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DISCURSOS 2009

XVII JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
MEMORIA LITÚRGICA DE NUESTRA SEÑORA DE
LOURDES

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS ENFERMOS
Basílica Vaticana

Miércoles 11 de febrero de 2009

Queridos enfermos; queridos hermanos y hermanas:

Este encuentro asume un valor y un significado singulares, pues
tiene lugar con ocasión de la Jornada mundial del enfermo, que se
celebra hoy, memoria de Nuestra Señora de Lourdes. Mi
pensamiento va a ese santuario, al que acudí también yo con
ocasión del 150° aniversario de las apariciones a santa Bernardita.
Conservo un vivo recuerdo de esa peregrinación y, sobre todo, del
contacto que tuve con los enfermos reunidos en la gruta de
Massabielle.

De buen grado he venido a saludaros al final de la celebración
eucarística, que ha presidido el cardenal Javier Lozano Barragán,
presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud, al
que dirijo un cordial saludo. Asimismo, saludo a los prelados
presentes, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los
voluntarios, a los peregrinos, y especialmente a los queridos
enfermos y a quienes los cuidan diariamente.

Siempre es emocionante revivir en esta circunstancia, aquí, en la
basílica de San Pedro, el clima típico de oración y espiritualidad
mariana que caracteriza al santuario de Lourdes. Así pues, gracias
por esta manifestación de fe y de amor a María; gracias a quienes
la han promovido y organizado, de modo especial a la UNITALSI
y a la Obra Romana de Peregrinaciones.

Esta Jornada invita a hacer que los enfermos sientan con mayor
intensidad la cercanía espiritual de la Iglesia, que, como escribí en
la encíclica Deus caritas est, es la familia de Dios en el mundo,
dentro de la cual nadie debe sufrir por falta de lo necesario, sobre
todo por falta de amor (cf. n. 25 b). Al mismo tiempo, hoy tenemos
la oportunidad de reflexionar sobre la experiencia de la
enfermedad, del dolor y, más en general, sobre el sentido de la vida
que es preciso realizar plenamente incluso cuando se sufre.

En el Mensaje para esta Jornada quise poner en primer plano a los
niños enfermos, que son las criaturas más débiles e indefensas. Es
verdad. Si ya quedamos sin palabras ante un adulto que sufre, ¿qué
decir cuando la enfermedad afecta a un niño inocente? ¿Cómo
percibir también en situaciones tan difíciles el amor misericordioso
de Dios, que nunca abandona a sus hijos en la prueba?

Son frecuentes y a veces inquietantes esos interrogantes, que en
verdad, en un plano meramente humano, no encuentran respuestas
adecuadas, pues el dolor, la enfermedad y la muerte en su
significado siguen siendo insondables para la mente humana. Pero
viene en nuestra ayuda la luz de la fe. La Palabra de Dios nos
revela que incluso estos males son misteriosamente "abrazados"
por el plan divino de salvación; la fe nos ayuda a considerar que la
vida humana es hermosa y digna de vivirse en plenitud, a pesar de
estar menoscabada por el mal. Dios creó al hombre para la
felicidad y para la vida, mientras que la enfermedad y la muerte
entraron en el mundo como consecuencia del pecado.

Sin embargo, el Señor no nos ha abandonado a nosotros mismos.
Él, el Padre de la vida, es el médico del hombre por excelencia y
no deja de inclinarse amorosamente hacia la humanidad que sufre.
El Evangelio relata cómo Jesús "expulsaba los espíritus con su
palabra y curaba a los enfermos" (cf. Mt 8, 16), indicando el
camino de la conversión y de la fe como condiciones para obtener
la curación del cuerpo y del espíritu. El Señor quiere siempre esta
curación, la curación integral, de cuerpo y alma; por eso expulsa
los espíritus con su palabra. Su palabra es palabra de amor, palabra
purificadora: expulsa los espíritus de temor, soledad y oposición a
Dios; así purifica nuestra alma y nos da paz interior. Así nos da el
espíritu de amor y la curación que comienza en nuestro interior.

Pero Jesús no sólo habló; es Palabra encarnada. Sufrió con
nosotros y murió. Con su pasión y muerte, asumió y transformó
hasta el fondo nuestra debilidad. Precisamente por eso, como dice
el siervo de Dios Juan Pablo II en la carta apostólica Salvifici
doloris, "sufrir significa hacerse particularmente receptivos,
particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de
Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo" (n. 23).

Queridos hermanos y hermanas, somos cada vez más conscientes
de que la vida del hombre no es un bien del que se pueda disponer,
sino un cofre valioso que es preciso custodiar y cuidar con el
mayor esmero posible, desde el momento de su inicio hasta su
término último y natural. La vida es un misterio que, de por sí,
exige por parte de todos y de cada uno responsabilidad, amor,
paciencia y caridad. Aún más necesario es rodear de cuidados y de
respeto a quienes están enfermos y sufren.

Esto no siempre es fácil, pero sabemos dónde encontrar la valentía
y la paciencia para afrontar las vicisitudes de la existencia terrena,
especialmente las enfermedades y todo tipo de sufrimiento. Para
nosotros, los cristianos, en Cristo es donde se encuentra la
respuesta al enigma del dolor y de la muerte. La participación en la
santa misa, como acabáis de hacer vosotros, nos sumerge en el
misterio de su muerte y resurrección. Toda celebración eucarística
es el memorial perenne de Cristo crucificado y resucitado, que
derrotó el poder del mal con la omnipotencia de su amor. Por tanto,
en la "escuela" de Cristo Eucaristía es donde podemos aprender a
amar siempre la vida y a aceptar nuestra aparente impotencia ante
la enfermedad y la muerte.

Mi venerado predecesor Juan Pablo II quiso que la Jornada
mundial del enfermo coincidiera con la fiesta de la Virgen
Inmaculada de Lourdes. En ese lugar sagrado nuestra Madre
celestial vino a recordarnos que en esta tierra sólo estamos de paso
y que la morada verdadera y definitiva del hombre es el cielo.
Hacia esa meta debemos tender todos. Que la luz que viene "de lo
alto" nos ayude a comprender y a dar sentido y valor también a la
experiencia del sufrir y del morir.

Pidamos a la Virgen que dirija su mirada materna a todo enfermo y
a su familia, para ayudarles a llevar con Cristo el peso de la cruz.
Encomendémosle a ella, Madre de la humanidad, a los pobres, a
los que sufren, a los enfermos del mundo entero, y de modo
especial a los niños que sufren. Con estos sentimientos, os animo a
confiar siempre en el Señor y de corazón os bendigo a todos.




ENCUENTRO              CON         EL        MUNDO            DEL
SUFRIMIENTO

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Centro Card. Paul Emile Léger - CNRH de Yaundé

Jueves 19 de marzo de 2009

Señores Cardenales, Señora Ministra para los Asuntos Sociales,
Señora Ministra de la Salud,Queridos Hermanos en el Episcopado
y querido Monseñor Joseph Djida,Señor Director del Centro
Léger,Querido personal auxiliar,Queridos enfermos:

He deseado vivamente pasar estos momentos con vosotros, y me es
grato poder saludaros. Os dirijo un saludo particular a vosotros,
hermanos y hermanas que soportáis el peso de la enfermedad y el
sufrimiento. Sabéis que no estáis solos en vuestro dolor, porque
Cristo mismo es solidario con los que sufren. Él revela a quienes
padecen el lugar que tienen en el corazón de Dios y en la sociedad.
El evangelista Marcos nos ofrece como ejemplo la curación de la
suegra de Pedro. Dice que le hablan a Jesús de la enferma sin más
preámbulos, y «Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó»
(Mc 1,30-31). En este pasaje del Evangelio, vemos a Jesús pasar un
día con los enfermos para confortarlos. Así, con gestos concretos,
nos manifiesta su ternura y bondad para con todos los que tienen el
corazón roto y el cuerpo herido.

Desde este Centro que lleva el nombre del Cardenal Paul-Émile
Léger, que vino de Canadá a estar con vosotros para curar los
cuerpos y las almas, no me olvido de los que en su casa, en el
hospital, en los ambientes especializados o en los ambulatorios,
tienen una discapacidad motriz o mental, ni de los que llevan en su
cuerpo la marca de la violencia o la guerra. Pienso también en
todos los enfermos y, sobre todo aquí, en África, en los que
padecen enfermedades como el sida, la malaria y la tuberculosis.
Sé bien que, entre vosotros, la Iglesia católica está intensamente
comprometida en una lucha eficaz contra estos males terribles, y la
animo a proseguir con determinación esta obra urgente. Deseo
portaros a todos vosotros, probados por la enfermedad y el dolor,
así como a vuestras familias, un poco de consuelo de parte del
Señor, renovaros mi cercanía e invitaros a dirigiros a Cristo y a
María, que Él nos ha dado como Madre. Ella conoció el dolor y
siguió a su Hijo en el camino del Calvario, guardando en su
corazón el mismo amor que Jesús vino a traer a todos los hombres.

Ante el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, el hombre tiene la
tentación de gritar a causa del dolor, como hizo Job, cuyo nombre
significa «el que sufre» (cf. Gregorio Magno, Moralia in Job, I,
1,15). Jesús mismo gritó poco antes de morir (cf. Mc 15,37; Hb
5,7). Cuando nuestra condición se deteriora, aumenta la ansiedad; a
algunos les viene la tentación de dudar de la presencia de Dios en
su vida. Por el contrario, Job es consciente de que Dios está
presente en su existencia; su grito no es de rebelión, sino que,
desde lo más hondo de su desventura, hace asomar su confianza
(cf. Jb 19; 42,2-6). Sus amigos, como todos nosotros ante el
sufrimiento de un ser querido, tratan de consolarlo, pero utilizan
palabras vanas.

Ante la presencia de sufrimientos atroces, nos sentimos
desarmados y no encontramos las palabras adecuadas. Ante un
hermano o hermana sumido en el misterio de la Cruz, el silencio
respetuoso y compasivo, nuestra presencia apoyada por la oración,
una mirada, una sonrisa, pueden valer más que tantos
razonamientos. Un pequeño grupo de hombres y mujeres vivió esta
experiencia, entre ellos la Virgen María y el Apóstol Juan, que
siguieron a Jesús hasta el culmen de su sufrimiento en su pasión y
muerte en la cruz. Entre ellos, nos dice el Evangelio, había un
africano, Simón de Cirene. A él le encargaron ayudar a Jesús a
llevar su cruz en el camino del Gólgota. Este hombre, aunque
involuntariamente, ha ayudado al Hombre de dolores, abandonado
por todos y entregado a una violencia ciega. La historia, pues, nos
recuerda que un africano, un hijo de vuestro Continente, participó
con su propio sufrimiento en la pena infinita de Aquel que ha
redimido a todos los hombres, incluidos sus perseguidores. Simón
de Cirene no podía saber que tenía ante sí a su Salvador. Fue
«reclutado» para ayudar (cf. Mc 15,21); se vio obligado, forzado a
hacerlo. Es difícil aceptar llevar la cruz de otro. Sólo después de la
resurrección pudo entender lo que había hecho. Así sucede con
cada uno de nosotros, hermanos y hermanas: en la cúspide de la
desesperación, de la rebelión, Cristo nos propone su presencia
amorosa, aunque cueste entender que Él está a nuestro lado. Sólo
la victoria final del Señor nos revelará el sentido definitivo de
nuestras pruebas.

¿Acaso no puede decirse que todo africano es de algún modo
miembro de la familia de Simón de Cirene? Cada africano y cada
uno que sufre, ayudan a Cristo a llevar su Cruz y ascienden con Él
al Gólgota para resucitar un día con Él. Al ver la infamia que se le
hace a Jesús, contemplando su rostro en la Cruz y reconociendo la
atrocidad de su dolor, podemos vislumbrar, por la fe, el rostro
radiante del Resucitado que nos dice que el sufrimiento y la
enfermedad no tendrán la última palabra en nuestra vida humana.
Rezo, queridos hermanos y hermanas, para que os sepáis reconocer
en este «Simón de Cirene». Pido, queridos hermanas y hermanos
enfermos, que se acerquen también a vuestra cabecera muchos
«Simón de Cirene».

Después de la resurrección, y hasta hoy, hay muchos testigos que
se han dirigido, con fe y esperanza, al Salvador de los hombres,
reconociendo su presencia en medio de su prueba. El Padre de toda
misericordia acoge siempre con benevolencia la oración de quien
se dirige a Él. Responde a nuestra invocación y nuestra plegaria
como quiere y cuando quiere, para nuestro bien y no según
nuestros deseos. A nosotros nos toca discernir su respuesta y
acoger como una gracia los dones que nos ofrece. Fijemos nuestros
ojos en el Crucificado, con fe y valor, pues de Él proviene la Vida,
el consuelo, la sanación. Miremos a Aquel que desea nuestro bien
y sabe enjugar las lágrimas de nuestros ojos; aprendamos a
abandonarnos en sus brazos como un niño pequeño en los brazos
de su madre.

Los santos nos han dado un buen ejemplo con su vida totalmente
entregada a Dios, nuestro Padre. Santa Teresa de Ávila, que había
puesto a su nuevo monasterio bajo el patrocinio de San José, fue
curada de una enfermedad el mismo día de su fiesta. Decía que
nunca le había implorado en vano, y recomendaba a todos los que
pensaban que no sabían rezar: «No sé, escribía, cómo se puede
pensar en la Reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con
el Niño Jesús, que no le den gracias a San José por lo bien que les
ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración,
tome este glorioso santo por maestro y no errará en el camino»
(Vida, 6). Como intercesor por la salud del cuerpo, la santa veía en
san José un intercesor para la salud del alma, un maestro de
oración, de plegaria.

Escojámoslo, también nosotros, como maestro de oración. No sólo
quienes estamos sanos, sino también vosotros, queridos enfermos,
y todas las familias. Pienso sobre todo en los que formáis parte del
personal hospitalario, y en todos los que trabajan en el mundo de la
sanidad. Al acompañar a los que sufren con vuestra atención y las
curas que les dispensáis, practicáis una obra de caridad y amor, que
Dios tiene en cuenta: «Estuve enfermo y me visitasteis» (Mt
25,40). Corresponde a vosotros, médicos e investigadores, llevar a
cabo todo lo que sea legítimo para aliviar el dolor; os compete, en
primer lugar, proteger la vida humana, ser defensores de la vida
desde su concepción hasta su término natural. Para toda persona, el
respeto de la vida es un derecho y, al mismo tiempo, un deber,
porque cada vida es un don de Dios. Deseo dar gracias al Señor
con vosotros por todos los que, de una u otra manera, trabajan al
servicio de las personas que sufren. Animo a los sacerdotes y a
quienes visitan a los enfermos a comprometerse de forma activa y
amable en la pastoral sanitaria en los hospitales o en asegurar una
presencia eclesial a domicilio, para consuelo y apoyo espiritual de
los enfermos. Según su promesa, Dios os pagará el salario justo y
os recompensará en el cielo.

Antes de saludaros personalmente y despedirme de vosotros,
quisiera aseguraros a todos mi cercanía afectuosa y mi oración.
También quiero expresar mi deseo de que cada uno de vosotros
nunca se sienta solo. En efecto, corresponde a cada hombre, creado
a imagen de Cristo, convertirse en prójimo de quien tiene cerca. Os
encomiendo a todos a la intercesión de la Virgen María, Madre
nuestra, y a la de San José. Que Dios nos conceda ser unos para
otros, mensajeros de la misericordia, la ternura y el amor de
nuestro Dios, y que Él os bendiga.
ENCUENTRO  CON   LOS  ENFERMOS,   EL
PERSONAL MÉDICO Y LOS DIRECTIVOS DEL
HOSPITAL

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Ingreso de la Casa Alivio del Sufrimiento

Domingo 21 de junio de 2009

Queridos hermanos y hermanas; queridos enfermos:

En mi visita a San Giovanni Rotondo no podía menos de venir a la
Casa Alivio del Sufrimiento, ideada y querida por san Pío de
Pietrelcina como "lugar de oración y de ciencia donde el género
humano se encuentre en Cristo crucificado como una sola grey con
un solo pastor". Precisamente por eso quiso encomendarla al apoyo
material y sobre todo espiritual de los Grupos de oración, que aquí
tienen el centro de su misión al servicio de la Iglesia.

El padre Pío quería que en este hospital bien equipado se pudiera
comprobar que el esfuerzo de la ciencia por curar al enfermo nunca
debe ir separado de una confianza filial en Dios, infinitamente
compasivo y misericordioso. Al inaugurarla, el 5 de mayo de 1956,
la definió "criatura de la Providencia" y hablaba de esta institución
como de "una semilla sembrada por Dios en la tierra, que él
calentará con los rayos de su amor".

Así pues, he venido a vosotros para dar gracias a Dios por el bien
que, desde hace más de cincuenta años, fieles a las directrices de
un humilde fraile capuchino, hacéis en esta "Casa Alivio del
Sufrimiento", con resultados reconocidos en el ámbito científico y
médico. Lamentablemente, no me es posible, como desearía,
visitar cada pabellón y saludar uno por uno a los enfermos y a las
personas que los cuidan. Sin embargo, quiero dirigir a cada uno —
enfermos, médicos, familiares, agentes sanitarios y agentes de
pastoral— una palabra de consuelo paternal y de aliento a
proseguir juntos esta obra evangélica para alivio de las personas
que sufren, valorando todos los recursos para el bien humano y
espiritual de los enfermos y de sus familiares.

Con estos sentimientos, os saludo cordialmente a todos,
comenzando por vosotros, hermanos y hermanas probados por la
enfermedad. Saludo a los médicos, a los enfermeros y al personal
sanitario y administrativo. Os saludo a vosotros, venerados padres
capuchinos que, como capellanes, proseguís el apostolado de
vuestro santo hermano. Saludo a los prelados y, en primer lugar, al
arzobispo Domenico Umberto D'Ambrosio, que ha sido pastor de
esta diócesis y ahora ha sido llamado a guiar la comunidad
archidiocesana de Lecce; le agradezco las palabras que me ha
dirigido en vuestro nombre. Saludo asimismo al director general
del hospital, doctor Domenico Crupi, y al representante de los
enfermos, y les agradezco las amables y cordiales palabras que me
acaban de dirigir, permitiéndome conocer mejor lo que aquí se
realiza y el espíritu con que lo realizáis.

Cada vez que se entra en un hospital, el pensamiento va
naturalmente al misterio de la enfermedad y del dolor, a la
esperanza de curación y al valor inestimable de la salud, de la que
a menudo sólo nos damos cuenta cuando falta. En los hospitales se
constata el gran valor de nuestra existencia, pero también su
fragilidad. Siguiendo el ejemplo de Jesús, que recorría toda la
Galilea "curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo"
(Mt 4, 23), la Iglesia, desde sus inicios, impulsada por el Espíritu
Santo, ha considerado como un deber y un privilegio el estar al
lado de quienes sufren, prestando atención preferencial a los
enfermos.

La enfermedad, que se manifiesta de muchas formas y ataca de
diversas maneras, suscita preguntas inquietantes: ¿Por qué
sufrimos? ¿Se puede considerar positiva la experiencia del dolor?
¿Quién nos puede librar del sufrimiento y de la muerte?
Interrogantes existenciales, que en la mayoría de los casos quedan
humanamente sin respuesta, dado que sufrir constituye un enigma
inescrutable para la razón.

El sufrimiento forma parte del misterio mismo de la persona
humana. Lo puse de relieve en la encíclica Spe salvi, afirmando
que "se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la
gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que
crece de modo incesante también en el presente". Y añadí:
"Ciertamente, conviene hacer todo lo posible para disminuir el
sufrimiento (...), pero extirparlo del mundo por completo no está en
nuestras manos, simplemente porque (...) ninguno de nosotros es
capaz de eliminar el poder del mal (...), fuente continua de
sufrimiento" (n. 36).

El único que puede eliminar el poder del mal es Dios.
Precisamente por el hecho de que Jesucristo vino al mundo para
revelarnos el designio divino de nuestra salvación, la fe nos ayuda
a penetrar el sentido de todo lo humano y, por consiguiente,
también del sufrir. Así pues, existe una íntima relación entre la
cruz de Jesús —símbolo del dolor supremo y precio de nuestra
verdadera libertad— y nuestro dolor, que se transforma y se
sublima cuando se vive con la conciencia de la cercanía y de la
solidaridad de Dios.

El padre Pío había intuido esa profunda verdad y, en el primer
aniversario de la inauguración de esta Obra, dijo que en ella "el
que sufre debe vivir el amor de Dios por medio de la sabia
aceptación de sus dolores, meditando serenamente que está
destinado a él" (Discurso del 5 de mayo de 1957). También afirmó
que en la Casa Alivio del Sufrimiento "enfermos, médicos y
sacerdotes serán reservas de amor, que cuanto más abundante sea
en uno, tanto más se comunicará a los demás" (ib.).
Ser "reservas de amor": esta es, queridos hermanos y hermanas, la
misión que esta tarde nuestro santo os recuerda a vosotros, que con
diferentes funciones formáis la gran familia de esta Casa Alivio del
Sufrimiento. Que el Señor os ayude a realizar el proyecto puesto en
marcha por el padre Pío con la aportación de todos: médicos e
investigadores científicos, agentes sanitarios y colaboradores de las
diversas oficinas, voluntarios y bienhechores, frailes capuchinos y
demás sacerdotes. Sin olvidar los Grupos de oración que,
"vinculados a la Casa Alivio, son las vanguardias de esta ciudadela
de la caridad, viveros de fe, hogueras de amor" (Discurso del padre
Pío, 5 de mayo de 1966).

Sobre todos y cada uno invoco la intercesión del padre Pío y la
protección maternal de María, Salud de los enfermos. Gracias, una
vez más, por vuestra acogida; y, a la vez que aseguro mi oración
por cada uno de vosotros, de corazón os bendigo a todos.
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVIA
LOS PARTICIPANTES EN LA XXIV CONFERENCIA
INTERNACIONAL ORGANIZADA POR EL CONSEJO
PONTIFICIO PARA LA PASTORAL DE LA SALUD
Sala Clementina

Viernes 20 de noviembre de2009

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión de la XXIV
Conferencia internacional organizada por el Consejo pontificio
para la pastoral de la salud sobre un tema de gran importancia
social y eclesial: "¡Effatá! La persona sorda en la vida de la
Iglesia". Saludo al presidente del dicasterio, el arzobispo Zygmunt
Zimowski, y le agradezco sus cordiales palabras. Extiendo mi
saludo al secretario y al nuevo subsecretario, a los sacerdotes, a los
religiosos y a los laicos, a los expertos y a todos los presentes.
Deseo expresar mi estima y mi apoyo a vuestro generoso
compromiso en este importante sector de la pastoral.

Las problemáticas relativas a las personas sordas, sobre las que
habéis reflexionado atentamente en estos días, son numerosas y
delicadas. Se trata de una realidad articulada, que abarca desde el
horizonte sociológico al pedagógico, desde el médico y
psicológico al ético-espiritual y pastoral. Las relaciones de los
especialistas, el intercambio de experiencias entre quienes trabajan
en el sector y los testimonios de los propios sordos, han permitido
realizar un análisis profundo de la situación y formular propuestas
e indicaciones para una atención cada vez más adecuada hacia
estos hermanos y hermanas nuestros.

La palabra "Effatá", colocada al comienzo del título dela
Conferencia, nos recuerda el conocido episodio del Evangelio de
san Marcos (cf. Mc 7, 31-37), que constituye un paradigma de
cómo actúa el Señor respecto a las personas sordas. Presentan a un
sordomudo a Jesús, y él, apartándole de la gente, después de
realizar algunos gestos simbólicos, levanta los ojos al cielo y le
dice: "¡Effatá", que quiere decir "Ábrete". Al instante —escribe el
evangelista— se abrieron sus oídos y se soltó la atadura de su
lengua y hablaba correctamente. Los gestos de Jesús están llenos
de atención amorosa y expresan una compasión profunda por el
hombre que tiene delante: le manifiesta su interés concreto, lo
aparta del alboroto de la multitud, le hace sentir su cercanía y
comprensión mediante gestos densos de significado. Le pone los
dedos en los oídos y con la saliva le toca la lengua. Después lo
invita a dirigir junto con él la mirada interior, la del corazón, hacia
el Padre celestial. Por último, lo cura y lo devuelve a su familia, a
su gente. Y la multitud, asombrada, no puede menos de exclamar:
"Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos"
(Mc 7, 37).

Con su manera de actuar, que revela el amor de Dios Padre, Jesús
no sólo cura la sordera física, indica también que existe otra forma
de sordera de la cual la humanidad debe curarse, más aún, debe ser
salvada: es la sordera del espíritu, que levanta barreras cada vez
más altas ante la voz de Dios y del prójimo, especialmente ante el
grito de socorro de los últimos y de los que sufren, y aprisiona al
hombre en un egoísmo profundo y destructor. Como recordé en la
homilía de mi visita pastoral a la diócesis de Viterbo, el 6 de
septiembre pasado, "en este "signo" podemos ver el ardiente deseo
de Jesús de vencer en el hombre la soledad y la incomunicabilidad
creadas por el egoísmo, a fin de dar rostro a una "nueva
humanidad", la humanidad de la escucha y de la palabra, del
diálogo, de la comunicación, de la comunión con Dios. Una
humanidad "buena", como es buena toda la creación de Dios; una
humanidad sin discriminaciones, sin exclusiones... de forma que el
mundo sea realmente y para todos "espacio de verdadera
fraternidad"..." (L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 11 de septiembre de 2009, p. 6).

Lamentablemente, la experiencia no siempre atestigua gestos de
acogida diligente, de solidaridad convencida y de comunión
amorosa con las personas sordas. Las numerosas asociaciones
nacidas para tutelar y promover sus derechos ponen de manifiesto
que sigue existiendo una cultura marcada por prejuicios y
discriminaciones. Son actitudes deplorables e injustificables,
porque son contrarias al respeto de la dignidad de las personas
sordas y de su plena integración social. Pero las iniciativas
promovidas por instituciones y asociaciones, tanto en ámbito
eclesial como civil, inspiradas en una solidaridad auténtica y
generosa, son mucho más vastas y han mejorado las condiciones
de vida de muchas personas sordas. Al respecto, es significativo
recordar que las primeras escuelas para la educación y la
formación religiosa de estos hermanos y hermanas nuestros
surgieron en Europa ya en el siglo XVIII. Desde entonces, se han
multiplicado en la Iglesia las obras caritativas, bajo el impulso de
sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, con el objetivo de ofrecer
a los sordos no sólo una formación, sino también una asistencia
integral para su plena realización.

Sin embargo, no se puede olvidar la grave situación en la que
todavía viven actualmente en los países en vías de desarrollo, tanto
por falta de políticas y legislaciones adecuadas, como por la
dificultad para acceder a la asistencia sanitaria primaria. De hecho,
a menudo la sordera es consecuencia de enfermedades fácilmente
curables. Por lo tanto, hago un llamamiento a las autoridades
políticas y civiles, y a los organismos internacionales, a fin de que
proporcionen el apoyo necesario para promover, también en esos
países, el debido respeto de la dignidad y de los derechos de las
personas sordas, favoreciendo su plena integración social con
ayudas adecuadas. La Iglesia, siguiendo las enseñanzas y el
ejemplo de su divino Fundador, continua acompañando con amor y
solidaridad las distintas iniciativas pastorales y sociales en
beneficio de esas personas, reservando una atención especial hacia
los que sufren, consciente de que precisamente en el sufrimiento se
esconde una fuerza especial que acerca interiormente el hombre a
Cristo, una gracia especial.

Queridos hermanos y hermanas sordos, no solamente sois
destinatarios del anuncio del mensaje evangélico, sino también con
pleno derecho anunciadores, en virtud de vuestro Bautismo. Por lo
tanto, vivid cada día como testigos del Señor en los ambientes de
vuestra existencia, dando a conocer a Cristo y su Evangelio. En
este Año sacerdotal orad también por las vocaciones, para que el
Señor llame a numerosos y buenos ministros para el crecimiento de
las comunidades eclesiales.

Queridos amigos, os doy las gracias por este encuentro y os
encomiendo a todos a la protección materna de María Madre del
amor, Estrella de la esperanza, Virgen del silencio. Con estos
deseos, os imparto de corazón la bendición apostólica, que
extiendo a vuestras familias y a todas las asociaciones que trabajan
activamente al servicio de los sordos.

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  • 1. DISCURSOS 2009 XVII JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO MEMORIA LITÚRGICA DE NUESTRA SEÑORA DE LOURDES PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS ENFERMOS Basílica Vaticana Miércoles 11 de febrero de 2009 Queridos enfermos; queridos hermanos y hermanas: Este encuentro asume un valor y un significado singulares, pues tiene lugar con ocasión de la Jornada mundial del enfermo, que se celebra hoy, memoria de Nuestra Señora de Lourdes. Mi pensamiento va a ese santuario, al que acudí también yo con ocasión del 150° aniversario de las apariciones a santa Bernardita. Conservo un vivo recuerdo de esa peregrinación y, sobre todo, del contacto que tuve con los enfermos reunidos en la gruta de Massabielle. De buen grado he venido a saludaros al final de la celebración eucarística, que ha presidido el cardenal Javier Lozano Barragán, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud, al que dirijo un cordial saludo. Asimismo, saludo a los prelados presentes, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los voluntarios, a los peregrinos, y especialmente a los queridos enfermos y a quienes los cuidan diariamente. Siempre es emocionante revivir en esta circunstancia, aquí, en la basílica de San Pedro, el clima típico de oración y espiritualidad mariana que caracteriza al santuario de Lourdes. Así pues, gracias
  • 2. por esta manifestación de fe y de amor a María; gracias a quienes la han promovido y organizado, de modo especial a la UNITALSI y a la Obra Romana de Peregrinaciones. Esta Jornada invita a hacer que los enfermos sientan con mayor intensidad la cercanía espiritual de la Iglesia, que, como escribí en la encíclica Deus caritas est, es la familia de Dios en el mundo, dentro de la cual nadie debe sufrir por falta de lo necesario, sobre todo por falta de amor (cf. n. 25 b). Al mismo tiempo, hoy tenemos la oportunidad de reflexionar sobre la experiencia de la enfermedad, del dolor y, más en general, sobre el sentido de la vida que es preciso realizar plenamente incluso cuando se sufre. En el Mensaje para esta Jornada quise poner en primer plano a los niños enfermos, que son las criaturas más débiles e indefensas. Es verdad. Si ya quedamos sin palabras ante un adulto que sufre, ¿qué decir cuando la enfermedad afecta a un niño inocente? ¿Cómo percibir también en situaciones tan difíciles el amor misericordioso de Dios, que nunca abandona a sus hijos en la prueba? Son frecuentes y a veces inquietantes esos interrogantes, que en verdad, en un plano meramente humano, no encuentran respuestas adecuadas, pues el dolor, la enfermedad y la muerte en su significado siguen siendo insondables para la mente humana. Pero viene en nuestra ayuda la luz de la fe. La Palabra de Dios nos revela que incluso estos males son misteriosamente "abrazados" por el plan divino de salvación; la fe nos ayuda a considerar que la vida humana es hermosa y digna de vivirse en plenitud, a pesar de estar menoscabada por el mal. Dios creó al hombre para la felicidad y para la vida, mientras que la enfermedad y la muerte entraron en el mundo como consecuencia del pecado. Sin embargo, el Señor no nos ha abandonado a nosotros mismos. Él, el Padre de la vida, es el médico del hombre por excelencia y no deja de inclinarse amorosamente hacia la humanidad que sufre.
  • 3. El Evangelio relata cómo Jesús "expulsaba los espíritus con su palabra y curaba a los enfermos" (cf. Mt 8, 16), indicando el camino de la conversión y de la fe como condiciones para obtener la curación del cuerpo y del espíritu. El Señor quiere siempre esta curación, la curación integral, de cuerpo y alma; por eso expulsa los espíritus con su palabra. Su palabra es palabra de amor, palabra purificadora: expulsa los espíritus de temor, soledad y oposición a Dios; así purifica nuestra alma y nos da paz interior. Así nos da el espíritu de amor y la curación que comienza en nuestro interior. Pero Jesús no sólo habló; es Palabra encarnada. Sufrió con nosotros y murió. Con su pasión y muerte, asumió y transformó hasta el fondo nuestra debilidad. Precisamente por eso, como dice el siervo de Dios Juan Pablo II en la carta apostólica Salvifici doloris, "sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo" (n. 23). Queridos hermanos y hermanas, somos cada vez más conscientes de que la vida del hombre no es un bien del que se pueda disponer, sino un cofre valioso que es preciso custodiar y cuidar con el mayor esmero posible, desde el momento de su inicio hasta su término último y natural. La vida es un misterio que, de por sí, exige por parte de todos y de cada uno responsabilidad, amor, paciencia y caridad. Aún más necesario es rodear de cuidados y de respeto a quienes están enfermos y sufren. Esto no siempre es fácil, pero sabemos dónde encontrar la valentía y la paciencia para afrontar las vicisitudes de la existencia terrena, especialmente las enfermedades y todo tipo de sufrimiento. Para nosotros, los cristianos, en Cristo es donde se encuentra la respuesta al enigma del dolor y de la muerte. La participación en la santa misa, como acabáis de hacer vosotros, nos sumerge en el misterio de su muerte y resurrección. Toda celebración eucarística es el memorial perenne de Cristo crucificado y resucitado, que
  • 4. derrotó el poder del mal con la omnipotencia de su amor. Por tanto, en la "escuela" de Cristo Eucaristía es donde podemos aprender a amar siempre la vida y a aceptar nuestra aparente impotencia ante la enfermedad y la muerte. Mi venerado predecesor Juan Pablo II quiso que la Jornada mundial del enfermo coincidiera con la fiesta de la Virgen Inmaculada de Lourdes. En ese lugar sagrado nuestra Madre celestial vino a recordarnos que en esta tierra sólo estamos de paso y que la morada verdadera y definitiva del hombre es el cielo. Hacia esa meta debemos tender todos. Que la luz que viene "de lo alto" nos ayude a comprender y a dar sentido y valor también a la experiencia del sufrir y del morir. Pidamos a la Virgen que dirija su mirada materna a todo enfermo y a su familia, para ayudarles a llevar con Cristo el peso de la cruz. Encomendémosle a ella, Madre de la humanidad, a los pobres, a los que sufren, a los enfermos del mundo entero, y de modo especial a los niños que sufren. Con estos sentimientos, os animo a confiar siempre en el Señor y de corazón os bendigo a todos. ENCUENTRO CON EL MUNDO DEL
  • 5. SUFRIMIENTO DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI Centro Card. Paul Emile Léger - CNRH de Yaundé Jueves 19 de marzo de 2009 Señores Cardenales, Señora Ministra para los Asuntos Sociales, Señora Ministra de la Salud,Queridos Hermanos en el Episcopado y querido Monseñor Joseph Djida,Señor Director del Centro Léger,Querido personal auxiliar,Queridos enfermos: He deseado vivamente pasar estos momentos con vosotros, y me es grato poder saludaros. Os dirijo un saludo particular a vosotros, hermanos y hermanas que soportáis el peso de la enfermedad y el sufrimiento. Sabéis que no estáis solos en vuestro dolor, porque Cristo mismo es solidario con los que sufren. Él revela a quienes padecen el lugar que tienen en el corazón de Dios y en la sociedad. El evangelista Marcos nos ofrece como ejemplo la curación de la suegra de Pedro. Dice que le hablan a Jesús de la enferma sin más preámbulos, y «Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó» (Mc 1,30-31). En este pasaje del Evangelio, vemos a Jesús pasar un día con los enfermos para confortarlos. Así, con gestos concretos, nos manifiesta su ternura y bondad para con todos los que tienen el corazón roto y el cuerpo herido. Desde este Centro que lleva el nombre del Cardenal Paul-Émile Léger, que vino de Canadá a estar con vosotros para curar los cuerpos y las almas, no me olvido de los que en su casa, en el hospital, en los ambientes especializados o en los ambulatorios, tienen una discapacidad motriz o mental, ni de los que llevan en su cuerpo la marca de la violencia o la guerra. Pienso también en todos los enfermos y, sobre todo aquí, en África, en los que padecen enfermedades como el sida, la malaria y la tuberculosis.
  • 6. Sé bien que, entre vosotros, la Iglesia católica está intensamente comprometida en una lucha eficaz contra estos males terribles, y la animo a proseguir con determinación esta obra urgente. Deseo portaros a todos vosotros, probados por la enfermedad y el dolor, así como a vuestras familias, un poco de consuelo de parte del Señor, renovaros mi cercanía e invitaros a dirigiros a Cristo y a María, que Él nos ha dado como Madre. Ella conoció el dolor y siguió a su Hijo en el camino del Calvario, guardando en su corazón el mismo amor que Jesús vino a traer a todos los hombres. Ante el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, el hombre tiene la tentación de gritar a causa del dolor, como hizo Job, cuyo nombre significa «el que sufre» (cf. Gregorio Magno, Moralia in Job, I, 1,15). Jesús mismo gritó poco antes de morir (cf. Mc 15,37; Hb 5,7). Cuando nuestra condición se deteriora, aumenta la ansiedad; a algunos les viene la tentación de dudar de la presencia de Dios en su vida. Por el contrario, Job es consciente de que Dios está presente en su existencia; su grito no es de rebelión, sino que, desde lo más hondo de su desventura, hace asomar su confianza (cf. Jb 19; 42,2-6). Sus amigos, como todos nosotros ante el sufrimiento de un ser querido, tratan de consolarlo, pero utilizan palabras vanas. Ante la presencia de sufrimientos atroces, nos sentimos desarmados y no encontramos las palabras adecuadas. Ante un hermano o hermana sumido en el misterio de la Cruz, el silencio respetuoso y compasivo, nuestra presencia apoyada por la oración, una mirada, una sonrisa, pueden valer más que tantos razonamientos. Un pequeño grupo de hombres y mujeres vivió esta experiencia, entre ellos la Virgen María y el Apóstol Juan, que siguieron a Jesús hasta el culmen de su sufrimiento en su pasión y muerte en la cruz. Entre ellos, nos dice el Evangelio, había un africano, Simón de Cirene. A él le encargaron ayudar a Jesús a llevar su cruz en el camino del Gólgota. Este hombre, aunque involuntariamente, ha ayudado al Hombre de dolores, abandonado
  • 7. por todos y entregado a una violencia ciega. La historia, pues, nos recuerda que un africano, un hijo de vuestro Continente, participó con su propio sufrimiento en la pena infinita de Aquel que ha redimido a todos los hombres, incluidos sus perseguidores. Simón de Cirene no podía saber que tenía ante sí a su Salvador. Fue «reclutado» para ayudar (cf. Mc 15,21); se vio obligado, forzado a hacerlo. Es difícil aceptar llevar la cruz de otro. Sólo después de la resurrección pudo entender lo que había hecho. Así sucede con cada uno de nosotros, hermanos y hermanas: en la cúspide de la desesperación, de la rebelión, Cristo nos propone su presencia amorosa, aunque cueste entender que Él está a nuestro lado. Sólo la victoria final del Señor nos revelará el sentido definitivo de nuestras pruebas. ¿Acaso no puede decirse que todo africano es de algún modo miembro de la familia de Simón de Cirene? Cada africano y cada uno que sufre, ayudan a Cristo a llevar su Cruz y ascienden con Él al Gólgota para resucitar un día con Él. Al ver la infamia que se le hace a Jesús, contemplando su rostro en la Cruz y reconociendo la atrocidad de su dolor, podemos vislumbrar, por la fe, el rostro radiante del Resucitado que nos dice que el sufrimiento y la enfermedad no tendrán la última palabra en nuestra vida humana. Rezo, queridos hermanos y hermanas, para que os sepáis reconocer en este «Simón de Cirene». Pido, queridos hermanas y hermanos enfermos, que se acerquen también a vuestra cabecera muchos «Simón de Cirene». Después de la resurrección, y hasta hoy, hay muchos testigos que se han dirigido, con fe y esperanza, al Salvador de los hombres, reconociendo su presencia en medio de su prueba. El Padre de toda misericordia acoge siempre con benevolencia la oración de quien se dirige a Él. Responde a nuestra invocación y nuestra plegaria como quiere y cuando quiere, para nuestro bien y no según nuestros deseos. A nosotros nos toca discernir su respuesta y acoger como una gracia los dones que nos ofrece. Fijemos nuestros
  • 8. ojos en el Crucificado, con fe y valor, pues de Él proviene la Vida, el consuelo, la sanación. Miremos a Aquel que desea nuestro bien y sabe enjugar las lágrimas de nuestros ojos; aprendamos a abandonarnos en sus brazos como un niño pequeño en los brazos de su madre. Los santos nos han dado un buen ejemplo con su vida totalmente entregada a Dios, nuestro Padre. Santa Teresa de Ávila, que había puesto a su nuevo monasterio bajo el patrocinio de San José, fue curada de una enfermedad el mismo día de su fiesta. Decía que nunca le había implorado en vano, y recomendaba a todos los que pensaban que no sabían rezar: «No sé, escribía, cómo se puede pensar en la Reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no le den gracias a San José por lo bien que les ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro y no errará en el camino» (Vida, 6). Como intercesor por la salud del cuerpo, la santa veía en san José un intercesor para la salud del alma, un maestro de oración, de plegaria. Escojámoslo, también nosotros, como maestro de oración. No sólo quienes estamos sanos, sino también vosotros, queridos enfermos, y todas las familias. Pienso sobre todo en los que formáis parte del personal hospitalario, y en todos los que trabajan en el mundo de la sanidad. Al acompañar a los que sufren con vuestra atención y las curas que les dispensáis, practicáis una obra de caridad y amor, que Dios tiene en cuenta: «Estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25,40). Corresponde a vosotros, médicos e investigadores, llevar a cabo todo lo que sea legítimo para aliviar el dolor; os compete, en primer lugar, proteger la vida humana, ser defensores de la vida desde su concepción hasta su término natural. Para toda persona, el respeto de la vida es un derecho y, al mismo tiempo, un deber, porque cada vida es un don de Dios. Deseo dar gracias al Señor con vosotros por todos los que, de una u otra manera, trabajan al servicio de las personas que sufren. Animo a los sacerdotes y a
  • 9. quienes visitan a los enfermos a comprometerse de forma activa y amable en la pastoral sanitaria en los hospitales o en asegurar una presencia eclesial a domicilio, para consuelo y apoyo espiritual de los enfermos. Según su promesa, Dios os pagará el salario justo y os recompensará en el cielo. Antes de saludaros personalmente y despedirme de vosotros, quisiera aseguraros a todos mi cercanía afectuosa y mi oración. También quiero expresar mi deseo de que cada uno de vosotros nunca se sienta solo. En efecto, corresponde a cada hombre, creado a imagen de Cristo, convertirse en prójimo de quien tiene cerca. Os encomiendo a todos a la intercesión de la Virgen María, Madre nuestra, y a la de San José. Que Dios nos conceda ser unos para otros, mensajeros de la misericordia, la ternura y el amor de nuestro Dios, y que Él os bendiga.
  • 10. ENCUENTRO CON LOS ENFERMOS, EL PERSONAL MÉDICO Y LOS DIRECTIVOS DEL HOSPITAL DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI Ingreso de la Casa Alivio del Sufrimiento Domingo 21 de junio de 2009 Queridos hermanos y hermanas; queridos enfermos: En mi visita a San Giovanni Rotondo no podía menos de venir a la Casa Alivio del Sufrimiento, ideada y querida por san Pío de Pietrelcina como "lugar de oración y de ciencia donde el género humano se encuentre en Cristo crucificado como una sola grey con un solo pastor". Precisamente por eso quiso encomendarla al apoyo material y sobre todo espiritual de los Grupos de oración, que aquí tienen el centro de su misión al servicio de la Iglesia. El padre Pío quería que en este hospital bien equipado se pudiera comprobar que el esfuerzo de la ciencia por curar al enfermo nunca debe ir separado de una confianza filial en Dios, infinitamente compasivo y misericordioso. Al inaugurarla, el 5 de mayo de 1956, la definió "criatura de la Providencia" y hablaba de esta institución como de "una semilla sembrada por Dios en la tierra, que él calentará con los rayos de su amor". Así pues, he venido a vosotros para dar gracias a Dios por el bien que, desde hace más de cincuenta años, fieles a las directrices de un humilde fraile capuchino, hacéis en esta "Casa Alivio del Sufrimiento", con resultados reconocidos en el ámbito científico y médico. Lamentablemente, no me es posible, como desearía, visitar cada pabellón y saludar uno por uno a los enfermos y a las personas que los cuidan. Sin embargo, quiero dirigir a cada uno —
  • 11. enfermos, médicos, familiares, agentes sanitarios y agentes de pastoral— una palabra de consuelo paternal y de aliento a proseguir juntos esta obra evangélica para alivio de las personas que sufren, valorando todos los recursos para el bien humano y espiritual de los enfermos y de sus familiares. Con estos sentimientos, os saludo cordialmente a todos, comenzando por vosotros, hermanos y hermanas probados por la enfermedad. Saludo a los médicos, a los enfermeros y al personal sanitario y administrativo. Os saludo a vosotros, venerados padres capuchinos que, como capellanes, proseguís el apostolado de vuestro santo hermano. Saludo a los prelados y, en primer lugar, al arzobispo Domenico Umberto D'Ambrosio, que ha sido pastor de esta diócesis y ahora ha sido llamado a guiar la comunidad archidiocesana de Lecce; le agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo asimismo al director general del hospital, doctor Domenico Crupi, y al representante de los enfermos, y les agradezco las amables y cordiales palabras que me acaban de dirigir, permitiéndome conocer mejor lo que aquí se realiza y el espíritu con que lo realizáis. Cada vez que se entra en un hospital, el pensamiento va naturalmente al misterio de la enfermedad y del dolor, a la esperanza de curación y al valor inestimable de la salud, de la que a menudo sólo nos damos cuenta cuando falta. En los hospitales se constata el gran valor de nuestra existencia, pero también su fragilidad. Siguiendo el ejemplo de Jesús, que recorría toda la Galilea "curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo" (Mt 4, 23), la Iglesia, desde sus inicios, impulsada por el Espíritu Santo, ha considerado como un deber y un privilegio el estar al lado de quienes sufren, prestando atención preferencial a los enfermos. La enfermedad, que se manifiesta de muchas formas y ataca de diversas maneras, suscita preguntas inquietantes: ¿Por qué
  • 12. sufrimos? ¿Se puede considerar positiva la experiencia del dolor? ¿Quién nos puede librar del sufrimiento y de la muerte? Interrogantes existenciales, que en la mayoría de los casos quedan humanamente sin respuesta, dado que sufrir constituye un enigma inescrutable para la razón. El sufrimiento forma parte del misterio mismo de la persona humana. Lo puse de relieve en la encíclica Spe salvi, afirmando que "se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante también en el presente". Y añadí: "Ciertamente, conviene hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento (...), pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque (...) ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal (...), fuente continua de sufrimiento" (n. 36). El único que puede eliminar el poder del mal es Dios. Precisamente por el hecho de que Jesucristo vino al mundo para revelarnos el designio divino de nuestra salvación, la fe nos ayuda a penetrar el sentido de todo lo humano y, por consiguiente, también del sufrir. Así pues, existe una íntima relación entre la cruz de Jesús —símbolo del dolor supremo y precio de nuestra verdadera libertad— y nuestro dolor, que se transforma y se sublima cuando se vive con la conciencia de la cercanía y de la solidaridad de Dios. El padre Pío había intuido esa profunda verdad y, en el primer aniversario de la inauguración de esta Obra, dijo que en ella "el que sufre debe vivir el amor de Dios por medio de la sabia aceptación de sus dolores, meditando serenamente que está destinado a él" (Discurso del 5 de mayo de 1957). También afirmó que en la Casa Alivio del Sufrimiento "enfermos, médicos y sacerdotes serán reservas de amor, que cuanto más abundante sea en uno, tanto más se comunicará a los demás" (ib.).
  • 13. Ser "reservas de amor": esta es, queridos hermanos y hermanas, la misión que esta tarde nuestro santo os recuerda a vosotros, que con diferentes funciones formáis la gran familia de esta Casa Alivio del Sufrimiento. Que el Señor os ayude a realizar el proyecto puesto en marcha por el padre Pío con la aportación de todos: médicos e investigadores científicos, agentes sanitarios y colaboradores de las diversas oficinas, voluntarios y bienhechores, frailes capuchinos y demás sacerdotes. Sin olvidar los Grupos de oración que, "vinculados a la Casa Alivio, son las vanguardias de esta ciudadela de la caridad, viveros de fe, hogueras de amor" (Discurso del padre Pío, 5 de mayo de 1966). Sobre todos y cada uno invoco la intercesión del padre Pío y la protección maternal de María, Salud de los enfermos. Gracias, una vez más, por vuestra acogida; y, a la vez que aseguro mi oración por cada uno de vosotros, de corazón os bendigo a todos.
  • 14. DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVIA LOS PARTICIPANTES EN LA XXIV CONFERENCIA INTERNACIONAL ORGANIZADA POR EL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL DE LA SALUD Sala Clementina Viernes 20 de noviembre de2009 Queridos hermanos y hermanas: Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión de la XXIV Conferencia internacional organizada por el Consejo pontificio para la pastoral de la salud sobre un tema de gran importancia social y eclesial: "¡Effatá! La persona sorda en la vida de la Iglesia". Saludo al presidente del dicasterio, el arzobispo Zygmunt Zimowski, y le agradezco sus cordiales palabras. Extiendo mi saludo al secretario y al nuevo subsecretario, a los sacerdotes, a los religiosos y a los laicos, a los expertos y a todos los presentes. Deseo expresar mi estima y mi apoyo a vuestro generoso compromiso en este importante sector de la pastoral. Las problemáticas relativas a las personas sordas, sobre las que habéis reflexionado atentamente en estos días, son numerosas y delicadas. Se trata de una realidad articulada, que abarca desde el horizonte sociológico al pedagógico, desde el médico y psicológico al ético-espiritual y pastoral. Las relaciones de los especialistas, el intercambio de experiencias entre quienes trabajan en el sector y los testimonios de los propios sordos, han permitido realizar un análisis profundo de la situación y formular propuestas e indicaciones para una atención cada vez más adecuada hacia estos hermanos y hermanas nuestros. La palabra "Effatá", colocada al comienzo del título dela Conferencia, nos recuerda el conocido episodio del Evangelio de
  • 15. san Marcos (cf. Mc 7, 31-37), que constituye un paradigma de cómo actúa el Señor respecto a las personas sordas. Presentan a un sordomudo a Jesús, y él, apartándole de la gente, después de realizar algunos gestos simbólicos, levanta los ojos al cielo y le dice: "¡Effatá", que quiere decir "Ábrete". Al instante —escribe el evangelista— se abrieron sus oídos y se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente. Los gestos de Jesús están llenos de atención amorosa y expresan una compasión profunda por el hombre que tiene delante: le manifiesta su interés concreto, lo aparta del alboroto de la multitud, le hace sentir su cercanía y comprensión mediante gestos densos de significado. Le pone los dedos en los oídos y con la saliva le toca la lengua. Después lo invita a dirigir junto con él la mirada interior, la del corazón, hacia el Padre celestial. Por último, lo cura y lo devuelve a su familia, a su gente. Y la multitud, asombrada, no puede menos de exclamar: "Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos" (Mc 7, 37). Con su manera de actuar, que revela el amor de Dios Padre, Jesús no sólo cura la sordera física, indica también que existe otra forma de sordera de la cual la humanidad debe curarse, más aún, debe ser salvada: es la sordera del espíritu, que levanta barreras cada vez más altas ante la voz de Dios y del prójimo, especialmente ante el grito de socorro de los últimos y de los que sufren, y aprisiona al hombre en un egoísmo profundo y destructor. Como recordé en la homilía de mi visita pastoral a la diócesis de Viterbo, el 6 de septiembre pasado, "en este "signo" podemos ver el ardiente deseo de Jesús de vencer en el hombre la soledad y la incomunicabilidad creadas por el egoísmo, a fin de dar rostro a una "nueva humanidad", la humanidad de la escucha y de la palabra, del diálogo, de la comunicación, de la comunión con Dios. Una humanidad "buena", como es buena toda la creación de Dios; una humanidad sin discriminaciones, sin exclusiones... de forma que el mundo sea realmente y para todos "espacio de verdadera fraternidad"..." (L'Osservatore Romano, edición en lengua
  • 16. española, 11 de septiembre de 2009, p. 6). Lamentablemente, la experiencia no siempre atestigua gestos de acogida diligente, de solidaridad convencida y de comunión amorosa con las personas sordas. Las numerosas asociaciones nacidas para tutelar y promover sus derechos ponen de manifiesto que sigue existiendo una cultura marcada por prejuicios y discriminaciones. Son actitudes deplorables e injustificables, porque son contrarias al respeto de la dignidad de las personas sordas y de su plena integración social. Pero las iniciativas promovidas por instituciones y asociaciones, tanto en ámbito eclesial como civil, inspiradas en una solidaridad auténtica y generosa, son mucho más vastas y han mejorado las condiciones de vida de muchas personas sordas. Al respecto, es significativo recordar que las primeras escuelas para la educación y la formación religiosa de estos hermanos y hermanas nuestros surgieron en Europa ya en el siglo XVIII. Desde entonces, se han multiplicado en la Iglesia las obras caritativas, bajo el impulso de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, con el objetivo de ofrecer a los sordos no sólo una formación, sino también una asistencia integral para su plena realización. Sin embargo, no se puede olvidar la grave situación en la que todavía viven actualmente en los países en vías de desarrollo, tanto por falta de políticas y legislaciones adecuadas, como por la dificultad para acceder a la asistencia sanitaria primaria. De hecho, a menudo la sordera es consecuencia de enfermedades fácilmente curables. Por lo tanto, hago un llamamiento a las autoridades políticas y civiles, y a los organismos internacionales, a fin de que proporcionen el apoyo necesario para promover, también en esos países, el debido respeto de la dignidad y de los derechos de las personas sordas, favoreciendo su plena integración social con ayudas adecuadas. La Iglesia, siguiendo las enseñanzas y el ejemplo de su divino Fundador, continua acompañando con amor y solidaridad las distintas iniciativas pastorales y sociales en
  • 17. beneficio de esas personas, reservando una atención especial hacia los que sufren, consciente de que precisamente en el sufrimiento se esconde una fuerza especial que acerca interiormente el hombre a Cristo, una gracia especial. Queridos hermanos y hermanas sordos, no solamente sois destinatarios del anuncio del mensaje evangélico, sino también con pleno derecho anunciadores, en virtud de vuestro Bautismo. Por lo tanto, vivid cada día como testigos del Señor en los ambientes de vuestra existencia, dando a conocer a Cristo y su Evangelio. En este Año sacerdotal orad también por las vocaciones, para que el Señor llame a numerosos y buenos ministros para el crecimiento de las comunidades eclesiales. Queridos amigos, os doy las gracias por este encuentro y os encomiendo a todos a la protección materna de María Madre del amor, Estrella de la esperanza, Virgen del silencio. Con estos deseos, os imparto de corazón la bendición apostólica, que extiendo a vuestras familias y a todas las asociaciones que trabajan activamente al servicio de los sordos.