Este documento narra la llegada de Nanda al convento de las Cinco Llagas. En el ómnibus que la lleva allí conoce a una mujer irlandesa muy católica que habla de la vocación religiosa de Nanda. Al llegar al convento, Nanda observa su limpieza y orden. La madre Radcliffe la recibe amablemente y la lleva a su nueva habitación después de despedirse de su padre, sintiéndose triste por dejar su casa.
Los atletas olímpicos de la antigüedad participaban en los juegos movidos por el afán de
gloria, pero sobre todo por las suculentas recompensas que obtendrían si ganaban..
Es una presentación desde el punto de vista histórico, escultórico y pictórico, gracias a la
cual podemos apreciar a través del tiempo como el arte ha contribuido a la historia de
los olímpicos.
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Los muros paramétricos son una herramienta poderosa en el diseño arquitectónico que ofrece diversas ventajas, tanto en el proceso creativo como en la ejecución del proyecto.
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El Land Art es un movimiento artístico surgido a finales de los años 60 y principios de los 70, en el que los artistas utilizan el paisaje natural como medio y materia prima para sus obras. A menudo, estas obras son de gran escala y se integran en su entorno de manera que alteran el paisaje de forma temporal o permanente. Aquí algunos puntos clave sobre el Land Art:
La arquitectura paleocristiana y bizantina son dos estilos arquitectónicos distintivos que se desarrollaron en la historia del arte y la arquitectura.
La arquitectura paleocristiana se refiere al estilo arquitectónico que surgió en los primeros siglos del cristianismo, desde aproximadamente el siglo II hasta el siglo VI. Este estilo se caracteriza por el uso de elementos como columnas, arcos, bóvedas y cúpulas, a menudo incorporando influencias de la arquitectura romana. Las iglesias paleocristianas tempranas solían ser de planta basilical, con una disposición longitudinal y un énfasis en la simplicidad y la funcionalidad.
Por otro lado, la arquitectura bizantina se desarrolló a partir del siglo VI en el Imperio Bizantino (el antiguo Imperio Romano de Oriente) y continuó hasta la caída de Constantinopla en 1453. Este estilo se caracteriza por el uso de cúpulas, arcos de medio punto, mosaicos elaborados, columnas esbeltas y una profusión de detalles ornamentales. Las iglesias bizantinas suelen tener una planta centralizada, con una cúpula central que domina el espacio interior.
Ambos estilos arquitectónicos reflejan la evolución del arte y la cultura durante períodos históricos específicos y han dejado un legado duradero en la historia de la arquitectura occidental.
Las características principales de la arquitectura paleocristiana son:
1. Planta basilical: Las iglesias paleocristianas tempranas tenían una planta basilical, es decir, una disposición longitudinal con una nave central y dos laterales.
2. Simplicidad y funcionalidad: El énfasis en la simplicidad y la funcionalidad era una característica importante de la arquitectura paleocristiana. Las iglesias solían ser espacios sencillos y sin adornos excesivos.
3. Uso de elementos romanos: La arquitectura paleocristiana incorporaba elementos de la arquitectura romana, como columnas, arcos y bóvedas.
4. Uso de cúpulas: Aunque no tan comunes como en la arquitectura bizantina, algunas iglesias paleocristianas también incluían cúpulas.
Las características principales de la arquitectura bizantina son:
1. Cúpulas: La arquitectura bizantina se caracteriza por el uso de cúpulas, que pueden ser grandes y dominantes en el espacio interior.
2. Arco de medio punto: Los arcos de medio punto son comunes en la arquitectura bizantina, tanto en las cúpulas como en los espacios interiores.
3. Mosaicos elaborados: Los mosaicos eran una forma de decoración muy importante en la arquitectura bizantina. Estos mosaicos solían representar escenas religiosas y eran elaborados y coloridos.
4. Columnas esbeltas: Las columnas en la arquitectura bizantina suelen ser delgadas y altas, dando una sensación de ligereza y elegancia.
5. Detalles ornamentales: La arquitectura bizantina está llena de detalles ornamentales, como motivos geométricos, cruces, hojas de acanto y otros elementos decorativos.
Estas son solo algunas de las características principales de cada estilo, pero es importante tener en cuenta sus difere
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INTROITO
“El catolicismo no es una religión, es una nacionalidad”. Con esta frase se puede
resumir todo lo bueno, y todo lo malo, del cristianismo, algo más que una religión, un
modo de vida, de no vivir, de no sentir. Paradójicamente esa es la parte buena, formar
parte de una religión, de un conjunto de normas, de dogmas, que cubren absolutamente
todas las facetas de la vida, todos los husos horarios, todas las fechas del calendario,
hace que la vida sea algo predecible, controlable, seguro. Una vida completamente
estabulada que impide la angustia, la desesperación, la impaciencia, y por tanto, la vida.
Una dictadura voluntaria en la que el talento, la belleza, la voluntad, la individualidad,
los instintos, son herejías. Toda religión es una oda a la mediocridad, a la vida es un
valle de lágrimas, un vulgar tránsito hacia el Paraíso o hacia el Infierno. Un borrarse a
uno mismo para dejarse inundar por Dios, un Dios autoritario, arbitrario, y castigador,
vamos castrense. Un vivir sin vivir, ni en mí ni en nadie, que alguien bienintencionado
podría definir como paz, serenidad, la paz, serenidad, de los cementerios. Lo mejor del
libro es que no está escrito desde el rencor, desde la distancia crítica, está escrito desde
la inocencia, con toques de crueldad, desde la fascinación, que como todo en esta vida
es temporal, no hablamos de una anodina vida de santos, ni de un devocionario de
catequesis. Antonia White habla desde dentro con la candidez, arrebato, de una
conversa, de una protestante, dejando al arbitrio, fe, del lector decidir si lo bueno
aplasta lo malo, o si lo malo está implícito en lo bueno. Leyendo este libro
sensualmente espiritual, como “Cinco sombras” de Eulalia Galvarriato, puedes llegar a
comprender a todas aquellas mujeres que tuvieron que sufrir una castradora educación
religiosa, en internado o no, y lo difícil que es desprenderse de esa costra de falsa
seguridad, integridad, de completa sumisión, anulación, para zambullirse sin flotador
en el incoherente, caótico, torbellino de la vida.
Julio Tamayo
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CAPÍTULO PRIMERO
Sentada muy derecha en el resbaladizo asiento, balanceando sus
piernas enfundadas en prietas polainas sobre la esterilla y
resguardando las manos del frío en su manguito de zarigüeya, Nanda
se dirigía al convento de las Cinco Llagas en un ómnibus tirado por
un solo caballo. El único panorama que se divisaba a través de las
ventanillas era el de la niebla, tan espesa que apenas si dejaba que la
luz amarilla de media tarde iluminara los rostros de los tres pasajeros
traqueteados por el carruaje que les conducía lentamente por calles
invisibles.
La tercera ocupante del ómnibus, incapaz de soportar por más
tiempo el silencio, y después de soltar algunas amistosas tosecillas
que no sirvieron para romper el hielo, se decidió a dirigir la palabra al
padre de Nanda. La mujer llevaba una polvorienta boina escocesa y
un sobretodo masculino de mezclilla. Por su acento, Nanda dedujo
que era irlandesa.
—Usted perdone, caballero —dijo la mujer—, ¿podría decirme si
estamos todavía muy lejos de Lippington?
—Siento no poder contestar su pregunta —repuso Mr. Grey con su
voz sonora y agradable—. Lo único que sé es que todavía no hemos
llegado al convento, porque le he pedido al cochero que me avise
cuando estemos allí. El pueblo propiamente dicho está un poco más
lejos.
—¿El convento? —dijo la irlandesa—. ¿Se refiere usted por
casualidad al convento de la orden de las Cinco Llagas?
—Sí —dijo el padre de Nanda—. Mi hija va a ingresar en el
internado precisamente esta tarde.
La irlandesa les miró con una expresión resplandeciente.
—¡Oh, es maravilloso! Supongo que usted debe ser católico,
¿verdad? —dijo con una pronunciación marcadamente irlandesa,
sobre todo en la palabra «católico».
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—Efectivamente, lo soy —asintió Mr. Grey.
—¿No le parece extraordinario que, estando como estamos en un
país protestante, los tres viajeros de este ómnibus seamos católicos?
—En realidad, soy un converso —explicó Mr. Grey—. Hace sólo
un año que fui bautizado por la Iglesia católica.
—¡Admirable! —dijo la irlandesa—. ¡Qué milagros obra la gracia
de Dios! Ya lo creo que sí. ¿Te has dado cuenta, pequeña, de la gracia
que has recibido al tener la fortuna de que tu padre sintiera la llamada
de la fe?
La mujer se inclinó hacia delante acercando su cara a la de Nanda.
—Así que vas al colegio de las monjas del convento de las Cinco
Llagas, ¿eh? Hay que ver la suerte que ha tenido esta señorita. Seguro
que los mismos santos velaron tu cuna. No hay en el mundo monjas
más santas que las de este convento. Yo tengo una prima..., Mary
Cassidy se llama, que es novicia en su convento de Armagh. Hará sus
votos definitivos el próximo febrero..., el día de la Purificación.
¿Sabes qué día es?
—El dos de febrero —dijo tímidamente Nanda, no muy segura de
acertar.
La irlandesa puso los ojos en blanco en señal de admiración.
—¡Dios sea loado! ¡Parece mentira! —dijo mirando a Mr. Grey—.
¿Y esta señorita no es católica desde la cuna?
El padre de Nanda puso cara de satisfacción.
—No, fue bautizada a los ocho años. No hace todavía un año. Pero
ha recibido la instrucción necesaria y se sabe muy bien el catecismo.
—Es maravilloso, de verdad —le aseguró la irlandesa—, y es un
signo de que ha recibido una gracia muy especial. No me extrañaría
en lo más mínimo. Es posible que esté llamada a hacer grandes cosas
al servicio de Dios. Quién sabe. No me sorprendería que más adelante
mostrara vocación religiosa.
—Todavía es muy pronto para pensar en eso —sonrió Mr. Grey.
Nanda empezó a sentirse un poco incómoda. Había oído hablar
mucho de la vocación, y le parecía que no tenía muchas ganas de
recibir esa llamada tan especial.
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—Dicen que Dios les habla cuando todavía son muy pequeños
—dijo la irlandesa en tono de misterio— y que la inocencia de sus
corazones les permite oírle mejor. Basta pensar en san Luis Gonzaga
o en san Estanislao de Kostka. La misma santa Teresa estaba
dispuesta a ser una mártir por amor a Dios cuando sólo tenla tres
años. ¿No le parece que sería precioso que esta niña ofreciera su vida
a Dios en acción de gracias por la conversión de su padre?
Aquella conversación le gustaba cada vez menos a Nanda. Era hija
única y se había entregado a su nueva religión con un fervor
notablemente precoz. Esa tarde, cuando se dirigía al colegio, contaba
ya con suficientes conocimientos del catolicismo como para saber que
el sacrificio que le proponía aquella mujer estaba muy en consonancia
con sus nuevas creencias. Pero aunque Nanda hubiera decidido ya en
su intimidad permanecer virgen toda su vida, e incluso pensado
seriamente dedicarse a cuidar a los leprosos de Molokai, no le hacía
mucha gracia la idea de cortarse el cabello, vivir en una celda y no
volver a ver nunca su casa. Cuando el carruaje se detuvo y el cochero
bajó del pescante y dio unos golpecitos en la ventanilla, Nanda se
sintió muy aliviada.
—Ya debemos haber llegado al convento —dijo Mr, Grey—.
Nosotros bajamos aquí. Lippington está un poco más adelante.
—Dios les bendiga a los dos —dijo la irlandesa—. Adiós, señorita.
Di cada mañana una oración para dar las gracias a Dios y a los santos
por tu conversión. Y acuérdate de vez en cuando de decir también una
oración por mí, por Brígida Mulligan. Las plegarias de los niños son
las que tienen más fuerza. Esta noche rezaré cinco decenas por ti,
pidiendo que llegues a ser una buena católica y un consuelo para tu
padre en su ancianidad.
Al bajar del ómnibus Mr. Grey depositó algo en la mano de la
andrajosa mujer.
—Dios le bendiga, caballero —gritó mientras ellos se alejaban—.
La Madre de Dios ha querido que coincidiésemos. Que santa Brígida
y todos los santos les guarden.
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El carruaje ya se había ido traqueteando hasta desaparecer en la
niebla, pero Nanda y su padre todavía tuvieron que esperar unos
minutos en el umbral del convento antes de que el ventanillo de la
puerta principal se abriera para volver a cerrarse inmediatamente.
Tras oír un prolongado estrépito de cadenas y cerrojos vieron por fin
abrirse la puerta, y una novicia les rogó que entrasen.
—Espere aquí en la portería, Mr. Grey —dijo la hermana con una
voz muy tranquila—. Voy a buscar a la madre Radcliffe.
Mientras esperaban a la madre Radcliffe, Nanda se dedicó a
estudiar el sitio donde se encontraba. Una larga pared encalada y un
piso con baldosas rojas consolaron sus escocidos ojos. Al final del
pasillo se veía una imagen de Nuestro Señor vestido con una túnica
de color blanco. En el pecho, como si fuera una condecoración, tenla
un corazón rojo rodeado de espinas. La cabeza, inclinada y con el
pelo castaño claro, era agradable y algo femenina. El halo de latón
que la rodeaba había sido abrillantado con infinito esmero y
parpadeaba reflejando el temblor de una pequeña lámpara de cristal
que ardía en el pedestal. Nanda no recordaba haber visto en su vida
nada tan limpio y desnudo como aquel pasillo. Olía a jabón y a cera
de abeja, y desprendía además un ligero aroma dulzón que Nanda
sabía que era de incienso.
Al lado de la puerta de la habitación de la hermana portera había,
junto a un aviso que prohibía la entrada a los seglares, una tarjeta
impresa con una doble hilera vertical de perforaciones adornada con
un par de fichas de las que se usan para marcar los tantos en el juego
del cribbage [Juego de naipes para dos, tres o cuatro personas. (N. del T.)]. En
la parte superior de la tarjeta decía: «La madre Radcliffe», y debajo,
sobre cada una de las hileras de perforaciones: «se encuentra en» y
«se ruega que vaya a». En medio, ala altura de cada par de agujeros,
habla una lista de los diversos lugares donde podía estar o ser
requerida la presencia de la madre Radcliffe: «meditación», «jardín»,
«colegio», «noviciado», «granja», «locutorio», «recreo». Cuando
Nanda llamó la atención de su padre sobre este detalle él se mostró
admirado ante el ingenio del dispositivo.
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—Las monjas son seres maravillosamente prácticos —le dijo—.
Todo eso que suele decirse de su espíritu soñador, de su falta de
contacto con la vida, no son más que tonterías. Se pasan cada minuto
del día haciendo cosas útiles. Me sentiría satisfecho con sólo que
aprendieras de ellas una virtud.
—¿Cuál papá?
—Que aprendieras a no perder nunca el tiempo.
A pesar de lo ingeniosa que era la tarjeta perforada parecía que a la
hermana le costaba bastante encontrar a la madre Radcliffe. Sin
embargo la monja acabó apareciendo al otro extremo del pasillo. Se
acercó hacia ellos dos caminando con un paso que Nanda conocería
pronto muy bien, un paso característico de todas las monjas de aquel
convento: ni lento ni apresurado sino suave y deslizadizo. La madre
Radcliffe avanzó sonriente, sin acelerar ni por un momento su
marcha, con las manos metidas en las negras mangas del hábito. Su
pálido rostro era tan afilado que la rizada toca blanca se cerraba en su
mentón en un ángulo muy agudo. La toca atañó el rostro de Nanda
cuando la madre se inclinó para darle un beso.
—Así que ésta es Fernanda —dijo con voz amable—. Me alegro
muchísimo de conocerte, pequeña. ¿Quieres despedirte de tu padre
aquí mismo o prefieres estar un ratito más con él en el salón?
Nanda vaciló pero Mr. Grey echó una mirada a su reloj y dijo:
—¿Qué te parece, Nanda? Es tarde y harás esperar a la madre.
Aunque me quedaré un rato, si quieres.
—No te preocupes, papá —dijo Nanda, mecánicamente.
Repentinamente se sintió abandonada y triste, deseosa de
encontrarse en habitaciones cochambrosas y pequeñas, pero con
humeantes chimeneas y reconfortantes olores a tabaco y a tostadas
con mantequilla. Pero era una de esas niñas que por mucho que
quieran no pueden sino portarse bien.
—Así me gusta, valiente —dijo la madre Radcliffe en tono de
aprobación.
Su padre le dio un cariñoso abrazo y le dejó una moneda de media
corona en el manguito.
—Adiós, Nanda. Le diré a tu madre que estás muy contenta aquí,
¿te parece? El domingo vendremos a verte. No faltan más que cinco
días.
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—Adiós, papá.
La madre Radcliffe actuó con mucho tacto, seguramente porque
comprendió que Nanda prefería no oír el golpe metálico de la
claveteada puerta de entrada cerrándose detrás de su padre, y la
condujo inmediatamente por el rojo embaldosado del pasillo sin dejar
de hablar ni un instante. Tras volver la esquina, al cruzar frente a una
puerta de roble, la madre Radcliffe detuvo un instante su marcha para
hacer una genuflexión y santiguarse. Nanda, cuya mano derecha
estaba firmemente sujeta en la mano de la monja, fue cogida por
sorpresa, pero se las arregló para hacer una torpe genuflexión. Como
no se atrevió a soltarse, hizo la señal de la cruz con la izquierda,
confiando en que la monja no se daría cuenta. Pero aunque la
voluminosa toca ocultaba su perfil, la madre Radcliffe lo veía
todo.
—Por favor, Nanda —le dijo—, no es así cómo se persignan los
católicos. Hacerlo con la mano izquierda es una irreverencia.
Nanda se quedó azorada de vergüenza. Pero al volver la siguiente
esquina vio cosas tan interesantes que en seguida olvidó su fallo.
—Este es el pasillo del colegio —le explicó la madre Radcliffe—.
Ahí tienes a algunas de tus compañeras. No seas tímida. Este curso
han llegado muchas nuevas.
Al final del pasillo habla un gran cuadro al óleo que representaba a
Nuestro Señor mostrando sus cinco llagas.
—Mira, Nuestro Señor te da la bienvenida —dijo la monja—. Si
algún día sientes nostalgia de tu casa, recuerda que para un católico su
hogar es cualquier sitio donde esté Nuestro Señor.
En lugar de contestar Nanda apretó con más fuerza la fría y seca
mano de la madre Radcliffe. A Nanda le gustaba pensar en asuntos
religiosos, pues esta actividad le proporcionaba una secreta y
deliciosa alegría, pero detestaba manifestar sus ideas en voz alta
porque al hacerlo se sentía incómoda y cohibida. Todavía era una
conversa muy primeriza.
Fue por lo tanto para ella un gran alivio que, de repente, se abriera
una puerta y saliera corriendo por ella una niña pelirroja con una
blusa azul. Al ver la monja frenó bruscamente su carrera e hizo un
remedo de reverencia.
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—No corras, Joyce —le dijo la madre Radcliffe—. Creí que este
curso asistías a clases de modales.
—Perdón, madre —dijo Joyce de bastante mala gana.
A Nanda le gustó. Era pecosa y su agradable sonrisa dejaba al
descubierto unos dientes muy blancos. Pero como Joyce era dos años
mayor que Nanda no dedicó a la recién llegada más que una mirada
rápida y burlona.
Luego se abrieron otras puertas y aparecieron corriendo más niñas
de todas las edades. Casi todas iban con el uniforme, que constaba de
una blusa listada y una falda oscura, pero Nanda vio también algunos
vestidos de terciopelo, algunas cadenitas de oro y cabezas peinadas
con rizos al estilo norteamericano que delataban a las nuevas. Nanda
se alegró al pensar que la ropa que ella llevaba puesta era poco
llamativa y no atraería las miradas. Las chicas mayores le dieron la
sensación de estar alarmantemente crecidas, quizás debido a sus
enormes moños sujetos con peinecillos. Se preguntó si algún día
osaría hablar con aquellos seres tan majestuosos. Incluso las que sólo
tenían catorce años parecían al menos de veinte con aquellas faldas
largas y sus estrechas y esbeltas cinturas ceñidas con cinturones de
cuero. Al pasar la madre Radcliffe las chicas la saludaban con una
reverencia. La mayoría de ellas lo hacían de manera apresurada y
torpe, pero algunas chicas se inclinaban lenta y profundamente, y era
muy bonito verlas. Nanda pensó que debía ser muy difícil hacer tan
bien las reverencias, y suspiró lamentando su profundísima
ignorancia.
Luego empezó a oírse el tañido de una campana y a los pocos
instantes salieron por las puertas acristaladas todavía más niñas. Dos
graciosas criaturas de piel morena con aros de oro en sus orejas se
cruzaron con Nanda hablando castellano a voz en grito.
Después la madre Radcliffe detuvo a una chica muy alta que
llevaba una trenza que le llegaba hasta la cintura y ostentaba una
banda azul que cruzaba su bonito pecho.
—Madeleine —le dijo la monja—, ésta es una nueva interna.
Se llama Fernanda Grey. Llévala a la parte de las pequeñas.
—Sí, madre —dijo graciosamente Madeleine haciendo al mismo
tiempo una lenta y admirable reverencia sin doblar su larga espalda.
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La monja hizo una inclinación de cabeza.
—Mañana por la mañana iré a verte, Nanda. Si quieres algo no
tienes más que venir a verme a mi despacho. Lo reconocerás
fácilmente porque en la puerta hay un cartel que dice: «Directora de
Disciplina.»
Nanda intentó, sin demasiado éxito, hacer una reverencia. La fría
mirada de Madeleine le hizo pensar que su esfuerzo había resultado
un estrepitoso fracaso. En cuanto la madre Radcliffe les dio la
espalda, la nueva guía de Nanda le preguntó en tono altanero:
—¿Ya has estado en Nuestra Señora del Perpetuo Socorro?
—Creo que no —dijo Nanda bastante desconcertada.
—Bueno, lo mejor será que vengas conmigo. Sígueme —dijo
Madeleine con ostensible aburrimiento, pero resignada.
Abrió luego una puerta y Nanda vio una habitación llena de niñas
parlanchinas y excitadas que estaban poniéndose sus uniformes. Una
monja de expresión preocupada la asaltó y mirándola con ojos miopes
le preguntó llena de ansiedad:
—¿Eres Nora Wiggin?
—No, soy Fernanda Grey.
—Debes ser de la talla 36, ¿verdad?
—Sí, madre.
—Pues no tenemos uniforme para ti. Durante unos días tendrás que
ponerte lo que hayas traído de casa. ¿Dónde puede estar Nora
Wiggin? Tenía que haber llegado a las seis. Espero que no se haya
perdido con tanta niebla. Deja el sombrero y el abrigo en esa silla,
Fernanda. Dóblalo bien. Así, muy bien, niña. Ahora clava con un
alfiler un pedacito de papel con tu número,
—Sí, madre —dijo Nanda cumpliendo lo que le decía.
—Así me gusta. Ahora tendrás que ir a ver a la madre Frances.
—Ahora mismo iba a acompañarla —dijo la virtuosa Madeleine.
Mientras trotaba detrás de Madeleine por los escalones de piedra,
Nanda se atrevió a preguntar:
—¿Dónde estaba Nuestra Señora del Perpetuo Socorro?
—Nuestra Señora del Perpetuo Socorro es el nombre de la
habitación donde hemos estado. Todas las habitaciones del convento
de Lippington tienen el nombre de una virgen o un santo. ¿No lo
sabías? —dijo Madeleine.
15. 15
Al principio la nomenclatura le resultó muy difícil a Nanda, pero
pronto se acostumbró. Al terminar su primera semana en el convento
ya no se hacía un lío si alguien decía, por ejemplo: «Esta tarde,
cuando entraba en Santa María Magdalena sin los guantes puestos me
sorprendió la madre Prisca que salía de San Pedro Claver.»
Pero pronto se quedó Nanda sin aliento, y no pudo hacer más
preguntas. Los escalones de piedra se alargaban, tramo tras tramo, y
las largas piernas de su acompañante continuaban ascendiendo
inexorablemente. Las de Nanda, mucho más cortas, empezaron a
quejarse y dolerle, como si alguien le hubiera atado unos fuertes
nudos detrás de cada rodilla. Pero no se atrevió a pedirle a la regia
Madeleine que fuera más despacio. Cuando llegaron ante una puerta
que dejaba traslucir el resplandor de una luz, Nanda tenía la cara
enrojecida y estaba casi marcada de cansancio.
—Le traigo una niña nueva, madre Frances —anunció Madeleine
haciendo bajar a Nanda de un empujón los tres peldaños que daban
acceso a un aula amplia en la que había una monja alta y muy guapa
rodeada de un grupo de niñas de la misma edad de Nanda que se
quedaron mirándola fijamente.
—Te estábamos esperando —dijo la madre Frances.
Tras su primera expedición por el convento, Nanda, que se cruzó
en su recorrido con numerosas monjas, se había preguntado si algún
día sería capaz de distinguirlas. Con sus hábitos negros y sus blancas
tocas rizadas, le parecían todas iguales. Pero al mirar a la madre
Frances pensó: «A ésta no la confundiré con ninguna.» La monja le
devolvió su mirada con una sonrisa a la vez dulce e irónica. Tenía una
cara triangular tan blanca y transparente como una flor invernal. Sus
ojos alargados y rodeados de unas pestañas negrísimas brillaban casi
con el mismo azul pálido de los rapónchigos. Pero a Nanda le dio la
sensación de que su belleza estuviera deslucida por la escarcha. La
madre Ftances parecía demasiado especial, demasiado exquisita para
pertenecer a la realidad. Mientras duró la prolongada mirada divertida
de la monja, Nanda pensó al principio que parecía la Reina de la
Nieve; luego se dio cuenta, que nunca conseguiría sentirse a sus
anchas en presencia de la madre Frances. Toda su valentía se
desvaneció bajo la mirada de aquellos ojos tan notables. Nanda se
sintió muy pequeña y turbada y nostálgica y vulgar.
16. 16
La madre Frances apoyó su fría mano en las sonrojadas mejillas de
Nanda y recogió detrás de su oreja un mechón de pelo que le caía
sobre la cara.
—Creo que conoces a Marjorie Appleyard, ¿verdad? —preguntó
con una voz tan dulce e irónica como su sonrisa.
Al oír mencionar su nombre, Marorie sonrió distante y
educadamente.
Era una pequeña de rostro de porcelana que vivía en Earl's Court
[Barrio de Londres que en la época de la historia era de clase media. (N. del T.)],
no lejos de casa de los Grey, Nanda pensaba en su intimidad que
Marjorie era insoportablemente aburrida. Pero como ya hacía un año
que estudiaba en el colegio de Lippington en aquel momento apareció
ante sus ojos como una criatura digna de todo el respeto del mundo.
Nanda se fijó en la banda rosa que aligeraba el monótono azul oscuro
del uniforme de su conocida, cruzándose sobre su pecho como
la de Madeleine.
—Debes tratar de seguir los pasos de Marjorie —dijo la madre
Frances—. Ella consiguió la banda el primer trimestre que estuvo
aquí, y desde entonces no la ha perdido nunca.
El tono empleado por la madre Frances parecía decir
implícitamente que la posesión de la banda rosa era un mérito aunque
también un hecho ligeramente ridículo.
—¿Qué significa la banda rosa? —preguntó otra niña nueva, una
extranjera menuda y con mucho aplomo que llevaba un vestido de
lana a cuadros,
—Es un premio al buen comportamiento, Louise —dijo la madre
Frances—. Un premio que se da a las niñas que se han portado
exageradamente bien durante ocho semanas seguidas.
Algunas niñas soltaron risillas disimuladas, aunque también
reflejaban en sus rostros cierta inquietud. La madre Frances barrió el
grupo con una mirada burlona y dijo:
—Necesito una niña que se ocupe de Nanda algunos días, hasta
que conozca dónde está cada sitio. ¿Cuál de vosotras quiere
encargarse de Nanda Grey?
Le respondió un coro de voces que decían: «Yo, madre. Yo, por
favor.» Hubo incluso un par de niñas que levantaron la mano. La
madre Frances lanzó una severa mirada hacia esas manos, que
cayeron inmediatamente como plomadas.
17. 17
—En Lippington no se levanta la mano —dijo con frialdad la
monja—. Esto no es uno de esos colegios que hay por ahí.
A continuación se precipitó sobre una niña feúcha y cetrina que no
había dicho nada:
—Mildred, me parece que aquí tienes una oportunidad
extraordinaria —le dijo la monja con su más dulce acento—. Y lo
mismo te digo a ti, Nanda, porque Mildred es la mayor de todas las de
este curso, y también la que más tiempo lleva en Lippington.
—Sí madre —dijo Mildred contorsionándose de nerviosismo y no
demasiado contenta ante la perspectiva que se le avecinaba.
—Creo que no le estás dando precisamente un buen ejemplo a
Nanda, ¿no te parece? Esta niña no ha venido a que le enseñemos a
culebrear cuando una madre le dirige la palabra. Como sigas así,
Nanda va a creer que éste es el colegio en el que se enseña a las niñas
a encogerse, retorcerse y desmayarse enroscándose como una
serpiente.
—Oh, madre Frances —dijo Mildred haciendo todavía más
contorsiones.
Todas las niñas, hasta la propia Nanda, se rieron.
—¿En qué libro sale esta frase? —preguntó bruscamente la monja
a Nanda.
—Alicia en el país de las maravillas —respondió Nanda como un
rayo.
—Muy bien.
Fue el primer triunfo de Nanda. Pero la madre Frances lo echó a
perder inmediatamente diciéndoles a las otras niñas:
—Creo que pronto podréis comprobar lo mucho que ha leído
Nanda. Es hija única y su padre es un hombre muy inteligente.
Mientras que ninguna de vosotras ha empezado todavía a aprender
latín, Nanda hará todos los días un ejercicio de latín para enviárselo a
su padre. Así que si no entendemos algo de lo que dice el sacerdote en
la capilla no tenemos más que preguntárselo a Nanda y ella nos lo
traducirá.
La pobre Nanda dirigió mentalmente cuantas injurias se le
ocurrieron contra aquella lengua que desde los siete años se burlaba
de sus esfuerzos por aprenderla. Su padre estaba firmemente
convencido de la importancia de la educación clásica, y el único
detalle de Lippington que despertaba recelos en él era que no había
profesora de griego. Nanda se sonrojó al comprender la excentricidad
de su padre, y sintió el alocado impulso de huir corriendo del grupo
de niñas burlonas cuyos padres no creían necesario que aprendieran
latín.
18. 18
Pero la madre Frances no había terminado todavía. Se había
guardado su pulla más cruel para el final.
—Mildred, para que Nanda llegue puntualmente a misa tendrás
que levantarte muy temprano. El padre de Nanda quiere que se dé un
baño frío todas las mañanas, y no habrá más remedio que llamarla con
un cuarto de hora de antelación.
Este comentario cayó incluso más en gracia que el referente a las
clases de latín. Nanda creyó que después de aquello quedaría marcada
para toda su vida. Y pensó que jamás podría superar la vergüenza que
estaba pasando. Pero la madre Frances, como un torturador experto,
juzgó que ya bastaba.
—Tu pupitre es el último de la fila de la derecha —le dijo a Nanda
en un tono muy cariñoso. Luego, dirigiéndole una sonrisa especial,
como si ellas dos compartieran algún divertido secreto, añadió—:
El que está debajo del ángel rosa.
Nanda aceptó agradecida esta autorización para retirarse.
Su pupitre estaba al final de una larga fila, y muy alejado por
consiguiente de la mesa de la profesora. Entre su fila y la de al lado
habla, una imagen de Nuestra Señora sostenida a ambos lados por
unos ángeles de alas plegadas y largos ceñidores al viento. A Nanda le
pareció un privilegio que su sitio estuviera al lado de aquella santa
presencia. Abrió el pupitre, que estaba casi vacío. No había más que
una estampa del Sagrado Corazón pegada a la parte inferior de la
tapa, y un recorte cuadrado de encaje negro que no consiguió adivinar
para qué debía servir. Lo examinó preguntándose si no podía acaso
pertenecer a otra niña, pero comprobó que en un trocito de cinta
cosida al dobladillo aparecía el número que le habían asignado,
bordado con unas bonitas cifras. Seguía contemplando maravillada
estas cifras y la exquisita caligrafía ronde [redondeada] de la tarjeta con
su nombre, cuando desde un lugar lejano situado en las profundidades
del edificio empezó a sonar una campana.
Levantó los ojos para buscar a Mildred, por quien empezaba a
sentir cierta antipatía, y la encontró de pie a su lado.
—Cierra el pupitre —le ordenó Mildred—. Siempre que suene una
campana tienes que abandonar lo que estés haciendo, sea lo que sea.
Esta es la llamada para la cena. A la fila, rápido.
19. 19
Las otras niñas se habían callado y estaban formando ya una fila.
Mildred la empujó a un hueco que quedaba entre dos niñas y la
pellizcó para que se pusiera derecha. La madre Frances, que tenía en
la mano un pequeño objeto de madera en forma de libro diminuto,
revisó la fila como un aburrido, pero eficaz oficial. Luego cerró
súbitamente el librito produciendo un ruido seco y muy audible, y la
fila se puso en marcha. La fila de las pequeñas avanzó junto a las de
las mayores como un compacto regimiento que sólo se rompió al
llegar al refectorio. Las pequeñas fueron distribuidas de una en una o
por parejas en las diversas mesas, cuyos restantes sitios fueron
ocupados por mayores. En cada mesa había una «presidente»
y una «vicepresidente», ambas de edad responsable, que eran las
encargadas de trinchar la carne, mantener el orden y procurar que las
demás se comieran la aborrecida grasa hasta el último pedacito. Las
largas filas se estiraron de un extremo al otro del gran refectorio, y las
ciento veinte niñas se quedaron en pie esperando la señal. Despistada,
Nanda se sentó, pero en seguida se levantó avergonzadísima al notar
un nuevo pellizco de Mildred. Una chica alta murmuró desde una de
las mesas situadas en el centro de la sala:
—Bendícenos Señor, y bendice también los alimentos que vamos a
tomar, por Cristo Nuestro Señor.
Un fuerte «Amén» de todas las niñas le contestó. Después sonó
una campanilla; las niñas arrastraron hacia atrás sus sillas haciendo un
ruido parecido al de un trueno, y se sentaron. Se oyeron algunas voces
aquí y allá que fueron inmediatamente acalladas, y por fin sonó la
campanilla que autorizaba las conversaciones. Y allí fue Babel. Nanda
estaba demasiado aturdida para decir nada y no podía hacer otra cosa
que mirar la espaciosa y alargada estancia, sus paredes color azul
pavo real, su alta tarima con un atril, y los diversos cuadros. «Jamás
hubiera podido imaginar que hubiera tantos cuadros en el mundo»,
pensó para sí. Todas las habitaciones en las que había estado desde su
llegada al convento de las Cinco Llagas tenían su cuadro o su imagen.
El refectorio contaba con una provisión especialmente abundante. En
medio de una de las paredes había un gran óleo que reproducía la
Asunción de Murillo. Sobre el atril colgaba un cuadro del Niño Jesús
vestido con ropa de color blanco y amarillo (los colores papales,
como recordó Nanda, enorgulleciéndose de sus conocimientos).
Estaba en una colina y tenía los brazos extendidos de modo que tras
él se proyectaba una sombra negra en forma de cruz. Al fondo se veía
un manzano en plena floración, con una serpiente enroscada en torno
a su tronco.
20. 20
Por fin, en un estante situado sobre el estrado, había una estatua de
un joven que llevaba una blanca sobrepelliz y estaba mirando un
crucifijo. Al principio Nanda creyó que podía tratarse de san Luis
Gonzaga, pero posteriormente descubrió que era san Estanislao de
Kostka.
La cena consistió aquella primera noche en carne guisada y arroz,
acompañada de col a la vinagreta y un té dulzón al que ya habían
añadido un poco de leche y que les sirvieron con unas grandes teteras
metálicas. Nanda no tenía hambre y al contemplar aquella
mezcolanza de alimentos tan dispares sintió náuseas. Pero la
presidente de su mesa, la perfecta Madeleine, insistió en que tenía que
comérselo todo. Ni siquiera le permitió dejar la col, haciendo caso
omiso de las indicaciones de la vicepresidente, una simpática
irlandesa, que sugirió que siendo su primera noche allí se le tolerase
no probarla.
—Tienes que aprender a hacer las cosas que no te gustan —le dijo
Madeleine—. Y cuanto antes empieces, mejor.
A continuación aprovechó la oportunidad para recordarle a Nanda
cuáles eran las horribles consecuencias, temporales y espirituales, que
podía tener el hecho de negarse a hacer un esfuerzo por no hacer
remilgos a la hora de las comidas.
—Si cedes a tus caprichos en las cosas pequeñas también cederás
más tarde en las importantes. Es posible que un día, cuando ya seas
mayor, tengas que enfrentarte a una tentación verdaderamente grave.
La tentación de cometer un pecado mortal. Cuando llegue ese
momento, si has aprendido a controlarte en las cosas pequeñas, si has
adquirido la costumbre de decirle «no» al demonio inmediatamente,
podrás resistirle. Supongo que ya sabes que el demonio es muy
cobarde. Si le dices que no a la primera, generalmente se asusta tanto
que ya no vuelve a intentarlo otra vez.
Pero, al parecer, la consecuencia más inmediata de la presunta
negativa de Nanda a comerse la col era la de que podía perder su
«exención» si no andaba con tiento.
—¿Qué es una exención? —preguntó desconcertada.
Pero no consiguió que nadie le explicara en qué consistía, puesto
que lo máximo que le dijeron fue:
—El sábado lo sabrás.
21. 21
Sus compañeras de mesa tenían unos temas de conversación tan
interesantes que Nanda se contentó con escucharles fascinada. A
través de su locuacidad Nanda averiguó que existían en la realidad
aquellas mansiones solariegas, aquellos parques de ciervos, aquellas
niñas que poseían su propio pony, y otras maravillas de las que había
oído hablar en los libros de la Biblioteca Infantil Stead. Nanda poseía
toda una biblioteca de aquellos pequeños volúmenes de color rosa que
costaban dos peniques cada uno. Al parecer, en aquel momento se
encontraba sentada a la mesa con las habitantes de aquel mundo
deslumbrador. Hilary, la bonita irlandesa que desempeñaba el cargo
de vicepresidente, habló de las fiestas que habían dado en su casa el
pasado verano, y manifestó lo aburrida que se había sentido a lo largo
de esta estación en la que no se podía hacer nada más que jugar a
tenis.
—Y pensar —suspiró— que dentro de quince días empezarán a
cazar los cachorros de zorro y yo estaré en este sitio tan horrible...
Hasta Madeleine sonrió en simpatía con ella, aunque al cabo de un
momento se acordó de su deber moral y le dijo a Hilary que no
olvidase que le debía toda su lealtad a Lippington.
—Papá me ha prometido que en Navidad me regalará un caballo de
caza si consigo la banda rosa para la Inmaculada Concepción —siguió
Hilary, que era una niña de hombros rectos, cintura estrecha y cabeza
pequeña y bonita. A Nanda no le resultó difícil imaginársela con traje
de montar, convertida en un perfecto jinete a lomos de aquel caballo
que su padre le había prometido.
—Me gustaría saber si alguna vez piensas en algo que no sean
caballos —dijo sonriendo Madeleine.
—Son la única cosa en la que vale la pena pensar.
—¡Hilary! —dijo escandalizada Madeleine.
—Bueno, lo que quiero decir es que los caballos son mejores que
los seres humanos —dijo Hilary arrastrando las sílabas. Nanda pensó
que su voz y su actitud recordaban las de la madre Frances.
—¡Hilary! —repitió Madeleine escandalizada otra vez.
22. 22
Pero Hilary ya se había sumido profundamente en una discusión
técnica con otra experta en el tema ecuestre. Nanda hubiese dado
cualquier cosa por haber sido capaz de dejar caer un simple
comentario para demostrarles lo interesada que estaba por aquella
maravillosa conversación. Pero, aunque tenía una capacidad de
deducción muy desarrollada, estaba muy poco segura del terreno que
pisaba en materia de caballos, y sabía que aquellas niñas estaban
tratando un tema sagrado, y que el menor patinazo bastaría para
descalificar al intruso que demostrara con sus palabras no ser un
iniciado. De modo que se limitó a escuchar con los ojos muy abiertos,
rabiando de ganas de saber distinguir un caballo pío de un ruano, y
preguntándose de qué color debía ser un rosillo. Nanda conocía mejor
que nadie la diferencia entre una columna jónica y una corintia, pues
Mr. Grey se lo había enseñado en su primera visita al Museo
Británico, cuando ella tenía solamente cinco años. Pero ahora pensó
que hubiera sido infinitamente feliz si le hubiese enseñado además de
los estilos arquitectónicos griegos, o incluso en lugar de eso, a
distinguir un alazán de un picazo.
Siempre amable, Hilary se fijó en la concentrada atención con que
las escuchaba Nanda.
—¿Te gustan los caballos?
—Oh, sí —susurró Nanda.
—Supongo que tienes un pony, ¿verdad?
—Bueno, n-no. Todavía no —dijo Nanda que consiguió conservar
la suficiente presencia de ánimo para tartamudear aquella respuesta—.
No tengo un pony mío. Pero a veces me dejan montar en un viejo
caballo blanco...
—¿Blanco? Querrás decir un bayo —dijo Hilary volviendo a
reanudar su conversación con Margaret, una auténtica experta.
Nanda se sintió aplastada. Pero tuvo que admitir que lo tenía
merecido. No era culpa suya que nadie le hubiera dicho nunca que los
únicos caballos «blancos» eran los árabes y los de circo, pero no tenía
por qué haber mencionado aquel pony. En realidad era un caballito
viejo, gordo y de respiración sibilante que el rector de su parroquia le
prestaba a veces a Mr. Grey para segar el césped donde jugaban a
croquet. En toda su vida jamás había sido ensillado. Durante los años
23. 23
que pasó en Lippington Nanda se encontró incurriendo a menudo en
pequeñas exageraciones de esta clase. Si suavizaba y sacaba de
sus proporciones reales los perfiles de su hogar no era por
esnobismo ni tampoco por lucirse ante las demás, sino casi siempre
por ese angustioso deseo —tan peculiar de los niños que viven en
régimen de internado— de ser como las demás. Cuando todo el
mundo hablaba de su mayordomo parecía ridículo no poder
mencionar más que a la camarera, y acabó acostumbrándose a
referirse a ella descuidadamente con el nombre de «nuestro
mayordomo». La casita de campo de Sussex acabó gradualmente
convirtiéndose en «nuestra casa solariega», pero tuvo la prudencia de
referirse a ella lo menos posible.
Madeleine dejó que continuara algunos minutos más la
conversación sobre caballos, pero luego la desvió por caminos más
edificantes. Uno de los deberes de la presidente de mesa —que habían
sido detalladamente relacionados por la madre fundadora— consistía
en evitar que la conversación fuera demasiado acalorada, demasiado
mundana o demasiado limitada a algunas de las comensales.
—Desde luego, las vacaciones de invierno, con la Navidad y todo
lo demás, son muy bonitas —anunció—, pero las largas vacaciones de
verano también tienen algo especial. En verano tenemos oportunidad
de conocer mejor a nuestros padres, y de darles la satisfacción de
disfrutar de nuestra compañía.
Nanda no pudo evitar que se le ocurriera pensar cuál podía ser la
satisfacción que podían tener los padres de Madeleine cuando se iba a
su casa con ellos. Su carácter era tan intachable que le recordaba a
ciertas heroínas de los libros que leía los domingos por la tarde
cuando todavía era protestante.
—Además, hay algunas fiestas preciosas —prosiguió Madeleine—.
La principal, naturalmente, es la fiesta de la Asunción. Nosotros
pasamos un día muy bonito. Vino el padre Whitby de Stonyhurst y
celebró la misa en nuestra capilla. Y mi hermanita Philomena hizo su
Primera Comunión. Sólo tiene ocho años, pero el padre Whitby dijo
que estaba perfectamente preparada para recibir a Nuestro Señor.
Durante todo este discurso Madeleine vigiló a Nanda por el rabillo
del ojo a fin de asegurarse que estaba pendiente de lo que ella decía.
Sus palabras provocaron un murmullo de admiración en toda la mesa.
24. 24
—¡Ocho años! Si es una chiquilla —dijo Hilary—. Algunas de las
mayores todavía no la han hecho, y eso que tienen once y doce años.
—Creo que el actual Papa quiere que los niños hagan la Primera
Comunión de pequeños —apuntó una niña que todavía no había dicho
nada—. No me sorprendería que rebajasen oficialmente la edad
mínima.
—Sí, es posible que Su Santidad te conceda una audiencia privada
para comunicarte cuándo piensa tomar esa decisión —dijo Madeleine
con sombrío humor—. Nosotras no somos quiénes para tratar de
adivinar qué es lo que va a hacer Su Santidad —añadió volviendo a su
tono normal.
Sonó la campanilla para la acción de gracias. Mientras hacía la
señal de la cruz con gran reverencia Madeleine consiguió seguir
vigilando a las niñas de su mesa sin perder la compostura.
Después, de sección en sección, las niñas salieron del refectorio en
fila. Las últimas fueron las pequeñas.
La madre Frances estaba esperándolas en el pasillo.
—Como es la primera noche y estáis cansadas —les dijo—, esta
noche no habrá recreo vespertino. Diréis vuestras oraciones y subiréis
directamente a la cama.
Algunas niñas gimieron «Oh, madre», pero bastó una mirada de la
monja para silenciarlas.
—Subid deprisa y en silencio arriba, recoged vuestras mantillas, y
luego iremos a decir nuestras oraciones de la noche a la capilla del
Sagrado Corazón —les ordenó.
Nanda se alegró de saber para qué servía el cuadrado de encaje
negro que había encontrado en su pupitre. Siguiendo el ejemplo de las
demás, se cubrió con él la cabeza. Luego se puso un par de guantes de
hilo de Escocia azul marino que encontró en otro rincón, y avanzó en
fila con las demás por el pasillo de baldosas rojas por el que había ido
acompañada de la madre Radcliffe al llegar al convento, y entró en la
capilla por la puerta claveteada frente a la que había cometido el error
de persignarse con la mano izquierda.
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Las niñas se agruparon frente a la imagen de la pequeña capilla del
Sagrado Corazón. Al otro lado de una verja de hierro podían ver las
rojas lámparas del altar mayor. Detrás del vacío tabernáculo con su
puerta nacarada, se elevaba una enorme escultura blanca de Nuestro
Señor mostrando su Corazón a la beata Margarita María Alacoque.
A Nanda le gustó esta capilla; después del brillo del azul pavo real del
refectorio, era un consuelo para la vista. Le gustó también el ligero
aroma de crisantemos e incienso que flotaba a través de la reja desde
el altar mayor, y el olor —ya familiar— a cera de abeja que
desprendían los pequeños bancos de madera clara.
—Que Marjorie diga las oraciones —dijo en voz baja la madre
Frances—. Esta noche será mejor que las digamos susurrando, por si
acaso la madre Superiora está en la iglesia.
Las conocidas oraciones le sonaron como nuevas a Nanda
recitadas en aquel murmullo lento y sibilante. Le dio la sensación de
ser invadida por una ola de piedad al arrodillarse muy tiesa,
entrelazando fuertemente sus enguantados dedos,
«Gracias, Dios mío —dijo fervientemente en su interior— por
haberme permitido venir a este convento. Intentaré hacer todo lo
posible para que me guste, con tu ayuda. Ayúdame a ser buena y a
convertirme en una buena católica como las otras.»
Marjorie estaba diciendo las letanías.
—Turris eburnea —murmuró.
—Ora pro nobis —susurraron veinte voces.
—Turris Davidica.
—Domus aurea.
—Foederis arca.
—Janua coeli.
Nanda trató de decir sus «ora pro nobis» con mayor intensidad
cada vez. Se sentía inundada de un sentimiento que en parte era un
amor apasionado por Nuestra Señora y en parte simple placer por la
belleza de aquellas palabras que las niñas no pronunciaban con el
áspero acento inglés de su padre sino con suavidad italiana.
Nanda no pudo unir su voz a la de las demás cuando rezaron la
última oración, aunque pronto la conocería tan bien como el
Avemaría.
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—Te rogamos que nos des Tu protección, oh Santísima Madre de
Dios —empezó Marjorie. Luego las demás continuaron—. Atiende
nuestras oraciones y líbranos de todos los peligros, oh gloriosa y
bendita Virgen Maria.
A Nanda le hubiera gustado quedarse indefinidamente en la
tranquila capilla, pero pronto sonó el «clic» con que la madre Frances
la devolvió a la realidad. Estaba empezando a aprender a obedecer. Se
levantó rápidamente y, tras hacer una genuflexión en dirección al altar
mayor, salió con las demás de la capilla.
Las pequeñas tenían sus camas en el dormitorio Nazaret, situado
en lo alto del edificio, un piso más arriba que su aula. La única
información acerca de los dormitorios de internados que poseía
Nanda procedía de sus lecturas, en las que siempre eran descritos
como lugares aterradoramente desnudos y comunitarios, de modo que
se sintió muy aliviada cuando comprobó que en Nazaret cada niña
dormía en un pequeño cubículo cerrado por cortinas blancas que la
aislaban de las demás. Una vez cerradas las cortinas quedaba espacio
solamente para la cama y un estrecho pasillo pata desnudarse o
arrodillarse. Mildred le enseñó que la función de la única silla que
había en tan pequeño recinto no era la de servir para sentarse sino
para depositar la ropa. La silla, una vez colocadas en ella las prendas
cuidadosamente dobladas de acuerdo con el método prescrito, debía
dejarse fuera del cubículo. También le dijo que si tenía sed debía dejar
sobre la silla un vaso que llenaría de agua una niña encargada
específicamente de esta tarea. Generalmente las niñas dejaban las
medias colgadas sobre el respaldo de la silla, pero Nanda descubrió
que se había puesto de moda dejarlas extendidas encima de la ropa en
forma de cruz.
Nadie tenía autorización para tener espejo. De la pared del
cubículo colgaba únicamente un esmalte con una imagen de la
Inmaculada Concepción y de las Cinco Llagas y una pequeña divisa
de franela roja, símbolo del Sagrado Corazón. Mildred le dijo a
Nanda que, si quería, podía poner además alguna otra imagen o
estampa, o las fotografías de sus parientes más próximos.
—Debes desnudarte aquí dentro —le susurró Mildred—, pero luego
has de ponerte la bata y salir a cepillarte el pelo fuera.
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Cuando Nanda reapareció con el cepillo preparado, Mildred ya
estaba torturando su lacio y moreno cabello, recogiéndolo en una
práctica trenza.
—¿No vas a hacerte una trenza? —le preguntó severamente
Mildred sin soltar el extremo de cinta que sujetaba entre los dientes.
Nanda había llevado el pelo suelto toda la vida, pero no se atrevió
a confesarlo y prefirió contestar con una verdad a medias:
—No sé hacérmela.
—Pobre niña —se burló Mildred—. Esta noche te la haré yo.
Vuélvete.
Nanda se sometió a las manos de Mildred que le cepilló todo el
cabello hacia atrás formando una trenza dolorosamente tensa. Los
huesudos y eficaces dedos la ataron incluso más fuerte, hasta que
Nanda creyó que le iban a saltar los ojos de las órbitas.
Sonó una campana.
—Métete en cama, deprisa —susurró Mildred. Y Nanda la
obedeció agradecida.
La campana volvió a tintinear y luego se oyó el ruido de las niñas
metiéndose en sus camas y corriendo las cortinas. Por fin hubo una
voz que no era la de la madre Frances sino otra, con acento extranjero
y aparentemente de anciana, que dijo:
—Que la Preciosísima Sangre de Jesucristo Nuestro Señor...
Veinte voces agudas respondieron desde los cubículos:
—...lave todos mis pecados.
Y a continuación se hizo un silencio absoluto.
Alguien bajó la llama de gas. Nanda se apretujó contra la
almohada, y vio en el techo la sombra enorme que proyectaba una
monja a su paso. Algunos minutos después la sombra llegó junto a su
cubículo; se detuvo un momento y desapareció. Las cortinas se
abrieron y entró una monja con gafas oscuras que acercó un objeto
apenas visible a Nanda.
—Niña —dijo la monja tras dejar transcurrir una corta pausa.
Seguía ofreciendo el objeto a Nanda.
—¿Eres nueva? —le preguntó la monja.
—Sí, madre —susurró Nanda.
—Toma, es agua bendita, pequeña.
Nanda extendió dos dedos, los humedeció en la esponja que había
en la pequeña pila, y se persignó.
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—Vuelve a tenderte —le dijo la monja amablemente—. ¿No
estarías llorando cuando he entrado?
—No, madre —dijo Nanda muy decidida.
—Muy bien. Pero estabas en una postura muy extraña. ¿No te ha
enseñado tu madre a dormir boca arriba?
—No, madre.
—Pues es mucho más conveniente que lo hagas así.
Nanda deshizo la cómoda bola en que se había enroscado, se puso
boca arriba, y estiró valientemente los pies hacia las heladas
profundidades de las sábanas.
—Así está mucho mejor —dijo cariñosamente la monja—. Y ahora
las manos.
Cogió las manos de Nanda y se las cruzó sobre su pecho.
—Ahora, ma petite —le dijo—, si el Señor decidiera llamarte esta
noche podrías recibirle tal como debería hacerlo todo buen católico.
Buenas noches, pequeña, y acuérdate de decir el Santo Nombre de
Jesús antes de dormirte. Que sea la última palabra que pronuncias este
día.
Y salió silenciosamente del cubículo.
Nanda conservó la rígida postura en la que había quedado durante
unos minutos.
«No voy a poder dormir en toda la noche», pensó apesadumbrada
al oír que un reloj daba las ocho en algún punto del exterior. Pero
mientras lo pensaba los párpados caían pesadamente sobre sus ojos y
sus manos empezaron a descruzarse. Apenas si tuvo tiempo de
murmurar «Jesús» antes de dormirse.
29. 29
CAPÍTULO II
Cuando la tarde del domingo siguiente una hermana le dijo que
debía acudir al salón, a Nanda le costó muchísimo creer que sólo
habían transcurrido cinco días desde el último que vio a sus padres.
Le daba la sensación de ser infinitamente mayor que la tarde de su
despedida. Era como si fuera una prenda de vestir que alguien hubiera
descosido para volver a coser de acuerdo con un nuevo patrón tan
diferente que, mientras trotaba tranquilamente detrás de la hermana,
vestida con el uniforme del colegio que estrenaba precisamente aquel
día, llegó al extremo de preguntarse si sus familiares la reconocerían
ahora que había adquirido tanta dignidad. Su cabello, que había
aprendido a recoger en una trenza hecha exactamente de acuerdo con
las normas de Lippington, estaba peinado muy tenso hacia atrás de
modo que ni un solo rizo quedara suelto sobre la despejada frente, y
lo coronaba un almidonado lazo azul oscuro. Se había quitado el
delantal y llevaba puestos los guantes de gala sin los que ninguna niña
del colegio podía entrar en el salón o la capilla.
El salón, situado en la parte más antigua del edificio —que
constituía también su núcleo principal—, había sido en sus primeros
tiempos, a finales del siglo XVIII, un salón de baile, y conservaba
todavía, con sus paredes azul pálido y sus cortinas de terciopelo, un
cierto aire secular. Las columnas estaban adornadas con doradas
molduras que representaban flautas y laúdes, y el parquet había sido
encerado y lustrado con tantísimo esmero que se hubiera dicho que
alguien había pretendido a posta convertirlo en una superficie
peligrosamente resbaladiza. Cuando entró en el salón, Nanda vio a su
padre y a su madre sentados junto a una ventana al otro extremo de la
estancia, En aquel mismo momento perdió su porte estirado y se
hubiera lanzado patinando hacia ellos olvidando cuanto le habían
dicho de no ser porque una mano contuvo su impulso al posarse en su
manga. Era la monja encargada del salón. En Lippington no estaba
permitido reunirse ni siquiera con los parientes más próximos sin la
adecuada surveillance [vigilancia].
30. 30
—Despacito, niña —susurró la monja—. En esta habitación
también hay otras personas. Tienes que saludarlas con una reverencia.
Y no te olvides de hacérsela también a tus padres antes de abrazarles.
También existe la costumbre, aunque sólo se trata de una formalidad,
de hacerle una reverencia a la surveillante [vigilante] al entrar.
Nanda se quedó mirándola desconcertada, pero la monja añadió
amablemente:
—Sólo si me encuentras en el salón. Si nos cruzamos fuera, no
nace falta. Ahora, anda, ya puedes ir a ver a tus queridos padres.
La surveillante se llamaba madre Pascoe. Al igual que la madre
Frances, era fácil de reconocer, aunque por una razón muy diferente:
caminaba cojeando y apoyándose en un bastón con una contera de
caucho. Era una de las pocas monjas a quienes podía imaginar
trasplantadas al mundo exterior; fuera del convento, pensaba Nanda,
la madre Pascoe tendría el aspecto de una tía corriente, con una mata
de pelo castaño entreverado con algunas canas grises, y una cinta de
terciopelo en torno al cuello. Sin embargo, la madre Pascoe estaba
rodeada de un halo de misterio. La mirada asustada de sus agradables
ojos de color desleído no se debía solamente al dolor casi constante
que le producía el tobillo roto que tan mal había sabido recomponer el
médico de la comunidad, sino también a otro motivo. En Lippington
corría un secreto a voces según el cual la madre Pascoe había visto un
fantasma. A veces, en días festivos muy especiales, contaba a algunas
de las niñas mayores más privilegiadas la historia de la aparición que,
en diversas versiones más o menos modificadas, había llegado hasta
los encantados y asustadísimos oídos de las pequeñas.
Mr. Grey se levantó para saludar a Nanda, pero su madre echó
completamente a perder la esmerada reverencia que les estaba
haciendo abalanzándose sobre ella para besarla, y diciendo al mismo
tiempo en voz muy fuerte:
—Pero, Nanda, ¿qué le han hecho a tu precioso cabello?
—Madre, por favor —musitó Nanda—, podrían oírte.
Efectivamente, el padre de la pelirroja Joyce, un hombre con
aspecto de militar, estaba sonriendo en dirección al pequeño grupo.
—Con lo bonito que te quedaba tal como te lo peinaba yo
—continuó Mrs. Grey en el mismo timbre agudo y absolutamente
falto de todo recato.
31. 31
Nanda notó que la cara se le ponía rojísima. Esta vez Joyce
también les estaba mirando. Nanda llevaba ya lo suficiente en
Lippington para saber que no había pecado más despreciable que la
vanidad personal. ¿Y si, por alguna horrible casualidad, Joyce le
contaba todo aquello a Marjorie Appleyard, de quien era prima? ¿Y si
le decía que Nanda se encontraba guapa?
—¿Vamos al jardín? —dijo Nanda casi sin voz, medio ahogada en
un océano de vergüenza.
Gracias a Dios, Mrs. Grey ya se había fijado mirando por la
ventana en lo precioso que era el jardín, y Nanda pudo conducir a sus
padres al exterior sin que ocurriera ningún nuevo desastre. Los tres se
pusieron a caminar arriba y abajo por los caminos limitados a ambos
extremos por unos carteles que se colocaban los jueves y los
domingos y que rezaban así: «Se prohíbe el paso de las visitas más
allá de este cartel.» Nanda tuvo bastante trabajo para impedir que su
madre se atreviera a avanzar por los caminos prohibidos, pero, con la
ayuda de su padre, consiguió evitar que se extralimitara.
—En mi vida había visto un sitio con tantas normas y
prohibiciones —gimió Mrs. Grey—. Cómo mínimo hemos estado
esperándote media hora, ¿verdad, John?
—Sí, han sido algunos minutos, la verdad —dijo Mr. Grey—, pero
supongo que Nanda debía estar en algún sitio bastante alejado de
aquí.
—Sí —dijo muy serena Nanda—, y además tenía que peinarme y
ponerme los guantes antes de venir.
Nanda se sentía distante y muy dueña de sí misma.
—Me parece muy bien —dijo Mr. Grey—. A mí me gustan mucho
estas pequeñas tradiciones, toda esta ceremoniosidad. Me ha
encantado verte hacer esa reverencia cuando has llegado, Nanda. He
tenido por un momento la sensación de ser un aristócrata francés que
va a ver a su preciosa hijita,
Le dirigió una de sus raras sonrisas y Nanda empezó a deshelarse y
convertirse en un ser humano. Quería mucho a su padre.
—Qué guantes tan horribles —gimió Mrs. Grey—. Cualquiera diría
que te comes las uñas y tienes que ocultar las manos. Y pensar que las
tienes tan bonitas. Igual que las mías a tu edad.
32. 32
—Las que se comen las uñas tienen que llevar guantes blancos
—dijo Nanda con arrogancia—. Y a Mildred le hacen llevar a veces
unas manoplas negras porque tiene el vicio de pellizcar.
—Esa monja tan agradable..., la madre Pascoe, ¿verdad?..., me ha
dicho que has empezado muy bien tus estudios y todo lo demás. Estoy
muy satisfecho —declaró su padre.
—No he perdido mi exención —dijo Nanda—. Aunque, claro, me
han dicho que la primera semana que estás aquí nunca hay nadie que
la pierda a no ser que haya hecho alguna cosa verdaderamente
horrible.
—¿Exención? —le preguntó su madre—. ¿Exención de qué,
Nanda?
—De nada —les explicó pacientemente Nanda—. Es un nombre.
Aquí los sábados por la tarde, a última hora, tenemos las exenciones.
Todas las niñas nos sentamos y la reverenda madre Superiora viene
con algunas de las otras monjas y leen los nombres de las niñas, de
dos en dos, y si no has perdido la exención...
—¿La exención de qué...? —insistió Mrs. Grey, incapaz de
entender.
Pero Nanda le hizo caso omiso:
—... te dan una tarjetita azul en la que pone «Muy bien». Y si
tienes una mala nota, o dos como máximo, por ejemplo por haber
hablado o llegado tarde a alguna llamada, te dan una de color azul
marino en la que pone «Bien». Y si has sido traviesa, te dan una
amarilla donde dice «Regular», y entonces la madre Superiora no te
sonríe. Pero si has sido muy mala y has hecho algo grave te dan una
tarjetita de un color verde sucio en la que pone «Mal». Y si alguna ha
hecho algo verdaderamente espantoso ni siquiera le dan nada. La
madre Radcliffe lee: «Y Fulanita..., no tiene ninguna nota.» Dicen que
cuando ocurre la niña siempre se pone a llorar. Naturalmente, cuando
ocurre esto la expulsan del colegio.
—Caramba, qué interesante es todo esto —dijo Mr. Grey—. Me
gusta este mundo tan ordenado y metódico. Me satisfaría mucho que
como mínimo sacaras un «Bien» todas las semanas, Nanda.
Pero, aburrida, Mrs. Grey estaba clavando la punta de su paraguas
entre las flores de un arriate e insistió:
—Pues a mí me parece muy poco metódico y muy incorrecto
llamar a esto exenciones. Exención quiere decir otra cosa muy
diferente.
33. 33
—Lo siento, mamá —dijo Nanda en tono educado—, pero debes
sacar el paraguas de ahí. La madre Superiora no quiere que nadie
toque estos macizos.
—Qué flores tan bonitas tienen estas monjas —dijo Mrs. Grey
poniéndose romántica—. Imagino que deben pensar que también ellas
necesitan poner en sus vidas alguna nota de luz y de color.
Y prosiguió sus actividades con el paraguas.
—Tenemos un jardinero escocés —le dijo Nanda a su padre—.
Se llama MacAlister. La madre Frances dice que se levanta a
medianoche para rizar los pétalos de los crisantemos.
En aquel momento empezó a sonar la campana del colegio.
—Tengo que irme —cantó Nanda sintiéndose un poco aliviada—.
Es la llamada para la bendición.
—Santo Cielo, casi me olvido de esto —dijo Mr. Grey rebuscando
en los bolsillos de su gabán y sacando al fin un paquetito—. El otro
día me encontré a Mrs. Appleyard y me dijo que la semana que viene
es el cumpleaños de Marjorie. Pensé que estaría bien que le dieras un
regalo.
—Muchas gracias, papá. Sí, me gustaría hacérselo —dijo Nanda
pese a sentir en su interior ciertas dudas al respecto.
El regalo consistía en una edición de Días de ensueño con unas
ilustraciones muy bonitas. Nanda no había leído aquel libro. Los
grabados que representaban castillos y dragones incitaban a leer
aquellas páginas, y se preguntó si podría arreglárselas para ojearlo
aunque sólo fuera por encima antes de entregárselo a Marjorie, que
—de esto Nanda estaba prácticamente segura— no le prestaría apenas
atención.
—Parece un libro precioso —dijo con cierta tristeza.
—Si quieres te pondré un ejemplar igual que éste en tu calcetín de
Navidad —le dijo Mr. Grey.
—Oh, papá, qué bueno eres —murmuró Nanda, dándole un
ferviente beso de despedida—. Tengo que salir volando o llegaré
tarde. Adiós, mamá.
Cuando llegó jadeante al aula de las pequeñas las demás ya
estaban en fila. Apenas si tuvo tiempo de deslizar el libro al interior
de su pupitre, coger su mantilla, y volver a la fila a tiempo para la
señal de la madre Frances.
34. 34
Los domingos, después de la bendición, las pequeñas tenían
permiso para leer durante una hora antes de cenar. Su biblioteca
estaba formada por tres estantes con vidas de santos y cartas de los
misioneros de comienzos del siglo XIX. En un mueble cerrado con
llave había algunas obras más frívolas entre las que se contaban
varios volúmenes de los cuentos de hadas de Andrew Lang, algunos
tomitos con cuentos tradicionales, Alicia en el país de las maravillas
y las obras de Edward Lear. Pero estos libros de historias estaban
reservados para ser leídos solamente en las dos o tres fiestas más
importantes del curso. Aquella semana Nanda habla elegido —aunque
no con plena libertad, ya que la bibliotecaria era Mildred— un
pequeño libro rojo que contenía las Vidas de los mártires ingleses.
Como leía muy deprisa llegó a la última página cuando todavía
quedaba media hora libre de «estudio» antes de cenar. No tenía ganas
de volver a leer las historias de los mártires, pues ya se había hartado
de tantos santos ahorcados, atenazados y descuartizados. De hecho, el
relato de los tormentos que sufrió la beata Margarita Clitheroe, cuyo
cuerpo había sido estrujado hasta que perdió la vida, le había revuelto
su robusto estómago. Le daba la sensación de que el verde volumen
de los Días de ensueño tiraba de ella desde el interior del pupitre, y
acabó decidiendo que si no lo miraba un poco enloquecería.
Probablemente ni siquiera tenía permiso para tenerlo, y en cualquier
caso sabía que debía pedir a la madre Frances su autorización antes de
leerlo. Pero contemporizó. Al fin y al cabo no hacía nada malo si se
limitaba simplemente a escribir en la primera página de guarda el
nombre de Marjorie. Sacó el libro y caligrafió cuidadosamente: «Para
Marjorie Appleyard, con mis felicitaciones para el día de su
cumpleaños, Fernanda Grey.» El pupitre de Nanda estaba lo bastante
lejos de la mesa de la madre Frances como para no temer su
vigilancia. Por oro lado, la monja parecía profundamente concentrada
en la corrección de los cuadernos de ejercicios.
Nanda había decidido terminantemente devolver el libro al pupitre
en seguida. Pero, sin que supiera cómo, fue doblando las páginas una
a una y antes de que pudiera evitarlo ya estaba cogida en la red del
relato. La sacó del ensueño una mano delicada y delgada que tapó la
página que estaba leyendo.
35. 35
—Muy interesante, Nanda —dijo la madre Frances sin alzar la voz—.
¿Es un libro de la biblioteca?
—No madre.
—Es un libro de historias, ¿verdad? ¿Te lo han dado tus padres en
el salón?
—Sí..., quiero decir, no, madre.
—Di la verdad, pequeña. ¿Sí o no?
—Bueno, me lo dieron para que se lo regalase a otra niña.
—Oh, claro —dijo la madre Frances con mucha suavidad, abriendo
de forma sorprendentemente exagerada sus ojos azul pálido—. ¿No te
ha dicho Mildred que no te está permitido recibir ningún objeto en el
salón, tanto si es para ti como si es para otra persona?
—Sí, madre, se lo he dicho —dijo inesperadamente la voz de la
odiosa Mildred, que había dado media vuelta en su silla y miraba la
escena con los ojos casi salidos de sus órbitas de tanta curiosidad—.
Se lo he dicho, pero Nanda estaba tan excitada que no me ha oído.
—Qué pena, ¿verdad, Nanda? —dijo dulcemente la madre
Frances—. Me temo que quizá tenga que quitarte la exención para que
no vuelvas a olvidarlo. Además, tendré que llevarme el libro,
naturalmente.
Cuando iba a cenar el libro vio las palabras que Nanda había
escrito en la hoja de guarda.
—Marjorie Appleyard —musitó la madre Frances—. Veamos..., me
parece que Marjorie Appleyard no es pariente tuya, ¿no es así,
Nanda?
—No, madre —dijo Nanda con bastante malhumor.
—Hazme el favor de recordar que en Lippington no se hacen
regalos, ni siquiera regalos de cumpleaños, a ninguna niña que no sea
pariente próxima. No nos gusta que se establezcan amistades
especiales entre las niñas.
Mientras la madre Frances se alejaba airosamente con el libro,
prueba del delito, bajo el brazo, Nanda se sintió víctima de una
terrible injusticia. Le escocían los ojos y tenía una gran nostalgia de
su casa. Para evitar que le saltaran las lágrimas intentó concentrar una
vez más su atención en los sufrimientos de la beata Margarita.
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«Estaba la beata Margarita —leyó obstinadamente Nanda— tendida
en el cadalso, y en sus labios se dibujaba una sonrisa de celestial
paciencia. Pero se acercaron los verdugos y cerraron sobre su cuerpo
postrado una puerta de roble sobre la que a continuación amontonaron
una enorme masa de grandes pesos y luego, para producirle un
tormento más exquisito aún, le...» El resto del párrafo se disolvió tras
la niebla de las lágrimas.
Al cabo de dos días la madre Frances llamó a Nanda y le dijo que
se acercara a su mesa. Tenía delante de ella el desdichado ejemplar de
Días de ensueño.
—Mira, Nanda —le dijo con un tono amable—, he conseguido
borrar casi del todo el nombre de Marjorie. —Efectivamente, la hoja
de guarda apenas conservaba huellas de las letras escritas por
Nanda—. Pero quería decirte una cosa. Eres nueva aquí, y conversa, y
todavía no estás al corriente de nuestras costumbres. Yo no soy quien
para criticar los libros que tu padre opine que puede darte a leer...,
durante las vacaciones, claro. Este libro quedará guardado en tu
maleta hasta que te vayas a tu casa en Navidad. De todos modos creo
conveniente decirte que el tono de este libro no corresponde en
absoluto al tipo de lecturas que nos gustan en Lippington. Aparte de
que su autor no sea católico, se trata de un libro enfermizo, indeseable
y un poquito vulgar. —La madre Frances le dirigió una sonrisa
heladora y concluyó—. Esto es todo, pequeña.
Nanda se dio media vuelta dispuesta a salir huyendo. Había
enrojecido hasta las orejas.
—Ah, Nanda —dijo la voz musical.
—¿Sí, madre?
—Me parece que se te está cayendo la media. La izquierda.
La jornada de las pequeñas estaba modelada de acuerdo con las
mismas pautas rituales que la de las mayores y también la de la propia
comunidad de monjas. En cuanto sonaba la campana que las
despertaba en su frío dormitorio, cada una de las niñas dedicaba
públicamente el día a Dios diciendo: «Oh, Jesús, que moriste por mí
en la cruz, ayúdame a consagrarme a ti por amor a Dios.» Se les
permitía usar una jofaina de agua caliente para lavarse, pero se
37. 37
consideraba que estaba más de acuerdo con el espíritu de la orden
mortificarse utilizando sólo agua fría. El celo de Nanda llegó hasta el
extremo de negarse el agua caliente desde los primeros días, pero a
medida que se acercaba diciembre el color de su cuello parecía gris en
comparación con la blancura de su doloroso cuello almidonado.
Aprendió la complicada técnica de vestirse y desnudarse de acuerdo
con las reglas de la modestia cristiana, de forma que en ningún
momento, ni siquiera en la intimidad de su cubículo, estuviera su
cuerpo completamente desnudo. Toda la jornada estaba ritmada por
las oraciones. Aparte de las de la mañana y la noche y de los tres
ángelus del día, todas las clases empezaban con una invocación al
Espíritu Santo y terminaban con una plegaria dirigida a la Virgen
María. Antes de cenar todas las niñas del colegio se reunían para
rezar el rosario, y siempre había también alguna novena para preparar
alguna fiesta inminente o alguna intención especial que merecía más
oraciones. La jornada concluía con las oraciones que se rezaban en la
capilla, y un detallado examen de conciencia en el que las niñas iban
repasando las ofensas que hubieran podido cometer contra Dios,
contra el prójimo y contra ellas mismas. El pecado que una y otra
noche Nanda tenía que admitir haber cometido era siempre el mismo:
«perder el tiempo en vanas ensoñaciones». Los sábados todas las
niñas iban a confesarse y por la tarde, después de las «exenciones», se
rezaban oraciones especiales en el vestíbulo de Nuestra Señora del
Buen Suceso, donde habla una estatua de la Virgen que daba nombre
al lugar y que era una imagen con una corona plateada, réplica exacta
de la que había llegado milagrosamente al puerto de Aberdeen en una
embarcación de piedra sin timón ni velamen. Se decía que esta Virgen
era una gran defensora de los estudiantes. Siempre ardían ante la
escultura pequeñas lamparitas rojas con las que se pedía su ayuda
para algún hermano que estaba pendiente de un examen. Los
domingos todas las niñas oían dos misas y un sermón por la mañana,
e iban a la bendición por la tarde.
38. 38
La consecuencia de todo esto fue que Nanda fue adquiriendo
gradualmente una intensa piedad. Poco a poco empezó a vivir
realmente toda su jornada en presencia de la corte celestial. Dios
Padre y Dios Espíritu Santo seguían siendo para ella conceptos que le
inspiraban un reverencial temor, presencias a las que sólo se podía
hablar con las palabras preestablecidas y, por decirlo así, poniéndose
la mantilla y los guantes de la mente. Pero Nuestra Señora y el Niño
Jesús y los santos eran menos distantes y hablaba con ellos con la
misma naturalidad que con sus amigas. Aprendió a alisar la almohada
para hacerle sitio al ángel de la guarda antes de dormirse, a
prometerle a san Antonio rezar un credo o entregar algunos peniques
para sus pobres si la ayudaba a encontrar cualquier cosa que hubiese
perdido, y a saltar de la cama inmediatamente después de oír el
primer tañido de la campana para ayudar de esta forma a las Almas
del Purgatorio. Aprendió asimismo a reconocer a su alrededor los
múltiples signos del cielo que hay en la tierra. Así, por ejemplo, el
asno que había en el establo le recordaba que todos los asnos tienen
una cruz en el lomo en recuerdo del día que Nuestro Señor Jesucristo
entró en Jerusalén montado en un animal de aquella especie; el
brillante pecho de los petirrojos era de color rojo porque sus
antepasados se salpicaron de la Preciosa Sangre de Cristo al tratar de
arrancarle de la cabeza la corona de espinas. Del mismo modo, los
tréboles se convirtieron a partir de entonces en símbolos de la
Santísima Trinidad; el girasol simbolizaba a los santos, que siempre
se giran hacia Dios; las verónicas eran de color blanco hasta que el
roce del manto de la Virgen cuando caminaba por los campos de
Nazaret, les dio su azul brillante. Cuando Nanda oía cantar un gallo,
reconocía unas palabras: «Christus natas est»; las vacas preguntaban:
«Ubi? Ubi?» Por fin, los corderos de la granja de la comunidad
contestaban: «Bee-lén.»
Entre sus posesiones más queridas se contaba una pequeña
habichuela blanca cuyas marcas pardas, para quien sabía verlo, tenían
forma de custodia. Era un premio que le había dado la madre
Radcliffe por su buen comportamiento. Aquella habichuela tenía una
historia. La monja le contó que durante las persecuciones sufridas por
los religiosos en Francia, un párroco de un pueblo campesino,
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temiendo por la seguridad de la custodia de su iglesia, la enterró en un
campo de judías. Una vez pasado el peligro fue a desenterrarla, pero
no conseguía recordar en cuál de los diversos huertos la había
ocultado. Cuando llegó el momento de la cosecha hubo una parcela
que produjo unas habichuelas que tenían unas marcas muy curiosas
de color pardo: tenían forma de custodia. En seguida buscó en ese
campo y allí la descubrió. Estaba intacta.
La gran depositaría de anécdotas y fiel guardiana de pías
tradiciones era la vieja madre Poitier, una monja francesa que fue la
que, la noche de su llegada a Lippington, enseñó a Nanda cómo debía
ponerse para dormir. Nanda aguardaba con anhelo la llegada del
recreo de la tarde, en el que, en lugar de participar en juegos
organizados bajo la implacable vigilancia de la madre Frances, las
pequeñas solían pasear entre los plátanos comiendo pan con
mermelada escuchando las historias que contaba la madre Poitier.
Ésta iba siempre con unas gafas negras, chanclos y un chal para
resguardarse del frío, y siempre tenía las manos ocupadas tejiendo
algo gris e indefinido. Su imagen recordaba a Nanda los corderos que
salen en Alicia a través del espejo. La madre Poitier debía conocer
tantas historias como la mismísima Sherezade. Contaba historias
de santos y de ángeles y de animales, de niños buenos que morían el
día de su primera comunión, de judíos que robaban el Santísimo
Sacramento, de ateos que se convertían en el lecho de muerte, y sobre
todo contaba con impresionantes detalles cientos de anécdotas de la
vida de la beata madre Guillemin, fundadora de la Orden de las Cinco
Llagas.
Pero este entretenido recreo no duraba más que veinte minutos.
Los juegos serios del recreo de la mañana eran para Nanda una
dolorosa penitencia, pues no era nada hábil en ninguno de ellos. Fuera
debido a su torpeza natural o al desdén de erudito que su padre
manifestaba hacia todas las diversiones que exigían correr y hacer
ruido, lo cierto es que en el diario partido de pelota-base Nanda se
mostraba lenta a la hora de correr y frágil a la de atrapar la pelota. La
madre Frances, que jugaba tan bien como un muchacho, se divertía
lanzando con fuerza hacia Nanda pelotas difíciles por el puro placer
de verla retroceder asustada y hacer inútiles esfuerzos agitando los
brazos en el aire.
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—Pobrecita Nanda —solía decir en son de burla la madre Frances
en estas ocasiones—. Tiene miedo de echar a perder su belleza. ¿Qué
diría su padre si un día la enviáramos a su casa con la nariz aplastada?
Y Marjorie Appleyard, que era una jugadora segura y enérgica, se
sonreía educadamente. Incluso la despreciable Mildred destacaba
cuando jugaban a pelota-base; sus piernas delgaduchas como patas de
aruña la llevaban rápidamente de base en base. Nanda se sentía
entonces muy desgraciada, y deseaba con toda su alma que la
siguiente pelota le diera la oportunidad de hacer una buena jugada, o
de mostrarse heroicamente estoica al no quejarse tras recibir un fuerte
pelotazo. Pero no había modo. Cuando le llegaba la oportunidad
siempre estaba irremediablemente distraída, y la pelota se le escapaba
de las manos sin darle tiempo a detenerla.
Después de lo interminablemente lenta que fue la primera semana,
las siguientes transcurrieron muy deprisa. Nanda comprobó que
portarse bien era sorprendentemente fácil. Antes de que le diera
tiempo a darse cuenta de ello, ya había ganado la tarjetita azul cielo
que decía «Muy bien» siete semanas seguidas. Le bastaba una semana
más de buen comportamiento para hacerse acreedora a una banda rosa
como la de Marjorie Appleyard. Estaba bastante emocionada ante la
perspectiva; una banda rosa constituía una posesión envidiable que
traía consigo algunos privilegios. Además, Nanda sabía que su padre
estaría encantado si la conseguía. De modo que empezó su octava
semana en Lippington dispuesta a ser rígidamente virtuosa.
A Nanda le parecía que la madre Frances la vigilaba
especialmente. Era evidente que la monja estaba esperando el
momento de sorprenderla en un fallo para retirarle la exención. Pero
Nanda estaba decidida a desafiar a la madre Frances. Cada vez que
notaba que la sarcástica mirada de su profesora se posara en ella se
comportaba más exasperantemente bien que nunca. El viernes por la
mañana, cuando ya no necesitaba aguantar más que un último día, la
madre Frances la llamó a su mesa.
—¿Cuántos «Muy bien» has tenido, Nanda?
—Siete, madre Frances.
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La madre Frances la estudió con la cabeza inclinada hacia un lado.
Últimamente había tenido mucha tos debido a un fuerte resfriado. La
fiebre había enrojecido ligeramente sus mejillas y su rostro tenía un
aspecto poco natural, como si fuese una pintura. Sus ojos brillaban
como el cristal, y la mano que apoyó en Nanda estaba seca y caliente.
—Supongo que debes pensar que eres una niña modelo. ¿Es así?
Nanda se abstuvo de contestar.
—Hay muchas formas de ser buena, sabes. He visto niñas que eran
la desesperación de cuantos trataban con ellas, convertirse luego en
auténticas santas..., unas santas de verdad, porque tenían que luchar
contra su difícil carácter. Fíjate en los santos. Casi todos ellos eran
personas que de jóvenes no fueron precisamente angelitos. Piensa en
san Ignacio, en san Agustín, en santa María Magdalena..., antes de ser
santos fueron pecadores. Lo malo en tu caso, querida Nanda, es que
pareces carecer del espíritu travieso y alborotador que es normal en
una chiquilla. A Dios no le interesa nada toda esta bondad bobalicona.
Lo que quiere es otra bondad, la de aquel que tiene que luchar contra
sus defectos. No digo que no tengas defectos. Pero claro, los tuyos
son de los que no se notan. Eres obstinada, eres independiente y
además, suponiendo que pueda decirse esto de una niña que sólo tiene
nueve años, tienes mucho orgullo espiritual, un orgullo espiritual que
es tu principal vicio. Si no vas con cuidado, cualquier día tratarás de
contraponer tu juicio al de la Iglesia, que es la representante en la
tierra del propio Dios.
Unas pocas semanas atrás Nanda se hubiera puesto a llorar al oír
una crítica tan severa, pero ahora ella misma se sorprendió al
comprobar que había empezado a rodearse de una dura concha
protectora. Se limitó a morderse el labio y mirar fijamente a la madre
Frances.
La monja sonrió:
—Bueno, no creo que pueda quitarte tu exención debido a este
orgullo espiritual —admitió—. Pero no vayas a confundirte: una
banda rosa no es un halo. Puedes retirarte.
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A pesar de la calma que manifestaba exteriormente, Nanda sufría
por dentro toda una tormenta. Al final, el pequeño sermón de la madre
Frances habla conseguido perforar la concha protectora. Hasta la
última semana no había hecho ningún esfuerzo especial por
comportarse bien; sólo había tratado de no hacer travesuras
demasiado evidentes. Su padre había exigido en casa un alto nivel de
silencio y obediencia, y con el tiempo Nanda había acabado
adquiriendo una segunda naturaleza en la que brillaban estas virtudes
exigidas por Mr. Grey. Pero ahora se enfrentaba a una idea horrible: la
madre Frances había insinuado claramente que quizás ella fuera una
de esas despreciables criaturas sin voluntad, tan apocadas que no se
atreven a nada que no sea actuar con una cobarde gazmoñería. Tuvo
que reconocer que jamás se había demostrado a sí misma que no era
de esta clase de personas. Se acordó de sus tristes actuaciones en el
campo de juegos y dedujo que era un ser físicamente cobarde. Pero
llegó a pensar que quizás fuera algo más despreciable aún..., un ser
moralmente cobarde. Y se dispuso a averiguarlo lo antes posible. La
banda rosa ondeaba ante sus ojos, pero ella insistió tercamente en
cerrarlos a tan tentadora imagen. «La próxima clase —prometió—
demostraré que también puedo ser verdaderamente mala.»
Y le llegó su oportunidad. La siguiente era la clase de historia, y el
viernes era el día que hacían el examen semanal de esta asignatura.
Nanda era una de las alumnas favoritas de la amable y sonrosada
madre Patterson, que era la profesora de historia, y solía obtener
siempre muy buenas notas. De acuerdo con lo que tenía por
costumbre, la madre Patterson le dio a Nanda una hoja de papel en la
que estaban escritas las preguntas y le pidió que las escribiera en la
pizarra. A sabiendas de que la monja no tenía ninguna copia de la nota
que le había dado, Nanda la rompió minuciosamente. Al terminar dejó
de sentir la aprensión que la embargaba. Mientras borraba todas las
preguntas de la pizarra lentamente y de forma meditada, notó que la
invadía una fría e intensa emoción. Las alumnas que la miraban
contuvieron a duras penas una exclamación, pero cuando Nanda miró
las filas de caras encontró en ellas una expresión nueva y
embriagadora. El resto del día se sintió muy alegre. Ni la tarjeta
amarilla con la palabra «Regular» que le entregó la tarde siguiente
43. 43
con un frío ademán la madre Superiora, y que suponía que perdía el
derecho a la banda rosa, pudo enfriar totalmente su sensación de
triunfo. Las lágrimas que vertió luego, mientas cantaban el himno a la
Virgen del Buen Suceso, no eran apenas tristes y no pretendían más
que rendir tributo a las exigencias sociales. A través de los dedos con
que se cubría el rostro pudo ver las miradas llenas de interés que le
dirigían algunas de las mayores. A la hora de cenar, Hilary, muy
admirada, estuvo hablando con ella un buen tato, y hasta le permitió
que dejara la col.
Por primera vez en su vida, Nanda había conseguido un auténtico
triunfo.
A finales de noviembre Nanda vio que en la capilla había una
elegante dama de unos veinte años aproximadamente. Estaba
arrodillada en un reclinatorio, aislada del resto de los presentes, en la
primera fila de los bancos de las monjas. Nanda se distrajo mucho
mirándola porque era muy bonita. Tenía una enorme mata de rizos
dorados que se peinaba hacia arriba. La pequeña mantilla que usaba
hacía resaltar más aún el brillo de sus cabellos. Las suaves prendas
con que se vestía se amoldaban a su fina silueta de la forma más
perfecta que Nanda había visto en su vida. La joven dama aparecía a
veces en el pasillo del colegio, con unos zapatos plateados, un collar
de perlas y un vestido un poco escotado. Una vez Nanda la vio hablar
con Hilary O'Byrne y luego, reuniendo todas sus fuerzas, se atrevió a
preguntarle quién era aquella solitaria desconocida.
—Ah, es mi prima, Moira Palliser —dijo Hilary sin darle la menor
importancia—. Terminó sus estudios aquí hace un par de años. Va a
tomar el hábito.
—¿Qué? —exclamó Nanda aterrada.
—Sí, quiere ser monja. Si la dejan —rió Hilary—. Desde que se fue
lo ha estado intentando de vez en cuando.
—Verás, la Orden tiene que ir con mucho cuidado —le explicó
Madeleine con mucha seriedad—, porque no pueden admitir a nadie si
no ha demostrado antes tener auténtica vocación. El padre de Moira
es un conde y cuando muera, ella será condesa y heredará todas sus
propiedades. Si entrara en el convento la herencia pasaría a ser
propiedad de la Orden, y en tal caso constituiría una gran
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responsabilidad. Moira Palliser tiene relaciones muy mundanas, gente
protestante, que harán todo lo que esté en su mano por organizar un
escándalo a fin de demostrar que la Orden de las Cinco Llagas ha
intentado forzar a Moira a hacer los votos con el único propósito de
obtener el dinero. Naturalmente, las cosas no son cómo esos
maliciosos piensan, sino todo lo contrario.
Al cabo de unos días las monjas pidieron a todas las niñas del
colegio que empezaran una novena dedicada a una intención especial.
Nanda dedujo que aquello debía tener alguna relación con Moira
Palliser. Poco después de que terminara la novena, la reverenda madre
Superiora aprovechó la ceremonia de las exenciones para decirles a
las niñas que sus plegarias habían encontrado eco en el cielo. El lunes
siguiente Lady Moira apareció en la capilla llevando, en lugar de sus
acostumbrados vestidos de seda, una horrible blusa de franela y una
falda de estameña, como corresponde a una postulanta. Pero a través
del velo todavía brillaba la preciosa masa de sus rizos. Nanda
consiguió verle la cara; tenía una expresión alegre, de una alegría casi
maliciosa.
Aproximadamente al cabo de un mes llegó el día en que la nueva
hermana debía vestirse el hábito. Cuando las niñas entraron en la
capilla el órgano tocaba una música suave que recordaba vagamente
una marcha nupcial. El altar estaba atestado de velas y tan cargado de
azucenas que el fortísimo aroma casi daba mareo. Había dos
reclinatorios en una alfombra roja situada delante de las puertas del
altar, que también estaban profusamente adornadas con velas y flores.
En los bancos reservados a los visitantes se sentaban cuatro o cinco
personas vestidas con gran elegancia y una señora con un vestido de
seda a cuadros, un chal de lana cruzado sobre el pecho, y un extraño
gorrito de tul negro. Esta señora se llevaba de vez en cuando un
pañuelo a los ojos y recitaba en un audible susurro el rosario en
francés. Aquel día sólo iban a hacer sus primeros votos dos
postulantas: Moira Palliser y su doncella bretona. Cuando aparecieron
ambas por el pasillo se produjo un murmullo de excitación. Lady
Moira parecía pálida y sosegada, y comunicaba un brillo espiritual a
su secular atuendo formado por un vestido de satén blanco y un collar
de perlas. Detrás de ella caminaba la muchacha bretona, bajita y de
ojos muy negros, con un vestido de muselina muy tiesa que se abría
sobre su cuerpo como una campana. De sus hombros caía hacia atrás
una toquilla de seda blanca acabada en punta, y en lugar de mantilla
se había puesto un tocado de almidonado encaje.
45. 45
Predicó el sermón un delgado y joven jesuita de porte marcial, que
mientras hablaba no dejó de juguetear con el rojo registro de su misal.
Sin preliminar alguno, el jesuita empezó:
—Santa Teresa les dijo un día a las monjas: «Hermanas,
enloquezcamos de amor a Dios.» Esta frase puede parecernos una
exageración muy española..., o en cualquier caso algo más apropiado
para el siglo XVI que para el XX. Sin embargo, nos hemos reunido
aquí esta mañana para ver cómo una mujer joven, que tiene todas las
cosas mundanas que alguien pudiera desear, hace una renuncia que a
todos sus amigos debe parecerles un acto de pura locura. Pensad en
las personas que ahora mismo están jugando al golf en la pista del
club que hay al lado de este convento. Es fácil imaginarlas diciendo:
«Esta pobre chica debe estar histérica, o ha sido atrapada por el cebo
que le han puesto los católicos con su astucia característica. Seguro
que en último término los jesuitas son los responsables de todo.» Y
harán movimientos afirmativos con la cabeza mientras caminan por el
césped hacia el siguiente hoyo, convencidos de la inteligencia de su
juicio. El problema que tienen es que se quedan cortos. Lo que
hubieran tenido que decir es: «Lady Moira ha enloquecido. Ha
enloquecido de amor a Dios.»
Cuando el sermón se acercaba al final Nanda tenía ganas de
taparse los oídos con los dedos. De hecho, sin embargo, el padre
Parry no hacía más que resumir el espíritu mismo de Lippington
cuando afirmaba que no hay nada que pueda ser deseado tan
ardientemente ni aceptado con tanta euforia como la vocación. La
vida seglar, afirmó desde el púlpito, por piadosa y feliz que sea, no es
más que el triste mendrugo con que tienen que alimentarse como
puedan los católicos que no reciben la gracia de ser llamados a la vida
religiosa. Obedecer la llamada es el bien supremo; rechazarla, el más
horrendo mal. El padre Parry habló de las personas que
aparentemente llevan una vida agradable y que sin embargo se sienten
roídas por el cáncer de una vocación rechazada que les convierte en
seres despreciables a los ojos del cielo. Subrayó que la llamada es
algo extremadamente sutil..., un simple susurro fácilmente ahogado
por el ruido del mundo. Una voz que puede llegar en cualquier
momento, en mitad de un baile o un partido de tenis. También puede
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oírse en la infancia, hasta adquirir gradualmente el carácter de una
convicción. Contemplada desde el punto de vista humano, dijo el
padre Parry, la vocación puede parecer algo caprichoso; muchas
veces, y a pesar de años y años de oraciones, una persona puede
perder su vocación, porque el espíritu divino planea sobre la tierra
arrastrado por ininteligibles brisas y se posa sobre las personas más
impensables. Pero, añadió con firmeza, cuando alguien ha oído la
llamada debe obedecerla inmediata e implícitamente en su corazón,
pues es frecuente que no pueda ser llevada a la práctica hasta pasados
muchos años. Es una llamada que raras veces suena dos veces; Dios
no quiere forzar a sus amantes. Pero, terminó, es más fácil que un
pagano que ha vivido en el pecado entre en el cielo, que lo haga un
católico que ha cerrado sus oídos a la secreta invitación de Cristo.
Nanda no sabía qué le parecía peor, si la perspectiva de ir al
infierno o la de hacerse monja. Porque en su interior tenía la
incómoda sensación de ser quizá receptora de una de esas llamadas.
Por lo que la madre Poitier le había contado, sabía que la vocación no
proporciona por fuerza alegría y que había monjas que se habían
desmayado horrorizadas cuando les fue revelada su vocación. En
algunas ocasiones Nanda se sorprendía a sí misma regateando con
Dios, diciendo por ejemplo: «Haré cualquier otra cosa por Ti. No me
casaré nunca. Seré pobre. Iré a cuidar a los leprosos. Pero déjame
vivir en el mundo y ser libre.» Pero a esto respondía siempre una
fría voz desde su interior: «Dios sólo quiere una cosa, aquélla que
tanto temes ofrecerle.»
Oyó con dolorosa atención la voz de Lady Moira haciendo sus
votos de pobreza, castidad y obediencia, y todo su cuerpo se
estremeció cuando la reverenda madre Superiora la tomó de la mano
y se la llevó de la capilla cubierta ahora por el tupido velo blanco de
novicia que ocultaba casi completamente el tul y las flores de azahar.
Cuando la puerta se cerró a su espalda las monjas entonaron un
salmo sin acompañamiento, pronunciando con tremenda intensidad
unas palabras que crispaban los nervios.
«Sicat sagitta in manu potentis», cantó un lado del coro. Y el otro
contestó:
«Ita filia excussorum.»
Mildred le dio un codazo a Nanda:
—Ahora le cortan el cabello —susurró macabra.
47. 47
CAPÍTULO III
La madre Poitier era muy vieja. De pequeña había ido a colegio en
el primero que abrió la orden en Vienne, y fue la beata madre
Guillemin en persona quien le puso la banda azul. La madre Poitier
era por lo tanto la encargada de conservar las tradiciones de la vida de
la fundadora en el joven convento inglés de Lippington, y de contar a
las sucesivas generaciones de nuevas alumnas la vida de la beata
Marie-Joseph. Si una de las novicias se disponía a pintar un cuadro
para la capilla en honor de la beatificación de la madre Guillemin,
era la madre Poitier quien se sentaba junto al caballete vigilando
celosamente cada pincelada.
—No le pongas un hábito tan elegante, hermana —solía decir—.
¿Has olvidado que siempre se ponía un hábito usado porque era muy
humilde?
O, en otras ocasiones, insistía:
—Le pintas unas manos demasiado blancas. Acuérdate que no era
una dama sino una campesina que estuvo trabajando en las tierras de
su padre antes de hacerlo en la viña del Señor. De hecho, nuestro
hábito es una copia del traje tradicional de las campesinas
borgoñonas.
La biografía oficial de la madre Guillemin le pareció a Nanda
francamente aburrida. Estaba impresa en una letra casi ilegible de tan
pequeña, e ilustrada con pequeños grabados bastante feos de los
conventos que tenía la Orden por todo el mundo. Como su autor era
un sacerdote, contenía extractos de las larguísimas cartas con que el
confesor de la fundadora le daba consejos, así como numerosas citas
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literales de las encíclicas papales. En un arrebato de piedad, Nanda
había rezado para poder conquistar los dos enormes volúmenes de
color carmesí en una rifa organizada para recoger fondos para la
Congregación para la Propagación de la Fe, pero tras terminar con
muchos esfuerzos el primer capítulo pensó que hubiera sido
infinitamente mejor rezar por que le tocara el fonógrafo. Era
muchísimo más divertido oír contar cosas de la fundadora a la madre
Poitier paseando por el polvoriento camino que corría por un pasillo
de plátanos mientras comían una rebanada de pan untada con una
delgada capa de mermelada de ruibarbo.
—Nuestra santa fundadora era tan devota —contaba la madre
Poitier dirigiendo una mirada resplandeciente a las veinte cabecitas
atentas enfundadas en rojas caperuzas de lana— que, cuando
meditaba, muchas veces entraba en éxtasis. Y me acuerdo que un
día..., fuimos muy malas, pero claro, éramos pequeñas, como vosotras
ahora, y nos acercamos por detrás hasta donde estaba arrodillada y
esparcimos pedacitos de papel por todo su hábito. Y cuando al cabo
de dos horas regresamos no se había movido de sitio ni un solo papel.
Podéis imaginar lo avergonzadas que nos quedamos de las
distracciones tan frecuentes en nosotras a la hora de rezar.
Otra vez explicó una anécdota que ocurrió al final de su vida:
—Los últimos meses de su vida la madre Guillemin estaba muy
enferma y apenas podía comer nada. La hermana cocinera le enviaba
siempre platos especiales pensando que así tentaría su apetito, pero
cada día le devolvían el plato tal como había salido de la cocina. Pero
un día que le había preparado una tortilla, la bandeja regresó
completamente vacía. La hermana se puso muy contenta al ver que no
había dejado nada. Al día siguiente le envió una tortilla más grande. Y
también regresó limpio el plato. Toda la comunidad se alegró al saber
la buena noticia. El tercer día añadió un trocito de tocino frito. Y pasó
otra vez lo mismo. Pero el cuarto día una de las novicias entró en la
celda de la madre Guillemin mientras la fundadora desayunaba, y por
un olvido lo hizo sin llamar antes a la puerta. ¿Y qué creéis que
encontró? La madre Guillemin estaba sentada al lado de la ventana
que estaba abierta, y charlaba con un sucio chiquillo del pueblo. En el
alféizar estaba todavía la bandeja con el desayuno, y el niño se comía
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la tortilla, el tocino y el pan de la madre Guillemin todo lo deprisa que
podía. Este era el secreto del apetito que tan repentinamente le había
venido a nuestra santa. La madre Guillemin era tan espiritual y se
mortificaba tanto que parecía como si su cuerpo ya estuviera
glorificado, y se pasaba varios días sin tomar nada que no fuera la
Santa Hostia, y eso que trabajaba mucho más que el más atareado
hombre de negocios. A menudo nos decía con las palabras de otro
santo: «La virtud del Santísimo Sacramento es tal que no sólo
alimenta el alma sino también el cuerpo.»
En una habitación adyacente a la habitación que en tiempos fuera
salón de baile, se encontraba un pequeño vestíbulo circular que había
sido transformado en una capilla dedicada a la Virgen. Sólo se
celebraba la misa allí tres o cuatro veces al año, con ocasiones de
fiestas especiales, y el sagrario solía estar vacío el resto del tiempo.
Las niñas usaban esta capilla para rezar el rosario y para las oraciones
especiales dedicadas a los santos patronos de la buena salud, santa
Filomena y san Roque, que se rezaban una vez al mes. Era una
habitación recoleta y alegre, un saloncito con cortinas de terciopelo
azul y unas ventanas saledizas que recogían el sol de la tarde. Al
lado de la delicada y remilgada santa Filomena, con su áncora de
plata, y de Nuestra Señora, con su rueca y su cesto de labor, san
Roque, con sus marcas de la peste, parecía un poco fuera de lugar. El
cuadro que representaba a la Virgen despertaba una devoción muy
especial en todas las niñas de Lippington. El original había sido
pintado en Roma por una novicia de la Orden y había recibido una
bendición especial del Papa. En la tela la Virgen aparecía como una
muchacha de unos catorce años que estaba trabajando en un patio. En
lugar de usar el convencional azul para su ropa, la novicia había
utilizado el color rosa y además había otros detalles poco corrientes
como el corpiño de encaje o la caperuza blanca bajo la que asomaban
unos pulcros rizos de estilo victoriano.
Todas las niñas de Lippington acababan sabiendo la historia de
esta Mater Admirabilis. A Nanda se la contó, naturalmente, la madre
Poitier. Una tarde de noviembre se paseaba Nanda arriba y abajo por
un camino del jardín, tratando a duras penas de caminar de espaldas
para mantenerse siempre de cara a la madre Poitier, tal como exigía el
reglamento, cuando la monja empezó su relato:
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—A mediados del siglo pasado —les contó la madre Poitier—, Su
Santidad decidió rendir un honor especial a Nuestra Señora. Luisa, no
te han dado la merienda para que se la tires a los gorriones.
—Pues santa Catalina les daba su cena a los gatitos —objetó Luisa.
—Es posible, pero tú, hija mía, no eres santa Catalina de Siena.
Como os estaba diciendo, Su Santidad decidió añadir un título más a
las letanías de Nuestra Señora.
—¿Puedo decir cuál fue, madre? —dijo Marjorie Appleyard. Su
cara de porcelana parecía casi transparente rodeada por el rojo
estambre de la capucha.
—A ver, pequeña. Dilo si lo sabes.
—Mater Admirabilis —dijo sofocada Marjorie adelantándose a otra
media docena de niñas que también lo sabían.
—Exacto, Mater Admirabilis. Pues bien, nuestra santa fundadora,
que en aquel momento se encontraba en nuestra casa de Roma,
convocó a toda la comunidad y preguntó a las monjas cómo pintarían
a la Virgen bajo este nuevo título si alguien se lo encargara. Una
monja dijo que habría que representarla sentada en su trono celestial,
otra que en su casa de Nazaret y otra que al píe de la cruz. Al final la
madre Guillemin se lo preguntó a una nueva novicia muy tímida que
acababa de llegar procedente de Irlanda. ¿Quién era esa novicia,
Josephine?
—La madre O'Byrne, madre.
—Sí, una tía-abuela de Hilary O'Byrne, que es una de las chicas
que actualmente estudian aquí, en los cursos de las mayores.
Nanda no pudo evitar el impulso que la indujo a saltar sobre uno
de sus pies y gritar:
—Madre, yo conozco a Hilary O'Byrne. Yo como en la mesa de
Hilary O'Byrne.
Pero Mildred hizo que Nanda se avergonzase de su salida diciendo
con una voz chillona y estridente:
—Todo el mundo la conoce. ¿Qué te has creído?
Pero Mildred también tuvo que callarse porque la madre Poitier se
volvió hacia ella y sus gafas lanzaron un destello de reproche en su
dirección.