardín, un poco alejado, pero situado en el barrio «chic» de Madrid. El
decorador más caro de la ciudad lo había convertido en una
bellísima casa, fría y solemne. Todo el mundo podía ver que aquellos
elegantes muebles no tenían vida. Ninguna muchacha se había dejado
besar furtivamente, recatándose de las veladas luces, en el amplio sofá
blanco que presidía el salón de estilo moderno, y arriba, en el hermoso
dormitorio, nadie había pasado una noche completa en vela devorando
una novela policíaca, o llorando horas enteras sobre las elegantes
almohadas de hilo.
El radical cambio de María Luisa no se efectuó bruscamente. Se fue
realizando poco a poco, según pasaba el tiempo, como si los días
resbalando despacio por el corazón de aquella mujer fueran cambiando
su fisonomía, igual que el río modifica lentamente la estructura de las
piedras al correr de los siglos. También fue cambiando Enrique,
aunque a la inversa. Había ganado mucho dinero en aquel tiempo,
además de las fortunas de sus padres heredadas por ambos, y su
vida tal vez demasiado cargada de trabajo, causaba envidia a muchos.
Consiguió puestos estupendos, llegó a mandar sobre millares de
obreros, y su situación social era magnifica. Su mujer habíase puesto
de moda en Madrid, y muchos nuevos ricos hubieran pagado con gusto
cantidades exorbitantes por una invitación a sus fiestas, elegantísimas
y muy restringidas. La hija se había casado brillantemente, hacían
preciosos viajes en vacaciones, su casa era la más bonita de Madrid, y
María Luisa se conservaba bella a través de los años. Pero Enrique,
una vez llegado a aquella ansiada cima, se dio cuenta de que todo eso
no valía nada. Como si alguien le hubiera arrancado súbitamente una
venda de los ojos, abarcó de repente el pobre valor humano de las
gentes entre quienes se movían. Advirtió, entre apenado y divertido,
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cuánto sufría su mujer si temía que no la invitasen a una fiesta; la
terrible preocupación que representaba el acoplar para un almuerzo a
gentes de diferentes categorías logrando que no se picasen unos con
otros. Tenían una pandilla de amigos a los que veían prácticamente
todos los días desde hacía diez años. Algunas noches, María Luisa
preguntaba a su marido, que fumaba tranquilamente recostado en la
cama:
―¿Crees que mi vestido azul irá bien con la capa de martas para el
cócktail de Milagros?
―Cualquier cosa estará bien en ese cócktail.
―Veremos a la misma gente que vino a casa el jueves a jugar al
«pinacle», iguales a los que estuvieron en el baile del club el verano
pasado. Pienso a veces que no deberíamos dar fiestas. Cada una de las
personas a las que invitamos se ve obligada a corresponder. Al cabo
del año hemos asistido a unas doscientas reuniones diferentes, todas
ellas con los mismos invitados. Es terrible. La próxima vez que el
conde de Baix me cuente sus éxitos como agregado comercial en
Londres durante la guerra europea, me pondré a gritar...
―¿Qué tonterías estás diciendo? Anda, apaga la luz, que tengo
mucho sueño. Si. Me parece que el vestido azul irá bien con las
martas...
Enrique, sin duda, habíase casado muy enamorado de su mujer.
Desgraciadamente el amor no es eterno, y el que profesaba a su esposa
se había esfumado por completo. Convirtióse primero en admiración,
al principio de la brillante actuación social de la joven; luego, en
indiferencia, cuando empezó a cansarse de la vida de bambalinas que
llevaban juntos; más tarde, en irritación y tedio, mezclados con un
sordo rencor, según su mujer iba cambiando de carácter y adquiriendo
aquella satisfacción de sí misma que la hacía tener siempre razón... Ya
no le encontraba ningún atractivo físico, y ahora, que casi era viejo,
sentía a menudo deseos de separarse de ella y buscar la paz en la
soledad. Pero siempre reconoció que los primeros cambios en el
carácter de su esposa fueron debidos a su influencia. Por eso y aunque
algunos días difícilmente podía aguantarla, siguieron viviendo juntos
sin tener siquiera el desahogo de una habitación aparte.
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―Tengo que ir a acostarme ―pensó perezosamente―. María Luisa
se enfadará mucho si la despierto por llegar demasiado tarde. Y si se
disgusta esta noche no nos hablaremos, lo cual siempre resulta
incómodo ―se puso de pie―. Procuraré no hacer ruido. A mi edad,
sólo aspiro a tener paz en la casa.
Encaminóse a la puerta, pareciendo de repente más encorvado y
viejo, y con paso lento salió de la estancia y se dirigió al lujoso
dormitorio donde le esperaba su mujer.
―Después de todo, ya nada tiene remedio ―iba pensando―. Mi
vida está destrozada y es demasiado tarde para arreglarla ―se pasó
una mano por la frente, como queriendo desechar pensamientos
inoportunos―. No, no quiero pensar en nada más. Esta noche no.
María Luisa reposaba en la magnífica cama tapizada de raso, pero
sus ojos estaban abiertos. Una gruesa capa de crema cubría
completamente su cara, todavía tan linda. Acababa de apagar la luz al
escuchar los pasos de su marido. Aún yacía abierta sobre el lecho la
novela que había estado leyendo. Pero, no obstante, frunció con
desagrado los labios como si hubiera sido despertada en medio de su
sueño por un esposo zafio y cruel. Enrique, que había llegado a temer
mucho sus terribles saltos de carácter, balbuceó algunas excusas vagas
sobre lo tardío de la hora, y, quitándose la ropa rápidamente, se deslizó
a su lado, en silencio, luego de haber apagado la luz...
Le hubiera gustado leer, pero no se atrevió a molestarla.
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Y III PARTE
VOLVIERON a chisporrotear las velas y los rojos claveles de la
corona perfumaron la atmósfera con su aroma campestre. Enrique fue
de nuevo un viudo desconsolado velando en la negrura de la noche
interminable el cadáver de su amor. Pero ahora todo era distinto.
Regresaba de un terrible viaje. De la visión angustiosa de un futuro
que jamás llegaría.
Ese hubiera sido tu porvenir ―murmuraba en su oído el silencio
del cuarto―, la vida que hubieras llevado con tu adorada esposa. Así
se habrían desarrollado las cosas de no morir ella devorada por el
cáncer en plena juventud. Has tenido suerte. Y ella también. Deberías
darle gracias a Dios...
Pero él seguía obsesionado, viviendo sin vivir sus tremendas bodas
de plata. Llorando sin llorar por la muerte de un sentimiento que nunca
moriría: su gran amor.
Su grande, maravilloso, y ya para siempre inmortal amor.
Hasta los muebles se estremecieron cuando su voz se elevó en la
quieta habitación. Sonaba rota, desfigurada por la angustia, pero tenia
algo de trompeta jubilosa al chocar, viva y caliente, contra los objetos
inanimados que llenaban el cuarto:
―¡Nunca ocurrirá! ¡No, querida mía, nunca ocurrirá! Te fuiste
pronto. Jamás te convertirás en esa terrible mujer que me esperaría en
la alcoba la noche de nuestras bodas de plata. Nuestro amor ha sido
más fuerte que la muerte, pero hubiera sido vencido por la vida. Ya no
hay peligro. Estás muerta y sé que te seguiré queriendo hasta que yo
también esté muerto.
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Le pareció volver a sentir cerca la presencia de su mujer. Una
presencia que reía con suave risa silenciosa, porque María Luisa en
vida había sido muy burlona:
―Volverás a casarte ―decía, sin hablar― y hasta es posible que te
creas de nuevo enamorado. Pero yo ganaré siempre, porque los
muertos nunca envejecemos, ni engordamos, ni nos tornamos agrios
con los años, como les pasa a las personas vivas. Al contrario. El
tiempo nos embellece en el recuerdo de los seres que nos amaron, y
siempre somos jóvenes, buenos, inteligentes y bellos. Nadie piensa ya
en nuestros defectos, que se hubieran agudizado cada día de no
habernos ido, sino en nuestras virtudes, para agrandarlas y
convertirnos casi en santos. Siempre compararás a las otras mujeres
conmigo, y en las comparaciones suele ganar el ausente. Porque yo
estoy muerta y soy muy feliz de pertenecer a los elegidos, aquellos
actores privilegiados que se retiran de la escena antes de que cesen los
aplausos. Feliz, feliz, querido mío, y tú también lo serás a poco que
recapacites...
Acercóse a la ventana, titubeando sobre sus cansadas piernas, y su
mano, al descorrer las oscuras cortinas, le reveló la calle, ya manchada
de sol. Amanecía. Terminaba para Enrique la terrible noche, igual que
habían acabado todas aquellas maravillosas noches de su luna de miel.
El alba doraba ya los árboles de la calle, teñía de rojo la torre de la
cercana iglesia, se convertía en luz gris al chocar con los cristales
sucios de la casa del florista. A su alrededor empezaba la vida de
nuevo. Y en los ruidos de la mañana recién estrenada, María Luisa, que
casi parecía estar hablando unos momentos antes, volvió a ser sólo una
pobre y desamparada mujer muerta, envuelta en un impropio traje de
ceremonia.
Pero el viejo florista de la esquina, todavía estaba pensando en ella.
* * *
En la pequeña vivienda que tenía sobre la tienda de flores, tres
habitaciones y una diminuta cocina donde dormía la decrépita bruja
que le servía de criada, don Luis se despertó temprano de su sueño de
pájaro viejo. El amanecer de aquel maravilloso día de otoño filtraba
por las mugrientas cortinas una tenue y transparente bruma dorada.
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Los gorriones, fuera, sobre los anémicos árboles de la calle, armaban
una algarabía de sonidos disputándose tal vez una miga olvidada.
Pasaban los primeros tranvías, deslizándose lentamente sobre las vías,
como asmáticos y fatigados obreros sacados de la cama demasiado
temprano. Los gatos y los serenos, arrastrando sobre las aceras sus
cansados pies, volvían a sus hogares en busca de reposo. Poco a poco
las viejas casas de aquel barrio perdido iban saliendo de su letargo.
Pero sin alegría. Se abrieron los portales, llegaron los carros de la
basura arrastrados por burros cada día más flacos, y, los porteros, con
ojos aún cargados de sueño, empezaron a barrer. Más todos parecían
tristes bajo el radiante azul del cielo, como si se dijesen unos a otros
con su silencio:
―¿Sabéis? Se murió María Luisa, la del pelo dorado y los ojos
alegres. Esta mañana la llevan a enterrar.
Y el barrio entero estaba muerto en aquel radiante amanecer de
octubre. Todos. Árboles, casas, tranvías, faroles, gorriones, gatos y
personas.
Todos, menos don Luis. Recién despertado de su sueño reparador,
aunque corto, se estiró en la cama, casi voluptuosamente. Mirando al
techo, allí donde la luz del sol iba formando una difusa mancha
blanquecina, se puso a pensar en María Luisa. Con una concentración
que tenía mucho de morbosa, empezó a recordar hasta los menores
gestos y detalles de la muchacha. La manera que tenía de fruncir sus
voluntariosos labios, a los quince años, cuando no lograba lo que
quería. El color de su largo cabello, que tenía brillo de madera cortada.
Aquella peculiar manera de andar que siempre la hacia parecer un
poco desgarbada, aun con tacones altos y faldas estrechas. La suave,
curva de sus pálidas mejillas y la forma graciosa de su naricilla
impertinente. El calor lechoso de la blanca garganta...
―No puedo hacerme a la idea de que éste muerta ―pensó con
tristeza ligeramente mezclada de satisfacción―, muerta mientras yo
estoy vivo. Ahora es sólo un cuerpo inmóvil y pronto se convertirá en
polvo. Dentro de unos años nadie se acordará de ella. Será como si no
hubiese existido.
Se volvió perezosamente del otro lado, sonriéndose a sí mismo.
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―En cambio, yo me encuentro perfectamente esta mañana. No hay
duda, aún tengo cuerda para mucho rato.
Cuando el viejo reloj de la iglesia dio las ocho, con unas
campanadas que parecían salidas de la garganta de un anciano,
Agripina, como todas las mañanas desde hacia veinte años, entró el
desayuno a su señor.
La expresión de su cara de caballo era tan radiante aquel día, que la
hacía parecer casi bonita. Porque, si todo el barrio lloraba en aquellos
momentos la muerte de la linda joven, aunque don Luis y algunos
otros amigos de su edad se hubieran sentido secretamente
reconfortados con su desaparición, la madura criada del florista era tal
vez la única persona que se había alegrado con todo su mezquino
corazón de resentida.
Las comadres de la calle, hacia ya muchos años, habían comentado
bajito que las relaciones entre don Luis y su criada no eran todo lo
claras que podía desearse. Pero, las comadres de la calle habían
comentado tantísimas cosas bajito, durante los últimos treinta años,
que ya nadie les hacía demasiado caso. Y es que, conociendo al
anciano, se hacía difícil creer que su flaco cuerpo hubiera albergado
alguna vez algo tan humano como es el deseo. El era como una roca,
según solía decir a menudo la pobrecita María Luisa. Fuera lo que
fuera, si es que hubo algo, debía haberse acabado muchos otoños atrás,
cuando don Luis no era un anciano cuyo nacimiento se remontaba a la
Edad Media ―así decían las malas lenguas del barrio―, y ella sería
una joven morena de nariz aplastada, y no la madura y cansada mujer
que, arrastrando los pies, había entrado el desayuno a su amo aquella
mañana.
Siempre había detestado a la muerta. Con ese odio reconcentrado y
sombrío de las naturalezas envidiosas y amargadas, que sólo muere
con la misma muerte. La cosa debió empezar cuando María Luisa tenía
trece años y era el terror del barrio por sus travesuras, siempre
secundadas por su bulliciosa pandilla de compañeros de colegio. Ella
fue la que la puso «Agripa» de mote.
―Le va mucho mejor ―decía―. Los nombres terminados en «ina»
sólo deben llevarlos mujeres femeninas, delgaditas, rubias, muy
monas. Carmina, Rosina, Luisina. Pero Agripina es gorda y mirándola
de cerca tiene mucho bigote. Por eso debería llamarse «Agripa».
65
El barrio, siempre atento a los gestos de su niña mimada, adoptó
rápidamente el nombre entre risas y comentarios. Y Agripina se
convirtió en Agripa para toda su vida, porque, cuando se tienen trece
años siendo la niña consentida de mucha gente, es fácil llegar a ser
terriblemente cruel.
Luego, cuando la joven creció, Agripina no le envidió su
independencia económica, o el amor de sus padres. Jamás deseó tener
su don de gentes, ni llevar sus hermosos vestidos. Pero la odió con
toda su alma por aquel atractivo físico que ella no había poseído jamás.
Ni siquiera muchos años antes, cuando era una moza recién venida del
pueblo al servicio de un hombre maduro, y las viejas chismosas del
barrio hablaban bajito. Y es que la pobre Agripina jamás perdonó a la
naturaleza el haberla hecho tan poco deseable.
Cuando María Luisa pasaba bajo las ventanas del anciano florista,
con su melena al viento y aquel jersey apretado ciñéndose como un
guante a sus formas de adolescente, la madura criada hubiera deseado
matarla. O por lo menos, arañarle la cara, destrozar entre sus ásperos
dedos la blancura de su piel suave, el encanto provocativo de sus
labios pintados de rojo. Envidiaba su radiante vitalidad, aquella
armoniosa figura delgada que hacía volver con gesto aprobador las
cabezas de los hombres que se cruzaban con ella por la calle, y sobre
todo su juventud. Pero no añoraba la suya propia, estéril y angulosa
bajo su bata de percal, allá en sus primeros tiempos de casa de don
Luis, sino aquella reluciente y animada juventud de María Luisa, con
sus alegres clases en la Universidad, y todos los muchachos del barrio
suspirando por ella.
Sin embargo, Agripina no había sido demasiado fea cuando joven.
Tuvo también un cutis fresco y unos ojos brillantes. Pero siempre
careció de atractivo, aun para los mozos de su pueblo, que la ayudaban
en las faenas del campo antes de venirse a Madrid. Jamás un hombre
silbó al cruzarse con ella por la calle y nunca intentaron besarla, así,
por nada, sólo por estar en primavera y porque sus labios, al atardecer,
resultasen tentadores. Nadie le propuso nunca matrimonio, y si don
Luis había abusado realmente de sus privilegios de amo, lo cual era
dudoso aunque no imposible, seguramente la pobre mujer preferiría no
acordarse. En cambio, María Luisa, que distaba mucho de ser una
66
belleza con su boca demasiado grande y aquella nariz graciosamente
respingada, tenía en ella ese misterioso don del atractivo que hace a
una chica no demasiado diferente de las otras, resultar a los hombres
misteriosa, inquietante, deseable. Y hay una sola cosa en este mundo
que una mujer no perdona a otra, aunque sea su propia hermana o su
mejor amiga: que tenga más éxito que ella, que sea más bonita, más
atractiva, más agradable a los ojos masculinos.
Por eso Agripina, Agripa ya, desgraciadamente, para todo el
mundo, había aborrecido siempre a María Luisa, aun antes de que el
travieso ingenio de la chiquilla le hubiera cambiado el nombre para
toda la vida; desde hacia muchos años, cuando la joven que ahora
estaba muerta era sólo una adolescente de largas piernas y airosa
cabeza coronada de trenzas, patinando frente a las ventanas del viejo.
Porque ya entonces todos los arrapiezos de la calle, que habitualmente
despreciaban a las niñas, se disputaban sus sonrisas y hasta llegaban a
pegarse por estar a su lado. AAgripina le molestaba todo en la
muchacha. Sus éxitos, su vida fácil, aquella manera que tenía de hablar
un tanto petulante... La magnífica boda de la joven, colofón brillante
de su alegre vida de soltera, fue un amargo trago para la pobre mujer.
Aquella mañana depositó alegremente la bandeja sobre la cama de
su amo y, enseñando sus averiados dientes en una horrible mueca que
quería ser una sonrisa, exclamó:
―Buenos días, don Luis. Vaya un precioso sol que tenemos. Parece
el mes de mayo. ¿Qué tal va su reuma esta mañana? ¿Ha dormido
bien?
―Solamente regular, hijita ―mintió el anciano con falso gesto
compungido―. La muerte de esa criatura me ha tenido un tanto
desvelado. Es terrible pensar que esta noche dormirá bajo tierra, la
pobrecita.
―Vamos, vamos, no se aflija por ella, señor. Siempre dije que es
usted demasiado bueno. Es terrible, naturalmente, pero pensándolo
bien, todos tenemos que morirnos algún día.
―Bueno, calla ―interrumpió el anciano estremeciéndose―. Y no
te quedes ahí como un pasmarote. Anda, prepárame la ropa para ir al
entierro.
Afanóse Agripina diligentemente con el traje menos raído de su
señor. Pero un momento después volvió a romper el silencio.
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BODAS DE PLATA (1957) Begoña García-Diego

  • 1. BODAS DE PLATA (1957) Begoña García-Diego Edición: Julio Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 BEGOÑA GARCÍA-DIEGO (1926-2006), escritora a su pesar Es imposible no tener una visión uniforme de las cosas cuando nos educan desde la infancia para tener una visión uniforme de las cosas. La dictadura fascista de Franco fue un régimen en el que las mujeres estaban oprimidas, sojuzgadas, pues sí, con carácter casi general, pero como todo en esta vida hay excepciones, que por su valor cualitativo, testimonial, son muy significativas, importantes. Obviamente nunca ha sido lo mismo nacer mujer en el seno de una familia burguesa o aristocrática que en el de una familia obrera, ni antes ni ahora las oportunidades eran las mismas, ni mucho menos la formación, la educación, las posibilidades de crecer como persona. Ser una mujer libre e independiente partiendo de la nada siempre es mucho más difícil, lleva más tiempo, esfuerzo, serlo a contracorriente de todos unos condicionamientos de clase, alta, también, la diferencia entre ser un canario encerrado en una jaula pequeña y en una jaula dorada es de matiz, la prueba es que la mayoría de estas mujeres privilegiadas acabaron cayendo en la misma trampa, cárcel, del matrimonio, el gran sepultador de incipientes talentos femeninos en España. Que la mayoría de mujeres artistas de la generación de los niños de la posguerra procedieran de familias más o menos acomodadas, más o menos ilustradas, liberales, no es una casualidad, crear requiere tiempo y cierta tranquilidad, sosiego, un entorno propicio, o al menos no castrador, algo bastante imposible si tienes que dedicar gran parte de la jornada a sobrevivir, a obtener lo justo para comer caliente cada día.
  • 4. 4 Es difícil escribir un libro de viajes si no tienes dinero para viajar, es difícil dominar un idioma si no has podido ejercitarlo en el extranjero. Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, María Jesús Echevarría, Begoña García Diego, Carmen Laforet, eran personas cultivadas, ilustradas, porque tuvieron tiempo, dinero familiar, para serlo, las inquietudes, la vocación, no surgen por generación espontánea, tienen que tener un periodo de incubación. Hasta para ser observador hay que tener tiempo, y Begoña García Diego lo tenía, era hija única, rica, vivía frente al Retiro, barrio de Alfonso XII, y lo supo aprovechar, desperdiciar, con fundamento, inaugurando el costumbrismo frívolo autocrítico, sarcástico, o de clase alta, porque los pudientes también tenían sus costumbres, aunque los escritores burgueses de la época, Aldecoa, Fernández-Santos, Cela, se dedicaran más a testimoniar las de los pobres, desde fuera, una forma tan válida, hipócrita, como otra cualquiera de aliviar su mala conciencia de clase, de casta. Y lo mejor de todo es que no lo hace desde del habitual snobismo, prepotencia, de los nuevos ricos, de los intelectuales, ni desde el existencialismo de superficie o spleen de una Françoise Sagan, lo suyo es autocrítica, sencillez, humildad genuina, sin el menor atisbo de egocentrismo, de narcisismo, de megalomanía.
  • 5. 5 “Café Gijón” Eduardo Vicente Algo inédito en nuestras orgullosas, soberbias letras, y más cuando en su caso podía habérselo creído porque empezó tocando pelo, ganando el premio de novelas cortas Café Gijón de 1957, “Bodas de plata” (su primera novela, una crítica negra del matrimonio, de la burguesía, escrita en un caluroso verano madrileño en que se que se había quedado sola, “la escribí en cuatro días y de tres a cinco de la tarde.”, todo el proceso de creación y la posterior repercusión se puede leer en el cuento auto-biográfico “En este mundo traidor”) que anteriormente solo habían ganado dos mujeres, Ana María Matute con “Fiesta al Noroeste” (1952), Carmen Martín Gaite con “El balneario” (1954), y teniendo el unánime respaldo de la crítica, y del público, que llenaba de cartas, de aprobación las mujeres y de rechazo los hombres, la redacción de ABC (también escribió en “Semana”, “Don José”, “Miss”, “Garbo”, “Pueblo”, “El Español”), el periódico más influyente culturalmente de la época, como respuesta a cada uno de sus artículos proto-feministas en la sección “Cuarto de estar”, una especie de Consultorio de Elena Francis ligeramente modernizado (“es un tratado de filosofía barata”), que influyeron a toda una generación de jovencitas de clase media-alta con espíritu rebelde, progresista, incluida la ex-alcadesa de Madrid, Manuela Carmena, que la reconoce como su principal influencia, referente, sobre todo por su artículo “Di que sí”. Lo mismo se puede decir del humanista Jaime de Armiñán, que no casualmente en los años 60 dio un giro feminista a sus series, “Mujeres solas” (1960) y “Chicas en la ciudad” (1961), título casi idéntico al del libro antología de esos artículos, “Chicas solas” (1962).
  • 6. 6 Una mujer moderna, sin revoluciones, liberal, cosmopolita, desprejuiciada, sin miedo ni complejos como María Jesús Echevarría, su alma gemela, aunque más oscura, profunda, pesimista, que también se curtió a base de viajes, de desamores, de corresponsalías en el extranjero, Inglaterra, Francia, Italia, Grecia, incluso como redactora en la revista cubana “Vanidades”, que después de la llegada al poder de Fidel Castro trasladó su sede central a Nueva York en 1961. De esa experiencia vital surge este diario, viaje iniciático, despertar de la conciencia, una sencilla crónica a pie de calle de la sociedad americana de los 60, un complemento perfecto a los dos geniales y profundos libros de María Jesús Echevarría centrados en su estancia americana, “Poemas de la Ciudad” (1960) y “La sonrisa y la hormiga” (1963). Al poco de volver a España, 1963, se casa y se retira al campo extremeño, dejando de publicar durante unos años, volviendo a finales de los 60 (1968-1971) con una nueva sección sobre la juventud llamada “Los años locos” (una antología con el mismo título fue publicada en 1972), uno de los artículos, “Qué pena morir cuando aún nos queda tanto por leer...” (1971), fue premiado en la “Fiesta del libro”. Después abandona casi por completo la escritura, salvo algunos artículos aislados, entre ellos uno de los mejores dedicado a las diputadas durante el Golpe de Estado del 81, “Mujeres”, y un irónico libro de auto-ayuda, “Del mal amor y otras calamidades” (1991). Julio Tamayo “A mí no me gusta escribir. Lo que me gusta es no dar golpe. Pero creo que en el mundo hay que hacer algo, y que todo el secreto está en encontrar un quehacer que sea como una diversión disfrazada de trabajo. Yo arribé a la literatura por mi afán de trabajar, de hacer algo útil, de no pasarme el día pensando en trapos y distracciones. Pensé en qué podría ocupar mi tiempo, y lo más fácil me pareció escribir.” Beatriz García-Diego
  • 7. 7
  • 8. 8
  • 9. 9
  • 10. 10
  • 11. 11 Cuando haya muerto, amor mío, no cantes para mí canciones tristes, no plantes rosas sobre mi cabeza ni cipreses de sombra. Que crezca verde en torno mío el césped, húmedo de la hierba y el rocío, y si quieres recuerda y si quieres olvide. No veré ya las sombras, ni sentiré la lluvia; jamás escucharé del ruiseñor el canto dolorido, y, soñando en la luz de aquel crepúsculo, que no crece ni mengua, podrá ser que recuerde y podrá ser que olvide. CRISTINA GEORGINA ROSETTI
  • 12. 12
  • 13. 13 Y SI QUIERES RECUERDA…
  • 14. 14
  • 15. 15
  • 16. 16
  • 17. 17 PRIMERA PARTE LA enorme corona, formada de claveles rojos, pesaba demasiado para los dos chiquillos. El oscuro escarlata de las flores destacaba como una mancha negra en la bruma dorada de aquella mañana otoñal. Había una sencilla inscripción en la cinta: «Recuerdo de tus amigos». Los chicos la llevaban casi arrastrando por la calle, contentos de aquella inesperada ocasión de salir juntos a un recado. La pequeña tienda de flores de aquel barrio perdido no solía tener demasiados encargos. Por lo general bastaba un solo muchacho para llevar sus crisantemos a la anciana viuda del general, que además vivía a dos pasos; el otro se quedaba en la tienda ayudando al amo. Y si alguien mandaba un cacharro de camelias a una debutante que no viviese en el barrio, iba uno solo también, se le daba el dinero para el tranvía y en paz. Después de todo, como decía a menudo don Luis, el dueño, no se trataba de un establecimiento de lujo. Sólo una tiendecita de barrio con un nombre un poco cursi, «Blanca Rosa», su clientela, casi exclusivamente vecinos. Don Luis era un viejecito consumido, considerado por todos los que le conocían como casi inmortal, que llevaba muchísimos años vendiendo flores en aquel rincón. Cuatro generaciones habían desfilado frente a su pequeño mostrador, y aquel anciano enteco que jamás se había movido del mundo reducido de su clientela llegó a saber tanto de la vida, como un aventurero internacional. Había visto a tanta gente crecer, llorar, luchar y gozar para acabar siempre muriendo más o menos tarde, que aprendió a valorar en su justo precio todas las cosas de la vida. Era un hombre pequeño y flaco, con fama de avaro en la vecindad. Nadie le había visto nunca contento, triste, enfadado, emocionado o temeroso.
  • 18. 18 María Luisa Roldán, la muchacha más bonita del barrio, solía comentarlo con sus amigas algunos años atrás. Por entonces era una colegiala de uniforme azul y larga melena castaña, que encargaba azucenas para la Virgen de su colegio todas las primaveras. A la salida reía con sus amigas explicando que don Luis llevaba cien años muerto y enterrado entre sus flores. ―Todos los seres humanos tienen un punto flaco ―decía―; algo que aman o temen, cualquier cosa capaz de hacerlos reír, gozar o llorar. Don Luis no tiene nada, es un ser muerto. Un cadáver, un mueble, una roca. ―Basta ya de tonterías, María Luisa ―replicaba una de las componentes del bullicioso grupo―; siempre te gusta decir cosas raras para llamar la atención. ―¿Encuentras? No es más que mi genial inteligencia que se me escapa por la boca ―reía la muchacha, sacudiendo sus hermosos cabellos―. Además, todo el mundo puede ver que don Luis está muerto. Pero era María Luisa la que ahora estaba muerta. Paco y Pepe, los dos pequeños ayudantes del anciano florista, arrastraban riendo su corona de claveles por las calles del barrio. Y don Luis, tras el viejo mostrador de su tienda, se sentía feliz, aunque María Luisa, ahora sólo una fría e inmóvil figura vestida de blanco, le hubiera creído incapaz de todo sentimiento. Y no es que el viejo se hubiera alegrado de la desaparición de la muchacha, puesto que, a su manera fría y distante, le tenía cariño. Prácticamente eran amigos desde que ella nació, ya que su madre solía llevarla en su cochecito cuando entraba a comprar flores después de misa, siendo ella entonces sólo un gran bebé rosado con cara de mal genio. Luego se convirtió en una colegiala de largas piernas que encargaba azucenas para la Virgen los sábados del mes de mayo. Patinaba también los domingos, haciendo un ruido espantoso, frente a la puerta encristalada de la tienda. Pero siempre tenía un gesto amable para la inmóvil figura frente al mostrador. Algunas veces, al volver de clase, abría la puerta de una patada, haciendo temblar por sus cristales al avaro corazón del anciano, y gritaba casi sin volverse: ―¡Buenas noches, don Luis; vaya un cochino tiempo! O bien: ―¡Hola! ¡Hoy si que hace una tarde deliciosa!
  • 19. 19 Sí; a su modo, él la había querido. María Luisa salió luego del colegio, se pintó los labios y empezó a usar medias transparentes y jerseys ceñidos. Inmediatamente, y dando pruebas de muy poca imaginación, según pensó don Luis, todos los muchachos del barrio se enamoraron de ella. La invitaban a tomar helados en el salón de doña Dolores, allí en la esquina, y algunos más audaces solían regalarle ramos de violetas o claveles comprados al viejo. Él hubiera preferido que encargasen para ella grandes cestos de camelias y nardos ―don Luis no vendía orquídeas―, pero cuando se tienen diecinueve años y se prepara el ingreso en la Escuela Especial de Ingenieros de Caminos, el dinero suele andar escaso. El anciano no entendía aquello, porque, según explicaba luego María Luisa a su «flirt» mientras se prendía las violetas, nunca había sido joven. ―Siempre estuvo así, ¿sabes? Como disecado. Pobre hombre, eso no es vivir. Después de unos pocos años de incesantes coqueteos, salidas y noviazgos con todos los muchachos que se le acercaban, María Luisa se había casado en poco tiempo con uno de fuera. Es decir, que no vivía en el barrio. Lo había conocido, según contó ella misma a don Luis, la tarde que se refugió en la tienda porque llovía, en una conferencia celebrada en la Facultad de Filosofía donde cursaba sus estudios la muchacha, ―Me hubiera gustado acabar la carrera. Siempre quise ser una mujer independiente y capaz de ganarme la vida. Naturalmente, ahora he cambiado de idea. ¡Al diablo la libertad! Queremos casarnos enseguida. El día de la boda de María Luisa, todos los muchachos del barrio hubieran deseado suicidarse, si uno pudiera estar muerto sólo un ratito. Hasta don Luis estaba emocionado y se esmeró como nunca en el ramo de la novia. Ella misma vino a verlo con su prometido por la mañana temprano, antes de ir a comulgar. Estaba preciosa con su sencilla mantilla negra y los ojos brillantes de excitación. ―¿No es un sueño? ―dijo después de haber admirado el ramo, colgándose del brazo de su futuro marido, joven de aire serio, bastante mayor que ella―. Don Luis es un verdadero artista.
  • 20. 20 El anciano sintió en aquel momento hacia María Luisa algo que dada su helada naturaleza era casi cariño. Carraspeó y murmuró, dirigiéndose al novio: ―Tiene usted suerte. La muchacha se quedó muda de asombro ante el inesperado cumplido, luego se echó a reír alegremente, y guiñó un ojo a su casi marido por encima de las flores. Un momento después estaba en la calle luego de golpear alegremente y por última vez en su vida la puerta de cristales. ―Adiós, adiós, don Luis. Se casaron. Todas las comadres del barrio se apretujaron a la puerta de la iglesia para ver salir a la novia. Los camareros del café de la esquina, que eran amigos suyos, desertaron un rato de su trabajo para poderla piropear, y la vieja mendiga que vendía periódicos en las escaleras del templo desde tiempo inmemorial, hasta derramó alguna lagrimita. Durante mucho tiempo, los más floridos representantes de la juventud masculina de la parroquia guardaron luto en su corazón por la ingrata. La madre de María Luisa le llevó a don Luis fotos de la boda. ―Está vacía la casa sin ella. Enrique la adora y son muy felices, desde luego, pero mi marido y yo nos sentimos como perdidos sin nuestra única hija... Se nos ha marchado demasiado lejos... Porque Enrique era ingeniero de una firma internacional, lo que le obligaba a vivir en el extranjero largas temporadas. Pasó el tiempo. Llegaron primaveras con grandes ramos de lilas llenando los altos jarrones de barro sobre el mostrador de la tienda, y otoños con nuevas colegialas patinando ruidosamente delante de la puerta; llegaron los inviernos, y señoras, arrebujadas en sus abrigos, que encargaban ramas de muérdago para adornar los comedores de sus casas en la Nochebuena... Y los días fueron largos o cortos, y crecieron los niños, y desaparecieron algunos ancianos, mientras don Luis seguía despachando flores a las honradas familias burguesas de aquel barrio perdido.
  • 21. 21 María Luisa quiso que su primer hijo naciera en España, y cuando se acercaron las fechas, volvió a ocupar su alegre cuarto de soltera en la casa de su padres. Estaba muy cansada, y apenas salía; así que don Luis sólo tuvo noticias suyas por su madre. Esta compraba flores muchas mañanas al salir de su misa diaria en la iglesia de enfrente. Era vieja conocida del dueño de la tienda, y siempre charlaba un rato con ella mientras preparaba sus ramos. El anciano se preguntaba a menudo cómo de una mujer tan apática, tímida y desdibujada como Carmen, pues éste era el nombre de la madre de la muchacha, había podido nacer una criatura tan brillante, alegre y llena de vida como era María Luisa. Carmen no estaba nada contenta con el embarazo de su hija. La joven se sentía cansada, sin ganas de hacer nada, ella que fue tan animada siempre... No quería comer... El marido llegó del extranjero unos días antes del acontecimiento. Y una madrugada de primavera, mientras las primeras hojas teñían de esmeralda los árboles de su vieja calle, María Luisa dio a luz una niña muerta, después de un agotador parto que amenazó su vida. Luego fue todo tan rápido, que los habitantes del barrio no llegaron a comprenderlo bien: el tumor en la matriz, que no parecía maligno; aquella operación realizada con éxito, una temporada de optimismo, que la joven pasó en el campo, acompañada de su madre, para reponerse; la palabra «cáncer» flotando en el espacio como una espantosa amenaza, cuando la muchacha volvió a encontrarse mal luego de unas semanas... Después, consultas de médicos, sesiones de «rádium», una nueva operación inútil, y al fin, la muerte. Pero, don Luis se sentía casi feliz aquella mañana, después de haber enviado a María Luisa la magnifica corona de claveles, último recuerdo de sus amigos del barrio. Porque, aunque la joven que acababa de morir hubiese asegurado, con la petulancia propia de la juventud, que el anciano no tenía ningún punto flaco, estaba equivocada. El florista sentía un tremendo miedo a morir. Era un temor supersticioso, horrible, que le hacia castañear los dientes y le quitaba el sueño durante semanas enteras, cada vez que desaparecía uno de sus viejos amigos. Pero aquélla, su joven amiga, que había dejado de respirar en su sencillo cuarto de soltera, allí mismo, a cuatro pasos de la tienda del anciano, era distinto. María Luisa tenía veinticinco años,
  • 22. 22 y por ley de vida debía haber asistido al entierro del anciano, muchos años antes de su muerte. El viejo avaro estaba seguro de que la muchacha hasta hubiera llorado un poco; y resultaba que era ella la que estaba muerta, ella, tan joven y llena de vida; ella, que hacía todavía pocos años abría a patadas la puerta de la tienda y bajaba de cuatro en cuatro los escalones de la iglesia. Mientras tanto, don Luis, que era ya viejo cuando ella nació, seguía vivo y sano vendiendo flores detrás de su pequeño mostrador. El corazón cumplía su tranquilo quehacer en el humilde pecho, y la sangre, aunque lentamente, circulaba con regularidad por sus viejas arterias. El anciano temía tanto a la muerte, que su sola mención hacía humedecerse en sudor frío el dorso de sus manos. Pero era a la muerte inevitable, esa que llega cualquier día sin enfermedad ni escándalo, porque se tienen ochenta años y el hombre no es inmortal. Esa muerte que llegaría un día para él, como había llegado ya para casi todos sus amigos, sin que haya en el mundo poder humano que pueda detenerla... Por eso resultaba reconfortante pensar que María Luisa, con sus largas piernas y aquella sonrisa llena de juventud, con su piel sin arrugas y el joven corazón todavía no cansado, se había marchado antes, así de repente, sin otro motivo, puesto que era joven, fuerte y feliz. Don Luis pensaba que todos los viejos del barrio, y había muchos en aquel tranquilo y soleado lugar donde la vida parecía estancada, se habrían sentido consolados y tranquilos al enterarse de la noticia aquella mañana. Después de todo, las personas de mucha edad nunca se mueren de cáncer. Pepe y Paco, los pequeños dependientes de la tienda, tardaron muy poco en llegar a la vieja casa donde vivía desde hacía muchos años la familia de María Luisa. Una hoja de la antigua puerta estaba cerrada en señal de duelo, y tras ella, en una mesita, había varios pliegos cubiertos por las firmas de los innumerables amigos de la joven. Toda la casa parecía triste y solemne por la muerte de su más linda moradora, y, hasta la escalera crujió desaprobadoramente bajo las alegres pisadas de los dos chicos. La puerta del piso estaba entreabierta, y los pequeños, sobrecogidos de repente por el ambiente solemne que los rodeaba, entraron de puntillas, arrastrando, sin hacer ruido, la pesada corona de claveles.
  • 23. 23 Una criada, con los ojos rojos de lágrimas, se hizo cargo de las flores e intentó despedir a los muchachos, mas ellos, llenos de curiosidad morbosa, se negaron a marchar. ―No, no. Don Luis nos ha encargado que la coloquemos nosotros mismos a los pies de la señora muerta. La mujer se encogió de hombros resignadamente, indicándoles el camino del salón de la casa, por cuya puerta de cristales se filtraba la claridad difusa de las velas. Al principio no vieron nada, sólo un cuarto sin muebles con el aire enrarecido por el humo y las flores; luego divisaron en el centro la gran caja de roble, y a los pies de ella la figura de un hombre derrumbado de dolor. Había un crucifijo sobre un altar improvisado, y demasiadas flores. El humo, emborronando los contornos de las cosas, daba un tinte de irrealidad a la triste escena... María Luisa, en la caja, parecía dormir entre la blancura un tanto ajada de su traje de novia. Carmen, demasiado destrozada para llorar, había peinado el largo cabello de su hija, dejándolo suelto, y largos rizos orlando su cara de cera le daban cierto aspecto travieso que la muerte no había podido borrar. Al vestirla le habían echado por la cara el ligero velo de tul con el que entró en la iglesia el día de su boda, para retardar en lo posible la descomposición de sus facciones, pero su marido lo había retirado bruscamente, avaro de las últimas horas que le quedaban de contemplar su belleza. El velo estaba descuidadamente caído en el suelo, y Paco, cuando entró con las flores, estuvo a punto de tropezar con él en su morbosa prisa por ver a la muerta... Dejaron la corona entre las muchas otras que se amontonaban a los lados del altar, y se acercaron a mirar el féretro con caras brillantes de curiosidad. Enrique, al observarlo, les mandó que se fueran, indignado con aquellos intrusos que venían a turbar la espantosa desesperación de su alma. Obedecieron a regañadientes, muy despacio, a la fuerza, volviendo todavía la cabeza desde la puerta, como si quisieran contemplar por última vez el inusitado espectáculo…
  • 24. 24 La monja que había velado a la joven durante las terribles noches de su enfermedad entró silenciosamente en la estancia y, arrodillándose junto al viudo, que tenia la cara escondida en las manos, púsose a rezar el rosario en voz baja, no sin antes haberle dirigido una mirada de infinita lástima. Durante un rato el cuarto quedó envuelto en un silencio denso, sólo interrumpido por el chisporroteo de las velas y las susurrantes oraciones de la religiosa. Más, habiendo acabado sus rezos, y viendo que el hombre a su lado seguía silencioso e inmóvil, se atrevió a tocarlo en el brazo tímidamente: ―Por favor, por favor, señor. Debería usted reposar un rato. El hombre levantó la cabeza y se la quedó mirando con expresión estúpida. Siguió ella, asustada, aturrullándose al hablar, mientras manoseaba nerviosamente su rosario. ―No debe desesperarse. Piense lo muy feliz que será en un estado mil veces más envidiable que el nuestro... Acuérdese de la resignación con que sufría los dolores. Su confesión fue magnífica, según nos dijo el sacerdote; así que ahora ella descansa en paz. Los padres de la señorita fueron a echarse un rato, y usted debería hacer lo mismo... Ande, vaya; yo seguiré rezando mientras ustedes descansan. Él habló al fin, con una voz extrañamente ronca, que parecía pertenecer a otra persona. ―Gracias, hermana, es usted muy buena. Pero no me separaré de María Luisa hasta que se la lleven. Usted si que debería marcharse y dormir un rato. ―Me quedaré aquí, acompañándole. ―No; váyase. Quiero estar solo con ella. La monja, con un gesto resignado en su bondadoso rostro, salió de la habitación tan silenciosamente como había entrado. Gruesas gotas de cera iban cayendo de las velas, y el pesado olor de las flores ajadas empezaba a hacerse irrespirable. Enrique se pasó cansadamente una mano por la frente, contemplando con mirada vacía la cinta de la corona de claveles. «Recuerdo de tus amigos». ¡Cuántos amigos había tenido María Luisa! Todo el mundo la adoraba. La voz de la buena monjita volvió a resonar en su imaginación: «Acuérdese de cómo aguantaba los dolores; piense en su última confesión...»
  • 25. 25 Enrique, de pronto, recordó algo completamente diferente. Le pareció ver de nuevo a María Luisa cenando en aquel viejo parador de turismo, la noche de su boda. Estaba muy bonita con su traje de chaqueta, nuevo, y se encaró con él ladeando graciosamente la cabeza: ―Me parece que todo el comedor está pendiente del acontecimiento. ―¿Qué acontecimiento? ―El nuestro. Somos la joven pareja que cena nerviosamente antes de acostarnos juntos por primera vez. Él, como siempre, se escandalizó un poco. ―¡María Luisa! La muchacha rió, timándose abiertamente con su marido por encima de la copa. ―¡Vamos, valor, Enrique, que no es para tanto! Anímate, hombre. Una noche pasa pronto. Le fastidió mucho que ella se hubiera dado cuenta de que estaba nervioso. Pero ahora su mujer había muerto. Aunque Enrique sintiera todavía la suavidad del camisón de novia bajo sus dedos temblorosos, y la tibieza de su nuca en sus labios resecos... Le bastaba cerrar los ojos para verla reír por la mañana, con la bata entreabierta sobre su esbelto pecho de muchacha. Y ahora estaba inmóvil, fría, callada para siempre. Por primera vez en todo el día sintió ganas de llorar. ―No lo resistiré ―pensó―. También voy a morirme. El cuerpo humano no aguanta tanto sufrimiento. Se me parará el corazón... Pero el cuerpo humano aguanta cantidades inverosímiles de dolor, y Enrique siguió allí, recordando la dicha perdida, junto a su amada muerta... Después del viaje de bodas la Compañía para la que Enrique trabajaba le destinó a Londres. María Luisa palmoteó encantada. ―¡Inglaterra! ¡Sherlock Holmes! ¡Estranguladores de mujeres! ¡Niebla! No podían haber encontrado sitio que me apeteciese más.
  • 26. 26 Enrique tenía la sensación de que María Luisa hubiera lanzado las mismas exclamaciones de entusiasmo aunque los hubieran mandado a Karachi. Después de un mes de matrimonio todavía no podía hacerse a la idea de que semejante criatura, tan joven, brillante y alocada, fuera suya. Había llegado a Madrid para trabajar seis meses en la oficina central de la firma antes de un nuevo cambio de destino en el extranjero, y jamás imaginó que en su próximo viaje estaría casado. Él, naturalmente, había pensado muchas veces en el matrimonio, pero nunca se figuró que uniría su vida a una criatura tan llena de vitalidad. Enrique tenía treinta y cinco años, una bonita carrera, e ideas muy claras y precisas sobre la vida. Los hombres con un porvenir, se decía, deben casarse con mujeres tranquilas, elegantes y perfectamente educadas, hijas de padres influyentes. Tanto sus amigas como sus «flirts», respondían exactamente a ese ideal. Tal vez no tuvieran una personalidad demasiado fuerte, pero eran bonitas, un poquito «snobs», iban deliciosamente vestidas, y estaban magníficamente educadas. Se movían en un selecto y reducido circulo, jugaban al golf, leían, justo lo necesario para estar «a la page», y se mostraban con Enrique, sin excepción, dulces, sumisas y femeninas. Pero cuando vio por primera vez a María Luisa, en una pesadísima conferencia en la Universidad, a la que fue, casualmente, acompañando a un amigo, todos sus vagos sueños en torno a las mujeres elegantes y discretas nacidas para ayudar en sus carreras a los jóvenes ingenieros, se vinieron abajo. La muchacha estaba sentada, con un grupo de compañeros de clase, bastante cerca de él. Llevaba el pelo recogido en la nuca, de cualquier forma, un jersey de cuello alto, y zapatos tan planos que parecía ir en zapatillas. Enrique la encontró preciosa desde el primer momento. Se la hizo presentar, charló con ella, le pidió su número de teléfono, y a partir del día siguiente empezó a cometer una serie de tonterías, indignas de un ingeniero de treinta y cinco años, de carrera brillante y gran porvenir. Salió con ella. Naturalmente, para llevarla a bailar, tuvo que resignarse a ponerse en cola con una serie de admiradores de veinte años. Pero eso era lo de menos. Enseguida se enamoró como un idiota.
  • 27. 27 Como reacción, procuraba tratarla bruscamente y criticaba con dureza su endemoniada coquetería y sus aires desenvueltos. Pero luego le escribía cartas apasionadas y larguísimas, diez minutos después de haberla dejado en su casa. Cien veces juró que no quería volver a verla en su vida, para acabar llamándola por teléfono al día siguiente. Al fin, una tarde, después de una disputa particularmente intensa, luego de afirmar que era la criatura más frívola e insoportable que había conocido nunca, le pidió que se casara con él. ―¡Vaya! ¡Menos mal! ―dijo María Luisa―. Empezaba a creer que con tanto reñirme no me lo ibas a proponer nunca. Se casaron unos meses después, y al fin de un maravilloso viaje de novios, tomaron posesión de su nuevo destino. Londres fue para ella una ciudad de las mil y una noches. Todo le resultaba nuevo, excitante, divertido. Tres meses después de su llegada, y a pesar de la fama de retraídos de los ingleses, tenía tantos amigos como en el viejo barrio madrileño que la había visto nacer. Sabia que la dependienta del Woolworth más próximo tenía disgustos con el novio, se interesaba por la carrera del hijo de los porteros, preguntaba por la salud del niño de la casa de enfrente, que tenía paperas. En los «cocktails» diplomáticos causó sensación. Todo el mundo felicitó a Enrique por haberse casado con una mujer tan deliciosa. Poseía una asombrosa naturalidad, y su facultad de adaptación a los más diversos ambientes encantaba a su marido. Rápidamente perfeccionó su pobre inglés de academia madrileña, y fue la guía obligada de todas las españolas de paso por Inglaterra con intenciones de comprarse un jersey de Cachemira o un abrigo de pelo de camello. Naturalmente, ella sabía dónde vendían las cosas más baratas. Aprendió enseguida a manejar por la izquierda el pequeño coche de su marido, a arreglarse sola en el complicado Metro londinense, y a pasear sin perderse por la gran ciudad. Si alguna vez, a pesar de todo, se confundía de barrio, siempre encontraba una persona amable dispuesta a ayudarla, prendida como todo el mundo, en el hechizo de su sonriente juventud.
  • 28. 28 Los domingos hacían excursiones que duraban todo el día por la propia ciudad de Londres; María las planeaba cuidadosamente durante la semana. Fueron, en barco, a visitar la Torre de Londres, y la muchacha se hizo repetir tres veces la terrible historia de Ana Bolena junto a la piedra donde fue decapitada, ya que no entendía el tremendo acento «cockney» del guía. Cuando tocaron los museos, clavó en el espejo de su tocador una reproducción de la Venus de Velázquez. Bailaron en clubs elegantes y en covachas absolutamente indignas, y hasta se arregló para llevar a su marido, engañado, al sórdido café donde un antiguo asesino de mujeres había reclutado a sus víctimas. Allí, sentada en una sucia mesita junto al escandalizado ingeniero, entabló conversación con el propio camarero que servía al monstruo, pidiéndole innumerables detalles morbosos de aquel horrible asunto. Enrique no comprendía cómo el mundo entero tachaba a los ingleses de callados y fríos. Los mozos de los ascensores charlaban con María Luisa, los cobradores de los autobuses lanzaban una jocosa observación sobre el mal tiempo al pasar a su lado, y hasta el camarero del restaurante la aconsejaba que no tomase tanta salsa picante, so pena de estar enferma al día siguiente... Y ella contestaba, sonreía, preguntaba, asentía, con sus ojos llenos de alegre felicidad, como si todo Londres fuera únicamente una gran caja de sorpresas que alguien le había regalado en su luna de miel. Luego de una corta temporada viviendo en una pensión elegante, alquilaron una casita en Chelsea, el barrio bohemio junto al río, escenario obligado de todas las novelas inglesas que había leído la recién casada. Enrique hubiera preferido un departamento amueblado en Belgravia, mas no se sintió con fuerzas para contradecirla. María Luisa organizó un hogar delicioso con el magnífico dormitorio, un tanto solemne, que le habían regalado sus padres, algunos muebles de su marido, los regalos de boda y unas cuantas cosas compradas por ella en esas polvorientas tiendas de antigüedades que crecen como setas en todas las esquinas de la capital de Inglaterra. Su casa era la más acogedora de todas, con aquella vieja escalera uniendo los dos diminutos pisos, y el foso típicamente inglés a donde daba la parte de servicio. Había una gran chimenea, siempre encendida, butacas
  • 29. 29 cómodas, y mesitas portátiles con ceniceros de plata para todo el mundo. Pronto fue el hogar de todos los españoles, un poco solos en país extraño; los secretarios de Embajada solteros se pasaban allí la vida. También empezaron a llegar amigos ingleses: una lady madura que fumaba como un carretero ―Enrique jamás logró saber dónde la había conocido su mujer―, una pintora, joven y regordeta, que vivía a dos pasos, y la chica del Woolworth con dificultades sentimentales. También aparecía de vez en cuando el hijo de un noble muy conocido, que había abandonado sus estudios en Oxford para dedicarse al teatro... Enrique, allí, velando la última noche de su mujer sobre la tierra, no podía hacerse a la idea de que estuviese muerta. Le parecía ver la mirada de reprobación que lanzaba la reseca solterona que les servía de asistenta, acostumbrada a la típica reserva inglesa de los sentimientos, cada vez que María Luisa se precipitaba por la escalera con sus viejos pantalones azules remangados, para arrojarse en sus brazos sin darle tiempo a cerrar la puerta de la calle. ¡Ay, el encanto de las noches de niebla, con María Luisa echa un ovillo contra él en la gran cama de matrimonio! Y aquella deliciosa manera que tenía de provocar sus caricias, en una forma, que algunas veces escandalizaba al sesudo ingeniero. Más tarde, el anuncio de su maternidad, que los llenó de felicidad el corazón. Las largas discusiones sobre el porvenir del hijo que esperaban, sentados quietamente junto a la chimenea, como un viejo matrimonio casado hace cincuenta años. La futura madre quería, naturalmente, que su hijo fuera pintor, escritor, o tal vez un célebre médico descubridor de nuevas panaceas para enfermedades incurables. ―Quien sabe si no inventará alguna medicina para curar el cáncer. Entonces yo tendré una estatua en todas las ciudades del mundo... ―¿Tú? ¿Por qué? ―No seas tonto, Enrique. Ya me estoy viendo: «A la madre del benefactor de la Humanidad...» Para entonces ya había olvidado su papel de esposa madura, y estaba sentada en las rodillas de su marido, frotando la naricilla contra su hombro. El ingeniero soltaba las horquillas que sujetaban en la nuca los largos cabellos de la joven y acariciaba los brillantes y gruesos rizos.
  • 30. 30 Ella reía: ―Me gustaría cortarme el pelo. ―No, mientras yo viva. Pero su hijo, que fue una niña, había nacido sin vida, y, desgraciadamente, nadie había inventado la medicina milagrosa que curaba el cáncer. «Todo ha sido una pesadilla», pensó Enrique apretando los dientes para dominar el temblor de su barbilla. «Una espantosa pesadilla de la que ya nunca despertaré.» Fueron unos meses agotadores. Análisis, médicos, la inútil operación, esperanzas que duraron poco, más médicos... Enrique luchó cuerpo a cuerpo con la muerte durante toda aquella terrible temporada. No tuvo tiempo ni para estar triste, y su tremenda tensión nerviosa le hizo mantenerse semanas enteras sin casi dormir. Todo lo humanamente posible se hizo, pero no sirvió para nada. Consultas, inyecciones, medicinas traídas del extranjero, intervenciones quirúrgicas por los mejores cirujanos... El ingeniero se preguntaba a veces si su mujer se daba cuenta de la extrema gravedad de su estado. Se portó con una docilidad que admiró a toda la familia, acostumbrada a su genio díscolo. Recibió con una resignada sonrisa a todas las eminencias médicas del país que vinieron a examinarla; ella, que aun después de casada, cogía una rabieta para ir al dentista, sufrió sin una queja todos los análisis, inyecciones y radiografías que quisieron hacerle, y cuando empezaron las sesiones de «rádium» pareció tomarlo como la cosa más natural del mundo. Pero algunas veces, al atardecer, cuando su marido, tras un terrible y agotador día de angustia, se sentaba a su lado y tomaba en silencio una de sus manos, traslúcida a fuerza de estar delgada, le parecía sentir a través de los deditos temblorosos el terror de la pobre muchacha. Un día, envolviéndole en la triste mirada de sus hermosos ojos transparentes, le dijo: ―¡Lástima que no haya vivido la niña! ―Tontina ―contestó él con una voz ronca de emoción―, tendremos otros hijos; una docena si quieres. Mas ella apoyó la cabeza en el fuerte brazo de su marido y dijo con infinito cansancio: ―Te he querido tanto, amor mío, tanto…
  • 31. 31 Enrique, al oírla hablar en pasado, sintió que se le helaba el corazón. El tránsito fue rápido. La joven, embrutecida de morfina, tenía los ojos cerrados cuando dejó de respirar. Enseguida la casa se llenó de gente. Personas amables y eficientes que hablaban en voz baja y trataban a Enrique como si fuese un niño pequeño y desamparado... El viudo pensó que decididamente había demasiadas flores en el cuarto, y sobraban muchas velas. El pálido rostro de la bella muerta estaba rodeado de perfumada niebla cuando entraron sus padres y se arrodillaron ante el féretro. Se habían convertido en dos pobres ancianos, de espaldas encorvadas y apagadas pupilas. Carmen se acercó a su yerno, y poniéndole sobre la cabeza su vieja mano cansada, dijo: ―Anda, vete a la cama, querido mío. Enrique intentó sonreírla con una mueca tan llena de desesperación que estremecía el alma. ―Bien sabes que me quedaré aquí hasta el final ―se le quebró la voz al decirlo―; pero quiero quedarme solo con María Luisa esta noche, quiero que sea sólo mía estas últimas horas, y aun vosotros, siendo sus padres, resultaríais intrusos entre nosotros dos. ―No puede ser, hijo mío; nosotros también queremos estar con ella, y pronto llegarán sus compañeras de colegio para velarla por turno toda la noche. Los ojos del hombre expresaron ira, pero enseguida reflejaron cansancio. ―Por favor, sé buena, Carmen. Quiero quedarme solo con ella. Tú puedes arreglarlo, es necesario... Compréndelo... La última vez... La protesta que tenía en los labios la anciana se ahogó al ver la cara desencajada de angustia de su yerno. Le miró tristemente, y al fin dijo: ―Claro está que puedo arreglarlo, hijo mío ―y arrastrando sus fatigados pies salió de la estancia luego de lanzar una triste mirada a su hija muerta.
  • 32. 32 Pasaron lentas e inexorables las horas, aquellas horas que minuto a minuto acercaban el terrible momento de dar tierra a la joven. El sol se puso completamente, dejando las calles envueltas en un tenue resplandor rojizo, se encendieron los faroles, y luego cayó la noche por completo y cesaron al fin las innumerables y agobiantes visitas. Carmen hizo tomar una taza de caldo a su yerno antes de retirarse con su marido. Había dado órdenes para que no fuese molestado durante toda la noche. ―Cúmplase su voluntad ―dijo al padre, que protestaba―. Enrique es su marido. Tiene derecho a pasar a solas su última noche con ella. No podemos oponernos. La entristecida madre instaló, en un saloncito contiguo, a las hermanas de la caridad que habían venido a velar el cadáver, y no quisieron marcharse. ―Quédense aquí rezando el rosario ―les dijo―, pero no entren en la cámara mortuoria. Las luces fueron apagadas y se acostó el servicio. El silencio envolvió la casa como un manto de algodón gris. Enrique se encerró en el salón a solas con su esposa muerta. Un minuto después estaba arrodillado junto a la caja y, acariciando con sus manos temblorosas la suave tela del vestido de novia, rompió a llorar. Sollozaba roncamente, con infinito dolor, emitiendo toda esa serie de rugidos atroces que son las lágrimas de los hombres desacostumbrados al llanto desde la infancia. ―¡María Luisa, María Luisa, mi amor! ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¡Dejarme solo...! ―murmuró desesperadamente―. ¡Llévame contigo!, por caridad... Donde quiera que estés… Si es que estás en alguna parte... ¡Llévame contigo! No quiero quedarme aquí... No resistiré tu ausencia... No, no, mi vida... Pero sólo le respondió el silencio. Ese silencio de los cuartos donde hay un cadáver, extraño, anormal, cargado de presencias invisibles. Por primera vez, Enrique vio la escena desde fuera: la habitación desnuda, colgaduras negras, un ataúd con sus pesadas asas y el cuerpo de su esposa tan alejado de su realidad viva como esos retratos de pintores aficionados, parecidos y distantes al mismo tiempo. Se estremeció. Las velas hacían bailar raras sombras en aquellos muros blancos que tantas veces habían escuchado la alegre risa de su esposa cuando era niña.
  • 33. 33 ―Morir es tan definitivo ―pensó―, tan tremendamente real, tan sin arreglo... Densas tinieblas iban invadiendo el cuarto, las velas perdían luz asustadas de iluminar los tétricos pensamientos de un hombre desesperado. A su resplandor mortecino, María Luisa parecía sonreír, sin ganas, contando los minutos que faltaban para marcharse definitivamente. Enrique hundió la cara entre las manos apoyadas en la caja, tan cerca de la muerta, que podía sin moverse enredar los dedos en los largos cabellos sueltos. Y le pareció que el espíritu de su mujer vagaba por el cuarto, hasta llegar a su lado y ponerle una mano sobre el hombro. Queriendo decirle, con aquella su alegre voz del viaje de novios: ―Vamos, anímate, hombre, que no es para tanto... Y luego, ya más seriamente: ―Quién sabe. Puede que sea mejor así. A la cabecera del féretro, una vela chisporroteó alegremente. Como si se permitiese una pirueta, cansada de tanta seriedad.
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  • 37. 37 SEGUNDA PARTE LA suave brisa primaveral, entrando por los amplios ventanales entreabiertos, hacía temblar las leves cortinas de encaje. La habitación era grande. Un comedor ancho y claro, con cuadros de precio en las paredes. Estaba lujosamente amueblado, con buen gusto, aunque tal vez sin demasiada personalidad. Parecía exactamente lo que era: la fría obra de un decorador inteligente. Había un gran aparador oscuro, y sobre él, una hermosa sopera de plata y un par de macizos candelabros; a través de las paredes de vidrio de una pequeña vitrina podían verse costosas piezas de porcelana. El terciopelo que tapizaba las innumerables sillas era de un agradable color castaño a juego con la espesa alfombra adornada con motivos de frutas. No había ninguna lámpara central y la luz tamizada de los pequeños apliques con pantallas rosadas contribuía a la intimidad del ambiente. Un hombre y una mujer acababan de cenar en aquel momento. La mesa era muy grande, rectangular y solemne, y ellos dos sentados en los extremos parecían muy separados uno del otro. En un bello y antiguo barro cocido morían dulcemente unas rosas amarillas. Ella era bonita todavía, con esa belleza un tanto rígida de los rostros de más de cuarenta años que no tienen arrugas. Había envejecido poco, teniendo en cuenta la ya larga serie de años que llevaba casada, y, sin embargo, su rostro era completamente diferente de sus fotografías de juventud. Una diferencia absoluta que tal vez radicase en la expresión. Los años, sin marcar apenas surcos en su linda cara, habían endurecido terriblemente sus facciones. Su mirada era fría y cortante como un cristal, y los labios, muy delgados bajo la pintura, tenían un desagradable gesto entre altanero y condescendiente. Llevaba el pelo discretamente teñido de un castaño tirando a rojizo, y el perfecto corte de su vestido negro disimulaba en lo posible la rotundidad de sus curvas.
  • 38. 38 ―En conjunto, aún resulta muy agradable a la vista ―pensó frente a ella su marido, mirándola objetivamente y sin ninguna emoción. Con él la vida fue menos clemente. La juventud había huido de su cara muchos años antes, y ahora, sentado en el magnifico comedor de su casa, parecía extraordinariamente viejo y cansado. Era, desde luego, mucho mayor que su esposa, y aún seguía siendo un hombre distinguido de escasos cabellos blancos y encorvadas espaldas, pero en sus ojos no quedaba brillo, y las arrugas habían formado una tupida red alrededor de su bella y sensitiva boca. El antiguo y delicioso reloj francés que había sobre la chimenea, dio lentamente la hora. Luego de servir el café a la silenciosa pareja, la doncella se retiró sin hacer ruido. ―¿Por qué habrá siempre que tomar «champagne» en los aniversarios? ―pensó tristemente Enrique―. Ahora tendré ardor de estómago durante dos días. ―Después miró a su mujer con una extraña ojeada indiferente que pareció traspasar su cuerpo para ir a fijarse en la pared, y observó sin sonreír: ―Veinticinco años ya. ¿Te sientes vieja, María Luisa? Ella cruzó las piernas y encendió un cigarrillo. ―No demasiado, teniendo en cuenta lo añejo de la fecha ―rió ligeramente―. Creo que ha llegado el momento de sentirnos originales y decir a dúo: ¡Qué deprisa pasa el tiempo! ¡Si parece que fue ayer! Pero la cosa es que hemos dejado atrás, casi sin darnos cuenta, una larga serie de días, y aquí estamos juntos. Hemos tenido nuestras complicaciones, naturalmente, como todo el mundo, pero supimos salir de ellas y ahora podemos estar seguros de que nuestro matrimonio fue un acierto. Nuestra hija se casó magníficamente, tu carrera no ha podido ser más brillante, tenemos una envidiable posición social... Vaya, querido; todo nos ha salido lo mejor posible. ―¿Lo mejor posible? ―pensó Enrique―. ¿Posición social? ¿Carrera brillante? Desde luego. Pero eso, ¿qué vale? ¿Y nuestro amor? ¿Qué hicimos de nuestro amor? Tal vez yo tuve la culpa al principio... Seguramente fui yo el que hice de mi vida un espantoso fracaso... Y ella piensa que todo ha sido un maravilloso camino… ¡Dios mío! Pobrecita María Luisa…
  • 39. 39 ―Quiero volver a darte las gracias por tu maravilloso regalo ―continuó ella―. Es el collar de perlas más bonito que he visto en mi vida. ―Me alegro mucho de que te haya gustado ―sonrió―. El año pasado te pasaste una semana entera casi sin hablarme porque me olvidé de nuestro aniversario. Días enteros de silencio por un olvido resulta un castigo demasiado duro, María Luisa. Ella frunció ligeramente el ceño: ―No fue por el olvido de la fecha, sino por la falta de cariño que representa el no acordarse de un día tan señalado. La sonrisa de Enrique tuvo un suave tinte irónico. ―Yo te quiero igual, recuerde o no recuerde los aniversarios. ―Gracias ―respondió ella con tono indiferente, pasando por alto la ironía―. Estoy pensando ―continuó― en aquel primer año en Londres, de recién casados. ¡Qué gente tan espantosa trataba yo entonces! No sé cómo podías aguantar aquella casa tan fea en un barrio nada distinguido, y sobre todo aquellas horribles y vulgares gentes que eran mis amigos. Hasta creo recordar que venia una vendedora del Woolworth a tomar el té con nosotros. ¿Qué pensaría de mí la mujer del embajador? ―Todos los diplomáticos españoles te adoraban. ―No puedo creerlo. Seguramente se reían de mi a tus espaldas. La verdad, Enrique, nunca he comprendido cómo pudiste casarte con aquella especie de potro salvaje que era yo de joven. ―Lo hice porque te quería. Eras una chiquilla maravillosa llena de personalidad. ―¿Personalidad? Muy enamorado debías estar de mí para dejarme hacer tantas locuras. Menos mal que el paso de los años y tu influencia me hicieron cambiar. Imagínate lo que hubiera sido de nuestra hija, metida en aquel ambiente bohemio que yo tenia el don de crear a mi alrededor dondequiera que fuese. Pero tú acabaste educándome bien, gracias a Dios. ―A veces pienso que demasiado bien, María Luisa. Eras una delicia de joven, y muchas veces recuerdo con nostalgia aquellos maravillosos días de Londres. Fui muy feliz contigo entonces. ―No digas tonterías. Nadie puede ser feliz en Chelsea rodeado de pintores sucios y de vendedoras de almacén.
  • 40. 40 Enrique suspiró sin contestar. ―Sí; yo he tenido mucha culpa del fracaso de nuestro matrimonio ―pensó con desaliento―. Yo hice de aquella chiquilla, toda impulso, esta elegante mujer. Snob, fría, superficial. Fui ambicioso, quise subir, y para ello la enseñé a adular a quien convino, aprendió de mi a tratar a la gente más por su posición social que por su valor humano, se convirtió en una perfecta mujer de mundo, bonita e impersonal. Maté su espontaneidad, su vitalidad tremenda, aquella curiosa mirada de sus ojos ávidos que me gustaban tanto. Y he aquí mi obra. Con qué horrible seguridad ha dicho que no se puede ser feliz en un barrio bohemio rodeado de gente modesta... ―Me acuerdo de aquellas cortinas tan feas ―interrumpió María Luisa sus pensamientos―, y de las reuniones tan cursis que yo organizaba ―rió brevemente―. ¿Cómo puedo haber sido tan tremendamente burguesa? ―Ahora sí que eres burguesa, pobrecita mía ―se dijo tristemente su marido―. ¿Es esto realmente lo único que queda de la mujer que amé sobre todas las cosas? A veces, cuando la miro, tengo ganas de preguntarle qué es lo que hace en mi casa, como si fuese una desconocida que me extraña encontrar en la mesa a la hora del desayuno. Está tan lejos de mí con su snobismo y sus nimios problemas de protocolo... ¡tienen tan poca importancia todas esas cosas! Pero yo me he dado cuenta demasiado tarde. Luego de haber matado a María Luisa e introducido en mi hogar a esa desconocida, con un rostro igual al suyo, pero vacía de alma. Un día acabaremos separándonos, lo sé. Más no quisiera llegar a eso. No puedo abandonarla ahora, después de tantos años... ―Y volviendo al presente ―continuó ella―, ¿te fijaste que me sentaron a la derecha del anfitrión en la cena de los príncipes Ruspilo? Matilde Arenal estaba rabiosa a la salida. Mucho presumir de marido banquero y trajes de Balenciaga, pero la colocaron a la izquierda... Siguió charlando frívolamente un rato, mientras su marido, sentado frente a ella, fumaba en silencio. Luego, observando su mirada ausente, exclamó con voz seca y cortante: ―Como siempre. No me escuchas. ―Perdona. Ya sabes que los chismes elegantes no me interesan demasiado.
  • 41. 41 En la frente de su mujer se formó aquella pequeña arruga vertical que Enrique había aprendido a temer. ―Lo que yo digo nunca te interesa. Mejor seria callarme, para el caso que me haces. Y levantándose un tanto airadamente, salió del cuarto. Enrique la siguió con la vista, y había una extraña expresión en sus ojos cansados. * * * ―María Luisa era una mujer maravillosa cuando me casé con ella ―pensó―. ¿Cuándo empezó a cambiar? Hacia muchísimo tiempo. Tal vez cuando volvió a Madrid para el nacimiento de la niña. Estuvo muy enferma entonces. Tuvieron que operarla de un tumor en la matriz, que por suerte no resultó maligno; tardó en reponerse, y ya nunca volvió a ser la misma. Estaba nerviosa, se negaba a salir, le molestaba el llanto de su hija... Enrique y sus padres procuraron hacerla recobrar la normalidad con infinita paciencia. Su marido recordaba que una tarde, al volver de la oficina ―había conseguido que la firma donde trabajaba le destinase a Madrid durante la enfermedad de María Luisa― la encontró con los ojos rojos como si hubiera llorado. La cogió cariñosamente del brazo, y sacándola del simpático cuarto de estar donde se reunía toda la familia, se la llevó al dormitorio. Allí la hizo sentar sobre la cama, e instalándose a su lado, pasó un brazo alrededor de la breve cintura de la muchacha. ―Mira, guapa; quiero que me digas de una vez qué es lo que te pasa. ¿Por qué has estado llorando esta tarde, por ejemplo? ¿Hay algún motivo especial para que estés triste? Tienes unos padres que te quieren, un marido que te adora, y la niña más bonita del mundo. Aunque ciertamente no somos millonarios, tengo un buen sueldo que nos permite vivir bien y hasta con lujo. Además, sabes que seria capaz de asaltar un Banco para satisfacer el más pequeño de tus caprichos. Sin embargo, no eres feliz. Mi vida, ¿es que ya no me quieres? ¿No tienes suficiente confianza en mi para contarme lo que te hace llorar por las tardes?
  • 42. 42 María Luisa se acurrucó contra él y lanzó un gran suspiro que fue completamente amortiguado por la chaqueta masculina. ―Es sólo que tengo miedo ―dijo bajito. ―¿Miedo? ¿Miedo de qué? ―De todo esto. La vida demasiado fácil. Vuestro cariño, que procura quitar de mi camino todas las asperezas. Siempre he creído que los seres humanos se forman en la lucha, que el carácter de las personas se forja a golpes, como el hierro. Pero yo he visto toda mi vida realizados mis deseos sin el menor esfuerzo. He tenido siempre buena salud, físico agradable, dinero suficiente para que no me faltase nada. En el colegio nunca necesité estudiar mucho para sacar buenas notas, y ganaba todos los campeonatos de tenis sin casi entrenamiento. Era la alumna más querida de las monjas, y mis compañeras de clase me adoraban. Cuando me puse de largo, los chicos del barrio se peleaban para salir conmigo. En casa, nuestra vieja cocinera preparaba los platos que más me gustaban, mamá compraba para mí bonitos vestidos, y toda la familia rivalizaba en mimarme. Quise estudiar, porque los días me resultaban demasiado largos, y me convertí en la alumna más popular de la Universidad. Luego, llegaste tú, mucho mayor que yo, con tu aureola de hombre interesante, y ese aspecto de persona ya de vuelta de muchas cosas que te hacia parecer tan diferente de mis otros amigos. Me enamoré como una tonta, pero para entonces tú ya me querías, aunque no te lo confesases ni a ti mismo, y yo sabía que sólo era cuestión de tiempo el casarme contigo. Así que, tampoco tuve que luchar por tu amor. Mis padres se volvieron locos de alegría cuando les hablé de mi noviazgo. Somos una familia de la clase media sin demasiadas pretensiones, y aunque siempre me juzgaron maravillosa, nunca soñaron que llegase a lograr un partido tan bueno como tú. Me casé enamoradísima. Eras mi primer novio, el único amor de mi vida. En los años que llevamos viviendo juntos no he tenido un solo disgusto, ni una contrariedad, ningún altibajo en el sincero amor que nos profesamos el uno al otro. Llevé una vida fácil y cómoda durante mi primera época de casada, a diferencia de la mayoría de las chicas.
  • 43. 43 Tú eras ya un hombre mayor, con una carrera preciosa, y desde el principio tuviste un magnifico sueldo que representaba para mi un tren de vida, incluso más lujoso que el que llevaba de soltera. Luego nació la criatura, una niña corno yo quería, y estuve enferma durante algún tiempo, pero no sufrí mucho y me repuse enseguida. Ahora trabajas en Madrid y vivimos con mis padres. Todos procuráis hacerme la vida lo más cómoda posible. Mamá, naturalmente, lleva la casa. Tengo una doncella que me trae el desayuno a la cama y se ocupa de mis trajes. Hay una enfermera diplomada para el cuidado exclusivo de nuestra hija... Enrique la interrumpió: ―Todo eso es perfectamente cierto, María Luisa. Pero no entiendo qué tiene que ver con tu actual melancolía. ¿Me estás dando a entender que preferirías estar sin un céntimo, fregarte tú misma los cacharros, y tener un marido gruñón que volviera a casa agotado, luego de ocho horas de trabajo? ―sonrió―. Vamos, tontísima, ¿es que no eres feliz así? ―Soy perfectamente feliz. ―Pues, entonces; no entiendo lo que te pasa. ―Tengo miedo de convertirme en una persona vacía, si sigo llevando esta vida tan muelle. Acabaré interesándome únicamente por los trajes de mis amigas, las partidas de canasta, y el sombrero que debo comprarme para el próximo «cocktail». Me atormenta pensar que soy un ser completamente inútil; alguien que no se ha ganado su puesto bajo el sol... ¡Enrique! ¿Cómo es posible que no me comprendas? ¡Si supieras lo espantoso que es pasarse la vida jugando al golf y criticando a las amigas! ¡Yo quiero hacer algo, luchar por algo, tener un lugar en el mundo! ¡No ser única y exclusivamente un objeto de adorno! Su marido, ya completamente tranquilizado, se reía a carcajadas. ―¿Y quién te ha dicho que eres un adorno, presumida? Estás horrorosa con esos aires de sufragista, y los ojos rojos de lágrimas vertidas sobre una triste y desesperada vida sin disgustos. ¿No leerás demasiadas novelas psicológicas, guapa?
  • 44. 44 ―No te rías, por favor ―imploró ella―. ¿No ves que acabaré siendo una mujer frívola, completamente hueca por dentro? Cada día noto cómo voy resbalando... Es terrible una vida sin luchas, rodeada de seres cariñosos que no dejan una sola piedra en el camino. La larga sucesión de días iguales, agradables, vacíos, felices, sin dolor... mientras tanta gente sufre, llora, se retuerce de desesperación. No es justo ―se revolvió furiosa―. ¡No lo tomes a broma, Enrique! ―Pero, ¿cómo quieres que lo tome, querida mía? Es un terrible problema sin solución. Tal vez podrías intentar una causa de divorcio. Tu declaración ante el juez seria magnífica: «Excelencia, soy muy desgraciada. La humanidad es cruel conmigo. Mi marido me adora, mis padres me adoran, la cocinera, la doncella, los porteros, el perro..., todos me adoran. Es terrible, señor juez. Tengo dinero, soy guapa, inteligente, brillante... Excelencia, acuso al mundo de crueldad mental». ―Muy divertido. Si en vez de lucir tu ingenio a mi costa procurases ayudarme... ―¿Cómo? ―No sé... Deberías darme una idea. Yo podría visitar pobres, escribir en un periódico, trabajar en un hospital, fundar un club femenino… Para empezar, me gustaría despedir a la enfermera de la niña y tomar una niñera menos eficiente. Cada vez que intento bañar a mi hija, me abruma con sus conocimientos. Acabo poniéndome tan nerviosa, que siempre estoy a punto de ahogarla. ―No será para tanto. La enfermera es una mujer buenísima y de toda confianza. Y ya está bien de ideas raras, encanto. No estoy dispuesto a consentir que trabajes sólo porque piensas que no eres bastante útil a la Humanidad. Mira, no hablemos más de ello. Hazme el favor de dejar en paz a la Humanidad. Puede arreglárselas perfectamente sin ti, y, aunque estuvieras colocada de criada en un asilo de ancianos, seguirían pasando hambre en las estepas siberianas. En serio, María Luisa. Te prohíbo pensar en todas esas estupideces. Eres demasiado joven todavía para el histerismo agudo.
  • 45. 45 Ella intentó protestar, pero su marido zanjó la cuestión cogiéndola entre sus brazos y besándola apasionadamente. Sabía que éste era el único argumento decisivo para convencer a su mujer de cualquier cosa. Enrique había leído muchos artículos, sobre todo en los «magazines» franceses, que llenaban la casa desde su casamiento, sobre la frialdad física de las mujeres, y se felicitaba interiormente todos los días de que María Luisa fuera una magnifica excepción a la regla. La muchacha se revolvió furiosa al principio, pero acabó anudándole los brazos alrededor del cuello y contestando apasionadamente a sus caricias. Cuando el ingeniero sintió que los hombros de la joven temblaban bajo sus fuertes manos, la soltó bruscamente sobre la cama. ―Yo sí que tengo motivos para pedir el divorcio. ¿Quién me mandaría casarme con una niña histérica de cabeza llena de ideas originales? Anda, loca, ponte tu traje más bonito y vámonos a cenar por ahí. Ella rió sujetándose el pelo. ―Está bien, fresco, más que fresco. Pero, cuando sea una exacta reproducción de las amigas de tu madre, no te quejes. Un rato después, Enrique, mientras la ayudaba a cerrar los corchetes de su elegante vestido de encaje, contempló sus caras unidas en el espejo. La muchacha estaba preciosa, pero a su marido le pareció advertir una cierta máscara de dureza en los rasgos de su rostro suave y lleno de juventud. Se inclinó para besar uno de sus blancos hombros que el traje dejaba desnudo. ―¿No te has pintado hoy más que de costumbre, guapa? ―Claro que no ―contestó ella mirándolo extrañada―, lo mismo que siempre. ¿Por qué lo dices? ―Oh, por nada. En la intimidad del coche, apoyó la cabeza sobre la espalda de su marido. Él, sin dejar de conducir, buscó el calor de su muñeca desnuda bajo la ancha manga de la chaqueta de visón. María Luisa suspiró bajito... ―Enrique, llévame a cenar a un sitio muy caro. Quiero tomar langosta y caviar, aunque no me guste. Nos emborracharemos con «Champagne» francés. ¡Al diablo con la humanidad doliente!
  • 46. 46 * * * El viejo ingeniero encendió un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior. Había cesado la brisa, y las cortinas permanecían quietas sobre los cristales como blancos fantasmas inmóviles. Era ya muy tarde, y la noche, densa y compacta como una losa, se desperezaba lentamente, pensando en que pronto estaría obligada a dar paso a su eterna enemiga la luz. Las oscuras nubes se confundían en el cielo negro como manchas de tinta sobre un traje de luto. En el comedor, el elegante y presuntuoso relojito francés dio las tres de la madrugada con unas campanadas ligeras, comedidas, un poquito cursis. ―Mi mujer se pondrá furiosa si la despierto al entrar ―pensó cansadamente―. Si no se ha dormido todavía, y se da cuenta de la hora que es, aún se enfadará más ―pero siguió fumando tranquilamente en su silla, incapaz del esfuerzo necesario para levantarse y dirigirse al dormitorio. En el techo, el humo de su pitillo formaba caprichosos dibujos. Ochos, eses, rayas, ochos, eses, rayas... ―Es curioso ―siguió divagando―; estoy recordando a mi mujer como si se hubiese muerto. Yo pienso: Qué bonita era, tan alegre, tan lista. Puedo volver a ver su sonrisa y el brillo de su pelo en la noche, sentir la suave fragilidad de su muñeca bajo las pieles... Pero jamás la relaciono con la mujer que del otro lado de esa puerta me espera en la gran cama matrimonial. Sin embargo, ella es mi esposa, la misma María Luisa que se casó conmigo hace veinticinco años, o, al menos, lo que los años, la vida, el ambiente y mi propia influencia destructora, han dejado de aquella María Luisa. Bien, yo logré mis propósitos. Ahora no se preocupa por el género humano. La humanidad doliente y su puesto en ella como miembro activo, han dejado de quitarle el sueño. * * *
  • 47. 47 Siguió recordando: A partir de aquella cena con caviar y de la maravillosa noche llena de pasión que vino después, la joven pareció dejar a un lado toda tristeza o preocupación. Continuaban viviendo en el piso de sus padres, pero Enrique, cuyos negocios iban cada vez mejor, empezó a buscar una casa para trasladarse a ella con su mujer y su hija. Entre tanto, María Luisa se dejaba alegremente mimar por su madre y cuidar de las viejas criadas. Desayunaba en la cama y llenaba sus días frívolamente, sin sentir escrúpulos sobre su incumplida misión en el mundo. Engordó un poco y se puso más bonita que nunca. No volvió a hablar de despedir a la enfermera de su hija, aunque a veces discutía con ella sobre la forma de cuidar a la pequeña. ―Casi no me deja tocarla ―se quejaba a su marido―, va a resultar una niña completamente idiota con tanta vitamina y régimen moderno. Parece que fuera ella la madre, y yo solamente una mujer cruel empeñada en hacer daño a una criatura indefensa. Si quiero sacarla, hace demasiado frio, y cogerá un catarro; cuando voy a darle el biberón, resulta que no ha hervido suficiente y la expongo a una infección; si la cojo en brazos, la pongo nerviosa y luego no duerme... A veces pienso que he soñado mi maternidad. Debió de ser ella la que dio a luz la niña en aquella horrible clínica. Ella la que sufrió dolores durante varias horas para traerla al mundo. ―Claro que sí, y tienes razón, bonita. Me figuro que también piensas que tomó parte en ciertas operaciones preliminares, absolutamente necesarias para tener un hijo. Y, siendo yo el padre de Maruja, lo cual no puede dudarse comparando nuestras narices, puedes estar segura de que las realizó conmigo… María Luisa, sin escuchar el final de la frase le arrojó a la cabeza uno de sus zapatos, e inmediatamente, echó a correr descalza por el pasillo perseguida por su enfurecido marido. Pero no se despidió a la enfermera, y todas las personas que amaban a la joven con toda su buena voluntad, siguieron ahorrándola cualquiera de las molestias, roces y contrariedades, que lleva consigo la existencia humana.
  • 48. 48 Una noche de invierno, Enrique, ya acostado, estaba mirando a su mujer, que se soltaba el pelo frente al tocador, vestida únicamente con un camisón transparente. De repente, volvióse a mirar a su marido, empuñando todavía el cepillo de plata en su mano derecha, blanca y fina, con largas y cuidadas uñas rojas. ―¿Verdad, Enrique, que yo no os hago ninguna falta? ―¿Qué nuevas tonterías estás pensando? ―No son tonterías, sino verdades. Verás: esta mañana me estuve fijando en esos obreros que arreglan la avería del gas, ahí enfrente, en la calle. Era la hora de la comida, y llegó la mujer de uno de ellos trayendo su almuerzo en una tarterita. Venía con ella un niño no mucho mayor que Maruja. Si esa mujer desapareciera de repente, no quedaría nadie para preparar y llevar la comida del marido, arreglar la casa, cuidar de los niños... Su ausencia, aparte del dolor de haberla perdido, seria una verdadera tragedia familiar. En cambio, si yo fuese la que se muriera, la vida en esta casa no cambiaría nada. Naturalmente, os daría pena no tenerme con vosotros, pero las cosas seguirían su curso normal. Incluso serian más fáciles sin mí. La enfermera cuidaría mejor de la nena sin tener que escuchar a todas horas mis consejos torpes, las doncellas tendrían menos trabajo y mamá dejaría de preocuparse por mi salud... ―Te olvidas de mí. Me casaría rápidamente con una pelirroja gorda. Dime, ¿es que piensas fugarte mañana con un hombre moreno e interesante, y quieres endulzarme el trago, o se trata de un recrudecimiento súbito de tus escrúpulos metafísicos? Sonrió la muchacha, sin contestar a la broma. Últimamente apenas hablaba con su marido de sus pensamientos y, cuando lo hacía, era tímidamente, como si tuviera miedo de rozar alguna cosa susceptible de ponerla en ridículo. Enrique pensaba confusamente que estaba perdiendo espontaneidad. ―Anda, ven a acostarte, preciosa ―le dijo cariñosamente―. ¿Para qué pensar en cosas raras siendo la vida tan hermosa? Le hizo gracia observar cómo se perfumaba los lóbulos de las orejas antes de meterse en la cama.
  • 49. 49 Enrique recordaba perfectamente aquella su primera época de casado en Madrid. El trabajo en la oficina era agradable, los padres de su mujer encantadores. María Luisa estaba cada día más guapa, y la pequeña resultaba deliciosa en sus primeros intentos de andar por el mundo. Su inteligencia y don de gentes habían hecho que los jefes se fijaran en él. Ascendió en su carrera y ganaba mucho dinero en su nuevo puesto. Casi todos sus amigos habíanse casado con aquellas elegantes chicas, discretas, tal vez sin demasiada personalidad, pero perfectamente educadas, que habían sido su ideal antes de conocer a la que luego fue su esposa. Enrique, cuando ya completamente repuesta su mujer, empezó a salir, la presentó a varias de ellas. El matrimonio comenzó a frecuentar el elegante ambiente de la gran ciudad. Los invitaron a «cocktails», bailes y conferencias; jugaron a las cartas en innumerables casas, almorzaban fuera varias veces por semana. La joven, luego de unos cuantos festejos de este género, hizo saber a su marido lo que pensaba de todo aquello. ―Encanto, ¿no encuentras que esas señoras están igual de disecadas que el viejo florista de nuestro barrio? Se han pasado la vida entera viajando por el mundo, y parece que llevan treinta años sin salir de Cáceres. Sus mayores anhelos son: abrigos de Balenciaga, amistades elegantes, y algún que otro almuerzo con duquesas. Se subió de un salto en la silla y poniéndose un cenicero a guisa de sombrero, empezó a doblarse en reverencias a diestro y siniestro. ―¡Querida embajadora! ¡Qué vestido tan encantador! Parece usted diez años más joven que la última vez que nos vimos... ¿Cuándo fue? Déjeme recordar... ¡Ah, ya! En París, hace diez años. ¿O serán veinte? Fue en aquel delicioso cocktail de la Condesa Fulanovsky... ¡Qué sombrero tan maravilloso! Francés, claro. Nadie como los franceses para dar ese «chic» especial, ese «charme inoui» a las prendas femeninas... Enrique estaba todavía demasiado enamorado de ella para que algo suyo dejara de hacerle gracia. Así que, mordiéndose los labios para no soltar la carcajada, cogió a su mujer por la cintura y la hizo aterrizar a su lado sin hacer caso de sus pataleos y gritos de protesta. Luego, instalándose cómodamente en aquel viejo sofá de felpa roja, que presidía con un empaque un poco deslucido la sala de estar de sus suegros, hizo sentar a la muchacha sobre sus rodillas.
  • 50. 50 ―Tú me quieres, ¿verdad, María Luisa? Los ojos de su mujer pusiéronse repentinamente serios para contestar: ―Con toda mi alma. ―Soy feliz con ello, querida mía. Pero entonces querrás yerme subir, llegar a algo. Te gustará que adelante en mi carrera. Dime, ¿no quisieras ser la esposa de un personaje dentro de algunos años? ¿Frecuentar la mejor sociedad? ¿Vestirte en los modistos más caros? ―Lo siento, Enrique ―se disculpó ella―; todas esas cosas me tienen completamente sin cuidado. Guardó silencio unos instantes para decir a continuación, en el tono de la persona que acaba de hacer un descubrimiento desagradable. ―Empiezo a creer que no soy yo la mujer que te hubiera convenido. La besó él, riéndose: ―Yo sí lo creo. Pero mira, nena, tienes que tener un poco más de cuidado. Ayer mismo, en el cocktail de los Von Wahem le dijiste a la mujer del ministro que la última novela de esa autora francesa, tan de moda, era perfectamente estúpida. ―No dije que lo fuese, sólo que a mi me lo parecía... ―Pero ella acababa de decir que era magnífica y las opiniones de las mujeres de los ministros no deben discutirse. Amor mío, tienes que tener en cuenta que la fiesta de una princesa alemana no es una de tus reuniones bohemias de Chelsea. ―Perfectamente, Enrique; no tendrás que volver a repetírmelo. Haré lo que quieras. Esperaré a que abran la boca los peces gordos y asentiré con entusiasmo a todo lo que digan. Si no sé de qué se trata, mejor; de todas formas son infalibles. No tendrás que avergonzarte de mi comportamiento en sociedad. Mira por donde tú eres el único que parece darse cuenta de mis «gaffes». Tus amigos y unos cuantos señores elegantes se muestran conmigo muy amables, llegarían incluso a estar amabilísimos si yo les diera un poco de pie... ―Vamos, no te enfades, preciosa. Piensa en Maruja. ¿No te gustaría que llegara a casarse con uno de esos hombres distinguidos y ricos que forman ese círculo del que tanto te burlas? La contestación de María Luisa fue categórica: ―No me gustaría nada.
  • 51. 51 Enrique perdió la paciencia: ―A veces pienso que deberían haberte dado unos buenos azotes a tiempo... La joven bajó pausadamente de sus rodillas para instalarse con calma en el sofá; pero cuando habló sus ojos tenían un brillo peligroso: ―Yo también pienso a veces que tú eres sólo un pobre snob con la cabeza llena de serrín. ―¡María Luisa! ―¡Enrique! Era su primera discusión seria, y como estaban muy enamorados, sentíanse tremendamente heridos el uno por el otro. Al fin la muchacha hizo algo absolutamente inusitado en ella. Se echó a llorar desesperadamente. Luego continuó hablando con la cara hundida en los almohadones del sofá, temblándole los largos cabellos deshechos sobre sus hombros sacudidos por los sollozos: ―Está bien, tú lo has querido. Seguiré con esta vida tonta. Te ayudaré a subir dando jabón a los archipámpanos. Me convertiré en un ser estúpido con una guía de la nobleza en lugar de cerebro y un corazón mezquino lleno de ambiciones idiotas. Luego no te quejes. ¡Lástima que te hayas casado conmigo! Pudiste hacer una boda más brillante, cargar con una de esas amigas tuyas que se morirían de felicidad a la sola idea de que su marido se convirtiese en un personaje importante lleno de dinero. ―¡Empiezo a creer que tienes razón ―gritó Enrique fuera de sí―. Por lo menos debí elegir una mujer que no fuese histérica, con ideas comunistas sobre los seres humanos y ribetes de sufragista inglesa. ¡Cualquier cosa mejor que una niña loca, neurasténica perdida porque la vida no le ha mandado suficiente lucha! ―hizo una pausa para respirar―. Algunas veces sería feliz dándote un par de bofetadas... María se echó inesperadamente a reír entre sus lágrimas. ―¡Pobrecito niño, casado con un monstruo! ¿Quién te mandaría unirte para toda la vida a una sufragista inglesa? Vamos, hagamos ya las paces. Te prometo no volver a preocuparme de la humanidad doliente, y brillar en sociedad como una estrella. En cuanto a mis anhelos de lucha, ¿qué más puedo desear? Lucharé con las otras damas elegantes a ver quién lleva trajes más caros o conoce mayor cantidad de príncipes rusos. Pero no te me enfades tú, encanto, o me convertiré de verdad en una histérica comunista.
  • 52. 52 Se levantó precipitadamente del sofá para colgarse del cuello de su marido que paseaba nervioso por la estancia, rojo de indignación. Pero Enrique estaba demasiado dolido, y, aunque al principio pareció ceder a sus caricias de gatita mimada, no la perdonó del todo en varios días. La joven, ante el digno silencio de su marido, cerró los labios y aprendió para siempre su lección de buenas maneras. Aquella noche, al acostarse no se perfumó las orejas y suspiró profundamente en la cama antes de conciliar el sueño al lado de su silencioso compañero. * * * Miró el ingeniero el fondo de su copa, atentamente, como si allí se encontraran difuminados los recuerdos de todos aquellos años, tranquilos, vacíos, iguales, que habían seguido a su primera y última discusión. * * * Naturalmente, hicieron las paces de todo corazón, y como eran una joven pareja muy enamorada, no se guardaron rencor en el fondo de sus subconscientes. María Luisa abandonó sus extrañas ideas, y pronto se dio cuenta con admiración, de que se sentía completamente feliz en su lujosa existencia sin complicaciones. Por entonces se mudaron de casa y la joven, ayudada por su madre, realizó con entusiasmo la nueva instalación. Una vez en su hogar, más elegante pero con menos personalidad que el de Londres, la rutina diaria volvió a su cauce. Dio una gran fiesta, para hacer admirar a sus múltiples amistades la sobria distinción del nuevo domicilio. Una helada tarde de invierno fue a buscar a su marido a la oficina para volver después juntos a su hogar dando un paseo. Llevaba un gorro de piel hundido hasta las orejas, zapatos bajos, guantes gruesos, y estaba tan bonita que Enrique al verla sintió que le faltaba la respiración.
  • 53. 53 Se acercaron primero a la casa de soltera de María Luisa para saludar un momento a los padres de la muchacha. Luego entraron a tomar una taza de café caliente en el viejo salón de té de la esquina, donde ella solía venir de soltera a flirtear con sus múltiples admiradores. La anciana dueña la recibió como al hijo pródigo vuelto al hogar después de muchos años de ausencia. Pero María Luisa, ante la admiración de su marido, no fue demasiado explicita en sus demostraciones de afecto. Se limitó a contestar sonriente al cariñoso saludo de la vieja mujer, pero no la abrazó, ni la abrumó a preguntas sobre sus antiguos conocidos, como solía hacer antes, cada vez que se encontraba con un amigo de los viejos tiempos. Cuando la dueña del establecimiento se retiró un poco dolida, dejándolos solos frente a su café, sonrió a su marido por encima del plato de tostadas. ―¿Sabes una cosa? Estoy muy contenta. ―¿Contenta? ―extrañóse Enrique, que no tenía demasiada imaginación―. ¿Contenta por qué? ―Por todo. Me gusta mucho la vida que hacemos. Nuestros amigos. El ambiente. Todo. Su marido no pudo resistir a la tentación de tomarle un poco el pelo. ―¿Y qué hay de los dolores de la Humanidad, querida? ¿Es posible encontrar la felicidad en esta sosa vida que llevamos sin emociones ni luchas? Rió ella alegremente: ―No seas malo. Al principio me aburrían mucho las reuniones. Encontraba pesadísimas a todas las personas asistentes, y tenía ganas de soltar barbaridades en las cenas elegantes. Durante una temporada me esforcé por aguantarlo, porque sabía que te gustaba que lo hiciese. Pero un buen día me di cuenta de que todo había cambiado. Ya no necesitaba forzarme. Me gustaba. Empecé a divertirme en aquel ambiente, a identificarme con la gente que lo formaba, ¿comprendes? Ahora ya soy uno de ellos. Entiendo sus problemas, sus ambiciones son las mías, nos interesan las mismas cosas, leemos los mismos libros... Me parece que ya salí del bache ―volvió a reír―. Ya no tengo angustia metafísica, soy muy feliz donde estoy y no deseo cambiar. La miró él extrañado.
  • 54. 54 ―Estupendo ―comentó―. ¿Ya no tienes remordimientos por desayunar en la cama? ―No ―se puso seria―. Enrique, creo que he matado a mi conciencia. Al menos, nunca la siento. Tengo tantas cosas en qué pensar, vestidos, fiestas, estrenos... Se miraron vagamente inquietos. Luego María Luisa sacudió la cabeza y se puso a beber lentamente su café. Sonrió a su marido poniéndose los guantes. ―Vámonos ya, querido mío. Este sitio es de una cursilería aplastante. ¡Y la pobre dueña, que casi parecía esperar que me precipitase en sus brazos dando gritos de alegría...! * * * Enrique apuró su copa, suspirando. * * * Después de aquello, jamás tuvo que hacer observaciones a su mujer sobre su manera de actuar. Todo lo contrario. María Luisa fue una gran ayuda en su carrera brillante y siempre ascendente. Puso toda su inteligencia, belleza y encanto, al servicio de la ambición de su marido, pero aquello satisfacía también su orgullo y egolatría recién despertados. Era una de las damas más encantadoras de la sociedad madrileña, se vestía exquisitamente, y su nombre veíase a menudo en las crónicas sociales. Enrique, que no se hacia grandes ilusiones sobre sí mismo, sabía que muchos de sus primeros éxitos iniciales en los negocios se debían en gran parte a su mujer. Con los años llegó a ser una copia de aquellas mujeres frívolas, vacías de alma que tanto despreciaba de recién casada. Su carácter se agrió terriblemente y las discusiones entre marido y mujer eran constantes. Se hallaba muy pagada de sí misma y no soportaba el no tener razón en algo.
  • 55. 55 Se conservaba bonita, a fuerza de cuidados y dinero, pero había engordado bastante y perdido por completo su original encanto. Enrique no paraba demasiado en casa y tuvo, fuera de ella, muchas veces, inconfesables distracciones, pero nunca dio ningún escándalo y el matrimonio aparentemente se entendía bien. Tal vez él pasaba más horas de las necesarias en la oficina, y ella era un poco frívola, pero en el mismo caso se encontraban centenares de matrimonios a los que nadie criticaba. Con arreglo a su mejor posición ahora vivían en un hotel con jardín, un poco alejado, pero situado en el barrio «chic» de Madrid. El decorador más caro de la ciudad lo había convertido en una bellísima casa, fría y solemne. Todo el mundo podía ver que aquellos elegantes muebles no tenían vida. Ninguna muchacha se había dejado besar furtivamente, recatándose de las veladas luces, en el amplio sofá blanco que presidía el salón de estilo moderno, y arriba, en el hermoso dormitorio, nadie había pasado una noche completa en vela devorando una novela policíaca, o llorando horas enteras sobre las elegantes almohadas de hilo. El radical cambio de María Luisa no se efectuó bruscamente. Se fue realizando poco a poco, según pasaba el tiempo, como si los días resbalando despacio por el corazón de aquella mujer fueran cambiando su fisonomía, igual que el río modifica lentamente la estructura de las piedras al correr de los siglos. También fue cambiando Enrique, aunque a la inversa. Había ganado mucho dinero en aquel tiempo, además de las fortunas de sus padres heredadas por ambos, y su vida tal vez demasiado cargada de trabajo, causaba envidia a muchos. Consiguió puestos estupendos, llegó a mandar sobre millares de obreros, y su situación social era magnifica. Su mujer habíase puesto de moda en Madrid, y muchos nuevos ricos hubieran pagado con gusto cantidades exorbitantes por una invitación a sus fiestas, elegantísimas y muy restringidas. La hija se había casado brillantemente, hacían preciosos viajes en vacaciones, su casa era la más bonita de Madrid, y María Luisa se conservaba bella a través de los años. Pero Enrique, una vez llegado a aquella ansiada cima, se dio cuenta de que todo eso no valía nada. Como si alguien le hubiera arrancado súbitamente una venda de los ojos, abarcó de repente el pobre valor humano de las gentes entre quienes se movían. Advirtió, entre apenado y divertido,
  • 56. 56 cuánto sufría su mujer si temía que no la invitasen a una fiesta; la terrible preocupación que representaba el acoplar para un almuerzo a gentes de diferentes categorías logrando que no se picasen unos con otros. Tenían una pandilla de amigos a los que veían prácticamente todos los días desde hacía diez años. Algunas noches, María Luisa preguntaba a su marido, que fumaba tranquilamente recostado en la cama: ―¿Crees que mi vestido azul irá bien con la capa de martas para el cócktail de Milagros? ―Cualquier cosa estará bien en ese cócktail. ―Veremos a la misma gente que vino a casa el jueves a jugar al «pinacle», iguales a los que estuvieron en el baile del club el verano pasado. Pienso a veces que no deberíamos dar fiestas. Cada una de las personas a las que invitamos se ve obligada a corresponder. Al cabo del año hemos asistido a unas doscientas reuniones diferentes, todas ellas con los mismos invitados. Es terrible. La próxima vez que el conde de Baix me cuente sus éxitos como agregado comercial en Londres durante la guerra europea, me pondré a gritar... ―¿Qué tonterías estás diciendo? Anda, apaga la luz, que tengo mucho sueño. Si. Me parece que el vestido azul irá bien con las martas... Enrique, sin duda, habíase casado muy enamorado de su mujer. Desgraciadamente el amor no es eterno, y el que profesaba a su esposa se había esfumado por completo. Convirtióse primero en admiración, al principio de la brillante actuación social de la joven; luego, en indiferencia, cuando empezó a cansarse de la vida de bambalinas que llevaban juntos; más tarde, en irritación y tedio, mezclados con un sordo rencor, según su mujer iba cambiando de carácter y adquiriendo aquella satisfacción de sí misma que la hacía tener siempre razón... Ya no le encontraba ningún atractivo físico, y ahora, que casi era viejo, sentía a menudo deseos de separarse de ella y buscar la paz en la soledad. Pero siempre reconoció que los primeros cambios en el carácter de su esposa fueron debidos a su influencia. Por eso y aunque algunos días difícilmente podía aguantarla, siguieron viviendo juntos sin tener siquiera el desahogo de una habitación aparte.
  • 57. 57 ―Tengo que ir a acostarme ―pensó perezosamente―. María Luisa se enfadará mucho si la despierto por llegar demasiado tarde. Y si se disgusta esta noche no nos hablaremos, lo cual siempre resulta incómodo ―se puso de pie―. Procuraré no hacer ruido. A mi edad, sólo aspiro a tener paz en la casa. Encaminóse a la puerta, pareciendo de repente más encorvado y viejo, y con paso lento salió de la estancia y se dirigió al lujoso dormitorio donde le esperaba su mujer. ―Después de todo, ya nada tiene remedio ―iba pensando―. Mi vida está destrozada y es demasiado tarde para arreglarla ―se pasó una mano por la frente, como queriendo desechar pensamientos inoportunos―. No, no quiero pensar en nada más. Esta noche no. María Luisa reposaba en la magnífica cama tapizada de raso, pero sus ojos estaban abiertos. Una gruesa capa de crema cubría completamente su cara, todavía tan linda. Acababa de apagar la luz al escuchar los pasos de su marido. Aún yacía abierta sobre el lecho la novela que había estado leyendo. Pero, no obstante, frunció con desagrado los labios como si hubiera sido despertada en medio de su sueño por un esposo zafio y cruel. Enrique, que había llegado a temer mucho sus terribles saltos de carácter, balbuceó algunas excusas vagas sobre lo tardío de la hora, y, quitándose la ropa rápidamente, se deslizó a su lado, en silencio, luego de haber apagado la luz... Le hubiera gustado leer, pero no se atrevió a molestarla.
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  • 61. 61 Y III PARTE VOLVIERON a chisporrotear las velas y los rojos claveles de la corona perfumaron la atmósfera con su aroma campestre. Enrique fue de nuevo un viudo desconsolado velando en la negrura de la noche interminable el cadáver de su amor. Pero ahora todo era distinto. Regresaba de un terrible viaje. De la visión angustiosa de un futuro que jamás llegaría. Ese hubiera sido tu porvenir ―murmuraba en su oído el silencio del cuarto―, la vida que hubieras llevado con tu adorada esposa. Así se habrían desarrollado las cosas de no morir ella devorada por el cáncer en plena juventud. Has tenido suerte. Y ella también. Deberías darle gracias a Dios... Pero él seguía obsesionado, viviendo sin vivir sus tremendas bodas de plata. Llorando sin llorar por la muerte de un sentimiento que nunca moriría: su gran amor. Su grande, maravilloso, y ya para siempre inmortal amor. Hasta los muebles se estremecieron cuando su voz se elevó en la quieta habitación. Sonaba rota, desfigurada por la angustia, pero tenia algo de trompeta jubilosa al chocar, viva y caliente, contra los objetos inanimados que llenaban el cuarto: ―¡Nunca ocurrirá! ¡No, querida mía, nunca ocurrirá! Te fuiste pronto. Jamás te convertirás en esa terrible mujer que me esperaría en la alcoba la noche de nuestras bodas de plata. Nuestro amor ha sido más fuerte que la muerte, pero hubiera sido vencido por la vida. Ya no hay peligro. Estás muerta y sé que te seguiré queriendo hasta que yo también esté muerto.
  • 62. 62 Le pareció volver a sentir cerca la presencia de su mujer. Una presencia que reía con suave risa silenciosa, porque María Luisa en vida había sido muy burlona: ―Volverás a casarte ―decía, sin hablar― y hasta es posible que te creas de nuevo enamorado. Pero yo ganaré siempre, porque los muertos nunca envejecemos, ni engordamos, ni nos tornamos agrios con los años, como les pasa a las personas vivas. Al contrario. El tiempo nos embellece en el recuerdo de los seres que nos amaron, y siempre somos jóvenes, buenos, inteligentes y bellos. Nadie piensa ya en nuestros defectos, que se hubieran agudizado cada día de no habernos ido, sino en nuestras virtudes, para agrandarlas y convertirnos casi en santos. Siempre compararás a las otras mujeres conmigo, y en las comparaciones suele ganar el ausente. Porque yo estoy muerta y soy muy feliz de pertenecer a los elegidos, aquellos actores privilegiados que se retiran de la escena antes de que cesen los aplausos. Feliz, feliz, querido mío, y tú también lo serás a poco que recapacites... Acercóse a la ventana, titubeando sobre sus cansadas piernas, y su mano, al descorrer las oscuras cortinas, le reveló la calle, ya manchada de sol. Amanecía. Terminaba para Enrique la terrible noche, igual que habían acabado todas aquellas maravillosas noches de su luna de miel. El alba doraba ya los árboles de la calle, teñía de rojo la torre de la cercana iglesia, se convertía en luz gris al chocar con los cristales sucios de la casa del florista. A su alrededor empezaba la vida de nuevo. Y en los ruidos de la mañana recién estrenada, María Luisa, que casi parecía estar hablando unos momentos antes, volvió a ser sólo una pobre y desamparada mujer muerta, envuelta en un impropio traje de ceremonia. Pero el viejo florista de la esquina, todavía estaba pensando en ella. * * * En la pequeña vivienda que tenía sobre la tienda de flores, tres habitaciones y una diminuta cocina donde dormía la decrépita bruja que le servía de criada, don Luis se despertó temprano de su sueño de pájaro viejo. El amanecer de aquel maravilloso día de otoño filtraba por las mugrientas cortinas una tenue y transparente bruma dorada.
  • 63. 63 Los gorriones, fuera, sobre los anémicos árboles de la calle, armaban una algarabía de sonidos disputándose tal vez una miga olvidada. Pasaban los primeros tranvías, deslizándose lentamente sobre las vías, como asmáticos y fatigados obreros sacados de la cama demasiado temprano. Los gatos y los serenos, arrastrando sobre las aceras sus cansados pies, volvían a sus hogares en busca de reposo. Poco a poco las viejas casas de aquel barrio perdido iban saliendo de su letargo. Pero sin alegría. Se abrieron los portales, llegaron los carros de la basura arrastrados por burros cada día más flacos, y, los porteros, con ojos aún cargados de sueño, empezaron a barrer. Más todos parecían tristes bajo el radiante azul del cielo, como si se dijesen unos a otros con su silencio: ―¿Sabéis? Se murió María Luisa, la del pelo dorado y los ojos alegres. Esta mañana la llevan a enterrar. Y el barrio entero estaba muerto en aquel radiante amanecer de octubre. Todos. Árboles, casas, tranvías, faroles, gorriones, gatos y personas. Todos, menos don Luis. Recién despertado de su sueño reparador, aunque corto, se estiró en la cama, casi voluptuosamente. Mirando al techo, allí donde la luz del sol iba formando una difusa mancha blanquecina, se puso a pensar en María Luisa. Con una concentración que tenía mucho de morbosa, empezó a recordar hasta los menores gestos y detalles de la muchacha. La manera que tenía de fruncir sus voluntariosos labios, a los quince años, cuando no lograba lo que quería. El color de su largo cabello, que tenía brillo de madera cortada. Aquella peculiar manera de andar que siempre la hacia parecer un poco desgarbada, aun con tacones altos y faldas estrechas. La suave, curva de sus pálidas mejillas y la forma graciosa de su naricilla impertinente. El calor lechoso de la blanca garganta... ―No puedo hacerme a la idea de que éste muerta ―pensó con tristeza ligeramente mezclada de satisfacción―, muerta mientras yo estoy vivo. Ahora es sólo un cuerpo inmóvil y pronto se convertirá en polvo. Dentro de unos años nadie se acordará de ella. Será como si no hubiese existido. Se volvió perezosamente del otro lado, sonriéndose a sí mismo.
  • 64. 64 ―En cambio, yo me encuentro perfectamente esta mañana. No hay duda, aún tengo cuerda para mucho rato. Cuando el viejo reloj de la iglesia dio las ocho, con unas campanadas que parecían salidas de la garganta de un anciano, Agripina, como todas las mañanas desde hacia veinte años, entró el desayuno a su señor. La expresión de su cara de caballo era tan radiante aquel día, que la hacía parecer casi bonita. Porque, si todo el barrio lloraba en aquellos momentos la muerte de la linda joven, aunque don Luis y algunos otros amigos de su edad se hubieran sentido secretamente reconfortados con su desaparición, la madura criada del florista era tal vez la única persona que se había alegrado con todo su mezquino corazón de resentida. Las comadres de la calle, hacia ya muchos años, habían comentado bajito que las relaciones entre don Luis y su criada no eran todo lo claras que podía desearse. Pero, las comadres de la calle habían comentado tantísimas cosas bajito, durante los últimos treinta años, que ya nadie les hacía demasiado caso. Y es que, conociendo al anciano, se hacía difícil creer que su flaco cuerpo hubiera albergado alguna vez algo tan humano como es el deseo. El era como una roca, según solía decir a menudo la pobrecita María Luisa. Fuera lo que fuera, si es que hubo algo, debía haberse acabado muchos otoños atrás, cuando don Luis no era un anciano cuyo nacimiento se remontaba a la Edad Media ―así decían las malas lenguas del barrio―, y ella sería una joven morena de nariz aplastada, y no la madura y cansada mujer que, arrastrando los pies, había entrado el desayuno a su amo aquella mañana. Siempre había detestado a la muerta. Con ese odio reconcentrado y sombrío de las naturalezas envidiosas y amargadas, que sólo muere con la misma muerte. La cosa debió empezar cuando María Luisa tenía trece años y era el terror del barrio por sus travesuras, siempre secundadas por su bulliciosa pandilla de compañeros de colegio. Ella fue la que la puso «Agripa» de mote. ―Le va mucho mejor ―decía―. Los nombres terminados en «ina» sólo deben llevarlos mujeres femeninas, delgaditas, rubias, muy monas. Carmina, Rosina, Luisina. Pero Agripina es gorda y mirándola de cerca tiene mucho bigote. Por eso debería llamarse «Agripa».
  • 65. 65 El barrio, siempre atento a los gestos de su niña mimada, adoptó rápidamente el nombre entre risas y comentarios. Y Agripina se convirtió en Agripa para toda su vida, porque, cuando se tienen trece años siendo la niña consentida de mucha gente, es fácil llegar a ser terriblemente cruel. Luego, cuando la joven creció, Agripina no le envidió su independencia económica, o el amor de sus padres. Jamás deseó tener su don de gentes, ni llevar sus hermosos vestidos. Pero la odió con toda su alma por aquel atractivo físico que ella no había poseído jamás. Ni siquiera muchos años antes, cuando era una moza recién venida del pueblo al servicio de un hombre maduro, y las viejas chismosas del barrio hablaban bajito. Y es que la pobre Agripina jamás perdonó a la naturaleza el haberla hecho tan poco deseable. Cuando María Luisa pasaba bajo las ventanas del anciano florista, con su melena al viento y aquel jersey apretado ciñéndose como un guante a sus formas de adolescente, la madura criada hubiera deseado matarla. O por lo menos, arañarle la cara, destrozar entre sus ásperos dedos la blancura de su piel suave, el encanto provocativo de sus labios pintados de rojo. Envidiaba su radiante vitalidad, aquella armoniosa figura delgada que hacía volver con gesto aprobador las cabezas de los hombres que se cruzaban con ella por la calle, y sobre todo su juventud. Pero no añoraba la suya propia, estéril y angulosa bajo su bata de percal, allá en sus primeros tiempos de casa de don Luis, sino aquella reluciente y animada juventud de María Luisa, con sus alegres clases en la Universidad, y todos los muchachos del barrio suspirando por ella. Sin embargo, Agripina no había sido demasiado fea cuando joven. Tuvo también un cutis fresco y unos ojos brillantes. Pero siempre careció de atractivo, aun para los mozos de su pueblo, que la ayudaban en las faenas del campo antes de venirse a Madrid. Jamás un hombre silbó al cruzarse con ella por la calle y nunca intentaron besarla, así, por nada, sólo por estar en primavera y porque sus labios, al atardecer, resultasen tentadores. Nadie le propuso nunca matrimonio, y si don Luis había abusado realmente de sus privilegios de amo, lo cual era dudoso aunque no imposible, seguramente la pobre mujer preferiría no acordarse. En cambio, María Luisa, que distaba mucho de ser una
  • 66. 66 belleza con su boca demasiado grande y aquella nariz graciosamente respingada, tenía en ella ese misterioso don del atractivo que hace a una chica no demasiado diferente de las otras, resultar a los hombres misteriosa, inquietante, deseable. Y hay una sola cosa en este mundo que una mujer no perdona a otra, aunque sea su propia hermana o su mejor amiga: que tenga más éxito que ella, que sea más bonita, más atractiva, más agradable a los ojos masculinos. Por eso Agripina, Agripa ya, desgraciadamente, para todo el mundo, había aborrecido siempre a María Luisa, aun antes de que el travieso ingenio de la chiquilla le hubiera cambiado el nombre para toda la vida; desde hacia muchos años, cuando la joven que ahora estaba muerta era sólo una adolescente de largas piernas y airosa cabeza coronada de trenzas, patinando frente a las ventanas del viejo. Porque ya entonces todos los arrapiezos de la calle, que habitualmente despreciaban a las niñas, se disputaban sus sonrisas y hasta llegaban a pegarse por estar a su lado. AAgripina le molestaba todo en la muchacha. Sus éxitos, su vida fácil, aquella manera que tenía de hablar un tanto petulante... La magnífica boda de la joven, colofón brillante de su alegre vida de soltera, fue un amargo trago para la pobre mujer. Aquella mañana depositó alegremente la bandeja sobre la cama de su amo y, enseñando sus averiados dientes en una horrible mueca que quería ser una sonrisa, exclamó: ―Buenos días, don Luis. Vaya un precioso sol que tenemos. Parece el mes de mayo. ¿Qué tal va su reuma esta mañana? ¿Ha dormido bien? ―Solamente regular, hijita ―mintió el anciano con falso gesto compungido―. La muerte de esa criatura me ha tenido un tanto desvelado. Es terrible pensar que esta noche dormirá bajo tierra, la pobrecita. ―Vamos, vamos, no se aflija por ella, señor. Siempre dije que es usted demasiado bueno. Es terrible, naturalmente, pero pensándolo bien, todos tenemos que morirnos algún día. ―Bueno, calla ―interrumpió el anciano estremeciéndose―. Y no te quedes ahí como un pasmarote. Anda, prepárame la ropa para ir al entierro. Afanóse Agripina diligentemente con el traje menos raído de su señor. Pero un momento después volvió a romper el silencio.