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DEL MIEDO AL CONTAGIO GENERACIONAL.


Carlos Skliar, Coordinador del Área de Educación FLACSO, Argentina.
Investigador del CONICET.


Abstract. Los discursos sobre la crisis entre generaciones insisten en
mencionar    abismos,    separaciones,       distancias   insondables,   la   pérdida
irreparable de la posibilidad de transmitirse experiencias. Sin embargo, cabe la
pregunta de si no se trata más bien de un desorden de la responsabilidad
frente a la existencia de los demás. Una responsabilidad que tiene que ver,
sobre todo, con la necesidad de afirmar la vida.


Como cansinos contendientes de una guerra interminable hoy las diferentes
generaciones se miran con desconfianza, casi no se hablan, casi no se
reconocen, se ignoran, se temen y ya no se buscan los unos a los otros. Se ha
vuelto demasiado habitual crecer en medio de la desolación, la desidia, el
destierro. En cierto modo, el acto de la transmisión, el pasaje, la travesía de las
experiencias, tal como la entendíamos desde los primeros filósofos y políticos
griegos, se ha interrumpido. Todo ocurre como si lo usual fuese la distancia
tensa y amenazante; como si lo normal fuera que cada uno cuente apenas con
uno mismo. Así, se extrema una soledad indeseada (una soledad entendida
sólo como una morada del miedo, de la desesperación) y se abandona el
contacto con los demás por temor a un cierto contagio generacional, es decir:
por el temor que causa la presencia de otras vidas en nuestra propia vida, por
la tensión que pone en juego la diferencia de otras edades en nuestra propia
edad.
Buena parte de los discursos sobre la crisis entre generaciones nos dice que
estamos asistiendo a una inversión de la lógica del saber, que hoy es el joven
el que sabe, que ser joven consiste en saber un cierto y novedoso saber. Pero
también nos dice que ser joven supone el desposeimiento de la idea misma de
juventud y, por eso mismo, por no dejarse envolver ni atrapar en una identidad
orgánica, es que se produce la cancelación del futuro, la vida que se instala en
una cuerda floja. Y nos dice, además, que se ha generado un borramiento
2

entre las generaciones y, con ello, la disolución de la autoridad, el rechazo
puntual y puntilloso a la tradición, a la memoria y a la herencia. E insiste en
decirnos que los jóvenes prefieren abandonar la infancia lo antes posible y
distanciarse de la edad adulta todo el tiempo que fueSE necesario. Nos dice,
inclusive, que los adultos frustran la vida de los jóvenes en nombre de su
propia frustración disfrazada de experiencia, que no es más que su propia
incapacidad para dar secuencia a aquellas vagas ideas encarnadas apenas un
tiempo atrás. Y se subraya que el embate entre generaciones tiene que ver,
sobre todo, con la pérdida de una ficticia ilusión común del ser: la de dejar de
ser aquello que se era y/o aquello que se quería ser y la de estar obligados a
ser aquello que no se quisiera ser. Juventud, entonces, que desconoce los
sentidos de la idea adultizada y adulterada de juventud; adultos adultizados
que se obstinan en señalar la irresponsabilidad del ser de esa juventud de la
cual se dice que nada sabe y, además, un saber de una juventud que está
confinada siempre al exilio generacional.
Vale la pena pensar cómo la mención un tanto decepcionada a “esta juventud
de ahora”, por más precisa o detallada en el tiempo que sea, incorpora la crisis
en su propia pronunciación y revela toda la limitación expresiva de un
enunciado que es, por cierto, de muy larga data. La tensión que provoca la
juventud en los adultos ya se lee en La Moral a Nicómaco de Aristóteles, en la
que se expresa una separación tajante, quizá absoluta, entre juventud y
experiencia, entre juventud y política, entre juventud y transmisión de la
herencia: “He aquí por qué la juventud es poco a propósito para hacer un
estudio serio de la política, puesto que no tiene experiencia de las cosas de
la vida, y precisamente de estas cosas es de las que se ocupa la política”.
Tampoco está demás recordar aquí un breve texto que la filósofa española
María Zambrano escribió hacia diciembre de 1964 -cuyo título es, justamente:
“Esta juventud de ahora”- que describe lo extraño y lo inasimilable que resulta
el joven para el adulto. La expresión “esta juventud de ahora” no sólo muestra
un anacronismo en cierto modo exasperante sino que, además, provoca una
serie de preguntas interminables: ¿De quién es y a dónde se dirige la pregunta
por “esta juventud de ahora”? ¿A “esta juventud de ahora”? ¿A la juventud del
adulto de “este ahora” que la pronuncia? ¿A “esta juventud de ahora” que
nunca es, entonces, “de ahora” mismo?
3

En ese modo de interrogación hay claramente un indicio de cuánto esa
pregunta merece una inversión de tonalidad, tal como lo hace Zambrano: “¿No
podemos preguntarnos acaso si ‘esta juventud de ahora’ no será simplemente
la heredera de la impaciencia y de la exasperación producidas por un promesa
de un cambio absoluto, radical en la condición humana? ¿No son los mayores
los que tendrían que reflexionar acerca de la urgencia de una reforma en las
promesas de felicidad, ese absoluto, y aún curarse ella misma?”:
La inversión del interrogante está, ahora, al alcance de la mano: se trata de
ubicar a la juventud como heredera de una tradición ambigua y controversial y
que pone en cuestión al adulto mismo que la formula. Como si lo que urgiera,
entonces, es dejar de hablar de la juventud y poder conversar con ella sin
mencionar la palabra o la imagen o la identidad o la representación habitual de
la “juventud” repleta de falsas moralidades.
Tal vez así se vuelva posible pensar que la crisis generacional no es sino la
ausencia de una conversación entre generaciones, o también la presencia de
una conversación que termina demasiado rápido o, inclusive, la existencia de
una conversación ríspida hecha sólo de imperativos, de negaciones, de
ofensas, arrogancias, desilusiones y negligencias. Casi nadie reconoce voces
cuyo origen no le sean propias, casi nadie escucha sino la reverberación de
sus propias palabras, casi nadie encarna el eco y la huella que dejan otras
palabras, otros sonidos, otros gestos, otros rostros, otras edades, en fin, otras
generaciones.
Pero entonces: ¿Habrá que traicionar la herencia para morir en el intento?
¿Podrá uno animarse a disputarla, ser capaz alguna vez de hablarle cara a
cara? ¿Entender que la transmisión sea apenas el pasaje de una memoria
rígida, ya sin cuerpo y sin alma?
Algo temible ha pasado para que las palabras mayores y anteriores a nosotros
dejaran de vibrar. Algo terrible ha ocurrido para que la amenidad de los
consejos sea traducida como absurda moralidad; algo brutal ha sucedido como
para que las sentencias del pasado se tornen meros asuntos de burla o, en el
mejor de los casos, historias anacrónicas de un estante ya polvoriento. Algo
necesariamente nefasto, como para que la educación se torne una travesía
inhóspita al mismo tiempo obligatoriamente necesaria.
4

Cierta tradición y tentación explicativas nos indican que ser joven tiene que ver
con una condición terrible de existencia: allí no hay otra cosa, nos dicen, que
un andar a la deriva. Y ese naufragio irremediable es, a la vez, una suerte de
caracterización existencial relacionada con el limbo, con un deambular sin ton
ni son, con la pérdida de la orientación de los sentidos, con una apercepción
temporal, con una irrupción insistente de lo inmediato sin ninguna atadura a sus
posibles finalidades, a sus posibles responsabilidades y consecuencias. Esa
tradición localiza a la juventud, sin más, en un vacío: le hace un vacío y la
emplaza a no tomar conciencia de ello a pesar, justamente, de lo terrible de su
situación.
Lo irremediable de la caída de la juventud no revela sino la innoble actitud de
acechanza por parte de la generación adulta. De hecho, da la sensación que es
el adulto y no el joven quien percibe ese vacío existencial y que formaría parte
de la tradición adulta, de la razón del ser adulto el hacer-que-se-den-cuenta, el
reprochar, el dar una advertencia en el límite mismo y el forzar el experimento
inevitable de la caída. Pero justamente porque toda descripción de “cuerda
floja” y de “vacío” suelen provenir de un saber de palabras ya desgastadas y de
experiencias ya sacrificadas, es que ellas mismas delatan la impericia y la
fragilidad de quien las enuncia y nunca de lo enunciado.
Por eso la pregunta por la convivencia toma aquí un lugar esencial: porque la
pregunta por el estar juntos y por la convivencia no tiene sentido si no se deja
afectar por un otro. Y en esa afección que muchas veces pretende aniquilar
aquello que nos perturba, no sería posible hacer otra cosa que dejar intacto al
otro, no sería posible otro deseo sino aquel que expresa que el otro siga siendo
otro. Pero: ¿Cómo sería posible ese deseo de dejar que el otro siga siendo
otro? ¿Acaso la voluntad de la relación debe ser, siempre, voluntad de dominio
y de saber acerca del otro? ¿Y qué efectos se producen en una tradición que
se trasmite no ya para cambiar al otro, sino para que el otro cambie si ésa fuera
su decisión, si ése fuera su deseo, desde sí mismo, para sí mismo? Y. en
relación a la última pregunta: ¿Es la transmisión, entonces, apenas una
posición de elevación y de traslado porque supone sólo un cierto dominio y
cierto poder de aquello que se entiende por tradición educativa? ¿No es verdad
entonces que la educación consistiría así en un tedioso traspaso cronometrado
de archivos? ¿No será el heredero una figura empequeñecida, ya despreciada
5

y deudora de una memoria que aún no es suya? ¿Y no será que allí descansa,
por lo tanto, una de las formas del hartazgo más evidente en la experiencia de
la vivencia y la convivencia educativas?
La afirmación de esa responsabilidad en relación a una posible convivencia
educativa no presupone ningún poder de descifrar ese tiempo de la juventud
que a la mayoría de los maestros ya se les ha escapado, o del cual sólo
poseen recuerdos fragmentarios, quizá ficcionales y, acaso, torpes, románticos
o caprichosos o del que disponen apenas de discursos sobre “estos jóvenes de
ahora”. Responsabilidad de una convivencia educativa que permitiría poner
algo en común entre la experiencia del joven y la experiencia del adulto, sin
simplificar ninguna de las dos y sin reducir, sin asimilar la primera en la
segunda. Responsabilidad de una convivencia educativa que tiene que ver,
ahora sí, con una presencia adulta preocupada por su tradición pero que
debería substraerse del orden de lo moral. Responsabilidad de una convivencia
educativa que sienta y piense la transmisión no sólo como un pasaje de un
saber de uno para otro (como si se tratara de un acto de desigualdad de
inteligencias desde quien sabe ese saber hasta quien no lo sabe) sino de
aquello que ocurre en uno y en otro (y otra vez la separación, la distancia, el
intervalo). Responsabilidad que no se vuelve obsesiva con la forma y el tipo de
tradición sino más bien con el modo de conversación que se instala a su
alrededor. Y una responsabilidad que, entonces, no se torna obsesiva con la
presencia del otro, sino disponible a su existencia, a toda existencia, a
cualquier existencia.

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  • 1. 1 DEL MIEDO AL CONTAGIO GENERACIONAL. Carlos Skliar, Coordinador del Área de Educación FLACSO, Argentina. Investigador del CONICET. Abstract. Los discursos sobre la crisis entre generaciones insisten en mencionar abismos, separaciones, distancias insondables, la pérdida irreparable de la posibilidad de transmitirse experiencias. Sin embargo, cabe la pregunta de si no se trata más bien de un desorden de la responsabilidad frente a la existencia de los demás. Una responsabilidad que tiene que ver, sobre todo, con la necesidad de afirmar la vida. Como cansinos contendientes de una guerra interminable hoy las diferentes generaciones se miran con desconfianza, casi no se hablan, casi no se reconocen, se ignoran, se temen y ya no se buscan los unos a los otros. Se ha vuelto demasiado habitual crecer en medio de la desolación, la desidia, el destierro. En cierto modo, el acto de la transmisión, el pasaje, la travesía de las experiencias, tal como la entendíamos desde los primeros filósofos y políticos griegos, se ha interrumpido. Todo ocurre como si lo usual fuese la distancia tensa y amenazante; como si lo normal fuera que cada uno cuente apenas con uno mismo. Así, se extrema una soledad indeseada (una soledad entendida sólo como una morada del miedo, de la desesperación) y se abandona el contacto con los demás por temor a un cierto contagio generacional, es decir: por el temor que causa la presencia de otras vidas en nuestra propia vida, por la tensión que pone en juego la diferencia de otras edades en nuestra propia edad. Buena parte de los discursos sobre la crisis entre generaciones nos dice que estamos asistiendo a una inversión de la lógica del saber, que hoy es el joven el que sabe, que ser joven consiste en saber un cierto y novedoso saber. Pero también nos dice que ser joven supone el desposeimiento de la idea misma de juventud y, por eso mismo, por no dejarse envolver ni atrapar en una identidad orgánica, es que se produce la cancelación del futuro, la vida que se instala en una cuerda floja. Y nos dice, además, que se ha generado un borramiento
  • 2. 2 entre las generaciones y, con ello, la disolución de la autoridad, el rechazo puntual y puntilloso a la tradición, a la memoria y a la herencia. E insiste en decirnos que los jóvenes prefieren abandonar la infancia lo antes posible y distanciarse de la edad adulta todo el tiempo que fueSE necesario. Nos dice, inclusive, que los adultos frustran la vida de los jóvenes en nombre de su propia frustración disfrazada de experiencia, que no es más que su propia incapacidad para dar secuencia a aquellas vagas ideas encarnadas apenas un tiempo atrás. Y se subraya que el embate entre generaciones tiene que ver, sobre todo, con la pérdida de una ficticia ilusión común del ser: la de dejar de ser aquello que se era y/o aquello que se quería ser y la de estar obligados a ser aquello que no se quisiera ser. Juventud, entonces, que desconoce los sentidos de la idea adultizada y adulterada de juventud; adultos adultizados que se obstinan en señalar la irresponsabilidad del ser de esa juventud de la cual se dice que nada sabe y, además, un saber de una juventud que está confinada siempre al exilio generacional. Vale la pena pensar cómo la mención un tanto decepcionada a “esta juventud de ahora”, por más precisa o detallada en el tiempo que sea, incorpora la crisis en su propia pronunciación y revela toda la limitación expresiva de un enunciado que es, por cierto, de muy larga data. La tensión que provoca la juventud en los adultos ya se lee en La Moral a Nicómaco de Aristóteles, en la que se expresa una separación tajante, quizá absoluta, entre juventud y experiencia, entre juventud y política, entre juventud y transmisión de la herencia: “He aquí por qué la juventud es poco a propósito para hacer un estudio serio de la política, puesto que no tiene experiencia de las cosas de la vida, y precisamente de estas cosas es de las que se ocupa la política”. Tampoco está demás recordar aquí un breve texto que la filósofa española María Zambrano escribió hacia diciembre de 1964 -cuyo título es, justamente: “Esta juventud de ahora”- que describe lo extraño y lo inasimilable que resulta el joven para el adulto. La expresión “esta juventud de ahora” no sólo muestra un anacronismo en cierto modo exasperante sino que, además, provoca una serie de preguntas interminables: ¿De quién es y a dónde se dirige la pregunta por “esta juventud de ahora”? ¿A “esta juventud de ahora”? ¿A la juventud del adulto de “este ahora” que la pronuncia? ¿A “esta juventud de ahora” que nunca es, entonces, “de ahora” mismo?
  • 3. 3 En ese modo de interrogación hay claramente un indicio de cuánto esa pregunta merece una inversión de tonalidad, tal como lo hace Zambrano: “¿No podemos preguntarnos acaso si ‘esta juventud de ahora’ no será simplemente la heredera de la impaciencia y de la exasperación producidas por un promesa de un cambio absoluto, radical en la condición humana? ¿No son los mayores los que tendrían que reflexionar acerca de la urgencia de una reforma en las promesas de felicidad, ese absoluto, y aún curarse ella misma?”: La inversión del interrogante está, ahora, al alcance de la mano: se trata de ubicar a la juventud como heredera de una tradición ambigua y controversial y que pone en cuestión al adulto mismo que la formula. Como si lo que urgiera, entonces, es dejar de hablar de la juventud y poder conversar con ella sin mencionar la palabra o la imagen o la identidad o la representación habitual de la “juventud” repleta de falsas moralidades. Tal vez así se vuelva posible pensar que la crisis generacional no es sino la ausencia de una conversación entre generaciones, o también la presencia de una conversación que termina demasiado rápido o, inclusive, la existencia de una conversación ríspida hecha sólo de imperativos, de negaciones, de ofensas, arrogancias, desilusiones y negligencias. Casi nadie reconoce voces cuyo origen no le sean propias, casi nadie escucha sino la reverberación de sus propias palabras, casi nadie encarna el eco y la huella que dejan otras palabras, otros sonidos, otros gestos, otros rostros, otras edades, en fin, otras generaciones. Pero entonces: ¿Habrá que traicionar la herencia para morir en el intento? ¿Podrá uno animarse a disputarla, ser capaz alguna vez de hablarle cara a cara? ¿Entender que la transmisión sea apenas el pasaje de una memoria rígida, ya sin cuerpo y sin alma? Algo temible ha pasado para que las palabras mayores y anteriores a nosotros dejaran de vibrar. Algo terrible ha ocurrido para que la amenidad de los consejos sea traducida como absurda moralidad; algo brutal ha sucedido como para que las sentencias del pasado se tornen meros asuntos de burla o, en el mejor de los casos, historias anacrónicas de un estante ya polvoriento. Algo necesariamente nefasto, como para que la educación se torne una travesía inhóspita al mismo tiempo obligatoriamente necesaria.
  • 4. 4 Cierta tradición y tentación explicativas nos indican que ser joven tiene que ver con una condición terrible de existencia: allí no hay otra cosa, nos dicen, que un andar a la deriva. Y ese naufragio irremediable es, a la vez, una suerte de caracterización existencial relacionada con el limbo, con un deambular sin ton ni son, con la pérdida de la orientación de los sentidos, con una apercepción temporal, con una irrupción insistente de lo inmediato sin ninguna atadura a sus posibles finalidades, a sus posibles responsabilidades y consecuencias. Esa tradición localiza a la juventud, sin más, en un vacío: le hace un vacío y la emplaza a no tomar conciencia de ello a pesar, justamente, de lo terrible de su situación. Lo irremediable de la caída de la juventud no revela sino la innoble actitud de acechanza por parte de la generación adulta. De hecho, da la sensación que es el adulto y no el joven quien percibe ese vacío existencial y que formaría parte de la tradición adulta, de la razón del ser adulto el hacer-que-se-den-cuenta, el reprochar, el dar una advertencia en el límite mismo y el forzar el experimento inevitable de la caída. Pero justamente porque toda descripción de “cuerda floja” y de “vacío” suelen provenir de un saber de palabras ya desgastadas y de experiencias ya sacrificadas, es que ellas mismas delatan la impericia y la fragilidad de quien las enuncia y nunca de lo enunciado. Por eso la pregunta por la convivencia toma aquí un lugar esencial: porque la pregunta por el estar juntos y por la convivencia no tiene sentido si no se deja afectar por un otro. Y en esa afección que muchas veces pretende aniquilar aquello que nos perturba, no sería posible hacer otra cosa que dejar intacto al otro, no sería posible otro deseo sino aquel que expresa que el otro siga siendo otro. Pero: ¿Cómo sería posible ese deseo de dejar que el otro siga siendo otro? ¿Acaso la voluntad de la relación debe ser, siempre, voluntad de dominio y de saber acerca del otro? ¿Y qué efectos se producen en una tradición que se trasmite no ya para cambiar al otro, sino para que el otro cambie si ésa fuera su decisión, si ése fuera su deseo, desde sí mismo, para sí mismo? Y. en relación a la última pregunta: ¿Es la transmisión, entonces, apenas una posición de elevación y de traslado porque supone sólo un cierto dominio y cierto poder de aquello que se entiende por tradición educativa? ¿No es verdad entonces que la educación consistiría así en un tedioso traspaso cronometrado de archivos? ¿No será el heredero una figura empequeñecida, ya despreciada
  • 5. 5 y deudora de una memoria que aún no es suya? ¿Y no será que allí descansa, por lo tanto, una de las formas del hartazgo más evidente en la experiencia de la vivencia y la convivencia educativas? La afirmación de esa responsabilidad en relación a una posible convivencia educativa no presupone ningún poder de descifrar ese tiempo de la juventud que a la mayoría de los maestros ya se les ha escapado, o del cual sólo poseen recuerdos fragmentarios, quizá ficcionales y, acaso, torpes, románticos o caprichosos o del que disponen apenas de discursos sobre “estos jóvenes de ahora”. Responsabilidad de una convivencia educativa que permitiría poner algo en común entre la experiencia del joven y la experiencia del adulto, sin simplificar ninguna de las dos y sin reducir, sin asimilar la primera en la segunda. Responsabilidad de una convivencia educativa que tiene que ver, ahora sí, con una presencia adulta preocupada por su tradición pero que debería substraerse del orden de lo moral. Responsabilidad de una convivencia educativa que sienta y piense la transmisión no sólo como un pasaje de un saber de uno para otro (como si se tratara de un acto de desigualdad de inteligencias desde quien sabe ese saber hasta quien no lo sabe) sino de aquello que ocurre en uno y en otro (y otra vez la separación, la distancia, el intervalo). Responsabilidad que no se vuelve obsesiva con la forma y el tipo de tradición sino más bien con el modo de conversación que se instala a su alrededor. Y una responsabilidad que, entonces, no se torna obsesiva con la presencia del otro, sino disponible a su existencia, a toda existencia, a cualquier existencia.