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Carlos Caravias
Manuel
PROLOGO
Al amanecer, el Amor paró en el centro de la gran ciudad para contemplar a los humanos.
Saludó a los primeros que pasaron junto a él, pero ninguno le respondió. Caminaban a prisa con la
cabeza baja, sin sonrisa en los labios...
Horas después las calles hervían de multitud. Era como un espectáculo de robots
programados, de mirada vacía y gesto de amargura monótona... ¿Que enfermedad corría a estos
humanos? ... El Amor marchó muy triste.
Llamó hasta su presencia a un mensajero y le expuso su plan. Le contó cómo en la gran
ciudad había contemplado a unos humanos con la alegría perdida. Estaban dominados por una
fuerza maligna que les obligaba a actuar, a trabajar, a planear... pero había olvidado el sentido de su
vida. No veían más allá de sus narices. No sabían contemplar la naturaleza, ni admirar sus
maravillas como dueñas de ella, sino que se habían dejado dominar por la naturaleza. La poesía
había muerto pisoteada por los pies arrastrados de esa multitud sonámbula. El hombre que El creó,
su hombre, se había convertido en una máquina insencible y amorfa.
Una lágrima rodó por sus mejillas.
Que había decidido - continuó exponiendo- , enviar a alguien que hiciera renacer el amor y
la poesía en la humanidad.
Que después de mucho cavilar, había decidido hacer El mismo en persona de su Hijo. Que
tomaría un cuerpo y sería como un humano más desde el comienzo, desde el vientre de una mujer...
A El, a su mensajero, lo mandaba para publicar entre los hombres esa gran noticia; seguro que la
acogerían con gran alegría.
El mensajero partió ilusionado hacia la gran ciudad, contento de haber sido designado para
una misión tan agradable. Sonreía de satisfacción imaginando los saltos de alegría de los humanos
al ser conocedores por su boca de tan grata nueva.
Se dirigió hacia la avenida más transitada. Caminaba asustado por entre el ir y venir alocado
de la muchedumbre... Se parapetó contra una pared para estar seguro de no ser pisoteado y meditó
unos instantes sobre la mejor forma de anunciar su mensaje... Creyó que lo mejor sería decirlo
personalmente a alguno de los que pasaban: la noticia correría de boca en boca como mecha
encendida.
Encaró a un hombre de mediana edad, bien vestido, con una cartera negra en la mano. Parecía
persona importante que podría correr la voz con mayor autoridad. Se quedó con la palabra en la
boca, ya que el individuo en cuestión dio un bufido, miró el reloj y, apartándolo bruscamente, se
alejó presuroso, mascullando entre dientes que no tenía tiempo para perderlo con cualquiera que lo
abordase por la calle.
El mensajero se quedó un poco cortado, pero no se desanimó. Aspiró hondo. Se acercó a otro
de los que pasaban. Este le oyó, se sonrió y preguntó que si ese tal Dios iba a dar dinero. ¿Que
no?... Pues que lo dejara de historias, que bastante problemas tenía.
Una señora lo mandó a paseo. Otro, se estuvo riendo estrepitosamente durante un buen rato,
mientras se alejaba calle abajo...
Creyó volverse loco. Uno más de aquella multitud que no quería oirlo. No pudo resistir más,
y partió veloz con el miedo y la desesperación asomados en sus ojos.
El Amor hizo un gesto con la mano pidiendo al mensajero que no continuara su relato...
Hundió la barba en el pecho, apesadumbrado. La enfermedad del hombre era más grave de lo que
El había supuesto. Estuvo un rato pensativo. Después habló al mensajero: tenía que publicar la
buena noticia entre la juventud. Los jóvenes eran diferentes. Estaban descontentos con la actuación
de sus mayores y querían algo nuevo. Ellos sí que se alegrarían.
Presuroso voló el mensajero hasta el corazón de la Universidad. Allí no había apuro. Unos,
reunidos en grupos, charlaban y reían. Otros, sentados, estudiaban o pensaban. Unos más,
paseaban... Sí. Aquellos sí que saltarían de contentos.
Se dirigió a un grupo de estudiantes que charlaban amenamente en una de las galerías. Le
escucharon con atención durante unos momentos, hasta que uno de ellos aspurreó una risotada que
contagió al resto de los compañeros. El mensajero, avergonzado, se escabulló hacia el jardín. Se
animó a conversar con un muchacho que estudiaba sentado bajo un árbol, quien lo miró por encima
de los lentes, le dijo que a él eso qué le importaba, y continuó estudiando...
Subió de nuevo hasta El Amor y El se indignó. Levantándose, le ordenó que fuera a los
campos, a los suburbios, a la gente que no tuviera estudios, a los desheredados de la fortuna, a los
miserables, a los ladrones, a las prostitutas, a los que en la tierra los hombres de "bien" que
rechazaron su anuncio llamaban "pobres".
El mensajero bajó hasta el campo. Era de noche. Se sentía cansado y triste. Unos pastores,
cubiertos con unas cobijas mugrientas, charlaban sentados al rededor del fuego. Temeroso se
acercó hasta ellos. A medida que les iba relatando percibió cómo la mirada de esos hombres
brillaba más y más en la danza del resplendor del fuego. No pudo terminar. Todos se levantaron y
lo acogieron.
"- Llévanos - , dijeron. - Llévanos a donde ha nacido." Uno corrió gritando hasta la aldea
para avisar a los que dormían. Los demás guiados por el mensajero. llegaron hasta la cueva en la
que un niño dormía sobre la hojarasca. La madre les hizo una señal de que no alborotaran para no
despertar al pequeño. Ellos, de rodillas, lo contemplaron en silencio con lágrimas en los ojos.
Dicen que hasta el mismo Amor bajó hasta la cueva lleno de alegría, y dicen también que se
oyó un cántico en la noche que decía: "paz a los hombres de buena voluntad".
A cualquier persona de buena voluntad.
CAPITULO I
("...te vas quedarás solterón...")
Manuel se despertó sobresaltado. Permaneció varios minutos con los ojos abiertos,
reconstruyendo sobre la oscuridad de la habitación las imágenes que había soñado. Cuando sonó la
alarma del despertador se incorporó sobre la cama y alargó el brazo para desconectarla. Permaneció
algunos minutos más sentado en la cama. Encendió la luz. Miró el reloj.
- Las cinco y veinte. He de apurarme si no quiero llagar tarde- , comentó en voz baja.
Se vistió y salió de la habitación. Antes de entrar al aseo se dirigió a la cocina al percatarse de
que la luz estaba encendida. Su madre preparaba el desayuno.
- Buenos días, madre.
- Hola, Manuel, buenos días. ¿Has dormido bien?
- Bien, aunque una pesadilla me ha inquietado un poco.
Se acercó a la madre y la besó.
- ¿Por qué te has levantado, madre? Te he dicho repetidas veces que yo me prepararé el
desayuno. Vas a conseguir que no venga los fines de semana.
- Casi ni lo notaría: vienes tan poco ... Anda, ve a lavarte que perderás el bus.
Se aseó y acabó de preparar la bolsa con los efectos personales.
Se sentó a desayunar. Su madre tomó asiento junto a él.
- ¿Se ha levantado ya papá?
- Hace rato.
- ¿Y qué es lo que tiene que hacer tan de noche en el campo?
- Tiene que arreglar a los animales y recoger alguna fruta para el mercado... Como siempre,
ya sabes. Hoy se ha marchado antes que de costumbre porque tampoco él ha dormido bien y no
podía estar en la cama... Por cierto: cuéntame tu sueño.
- Ha sido una bobada.
- No habrá sido tanta bobada si no te ha permitido dormir tranquilo.
- Era algo confuso... Me encontraba tendido en el suelo sobre un gran charco de sangre y me
rodeaba una multitud desnuda y hambrienta. El círculo se cerraba cada vez más y yo no podía
moverme. Se avalanzaron sobre mí para beber la sangre y devorarme en dentelladas... Como vez,
una tontería.
La madre le miró los ojos con gravedad. Lo acarició los cabellos.
- Debes irte. Queda poco para que llegue el bus.
Manuel se levantó, tomó la bolsa y salió tras despedirse de su madre.
La mañana era fría. Caminó presuroso hasta la parada. Un foco mugriento iluminaba a duras
penas la vereda. Se sentó en un tronco. Un joven se le acercó.
- Buenos días, Manuel. Me alegro de verte.
- Hola Javier.
Se estrecharon la mano.
- ¿Vas también a la ciudad, Javier?
- Sí, He de solucionar un problema en el juzgado... Tú a tu trabajo, ¿verdad?
- Como siempre... Hace tiempo que no te veía. Cuéntame cómo te va por aquí por el pueblo.
La bocina cercana del bus los interrumpió.
Subieron y se aposentaron en un asiento desocupado. El bus prosiguió su marcha.
- ¿A qué hora empienzas a trabajar?- , le preguntó Javier.
- A las ocho. Ahora trabajo en el turno de la mañana.
- Hace días pregunté por ti a tu madre y me dijo que tenías un buen empleo... Como casi
nunca nos vemos, lo poco que sé de ti es por tu gente.
Manuel lo miró con afecto. Javier era casi de su misma edad, quizá un poco mayor. Ambos
asistieron a la misma escuela y participaron, junto con los demás chicos del pueblo, en juegos y
excursiones. Al terminar la primaria tuvieron que ayudar a sus respectivos padres en los trabajos
del campo y se veían rara vez por las noches en diversas reuniones. A los veintinueve años Manuel
marchó a trabajar en la ciudad.
- Ahora trabajo en una fábrica de motores. Hice unos cursos de mecánica y pude colocarme
allí en la sección de montaje. Somos en total una pantilla de casi cien personas.
- Conozco la fábrica. Es la que hay por la salida de la autopista, ¿no?
- Sí, exacto.
- Me alegro de que te vaya bien... Yo, sin embargo, no puedo decir lo mismo. Antes me
preguntaste que cómo me iba y sólo puedo responderte que regular. Sabes que mi padre tenía poca
tierra. Antes nos defendíamos. Ahora los tiempos son otros: te cansas de trabajar y sacas a duras
penas para pagar los abonos, los insecticidas y para comprar, de tarde en tarde, una ropa a los niños
y unos zapatos cuando ya los ves andar descalzos. Ojalá encontrara un trabajo como el tuyo. Pero
yo no sé hacer otra cosa que destripar terrones. Me casé demasiado pronto, y con tres hijos
pequeños ya no me puedo permitir el lujo de aprender nada... Cuando estaba soltero predía las
horas muertas en el bar. No me gustaba leer como a ti... En fín, no pretendo agobiarte contándote
penas.. Y tú, ¿qué? ¿No te echas novia en la ciudad?
- De momento, no.
- Te vas a quedar solterón, como no te sacudas... Siempre has sido un poco raro. Nunca
quisiste acompañarnos en nuestras farras... Sabes que en el grupo de amigas había varias coladitas
por ti y nunca les hiciste demasiado caso. Siempre has sido un buen amigo, pero raro... ¿O no le ves
así?
Manuel se encogió de hombros.
- Es un punto de vista.
- Que no creo que sea desacertado... Aunque estoy metiéndome en lo que no me importa.
Manuel sonrió.
- No te preocupes. Te agradezco tu interés.
Guardaron silencio durante unos minutos.
El bus se había detenido en un pueblito. Subieron varias personas. Un caballero bien trajeado
se sentó al lado de donde ellos estaban.
- Buenos días- , dijo con voz apagada.
Manuel y Javier contestaron al saludo.
El recién llegado desplegó el periódico y se enfrascó en su lectura. Pasó con rabia una hoja.
- ¡Otro asesinato! Como no tome cartas en el asunto la porquería de gobierno que tenemos, no
sé a dónde vamos a llegar- , comentó en voz alta.
- Al desastre, si lo único que sabemos hacer es protestar y colgarle a los demás la culpa de lo
que ocurre.
El caballero miró a Manuel por encima del diario con una expresión de desprecio.
- No creo que le hay pedido su opinión- , le dijo a Manuel dando a sus palabras un tono de
indignación grandilocuente.
- También puedo pensar en voz alta como usted, ¿no cree?
Su interlocutor se quedó mirando fijamente. Dejó escapar un bufido y se sumergió de nuevo
en la lectura.
- Si no te importa, Manuel, voy a echar una cabezada: he dormido poco esta noche- , dijo
Javier.
- Cómo va a importarme...
Javier se acomodó en el asiento y cerró los ojos. Manuel contempló por la ventana el paisaje
tentado de una luminosidad azulada en el amanecer.
A las siete y media llegó el bus a la ciudad. Manuel se despidió de su amigo y caminó hasta la
fábrica. Varios compañeros que esperaban junto a la puerta lo saludaron con afecto. Casi todos
estimaban a Manuel. Reconocían su sinceridad y servicialidad. A las ocho sonó la sirena
anunciando que comenzaba otra nueva semana de trabajo.
CAPITULO II
"no sólo de pan..."
- ¿Me ha llamado?
- Sí..., sí. Pase, por favor, Manuel. Siéntese.
Manuel tomó asiento en el sillón al otro lado de la mesa. Miró los ojos del jefe de personal
quien esquivó la mirada buscando en la mesa el paquete de cigarrillos.
- Este inbécil tiene una mirada desvergonzada que me molesta- , pensó para sí el jefe de
personal. Después, dirigiéndose a Manuel:
- ¿Fuma...?
- No, gracias.
- Verá: le he llamado... - . No sabía por qué se sentía nervioso. Jugueteaba con un abrecartas
con mango de sirena. - Le he llamado - , prosiguió, - porque el Sr. Gerente me ha encargado le
diga... Se le considera como un buen trabajador. Usted tiene personalidad y me he dado cuenta de
que sus compañeros de trabajo le estiman en cierta manera... Usted se merece mejor sueldo del que
gana. El señor gerente, como le decía, me ha pedido que en su nombre le ofrezca un puesto de
responsabilidad. Con un sueldo mucho mejor, por supuesto...
- La verdad - , atajó Manuel. No me interesa el dinero que me ofrece. Quizá para ustedes sea
la principal y única ilusión de sus vidas. Viven para el dinero. Es el pan que los mantiene con
vida... ¿Es que sólo de eso vive el hombre? Guárdense su oferta. Tengo suficiente con lo que gano.
Lo que realmente importa es la persona... Pero esto que le digo, ustedes, por desgracia, no lo
entienden o no les interesa entender.
El jefe de personal se puso encendido. Tragó saliva. El pisapapeles que sostenía entre los
dedos se le escapó contra la mesa. Sus ojos, indignados, se encontraron con los de Manuel y desvió
rápidamente la mirada. Intentó tranquilizarse. Acometió por otra vía.
- Verá... Considero que es usted un hombre íntegro... Pero no hay que ser tan idealista... ¿No
lo cree usted así...?- , preguntó sintiéndose más seguro en la postura de consejero paternalista. - Es
Ud. muy joven aún. ¿Qué edad tiene usted? Unos... ventitantos, ¿verdad?
- Treinta.
- Bien, treinta. Yo casi podría ser su padre... - .Sonrió buscando una respuesta en la expresión
de Manuel. - Bien... Usted se creerá que es el único que posee la verdad. Yo estoy conforme, en
parte, con su forma de pensar. Para mí el dinero no lo es todo: hay otras muchas cosas importantes
en la vida. Pero no hay que ser idealistas ni utópicos. Comprenderá que el dinero es importante
también. No sólo para vivir, sino para tener influencia en los demás. ¿Cuánta más influencia tendría
usted, Manuel, entre sus compañeros si usted ocupara un puesto elvado...? ¡El bien que les podría
hacer! Y podría ayudar a los que ganan menos. Si usted quiere que haya justicia, más puede hacer
por ella desde arriba, siendo alguien, que siendo un desgraciado más de esos que no salen de peón
en su vida. Podría usted tener influencia hasta en el personal directivo.
- Por favor, por favor - , interrumpió Manuel. - No quiero tener tantas influencias como usted
pretende. Simplemente, quiero continuar en mi puesto de trabajo.
El jefe de personal se sentía en ridículo. Era superior a sus fuerzas que él se tuviera que
humillar a un inferior. No sabía qué había podido ver el gerente en aquel individuo que tenía frente
ante sí. Hacía más de un año que comenzó a trabajar en la empresa. El, personalmente, lo veía
como un obrero vulgar. Es verdad que los compañeros lo respetaban bastante. No vislumbraba
ningún peligro de que fuera un fanático, un cabecilla, ya que su postura no tenía visos de
revolucionaria. Quizá fuese inteligente... Pero ante la negativa a la oferta que le había propuesto, la
única opinión que podía concluir respecto a su capacidad mental era la de imbécil y lunático.
- Bien, como usted quiera. Es usted quien ha rechazado el puesto que le ofrecía. Se lo
comunicaré así al señor gerente. Desde luego es usted poco despierto: se le ha ofrecido algo con lo
que podría usted vivir bastante bien y dominar sobre todos sus compañeros...
Manuel se levantó.
- ¡Dominar! ¡Dominar! Es lo que pretenden ustedes: manejar a las personas. Para ustedes es
puesto de responsabilidad, es una ocasión para mover a su voluntad a sus "subordinados", como
ustedes llaman. ¿En qué son superiores a esos peones a los que usted desprecia? ¿Qué más tiene
usted que ellos...? Y quieren que yo también me convierta en creador de muñecos de guiñol. Otro
más de la minoría que domine a una inmensa humanidad avasallada, de la que ustedes deberían ser
servidores, hermanos: no dictadores ni dioses. No tienen ápice de idea de lo que es Amor...
Manuel dio media vuelta y salió del despacho. El jefe de personal quedó aniquilado durante
unos momentos detrás del escritorio. Lanzó un formidable puñetazo y el cristal que cubría la mesa
se rompió en pedazos.
Manuel bajó hasta el patio interior, común a la nave industrial y al edificio de oficinas y
despachos del personal directivo. Se detuvo durante unos segundos ante la puerta de entrada a la
nave, ensordecido por los chasquidos metálicos y el zumbido de los motores de las máquinas. Se
dirigió a su puesto de trabajo y se dispuso a reanudar la tarea. Un compañero, hombre enjuto de
unos cincuenta años, se le aproximó una vez que se hubo cerciorado de que no era visto por ningún
encargado. Sus diminutos ojos estaban cargados de ironía.
- Enhorabuena, Manuel... Ya sabemos que te han llamado para hacerte jefe de sección...
Manuel continuó con su trabajo sin prestar atención a lo que el compañero le decía.
- ¡Qué...! ¿Ya no te hablas con nosotros?
- No sé de lo que tú hablas, Miguel. No voy a ser jefe de nada.
- Vamos..., no te hagas el tonto.
Manuel se encogió el hombros mientras esbozaba una sonrisa.
- Vale, piensa lo que quieras... Pero te digo la verdad. Miguel repasó con sus ojos nerviosos la
figura de Manuel, desconcertado ante su respuesta.
- Bien... Si tú lo dices...
Volvió a su puesto.
Durante el descanso los demás compañeros rodearon a Manuel felicitándolo por su ascenso.
- No sé quién les ha informado... No hay nada de lo que dicen ustedes.
Quedaron extrañados ante la aclaración de Manuel, ya que lo consideraban persona veraz,
incapaz de engañarlos.
Una de las mujeres de la limpieza que había escuchado la conversación entre Manuel y el jefe
de personal a través de la puerta entreabieta fue quien informó a los trabajadores de la fábrica a
cerca de la negativa de Manuel. Esto hizo que los compañeros le respetaran y confiaran más en él,
si bien no comprendían el por qué de la actitud de Manuel de rechazar el ascenso.
A los jefes de la fábrica, sin embargo, les disgustó el desprecio que hizo Manuel a su
propuesta. Desde aquel día buscaron con afán cualquier pretexto para despedirlo, pretexto que lo
encontraron a raíz de un conflicto laboral: un trabajador resultó herido de gravedad y en la fábrica
hubo huelga y disturbios como protesta por la falta de medios de seguridad. Los empresarios
entregaron la carta de despido a varios de los que consideraban cabecillas y, entre ellos, a Manuel.
Tras varios días de tensión y después del fallo del magistrado dando la razón a los empresarios,
Manuel marchó a su pueblo.
CAPITULO III
"¿Dónde vives...?"
Manuel ayudó a su padre en los trabajos del campo.
Se levantaban temprano y trabajaban hasta la caída del sol.
Hablaban poco, más su silencio bañado de sudor se les convertía en diálogo ya que los
corazones de ambos se compenetraban. Tras la cena caminaba Manuel hasta las afueras del pueblo
y permanecía tendido frente a las estrellas hasta la medianoche. Sus padres respetaban su silencio
intentando comprender el problema que podría agobiarle.
Cierta noche, tras la cena, Manuel habló a sus padres:
- Necesito descansar en soledad. Es una necesidad la que experimento de reflexionar y poner
en orden lo que aquí dentro me bulle. Pasado mañana quiero marchar para la montaña.
Sus padres no le pidieron explicaciones. En parte se alegraban de la decisión de su hijo tan
diferente a la de la mayoría, que sólo piensa en crearse una actividad con la que no tener tiempo de
pensar.
Llegado el día, Manuel se despidió de ellos. Caminó hasta la sierra portando sobre sus
espaldas una mochila con algunas prendas de vestir y una pequeña tienda de campaña. Allí
permaneció durante más de un mes. Cuando volvió a casa le cubría el rostro una espesa barba que
no volvió a afeitarse. Su expresión era más serena y sus ojos irradiaban luminosidad y fuerza.
- Madre - , le dijo un día- . - Me marcho a la ciudad para ver allí si encuentro otro trabajo.
A ella le parecía bien cualquier decisión de su hijo. Se alegró al enterarse de que lo
acompañaría Pedro, un vecino bien conocido, padre de dos hijos, que se desesperaban de no poder
arrancar a la tierra lo suficiente para sacar a su familia adelante.
Cuando fue a esperar el bus para despedirlo sabía en su interior que la vida de su hijo había
cambiado. Intuía que los problemas en la vida de Manuel comenzaban ahora. Junto a ella Isabel y
sus dos hijos lloraban la ida de Pedro. Este, asomado a la ventanilla, agitaba la mano despidiéndose
de los suyos mientras el bus se alajaba.
Manuel y Pedro anduvieron por la ciudad durante más de una semana solicitando un puesto
de trabajo. Recibían siempre como respuesta que la plantilla estaba cubierta. Al atardecer
caminaban hasta unas ruinas que había en las afueras de la ciudad y allí pasaban la noche. Comían
poco, pues el escaso dinero de que disponían se les agotaba rápidamente. Al cabo de diez días
admitieron a Manuel como cargador en una compañía de transportes. No así a Pedro cuando, al to-
marle los datos, vieron que era casado y padre de familia.
- Entonces que Pedro se quede trabajando en mi puesto. El lo necesita más que yo.
El encargado frunció el ceño. Habló a Manuel en tono áspero.
- He dicho que no hay sitio para él. Si usted se quiere quedar, hágalo. En caso contrario, le
digo ya desde ahora que no necesitamos a ninguno de los dos... Usted dirá.
Pedro y Manuel se miraron sin comprender el por qué de esta actitud.
- Si no admiten a Pedro no me interesa su trabajo - , le replicó Manuel.
Pedro le cogió del brazo.
- No seas tonto, Manuel: quédate... Ya encontraré trabajo en otro sitio... Haz el favor.
Manuel accedió. En cuanto cobró su primera paga se lanzó a buscar una casita de alquiler.
Encontró una casita con dos habitaciones en un barrio extremo, a un precio al alcance de su
economía. Inmediatamente se fueron a vivir a ella.
Una tarde llegó Pedro contento. Había paseado por la playa y, preguntando de barco en barco,
por fin un patrón le admitió para trabajar en el mar. No sabía mucho sobre el trabajo de pesca, pero
se sentía feliz.
Manuel trabajaba hasta bien entrada la tarde. Cuando llegaba a casa ya Pedro había salido,
pues pescaban por la noche. Rara vez se veían.
Comenzaba el otoño. A la salida del trabajo paseaba Manuel lentamente con dirección a su
casa. Se encontró con dos antiguos compañeros de la fábrica. Se saludaron efusivamente. Entraron
a un bar y charlaron largo rato. Ellos admiraban a Manuel, pero ahora notaban en su conversación y
su mirada una nobleza y una luminosidad que los atraía hacia él con fuerza.
- Es ya tarde y nos gustaría charlar contigo largo y tendido. Podríamos vernos otro día.
- Cuando quieran. Si les parece, mañana tarde a la salida del trabajo... Como es víspera de
fiesta, nos podemos quedar charlando hasta bien entrada la noche sin miedo a no poder madrugar.
- Vale. Si te parece podemos ir a tu casa. Dinos por dónde vives.
Manuel les dio la dirección. A la tarde siguiente llamaron a su puerta. Saludaron a Pedro que
salía en ese momento para su trabajo, y se quedaron con Manuel hasta que despuntó el nuevo día.
Habían conversado sobre muchos temas: sobre el trabajo; sobre Dios; sobre la justicia; sobre el
amor... La conversación de Manuel les había entusiasmado.
Ese mismo domingo, por la tarde, se presentó de nuevo en la casa de Manuel uno de los dos
que habían estado en la noche pasada. Traía con él un amigo: un muchacho joven.
- Manuel, te presento a Juan: es un vecino. Un buen amigo.
- Hola... - . Le apretó la mano fuertemente.
- Hola... Verás: Andrés me ha dicho... Bueno, es que a mí me han echado del trabajo por
motivos parecidos a los que, me ha dicho Andrés, te echaron a ti. No quería hacerles el juego.
- Este es un cabeza loca - , se apresuró a decir Andrés.
- No está conforme con nada... Es un poco revolucionario, y al hablarle de ti...
- No es que sea un revolucionario... Yo estoy conforme con todo lo que hay que estarlo, pero
no comprendo por qué nos tenemos que pisar los unos a los otros. No comprendo por qué, siendo
todos personas, abusamos unos de otros y en lugar de unirnos para mejorar el mundo, aplastamos la
vida, la justicia... ¡Eso no lo comprendo!
Con la conversación se despertó Pedro, que dormía en la otra habitación. Se saludaron.
Charlaron sobre la propuesta de Manuel de crear, por lo menos entre ellos, esa sociedad más unida
en la que se sintieran todos importantes, útiles y unos parte de los otros. Decidieron verse con
frecuencia.
CAPITULO IV
"el viento sopla donde quiere..."
Los vecinos del barrio conocieron pronto la servicialidad de Manuel, Les agradaba hablar con
él ya que siempre tenía la palabra acertada y cariñosa para cada persona. Muchos iban por las tardes
a su casa buscando una solución a un problema laboral o familiar. Algunos le exponían la miseria
de sus vidas con la esperanza de que Manuel les comunicara alguna esperanza. Se preguntaban
otros que de dónde le venían a Manuel, un desheredado de la sociedad como todos ellos, esa
inteligencia y ese algo que irradiaba y no acertaban a definir con palabras.
Su fama se extendió de barrio en barrio. De muchos puntos de la ciudad acudían a conocerlo.
Algunos, especialmente líderes de asociaciones intransigentes, hombres de corazón mezquino
cerrado a cualquier persona o idea que no fuera la suya propia, acudían a entrevistarse con Manuel,
mas con ánimo de hacerlo quedar en ridículo. Pero Manuel conocía muy bien a primera vista las
intenciones de quienes lo visitaban y sabía de quién debía desconfiar.
Una tarde de invierno llegaron a su casa dos hombres.
- Somos curas que vivimos en la barriada norte, en el grupo de casitas que pegan a la vía del
tren.
Manuel los saludó y les invitó a pasar. Se sentaron y charlaron unos minutos sobre temas
insustanciales.
Manuel les ofreció café. Les pareció bien, ya que la tarde era fría. Guardaron silencio hasta
que Manuel sirvió el café y se sentó de nuevo junto a ellos.
- Bien, ¿a qué debo su visita? - , les preguntó Manuel.
- Hemos oído hablar de ti y teníamos ganas de conocerte. Y yo por lo menos me alegro de
haber charlado un rato contigo... Noto en tus palabras y tu persona una convicción y una verdad
poco frecuentes hoy día.
- Soy quien soy. Vuestra opinión ni añade ni quita a la verdad de mi yo. Pero dicen bien: mi
palabra es verdad y poseo la verdad. Yo soy verdad.
La forma de hablar de Manuel produjo en sus interlocutores una fría inquietud. ¿Quién se
creía que era?
- Ustedes son hombres sin tacha. Pero su forma de luchar por la justicia no es del todo
verdadera.
- Hemos procurado encarnarnos con los más débiles. Es verdad que, a pesar de todo,
poseemos una serie de privilegios que ellos no tienen. Poseemos una cultura que ellos desconocen.
Si nos cansamos de esa forma de vida podemos seguir en otra más cómoda sin que nos falte qué
comer, cosa que ellos... ustedes no se pueden permitir el lujo de hacer. Han de penar por toda su
vida y depender de la voluntad de un poderoso para poder continuar existiendo.
- No es malo tener cultura. Ustedes han partido de lo que tenían y eran. Lo que no quita valor
a su decisión de vida. Han enfocado bien su vida.
- ¿A qué te refieres entonces?
- Ustedes luchan por la justicia contando únicamente con formas. Quieren una sociedad y un
mundo diferentes olvidando que éstos sólo cambiarán desde dentro.
- Desde dentro... ¿Cómo?
- Desde dentro de cada persona.
Uno de los curas se sonrió. Aquello sonaba a sonsera. Este hombre debería ser uno de esos
“espiritistasÈ que pretenden arreglar el mundo “siendo buenosÈ sin comprometerse con nada.
A él se dirigió Manuel:
- Tú conoces el evangelio. Tú, para la gente, eres maestro en temas religiosos. Y ustedes que
son considerados como maestros, ¿no lo entienden? ¿No entienden que para que nuestra humanidad
y nuestra sociedad reviertan y expulsen toda la podredumbre que las corroe, y nazca esa utopía con
la que soñamos, es necesario volver a nacer?
- Necesitamos - , continuó Manuel,- una revolución de la persona. No te hablo de ser buenos.
¿Qué significa ser bueno? Hablo de ser diferentes. Completamente diferentes. Esencialmente
diferentes. No en las formas, sino en lo más radical de nuestro yo. No cambiaremos el mundo
cambiando las formas. Derrocaremos a un régimen injusto mediante una revolución armada: ¿Y
qué hemos conseguido? A la violencia hemos opuesto otra violencia, una brutalidad a otra. Y a un
gobierno sin conciencia le sucede otro semejante. Con esta política no cambiaremos nada. ¿Cuántos
partidos se debaten en nuestros barrios? ¿Cuántos en la nación y en el mundo? Los hombres
luchamos divididos en bandos y partidos: unos militan y otros vaguean. Quien milita, lucha por
conseguir adeptos y llegar al poder. Les estorban los demás partidos. Si alcanzara el poder,
abortaría, al igual que hicieron sus predecesores, cualquier otra iniciativa que no esté de acuerdo
con su ideolgía. Volverá a necesitar una policía y un ejército que defienda sus ideas y su vida.
Quien vaguea pagará a quien actúe por ellos y los defiendan de aquellos oprimidos que hacen
posible su ociosidad y su buena vida, oprimidos que se rebelan contra la opresión... Es la lucha por
un poder, una ideología, un dinero. Es la locura dividida que se despedaza a sí misma. Somos
humanidad neolítica, de donde aún no hemos salido. Avanzados en tecnología, vivimos todavía,
como personas, en el neolítico. El mismo instinto que hace destrozarse a los animales entre sí por
defender un territorio, un alimento, una supervivencia, es el que guía nuestra actividad. Los
instintos guían a la humanidad y estrellan a unos contra otros. Anteponemos las cosas a las
personas. Preferimos “mi propiedadÈ que a un semejante. El dinero vale más que el ser humano.
“Mis ideasÈ están muy por encima de cualquier otra persona. Por cosas, por materia, por ideas..., se
mata, se pisotea, se engaña, se seduce, se ridiculiza, se aniquila. Hasta que, en lo más íntimo de
nosotros mismos, el ser humano,- en toda su amplitud y profundidad - , no esté muy por encima de
todo lo demás, el mundo continuará lo mismo. Hemos de romper, de asesinar cualquier atadura al
pasado y volver a nacer. Un recién nacido no brota de ningún condicionamiento anterior: empieza,
simplemente.
Calló un momento. Los dos curas lo miraban fijamente, en silencio.
La lluvia había arreciado y el viento la hacía repiquetear contra el cristal del ventanuco.
Manuel ofreció tabaco a sus interlocutores.
- Entonces, tú opinas que no deben existir partidos políticos ni agrupaciones de distintos
polos- , aventuró uno de los sacerdotes rompiendo el silencio. - Que todos deberíamos pensar igual.
Una dictadura de la mente, vaya.
- ¿Qué significa y qué son en nuestra actual sociedad los partidos políticos? ¿Lo has pensado
con detenimiento? ¿No te da la impresión de que son como el vómito maloliente y el excremento
del egoísmo asqueroso de unos cuántos? Analízalos despacio... Telas de araña engañosas... No. No
cambiarán nada. Son necesarios los partidos políticos para que cada cual tenga una forma en la que
pueda expresar su intimidad como ser social. Diferentes, sí, porque las facetas del pensamiento
humano son diversas. Pero no estos partidos políticos. No así. No estos monstruos creados por
mentes decapitadas y por hombres primitivos. Partidos políticos nuevos, brotes del hombre nuevo.
- Te estás encerrando en una utopía engañosa. Estoy de acuerdo en que la sociedad está
podrida. Pero siempre ha sido así. En este mundo en que vivimos siempre habrá egoísmos, clases,
injusticias... Hemos de contar con esto. Y contra esto hemos de luchar. Pero sin pretender
cambiarlo todo. Sin esperar conseguir gran cosa. Con los métodos y las formas que tenemos a
nuestro alcance... No creo en la utopía. Te confieso que la mayoría de los días, al despertarme,
siento aquí dentro una amargura que me sube hasta la boca y maldigo el nuevo día que me toca
vivir porque no tengo esperanza en nada. Creo que debo estar junto a los pobres y luchar por ellos:
pero esto lo hago cerebralmente. En mi corazón siento el desánimo, porque damos patadas contra
un muro de hormigón. El obispo y muchos curas están en contra de nuestra vida. La policía nos
vigila de cerca. Si intentamos una acción de barrio, la fuerza pública está presente para
alborotarla... A veces sólo me dan ganas de tomar una metralleta, porque la única forma de derrocar
a este capitalismo asqueroso es por las armas.
- No es utópica una sociedad nueva y justa. Quien entrega todos sus bienes por algo es porque
quiere mucho más a ese algo. Quien entrega a su hijo por algo o alguien es porque quiere tanto o
más a ese algo o alguien que a su hijo. Y Dios entregó a su Hijo por la humanidad: El cree en la
humanidad. El sabe que la humanidad puede ser diferente, que puede ser justa... Piensen... No es
utópico el ser libres. Hombres y mujeres fuertes y libres, como ese viento que penetra por las ren-
dijas. Ya están apareciendo personas así sobre la tierra. Siempre las hubo. Y también ahora. Los
persiguen y los encarcelan porque a los poderosos les da miedo el viento: no pueden dominarlo. No
saben de dónde arranca y cuál es su destino. No pueden agarrarlo entre sus manos y moldearlo
según sus intereses. Este hombre libre es el que salvará al mundo. El poderoso querrá matarlo sin
comprender que cuántas más muertes haga más cerca está el fin de su imperio de egoísmo. La
imagen de un ajusticiado fue la que hizo temblar al mundo; fue la semilla de una nueva humanidad.
Y seguirá siendo así.
La lluvia arreciaba. Del techo comenzaron a caer goteras. Los tres se apresuraron a colocar
vasijas, en la que cada gotera cantaba su monótona melodía: plic, plic, ploc...
- Me parece que nos vamos a ir antes de que se haga más tarde. Esto no tiene visos de parar.
- ¿Tienen paraguas?
- Trajimos uno. Yo creo que nos arreglaremos así.
- Llévense el mío y me lo traen otro día.
- Ni hablar. A ti te hará falta.
- No, de verdad. Yo puedo usar el de Pedro. (¿Cómo estará Pedro con este temporal? - pensó
para sí Manuel).
- Como quieras, Manuel. Nos alegramos de haberte conocido.
- Igualmente.
Se estrecharon la mano. Manuel abrió la puerta.
- Nunca olviden que ustedes, como muchas otras personas, han tomado partido por un
fracasado. Un hombre “diferenteÈ colgado de un palo. Precisamente por haber sido colgado sin
merecerlo ha atraído a las gentes.
Los dos curas lo miraron con cariño. Le apretaron de nuevo la mano y, chapoteando,
desaparecieron rápidamente en la obscuridad.
CAPITULO V
"sopló un fuerte viento y se agitó el mar..."
Un farol herrumbroso colgado de una esquina chirreaba zarandeado por la borrasca. A su
contraluz, Manuel contempló durante largo rato la intensa lluvia que el viento arremolinaba,
pensando con preocupación en la suerte de Pedro y sus compañeros de pesca. El cansancio y el frío
obligaron a acostarse, si bien no pudo conciliar el sueño hasta las primeras luces opacas del
amanecer. Despertó a media mañana. Miró a la cama de Pedro con la esperanza de encontrarlo
descansando, pero la cama estaba vacía. Conectó el pequeño transitor que tenían sobre la mesa de
la cocina para oir alguna noticia que pudieran dar acerca del estado del mar y de la situación de los
pesqueros locales.
Mientras se preparaba el desayuno comunicaron que tan sólo habían podido volver a puerto
tres pesqueros; del resto de la flotilla no sabían nada, aunque, según comunicado de la
comandancia, se había recibido una llamada de socorro de uno de ellos.
Manuel dejó el desayuno a medio preparar y salió a la calle. La lluvia era bastante intensa y
las calles del barrio se encontraban anegadas. Buscó algún sitio seco por dónde pasar y, al
encontrarlo, corrió chapoteando sobre el agua hasta la parada del autobús. Bajó cerca del puerto y
corrió de nuevo hasta el muelle pesquero. Un grupo de personas, familiares de pescadores,
esperaban refugiados bajo los cobertizos. Algunas mujeres lloraban. Manuel se unió al grupo. Los
hombres rumoreaban lo que él ya sabía: tres embarcaciones habían logrado volver sorteando el
temporal. Otras muchas no habían regresado. Manuel indagó de unos y otros sobre si sabían algo
del Santa Aurora, la embarcación en la que Pedro trabajaba. Ninguno de los marineros sabía nada
de su suerte. Esperó Manuel bajo un cobertizo, resguardado de la lluvia, viendo entrar de tarde en
tarde alguna embarcación desmantelada por la borrasca. A los marineros que bajaban empapados y
deshechos preguntaba Manuel sobre el barco en el que Pedro había salido a pescar. Ninguno lo
había visto.
Atardecía, cuando entró penosamente en puerto el Santa Aurora que aún se mantenía a flote
como por milagro. Todos se aprestaron para ayudar a la tripulación extenuada. Manuel ayudó a
Pedro a bajar la pasarela y, sosteniéndolo como mejor pudo, llegaron hasta la parada de taxis
cercana al puerto.
Un grupo de vecinos, enterados de lo ocurrido, esperaban ante la casa de Manuel y Pedro. Se
alegraron de verlos llegar.
Ayudaron a Pedro a acostarse. Una mujer le trajo una taza de caldo caliente. Pedro apenas
podía agradecer tantas atenciones. Rápidamente quedó sumido en un profundo sueño.
No despertó hasta el crepúsculo del día siguiente. A su lado se encontraban, además de
Manuel, todos los demás amigos.
- Seguro que no han ido a trabajar por mi culpa... Les echarán del trabajo... A mí no me
pasaba nada. No tenían que haberse quedado.
Juan soltó una sonora carcajada.
- No te creas tan importante, marinero de agua dulce... ¿Sabes qué hora es? No es por la
mañana. Ya hace rato que hemos dado de mano. Y hemos venido para ver si te había muerto. Pero
bicho malo nunca muere.
Pedro sonrió sinceramente.
- ¿Te gustaría ver a tu gente, Pedro?- Le preguntó Manuel.
- No pongas esa cara... Mira, he recibido carta de mi madre. Léela si quieres.
Pedro se incorporó pesadamente. Tomó la carta de mano de Manuel.
- ¿Qué te parece, Pedro?
- Que como yo ahora estaré una temporada sin trabajo voy sin dudarlo. Más, tratándose de la
boda del hijo de Paco... Pues no faltaba más. Buena ocasión para ver a mi Isabel y a mis dos hijos.
Ganas tengo de abrazarlos y estrujarlos entre mis brazos.
- Nosotros iremos también, Pedro - , dijo Andrés.- como la boda es el próximo domingo,
podemos ir todos sin problema.
- Nos iremos el sábado a la tarde - , interrumpió Manuel.- Andrés y Juan dormirán esa noche
en mi casa.
- En mi casa también hay sitio. A mi Isabel le gustará conocerles.
- A tu casa irán Tomás y Adela, ¿te parece?
- ¡Pues no me va a aparecer...! Y si todos quieren ir, estrachándonos, para todos hay sitio.
Pequeña es mi casa, pero donde hay corazón hay camas..., digo yo,
Todos rieron.
Pedro, con la alegría, estaba ya de pie charlando animadamente.
CAPITULO VI
("...hubo una boda...")
Manuel levantó la cortina, asomando al interior su cabeza.
Al fondo, de espaldas a la puerta, su madre lavaba sobre el pilón del patio.
- ¿Se puede...?
- Ella se volvió sobresaltada. Lanzó un grito y se avalanzó sobre Manuel. Abrazó durante
largo rato a su hijo, sin pronunciar palabra.
- Vamos... vamos... no llores.
Le levantó dulcemente la cabeza, tomándola de la barbilla.
Le limpió las lágrimas con su dedo pulgar y le dio un caluroso beso en la frente.
- ¿Cómo es eso...? ¿Cómo que has venido...?
- ¿Es que no te lo imaginabas? ¿ Creías que Pedro y yo podíamos faltar a boda de Luis...? Ah,
mira... ¿Dónde están? Se volvió hacia la puerta.- Pasen... Mi madre. Madre: éste es Juan... y An-
drés... Se quedarán esta noche con nosotros, si no te importa.
- ¿Cómo va a importarme? Todo lo contrario. Tu padre se alegrará también de que se queden
con nosotros.
- ¿Dónde está padre?
- En la huerta. El pobre trabaja más de lo que puede. Pero los tiempos están malos. Ya pronto
vendrá... Siéntense.
Se sentaron y su madre los aseteó a preguntas, interesándose por cualquier pormenor. Al rato
llegó el padre y con él salieron a dar una vuelta por el pueblo. Se acercaron a saludar a la familia
de Pedro. Volvieron tarde a casa. La cena estaba ya humeando sobre la mesa. Charlaron hasta bien
entrada la noche.
El domingo amaneció espléndido. Todo el pueblo estaba reunido en la plaza para ver a los
novios. Hubo cohetes, arroz, gritos, abrazos, lágrimas... Rodeados por la muchedumbre, los novios
llegaron hasta su casa. En el zaguán, sobre una larga mesa, había platos con toda clase de
aperitivos, sin refinamientos, sino todo al gusto de la gente sencilla de pueblo. Por todos los
rincones, cajas apiladas conteniendo botellas de cerveza y bebidas refrescantes. Cada cual tomaba a
su aire. Quien podía se sentaba y, los que no, charlaban animadamente en grupos, de pie, bien den-
tro, bien en la calle. Los niños correteaban por entre todo y entre todos.
Quienes no lo habían hecho la tarde anterior, saludaban a Manuel y a Pedro, y se interesaban
por conocer de ellos mismos los detalles del casi naufragio del Santa Aurora.
Los novios se acercaron al grupo en el que se encontraba Manuel, quien tomó sus manos
estrechándolas con cariño.
- Que sean siempre felices y sean capaces de conseguir penetrar en el misterio que encierra el
matrimonio.
Cada uno de los presentes, a su manera, los felicitó. Hubo la consabida alusión picante propia
de la picaresca rural. Todos rieron. Los novios prosiguieron su ronda de saludos a los restantes
grupos de amigos.
- ¿A qué misterio te referías, Manuel?
- No ves que a Manuel, como no se ha casado y con las mujeres es muy formal, todo esto del
casorio se le hace un misterio?
Rieron a coro esta intervención de uno del grupo.
Se acercó el párroco del pueblo. Era un hombre de mente estrecha, aferrado a unas ideas
formalistas, hombre leguleyo y corto de corazón, amigo de las apariencias y las buenas formas.
- Hola... Veo que están ustedes contentos.
- Nada, señor cura. Aquí Manuel que nos quiere echar un sermón sobre el matrimonio. Como
si no fuera bastante el suyo que ya hemos oído.
Don Andrés, que así se llamaba el párroco, esbozó una sonrisa forzada. Los demás
disimularon la suya. No apreciaban en demasía al sacerdote, amigo de novenas, misas y sermones,
pero incapaz de calar en los problemas y el corazón de los del pueblo.
- Pretendía Manuel hablarnos del “misterioÈ del matrimonio... ¿Qué le parece a usted?
- Hombre... si Manuel lo dice...- . No le caía bién Manuel.
- El misterio que todos sabemos y que desaparece tras la primera noche. Lo mejor es quedarse
soltero como él y como yo.
- Si me quedo soltero no es porque sea mejor. Es porque debo quedarme. Ni usted por estar
soltero es mejor que el que se casa. Es un erros que, desde muy temprano, cundió en toda la Iglesia
Católica. Un error grave.
Don Andrés se encendió. Si algo había en el mundo que lo sacara de su habitual flema era
pretender que la verdad sobre temas religiosos estuviera fuera del marco “eclesiásticoÈ. La verdad
la poseían ellos, los pastores, la Jerarquía. El pueblo era ignorante: el rebaño.
- No creo que sepas tú mucho de esto, Manuel, como para atreverte de acusar de error a la
Iglesia. Si no entiendes, no hables.
- Precisamente sobre lo que entiendo hablo, don Andrés. El matrimonio es sí es tan perfecto
como el celibato. Pero tanto uno como otro, muy difíciles de entender y llevar adelante. El misterio
de matrimonio no está en lo que usted piensa, y como no lo vislumbra tan siquiera, ha sido incapaz
de comunicarlo a nadie. Usted, como muchos de los suyos, estando ciegos han querido conducir a
los hombres... ¿Hacia dónde que no sea un pozo profundo? Ve en el matrimonio la unión de la
carne y el respeto mutuo, sin comprender que ése es el signo de la verdad honda y grandiosa que se
oculta. No es la unión, ni son los hijos. La unión es signo y los hijos son signo. Son la apariencia de
la realidad. Si el resultado del matrimonio son esas apariencias, el mundo no avanzará. La sociedad
seguirá igual. Si golpeas piedra contra piedra el resultado es una chispa, pero después cada piedra
es como era antes de unirse en el golpe. Si unes hidrógeno y oxígeno, el resultado es agua. Ya no es
uno y otro, sino algo nuevo, diferente.
El grupo se había hecho numeroso. A don Andrés le temblaban los labios.
- De una unión de hombre y mujer- , prosiguió Manuel, - brota un hijo, pero siguen siendo el
mismo hombre y la misma mujer. No, muy pocos, contados con la mano, llegan a realizar en
profundidad su matrimonio. Hasta que no lleguen a dejar cada uno su “yoÈ y se conviertan en uno
sólo “nosotrosÈ, algo diferente a cada uno en sí, la humanidad seguirá fracasada. Es la explosión
del individuo que se rompe y se convierte en la unidad pluralizada. Don Andrés saltó, no podía
aguantar más:
- Deja de decir frases altisonantes y absurdas. ¿A quiénes nos interesan sus tonteras? ¡Porque
no son más que idioteces lo que dices! Ideas que tú has elaborado en tu locura, porque para mí no
eres más que un medio loco. ¿Y tú pretendes saber? Investiga..., dime dónde está en el evangelio
que Cristo aventurara alguna de esas palabras absurdas que tú quieres dar a entender a trompicones.
Porque no hay quien entienda tus galimatías.
- No las dijo. Las hizo, don Andrés. El convirtió el agua en vino.
- Pero eso lo hizo para simbolizar la Eucaristía.
- ¡Qué equivocados andan! El lo hizo por el matrimonio. Lo hizo en aquella boda por los que
se casaban y por todos los que se casarán hasta que el mundo exista. Es la conversión en algo
esencialmente distinto, nuevo, diferente... Si quiere entender, entienda.
Don Andrés se alejó resoplando. El grupo se dispersó lentamente, en silencio. Algunos
empezaban a dudar del estado mental de Manuel. Otros, cohibidos de extrañeza, meditaban en sus
palabras. Juan, Pedro y varios más que se quedaron junto a Manuel le pidieron que les explicara un
poco lo que había querido decir.
- Dios desde el principio hizo varón y mujer. No por capricho, sino porque es la expresión en
la naturaleza de lo más esencial de El mismo. Dos realidades fisiólogica y psíquicamente
diferentes, sin fuerza de redención y creatividad la una sin la otra. La tensión más primitiva que las
une es la sexual: se une carne con carne; se satisfacen dos tensiones puramente egoístas e
individuales. Es una unión que no simboliza ni encierra una realidad más profunda. La sociedad y
el mundo siguen igual de vacíos y egoístas. Otra forma de relacionarse es por amor: el deseo de
compartir lo más íntimo del ser propio, el “yo mismoÈ compartirlo con lo que “en sí esÈ de la otra
persona. Si el amor es sincero y firme, a fuerza de amar, se puede llegar al paso definitivo: ya no
soy yo ni tú; el yo y el tú desaparecen. Llegan a ser los dos un mismo yo y un mismo tú, y uno es
reflejo del otro. Ha nacido una fuerza en la sociedad, como una fusión nuclear, de un poder
impresionante de cambio de las asquerosas estructuras que hoy nos oprimen. Y el hijo, símbolo de
esta nueva realidad, llevará en sus venas ese amor. Será un ser ya preparado para comprender y
construir el nuevo mundo, una sociedad justa y perfecta.
En este momento llegaron los novios para despedirse. Todos los presentes se agolpaban ya
alrededor de los recién casados, cada uno queriendo decir la última palabra, el último consejo
picante o darles el último apretón de manos.
A Pedro se le quedaron en la boca varias preguntas que hubiera querido formular a Manuel.
Pero ya no existía ambiente para hablar se estos temas.
Pasaron la tarde en familia y al crepúsculo se dirigieron a tomar el bus que los conduciría de
nuevo a la ciudad.
CAPITULO VII
("... en espíritu y en verdad...")
Pedro descansó unos días hasta que estuvo reparado el barco. Andrés, Juan y otros amigos
venían algunas tardes a la casa, cenaban juntos y charlaban de los problemas que cada uno
encontraba en su ambiente, de su trabajo, de temas intranscendentes... Eran reuniones en las que se
sentían a gusto y que gustaban de repetir. Otras noches se reunían en casa de cualquier otro de
ellos.
Casi todos los domingos por la tarde acudían a asambleas organizadas por los diferentes
barrios, invitados por líderes de movimientos sociales religiosos, o por los mismos vecinos.
Una tarde de domingo quedó Manuel citado con Juan y Andrés en un punto céntrico de la
ciudad, para asistir a una asamblea organizada en el barrio norte de la ciudad, donde vivían los dos
curas que visitaron a Manuel la noche del temporal. Manuel llegó un poco antes de la hora fijada.
Hacía calor. El sol lanzaba perpendiculares las sombras de los tejados aplastándolas contra las
veredas. Miró Manuel a su alrededor buscando donde guarecerse. Tenía sed. Penetró en un bar cer-
cano. Estaba sólo. Se sentó en un taburete junto a la barra y esperó paciente a que apareciera el
camarero. Entró en el bar una mujer, quien se sentó algo alejada de Manuel. La mujer, tras esperar
unos momentos en la que estuvo distraída observando de reojo a su vecino de barra, se impacientó
ante la no comparecencia del barman. Dio unas palmadas y vociferó llamándolo. Apareció el
camarero con cara de sueño, lanzando unos gruñidos ininteligibles.
- Qué, ¿dormías, cariño? - , le dijo la mujer mientras lanzaba una risotada fría y sin alma.
Se debían conocer. El camarero le dijo no sé qué grosería y le hizo un mal gesto con la mano.
Le sirvió un wisky con bastante hielo.
- Si no quieres dormir tan solito, ya sabes... Soy cariñosa hasta con los cerdos como tú.
El hombre iba a decirle una horrible palabrota, pero en ese momento de dio cuenta de la
presencia de Manuel. Se encogió de hombros, torció el gesto y preguntó a Manuel qué quería
tomar.
- No, nada. Si no te importa.
- ¿A mí...? No. Como si se quiere echar a dormir en el suelo...
Volvió a encogerse de hombros.
- Si no desean nada de mí..., me voy para adentro.
Miró de soslayo a la mujer, como temiendo que le volviera a comentar algo, pero ella estaba
en ese momento distraída mirando descaradamente a Manuel, con rostro de cierto asombro. Volvió
el camarero a encogerse de hombros y desapareció tras la puerta.
Manuel volvió lentamente su mirada hacia la mujer. Sus labios eran carnosos, vivamente
pintados de rojo. Los pómulos enpolvados con mal gusto. Los párpados sombreados de un fuerte
tono azul. Sus ojos, castaños, de mirada vacía.
- ¿Me das algo para beber?
- ¿Quién...? ¿Yo...? Oye, tú no estás bien de la pelota. Le dices al chico que no quieres nada.
No es que sea muy normal el que la gente entre en un bar a tomar el fresco, se siente y no pida
nada... Pero bueno, eso pase. ¡Pero que ahora me pidas a mí...! Anda, macho. Corta el royo... A no
ser que lo que quieras sea eso... Bueno... , eso sería otra cosa. No eres feo... ¿Quiéres que me ponga
más cerquita...? ¿Eh?
- Sólo te he pedido algo de beber. Tengo sed. Auque no tanta como tú.
- ¿Yo...? Psh... Por eso bebo. Haber pedido tú algo.
Se sintió de repente como cortada.
- Tu sed es peor que la mía. Sí, ya sé que bebes. Pero no basta. Por dentro te abrasas, te
mueres de sed. Y no sabes como saciarla. Yo te la podría saciar y no volver a sentir sed en tu vida.
- ¿Quién...? ¿Tú...?
Echó a reir volteando la cabeza. De pronto se puso seria. Miró fijamente a Manuel.
- Oye, macho... ¿Tú te estás quedando conmigo? ¿O es que me insinúas...? Mira, ni tú ni
ningún hombre valen para mí una mierda. Son todos iguales. A mí no me quitan la sed esa que tú
tan ricamente dices ni todos los hombres puestos en fila. Son todos unos puercos... Además, no sé
por quién me has tomado. No sabes si puede aparecer por la puerta mi marido e hincharte de
bofetadas.
- ¿Tú marido? ¿Cuál? Has vivido con varios hombres que se han aprovechado de ti y tú de
ellos. Igual que con el que vives actualmente. ¿O te refieres al decir “maridoÈ a cualquiera de los
muchos con los que te acuestas cada noche?
Se quedó unos instantes con la boca a punto de decir algo y la mano al aire, sosteniendo el
vaso con el resto de bebida.
- ¿Y tú de qué me conoces...? Yo a ti nunca te he visto antes de ahora. ¿O acaso...? No. Tú no
serás uno de esos curas a los que ya no se les reconoce... Sí... Pues mira, busca a otra. Conmigo, de
beaterios nada. Eso para los buenos que van a Misa y tienen un trabajo decente, una vida decente y
buen sueldo..., ¿sabes?
- ¿Tú crees que los buenos son los que van a Misa? ¿Los piadosos? No, no soy cura. No
divido a la humanidad en religiosos y no religiosos. No englorio a unos y condeno a otros. Tú no
pisas una iglesia desde tu niñez. Pero no por eso eres peor. Tú tenías una gran sed de bondad, de
justicia, de amor... Pero no eras religiosa. Todo lo relacionado con la iglesia te asqueaba. En el
fondo, por eso, te sentías mala. Te sentías rebelde. Tú querías vivir. Lo has probado todo. Ahora te
sientes perdida, sin remedio. Te enfangas más para drogar tu fracaso.
La mujer lo miraba con los ojos bien abiertos.
- A Dios no se adora en los templos. !Cuántos asiduos a las iglesias, perosnas que tú conoces
y a las que tienes por honradas, pero que no son tales porque su corazón es rastrero! Cosifican y
miden a Dios y su interior está lleno de mentira. Tú estás más cerca que ellos de llegar a la verdad.
No tienes nada que perder porque lo has perdido todo. Puedes ser libre. Y en la libertad encontrarás
la felicidad que siempre anhelaste... Libertad no es obrar según la gana de tu cuerpo y tus
caprichos. Es actuar siempre con verdad. Con verdad para con uno mismo y los demás. Con el co-
razón en la mano. Volcando lo mejor de ti mismo... Este es el hombre honrado.
- Veo que eres un buen tío... Pero mira, conmigo no va eso. Usas un lenguaje que no entiendo
ni podré entender. Como los curas. No lo serás, pero te pareces... Yo no tengo solución. Dices
verdad en eso de que lo he perdido todo. Completamente vacía. No tengo ilusión ni por matarme...
En mi mundo no hay lugar para Dios. Si es que existe. En Dios se podrá creer en otros ambientes y
en otros lugares.
- Dios no tiene lugares y ambientes. Un Dios así no existe. Es un Dios creado por las
religiones, a su manera, inaccesible fuera de los templos o ambientes que se llaman “piadososÈ. La
mayor parte de la humanidad se siente marginada y ajena. Como tú. No, Dios no se ata, ni necesita
de nada, ni se encuentra en ningún sitio, ni se acomoda a un ambiente, ni se le encuentra en
circunstancias determinadas por hombres que lo han querido monopolizar. Es como el aire, como el
sol, como la luz... Se escapa y está presente. Tu rebeldía interior y tu asqueo ante esta sociedad
egoísta y podrida es para El la plegaria. Tu anhelo por una felicidad que no encuentras es la
llamada que escucha. Tu interior, lo más profundo de ti es lo que se comunica con Dios. Tu sonrisa
a un niño y tu ayuda a la compañera desesperada es lo que cuenta ante El... En lo profundo de ti lo
encontrarás. No necesitas situaciones especiales para encontrarlo. Tu asco por la mentira y lo falso
es lo que quiere... El es espíritu. Y solo se encuentra en espíritu y verdad... Creo que me entiendes.
Quedó la mujer callada, con la cabeza abatida. La levantó pausadamente y miró a Manuel con
profunda ternura.
- No sé quién eres ni cómo te llamas... Pero gracias... Eres el primero que me hablas como a
una persona. Los demás me tratan como a un bicho, como a basura... Gracias.
En este momento entraron el bar Juan y Andrés.
- Hola, Manuel... No te veíamos fuera y hemos imaginado que estabas aquí. Se nos hace
tarde. ¿Nos vamos?
La mujer lo agarró por el brazo.
- Espera... Dime por favor dónde podré verte... Necesito hablar contigo otro día.
- No te preocupes. Nos veremos. Yo te encontraré.
Soltó a Manuel y lo vió salir acompañado por los otros dos hombres. Se quedó un rato
sentada. Dejó un billete sobre el mostrador y salió ella también del bar.
Cuando terminó la asamblea se acercó Luis, uno de los curas, a Manuel.
- ¿Qué te ha parecido?
- Es bueno que las personas comuniquen sus ideas y sus experiencias. Todo, lo que signifique
compartir me parece bien.
- ¿Irán ustedes a la excursión que vamos a organizar entre todas las familias de los barrios
para el puente que hay dentro de tres semanas?
- Nosotros tres iremos. También los demás de nuestro grupo y todas las familias de nuestro
barrio a las que consigamos animar para acompañarnos. Te repito que eso es bueno ... Cuantos más
podamos reunir ese día, mejor.
- Nosotros haremos ambiente en nuestra zona,- interrumpió Juan.- Tú, Luis, te encargas de
concretar el sitio y la hora.
- Estupendo... Bueno, ahora hablando de otra cosa... Yo no he contado contigo, Manuel. No
creo que te moleste. Es que ..., verás: el sábado tenemos un día de retiro todos los sacerdotes y
religiosos de la ciudad con el Obispo. Tendremos unas charlas y unos ratos de meditación. Han
programado que asistieran algunos seglares, pues es bueno que nos expongan sus problemas y su
concepto de nuestra labor... Yo le he propuesto al Obispo el invitarte a ti, entre otros. A él le ha
parecido bien. Ha oído hablar de ti y tiene ganas de conocerte. ¿He hecho mal?
Quedó Manuel en asistir. Se despidieron y cada cual marchó para su casa, pues era casi media
noche.
Esa tarde, la mujer con la que Manuel habló en el bar, se había encontrado con unas
compañeras de oficio. María, - así se llamaba- , les contó que había hablado por casualidad con un
hombre especial, diferente a todos los demás, que le había adivinado su vida.
- Bueno, María, no creo que sea difícil a nadie adivinar lo que somos- , le respondió una de
sus amigas.
- Sí, lo sé... Pero en este caso es diferente... Tendrían ustedes que haberlo visto y oido... Hoy
me encuentro distinta. No sé... Es como si estuvieras desesperada en un descampado, a obscuras en
noche cerrada y de pronto vieras a lo lejos una lucecita de una casa, de una ciudad. Te devuelve la
esperanza y cierta tranquilidad... Se lo presentaré un día, si lo vuelvo a encontrar.
Veían en sus ojos una luminosidad, una chispa que nunca habían observado. Sí, les gustaría
también a ellas conocer a ese hombre capaz de cambiar la expresión de María, siempre apagada,
grosera y triste.
CAPITULO VIII
"... casa de mercado"
A las ocho y media de la mañana del sábado se presentó Manuel ante la verja del colegio de
religiosas en donde se debía celebrar el retiro de sacerdotes. Por el jardín paseaban algunos de ellos,
ensotanados, leyendo pausadamente el breviario. Otros, en vestimenta normal, charlaban
animadamente sentados bajo un sauce. Empujó Manuel la cancela. Quedó estático unos minutos
contemplando la bella y grandiosa construcción del más escrupuloso estilo funcional. Luis, que se
encontraba entre los del grupo bajo el sauce, se dirigió hacia Manuel en cuanto se percató de su
presencia.
- Pasa, Manuel... Has madrugado, ¿eh? Aún quedan muchos por venir. Hasta las nueve no
empezaremos el retiro. Vente allí con nosotros.
- Los saludaré sólo un momento. prefiero dar una vuelta por el edificio.
- Te acompaño.
- No, Luis. Lo haré yo sólo. Gracias.
Paseó por el interior del colegio hasta que observó cierto revuelo entre las monjas, quienes
salían presurosas en dirección al jardín. El Obispo acababa de llegar. Algo más de un centenar de
personas, entre religiosos, sacerdotes y monjas, se agolpaban alrededor de Su Eminencia. Este
sonreía, esbozando bendiciones hacia los presentes. La comitiva se dirigió hasta una gran aula.
Manuel lo siguió. Una vez todos sentados y en silencio, habló el Obispo del sentido que para él
tenía este retiro. Informó sobre la presencia de algunos seglares, ya que ellos podían aportar la
imagen externa del sacerdote y el religioso.
- Me gustaría- , prosiguió,- presentárselos. De los cuatro invitados conozco personalmente a
dos: Carlos y José... Suban, suban acá al estrado...¿Cómo están?
Ambos besaron el anillo de su mano.
- Vengan los otros dos... Ah... Bien. ¿Tú te llamas...?
- Francisco Ruiz, señor Obispo.
- Me alegro de conocerte... Bien... Nos falta otro. Creo que es ese ya célebre Manuel al que ya
algunos de ustedes conocen. Si ha venido, por favor, que suba al estrado.
- No es necesario que suba- , interrumpió Manuel con voz potente.
Todas las miradas se dirigieron a él. Se encontraba de pie, junto a la puerta.
- Ustedes, en teoría, deberían ser portadores de luz en una sociedad ciega y sal en un mundo
corrompido. Pero muchos han caído en su propia trampa. La humanidad actúa por interés. Se busca
el beneficio. Unos a otros se engañan y la tierra es como una inmensa cueva de ladrones. ¡Y ustedes
han entrado en esa cueva! Venden la Palabra de Dios. Venden la misericordia. Han montado un
mercado con el nombre de Dios. ¡Den lo que se les ha dado y poseen, pero no lo vendan! ¿Cómo
pueden cambiar la sociedad si en colegios como éste trafican con su sabiduría en vez de repartirla
gratuitamente? Son ustedes tan necios, que se han dejado enredar en la avaricia de este mundo.
¡Denlo todo con amor aunque se vuelvan pobres como las ratas!... ¡Pero no trafiquen!
La sala se hizo una tempestad de murmullos y voces. El Obispo intentaba, aturdido, imponer
el silencio.
Uno de los presentes se levantó gesticulando con los brazos. Cuando se acalló un poco el
tumulto, se dirigió a Manuel.
- ¡No sé quién te crees que eres para decirnos esas sandeces! ¿Quieres que nuestros colegios
sean horfanatos?
- Quiero su generosidad desinteresada. Es lo que esta sociedad está necesitando. No sus
palabras, en las que no creen. ¡Quieren sus obras, sinceras, de corazón!
- ¡Por favor! - , gritó el Obispo intentando hacerse oir.- , No creo que sea momento para
discusiones. Pero antes de dejar zanjado este tema, quiero decirle a Manuel que no sea ni utópico,
ni injusto. Injusto, porque muchos son los que, tanto en misiones como aquí en nuestra patria, dejan
su vida a trozos sin recibir a cambio nada. Utópico, porque no creo que piense que un centro de
enseñanza o cualquier otra institución pueda mantenerse del aire. Tiene unos gastos que hay que
cubrir. Y los que lo regentan, aparte de pagar material, profesores y un largo etcétera han de ali-
mentarse y vivir como personas. No todos son héroes.
- Gracias a esos pocos que dice y a otros muchos anónimos para la opinión pública, en esta
sociedad aún queda algo de luz. Pero nadie puede ampararse en que hay luces encendidas para dejar
la suya apagada. No porque aquellos existan tienen ustedes derecho a medrar. Su desinterés debe
ser un estímulo para el de ustedes, no una tapadera de su mercantilismo. No se trata de ser héroes:
sino auténticos. Toda persona que ha llegado a calar medianamente en la autenticidad humana ha
de ser un héroe en nuestra sociedad. Ustedes de hacen llamar representantes, guías, puntales de una
doctrina y una verdad del auténtico ser hombre, ser humano. ¿Y pretenden que no pueden ser
héroes? ¿Con paños tibios quieren transformar la podredumbre? Con la violencia de todo su ser se
salvarán de podrirse ustedes también y conseguirán iniciar la salvación de este mundo corrompido.
Si alguno quiere contemporizar, no quiere ser héroe, que no se llame “pastorÈ ni representante de
nada. Que se vaya. ¡Que se marche!
Dio media vuelta y se fue.
El retiro espiritual resultó nada tranquilo. La intervención de Manuel motivó comentarios y
disputas. Los corrillos se formaban por doquier. Un grupo de sacerdotes y religiosos decidieron dar
un escarmiento a Manuel. Era una persona "no grata".
CAPITULO IX
"...los pobres..."
El día programado para la excursión amaneció despejado y con una temperatura agradable.
Por algunos de los barrios de la ciudad el ajetreo comenzó antes de que apareciera el sol. Muchos
caminaban hasta el centro para acudir al lugar de reunión en autobuses que se habían alquilado a tal
propósito. Otros utilizaron sus motos, sus bicicletas. Los menos prefirieron hacer deporte y
caminaron durante más de dos horas hasta el lugar de cita, junto a un arroyo de aguas claras, en un
llano sombreado por eucaliptos, chopos y sauces. Conforme iban llegando se unían a otros que ya
se habían acomodado bajo una sombra, y poco a poco el llano se fue llenando de gente.
En los grupos se charlaba animadamente: unos de fútbol, otros de problemas de trabajo, de
los hijos, de cosas intracendentes. De vez en cuando alguien gritaba a algún niño que se alejaba
demasiado o que no veía. Los menos sociales paseaban junto al arroyo o buscaban leña para hacer
la comida.
En el grupo donde se encontraba Manuel se había abordado el tema de las formas de
actuación dentro de los respectivos trabajos y empresas, actuación de clase obrera frente a los
insaciables patronos. Muchos hablaban sobre el tema y se pisaban las palabras unos a otros. Manuel
se decidió también a hablar.
- Se está insistiendo demasiado en modos y formas de actuación, cuando lo necesario son
actitudes de vida. El fondo es lo que importa. Las formas brotarán como una consecuencia. De
acuerdo en que la sociedad está podrida. Por eso mismo, esta sociedad necesita urgentemente
personas. Personas libres. Y ser libres es ser pobre.
- ¿Tú crees que los pobres son libres?- , le atajó uno de los presentes. - "Llevo más de un mes
sin trabajo y no me siento libre, sino desesperado. Pregúntale a mi mujer si ella es libre, que de sol
a sol sirve por horas en casas en las que nada falta. Hoy no ha podido venir. No tiene domingos ni
descanso, para al final del día escupirle en la cara una porquería de sueldo. Y yo, de construcción
en construcción, de un sitio a otro buscando trabajo y en ningún sitio me admiten. A veces pienso
que si fuera un perro me recibirían mejor. A mis hijos los he traído hoy conmigo para que disfruten
un poco de aire y de sol. ¡Esa es la libertad que yo les voy a dejar"!
Calló un momento. Todos estaban pendientes de él y asentían con las cabezas, porque esa era
la situación de muchos.
- Así que no me salgas con tonteras, Manuel. ¿Sabes lo que yo digo? ¿Saben lo que digo?:
¡Que a todos estos que nos están chupando la sangre habría que meterles cincuenta tiros en la
barriga!
- Eso, - asintieron algunos.
- ¿Por qué no podemos vivir como ellos viven?,- gritó una mujer.
Manuel se levantó.
- La violencia sólo trae violencia. Ya sé que violencia es lo que están usando con nosotros.
Pero responderles con sus mismas armas no cambiará la sociedad. Lo único que puede cambiar el
mundo es una postura de libertad. Un grupo de hombres y mujeres libres, que son pobres porque no
tienen miedo a perder nada. No tienen el corazón pegado a nada de la tierra y les da igual, por
tanto, tener que no tener. Que les da igual, por tanto, tener que no tener. Que les da igual que los in-
sulten o no, que los maldigan o no, que hablen mal de ellos o no, porque les importa poco tener
fama como la entiende esta sociedad. Que no se asustan ante el sufrimiento, sino que son árboles
que están siempre de pie y esperan de pie la tormenta. Hombres y mujeres obsesionados con que
haya justicia y con ser ellos justos. Dispuestos a ayudar, a compartir, a perdonar, sin jugar a nadie
una mala pasada, sin actuar con doblez ni engaño. Sin miedo a la verdad, a oirla ni a publicarla.
Personas así son las que pueden cambiar la tierra. A éstos son los que temen. La violencia no les
asusta porque ellos son violentos: luchan ustedes en su propio terreno. De las armas se ríen porque
poseen mejor y más armamento. A mala leche, ellos son maestros... Pero contra las personas que
vivan libres, no tienen armas. Les asustan. Intentarán matarlas, aniquilarlas. Los perseguirán; los
destrozarán. Pero como no temerán ustedes ni a perder la vida,- ¡y éste es el pobre!- , seguirán
siendo libres. Y sus hijos serán libres. Y su libertad romperá el miedo y la servidumbre de muchos.
Y ellos, los poderosos, se encontrarán impotentes.
- ¿Pretendes que seamos como cerdos que llevan al matadero?- , interrumpió Juan.
- Está bien que nos pisoteen porque ellos tienen ahora la sartén por el mango. ¡Pero no digas
que seamos idiotas!- , vociferó una mujer.
- ¡Eso es inmovilismo! .
Algunos de los presentes se levantaron resoplando protestas entre dientes.
- Parece mentira que hables así, Manuel- , protestó uno de los que se habían puesto en pie .-
Estás ahogando con tus palabras la lucha de clases. Estás enterrando siglos de lucha obrera. Te ríes
de nuestra humillación. ¿Quiéres que aceptemos nuestra situación sin movernos?
- ¡Todo lo contrario!- , gritó Manuel intentando acallar el murmullo de voces.- ¿Cómo están
ustedes tan ciegos? ¿Son tan duros de cabeza y de corazón que no comprenden la profundidad de
nuestro problema? ¿Del problema de toda la humanidad? ¿Es que toda su preocupación se reduce al
dinero? Hablan de lucha de clases... ¿De qué clases? ¡Si los mismos compañeros se ponen
zancadillas unos a los otros y se muerden como perros rabiosos! El problema no reside en
pertenecer a tal o cual clase social. Está en el interior de cada uno. El patrón es malo porque toma
cien y da dos... Pero tú, ¿cómo eres? ¿No robas a tu vecino, si puedes? ¿No pisoteas a tu cónyuge
engañándole con un extraño?... Ustedes insultan a los demás. Odian al compañero. Maltratan a sus
hijos. Engañan. Juran en falso. Prometen y no cumplen. Usan la violencia con el que les rodea.
Vuelven la espalda a otro más pobre que ustedes. No comparten su comida con quien se muere de
hambre. Se arriman ustedes a aquel del que pueden sacar algún provecho... ¿Y ustedes quieren
arreglar el mundo? ¡Tienen el corazón podrido! ¡Igual que ellos! Si se vieran ustedes en su
situación social, harían lo mismo. ¡Igual o peor! No es así como cambiarán la sociedad. ¡Cambien
el corazón, y la vida sobre la tierra será diferente!
Todos callaban ahora, clavados los ojos en Manuel.
- ¡Porque también para ustedes lo primero es el dinero! No son pobres... ¡No! Ustedes son
ricos. Si fortuna, pero ricos en el corazón. Y como todo rico, injustos. Cuando por encima del
dinero, y por encima de sus caprichos, y por encima de su comodidad y su lujuria..., cuando por
encima de todo eso esté el hombre, la persona, el que tienen a vuestro lado, entonces habrán
empezado a crear la nueva sociedad. Cuando en vez de dar al que les puede devolver, en vez de
favorecer al que les hace favores, den a uno del que no esperan recibir nada, la semilla del mundo
nuevo habrá empezado a crecer. Comiencen entre ustedes a ser justos. Aprendan a perdonar y no
devuelvan traición por traición. No vendan a un amigo por dinero, ni por nada del mundo. Amen.
Amen a sus hijos. Amen a sus vecinos. Amen a cualquier persona. No destruyan la fama de nadie.
No quiten un puesto de trabajo a quien lo necesita o no lo tiene. No tomen a la mujer o al hombre
como un objeto de placer. No quieran ser más que nadie, porque todos nacimos iguales y
moriremos iguales. No desperdicien su tiempo. Empiecen y no dejen que los poderosos usen en su
provecho la deslealtad de unos para con otros, la envidia de ustedes, su odio, su apego al placer, su
insinceridad... Si tienen el corazón podrido y hueco, ¡díganme qué van arreglar! ¡Díganme qué!
Sobre la babel de gritos y voces de los demás grupos, se oía el batir de las hojas de eucalipto
ondeadas por el viento. Manuel se sentó. Uno de los presentes tomó la palabra.
- Lo que dice Manuel es verdad. Somos peores que ellos. Y, además, somos unos pelotas
asquerosos. Los ponemos a parir a sus espaldas, pero delante de ellos nos gusta quedar bien, como
el más inteligente, el que mejor trabaja. Somos unos pobres cobardes. Queremos un puesto mejor a
costa de poner mal delante del encargado a nuestros compañeros... En eso tienes razón, Manuel.
Somos unos mierdas.
Uno de edad algo avanzada, marcado el rostro de profundas arrugas que se entrecruzaban, se
levantó pausadamente. Levantó los brazos intentando acallar el murmullo y la discusión de los
componentes del grupo, cada vez más numeroso.
- De lo que estamos hablando es algo ya programado desde hace mucho tiempo: de la
solidaridad obrera. En mi experiencia, es difícil de conseguir. Pero debe ser la meta de nuestra
clase. Unidos para luchar. Es lo que Manuel quiere decir.
Paseó su mirada por todos los rostros atentos a sus palabras. Manuel, hundida su barbilla en
el pecho, balanceaba rítmicamente la cabeza como abatido por la incompresión.
- No... No... ¡No es eso! ¡No hablo de lucha! La lucha significa destrucción. No piensan
ustedes más que en destruir. Hablo de crear. Les pido una postura positiva... Enemigo es aquel que
significa un obstáculo para los propios intereses. O lo destruyes..., o lo ignoras, - lo cual es de
cobardes- , o lo amas. Si tienes dos hijos, ¿te gustaría ver cómo uno de ellos odia o asesina al otro
por representar un obstáculo para sus intereses? Es absurdo lo que les digo, porque en su corazón
empequeñecido y rastrero, el perdón y el amor se les hace cobardía y debilidad. Siendo todo lo
contrario. Odian ustedes al poderoso porque lo envidian. Envidian su dinero. Mas si pudieran
contemplar su vacío, su soledad, su amargura, su pequeñez de corazón, sentirían compasión y lo
amarían como se ama a un hermano subnormal... ¡Si su corazón fuera pobre!
Llegaron algunas mujeres protestando porque nadie les ayudaba a hacer la comida. Muchos
se levantaron con desgana y se marcharon. Los restantes continuaron hablando entre ellos, cada
cual con el que tenía más cerca de él.
- Manuel, - dijo Pedro: yo estoy plenamente de acuerdo con tus palabras. Pero muchas veces
no se odia por ambicionar ese dinero o esa posición, sino porque tienen acaparado todo y no te dan
posibilidades para ni tan siquiera comer tú y tu familia.
- Sí, Pedro. Pero, ¿cómo arreglas la situación? La desigualdad abismal entre unos y otros
existe por culpa nuestra. El poderoso nace y sobrevive gracias a todos los demás. Nos quejamos,
por ejemplo, de que hay moscas que nos molestan, pero continuamos vertiendo la basura día tras
día, sin quemarla. Mientras acumulemos basura, habrá moscas. Del mismo modo, el poderoso se
acrecienta de nuestro miedo, nuestra deslealtad, nuestro servilismo, nuestro afán de dinero... El se
aprovecha de todos éstos. Si no contara con personas así, no podría existir... Sé que lo que pido es
duro, pues es necesaria una postura total de vida, un cambio radical. Es más cómoda cualquier otra
solución. Pero los resultados serán nada sólidos. El mundo continuará igual. El edificio se vendrá
abajo...Yo creo que ya las palabras sobran. Que cada cual reflexione y tome la decisión o no de
cambiar su corazón.
Manuel se levantó y se fue a pasear. Le acompañaron sus amigos. Se reunieron luego con uno
de los grupos para comer.
Después de la comida empezaron algunos a irse. Ellos se quedaron hasta avanzada la tarde.
Llegaron de noche a la ciudad.
CAPITULO X
...si no ven milagros y prodigios...
El mes de julio empezaba y el calor se dejaba sentir cada vez más.
Manuel recibió una invitación para dar una charla en un pueblo a varias horas de la capital.
Andrés e ofreció llevarlo en su coche. Salieron un sábado de madrugada. A media mañana llegaron
a La Lucerna, pueblo próximo al de Manuel. Pararon junto a un bar para tomar algo fresco.
Entraron y se quedaron de pie junto a la barra.
- ¿Qué van a tomar?- , preguntó el camarero.
Andrés habló por los tres:
- Tres cervezas.
- Para mí no- , aclaró Manuel.
- Es verdad: no me acordaba que Manuel no toma alcohol.
Uno de los que estaban en el bar sentado en una mesa volvió la cabeza. Se levantó retirando
con fuerza la silla metálica. Se acercó hasta donde estaba Manuel.
- ¿Cómo, tú por acá...? ¡Si está también Pedro! ¿Cómo están ustedes?
Manuel lo presentó a Andrés: era un conocido de su pueblo.
- Precisamente estaba hablando de ti con aquel señor con el que estaba sentado en la mesa...
Tomó a Manuel del brazo.
- Ven... Quiero hablarte, Manuel.
- Somos todos de confianza. Dí lo que quieras.
- Verás..., aquel señor es el director de un banco. Tiene un problema gordo...
Estaba sentado, con la cabeza hundida en el pecho, ajeno a todo lo que pudiera ocurrir a su
alrededor.
- Ven, por favor, un momento... ¿Nos perdonan ustedes?
Se dirigió con Manuel hacia la mesa.
- Don Luis...
El banquero levantó penosamente la vista. Tenía los ojos enrojecidos, con lágrimas a punto
de estallar. Una tristeza profunda le surcaba el rostro.
- Mire, don Luis, éste es Manuel de quien le estaba hablando.
Don Luis se puso de pie y estrechó fuertemente, en silencio, la mano de Manuel. Se sentaron
los tres. Don Luis se quedó durante unos instantes con la mirada fija en los ojos de Manuel, como
queriendo encontrar en ellos la solución de su problena. Después habló con voz entrecortada.
- Yo vivo en un pueblo no lejos de aquí... Vengo todos los días a mi trabajo... Bueno, verá,
Manuel... He oído hablar de usted. Mi hijo se está muriendo... Yo hoy he venido para quitarme de
enmedio. No resito verlo... Yo quisiera que usted..., que usted...
Se ocultó los ojos con la mano como avergonzado por las lágrimas que se le escapaban.
- Bien. ¿Y qué quieres que yo haga?, - Le dijo Manuel. - Llévalo a un hospital. Que lo vea un
buen médico. ¿Qué puedo yo solucionarte?
Don Luis sacó el pañuelo para sonarse y limpiarse discretamente las lágrimas.
- Ya sé que usted no es médico... Lo sé... Ningún médico me lo ha podido curar. Lo tenía en
la mejor clínica de la ciudad... Me he gastado todos mis ahorros... Me dijeron que me lo podía
llevar a casa para morir... Tiene catorce años, Manuel. La medicina no me lo puede ya salvar...
Haga algo, por favor.
Manuel se sonrió.
- No soy un curandero. Tú sólo crees en lo que ves. Para ti sólo cuenta lo práctico, como para
casi todos los de tu profesión. Tienen ustedes el alma vacía. Soluciona tu problema con dinero y
con técnica. Esa es tu fe. Agárrate a ella. ¿Qué pides de mí? ¿Uno de esos que llaman milagros?
Algo aparatoso. Un espectáculo más... Me dan asco las personas como tú. Tienen un corazón
rastrero, y contagian ustedes a los demás.
El director miraba a Manuel con la angustia asomada a las pupilas. Agarró la muñeca de
Manuel apretándola con fuerza, mientras asentía levemente con la cabeza. Poco a poco fue
aflojando la presión sobre el brazo de Manuel. Se retrepó en la silla y quedó como oprimido por un
gran peso.
Manuel se levantó.
El paisano de Manuel miraba a uno y a otro sin acabar de comprender.
Manuel puso una mano sobre el hombro de don Luis. Este lo miró con cierto sobresalto.
- Creo que está preocupado por poca cosa. Lo de tu hijo no es tan grave. Seguro que a esta
hora debe estar mucho mejor.
Manuel se dirigió a la barra.
- Vámonos.
- ¿No tomas nada?
- No, vámonos. Se nos hace tarde.
Subieron al coche y reanudaron la marcha.
Los dos hombres quedaron en la mesa del bar sin decir palabra. Luis sintió de pronto como
una fuerza interior que le quemaba. Se levantó de un salto. Corrió hasta donde tenía parqueado el
coche. Con el pedal del acelerador a tope, recorrió en pocos minutos los kilómetros que lo
separaban de su pueblo. Frenó en seco ante la puerta de su casa. Bajó apresuradamente. Golpeó la
puerta. le abrió su mujer.
- ¿Cómo está el niño...?
La mujer se abrazó a él:
- Está mejor... Mucho mejor.
Don Luis lloró largamente.
CAPITULO XI
"...no tengo quien me ayude..."
Manuel, Pedro y Andrés regresaron a la ciudad ya avanzada la noche. Andrés dejó a Manuel
y a Pedro en la entrada de su barrio y él continuó para su casa.
Las calles del barrio se encontraban casi a obscuras, mal iluminadas por escasos focos
salvados, por casualidad, de la pedrada de algún muchachito. Manuel y Pedro caminaban en
silencio. Manuel se detuvo.
- ¿Qué ocurre?- , le preguntó Pedro en voz baja.
- ¿Notas aquel bulto que se mueve penosamente?
- Sí..., sí... Veamos qué es.
Se acercaron con sigilio.
- Parece un hombre tendido en el suelo...
Se inclinaron sobre él. Le hablaron. Respondió con un lamento.
- Creo que está herido. Lo llevaremos a la casa.
Mientras lo transportaban, una mujer les estuvo observando a través de la rendija de la puerta
entreabierta con disimulo.
Lo acostaron sobre una de las camas. Tenía varias heridas en la cabeza y sangre coagulada
por entre el cabello y por toda la cara. Se la limpiaron cuidadosamente. El hombre parecía no darse
cuenta de nada. De vez en cuando arqueaba hacia atrás el cuerpo lanzando un gemido. Así pasó
más de una hora. Después abrió los párpados. Miró a Pedro y a Manuel y, como impulsado por un
muelle, se incorporó violentamente con ánimo de saltar de la cama. Manuel lo agarró de los
hombros.
- No temas. Estás entre amigos. Acuéstate.
El hombre dilató los ojos. Vaciló un momento y volvió a echarse.
- ¿Quiénes son ustedes?- , dijo con voz poco segura.
- Ya te he dicho que no temas. Dinos antes quién eres tú y qué te ha pasado.
Paseó la vista por la habitación.
- Pues... ¿Es ésta la casa de ustedes?
Pedro asistió con la cabeza.
- Por lo que veo no son muy ricos que yo sepa. Creo que puedo confiar en ustedes. Verán...
Es que he tenido un accidente...
- ¿Y por eso te escondiste en este barrio? - , le atajó Manuel.
- Vamos. Dinos la verdad. No te vamos a delatar. ¿De quién huías?
- ¿Yo...? De nadie... Bueno... Yo no quería hacerlo, ¿saben? Es la primera vez. Pasaba junto a
una tienda cuando ya iban a cerrarla. Vi a una mujer contando el dinero de la caja... Yo llevo
mucho tiempo sin trabajo. Tenía hambre. Ustedes eso lo entienden, ¿verdad? Fue como una
ceguera. Entré, saqué la navaja y le pedí a la mujer la pasta. No me di cuenta de un hombre que
había detrás, junto a unas latas. Me golpeó con algo duro en la cabeza. Caí al suelo y continuó
golpeándome. No sé cómo, le dí una patada y pude salir corriendo. Lo demás ya lo saben ustedes
mejor que yo.
- ¿Llevas mucho tiempo sin trabajo?
- Bueno... La verdad, casi siempre. No me han querido en ningún sitio. Son todos unos hijos
de la gran puta. Nadie me ha ayudado nunca. ¿Y qué quieren que haga? Tengo que vivir, ¿o no?
Yo, como si no fuera nadie. Nunca. Ni mis padres hicieron ni media por mí. ¿Qué quieres? Yo hago
lo que me parezca. No me importa nada. ¿A quién le he importado yo en toda mi puta vida?
Chasqueó la lengua.
- ¿Nunca has encontrado quién te ayude?
Contorsionó una sonrisa expulsando el aire por la nariz.
- ¡Ni falta que me hace!... Como si hubiera sido un inválido total que no sirve de nada a
nadie.
- Quizá sea eso. Que no le sirves a nadie.
El hombre tensó el rostro.
- ¿De qué te extrañas? ¿Es que has ayudado en tu vida a alguien? Sólo has pensado en ti.
Toda tu vida no has sido más que un egoísta. ¿Cómo quieres que te traten? Da tú el primer paso. No
esperes la ayuda de los demás. Sal tú mismo de tu invalidez.
- ¡Bah!- , se limitó a contestar.
Quedó unos minutos en silencio. Después se dirigió a Pedro.
- ¿Y por qué me han ayudado? ¿No saben que les puedo meter en un lío?
Pedro esbozó una sonrisa irónica.
- Quizá para que no nos pase lo que a ti...
Bien- , comentó Manuel levantándose de la cama, a cuyo borde había estado sentado. Es
tarde. Conviene que descansemos. Mañana te quedarás con nosotros; ya hablaremos.
Quedaron los tres dormidos.
CAPITULO XII
"...no verá jamás la muerte..."
A las primeras luces se despertó Manuel. Había pasado la noche sobre una manta en el suelo.
Su cama se la cedió al herido. Se incorporó para comprobar si aún dormía, pero el hombre había
desaparecido y la puerta de la calle estaba abierta. Manuel se asomó y no vio a nadie por la calle.
Cerró la puerta y se acostó sobre la cama vacía.
El domingo comentaron el incidente con los demás amigos, sin darle mayor importancia.
El lunes, Manuel volvió a casa tarde. Junto a la puerta le esperaban dos policías.
- ¿Es usted Manuel?
- Sí. ¿Qué quieren?
- Acompáñenos a la Comisaría.
- ¿Qué ocurre?
- Se le acusa de haber tenido aquí oculto al Melenas...
No preguntes más. Acompáñanos y no se te ocurra hacer ninguna tontería.
Uno de los policías tenía la mano apoyada sobre la pistola.
Manuel sonrió. Dio media vuelta y se alejó del barrio escoltado por los dos policías.
Pedro llegó a casa después de pescar durante toda la noche. Se disponía a cambiarse de ropa
para meterse en la cama, cuando llamaron a la puerta. Eran dos niñas del barrio.
- Pedro..., se lo han llevado.
- ¿A quién se han llevado...?
- A Manuel. Ha sido la policía.
Le dio un vuelco el corazón.
Salió corriendo de la casa. Se encontró con una mujer que vivía no lejos de ellos.
- ¿Qué ha pasado?
- No sé... Se lo llevó a noche la policía. Yo creo que es por el tipo que recogieron ustedes. Ese
no era trigo limpio...
- Pero..., ¿cómo averiguaron?...
- Pregúntaselo a la bruja de la Petra. Esa fue la que dio el chivatazo. Esa puta no les traga a
ustedes. Nos trae a mal traer a nuestros hombres... Como con ustedes no puede... Se la tenemos
jurada un grupo de mujeres.
Ya Pedro no la oía. Se encontraba alejado en plena carrera hacia la comisaría de policía que
había no lejos del barrio.
Llegó jadeante a la puerta. El policía que montaba guardia hizo un ademán con la metralleta
indicando a Pedro que no entrara.
- ¿Dónde vas? ¿Qué quieres?
Pedro resopló moviendo la cabeza.
Por favor... Sólo quiero saber si esta noche han traído aquí a un tal Manuel.
El policía lo miró con los párpados semicerrados.
- ¿Eres amigo?
- Sí. Soy amigo. Vivimos juntos.
- No está aquí. Se lo llevaron temprano... Si eres amigo, ándate con cuidado, porque son
todos ustedes de la misma calaña.
- Bueno, bueno... Pero dime dónde lo llevaron.
- ¡Largo de acá!
Pedro levantó levemente los brazos y dio media vuelta.
- ¿Qué puedo hacer? - , masculló entre dientes.
Se acordó de Luis. A él, como cura, quizás le hicieran más caso. Se dirigió a buscarlo.
La noche anterior condujeron a Manuel hasta la comisaría en la que Pedro había preguntado
por él. Después de esperar un buen rato, un policía lo condujo hasta un despacho contiguo. Allí otro
policía lo interrogó hasta bien avanzada la noche, intentando relacionarlo con el Melenas y su
grupo. Manuel contestaba con monosílabos.
Eran las cuatro de la mañana y el que lo interrogaba estaba a punto de estallar en un ataque de
nervios. En esto entró un Teniente. Se quedó mirando a Manuel.
- Pero..., ¿qué haces aquí, Manuel?
- ¿Lo conoces? - , se apresuró a preguntar el policía que lo interrogaba.
- Sí, por supuesto... ¿Es que lo han detenido?
- Es sospechoso.
- ¿Sospechoso? ¿Manuel?... No creo. Manuel, sal un momento, por favor.
Informó al teniente de todo lo sucedido.
- Este hombre no tiene relación alguna con el grupo del Melenas - , dijo el teniente después
de escuchar pacientemente el relato de su colega.- Si ha ayudado a ese hombre ha sido por puro
humanitarismo.
Pulsó un tiembre.
- Hagan pasar a Manuel.
Manuel entró. Le ofrecieron asiento.
- Manuel - , le dijo el teniente.- Creo que ha habido una confusión. Pero por favor, no vuelvas
a ayudar a otro tipo más de esos. Te conozco y sé que eres un buen hombre. Pero te pasas. Tu
obligación hubiera sido avisar a la policía. Esa gente no puede andar suelta. Son sinvergüenzas,
ladrones y asesinos. Si le ayudas, estás favoreciendo la delincuencia.
- Mira - , respondió Manuel. - Dios podría aniquilar a todo el que obra mal. Pero no lo hace.
El es el Padre. No juzga a nadie. Da la vida y hace salir el sol sobre todos, sea quien sea. A ustedes
esto que digo les resulta muy lejano. Pero yo he de actuar según El actúa.
El teniente se rascó detrás de la oreja y disimuló mal una sonrisa. Este Manuel le resultaba
ingenuo en demasía.
El policía que se encontraba tras la mesa se atrevió a intervenir.
- Todo eso que usted dice es muy bonito, pero un tanto absurdo. ¡Por Dios, la de tonterías que
hay que oir! ¡En ese caso, ayudemos a los terroristas, a los asesinos, a los sinvergüenzas! Por Dios,
por Dios, que cada día hay más loco suelto.
Manuel se pasó la mano por la barba antes de hablar.
- Imagínate que tu sangre está corrompida, debido a una terrible infección. Por todo el
cuerpo, por todos los miembros, han aflorado gran cantidad de pústulas, abcesos de pus,
forúnculos... Te encuentras desesperado. Acudes a un cirujano para que te los saje. ¿Vas a solucio-
nar algo? Podrá sajarte todos los que tú quieras, pero la pus volverá a salir porque la podredumbre
es interna. Purifica tu sangre y habrás curado todo lo demás.
- Cada día - , prosiguió Manuel,- va en aumento la delincuencia, especialmente entre los
jóvenes. ¿Qué quieres? ¿Encarcelarlos? ¡Encarcélalos! ¡Mátalos, si eso es la solución!... Pero la
podredumbre sigue ahí. ¿Qué quieren que brote si la sociedad está corrompida desde sus cimientos?
- Bueno, Manuel- , interrumpió el teniente.- Eso lo sabemos todos. Pero no podemos
solucionarlo ninguno. No te subas a la luna y pon los pies en el suelo. Hagamos cada cual lo que
esté a nuestro alcance... Bueno... .
Se puso de pie.
- Ya mismo va a amanecer. Recoge tus efectos personales, si es que tenías alguno, y vete.
Manuel se encaminó hacia la playa. El cielo comenzaba ya, por levante, a teñirse de una
suave luz plateada. Se sentó sobre el acantilado.
A medida que la luz se intensificaba, la tiniebla se descomponía en multitud de formas
inteligibles a la vista. Una brisa que arrancó del mar, lo envolvió. Sintió frío, un frío que le calaba
más allá del límite de lo sensible. Una pena profunda lo invadía.
- Padre, ¿cuándo tu luz, como la de ese sol, disipara las tinieblas del corazón de los humanos?
¿Cuándo será de día?
El sol asomaba su redondez de entre las aguas lejanas. Una gaviota chillaba enloquecida.
Manuel se alzó penosamente y se adentró en las callejas, aún casi desiertas, de la ciudad.
Era media mañana. Al volver una esquina, casi se tropiesa con Pedro y Luis.
- ¡Por fin te encontramos, Manuel! - , gritó Pedro levantando los brazos. - ¿Dónde has estado?
- Hola - , se limitó a contestar Manuel.
- Te noto como cansado. ¿No vas hoy al trabajo?
- De allí vine hace ya un rato. Me he despedido.
- ¿Cómo? Qué... Pero..., ¿por qué, Manuel?
- Ya hablaremos. El sábado por la noche quiero reunirme con todos ustedes.
- Aún es temprano. Si quieren, vamos a dar una vuelta. Aquí parados no hacemos nada.
Caminaron en silencio hasta el parque.
- Vamos a sentarnos un rato. Estoy cansado. Pedro también lo estará.
Pedro dobló la cabeza como quitando importancia a su cansancio.
Se sentaron en un banco.
Luis apoyó su mano en el hombro de Manuel.
- Manuel... Intento comprenderte, pero es difícil... Los tres trabajamos por conseguir un
mundo algo más justo. Ya eso nos trae bastantes complicaciones. No creo que debamos buscarlas
mezclándonos en ayudar a gente que no se lo merece.
- No tienes por qué juzgar a nadie.
Luis se sonrió.
- ¡Hombre, Manuel! Nos pusistes a parir cuando echaron del trabajo a un montón de gente, ¿y
me hablas de no juzgar?
- Yo no juzgo a ninguna persona. Juzgar a una persona es matarla, es condenarla a que
siempre sea conforme al juicio en el que lo hemos encasillado, sin dar posibilidad a que sea
diferente. Mientras queda un rescoldo hay posibilidad de que se levante la llama. Yo juzgo hechos,
actitudes. Indico el camino...
- Está bien, Manuel. Quizá tengas razón. Pero yo también la tengo en lo que te digo. Vamos a
no condenar a nadie en concreto. Pero sabes que hay personas a las que como mejor se puede
ayudar es sacudiéndoles un buen palo. ¿O no? De otra forma no reaccionan. A un criminal, a un
terrorista, a un ladrón de esos empedernidos, trátalos con suavidad y puede que hasta te den un
navajazo en recompensa. Yo opino que se les debe tratar con mano dura. Cuanto más dura, mejor.
- De acuerdo. Y a los que los han enseñado, ¿con qué mano los trataremos? ¿Quién crees que
está ayudando al crimen y a la violencia? ¿Yo, que ha curado a un hombre herido, o en la escuela
en la que se doctoran como sinvergüenzas? La sociedad los enseña y después quieren liquidar a sus
discípulos más aventajados. ¿Qué vale en nuestra sociedad? ¿La honradez? Bien saben ustedes que
la persona honrada es catalogado como boba. ¿Quién vale? ¿El justo? ¡Ese es un imbécil para la
opinión pública! El que mejor sabe engañar, ése es el que vale. Quien más dinero consigue a costa
de los demás, ése es quien alcanzará las cotas sociales más elevadas. El más violento será el héroe y
el que ama y perdona, digno de ser pisoteado por todos. De esta podredumbre, ¿qué quieren que
surja? ¡Lo importante es hacer dinero! ¿Cómo? ¡Y qué más da! ¿Con drogas? ¡Pues con droga!
¿Con sexo? ¡Pues con sexo! ¿Con armas? ¡Qué más da! ¡Con aramas! ¡Como sea! ¿Los demás...?
¿Los valores humanos...? ¡Qué importan! ¿Es que sirven para algo? ¡Pobres imbéciles quienes aún
piensan en los valores humanos! ¡Infeliz del horado, del justo, del misericordioso, del...! No hay
sitio para él. Esos irán a la cola. Esos..., ¿para que cuentan? ¿Para quién cuentan? No. Cuanta más
caradura, mejor. Y de esta escuela pública salen discípulos aventajados: los mejores delincuentes.
¿Y a los mejores discípulos hay que quitarlos de enmedio? Es injusto, ¿no? ¡Si han sido los que
mejor aprendieron la lección! O..., quizá no. Quizá olvidaron que todo esto hay que hacerlo
guardando las apariencias. Sin dar la cara. De otro modo. Con más estilo. ¡Como lo hacen los
grandes, los poderosos!
Manuel miraba al infinito. Los ojos los tenía enrojecidos y las pupilas dilatadas. Nunca lo
habían visto tan excitado.
Cerca de ellos unas palomas jugaban sobre el suelo. Revolotearon al pasar unos críos
deslizándose sobre patines.
Manuel echó la cabeza hacia atrás, como si le doliera la nuca. Después se apretó los ojos con
los dedos.
- Pero sí... Llegará el día en que esta humanidad será juzgada. Con un juicio justo. No será
Dios el juez. No será como en los juicios de la tierra, donde alguien pronuncia unas palabras
condenando o absolviendo. Será mucho más terrible. Mucho más real.
Manuel parecía fuera de sí. Luis y Pedro se miraron sobresaltados.
- Qué lejana está la idea de la muerte. Pero nada tan real y tan próximo. ¡Qué pocos la han
aceptado! Es mejor olvidarla. Pensar en ella, tenerla presente, no interesa: habría que plantearse
entonces otra forma de vida.
Se dirigió a Pedro y a Luis.
- ¡Si yo les pudiera dar a entender a ustedes el secreto de la muerte! .... Miren. El Padre nos
ama. El es el Ser, y El puede tener conciencia de sí mismo sin referirse a nada. El hombre, por
analogía, por referencia a las cosas, a lo que le rodea, llega a tener conciencia de sí mismo. El
Padre, por el contrario, tiene conciencia de sí y esa conciencia es su Hijo. Pero en su Hijo crea
todas las cosas. Es como la luz blanca que se descompone en colores. Esos colores son la
explicación de la luz. Como todo lo creado es la explanación, la explicación de la Conciencia del
Ser, de aquel al que llaman Hijo... Sé que no llegan ustedes a comprenderlo. Intenten iniciar su
comprensión... ¿Se imaginan un color del arco iris desligado de la luz...? El hombre, como
expresión del Hijo, es libre. Pero tan terrible es su libertad que puede querer desligarse del Ser...
¿Se imaginan una rama que se desligue del tronco? La muerte parará el tiempo. El color que haya
querido ser expresión de la luz, ¿cómo podrá seguir existiendo? La rama que quiso desligarse,
¿cómo vivirá?... ¿No lo entienden? Ustedes son conciencia del Padre. Son como los miembros del
Hijo... Cuando la muerte les arranque del cuerpo, del lugar y del tiempo, su juicio será su misma
vida. Porque si se han desligado, si se han cortado, están muertos. Si su vida sigue en comunión con
el Ser, eternamente vivirán... Será un juicio terriblemente veraz... Mas a esta sociedad, ¿qué le
importa todo esto? Comamos y bebamos que mañana moriremos... ¡Qué terrible verdad! Pero una
muerte que no se pueden imaginar... ¡Y yo quisiera dar la vida porque comprendieran esto!
Se quedó unos minutos en silencio. Pedro y Luis lo miraban sin atreverse a distraerlo.
- Vámonos - , dijo al fin. - Estoy cansado.
Luis se despidió pensativo.
Pedro y Manuel llegaron a la casa. Pedro se echó sobre la cama y quedó profundamente
dormido. Manuel se sentó con la cabeza entre las manos. En un reloj lejano sonaban las tres. Hacía
calor.
CAPITULO XIII
"dejando sus redes..."
Pedro intentó localizar a todos los amigos para avisarles que acudieran a la reunión que
Manuel había propuesto. Se verían a media tarde del sábado en un merendero que hay en las
afueras de la ciudad. Se juntaron más de cuarenta entre mujeres y hombres. Había unido varias
mesas bajo la sombra de los árboles en la explanada que rodea el merendero.
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  • 1. Carlos Caravias Manuel PROLOGO Al amanecer, el Amor paró en el centro de la gran ciudad para contemplar a los humanos. Saludó a los primeros que pasaron junto a él, pero ninguno le respondió. Caminaban a prisa con la cabeza baja, sin sonrisa en los labios... Horas después las calles hervían de multitud. Era como un espectáculo de robots programados, de mirada vacía y gesto de amargura monótona... ¿Que enfermedad corría a estos humanos? ... El Amor marchó muy triste. Llamó hasta su presencia a un mensajero y le expuso su plan. Le contó cómo en la gran ciudad había contemplado a unos humanos con la alegría perdida. Estaban dominados por una fuerza maligna que les obligaba a actuar, a trabajar, a planear... pero había olvidado el sentido de su vida. No veían más allá de sus narices. No sabían contemplar la naturaleza, ni admirar sus maravillas como dueñas de ella, sino que se habían dejado dominar por la naturaleza. La poesía había muerto pisoteada por los pies arrastrados de esa multitud sonámbula. El hombre que El creó, su hombre, se había convertido en una máquina insencible y amorfa. Una lágrima rodó por sus mejillas. Que había decidido - continuó exponiendo- , enviar a alguien que hiciera renacer el amor y la poesía en la humanidad. Que después de mucho cavilar, había decidido hacer El mismo en persona de su Hijo. Que tomaría un cuerpo y sería como un humano más desde el comienzo, desde el vientre de una mujer... A El, a su mensajero, lo mandaba para publicar entre los hombres esa gran noticia; seguro que la acogerían con gran alegría. El mensajero partió ilusionado hacia la gran ciudad, contento de haber sido designado para una misión tan agradable. Sonreía de satisfacción imaginando los saltos de alegría de los humanos al ser conocedores por su boca de tan grata nueva. Se dirigió hacia la avenida más transitada. Caminaba asustado por entre el ir y venir alocado de la muchedumbre... Se parapetó contra una pared para estar seguro de no ser pisoteado y meditó unos instantes sobre la mejor forma de anunciar su mensaje... Creyó que lo mejor sería decirlo personalmente a alguno de los que pasaban: la noticia correría de boca en boca como mecha encendida. Encaró a un hombre de mediana edad, bien vestido, con una cartera negra en la mano. Parecía persona importante que podría correr la voz con mayor autoridad. Se quedó con la palabra en la boca, ya que el individuo en cuestión dio un bufido, miró el reloj y, apartándolo bruscamente, se alejó presuroso, mascullando entre dientes que no tenía tiempo para perderlo con cualquiera que lo abordase por la calle. El mensajero se quedó un poco cortado, pero no se desanimó. Aspiró hondo. Se acercó a otro de los que pasaban. Este le oyó, se sonrió y preguntó que si ese tal Dios iba a dar dinero. ¿Que no?... Pues que lo dejara de historias, que bastante problemas tenía. Una señora lo mandó a paseo. Otro, se estuvo riendo estrepitosamente durante un buen rato, mientras se alejaba calle abajo...
  • 2. Creyó volverse loco. Uno más de aquella multitud que no quería oirlo. No pudo resistir más, y partió veloz con el miedo y la desesperación asomados en sus ojos. El Amor hizo un gesto con la mano pidiendo al mensajero que no continuara su relato... Hundió la barba en el pecho, apesadumbrado. La enfermedad del hombre era más grave de lo que El había supuesto. Estuvo un rato pensativo. Después habló al mensajero: tenía que publicar la buena noticia entre la juventud. Los jóvenes eran diferentes. Estaban descontentos con la actuación de sus mayores y querían algo nuevo. Ellos sí que se alegrarían. Presuroso voló el mensajero hasta el corazón de la Universidad. Allí no había apuro. Unos, reunidos en grupos, charlaban y reían. Otros, sentados, estudiaban o pensaban. Unos más, paseaban... Sí. Aquellos sí que saltarían de contentos. Se dirigió a un grupo de estudiantes que charlaban amenamente en una de las galerías. Le escucharon con atención durante unos momentos, hasta que uno de ellos aspurreó una risotada que contagió al resto de los compañeros. El mensajero, avergonzado, se escabulló hacia el jardín. Se animó a conversar con un muchacho que estudiaba sentado bajo un árbol, quien lo miró por encima de los lentes, le dijo que a él eso qué le importaba, y continuó estudiando... Subió de nuevo hasta El Amor y El se indignó. Levantándose, le ordenó que fuera a los campos, a los suburbios, a la gente que no tuviera estudios, a los desheredados de la fortuna, a los miserables, a los ladrones, a las prostitutas, a los que en la tierra los hombres de "bien" que rechazaron su anuncio llamaban "pobres". El mensajero bajó hasta el campo. Era de noche. Se sentía cansado y triste. Unos pastores, cubiertos con unas cobijas mugrientas, charlaban sentados al rededor del fuego. Temeroso se acercó hasta ellos. A medida que les iba relatando percibió cómo la mirada de esos hombres brillaba más y más en la danza del resplendor del fuego. No pudo terminar. Todos se levantaron y lo acogieron. "- Llévanos - , dijeron. - Llévanos a donde ha nacido." Uno corrió gritando hasta la aldea para avisar a los que dormían. Los demás guiados por el mensajero. llegaron hasta la cueva en la que un niño dormía sobre la hojarasca. La madre les hizo una señal de que no alborotaran para no despertar al pequeño. Ellos, de rodillas, lo contemplaron en silencio con lágrimas en los ojos. Dicen que hasta el mismo Amor bajó hasta la cueva lleno de alegría, y dicen también que se oyó un cántico en la noche que decía: "paz a los hombres de buena voluntad". A cualquier persona de buena voluntad. CAPITULO I ("...te vas quedarás solterón...") Manuel se despertó sobresaltado. Permaneció varios minutos con los ojos abiertos, reconstruyendo sobre la oscuridad de la habitación las imágenes que había soñado. Cuando sonó la alarma del despertador se incorporó sobre la cama y alargó el brazo para desconectarla. Permaneció algunos minutos más sentado en la cama. Encendió la luz. Miró el reloj. - Las cinco y veinte. He de apurarme si no quiero llagar tarde- , comentó en voz baja. Se vistió y salió de la habitación. Antes de entrar al aseo se dirigió a la cocina al percatarse de que la luz estaba encendida. Su madre preparaba el desayuno. - Buenos días, madre. - Hola, Manuel, buenos días. ¿Has dormido bien? - Bien, aunque una pesadilla me ha inquietado un poco. Se acercó a la madre y la besó.
  • 3. - ¿Por qué te has levantado, madre? Te he dicho repetidas veces que yo me prepararé el desayuno. Vas a conseguir que no venga los fines de semana. - Casi ni lo notaría: vienes tan poco ... Anda, ve a lavarte que perderás el bus. Se aseó y acabó de preparar la bolsa con los efectos personales. Se sentó a desayunar. Su madre tomó asiento junto a él. - ¿Se ha levantado ya papá? - Hace rato. - ¿Y qué es lo que tiene que hacer tan de noche en el campo? - Tiene que arreglar a los animales y recoger alguna fruta para el mercado... Como siempre, ya sabes. Hoy se ha marchado antes que de costumbre porque tampoco él ha dormido bien y no podía estar en la cama... Por cierto: cuéntame tu sueño. - Ha sido una bobada. - No habrá sido tanta bobada si no te ha permitido dormir tranquilo. - Era algo confuso... Me encontraba tendido en el suelo sobre un gran charco de sangre y me rodeaba una multitud desnuda y hambrienta. El círculo se cerraba cada vez más y yo no podía moverme. Se avalanzaron sobre mí para beber la sangre y devorarme en dentelladas... Como vez, una tontería. La madre le miró los ojos con gravedad. Lo acarició los cabellos. - Debes irte. Queda poco para que llegue el bus. Manuel se levantó, tomó la bolsa y salió tras despedirse de su madre. La mañana era fría. Caminó presuroso hasta la parada. Un foco mugriento iluminaba a duras penas la vereda. Se sentó en un tronco. Un joven se le acercó. - Buenos días, Manuel. Me alegro de verte. - Hola Javier. Se estrecharon la mano. - ¿Vas también a la ciudad, Javier? - Sí, He de solucionar un problema en el juzgado... Tú a tu trabajo, ¿verdad? - Como siempre... Hace tiempo que no te veía. Cuéntame cómo te va por aquí por el pueblo. La bocina cercana del bus los interrumpió. Subieron y se aposentaron en un asiento desocupado. El bus prosiguió su marcha. - ¿A qué hora empienzas a trabajar?- , le preguntó Javier. - A las ocho. Ahora trabajo en el turno de la mañana. - Hace días pregunté por ti a tu madre y me dijo que tenías un buen empleo... Como casi nunca nos vemos, lo poco que sé de ti es por tu gente. Manuel lo miró con afecto. Javier era casi de su misma edad, quizá un poco mayor. Ambos asistieron a la misma escuela y participaron, junto con los demás chicos del pueblo, en juegos y excursiones. Al terminar la primaria tuvieron que ayudar a sus respectivos padres en los trabajos del campo y se veían rara vez por las noches en diversas reuniones. A los veintinueve años Manuel marchó a trabajar en la ciudad. - Ahora trabajo en una fábrica de motores. Hice unos cursos de mecánica y pude colocarme allí en la sección de montaje. Somos en total una pantilla de casi cien personas. - Conozco la fábrica. Es la que hay por la salida de la autopista, ¿no? - Sí, exacto. - Me alegro de que te vaya bien... Yo, sin embargo, no puedo decir lo mismo. Antes me preguntaste que cómo me iba y sólo puedo responderte que regular. Sabes que mi padre tenía poca tierra. Antes nos defendíamos. Ahora los tiempos son otros: te cansas de trabajar y sacas a duras penas para pagar los abonos, los insecticidas y para comprar, de tarde en tarde, una ropa a los niños
  • 4. y unos zapatos cuando ya los ves andar descalzos. Ojalá encontrara un trabajo como el tuyo. Pero yo no sé hacer otra cosa que destripar terrones. Me casé demasiado pronto, y con tres hijos pequeños ya no me puedo permitir el lujo de aprender nada... Cuando estaba soltero predía las horas muertas en el bar. No me gustaba leer como a ti... En fín, no pretendo agobiarte contándote penas.. Y tú, ¿qué? ¿No te echas novia en la ciudad? - De momento, no. - Te vas a quedar solterón, como no te sacudas... Siempre has sido un poco raro. Nunca quisiste acompañarnos en nuestras farras... Sabes que en el grupo de amigas había varias coladitas por ti y nunca les hiciste demasiado caso. Siempre has sido un buen amigo, pero raro... ¿O no le ves así? Manuel se encogió de hombros. - Es un punto de vista. - Que no creo que sea desacertado... Aunque estoy metiéndome en lo que no me importa. Manuel sonrió. - No te preocupes. Te agradezco tu interés. Guardaron silencio durante unos minutos. El bus se había detenido en un pueblito. Subieron varias personas. Un caballero bien trajeado se sentó al lado de donde ellos estaban. - Buenos días- , dijo con voz apagada. Manuel y Javier contestaron al saludo. El recién llegado desplegó el periódico y se enfrascó en su lectura. Pasó con rabia una hoja. - ¡Otro asesinato! Como no tome cartas en el asunto la porquería de gobierno que tenemos, no sé a dónde vamos a llegar- , comentó en voz alta. - Al desastre, si lo único que sabemos hacer es protestar y colgarle a los demás la culpa de lo que ocurre. El caballero miró a Manuel por encima del diario con una expresión de desprecio. - No creo que le hay pedido su opinión- , le dijo a Manuel dando a sus palabras un tono de indignación grandilocuente. - También puedo pensar en voz alta como usted, ¿no cree? Su interlocutor se quedó mirando fijamente. Dejó escapar un bufido y se sumergió de nuevo en la lectura. - Si no te importa, Manuel, voy a echar una cabezada: he dormido poco esta noche- , dijo Javier. - Cómo va a importarme... Javier se acomodó en el asiento y cerró los ojos. Manuel contempló por la ventana el paisaje tentado de una luminosidad azulada en el amanecer. A las siete y media llegó el bus a la ciudad. Manuel se despidió de su amigo y caminó hasta la fábrica. Varios compañeros que esperaban junto a la puerta lo saludaron con afecto. Casi todos estimaban a Manuel. Reconocían su sinceridad y servicialidad. A las ocho sonó la sirena anunciando que comenzaba otra nueva semana de trabajo. CAPITULO II "no sólo de pan..." - ¿Me ha llamado? - Sí..., sí. Pase, por favor, Manuel. Siéntese.
  • 5. Manuel tomó asiento en el sillón al otro lado de la mesa. Miró los ojos del jefe de personal quien esquivó la mirada buscando en la mesa el paquete de cigarrillos. - Este inbécil tiene una mirada desvergonzada que me molesta- , pensó para sí el jefe de personal. Después, dirigiéndose a Manuel: - ¿Fuma...? - No, gracias. - Verá: le he llamado... - . No sabía por qué se sentía nervioso. Jugueteaba con un abrecartas con mango de sirena. - Le he llamado - , prosiguió, - porque el Sr. Gerente me ha encargado le diga... Se le considera como un buen trabajador. Usted tiene personalidad y me he dado cuenta de que sus compañeros de trabajo le estiman en cierta manera... Usted se merece mejor sueldo del que gana. El señor gerente, como le decía, me ha pedido que en su nombre le ofrezca un puesto de responsabilidad. Con un sueldo mucho mejor, por supuesto... - La verdad - , atajó Manuel. No me interesa el dinero que me ofrece. Quizá para ustedes sea la principal y única ilusión de sus vidas. Viven para el dinero. Es el pan que los mantiene con vida... ¿Es que sólo de eso vive el hombre? Guárdense su oferta. Tengo suficiente con lo que gano. Lo que realmente importa es la persona... Pero esto que le digo, ustedes, por desgracia, no lo entienden o no les interesa entender. El jefe de personal se puso encendido. Tragó saliva. El pisapapeles que sostenía entre los dedos se le escapó contra la mesa. Sus ojos, indignados, se encontraron con los de Manuel y desvió rápidamente la mirada. Intentó tranquilizarse. Acometió por otra vía. - Verá... Considero que es usted un hombre íntegro... Pero no hay que ser tan idealista... ¿No lo cree usted así...?- , preguntó sintiéndose más seguro en la postura de consejero paternalista. - Es Ud. muy joven aún. ¿Qué edad tiene usted? Unos... ventitantos, ¿verdad? - Treinta. - Bien, treinta. Yo casi podría ser su padre... - .Sonrió buscando una respuesta en la expresión de Manuel. - Bien... Usted se creerá que es el único que posee la verdad. Yo estoy conforme, en parte, con su forma de pensar. Para mí el dinero no lo es todo: hay otras muchas cosas importantes en la vida. Pero no hay que ser idealistas ni utópicos. Comprenderá que el dinero es importante también. No sólo para vivir, sino para tener influencia en los demás. ¿Cuánta más influencia tendría usted, Manuel, entre sus compañeros si usted ocupara un puesto elvado...? ¡El bien que les podría hacer! Y podría ayudar a los que ganan menos. Si usted quiere que haya justicia, más puede hacer por ella desde arriba, siendo alguien, que siendo un desgraciado más de esos que no salen de peón en su vida. Podría usted tener influencia hasta en el personal directivo. - Por favor, por favor - , interrumpió Manuel. - No quiero tener tantas influencias como usted pretende. Simplemente, quiero continuar en mi puesto de trabajo. El jefe de personal se sentía en ridículo. Era superior a sus fuerzas que él se tuviera que humillar a un inferior. No sabía qué había podido ver el gerente en aquel individuo que tenía frente ante sí. Hacía más de un año que comenzó a trabajar en la empresa. El, personalmente, lo veía como un obrero vulgar. Es verdad que los compañeros lo respetaban bastante. No vislumbraba ningún peligro de que fuera un fanático, un cabecilla, ya que su postura no tenía visos de revolucionaria. Quizá fuese inteligente... Pero ante la negativa a la oferta que le había propuesto, la única opinión que podía concluir respecto a su capacidad mental era la de imbécil y lunático. - Bien, como usted quiera. Es usted quien ha rechazado el puesto que le ofrecía. Se lo comunicaré así al señor gerente. Desde luego es usted poco despierto: se le ha ofrecido algo con lo que podría usted vivir bastante bien y dominar sobre todos sus compañeros... Manuel se levantó.
  • 6. - ¡Dominar! ¡Dominar! Es lo que pretenden ustedes: manejar a las personas. Para ustedes es puesto de responsabilidad, es una ocasión para mover a su voluntad a sus "subordinados", como ustedes llaman. ¿En qué son superiores a esos peones a los que usted desprecia? ¿Qué más tiene usted que ellos...? Y quieren que yo también me convierta en creador de muñecos de guiñol. Otro más de la minoría que domine a una inmensa humanidad avasallada, de la que ustedes deberían ser servidores, hermanos: no dictadores ni dioses. No tienen ápice de idea de lo que es Amor... Manuel dio media vuelta y salió del despacho. El jefe de personal quedó aniquilado durante unos momentos detrás del escritorio. Lanzó un formidable puñetazo y el cristal que cubría la mesa se rompió en pedazos. Manuel bajó hasta el patio interior, común a la nave industrial y al edificio de oficinas y despachos del personal directivo. Se detuvo durante unos segundos ante la puerta de entrada a la nave, ensordecido por los chasquidos metálicos y el zumbido de los motores de las máquinas. Se dirigió a su puesto de trabajo y se dispuso a reanudar la tarea. Un compañero, hombre enjuto de unos cincuenta años, se le aproximó una vez que se hubo cerciorado de que no era visto por ningún encargado. Sus diminutos ojos estaban cargados de ironía. - Enhorabuena, Manuel... Ya sabemos que te han llamado para hacerte jefe de sección... Manuel continuó con su trabajo sin prestar atención a lo que el compañero le decía. - ¡Qué...! ¿Ya no te hablas con nosotros? - No sé de lo que tú hablas, Miguel. No voy a ser jefe de nada. - Vamos..., no te hagas el tonto. Manuel se encogió el hombros mientras esbozaba una sonrisa. - Vale, piensa lo que quieras... Pero te digo la verdad. Miguel repasó con sus ojos nerviosos la figura de Manuel, desconcertado ante su respuesta. - Bien... Si tú lo dices... Volvió a su puesto. Durante el descanso los demás compañeros rodearon a Manuel felicitándolo por su ascenso. - No sé quién les ha informado... No hay nada de lo que dicen ustedes. Quedaron extrañados ante la aclaración de Manuel, ya que lo consideraban persona veraz, incapaz de engañarlos. Una de las mujeres de la limpieza que había escuchado la conversación entre Manuel y el jefe de personal a través de la puerta entreabieta fue quien informó a los trabajadores de la fábrica a cerca de la negativa de Manuel. Esto hizo que los compañeros le respetaran y confiaran más en él, si bien no comprendían el por qué de la actitud de Manuel de rechazar el ascenso. A los jefes de la fábrica, sin embargo, les disgustó el desprecio que hizo Manuel a su propuesta. Desde aquel día buscaron con afán cualquier pretexto para despedirlo, pretexto que lo encontraron a raíz de un conflicto laboral: un trabajador resultó herido de gravedad y en la fábrica hubo huelga y disturbios como protesta por la falta de medios de seguridad. Los empresarios entregaron la carta de despido a varios de los que consideraban cabecillas y, entre ellos, a Manuel. Tras varios días de tensión y después del fallo del magistrado dando la razón a los empresarios, Manuel marchó a su pueblo. CAPITULO III "¿Dónde vives...?" Manuel ayudó a su padre en los trabajos del campo. Se levantaban temprano y trabajaban hasta la caída del sol.
  • 7. Hablaban poco, más su silencio bañado de sudor se les convertía en diálogo ya que los corazones de ambos se compenetraban. Tras la cena caminaba Manuel hasta las afueras del pueblo y permanecía tendido frente a las estrellas hasta la medianoche. Sus padres respetaban su silencio intentando comprender el problema que podría agobiarle. Cierta noche, tras la cena, Manuel habló a sus padres: - Necesito descansar en soledad. Es una necesidad la que experimento de reflexionar y poner en orden lo que aquí dentro me bulle. Pasado mañana quiero marchar para la montaña. Sus padres no le pidieron explicaciones. En parte se alegraban de la decisión de su hijo tan diferente a la de la mayoría, que sólo piensa en crearse una actividad con la que no tener tiempo de pensar. Llegado el día, Manuel se despidió de ellos. Caminó hasta la sierra portando sobre sus espaldas una mochila con algunas prendas de vestir y una pequeña tienda de campaña. Allí permaneció durante más de un mes. Cuando volvió a casa le cubría el rostro una espesa barba que no volvió a afeitarse. Su expresión era más serena y sus ojos irradiaban luminosidad y fuerza. - Madre - , le dijo un día- . - Me marcho a la ciudad para ver allí si encuentro otro trabajo. A ella le parecía bien cualquier decisión de su hijo. Se alegró al enterarse de que lo acompañaría Pedro, un vecino bien conocido, padre de dos hijos, que se desesperaban de no poder arrancar a la tierra lo suficiente para sacar a su familia adelante. Cuando fue a esperar el bus para despedirlo sabía en su interior que la vida de su hijo había cambiado. Intuía que los problemas en la vida de Manuel comenzaban ahora. Junto a ella Isabel y sus dos hijos lloraban la ida de Pedro. Este, asomado a la ventanilla, agitaba la mano despidiéndose de los suyos mientras el bus se alajaba. Manuel y Pedro anduvieron por la ciudad durante más de una semana solicitando un puesto de trabajo. Recibían siempre como respuesta que la plantilla estaba cubierta. Al atardecer caminaban hasta unas ruinas que había en las afueras de la ciudad y allí pasaban la noche. Comían poco, pues el escaso dinero de que disponían se les agotaba rápidamente. Al cabo de diez días admitieron a Manuel como cargador en una compañía de transportes. No así a Pedro cuando, al to- marle los datos, vieron que era casado y padre de familia. - Entonces que Pedro se quede trabajando en mi puesto. El lo necesita más que yo. El encargado frunció el ceño. Habló a Manuel en tono áspero. - He dicho que no hay sitio para él. Si usted se quiere quedar, hágalo. En caso contrario, le digo ya desde ahora que no necesitamos a ninguno de los dos... Usted dirá. Pedro y Manuel se miraron sin comprender el por qué de esta actitud. - Si no admiten a Pedro no me interesa su trabajo - , le replicó Manuel. Pedro le cogió del brazo. - No seas tonto, Manuel: quédate... Ya encontraré trabajo en otro sitio... Haz el favor. Manuel accedió. En cuanto cobró su primera paga se lanzó a buscar una casita de alquiler. Encontró una casita con dos habitaciones en un barrio extremo, a un precio al alcance de su economía. Inmediatamente se fueron a vivir a ella. Una tarde llegó Pedro contento. Había paseado por la playa y, preguntando de barco en barco, por fin un patrón le admitió para trabajar en el mar. No sabía mucho sobre el trabajo de pesca, pero se sentía feliz. Manuel trabajaba hasta bien entrada la tarde. Cuando llegaba a casa ya Pedro había salido, pues pescaban por la noche. Rara vez se veían. Comenzaba el otoño. A la salida del trabajo paseaba Manuel lentamente con dirección a su casa. Se encontró con dos antiguos compañeros de la fábrica. Se saludaron efusivamente. Entraron
  • 8. a un bar y charlaron largo rato. Ellos admiraban a Manuel, pero ahora notaban en su conversación y su mirada una nobleza y una luminosidad que los atraía hacia él con fuerza. - Es ya tarde y nos gustaría charlar contigo largo y tendido. Podríamos vernos otro día. - Cuando quieran. Si les parece, mañana tarde a la salida del trabajo... Como es víspera de fiesta, nos podemos quedar charlando hasta bien entrada la noche sin miedo a no poder madrugar. - Vale. Si te parece podemos ir a tu casa. Dinos por dónde vives. Manuel les dio la dirección. A la tarde siguiente llamaron a su puerta. Saludaron a Pedro que salía en ese momento para su trabajo, y se quedaron con Manuel hasta que despuntó el nuevo día. Habían conversado sobre muchos temas: sobre el trabajo; sobre Dios; sobre la justicia; sobre el amor... La conversación de Manuel les había entusiasmado. Ese mismo domingo, por la tarde, se presentó de nuevo en la casa de Manuel uno de los dos que habían estado en la noche pasada. Traía con él un amigo: un muchacho joven. - Manuel, te presento a Juan: es un vecino. Un buen amigo. - Hola... - . Le apretó la mano fuertemente. - Hola... Verás: Andrés me ha dicho... Bueno, es que a mí me han echado del trabajo por motivos parecidos a los que, me ha dicho Andrés, te echaron a ti. No quería hacerles el juego. - Este es un cabeza loca - , se apresuró a decir Andrés. - No está conforme con nada... Es un poco revolucionario, y al hablarle de ti... - No es que sea un revolucionario... Yo estoy conforme con todo lo que hay que estarlo, pero no comprendo por qué nos tenemos que pisar los unos a los otros. No comprendo por qué, siendo todos personas, abusamos unos de otros y en lugar de unirnos para mejorar el mundo, aplastamos la vida, la justicia... ¡Eso no lo comprendo! Con la conversación se despertó Pedro, que dormía en la otra habitación. Se saludaron. Charlaron sobre la propuesta de Manuel de crear, por lo menos entre ellos, esa sociedad más unida en la que se sintieran todos importantes, útiles y unos parte de los otros. Decidieron verse con frecuencia. CAPITULO IV "el viento sopla donde quiere..." Los vecinos del barrio conocieron pronto la servicialidad de Manuel, Les agradaba hablar con él ya que siempre tenía la palabra acertada y cariñosa para cada persona. Muchos iban por las tardes a su casa buscando una solución a un problema laboral o familiar. Algunos le exponían la miseria de sus vidas con la esperanza de que Manuel les comunicara alguna esperanza. Se preguntaban otros que de dónde le venían a Manuel, un desheredado de la sociedad como todos ellos, esa inteligencia y ese algo que irradiaba y no acertaban a definir con palabras. Su fama se extendió de barrio en barrio. De muchos puntos de la ciudad acudían a conocerlo. Algunos, especialmente líderes de asociaciones intransigentes, hombres de corazón mezquino cerrado a cualquier persona o idea que no fuera la suya propia, acudían a entrevistarse con Manuel, mas con ánimo de hacerlo quedar en ridículo. Pero Manuel conocía muy bien a primera vista las intenciones de quienes lo visitaban y sabía de quién debía desconfiar. Una tarde de invierno llegaron a su casa dos hombres. - Somos curas que vivimos en la barriada norte, en el grupo de casitas que pegan a la vía del tren.
  • 9. Manuel los saludó y les invitó a pasar. Se sentaron y charlaron unos minutos sobre temas insustanciales. Manuel les ofreció café. Les pareció bien, ya que la tarde era fría. Guardaron silencio hasta que Manuel sirvió el café y se sentó de nuevo junto a ellos. - Bien, ¿a qué debo su visita? - , les preguntó Manuel. - Hemos oído hablar de ti y teníamos ganas de conocerte. Y yo por lo menos me alegro de haber charlado un rato contigo... Noto en tus palabras y tu persona una convicción y una verdad poco frecuentes hoy día. - Soy quien soy. Vuestra opinión ni añade ni quita a la verdad de mi yo. Pero dicen bien: mi palabra es verdad y poseo la verdad. Yo soy verdad. La forma de hablar de Manuel produjo en sus interlocutores una fría inquietud. ¿Quién se creía que era? - Ustedes son hombres sin tacha. Pero su forma de luchar por la justicia no es del todo verdadera. - Hemos procurado encarnarnos con los más débiles. Es verdad que, a pesar de todo, poseemos una serie de privilegios que ellos no tienen. Poseemos una cultura que ellos desconocen. Si nos cansamos de esa forma de vida podemos seguir en otra más cómoda sin que nos falte qué comer, cosa que ellos... ustedes no se pueden permitir el lujo de hacer. Han de penar por toda su vida y depender de la voluntad de un poderoso para poder continuar existiendo. - No es malo tener cultura. Ustedes han partido de lo que tenían y eran. Lo que no quita valor a su decisión de vida. Han enfocado bien su vida. - ¿A qué te refieres entonces? - Ustedes luchan por la justicia contando únicamente con formas. Quieren una sociedad y un mundo diferentes olvidando que éstos sólo cambiarán desde dentro. - Desde dentro... ¿Cómo? - Desde dentro de cada persona. Uno de los curas se sonrió. Aquello sonaba a sonsera. Este hombre debería ser uno de esos “espiritistasÈ que pretenden arreglar el mundo “siendo buenosÈ sin comprometerse con nada. A él se dirigió Manuel: - Tú conoces el evangelio. Tú, para la gente, eres maestro en temas religiosos. Y ustedes que son considerados como maestros, ¿no lo entienden? ¿No entienden que para que nuestra humanidad y nuestra sociedad reviertan y expulsen toda la podredumbre que las corroe, y nazca esa utopía con la que soñamos, es necesario volver a nacer? - Necesitamos - , continuó Manuel,- una revolución de la persona. No te hablo de ser buenos. ¿Qué significa ser bueno? Hablo de ser diferentes. Completamente diferentes. Esencialmente diferentes. No en las formas, sino en lo más radical de nuestro yo. No cambiaremos el mundo cambiando las formas. Derrocaremos a un régimen injusto mediante una revolución armada: ¿Y qué hemos conseguido? A la violencia hemos opuesto otra violencia, una brutalidad a otra. Y a un gobierno sin conciencia le sucede otro semejante. Con esta política no cambiaremos nada. ¿Cuántos partidos se debaten en nuestros barrios? ¿Cuántos en la nación y en el mundo? Los hombres luchamos divididos en bandos y partidos: unos militan y otros vaguean. Quien milita, lucha por conseguir adeptos y llegar al poder. Les estorban los demás partidos. Si alcanzara el poder, abortaría, al igual que hicieron sus predecesores, cualquier otra iniciativa que no esté de acuerdo con su ideolgía. Volverá a necesitar una policía y un ejército que defienda sus ideas y su vida. Quien vaguea pagará a quien actúe por ellos y los defiendan de aquellos oprimidos que hacen posible su ociosidad y su buena vida, oprimidos que se rebelan contra la opresión... Es la lucha por un poder, una ideología, un dinero. Es la locura dividida que se despedaza a sí misma. Somos
  • 10. humanidad neolítica, de donde aún no hemos salido. Avanzados en tecnología, vivimos todavía, como personas, en el neolítico. El mismo instinto que hace destrozarse a los animales entre sí por defender un territorio, un alimento, una supervivencia, es el que guía nuestra actividad. Los instintos guían a la humanidad y estrellan a unos contra otros. Anteponemos las cosas a las personas. Preferimos “mi propiedadÈ que a un semejante. El dinero vale más que el ser humano. “Mis ideasÈ están muy por encima de cualquier otra persona. Por cosas, por materia, por ideas..., se mata, se pisotea, se engaña, se seduce, se ridiculiza, se aniquila. Hasta que, en lo más íntimo de nosotros mismos, el ser humano,- en toda su amplitud y profundidad - , no esté muy por encima de todo lo demás, el mundo continuará lo mismo. Hemos de romper, de asesinar cualquier atadura al pasado y volver a nacer. Un recién nacido no brota de ningún condicionamiento anterior: empieza, simplemente. Calló un momento. Los dos curas lo miraban fijamente, en silencio. La lluvia había arreciado y el viento la hacía repiquetear contra el cristal del ventanuco. Manuel ofreció tabaco a sus interlocutores. - Entonces, tú opinas que no deben existir partidos políticos ni agrupaciones de distintos polos- , aventuró uno de los sacerdotes rompiendo el silencio. - Que todos deberíamos pensar igual. Una dictadura de la mente, vaya. - ¿Qué significa y qué son en nuestra actual sociedad los partidos políticos? ¿Lo has pensado con detenimiento? ¿No te da la impresión de que son como el vómito maloliente y el excremento del egoísmo asqueroso de unos cuántos? Analízalos despacio... Telas de araña engañosas... No. No cambiarán nada. Son necesarios los partidos políticos para que cada cual tenga una forma en la que pueda expresar su intimidad como ser social. Diferentes, sí, porque las facetas del pensamiento humano son diversas. Pero no estos partidos políticos. No así. No estos monstruos creados por mentes decapitadas y por hombres primitivos. Partidos políticos nuevos, brotes del hombre nuevo. - Te estás encerrando en una utopía engañosa. Estoy de acuerdo en que la sociedad está podrida. Pero siempre ha sido así. En este mundo en que vivimos siempre habrá egoísmos, clases, injusticias... Hemos de contar con esto. Y contra esto hemos de luchar. Pero sin pretender cambiarlo todo. Sin esperar conseguir gran cosa. Con los métodos y las formas que tenemos a nuestro alcance... No creo en la utopía. Te confieso que la mayoría de los días, al despertarme, siento aquí dentro una amargura que me sube hasta la boca y maldigo el nuevo día que me toca vivir porque no tengo esperanza en nada. Creo que debo estar junto a los pobres y luchar por ellos: pero esto lo hago cerebralmente. En mi corazón siento el desánimo, porque damos patadas contra un muro de hormigón. El obispo y muchos curas están en contra de nuestra vida. La policía nos vigila de cerca. Si intentamos una acción de barrio, la fuerza pública está presente para alborotarla... A veces sólo me dan ganas de tomar una metralleta, porque la única forma de derrocar a este capitalismo asqueroso es por las armas. - No es utópica una sociedad nueva y justa. Quien entrega todos sus bienes por algo es porque quiere mucho más a ese algo. Quien entrega a su hijo por algo o alguien es porque quiere tanto o más a ese algo o alguien que a su hijo. Y Dios entregó a su Hijo por la humanidad: El cree en la humanidad. El sabe que la humanidad puede ser diferente, que puede ser justa... Piensen... No es utópico el ser libres. Hombres y mujeres fuertes y libres, como ese viento que penetra por las ren- dijas. Ya están apareciendo personas así sobre la tierra. Siempre las hubo. Y también ahora. Los persiguen y los encarcelan porque a los poderosos les da miedo el viento: no pueden dominarlo. No saben de dónde arranca y cuál es su destino. No pueden agarrarlo entre sus manos y moldearlo según sus intereses. Este hombre libre es el que salvará al mundo. El poderoso querrá matarlo sin comprender que cuántas más muertes haga más cerca está el fin de su imperio de egoísmo. La
  • 11. imagen de un ajusticiado fue la que hizo temblar al mundo; fue la semilla de una nueva humanidad. Y seguirá siendo así. La lluvia arreciaba. Del techo comenzaron a caer goteras. Los tres se apresuraron a colocar vasijas, en la que cada gotera cantaba su monótona melodía: plic, plic, ploc... - Me parece que nos vamos a ir antes de que se haga más tarde. Esto no tiene visos de parar. - ¿Tienen paraguas? - Trajimos uno. Yo creo que nos arreglaremos así. - Llévense el mío y me lo traen otro día. - Ni hablar. A ti te hará falta. - No, de verdad. Yo puedo usar el de Pedro. (¿Cómo estará Pedro con este temporal? - pensó para sí Manuel). - Como quieras, Manuel. Nos alegramos de haberte conocido. - Igualmente. Se estrecharon la mano. Manuel abrió la puerta. - Nunca olviden que ustedes, como muchas otras personas, han tomado partido por un fracasado. Un hombre “diferenteÈ colgado de un palo. Precisamente por haber sido colgado sin merecerlo ha atraído a las gentes. Los dos curas lo miraron con cariño. Le apretaron de nuevo la mano y, chapoteando, desaparecieron rápidamente en la obscuridad. CAPITULO V "sopló un fuerte viento y se agitó el mar..." Un farol herrumbroso colgado de una esquina chirreaba zarandeado por la borrasca. A su contraluz, Manuel contempló durante largo rato la intensa lluvia que el viento arremolinaba, pensando con preocupación en la suerte de Pedro y sus compañeros de pesca. El cansancio y el frío obligaron a acostarse, si bien no pudo conciliar el sueño hasta las primeras luces opacas del amanecer. Despertó a media mañana. Miró a la cama de Pedro con la esperanza de encontrarlo descansando, pero la cama estaba vacía. Conectó el pequeño transitor que tenían sobre la mesa de la cocina para oir alguna noticia que pudieran dar acerca del estado del mar y de la situación de los pesqueros locales. Mientras se preparaba el desayuno comunicaron que tan sólo habían podido volver a puerto tres pesqueros; del resto de la flotilla no sabían nada, aunque, según comunicado de la comandancia, se había recibido una llamada de socorro de uno de ellos. Manuel dejó el desayuno a medio preparar y salió a la calle. La lluvia era bastante intensa y las calles del barrio se encontraban anegadas. Buscó algún sitio seco por dónde pasar y, al encontrarlo, corrió chapoteando sobre el agua hasta la parada del autobús. Bajó cerca del puerto y corrió de nuevo hasta el muelle pesquero. Un grupo de personas, familiares de pescadores, esperaban refugiados bajo los cobertizos. Algunas mujeres lloraban. Manuel se unió al grupo. Los hombres rumoreaban lo que él ya sabía: tres embarcaciones habían logrado volver sorteando el temporal. Otras muchas no habían regresado. Manuel indagó de unos y otros sobre si sabían algo del Santa Aurora, la embarcación en la que Pedro trabajaba. Ninguno de los marineros sabía nada de su suerte. Esperó Manuel bajo un cobertizo, resguardado de la lluvia, viendo entrar de tarde en tarde alguna embarcación desmantelada por la borrasca. A los marineros que bajaban empapados y
  • 12. deshechos preguntaba Manuel sobre el barco en el que Pedro había salido a pescar. Ninguno lo había visto. Atardecía, cuando entró penosamente en puerto el Santa Aurora que aún se mantenía a flote como por milagro. Todos se aprestaron para ayudar a la tripulación extenuada. Manuel ayudó a Pedro a bajar la pasarela y, sosteniéndolo como mejor pudo, llegaron hasta la parada de taxis cercana al puerto. Un grupo de vecinos, enterados de lo ocurrido, esperaban ante la casa de Manuel y Pedro. Se alegraron de verlos llegar. Ayudaron a Pedro a acostarse. Una mujer le trajo una taza de caldo caliente. Pedro apenas podía agradecer tantas atenciones. Rápidamente quedó sumido en un profundo sueño. No despertó hasta el crepúsculo del día siguiente. A su lado se encontraban, además de Manuel, todos los demás amigos. - Seguro que no han ido a trabajar por mi culpa... Les echarán del trabajo... A mí no me pasaba nada. No tenían que haberse quedado. Juan soltó una sonora carcajada. - No te creas tan importante, marinero de agua dulce... ¿Sabes qué hora es? No es por la mañana. Ya hace rato que hemos dado de mano. Y hemos venido para ver si te había muerto. Pero bicho malo nunca muere. Pedro sonrió sinceramente. - ¿Te gustaría ver a tu gente, Pedro?- Le preguntó Manuel. - No pongas esa cara... Mira, he recibido carta de mi madre. Léela si quieres. Pedro se incorporó pesadamente. Tomó la carta de mano de Manuel. - ¿Qué te parece, Pedro? - Que como yo ahora estaré una temporada sin trabajo voy sin dudarlo. Más, tratándose de la boda del hijo de Paco... Pues no faltaba más. Buena ocasión para ver a mi Isabel y a mis dos hijos. Ganas tengo de abrazarlos y estrujarlos entre mis brazos. - Nosotros iremos también, Pedro - , dijo Andrés.- como la boda es el próximo domingo, podemos ir todos sin problema. - Nos iremos el sábado a la tarde - , interrumpió Manuel.- Andrés y Juan dormirán esa noche en mi casa. - En mi casa también hay sitio. A mi Isabel le gustará conocerles. - A tu casa irán Tomás y Adela, ¿te parece? - ¡Pues no me va a aparecer...! Y si todos quieren ir, estrachándonos, para todos hay sitio. Pequeña es mi casa, pero donde hay corazón hay camas..., digo yo, Todos rieron. Pedro, con la alegría, estaba ya de pie charlando animadamente. CAPITULO VI ("...hubo una boda...") Manuel levantó la cortina, asomando al interior su cabeza. Al fondo, de espaldas a la puerta, su madre lavaba sobre el pilón del patio. - ¿Se puede...? - Ella se volvió sobresaltada. Lanzó un grito y se avalanzó sobre Manuel. Abrazó durante largo rato a su hijo, sin pronunciar palabra. - Vamos... vamos... no llores.
  • 13. Le levantó dulcemente la cabeza, tomándola de la barbilla. Le limpió las lágrimas con su dedo pulgar y le dio un caluroso beso en la frente. - ¿Cómo es eso...? ¿Cómo que has venido...? - ¿Es que no te lo imaginabas? ¿ Creías que Pedro y yo podíamos faltar a boda de Luis...? Ah, mira... ¿Dónde están? Se volvió hacia la puerta.- Pasen... Mi madre. Madre: éste es Juan... y An- drés... Se quedarán esta noche con nosotros, si no te importa. - ¿Cómo va a importarme? Todo lo contrario. Tu padre se alegrará también de que se queden con nosotros. - ¿Dónde está padre? - En la huerta. El pobre trabaja más de lo que puede. Pero los tiempos están malos. Ya pronto vendrá... Siéntense. Se sentaron y su madre los aseteó a preguntas, interesándose por cualquier pormenor. Al rato llegó el padre y con él salieron a dar una vuelta por el pueblo. Se acercaron a saludar a la familia de Pedro. Volvieron tarde a casa. La cena estaba ya humeando sobre la mesa. Charlaron hasta bien entrada la noche. El domingo amaneció espléndido. Todo el pueblo estaba reunido en la plaza para ver a los novios. Hubo cohetes, arroz, gritos, abrazos, lágrimas... Rodeados por la muchedumbre, los novios llegaron hasta su casa. En el zaguán, sobre una larga mesa, había platos con toda clase de aperitivos, sin refinamientos, sino todo al gusto de la gente sencilla de pueblo. Por todos los rincones, cajas apiladas conteniendo botellas de cerveza y bebidas refrescantes. Cada cual tomaba a su aire. Quien podía se sentaba y, los que no, charlaban animadamente en grupos, de pie, bien den- tro, bien en la calle. Los niños correteaban por entre todo y entre todos. Quienes no lo habían hecho la tarde anterior, saludaban a Manuel y a Pedro, y se interesaban por conocer de ellos mismos los detalles del casi naufragio del Santa Aurora. Los novios se acercaron al grupo en el que se encontraba Manuel, quien tomó sus manos estrechándolas con cariño. - Que sean siempre felices y sean capaces de conseguir penetrar en el misterio que encierra el matrimonio. Cada uno de los presentes, a su manera, los felicitó. Hubo la consabida alusión picante propia de la picaresca rural. Todos rieron. Los novios prosiguieron su ronda de saludos a los restantes grupos de amigos. - ¿A qué misterio te referías, Manuel? - No ves que a Manuel, como no se ha casado y con las mujeres es muy formal, todo esto del casorio se le hace un misterio? Rieron a coro esta intervención de uno del grupo. Se acercó el párroco del pueblo. Era un hombre de mente estrecha, aferrado a unas ideas formalistas, hombre leguleyo y corto de corazón, amigo de las apariencias y las buenas formas. - Hola... Veo que están ustedes contentos. - Nada, señor cura. Aquí Manuel que nos quiere echar un sermón sobre el matrimonio. Como si no fuera bastante el suyo que ya hemos oído. Don Andrés, que así se llamaba el párroco, esbozó una sonrisa forzada. Los demás disimularon la suya. No apreciaban en demasía al sacerdote, amigo de novenas, misas y sermones, pero incapaz de calar en los problemas y el corazón de los del pueblo. - Pretendía Manuel hablarnos del “misterioÈ del matrimonio... ¿Qué le parece a usted? - Hombre... si Manuel lo dice...- . No le caía bién Manuel. - El misterio que todos sabemos y que desaparece tras la primera noche. Lo mejor es quedarse soltero como él y como yo.
  • 14. - Si me quedo soltero no es porque sea mejor. Es porque debo quedarme. Ni usted por estar soltero es mejor que el que se casa. Es un erros que, desde muy temprano, cundió en toda la Iglesia Católica. Un error grave. Don Andrés se encendió. Si algo había en el mundo que lo sacara de su habitual flema era pretender que la verdad sobre temas religiosos estuviera fuera del marco “eclesiásticoÈ. La verdad la poseían ellos, los pastores, la Jerarquía. El pueblo era ignorante: el rebaño. - No creo que sepas tú mucho de esto, Manuel, como para atreverte de acusar de error a la Iglesia. Si no entiendes, no hables. - Precisamente sobre lo que entiendo hablo, don Andrés. El matrimonio es sí es tan perfecto como el celibato. Pero tanto uno como otro, muy difíciles de entender y llevar adelante. El misterio de matrimonio no está en lo que usted piensa, y como no lo vislumbra tan siquiera, ha sido incapaz de comunicarlo a nadie. Usted, como muchos de los suyos, estando ciegos han querido conducir a los hombres... ¿Hacia dónde que no sea un pozo profundo? Ve en el matrimonio la unión de la carne y el respeto mutuo, sin comprender que ése es el signo de la verdad honda y grandiosa que se oculta. No es la unión, ni son los hijos. La unión es signo y los hijos son signo. Son la apariencia de la realidad. Si el resultado del matrimonio son esas apariencias, el mundo no avanzará. La sociedad seguirá igual. Si golpeas piedra contra piedra el resultado es una chispa, pero después cada piedra es como era antes de unirse en el golpe. Si unes hidrógeno y oxígeno, el resultado es agua. Ya no es uno y otro, sino algo nuevo, diferente. El grupo se había hecho numeroso. A don Andrés le temblaban los labios. - De una unión de hombre y mujer- , prosiguió Manuel, - brota un hijo, pero siguen siendo el mismo hombre y la misma mujer. No, muy pocos, contados con la mano, llegan a realizar en profundidad su matrimonio. Hasta que no lleguen a dejar cada uno su “yoÈ y se conviertan en uno sólo “nosotrosÈ, algo diferente a cada uno en sí, la humanidad seguirá fracasada. Es la explosión del individuo que se rompe y se convierte en la unidad pluralizada. Don Andrés saltó, no podía aguantar más: - Deja de decir frases altisonantes y absurdas. ¿A quiénes nos interesan sus tonteras? ¡Porque no son más que idioteces lo que dices! Ideas que tú has elaborado en tu locura, porque para mí no eres más que un medio loco. ¿Y tú pretendes saber? Investiga..., dime dónde está en el evangelio que Cristo aventurara alguna de esas palabras absurdas que tú quieres dar a entender a trompicones. Porque no hay quien entienda tus galimatías. - No las dijo. Las hizo, don Andrés. El convirtió el agua en vino. - Pero eso lo hizo para simbolizar la Eucaristía. - ¡Qué equivocados andan! El lo hizo por el matrimonio. Lo hizo en aquella boda por los que se casaban y por todos los que se casarán hasta que el mundo exista. Es la conversión en algo esencialmente distinto, nuevo, diferente... Si quiere entender, entienda. Don Andrés se alejó resoplando. El grupo se dispersó lentamente, en silencio. Algunos empezaban a dudar del estado mental de Manuel. Otros, cohibidos de extrañeza, meditaban en sus palabras. Juan, Pedro y varios más que se quedaron junto a Manuel le pidieron que les explicara un poco lo que había querido decir. - Dios desde el principio hizo varón y mujer. No por capricho, sino porque es la expresión en la naturaleza de lo más esencial de El mismo. Dos realidades fisiólogica y psíquicamente diferentes, sin fuerza de redención y creatividad la una sin la otra. La tensión más primitiva que las une es la sexual: se une carne con carne; se satisfacen dos tensiones puramente egoístas e individuales. Es una unión que no simboliza ni encierra una realidad más profunda. La sociedad y el mundo siguen igual de vacíos y egoístas. Otra forma de relacionarse es por amor: el deseo de compartir lo más íntimo del ser propio, el “yo mismoÈ compartirlo con lo que “en sí esÈ de la otra
  • 15. persona. Si el amor es sincero y firme, a fuerza de amar, se puede llegar al paso definitivo: ya no soy yo ni tú; el yo y el tú desaparecen. Llegan a ser los dos un mismo yo y un mismo tú, y uno es reflejo del otro. Ha nacido una fuerza en la sociedad, como una fusión nuclear, de un poder impresionante de cambio de las asquerosas estructuras que hoy nos oprimen. Y el hijo, símbolo de esta nueva realidad, llevará en sus venas ese amor. Será un ser ya preparado para comprender y construir el nuevo mundo, una sociedad justa y perfecta. En este momento llegaron los novios para despedirse. Todos los presentes se agolpaban ya alrededor de los recién casados, cada uno queriendo decir la última palabra, el último consejo picante o darles el último apretón de manos. A Pedro se le quedaron en la boca varias preguntas que hubiera querido formular a Manuel. Pero ya no existía ambiente para hablar se estos temas. Pasaron la tarde en familia y al crepúsculo se dirigieron a tomar el bus que los conduciría de nuevo a la ciudad. CAPITULO VII ("... en espíritu y en verdad...") Pedro descansó unos días hasta que estuvo reparado el barco. Andrés, Juan y otros amigos venían algunas tardes a la casa, cenaban juntos y charlaban de los problemas que cada uno encontraba en su ambiente, de su trabajo, de temas intranscendentes... Eran reuniones en las que se sentían a gusto y que gustaban de repetir. Otras noches se reunían en casa de cualquier otro de ellos. Casi todos los domingos por la tarde acudían a asambleas organizadas por los diferentes barrios, invitados por líderes de movimientos sociales religiosos, o por los mismos vecinos. Una tarde de domingo quedó Manuel citado con Juan y Andrés en un punto céntrico de la ciudad, para asistir a una asamblea organizada en el barrio norte de la ciudad, donde vivían los dos curas que visitaron a Manuel la noche del temporal. Manuel llegó un poco antes de la hora fijada. Hacía calor. El sol lanzaba perpendiculares las sombras de los tejados aplastándolas contra las veredas. Miró Manuel a su alrededor buscando donde guarecerse. Tenía sed. Penetró en un bar cer- cano. Estaba sólo. Se sentó en un taburete junto a la barra y esperó paciente a que apareciera el camarero. Entró en el bar una mujer, quien se sentó algo alejada de Manuel. La mujer, tras esperar unos momentos en la que estuvo distraída observando de reojo a su vecino de barra, se impacientó ante la no comparecencia del barman. Dio unas palmadas y vociferó llamándolo. Apareció el camarero con cara de sueño, lanzando unos gruñidos ininteligibles. - Qué, ¿dormías, cariño? - , le dijo la mujer mientras lanzaba una risotada fría y sin alma. Se debían conocer. El camarero le dijo no sé qué grosería y le hizo un mal gesto con la mano. Le sirvió un wisky con bastante hielo. - Si no quieres dormir tan solito, ya sabes... Soy cariñosa hasta con los cerdos como tú. El hombre iba a decirle una horrible palabrota, pero en ese momento de dio cuenta de la presencia de Manuel. Se encogió de hombros, torció el gesto y preguntó a Manuel qué quería tomar. - No, nada. Si no te importa. - ¿A mí...? No. Como si se quiere echar a dormir en el suelo... Volvió a encogerse de hombros. - Si no desean nada de mí..., me voy para adentro.
  • 16. Miró de soslayo a la mujer, como temiendo que le volviera a comentar algo, pero ella estaba en ese momento distraída mirando descaradamente a Manuel, con rostro de cierto asombro. Volvió el camarero a encogerse de hombros y desapareció tras la puerta. Manuel volvió lentamente su mirada hacia la mujer. Sus labios eran carnosos, vivamente pintados de rojo. Los pómulos enpolvados con mal gusto. Los párpados sombreados de un fuerte tono azul. Sus ojos, castaños, de mirada vacía. - ¿Me das algo para beber? - ¿Quién...? ¿Yo...? Oye, tú no estás bien de la pelota. Le dices al chico que no quieres nada. No es que sea muy normal el que la gente entre en un bar a tomar el fresco, se siente y no pida nada... Pero bueno, eso pase. ¡Pero que ahora me pidas a mí...! Anda, macho. Corta el royo... A no ser que lo que quieras sea eso... Bueno... , eso sería otra cosa. No eres feo... ¿Quiéres que me ponga más cerquita...? ¿Eh? - Sólo te he pedido algo de beber. Tengo sed. Auque no tanta como tú. - ¿Yo...? Psh... Por eso bebo. Haber pedido tú algo. Se sintió de repente como cortada. - Tu sed es peor que la mía. Sí, ya sé que bebes. Pero no basta. Por dentro te abrasas, te mueres de sed. Y no sabes como saciarla. Yo te la podría saciar y no volver a sentir sed en tu vida. - ¿Quién...? ¿Tú...? Echó a reir volteando la cabeza. De pronto se puso seria. Miró fijamente a Manuel. - Oye, macho... ¿Tú te estás quedando conmigo? ¿O es que me insinúas...? Mira, ni tú ni ningún hombre valen para mí una mierda. Son todos iguales. A mí no me quitan la sed esa que tú tan ricamente dices ni todos los hombres puestos en fila. Son todos unos puercos... Además, no sé por quién me has tomado. No sabes si puede aparecer por la puerta mi marido e hincharte de bofetadas. - ¿Tú marido? ¿Cuál? Has vivido con varios hombres que se han aprovechado de ti y tú de ellos. Igual que con el que vives actualmente. ¿O te refieres al decir “maridoÈ a cualquiera de los muchos con los que te acuestas cada noche? Se quedó unos instantes con la boca a punto de decir algo y la mano al aire, sosteniendo el vaso con el resto de bebida. - ¿Y tú de qué me conoces...? Yo a ti nunca te he visto antes de ahora. ¿O acaso...? No. Tú no serás uno de esos curas a los que ya no se les reconoce... Sí... Pues mira, busca a otra. Conmigo, de beaterios nada. Eso para los buenos que van a Misa y tienen un trabajo decente, una vida decente y buen sueldo..., ¿sabes? - ¿Tú crees que los buenos son los que van a Misa? ¿Los piadosos? No, no soy cura. No divido a la humanidad en religiosos y no religiosos. No englorio a unos y condeno a otros. Tú no pisas una iglesia desde tu niñez. Pero no por eso eres peor. Tú tenías una gran sed de bondad, de justicia, de amor... Pero no eras religiosa. Todo lo relacionado con la iglesia te asqueaba. En el fondo, por eso, te sentías mala. Te sentías rebelde. Tú querías vivir. Lo has probado todo. Ahora te sientes perdida, sin remedio. Te enfangas más para drogar tu fracaso. La mujer lo miraba con los ojos bien abiertos. - A Dios no se adora en los templos. !Cuántos asiduos a las iglesias, perosnas que tú conoces y a las que tienes por honradas, pero que no son tales porque su corazón es rastrero! Cosifican y miden a Dios y su interior está lleno de mentira. Tú estás más cerca que ellos de llegar a la verdad. No tienes nada que perder porque lo has perdido todo. Puedes ser libre. Y en la libertad encontrarás la felicidad que siempre anhelaste... Libertad no es obrar según la gana de tu cuerpo y tus caprichos. Es actuar siempre con verdad. Con verdad para con uno mismo y los demás. Con el co- razón en la mano. Volcando lo mejor de ti mismo... Este es el hombre honrado.
  • 17. - Veo que eres un buen tío... Pero mira, conmigo no va eso. Usas un lenguaje que no entiendo ni podré entender. Como los curas. No lo serás, pero te pareces... Yo no tengo solución. Dices verdad en eso de que lo he perdido todo. Completamente vacía. No tengo ilusión ni por matarme... En mi mundo no hay lugar para Dios. Si es que existe. En Dios se podrá creer en otros ambientes y en otros lugares. - Dios no tiene lugares y ambientes. Un Dios así no existe. Es un Dios creado por las religiones, a su manera, inaccesible fuera de los templos o ambientes que se llaman “piadososÈ. La mayor parte de la humanidad se siente marginada y ajena. Como tú. No, Dios no se ata, ni necesita de nada, ni se encuentra en ningún sitio, ni se acomoda a un ambiente, ni se le encuentra en circunstancias determinadas por hombres que lo han querido monopolizar. Es como el aire, como el sol, como la luz... Se escapa y está presente. Tu rebeldía interior y tu asqueo ante esta sociedad egoísta y podrida es para El la plegaria. Tu anhelo por una felicidad que no encuentras es la llamada que escucha. Tu interior, lo más profundo de ti es lo que se comunica con Dios. Tu sonrisa a un niño y tu ayuda a la compañera desesperada es lo que cuenta ante El... En lo profundo de ti lo encontrarás. No necesitas situaciones especiales para encontrarlo. Tu asco por la mentira y lo falso es lo que quiere... El es espíritu. Y solo se encuentra en espíritu y verdad... Creo que me entiendes. Quedó la mujer callada, con la cabeza abatida. La levantó pausadamente y miró a Manuel con profunda ternura. - No sé quién eres ni cómo te llamas... Pero gracias... Eres el primero que me hablas como a una persona. Los demás me tratan como a un bicho, como a basura... Gracias. En este momento entraron el bar Juan y Andrés. - Hola, Manuel... No te veíamos fuera y hemos imaginado que estabas aquí. Se nos hace tarde. ¿Nos vamos? La mujer lo agarró por el brazo. - Espera... Dime por favor dónde podré verte... Necesito hablar contigo otro día. - No te preocupes. Nos veremos. Yo te encontraré. Soltó a Manuel y lo vió salir acompañado por los otros dos hombres. Se quedó un rato sentada. Dejó un billete sobre el mostrador y salió ella también del bar. Cuando terminó la asamblea se acercó Luis, uno de los curas, a Manuel. - ¿Qué te ha parecido? - Es bueno que las personas comuniquen sus ideas y sus experiencias. Todo, lo que signifique compartir me parece bien. - ¿Irán ustedes a la excursión que vamos a organizar entre todas las familias de los barrios para el puente que hay dentro de tres semanas? - Nosotros tres iremos. También los demás de nuestro grupo y todas las familias de nuestro barrio a las que consigamos animar para acompañarnos. Te repito que eso es bueno ... Cuantos más podamos reunir ese día, mejor. - Nosotros haremos ambiente en nuestra zona,- interrumpió Juan.- Tú, Luis, te encargas de concretar el sitio y la hora. - Estupendo... Bueno, ahora hablando de otra cosa... Yo no he contado contigo, Manuel. No creo que te moleste. Es que ..., verás: el sábado tenemos un día de retiro todos los sacerdotes y religiosos de la ciudad con el Obispo. Tendremos unas charlas y unos ratos de meditación. Han programado que asistieran algunos seglares, pues es bueno que nos expongan sus problemas y su concepto de nuestra labor... Yo le he propuesto al Obispo el invitarte a ti, entre otros. A él le ha parecido bien. Ha oído hablar de ti y tiene ganas de conocerte. ¿He hecho mal? Quedó Manuel en asistir. Se despidieron y cada cual marchó para su casa, pues era casi media noche.
  • 18. Esa tarde, la mujer con la que Manuel habló en el bar, se había encontrado con unas compañeras de oficio. María, - así se llamaba- , les contó que había hablado por casualidad con un hombre especial, diferente a todos los demás, que le había adivinado su vida. - Bueno, María, no creo que sea difícil a nadie adivinar lo que somos- , le respondió una de sus amigas. - Sí, lo sé... Pero en este caso es diferente... Tendrían ustedes que haberlo visto y oido... Hoy me encuentro distinta. No sé... Es como si estuvieras desesperada en un descampado, a obscuras en noche cerrada y de pronto vieras a lo lejos una lucecita de una casa, de una ciudad. Te devuelve la esperanza y cierta tranquilidad... Se lo presentaré un día, si lo vuelvo a encontrar. Veían en sus ojos una luminosidad, una chispa que nunca habían observado. Sí, les gustaría también a ellas conocer a ese hombre capaz de cambiar la expresión de María, siempre apagada, grosera y triste. CAPITULO VIII "... casa de mercado" A las ocho y media de la mañana del sábado se presentó Manuel ante la verja del colegio de religiosas en donde se debía celebrar el retiro de sacerdotes. Por el jardín paseaban algunos de ellos, ensotanados, leyendo pausadamente el breviario. Otros, en vestimenta normal, charlaban animadamente sentados bajo un sauce. Empujó Manuel la cancela. Quedó estático unos minutos contemplando la bella y grandiosa construcción del más escrupuloso estilo funcional. Luis, que se encontraba entre los del grupo bajo el sauce, se dirigió hacia Manuel en cuanto se percató de su presencia. - Pasa, Manuel... Has madrugado, ¿eh? Aún quedan muchos por venir. Hasta las nueve no empezaremos el retiro. Vente allí con nosotros. - Los saludaré sólo un momento. prefiero dar una vuelta por el edificio. - Te acompaño. - No, Luis. Lo haré yo sólo. Gracias. Paseó por el interior del colegio hasta que observó cierto revuelo entre las monjas, quienes salían presurosas en dirección al jardín. El Obispo acababa de llegar. Algo más de un centenar de personas, entre religiosos, sacerdotes y monjas, se agolpaban alrededor de Su Eminencia. Este sonreía, esbozando bendiciones hacia los presentes. La comitiva se dirigió hasta una gran aula. Manuel lo siguió. Una vez todos sentados y en silencio, habló el Obispo del sentido que para él tenía este retiro. Informó sobre la presencia de algunos seglares, ya que ellos podían aportar la imagen externa del sacerdote y el religioso. - Me gustaría- , prosiguió,- presentárselos. De los cuatro invitados conozco personalmente a dos: Carlos y José... Suban, suban acá al estrado...¿Cómo están? Ambos besaron el anillo de su mano. - Vengan los otros dos... Ah... Bien. ¿Tú te llamas...? - Francisco Ruiz, señor Obispo. - Me alegro de conocerte... Bien... Nos falta otro. Creo que es ese ya célebre Manuel al que ya algunos de ustedes conocen. Si ha venido, por favor, que suba al estrado. - No es necesario que suba- , interrumpió Manuel con voz potente. Todas las miradas se dirigieron a él. Se encontraba de pie, junto a la puerta. - Ustedes, en teoría, deberían ser portadores de luz en una sociedad ciega y sal en un mundo corrompido. Pero muchos han caído en su propia trampa. La humanidad actúa por interés. Se busca
  • 19. el beneficio. Unos a otros se engañan y la tierra es como una inmensa cueva de ladrones. ¡Y ustedes han entrado en esa cueva! Venden la Palabra de Dios. Venden la misericordia. Han montado un mercado con el nombre de Dios. ¡Den lo que se les ha dado y poseen, pero no lo vendan! ¿Cómo pueden cambiar la sociedad si en colegios como éste trafican con su sabiduría en vez de repartirla gratuitamente? Son ustedes tan necios, que se han dejado enredar en la avaricia de este mundo. ¡Denlo todo con amor aunque se vuelvan pobres como las ratas!... ¡Pero no trafiquen! La sala se hizo una tempestad de murmullos y voces. El Obispo intentaba, aturdido, imponer el silencio. Uno de los presentes se levantó gesticulando con los brazos. Cuando se acalló un poco el tumulto, se dirigió a Manuel. - ¡No sé quién te crees que eres para decirnos esas sandeces! ¿Quieres que nuestros colegios sean horfanatos? - Quiero su generosidad desinteresada. Es lo que esta sociedad está necesitando. No sus palabras, en las que no creen. ¡Quieren sus obras, sinceras, de corazón! - ¡Por favor! - , gritó el Obispo intentando hacerse oir.- , No creo que sea momento para discusiones. Pero antes de dejar zanjado este tema, quiero decirle a Manuel que no sea ni utópico, ni injusto. Injusto, porque muchos son los que, tanto en misiones como aquí en nuestra patria, dejan su vida a trozos sin recibir a cambio nada. Utópico, porque no creo que piense que un centro de enseñanza o cualquier otra institución pueda mantenerse del aire. Tiene unos gastos que hay que cubrir. Y los que lo regentan, aparte de pagar material, profesores y un largo etcétera han de ali- mentarse y vivir como personas. No todos son héroes. - Gracias a esos pocos que dice y a otros muchos anónimos para la opinión pública, en esta sociedad aún queda algo de luz. Pero nadie puede ampararse en que hay luces encendidas para dejar la suya apagada. No porque aquellos existan tienen ustedes derecho a medrar. Su desinterés debe ser un estímulo para el de ustedes, no una tapadera de su mercantilismo. No se trata de ser héroes: sino auténticos. Toda persona que ha llegado a calar medianamente en la autenticidad humana ha de ser un héroe en nuestra sociedad. Ustedes de hacen llamar representantes, guías, puntales de una doctrina y una verdad del auténtico ser hombre, ser humano. ¿Y pretenden que no pueden ser héroes? ¿Con paños tibios quieren transformar la podredumbre? Con la violencia de todo su ser se salvarán de podrirse ustedes también y conseguirán iniciar la salvación de este mundo corrompido. Si alguno quiere contemporizar, no quiere ser héroe, que no se llame “pastorÈ ni representante de nada. Que se vaya. ¡Que se marche! Dio media vuelta y se fue. El retiro espiritual resultó nada tranquilo. La intervención de Manuel motivó comentarios y disputas. Los corrillos se formaban por doquier. Un grupo de sacerdotes y religiosos decidieron dar un escarmiento a Manuel. Era una persona "no grata". CAPITULO IX "...los pobres..." El día programado para la excursión amaneció despejado y con una temperatura agradable. Por algunos de los barrios de la ciudad el ajetreo comenzó antes de que apareciera el sol. Muchos caminaban hasta el centro para acudir al lugar de reunión en autobuses que se habían alquilado a tal propósito. Otros utilizaron sus motos, sus bicicletas. Los menos prefirieron hacer deporte y caminaron durante más de dos horas hasta el lugar de cita, junto a un arroyo de aguas claras, en un
  • 20. llano sombreado por eucaliptos, chopos y sauces. Conforme iban llegando se unían a otros que ya se habían acomodado bajo una sombra, y poco a poco el llano se fue llenando de gente. En los grupos se charlaba animadamente: unos de fútbol, otros de problemas de trabajo, de los hijos, de cosas intracendentes. De vez en cuando alguien gritaba a algún niño que se alejaba demasiado o que no veía. Los menos sociales paseaban junto al arroyo o buscaban leña para hacer la comida. En el grupo donde se encontraba Manuel se había abordado el tema de las formas de actuación dentro de los respectivos trabajos y empresas, actuación de clase obrera frente a los insaciables patronos. Muchos hablaban sobre el tema y se pisaban las palabras unos a otros. Manuel se decidió también a hablar. - Se está insistiendo demasiado en modos y formas de actuación, cuando lo necesario son actitudes de vida. El fondo es lo que importa. Las formas brotarán como una consecuencia. De acuerdo en que la sociedad está podrida. Por eso mismo, esta sociedad necesita urgentemente personas. Personas libres. Y ser libres es ser pobre. - ¿Tú crees que los pobres son libres?- , le atajó uno de los presentes. - "Llevo más de un mes sin trabajo y no me siento libre, sino desesperado. Pregúntale a mi mujer si ella es libre, que de sol a sol sirve por horas en casas en las que nada falta. Hoy no ha podido venir. No tiene domingos ni descanso, para al final del día escupirle en la cara una porquería de sueldo. Y yo, de construcción en construcción, de un sitio a otro buscando trabajo y en ningún sitio me admiten. A veces pienso que si fuera un perro me recibirían mejor. A mis hijos los he traído hoy conmigo para que disfruten un poco de aire y de sol. ¡Esa es la libertad que yo les voy a dejar"! Calló un momento. Todos estaban pendientes de él y asentían con las cabezas, porque esa era la situación de muchos. - Así que no me salgas con tonteras, Manuel. ¿Sabes lo que yo digo? ¿Saben lo que digo?: ¡Que a todos estos que nos están chupando la sangre habría que meterles cincuenta tiros en la barriga! - Eso, - asintieron algunos. - ¿Por qué no podemos vivir como ellos viven?,- gritó una mujer. Manuel se levantó. - La violencia sólo trae violencia. Ya sé que violencia es lo que están usando con nosotros. Pero responderles con sus mismas armas no cambiará la sociedad. Lo único que puede cambiar el mundo es una postura de libertad. Un grupo de hombres y mujeres libres, que son pobres porque no tienen miedo a perder nada. No tienen el corazón pegado a nada de la tierra y les da igual, por tanto, tener que no tener. Que les da igual, por tanto, tener que no tener. Que les da igual que los in- sulten o no, que los maldigan o no, que hablen mal de ellos o no, porque les importa poco tener fama como la entiende esta sociedad. Que no se asustan ante el sufrimiento, sino que son árboles que están siempre de pie y esperan de pie la tormenta. Hombres y mujeres obsesionados con que haya justicia y con ser ellos justos. Dispuestos a ayudar, a compartir, a perdonar, sin jugar a nadie una mala pasada, sin actuar con doblez ni engaño. Sin miedo a la verdad, a oirla ni a publicarla. Personas así son las que pueden cambiar la tierra. A éstos son los que temen. La violencia no les asusta porque ellos son violentos: luchan ustedes en su propio terreno. De las armas se ríen porque poseen mejor y más armamento. A mala leche, ellos son maestros... Pero contra las personas que vivan libres, no tienen armas. Les asustan. Intentarán matarlas, aniquilarlas. Los perseguirán; los destrozarán. Pero como no temerán ustedes ni a perder la vida,- ¡y éste es el pobre!- , seguirán siendo libres. Y sus hijos serán libres. Y su libertad romperá el miedo y la servidumbre de muchos. Y ellos, los poderosos, se encontrarán impotentes. - ¿Pretendes que seamos como cerdos que llevan al matadero?- , interrumpió Juan.
  • 21. - Está bien que nos pisoteen porque ellos tienen ahora la sartén por el mango. ¡Pero no digas que seamos idiotas!- , vociferó una mujer. - ¡Eso es inmovilismo! . Algunos de los presentes se levantaron resoplando protestas entre dientes. - Parece mentira que hables así, Manuel- , protestó uno de los que se habían puesto en pie .- Estás ahogando con tus palabras la lucha de clases. Estás enterrando siglos de lucha obrera. Te ríes de nuestra humillación. ¿Quiéres que aceptemos nuestra situación sin movernos? - ¡Todo lo contrario!- , gritó Manuel intentando acallar el murmullo de voces.- ¿Cómo están ustedes tan ciegos? ¿Son tan duros de cabeza y de corazón que no comprenden la profundidad de nuestro problema? ¿Del problema de toda la humanidad? ¿Es que toda su preocupación se reduce al dinero? Hablan de lucha de clases... ¿De qué clases? ¡Si los mismos compañeros se ponen zancadillas unos a los otros y se muerden como perros rabiosos! El problema no reside en pertenecer a tal o cual clase social. Está en el interior de cada uno. El patrón es malo porque toma cien y da dos... Pero tú, ¿cómo eres? ¿No robas a tu vecino, si puedes? ¿No pisoteas a tu cónyuge engañándole con un extraño?... Ustedes insultan a los demás. Odian al compañero. Maltratan a sus hijos. Engañan. Juran en falso. Prometen y no cumplen. Usan la violencia con el que les rodea. Vuelven la espalda a otro más pobre que ustedes. No comparten su comida con quien se muere de hambre. Se arriman ustedes a aquel del que pueden sacar algún provecho... ¿Y ustedes quieren arreglar el mundo? ¡Tienen el corazón podrido! ¡Igual que ellos! Si se vieran ustedes en su situación social, harían lo mismo. ¡Igual o peor! No es así como cambiarán la sociedad. ¡Cambien el corazón, y la vida sobre la tierra será diferente! Todos callaban ahora, clavados los ojos en Manuel. - ¡Porque también para ustedes lo primero es el dinero! No son pobres... ¡No! Ustedes son ricos. Si fortuna, pero ricos en el corazón. Y como todo rico, injustos. Cuando por encima del dinero, y por encima de sus caprichos, y por encima de su comodidad y su lujuria..., cuando por encima de todo eso esté el hombre, la persona, el que tienen a vuestro lado, entonces habrán empezado a crear la nueva sociedad. Cuando en vez de dar al que les puede devolver, en vez de favorecer al que les hace favores, den a uno del que no esperan recibir nada, la semilla del mundo nuevo habrá empezado a crecer. Comiencen entre ustedes a ser justos. Aprendan a perdonar y no devuelvan traición por traición. No vendan a un amigo por dinero, ni por nada del mundo. Amen. Amen a sus hijos. Amen a sus vecinos. Amen a cualquier persona. No destruyan la fama de nadie. No quiten un puesto de trabajo a quien lo necesita o no lo tiene. No tomen a la mujer o al hombre como un objeto de placer. No quieran ser más que nadie, porque todos nacimos iguales y moriremos iguales. No desperdicien su tiempo. Empiecen y no dejen que los poderosos usen en su provecho la deslealtad de unos para con otros, la envidia de ustedes, su odio, su apego al placer, su insinceridad... Si tienen el corazón podrido y hueco, ¡díganme qué van arreglar! ¡Díganme qué! Sobre la babel de gritos y voces de los demás grupos, se oía el batir de las hojas de eucalipto ondeadas por el viento. Manuel se sentó. Uno de los presentes tomó la palabra. - Lo que dice Manuel es verdad. Somos peores que ellos. Y, además, somos unos pelotas asquerosos. Los ponemos a parir a sus espaldas, pero delante de ellos nos gusta quedar bien, como el más inteligente, el que mejor trabaja. Somos unos pobres cobardes. Queremos un puesto mejor a costa de poner mal delante del encargado a nuestros compañeros... En eso tienes razón, Manuel. Somos unos mierdas. Uno de edad algo avanzada, marcado el rostro de profundas arrugas que se entrecruzaban, se levantó pausadamente. Levantó los brazos intentando acallar el murmullo y la discusión de los componentes del grupo, cada vez más numeroso.
  • 22. - De lo que estamos hablando es algo ya programado desde hace mucho tiempo: de la solidaridad obrera. En mi experiencia, es difícil de conseguir. Pero debe ser la meta de nuestra clase. Unidos para luchar. Es lo que Manuel quiere decir. Paseó su mirada por todos los rostros atentos a sus palabras. Manuel, hundida su barbilla en el pecho, balanceaba rítmicamente la cabeza como abatido por la incompresión. - No... No... ¡No es eso! ¡No hablo de lucha! La lucha significa destrucción. No piensan ustedes más que en destruir. Hablo de crear. Les pido una postura positiva... Enemigo es aquel que significa un obstáculo para los propios intereses. O lo destruyes..., o lo ignoras, - lo cual es de cobardes- , o lo amas. Si tienes dos hijos, ¿te gustaría ver cómo uno de ellos odia o asesina al otro por representar un obstáculo para sus intereses? Es absurdo lo que les digo, porque en su corazón empequeñecido y rastrero, el perdón y el amor se les hace cobardía y debilidad. Siendo todo lo contrario. Odian ustedes al poderoso porque lo envidian. Envidian su dinero. Mas si pudieran contemplar su vacío, su soledad, su amargura, su pequeñez de corazón, sentirían compasión y lo amarían como se ama a un hermano subnormal... ¡Si su corazón fuera pobre! Llegaron algunas mujeres protestando porque nadie les ayudaba a hacer la comida. Muchos se levantaron con desgana y se marcharon. Los restantes continuaron hablando entre ellos, cada cual con el que tenía más cerca de él. - Manuel, - dijo Pedro: yo estoy plenamente de acuerdo con tus palabras. Pero muchas veces no se odia por ambicionar ese dinero o esa posición, sino porque tienen acaparado todo y no te dan posibilidades para ni tan siquiera comer tú y tu familia. - Sí, Pedro. Pero, ¿cómo arreglas la situación? La desigualdad abismal entre unos y otros existe por culpa nuestra. El poderoso nace y sobrevive gracias a todos los demás. Nos quejamos, por ejemplo, de que hay moscas que nos molestan, pero continuamos vertiendo la basura día tras día, sin quemarla. Mientras acumulemos basura, habrá moscas. Del mismo modo, el poderoso se acrecienta de nuestro miedo, nuestra deslealtad, nuestro servilismo, nuestro afán de dinero... El se aprovecha de todos éstos. Si no contara con personas así, no podría existir... Sé que lo que pido es duro, pues es necesaria una postura total de vida, un cambio radical. Es más cómoda cualquier otra solución. Pero los resultados serán nada sólidos. El mundo continuará igual. El edificio se vendrá abajo...Yo creo que ya las palabras sobran. Que cada cual reflexione y tome la decisión o no de cambiar su corazón. Manuel se levantó y se fue a pasear. Le acompañaron sus amigos. Se reunieron luego con uno de los grupos para comer. Después de la comida empezaron algunos a irse. Ellos se quedaron hasta avanzada la tarde. Llegaron de noche a la ciudad. CAPITULO X ...si no ven milagros y prodigios... El mes de julio empezaba y el calor se dejaba sentir cada vez más. Manuel recibió una invitación para dar una charla en un pueblo a varias horas de la capital. Andrés e ofreció llevarlo en su coche. Salieron un sábado de madrugada. A media mañana llegaron a La Lucerna, pueblo próximo al de Manuel. Pararon junto a un bar para tomar algo fresco. Entraron y se quedaron de pie junto a la barra. - ¿Qué van a tomar?- , preguntó el camarero. Andrés habló por los tres: - Tres cervezas.
  • 23. - Para mí no- , aclaró Manuel. - Es verdad: no me acordaba que Manuel no toma alcohol. Uno de los que estaban en el bar sentado en una mesa volvió la cabeza. Se levantó retirando con fuerza la silla metálica. Se acercó hasta donde estaba Manuel. - ¿Cómo, tú por acá...? ¡Si está también Pedro! ¿Cómo están ustedes? Manuel lo presentó a Andrés: era un conocido de su pueblo. - Precisamente estaba hablando de ti con aquel señor con el que estaba sentado en la mesa... Tomó a Manuel del brazo. - Ven... Quiero hablarte, Manuel. - Somos todos de confianza. Dí lo que quieras. - Verás..., aquel señor es el director de un banco. Tiene un problema gordo... Estaba sentado, con la cabeza hundida en el pecho, ajeno a todo lo que pudiera ocurrir a su alrededor. - Ven, por favor, un momento... ¿Nos perdonan ustedes? Se dirigió con Manuel hacia la mesa. - Don Luis... El banquero levantó penosamente la vista. Tenía los ojos enrojecidos, con lágrimas a punto de estallar. Una tristeza profunda le surcaba el rostro. - Mire, don Luis, éste es Manuel de quien le estaba hablando. Don Luis se puso de pie y estrechó fuertemente, en silencio, la mano de Manuel. Se sentaron los tres. Don Luis se quedó durante unos instantes con la mirada fija en los ojos de Manuel, como queriendo encontrar en ellos la solución de su problena. Después habló con voz entrecortada. - Yo vivo en un pueblo no lejos de aquí... Vengo todos los días a mi trabajo... Bueno, verá, Manuel... He oído hablar de usted. Mi hijo se está muriendo... Yo hoy he venido para quitarme de enmedio. No resito verlo... Yo quisiera que usted..., que usted... Se ocultó los ojos con la mano como avergonzado por las lágrimas que se le escapaban. - Bien. ¿Y qué quieres que yo haga?, - Le dijo Manuel. - Llévalo a un hospital. Que lo vea un buen médico. ¿Qué puedo yo solucionarte? Don Luis sacó el pañuelo para sonarse y limpiarse discretamente las lágrimas. - Ya sé que usted no es médico... Lo sé... Ningún médico me lo ha podido curar. Lo tenía en la mejor clínica de la ciudad... Me he gastado todos mis ahorros... Me dijeron que me lo podía llevar a casa para morir... Tiene catorce años, Manuel. La medicina no me lo puede ya salvar... Haga algo, por favor. Manuel se sonrió. - No soy un curandero. Tú sólo crees en lo que ves. Para ti sólo cuenta lo práctico, como para casi todos los de tu profesión. Tienen ustedes el alma vacía. Soluciona tu problema con dinero y con técnica. Esa es tu fe. Agárrate a ella. ¿Qué pides de mí? ¿Uno de esos que llaman milagros? Algo aparatoso. Un espectáculo más... Me dan asco las personas como tú. Tienen un corazón rastrero, y contagian ustedes a los demás. El director miraba a Manuel con la angustia asomada a las pupilas. Agarró la muñeca de Manuel apretándola con fuerza, mientras asentía levemente con la cabeza. Poco a poco fue aflojando la presión sobre el brazo de Manuel. Se retrepó en la silla y quedó como oprimido por un gran peso. Manuel se levantó. El paisano de Manuel miraba a uno y a otro sin acabar de comprender. Manuel puso una mano sobre el hombro de don Luis. Este lo miró con cierto sobresalto.
  • 24. - Creo que está preocupado por poca cosa. Lo de tu hijo no es tan grave. Seguro que a esta hora debe estar mucho mejor. Manuel se dirigió a la barra. - Vámonos. - ¿No tomas nada? - No, vámonos. Se nos hace tarde. Subieron al coche y reanudaron la marcha. Los dos hombres quedaron en la mesa del bar sin decir palabra. Luis sintió de pronto como una fuerza interior que le quemaba. Se levantó de un salto. Corrió hasta donde tenía parqueado el coche. Con el pedal del acelerador a tope, recorrió en pocos minutos los kilómetros que lo separaban de su pueblo. Frenó en seco ante la puerta de su casa. Bajó apresuradamente. Golpeó la puerta. le abrió su mujer. - ¿Cómo está el niño...? La mujer se abrazó a él: - Está mejor... Mucho mejor. Don Luis lloró largamente. CAPITULO XI "...no tengo quien me ayude..." Manuel, Pedro y Andrés regresaron a la ciudad ya avanzada la noche. Andrés dejó a Manuel y a Pedro en la entrada de su barrio y él continuó para su casa. Las calles del barrio se encontraban casi a obscuras, mal iluminadas por escasos focos salvados, por casualidad, de la pedrada de algún muchachito. Manuel y Pedro caminaban en silencio. Manuel se detuvo. - ¿Qué ocurre?- , le preguntó Pedro en voz baja. - ¿Notas aquel bulto que se mueve penosamente? - Sí..., sí... Veamos qué es. Se acercaron con sigilio. - Parece un hombre tendido en el suelo... Se inclinaron sobre él. Le hablaron. Respondió con un lamento. - Creo que está herido. Lo llevaremos a la casa. Mientras lo transportaban, una mujer les estuvo observando a través de la rendija de la puerta entreabierta con disimulo. Lo acostaron sobre una de las camas. Tenía varias heridas en la cabeza y sangre coagulada por entre el cabello y por toda la cara. Se la limpiaron cuidadosamente. El hombre parecía no darse cuenta de nada. De vez en cuando arqueaba hacia atrás el cuerpo lanzando un gemido. Así pasó más de una hora. Después abrió los párpados. Miró a Pedro y a Manuel y, como impulsado por un muelle, se incorporó violentamente con ánimo de saltar de la cama. Manuel lo agarró de los hombros. - No temas. Estás entre amigos. Acuéstate. El hombre dilató los ojos. Vaciló un momento y volvió a echarse. - ¿Quiénes son ustedes?- , dijo con voz poco segura. - Ya te he dicho que no temas. Dinos antes quién eres tú y qué te ha pasado. Paseó la vista por la habitación.
  • 25. - Pues... ¿Es ésta la casa de ustedes? Pedro asistió con la cabeza. - Por lo que veo no son muy ricos que yo sepa. Creo que puedo confiar en ustedes. Verán... Es que he tenido un accidente... - ¿Y por eso te escondiste en este barrio? - , le atajó Manuel. - Vamos. Dinos la verdad. No te vamos a delatar. ¿De quién huías? - ¿Yo...? De nadie... Bueno... Yo no quería hacerlo, ¿saben? Es la primera vez. Pasaba junto a una tienda cuando ya iban a cerrarla. Vi a una mujer contando el dinero de la caja... Yo llevo mucho tiempo sin trabajo. Tenía hambre. Ustedes eso lo entienden, ¿verdad? Fue como una ceguera. Entré, saqué la navaja y le pedí a la mujer la pasta. No me di cuenta de un hombre que había detrás, junto a unas latas. Me golpeó con algo duro en la cabeza. Caí al suelo y continuó golpeándome. No sé cómo, le dí una patada y pude salir corriendo. Lo demás ya lo saben ustedes mejor que yo. - ¿Llevas mucho tiempo sin trabajo? - Bueno... La verdad, casi siempre. No me han querido en ningún sitio. Son todos unos hijos de la gran puta. Nadie me ha ayudado nunca. ¿Y qué quieren que haga? Tengo que vivir, ¿o no? Yo, como si no fuera nadie. Nunca. Ni mis padres hicieron ni media por mí. ¿Qué quieres? Yo hago lo que me parezca. No me importa nada. ¿A quién le he importado yo en toda mi puta vida? Chasqueó la lengua. - ¿Nunca has encontrado quién te ayude? Contorsionó una sonrisa expulsando el aire por la nariz. - ¡Ni falta que me hace!... Como si hubiera sido un inválido total que no sirve de nada a nadie. - Quizá sea eso. Que no le sirves a nadie. El hombre tensó el rostro. - ¿De qué te extrañas? ¿Es que has ayudado en tu vida a alguien? Sólo has pensado en ti. Toda tu vida no has sido más que un egoísta. ¿Cómo quieres que te traten? Da tú el primer paso. No esperes la ayuda de los demás. Sal tú mismo de tu invalidez. - ¡Bah!- , se limitó a contestar. Quedó unos minutos en silencio. Después se dirigió a Pedro. - ¿Y por qué me han ayudado? ¿No saben que les puedo meter en un lío? Pedro esbozó una sonrisa irónica. - Quizá para que no nos pase lo que a ti... Bien- , comentó Manuel levantándose de la cama, a cuyo borde había estado sentado. Es tarde. Conviene que descansemos. Mañana te quedarás con nosotros; ya hablaremos. Quedaron los tres dormidos. CAPITULO XII "...no verá jamás la muerte..." A las primeras luces se despertó Manuel. Había pasado la noche sobre una manta en el suelo. Su cama se la cedió al herido. Se incorporó para comprobar si aún dormía, pero el hombre había desaparecido y la puerta de la calle estaba abierta. Manuel se asomó y no vio a nadie por la calle. Cerró la puerta y se acostó sobre la cama vacía. El domingo comentaron el incidente con los demás amigos, sin darle mayor importancia. El lunes, Manuel volvió a casa tarde. Junto a la puerta le esperaban dos policías.
  • 26. - ¿Es usted Manuel? - Sí. ¿Qué quieren? - Acompáñenos a la Comisaría. - ¿Qué ocurre? - Se le acusa de haber tenido aquí oculto al Melenas... No preguntes más. Acompáñanos y no se te ocurra hacer ninguna tontería. Uno de los policías tenía la mano apoyada sobre la pistola. Manuel sonrió. Dio media vuelta y se alejó del barrio escoltado por los dos policías. Pedro llegó a casa después de pescar durante toda la noche. Se disponía a cambiarse de ropa para meterse en la cama, cuando llamaron a la puerta. Eran dos niñas del barrio. - Pedro..., se lo han llevado. - ¿A quién se han llevado...? - A Manuel. Ha sido la policía. Le dio un vuelco el corazón. Salió corriendo de la casa. Se encontró con una mujer que vivía no lejos de ellos. - ¿Qué ha pasado? - No sé... Se lo llevó a noche la policía. Yo creo que es por el tipo que recogieron ustedes. Ese no era trigo limpio... - Pero..., ¿cómo averiguaron?... - Pregúntaselo a la bruja de la Petra. Esa fue la que dio el chivatazo. Esa puta no les traga a ustedes. Nos trae a mal traer a nuestros hombres... Como con ustedes no puede... Se la tenemos jurada un grupo de mujeres. Ya Pedro no la oía. Se encontraba alejado en plena carrera hacia la comisaría de policía que había no lejos del barrio. Llegó jadeante a la puerta. El policía que montaba guardia hizo un ademán con la metralleta indicando a Pedro que no entrara. - ¿Dónde vas? ¿Qué quieres? Pedro resopló moviendo la cabeza. Por favor... Sólo quiero saber si esta noche han traído aquí a un tal Manuel. El policía lo miró con los párpados semicerrados. - ¿Eres amigo? - Sí. Soy amigo. Vivimos juntos. - No está aquí. Se lo llevaron temprano... Si eres amigo, ándate con cuidado, porque son todos ustedes de la misma calaña. - Bueno, bueno... Pero dime dónde lo llevaron. - ¡Largo de acá! Pedro levantó levemente los brazos y dio media vuelta. - ¿Qué puedo hacer? - , masculló entre dientes. Se acordó de Luis. A él, como cura, quizás le hicieran más caso. Se dirigió a buscarlo. La noche anterior condujeron a Manuel hasta la comisaría en la que Pedro había preguntado por él. Después de esperar un buen rato, un policía lo condujo hasta un despacho contiguo. Allí otro policía lo interrogó hasta bien avanzada la noche, intentando relacionarlo con el Melenas y su grupo. Manuel contestaba con monosílabos. Eran las cuatro de la mañana y el que lo interrogaba estaba a punto de estallar en un ataque de nervios. En esto entró un Teniente. Se quedó mirando a Manuel. - Pero..., ¿qué haces aquí, Manuel? - ¿Lo conoces? - , se apresuró a preguntar el policía que lo interrogaba.
  • 27. - Sí, por supuesto... ¿Es que lo han detenido? - Es sospechoso. - ¿Sospechoso? ¿Manuel?... No creo. Manuel, sal un momento, por favor. Informó al teniente de todo lo sucedido. - Este hombre no tiene relación alguna con el grupo del Melenas - , dijo el teniente después de escuchar pacientemente el relato de su colega.- Si ha ayudado a ese hombre ha sido por puro humanitarismo. Pulsó un tiembre. - Hagan pasar a Manuel. Manuel entró. Le ofrecieron asiento. - Manuel - , le dijo el teniente.- Creo que ha habido una confusión. Pero por favor, no vuelvas a ayudar a otro tipo más de esos. Te conozco y sé que eres un buen hombre. Pero te pasas. Tu obligación hubiera sido avisar a la policía. Esa gente no puede andar suelta. Son sinvergüenzas, ladrones y asesinos. Si le ayudas, estás favoreciendo la delincuencia. - Mira - , respondió Manuel. - Dios podría aniquilar a todo el que obra mal. Pero no lo hace. El es el Padre. No juzga a nadie. Da la vida y hace salir el sol sobre todos, sea quien sea. A ustedes esto que digo les resulta muy lejano. Pero yo he de actuar según El actúa. El teniente se rascó detrás de la oreja y disimuló mal una sonrisa. Este Manuel le resultaba ingenuo en demasía. El policía que se encontraba tras la mesa se atrevió a intervenir. - Todo eso que usted dice es muy bonito, pero un tanto absurdo. ¡Por Dios, la de tonterías que hay que oir! ¡En ese caso, ayudemos a los terroristas, a los asesinos, a los sinvergüenzas! Por Dios, por Dios, que cada día hay más loco suelto. Manuel se pasó la mano por la barba antes de hablar. - Imagínate que tu sangre está corrompida, debido a una terrible infección. Por todo el cuerpo, por todos los miembros, han aflorado gran cantidad de pústulas, abcesos de pus, forúnculos... Te encuentras desesperado. Acudes a un cirujano para que te los saje. ¿Vas a solucio- nar algo? Podrá sajarte todos los que tú quieras, pero la pus volverá a salir porque la podredumbre es interna. Purifica tu sangre y habrás curado todo lo demás. - Cada día - , prosiguió Manuel,- va en aumento la delincuencia, especialmente entre los jóvenes. ¿Qué quieres? ¿Encarcelarlos? ¡Encarcélalos! ¡Mátalos, si eso es la solución!... Pero la podredumbre sigue ahí. ¿Qué quieren que brote si la sociedad está corrompida desde sus cimientos? - Bueno, Manuel- , interrumpió el teniente.- Eso lo sabemos todos. Pero no podemos solucionarlo ninguno. No te subas a la luna y pon los pies en el suelo. Hagamos cada cual lo que esté a nuestro alcance... Bueno... . Se puso de pie. - Ya mismo va a amanecer. Recoge tus efectos personales, si es que tenías alguno, y vete. Manuel se encaminó hacia la playa. El cielo comenzaba ya, por levante, a teñirse de una suave luz plateada. Se sentó sobre el acantilado. A medida que la luz se intensificaba, la tiniebla se descomponía en multitud de formas inteligibles a la vista. Una brisa que arrancó del mar, lo envolvió. Sintió frío, un frío que le calaba más allá del límite de lo sensible. Una pena profunda lo invadía. - Padre, ¿cuándo tu luz, como la de ese sol, disipara las tinieblas del corazón de los humanos? ¿Cuándo será de día? El sol asomaba su redondez de entre las aguas lejanas. Una gaviota chillaba enloquecida. Manuel se alzó penosamente y se adentró en las callejas, aún casi desiertas, de la ciudad. Era media mañana. Al volver una esquina, casi se tropiesa con Pedro y Luis.
  • 28. - ¡Por fin te encontramos, Manuel! - , gritó Pedro levantando los brazos. - ¿Dónde has estado? - Hola - , se limitó a contestar Manuel. - Te noto como cansado. ¿No vas hoy al trabajo? - De allí vine hace ya un rato. Me he despedido. - ¿Cómo? Qué... Pero..., ¿por qué, Manuel? - Ya hablaremos. El sábado por la noche quiero reunirme con todos ustedes. - Aún es temprano. Si quieren, vamos a dar una vuelta. Aquí parados no hacemos nada. Caminaron en silencio hasta el parque. - Vamos a sentarnos un rato. Estoy cansado. Pedro también lo estará. Pedro dobló la cabeza como quitando importancia a su cansancio. Se sentaron en un banco. Luis apoyó su mano en el hombro de Manuel. - Manuel... Intento comprenderte, pero es difícil... Los tres trabajamos por conseguir un mundo algo más justo. Ya eso nos trae bastantes complicaciones. No creo que debamos buscarlas mezclándonos en ayudar a gente que no se lo merece. - No tienes por qué juzgar a nadie. Luis se sonrió. - ¡Hombre, Manuel! Nos pusistes a parir cuando echaron del trabajo a un montón de gente, ¿y me hablas de no juzgar? - Yo no juzgo a ninguna persona. Juzgar a una persona es matarla, es condenarla a que siempre sea conforme al juicio en el que lo hemos encasillado, sin dar posibilidad a que sea diferente. Mientras queda un rescoldo hay posibilidad de que se levante la llama. Yo juzgo hechos, actitudes. Indico el camino... - Está bien, Manuel. Quizá tengas razón. Pero yo también la tengo en lo que te digo. Vamos a no condenar a nadie en concreto. Pero sabes que hay personas a las que como mejor se puede ayudar es sacudiéndoles un buen palo. ¿O no? De otra forma no reaccionan. A un criminal, a un terrorista, a un ladrón de esos empedernidos, trátalos con suavidad y puede que hasta te den un navajazo en recompensa. Yo opino que se les debe tratar con mano dura. Cuanto más dura, mejor. - De acuerdo. Y a los que los han enseñado, ¿con qué mano los trataremos? ¿Quién crees que está ayudando al crimen y a la violencia? ¿Yo, que ha curado a un hombre herido, o en la escuela en la que se doctoran como sinvergüenzas? La sociedad los enseña y después quieren liquidar a sus discípulos más aventajados. ¿Qué vale en nuestra sociedad? ¿La honradez? Bien saben ustedes que la persona honrada es catalogado como boba. ¿Quién vale? ¿El justo? ¡Ese es un imbécil para la opinión pública! El que mejor sabe engañar, ése es el que vale. Quien más dinero consigue a costa de los demás, ése es quien alcanzará las cotas sociales más elevadas. El más violento será el héroe y el que ama y perdona, digno de ser pisoteado por todos. De esta podredumbre, ¿qué quieren que surja? ¡Lo importante es hacer dinero! ¿Cómo? ¡Y qué más da! ¿Con drogas? ¡Pues con droga! ¿Con sexo? ¡Pues con sexo! ¿Con armas? ¡Qué más da! ¡Con aramas! ¡Como sea! ¿Los demás...? ¿Los valores humanos...? ¡Qué importan! ¿Es que sirven para algo? ¡Pobres imbéciles quienes aún piensan en los valores humanos! ¡Infeliz del horado, del justo, del misericordioso, del...! No hay sitio para él. Esos irán a la cola. Esos..., ¿para que cuentan? ¿Para quién cuentan? No. Cuanta más caradura, mejor. Y de esta escuela pública salen discípulos aventajados: los mejores delincuentes. ¿Y a los mejores discípulos hay que quitarlos de enmedio? Es injusto, ¿no? ¡Si han sido los que mejor aprendieron la lección! O..., quizá no. Quizá olvidaron que todo esto hay que hacerlo guardando las apariencias. Sin dar la cara. De otro modo. Con más estilo. ¡Como lo hacen los grandes, los poderosos!
  • 29. Manuel miraba al infinito. Los ojos los tenía enrojecidos y las pupilas dilatadas. Nunca lo habían visto tan excitado. Cerca de ellos unas palomas jugaban sobre el suelo. Revolotearon al pasar unos críos deslizándose sobre patines. Manuel echó la cabeza hacia atrás, como si le doliera la nuca. Después se apretó los ojos con los dedos. - Pero sí... Llegará el día en que esta humanidad será juzgada. Con un juicio justo. No será Dios el juez. No será como en los juicios de la tierra, donde alguien pronuncia unas palabras condenando o absolviendo. Será mucho más terrible. Mucho más real. Manuel parecía fuera de sí. Luis y Pedro se miraron sobresaltados. - Qué lejana está la idea de la muerte. Pero nada tan real y tan próximo. ¡Qué pocos la han aceptado! Es mejor olvidarla. Pensar en ella, tenerla presente, no interesa: habría que plantearse entonces otra forma de vida. Se dirigió a Pedro y a Luis. - ¡Si yo les pudiera dar a entender a ustedes el secreto de la muerte! .... Miren. El Padre nos ama. El es el Ser, y El puede tener conciencia de sí mismo sin referirse a nada. El hombre, por analogía, por referencia a las cosas, a lo que le rodea, llega a tener conciencia de sí mismo. El Padre, por el contrario, tiene conciencia de sí y esa conciencia es su Hijo. Pero en su Hijo crea todas las cosas. Es como la luz blanca que se descompone en colores. Esos colores son la explicación de la luz. Como todo lo creado es la explanación, la explicación de la Conciencia del Ser, de aquel al que llaman Hijo... Sé que no llegan ustedes a comprenderlo. Intenten iniciar su comprensión... ¿Se imaginan un color del arco iris desligado de la luz...? El hombre, como expresión del Hijo, es libre. Pero tan terrible es su libertad que puede querer desligarse del Ser... ¿Se imaginan una rama que se desligue del tronco? La muerte parará el tiempo. El color que haya querido ser expresión de la luz, ¿cómo podrá seguir existiendo? La rama que quiso desligarse, ¿cómo vivirá?... ¿No lo entienden? Ustedes son conciencia del Padre. Son como los miembros del Hijo... Cuando la muerte les arranque del cuerpo, del lugar y del tiempo, su juicio será su misma vida. Porque si se han desligado, si se han cortado, están muertos. Si su vida sigue en comunión con el Ser, eternamente vivirán... Será un juicio terriblemente veraz... Mas a esta sociedad, ¿qué le importa todo esto? Comamos y bebamos que mañana moriremos... ¡Qué terrible verdad! Pero una muerte que no se pueden imaginar... ¡Y yo quisiera dar la vida porque comprendieran esto! Se quedó unos minutos en silencio. Pedro y Luis lo miraban sin atreverse a distraerlo. - Vámonos - , dijo al fin. - Estoy cansado. Luis se despidió pensativo. Pedro y Manuel llegaron a la casa. Pedro se echó sobre la cama y quedó profundamente dormido. Manuel se sentó con la cabeza entre las manos. En un reloj lejano sonaban las tres. Hacía calor. CAPITULO XIII "dejando sus redes..." Pedro intentó localizar a todos los amigos para avisarles que acudieran a la reunión que Manuel había propuesto. Se verían a media tarde del sábado en un merendero que hay en las afueras de la ciudad. Se juntaron más de cuarenta entre mujeres y hombres. Había unido varias mesas bajo la sombra de los árboles en la explanada que rodea el merendero.