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Boletín trimestral
de Bioética
Boletín trimestral de Bioética
Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016
Boletín trimestral de Bioética
ISSN 2145-3373
Facultad de Medicina y Departamento de Humanidades / Universidad CES
Grupo de investigación ETICES
Volumen 8, número 3
Julio a septiembre de 2016
Fax: 268 28 76
Envíe sus comentarios y sugerencias a través de las siguientes direcciones:
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jtaborda@ces.edu.co
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Integrantes del grupo ETICES
Francisco Luis Ochoa J. Médico. Magíster en Epidemiología.
Mauricio Taborda A. Filósofo. Magíster en Filosofía. Candidato a Doctor en Filosofía.
John Wilson Osorio. Historiador. Especialista en Educación. Magíster en Administración.
Santiago Henao. Médico Veterinario. Doctor en Bioética.
Rodrigo Posada Bernal. Economista Industrial. Magíster en Ciencias de la Administración.
Sara Múnera Orozco. Fisioterapeuta. Graduate Student Assistant en University of Pittsburgh.
Diseño y diagramación: Oficina de Proyección Corporativa
Imágenes tomadas de: www.shutterstock.com
Exordio. Un componente insoslayable de la bioética global:
la polemoética
¿Hay algo más inherentemente humano que la guerra? ¿Y algo en
lo que el manejo irresponsable del poder de la tecnociencia sea
más obvio? Si, en lo básico, y siguiendo a Van Rensselaer Potter,
entendemos la bioética como el conocimiento sobre cómo ma-
nejar el conocimiento, esto es, el manejo responsable y sabio del
enorme poder que la tecnociencia le otorga al hombre, saltan a la
vista de inmediato ciertas áreas en las que aflora el uso irrespon-
sable de tal poder. Una de ellas es la tecnología bélica, por lo que
cabe hablar de la polemoética para señalar los aspectos éticos en
relación con dicho sector tecnocientífico.
Así, la polemoética es, o debería al menos ser, una parte sustan-
cial de la polemología (Sierra Cuartas, 2014), entendida ésta como
el estudio de la guerra y de sus formas, causas y efectos cual
fenómeno social. Y, claro está, la polemoética queda cual compo-
nente insoslayable de la bioética global, máxime que, como des-
tacaba Richard Feynman en una conferencia de 1963, titulada La
incertidumbre de la ciencia:
Ahora bien, este poder para hacer cosas no incluye instrucciones
sobre cómo utilizarlo, si utilizarlo para bien o para mal. El producto
de este poder es el bien o el mal, dependiendo de cómo se utilice.
[…] hemos ocultado laboratorios en los que hay hombres trabajando
denodadamente para desarrollar enfermedades para las que nadie
más sea capaz de encontrar una cura. Nos sentimos satisfechos con
el desarrollo del transporte aéreo y nos impresionan los grandes
aviones, pero también somos conscientes de los graves horrores de
la guerra aérea (Feynman, 1999: 16).
Acerca de esto, Feynman no hablaba en abstracto habida cuenta
de que él vivió los horrores de la guerra al ser parte del Proyecto
Manhattan en la Segunda Guerra Mundial, episodio que le suscitó
1
Texto pergeñado por el autor cual segundo óbolo para contribuir con los fines del Boletín ETICES.
2 Ingeniero Químico de la Universidad Nacional de Colombia y Magíster en Educación de la Pontificia Universidad Javeriana.
Profesor Asociado de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro de la Sociedad Julio Garavito para el Estudio de la Astrono-
mía, del Consejo editorial de la Circular de la Red de Astronomía de Colombia, de la Red de enseñanza de la ética, del grupo de
investigación Bioethicsgroup de la Universidad Militar Nueva Granada, de la History of Science Society (USA), de la New York Academy
of Sciences, de la British Society for the History of Science, de la Newcomen Society for the Study of the History of Engineering and
Technology y del International Committee for the History of Technology.
LA DIMENSIÓN BIOÉTICA EN LA
HISTORIA DE LA GUERRA1
Carlos Eduardo de Jesús Sierra Cuartas2
54
Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016
sus cargos de conciencia como parte de un
cuadro depresivo. A la sazón, Feynman era
un brillante estudiante de doctorado en sus
veinticinco años.
Hace poco, en 2013, con el título de The Cha-
llenger Disaster, vio la luz una película basa-
da en el informe de Feynman acerca del ac-
cidente de la lanzadera espacial Challenger,
acaecido el 28 de enero de 1986. En la mis-
ma, Feynman está interpretado por el ac-
tor William Hurt. En especial, viene al caso
destacar dos momentos de dicho filme. En
primera instancia, cuando Feynman le dice
al general Donald Kutyna, interpretado por
Bruce Greenwood, que su participación en
el Proyecto Manhattan fue un caso de mal
uso de la ciencia. Luego, al final de la pelí-
cula, cuando aquél le dice a éste que la for-
ma cómo elucidó las causas del accidente
de la lanzadera de marras fue un ejemplo
de buen uso de la ciencia. De este modo,
queda claro que Richard Feynman jamás
perdió de vista la dimensión ética que debe
acompañar siempre la actividad tecnocien-
tífica en todos sus órdenes, incluido el ám-
bito militar, pues, como destaca con lucidez
el filósofo español Carlos París (2012: 65):
… hemos alcanzado un poderío técnico, en
fuerte medida dirigido hacia la destrucción,
que desborda nuestra capacidad de control.
En medio de una fabulosa tecnología, nues-
tra racionalidad ética y política permanece
anclada en remotos tiempos, en el que pre-
cede a la conquista de lo humano, como en el
ejemplo de los simios, o a la madurez propia
del adulto si pensamos en los niños.
Así las cosas, no parece haber gran espe-
ranza en pretender que semejantes atavis-
mos son un triste recuerdo de edades bár-
baras, como tratan de alegar los marxistas
sobrevivientes de nuestra época, aferrados
con nostalgia a una pretendida superación
de la evolución biológica por parte de una
llamada evolución cultural. Al fin y al cabo,
el principio de realidad es tozudo. No sea-
mos ilusos: ante todo, como bien lo dijo Sun
Zi (2010: 23), el teórico militar más respeta-
do, la guerra es el asunto más importante
para el Estado, pues, en el campo de ba-
talla, se decide el destino de las naciones.
Justo por esto, resulta aconsejable e im-
prescindible el estudio de la guerra y sus
aspectos éticos.
El experimento de la prisión
de Stanford
En la historia de la psicología de la segun-
da mitad del siglo XX no puede pasarse por
alto un experimento llevado a cabo en 1971
en la Universidad de Stanford con una sub-
vención de la Armada de los Estados Uni-
dos y bajo la dirección de Philip Zimbardo,
cuya fama ha llegado a tal punto que, en el
año 2015, se lo dio a conocer como pelícu-
la, dirigida por Kyle Patrick Álvarez y escrita
por Tim Talbott (Wikipedia, 2017d). Además,
inspiró un libro con un título más que pre-
ocupante por lo revelador del lado oscuro
de la naturaleza humana: El efecto Lucifer:
El porqué de la maldad, escrito por el propio
Philip Zimbardo (2008), cuya tesis central
cabe resumir como sigue: las buenas per-
sonas pueden volverse malvadas. O, para
decirlo sin pelos en la lengua a la manera
de Marcelino Cereijido, notable investiga-
dor argentino-mexicano en el campo de las
ciencias biomédicas, todos los seres huma-
nos están propensos a cometer hijoputeces
por obra y gracia de una estructura psíquica
conocida como el doppelgänger, el cual pue-
de hacernos cometer barbaridades mien-
tras nos mantiene al tanto de que transgre-
dimos una norma, para que así tengamos
cuidado y actuemos con sigilo a la vez que
nos hace pensar que obramos con plena
justicia (González Arenas, 2012).
¿En qué consistió tal experimento? En pocas
palabras, se les asignaron a veinticuatro jó-
venes voluntarios los roles de guardianes o
de prisioneros en una cárcel simulada crea-
da al efecto en el Departamento de Psicolo-
gía de la Universidad de Stanford (Zimbardo
y Franco, 2008). Una vez iniciado el experi-
mento, policías genuinos arrestaron a los
prisioneros en sus casas, los ficharon y tras-
ladaron a la cárcel ficticia. Con el fin de si-
mular la experiencia de estar en una prisión
real, se procuró que todo lo que había dentro
de la misma estuviera a tono con el ambien-
te respectivo, desde los uniformes humillan-
tes hasta los números de las celdas en las
puertas del laboratorio en uso. En cuanto al
propósito respectivo, se trataba de estudiar
la psicología del confinamiento y analizar las
reacciones de las personas consideradas
como honestas al estar encerradas en un lu-
gar francamente deshumanizado. Para sor-
presa de los gestores de este experimento,
apenas transcurridas unas cuantas horas, lo
"…hemos alcanzado un poderío técnico, en fuerte medida dirigido
hacia la destrucción, que desborda nuestra capacidad de control.
En medio de una fabulosa tecnología, nuestra racionalidad ética y
política permanece anclada en remotos tiempos, en el que precede
a la conquista de lo humano, como en el ejemplo de los simios, o a la
madurez propia del adulto si pensamos en los niños".
Carlos París
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Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016
que debía haber sido un estudio dizque con-
trolado del comportamiento humano cobró
vida propia en forma alarmante, puesto que
quienes fungían como guardianes aumenta-
ron los castigos a los prisioneros, mientras
la actitud de éstos se volvió cada vez más pa-
siva. De manera que los dos grupos básicos
de este experimento adoptaron con rapidez
los roles correspondientes. Cosa curiosa,
esto sucedió sin que mediase predisposición
interna alguna o instrucciones por parte de
los investigadores. Además, el experimento
estaba pensado para que durase un par de
semanas, pero fue menester concluirlo en
forma abrupta en el sexto día al haberse sa-
lido de madre. Con todo, hubo algunos guar-
dianes “buenos” que no fueron crueles con
los prisioneros. No obstante, se inhibieron
cuando se produjeron los peores abusos.
Conviene aclarar que este experimento ha
trascendido los ámbitos académicos, ya que
permitió entender mejor, entre otros casos,
el regocijo mostrado por jóvenes militares
estadounidenses de la Compañía 372 de la
Policía Militar, agentes de la CIA y contratis-
tas militares ante las terribles vejaciones a
las que sometieron a prisioneros iraquíes en
la cárcel de Abu Ghraib en 2003. En suma,
si se dan las circunstancias apropiadas, los
seres humanos pueden ser malvados. Por
así decirlo, cada cual tiene un señor Hyde
en su interior. En estas circunstancias, la
ética en general, y la bioética en especial,
resulta más indispensable que nunca al
ser la humanidad actual un colectivo de
cromañones que manejan computadores,
misiles y muchos otros artefactos sofistica-
dos sin mayor responsabilidad, un colectivo
que persiste en un preocupante estado de
adolescencia tecnológica. O, en palabras de
Gregory House, el inolvidable protagonista
de la serie televisiva Doctor House, de la ca-
dena Fox (Irwin y Jacoby, 2010: 13): “Somos
animales viles y egoístas que se arrastran
por la Tierra, pero, como tenemos cerebro,
de vez en cuando podemos aspirar, con gran
esfuerzo, a hacer algo que no sea del todo
malo”. De aquí que posea un hondo sentido
una parte del diálogo sostenido entre Luke
Skywalker y el maestro Yoda en el universo
ficticio de Star Wars (Episodio V: El Imperio
contraataca), en el planeta en el cual éste
se ha exiliado tras la nefasta conversión de
la República Galáctica en Imperio. Mientras
Luke le dice a Yoda que ha ido allí a buscar
a un gran guerrero, éste le responde que la
guerra no engrandece a nadie. He aquí una
muestra elocuente de la filosofía propia de
la Orden de los Caballeros Jedi, los guar-
dianes de la paz en la galaxia en la ficción
correspondiente al ser guerreros con voca-
ción espiritual y de servicio a la comunidad
que evocan a los héroes de las tradiciones
celta y budista.
Conforme ha avanzado el conocimiento de
la psicología del mal, se ha comprendido
que la transformación de la personalidad
humana no es algo raro, que personas con-
sideradas normales en principio pueden
cometer actos horribles si están sometidas
a situaciones determinadas o a fuertes pre-
siones sociales (Zimbardo y Franco, 2008).
La banalidad del mal no es asunto exclu-
sivo de la novela negra. En fin, no parece
haber una línea nítida e impermeable entre
los buenos y los malos, algo que la historia
militar del mundo demuestra con crudeza
extrema. Y, en lo que a Colombia concierne,
su historia de violencia apunta en la misma
dirección. Por ejemplo, la Guerra de los Mil
Días fue un conflicto armado que figuró en-
tre los sucesos más violentos de la época en
el mundo. De hecho, no existe en el mundo
natural una criatura que sea más cruel que
el ser humano, una cuestión que Marcelino
Cereijido (2011: 122) ilustra con elocuen-
cia: “Leones que mataran por separado a
sus propias presas, para comer cinco kilos
de carne y malgastar el resto, serían eco-
lógicamente demasiado caros; de hecho,
no hay bichos “hipercazadores” que maten
más de lo que necesitan para alimentar-
se. Contrastemos esta regla general entre
los animales con lo que el activista político
Abbie Hoffman (1936-1989) afirmó respecto
a la especie humana; lo parafraseo: si los
hombres fueran obligados a comer lo que
matan, no habría guerras en el mundo”.
"En suma, si se dan las circunstancias
apropiadas, los seres humanos pueden
ser malvados. Por así decirlo, cada cual
tiene un señor Hyde en su interior. En estas
circunstancias, la ética en general, y la bioética
en especial, resulta más indispensable que
nunca al ser la humanidad actual un colectivo
de cromañones que manejan computadores,
misiles y muchos otros artefactos sofisticados
sin mayor responsabilidad, un colectivo
que persiste en un preocupante estado de
adolescencia tecnológica".
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Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016
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Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES
Desde luego, si la gente fuera buena per se,
el Estado de derecho sobraría como freno
frente al estado de naturaleza.
La práctica occidental de la guerra
En la historia militar, existe un paradigma
propio de Occidente, nacido tres milenios
atrás durante las guerras agrícolas en la
antigua Grecia, en cuanto a su forma de
hacer la guerra concierne. No han faltado
los historiadores militares que discrepan
al respecto, pero, de todas formas, tal pa-
radigma permite entender mejor lo que ha
sido la historia de la guerra en el mundo
occidental, amén del proceso largo y com-
plejo por el cual Occidente logró surgir y
consolidarse. Incluso, en el ámbito de la
ciencia ficción militar, este paradigma está
presente cuando actúan fuerzas militares
de países o regiones occidentales. Además,
es una parte insoslayable del entramado
militar-industrial del mundo actual.
En lo relativo a sus fundamentos, la prác-
tica occidental de la guerra está basada en
cinco principios cruciales. En primer lugar,
las fuerzas armadas occidentales han soli-
do confiar en una tecnología superior a fin
de compensar su inferioridad en recursos
humanos, lo cual no implica que Occiden-
te disfrutase de una superioridad tecnoló-
gica en todo momento, por lo que siempre
estuvo receptivo a las tecnologías nuevas,
ora propias, ora foráneas. Sin embargo, la
superioridad tecnológica no garantiza la
victoria. Por ende, cual segundo principio,
la disciplina es muy importante para los
ejércitos occidentales, como pudo verse,
por ejemplo, en las batallas de Platea (479
a.C), Lechfeld (955 d.C.) y Viena (1683), en
las que las fuerzas enemigas fueron numé-
ricamente superiores.
El tercer cimiento de la práctica occidental
de la guerra consiste en la derrota y la des-
trucción total del enemigo, en contraste con
la práctica militar de otras sociedades. Bo-
tón de muestra, los hoplitas y los legiona-
rios de la Antigüedad eran despiadados. De
esta suerte, en la Edad Moderna, la conoci-
da frase bellum romanum tuvo el sentido de
“guerra sin cuartel” como la técnica militar
propia de los europeos en ultramar. Esto
es, la única meta de las guerras en otras
sociedades era esclavizar a sus enemigos,
no exterminarlos. Así las cosas, las socie-
dades que chocaron con los europeos es-
tuvieron mal preparadas para resistir unas
tácticas de destrucción que desconocían
por completo. Si nos fijamos, este principio
es el que implica una mayor pertinencia de
la bioética en el ámbito militar dadas las
amenazas inevitables para la vida al quedar
sojuzgada la tecnociencia por el entramado
militar-industrial para servir a sus intereses
inconfesables. No son precisamente pocos
los científicos e ingenieros implicados en el
desarrollo de armas nucleares, químicas,
biológicas y convencionales.
El cuarto principio consiste en la capacidad
tanto para cambiar como para mantener las
prácticas militares en función de la necesi-
dad. Desde la perspectiva evolutiva, se ha
comparado esto con el modelo biológico del
equilibrio puntuado, es decir, la evolución
bélica avanza mediante estallidos breves
de cambio rápido intercalados con períodos
más largos de cambio lento y gradual. Es
el caso de lo que sucedió en el siglo XIV en
Europa cuando, tras un crecimiento lento,
pero constante, de la importancia de la in-
fantería, los piqueros suizos y los arqueros
ingleses mejoraron su función de manera
sorprendente. Más tarde, la artillería con
pólvora revolucionó el arte del asedio en
la década de 1430 y, una centuria después,
entró en escena la fortaleza artillada, o bas-
tión, cual nueva técnica defensiva que resta-
bleció la correlación de fuerzas en la guerra
de posiciones. En Colombia, tenemos una
muestra de esta arquitectura militar con las
fortificaciones de Cartagena. En suma, cada
innovación alteraba el equilibrio dominante
10
Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES
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Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016
en un momento dado y producía a una fase
de cambio y ajuste rápidos. Y, por último, el
quinto principio consiste en la destreza para
financiar los cambios concomitantes.
Los resultados de la evolución de la prác-
tica occidental de la guerra están a la vis-
ta, como puede apreciarse al consultar el
Global Firepower Index para este año 2017.
Como cabe imaginar, la lista correspon-
diente, que comprende 133 países, inicia
con los Estados Unidos, cuyas fuerzas ar-
madas son las más poderosas del planeta.
A continuación, le sigue Rusia. Por su parte,
Francia y Reino Unido figuran en los pues-
tos 5 y 6, respectivamente; Alemania, en el
puesto 9; Italia, en el11; Israel, en el 15; y
Brasil, en el 17. En cuanto a Colombia, está
en el puesto 40, algo relativamente respe-
table, reflejado en un personal militar que
consta de 511.550 individuos, de los cuales
369.100 son personal activo y 142.450 cons-
tituyen la reserva. En pocas palabras, estos
son guarismos que reflejan un alto poder de
destrucción. No olvidemos que los ejércitos
modernos son megamáquinas sofisticadas.
En fin, esto explica el predominio de Occi-
dente en el mundo (Parker, 2010: 17): ha-
cia 1800, controlaba alrededor del 35% de
la superficie terrestre; en 1914, esa cifra
creció hasta alcanzar cerca del 85%. En la
actualidad, y a pesar de que la superficie
sometida al control directo de Occidente
ha quedado mermada en forma notoria,
la capacidad de las fuerzas armadas occi-
dentales para intervenir de manera directa
y decisiva por tierra y por mar donde haga
falta permite salvaguardar los intereses
económicos correspondientes y perpetuar
un equilibrio de poder acorde con éstos.
Sencillamente, el auge de Occidente resulta
inconcebible si no se toman en cuenta sus
aptitudes bélicas.
A estas alturas, se impone de forma natural
la siguiente pregunta: ¿Podrá la humanidad
superar su actual adolescencia tecnológica,
esto es, resistir la tentación de hacer un uso
insensato y demencial de su enorme poder
de destrucción, manifiesto en los arsenales
de todo el mundo? Para hacernos a una
idea de semejante poder, en lo que a las ar-
mas nucleares concierne, estamos hablado
de unos 16.000 megatones, más que sufi-
ciente para acabar con nuestra civilización
en el transcurso de una tarde perezosa.
Verbigracia, existen bombas nucleares de
un poder enorme, como la temible Bomba
del Zar, desarrollada por los rusos, cuya po-
tencia es de 50 megatones, lo cual quiere
decir que puede destruir una gran ciudad
objetivo, inclusive ciudades como Nueva
York o Tokio. He aquí los efectos produci-
dos por la explosión de esta bomba en una
prueba de la misma llevada a cabo el 30 de
octubre de 1961 en el archipiélago de Nue-
va Zembla (Wikipedia, 2017a): “Cuando la
bomba detonó, inmediatamente la tempe-
ratura directamente debajo y alrededor de
la detonación se habría elevado millones de
grados. La presión bajo la explosión fue de
211.000 kilos por metro cuadrado, más de
diez veces la que hay en el neumático de
un automóvil. La energía luminosa fue tan
poderosa que pudo ser vista incluso a una
distancia de 1000 km, con cielo nublado.
La onda de choque fue lo bastante potente
como para romper vidrios gruesos incluso a
más de 900 km de la explosión, y fue regis-
trada en tres ocasiones distintas alrededor
de la Tierra. La nube de hongo producida
por la explosión se elevó a una altitud de
64.000 metros antes de nivelarse. La ener-
gía térmica fue tan grande que podría haber
causado quemaduras de tercer grado a una
persona que se encontrara a 100 km de la
explosión”. Por así decirlo, toda una arma
suprema del Juicio Final. ¿Qué otra cosa
cabe esperar de los más de 7.500 millones
de cromañones que hoy manejan tecnolo-
gías sofisticadas? Justo en fecha reciente,
los rusos presentaron su nuevo misil nu-
clear Satán 2, que puede portar una ojiva
de hasta 40 megatones, lo que le permite
destruir una zona del tamaño de Francia o
el estado de Texas (Marín, 2016).
En principio, existe cierta esperanza para
superar la adolescencia de marras si toma-
mos en cuenta la ecuación de Frank Drake,
"¿Podrá la humanidad superar su actual adolescencia
tecnológica, esto es, resistir la tentación de hacer un uso
insensato y demencial de su enorme poder de destrucción,
manifiesto en los arsenales de todo el mundo?"
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Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES
o sea, aquella que permite estimar el núme-
ro de civilizaciones tecnológicas altamente
avanzadas que pudiese haber en la galaxia,
de civilizaciones que hayan aprendido a vivir
sabiamente con una alta tecnología y que
posean por tanto un semblante biocéntrico.
Aun si el estimativo correspondiente apenas
sugiriese unas pocas civilizaciones, implica-
ría que existe la posibilidad de superar un es-
tado de adolescencia tecnológica. Aún más,
tal esperanza quedaría reforzada si llegase
del espacio exterior un mensaje que pudiese
interpretarse de manera inequívoca como
procedente de una civilización muy avanza-
da, algo que el inolvidable Carl Edward Sa-
gan supo expresar con elocuencia: “Estas
estimaciones son excitantes. Sugieren que
la recepción de un mensaje del espacio es,
incluso sin descifrarlo, un signo profunda-
mente esperanzador. Significa que alguien
ha aprendido a vivir con la alta tecnología;
que es posible sobrevivir a la adolescencia
tecnológica. Esta razón, con toda indepen-
dencia del contenido del mensaje, proporcio-
na por sí sólo una poderosa justificación para
la búsqueda de otras civilizaciones” (Sagan,
1985: 302). En fin, habida cuenta de que el
ser humano, según lo establece la antropo-
logía filosófica, es proyecto ante todo, resulta
una píldora harto difícil de tragar aquella de
que la humanidad sea incapaz de superar su
presente estado de adolescencia tecnológi-
ca. Sin esperanza, la bioética global y radical
no tendría razón de ser.
El comercio como una forma
zde la guerra
Debemos al poeta, artista, esteta y socialista
británico del siglo XIX William Morris la com-
prensión del comercio como una forma de la
guerra, lo cual significa que ambos implican
un despilfarro de bienes. En efecto, en su
ensayo titulado Cómo vivimos y cómo podría-
mos vivir, Morris (2013: 49) diagnostica que
el sistema aún dominante está basado en un
estado de guerra permanente. Hete aquí una
precisión oportuna habida cuenta de que tan-
to el capitalismo como el marxismo soviético
al ser, por así decirlo, los hijos mellizos de un
padre conocido como el paradigma baconia-
no de conquista de la naturaleza, no están en
posición de promover una sociedad de talante
biocéntrico, algo que tuvo bien claro Hans Jo-
nas al pergeñar El principio de responsabilidad
(Jonas, 2004), obra que tuvo como punto de
partida la propia experiencia militar de Jonas
durantelaSegundaGuerraMundial.Engene-
ral, no están en una posición tal las socieda-
des industriales de índole dominante según la
denominación adecuada introducida por Iván
Illich, el crítico más lúcido y penetrante de las
contradicciones de las sociedades referidas.
Pero, volvamos con Morris, quien sostenía
continoloquesigue:“Asíescomovivimoshoy
en nuestra relación con las naciones extran-
jeras: dispuestos a arruinarlas sin guerras
si es posible y, si fuera necesario, con ellas,
por no hablar de la vergonzosa explotación de
las tribus salvajes y de los pueblos bárbaros,
a los que endilgamos nuestras mercancías
de mala calidad y nuestra hipocresía a fuer-
za de cañón” (Morris, 2013: 52). Repárese en
que estas palabras de Morris permanecen
incólumes y enhiestas pese al largo tiempo
transcurrido, puesto que, en nuestro tiempo,
es más evidente el nexo entre la guerra y el
comercio habida cuenta de que pasamos por
una crisis civilizatoria global marcada, entre
otros rasgos, por el agotamiento de recursos
minerales y un colapso ambiental inminente,
un contexto distópico como el que más ante
la exacerbación de las guerras con motivo de
la disputa por unos recursos cada vez más
escasos. Precisamente, esto lo ha sabido re-
flejar la ciencia ficción, como en Star Wars con
la Federación de Comercio, un gremio harto
poderoso, todo un cártel y megacorporación
de la República Galáctica, que cuenta con una
flota y un ejército privado formidable, lo que le
permitió dominar sistemas estelares enteros.
Las guerras comerciales propias de las so-
ciedades industriales aniquilan tradiciones
milenarias en un santiamén, sin quedar
nada de idílico, placentero o artístico. Antes
al contrario, todo queda pisoteado y hundi-
do en un lodazal de sordidez o fealdad se-
gún lo dijo Morris (2013: 55). Por otra parte,
este fenómeno, visto desde la óptica de Iván
Illich, constituye un ejemplo típico de la con-
traproductividad propia de tales sociedades,
esto es, la contradicción patente entre los
fines declarados y los resultados conse-
guidos. Recordémoslo: no existen grandes
guerreros porque la guerra no engrandece
a nadie. Más bien, la guerra constituye todo
un despliegue de testosterona. Es el aliento
vital de quienes obtienen beneficios (Morris,
2013: 61). Además, Morris expresa esa idea
que subyace en lo que solemos entender
por bioética: el manejo responsable del
enorme poder otorgado por la tecnocien-
cia a los seres humanos, lo cual expresa de
manera sencilla como su empleo a ciegas
y con necedad, como si aún estuviese re-
gido por el destino (Morris, 2013: 66). Para
colmo, se abaratan los productos comer-
ciales a expensas de obligar a las personas
a trabajar hacinada en antros malsanos y
hórridos, lo que quiere decir que las mer-
cancías logran abaratarse a costa de la vida
de los trabajadores, de la felicidad robada
a sus vidas (Morris, 2013: 78). Sobre esto,
para percibir el drama correspondiente,
piense el lector en el régimen ominoso de
las maquilas actuales, las cuales terminan
por chatarrizar a los trabajadores a tem-
prana edad. En cierto modo, por la forma
como el industrialismo sorbe las energías
vitales de la gente, cabe compararlo con las
leyendas sobre vampiros, pues, sus man-
dos, principales y medios, hacen las veces
de chupatiempos, lo que permite explicar
la contraproductividad que le es inevitable.
Por ende, el modo de producción capitalista
es inmoral y amoral a la vez, sobre todo al
haber erigido el utilitarismo como especie
de sinónimo de virtud.
Además, la persecución del beneficio propia
de las guerras comerciales es la que amon-
tona a los seres humanos en las terribles
aglomeraciones conocidas como ciudades;
la que los hacina en barrios cerrados, sin
jardines ni espacios abiertos; la que su-
merge a la gente en nubes de humos sul-
furosos, que, a la vez, convierten los ríos y
quebradas en cloacas; y la que condena a
la gente, salvo a los más pudientes, a vivir
"Las guerras comerciales
propias de las sociedades
industriales aniquilan
tradiciones milenarias en un
santiamen, sin quedar nada de
idilico, placentero o artistico.
Antes al contrario, todo queda
pisoteado y hundido en un
lodazal de sordidez o fealdad".
"Por ende, el modo de
producción capitalista es
inmoral y amoral a la vez,
sobre todo al haber erigido el
utilitarismo como especie de
sinónimo de virtud".
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Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016
en viviendas mal diseñadas, sin tomar en cuenta el bienestar de
las personas (Morris, 2013: 80). En síntesis, con un hondo sentido
ético, todo lo anterior conduce a William Morris a proponer las
exigencias básicas para promover una vida decente, a saber: un
cuerpo saludable; una mente activa, compenetrada con el pasado,
el presente y el futuro; una ocupación adecuada para un cuerpo
sano y una mente activa; y un mundo hermoso en el que valga la
pena vivir (Morris, 2013: 85). Desde luego, todo esto presupone
erradicar las guerras y su cuasisempiterno despilfarro de bienes.
¿Será posible al ser el hombre un animal de malos instintos ? Y no
hay genes para la moral.
Por fortuna, no han faltado los científicos e ingenieros con alta es-
tatura ética, como Richard Feynman, cuyo testimonio en relación
con el Proyecto Manhattan es elocuente al compendiar la esencia
de lo que debe ser la ética en el ámbito militar, entendida cual
compromiso intelectual de parte de los científicos e ingenieros
mismos (Feynman, 1994: 158-159):
Tras el éxito del primer ensayo, la excitación de todo el mundo en Los
Álamos fue tremenda. Todo el mundo celebraba fiestas, y todos co-
rríamos de acá para allá. Yo me senté en la trasera de un jeep y allí
estuve haciendo redobles de tambor y armando jaleo. Me acuerdo,
sin embargo, de que una persona, Bob Wilson, estaba allí sentado,
taciturno y deprimido.
Yo le dije: « ¿A qué esas penas?».
«Hemos hecho una cosa terrible», me respondió.
«Pero si fuiste tú quien la empezó. Tú nos metiste en esto».
Ya ven ustedes, lo que me ocurrió —lo que ocurrió con todos noso-
tros—, es que tuvimos una buena razón para empezar. Después uno
se pone a trabajar muy intensamente para lograr algo, y es un placer;
es apasionante. Y ya se sabe, se deja de pensar; sencillamente, uno
no piensa. Bob Wilson era el único que en aquel momento aún estaba
pensando en las consecuencias.
Regresé a la civilización poco después, y fui a Cornell a enseñar. Mi
primera impresión fue muy extraña. Todavía no puedo comprenderla,
y por aquel entonces me causaba una enorme impresión. Por ejem-
plo, estaba sentado en un restaurante de Nueva York, y al mirar los
edificios vecinos empezaba a pensar hasta qué radio causó daños la
bomba de Hiroshima, y cosas por el estilo… ¿A qué distancia de aquí
estaba la calle 34?… Veía todos aquellos edificios reducidos a escom-
bros. A lo mejor pasaba por un sitio donde estaban construyendo un
puente, o abriendo una nueva carretera, y pensaba: «Están locos; es
que no comprenden, no alcanzan a comprender. ¿Por qué construyen
cosas nuevas? Es totalmente inútil».
Pero, afortunadamente, ha sido inútil desde hace casi cuarenta años,
¿verdad? Así que me equivoqué sobre la inutilidad de construir puentes,
y me alegro de que todas esas personas tuvieran el buen sentido de
seguir adelante.
Yo le dije:
« ¿A qué esas penas?».
«Hemos hecho una cosa terrible»,
me respondió.
«Pero si fuiste tú quien la empezó.
Tú nos metiste en esto».
Ya ven ustedes, lo que me ocurrió —lo que ocurrió
con todos nosotros—, es que tuvimos una buena
razón para empezar. Después uno se pone a trabajar
muy intensamente para lograr algo, y es un placer;
es apasionante. Y ya se sabe, se deja de pensar;
sencillamente, uno no piensa.
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Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016
Ante todo, Feynman fue un científico ciuda-
dano que superó su pecado de juventud al
ser capaz de reconocer que esa experien-
cia fue un caso de mal uso de la ciencia, en
contraste con lo hecho en su investigación
acerca del accidente de la lanzadera espa-
cial Challenger. A su manera, él se percató
de que la guerra no engrandece a nadie. Por
supuesto, este ejemplo memorable sobre
Feynman no quiere decir que, con anteriori-
dad a la Segunda Guerra Mundial, estuviese
ausente la reflexión ética por parte de inte-
lectuales comprometidos. De facto, en lo
concerniente a la Primera Guerra Mundial,
Freeman Dyson (1992: 196) deja esto bien
claro: “La tecnología, en las impresiones de
la Primera Guerra Mundial que yo absorbí
cuando niño, era un monstruo malévolo
que se había librado de todo control hu-
mano. Esta visión de la tecnología era muy
común en Inglaterra por entonces, no sólo
entre los poetas y los literatos, cuyos escri-
tos cita Paul Fussell en The Great War and
Modern Memory, sino también entre hom-
bres de ciencia”. Por ende, al hablar de los
usos irresponsables del enorme poder de la
tecnociencia, sobre todo para fines bélicos,
resulta prudente no generalizar a la totali-
dad de la comunidad científica y humanista.
Después de todo, la condición humana no
admite reducción alguna.
Por desgracia, la capacidad de reconocer
el mal uso de la ciencia y la tecnología no
es la nota dominante entre los científicos
e ingenieros, sobre todo si carecen de una
sólida formación humanista, menos aún si
ellos están involucrados en el desarrollo de
armamentos o en proyectos harto dudosos
con empresas multinacionales. Al fin y al
cabo, el diablo es el que carga las armas.
No hay guerras hermosas. Para colmo, en
nuestro tiempo, se ha magnificado esta pro-
blemática a causa del desarrollo de nuevas
tecnologías bélicas, tales como los robots,
los drones y, por encima de todo, los sol-
dados aumentados merced a su optimiza-
ción biológica, algo que recuerda tramas de
ciencia ficción, como The Six Million Dollar
Man, RoboCop y Universal Soldier. En es-
pecial, esta dudosa optimización biológica
implica grandes problemas éticos y jurídi-
cos, concernientes al derecho internacional
humanitario, la doctrina de la guerra justa,
el quiebre de valores militares tradiciona-
les, la eliminación de las emociones y las
dificultades a largo plazo de la reintegración
a la vida civil (Puscas, 2017), por lo que, en
el futuro, no se descarta la instauración de
un derecho a consentir o no las intervencio-
nes irreversibles en el cuerpo humano que
atentarían contra la “libertad cognitiva” del
soldado. Al fin y al cabo, esto tiene que ver
con el desarrollo de capacidades más allá
de la norma, más aún cuando estas tecno-
logías de aumento connotan una capacidad
ofensiva y hay repercusiones al eliminar las
emociones con bloqueadores, un estado de
muerte emocional, como la perpetración
de “crímenes emocionales” al quedar los
soldados insensibles al asesinato, un esta-
do en el que la ética queda por los suelos
dado que la misma requiere, para su ejerci-
cio, de un ser humano autónomo. Y, en los
ejércitos, a lo largo de su historia, enrolarse
ha implicado renunciar a una parte de la
autonomía. Así las cosas, resulta dudoso
que un soldado aumentado merezca una
condecoración si su coraje es el fruto de in-
tervenciones neuronales, algo comparable
a subir hasta la cima del monte Everest en
helicóptero y con máscara de oxígeno, esto
es, justo lo contrario al buen montañismo.
En este punto, es menester precisar que
el ideal, por no decir que obsesión, de la
optimización del soldado dista en mucho
de ser algo reciente, puesto que la historia
militar ofrece un conjunto variopinto de si-
tuaciones que demuestran que los ejércitos
buscan “aumentar” a sus soldados tanto
para mejorar sus capacidades como para
reducir costos (Puscas, 2017): en la Bata-
lla de Austerlitz, en 1805, dos divisiones de
infantería napoleónica recibieron una triple
ración de licor para suscitar el entusiasmo
bélico; los zulúes sudafricanos, al luchar
contra los británicos en el siglo XIX, recibían
de sus chamanes una variedad de hierbas
similares al cannabis para así combatir con
“fanatismo, devoción y furor”; en plena Se-
gunda Guerra Mundial, los soldados nazis y
japoneses recibieron metanfetaminas; y, en
la Guerra de Vietnam, el uso masivo de las
anfetaminas causó una oleada de adiccio-
nes en el ejército. Más adelante, la inves-
tigación brindó soluciones más seguras,
como la ritalina y el modafinil.
El problema de hacer evolucionar con rapi-
dez al hombre actual hacia un superhom-
bre merced a la tecnociencia ha preocupado
también a ciertos divulgadores científicos
conspicuos, como el español Luis Miravit-
lles Torras. En su primoroso libro Visado
para el futuro, Miravitlles (1970: 114-118)
expresa lo siguiente con justa razón: “Este
es un tema que presenta características
tan atrayentes como angustiosas. […] En-
tonces, este superhombre que nos anticipa
la Biología, ¿qué será?, ¿cómo será? ¿Que-
dará colocado entre el águila y la serpiente,
como quería Nietzsche, en un despeñadero
negativo de la evolución, o, por el contrario,
será simplemente un hombre tan perfecto
Por desgracia, la capacidad de reconocer el mal uso de
la ciencia y la tecnología no es la nota dominante entre
los científicos e ingenieros, sobre todo si carecen de
una sólida formación humanista, menos aún si ellos
están involucrados en el desarrollo de armamentos o en
proyectos harto dudosos con empresas multinacionales.
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que dejará de serlo?”. En suma, la misma
civilización, a fuer de su carácter prome-
teico manifiesto, podría hacer desaparecer
al ser humano. He aquí otro de los motivos
principales de la ciencia ficción, ilustrado
en forma elocuente en algunos episodios de
Star Trek. Por lo demás, Iván Illich, el críti-
co más lúcido de las contradicciones de las
sociedades industriales contemporáneas,
consciente de esta nefasta posibilidad de la
tecnociencia dominante actual, ha sabido
percibir que es menester pasar del hom-
bre prometeico al hombre epimeteico, que
debe renacer. Este es justo el quid bioético
de esta neurálgica cuestión, que va más allá
de la mera optimización biológica de los
soldados. En palabras de Illich (2006: 288):
“El ethos prometeico ha eclipsado actual-
mente la esperanza. La supervivencia de la
raza humana depende de que se la descu-
bra como fuerza social”. En otras palabras,
el hombre debe dejar de ser el juguete de
científicos, ingenieros y planificadores.
Por supuesto, no solo Occidente ha gene-
rado reflexión ética sobre las armas. Verbi-
gracia, en Japón, existe un manga titulado
Rurōni Kenshin: Meiji Kenkaku Romantan, co-
nocido en castellano como Kenshin, el gue-
rrero samurái, escrito e ilustrado por No-
buhiro Watsuki y adaptado al anime bajo la
dirección de Kazuhiro Furuhashi (Wikipedia,
2017c). La trama transcurre al comienzo de
la Era Meiji del imperio japonés (23 de octu-
bre de 1868 a 30 de julio de 1912). Su matriz
ética está centrada en la paz, el amor y la
redención, lo cual ha fomentado su popu-
laridad a nivel internacional. También, está
adaptado al cine con tres filmes, estrenado
el primero en 2012. En lo polemoético, lla-
ma la atención la espada que usa Kenshin,
pues, no es una espada cualquiera, sino
una sakabatō, o sea, una katana en la que
el filo y el lado romo están invertidos, lo cual
le permite usar su estilo de lucha kenjutsu
(esgrima japonesa), un estilo veloz, el Hiten
Mitsurugi Ryū, o estilo de espada del hono-
rable dragón que surca los cielos, sin riesgo
de que sea mortal. En otras palabras, dicha
espada se emplea como garrote, puesto
que no se le causa un corte al adversario
para matarlo, sino un golpe por cuanto el
lado curvo exterior no está afilado, al con-
trario de la katana común. Así, el filo está
en el lado interior, lo cual significa que, si
se desea usarla en forma letal, es menes-
ter invertirla. Por consiguiente, promueve el
deseo de vivir y de proteger al prójimo. Con
todo, Himura Kenshin jamás usa el filo a
causa de un juramento que ha hecho de no
asesinar más personas. Así mismo, en esta
serie, hay otro estilo ético de lucha con base
en la espada de bambú, el Kamiya Kass-
hin-Ryu, un estilo de kendo concebido para
la defensa y protección de las personas, no
para asesinar.
Un caso polemoético emblemático: La
serie AK de rifles de asalto
Con el fin de destacar los problemas éti-
cos derivados del uso irresponsable de las
armas, expresión comercial incluida, no
es menester invocar ejemplos espectacu-
lares como las armas nucleares, químicas
o biológicas. De facto, hay bastante de que
ocuparse al respecto con las armas con-
vencionales ligeras. En especial, la serie
AK de rifles de asalto, la cual ha transfor-
mado sobremanera el concepto de segu-
ridad mundial, máxime que, con más de
cien millones fabricados, incluidas todas
sus variantes, el AK pasa por ser el arma
con mayor producción en masa en la his-
toria militar (McNab, 2015: 116). Su historia
comienza en la década de 1930, cuando los
soviéticos experimentaron con cartuchos
“intermedios”, esto es, a medio camino en-
tre la potencia de la munición de un rifle y
una metralleta. Así, se lograba un alcance
de combate de unos 400 metros, pero con
un impulso de retroceso que podía usarse
en modo automático. En otras palabras,
se logró de este modo un arma única para
cada soldado. Poco después, en 1944, el in-
geniero ruso Mikhail Kalashnikov inició un
desarrollo competitivo para crear un nuevo
rifle de fuego selectivo concebido para el
cartucho intermedio. Nació así el AK-47,
que, en 1948, pasó a la etapa de pruebas del
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ejército y, al año siguiente, quedó adoptado
como el rifle soviético reglamentario. Una
década más tarde, lo modernizaron y aba-
rataron en cuanto a métodos de producción
concierne. Desde entonces, no han faltado
las imitaciones, como el modelo chino Tipo
56, una copia casi idéntica del AK, aún en
uso en las fuerzas militares chinas.
No ha faltado la mitología sobre este ri-
fle, fruto de sus representaciones en Ho-
llywood. En realidad, no es más potente que
otros rifles de asalto, ni es especialmente
preciso (McNab, 2015: 118). Eso sí, es bas-
tante fiable, su uso es sencillo y tiene una
amplia distribución por todo el planeta. En
concreto, su uso apenas requiere poner el
cargador, bajar el nivel del selector al modo
semiautomático o automático, amartillar,
soltar la palanca de amartillado y apretar
el gatillo. Precisamente, por características
como las anteriores, aparecen los proble-
mas éticos concomitantes, puesto que, en
varias versiones, siguen siendo populares
entre las fuerzas insurgentes de todo el
orbe, una situación favorecida por las laxas
restricciones de ventas de la época de post-
guerra, sobre todo a partir de la década de
1990, habida cuenta de que los soldados so-
viéticos estuvieron mal pagados. En lo que a
Colombia concierne, el AK-47, por ejemplo,
tuvo uso por parte de las FARC, tanto que
los guerrilleros correspondientes lo veían
como si fuese su pareja. Luego, tras el co-
lapso de la Unión Soviética, muchas anti-
guas repúblicas de la misma han intentado
aliviar su pobreza vendiendo sus unidades
de AK al mejor postor. También, más de 30
países lo han adoptado para sus ejércitos. Y
tampoco cabe pasar por alto la distribución
de este rifle durante la guerra fría por todo
el mundo, incluido Occidente, pues, durante
la ocupación soviética de Afganistán (1979-
1989), la CIA financió el paso de unos tres
millones de fusiles AK a través de la fron-
tera entre Pakistán y Afganistán. En vista de
esto, se calcula que más de un cuarto de
millón de personas mueren asesinadas por
rifles AK cada año, por lo que cabe afirmar
que bien puede ser el arma ligera que más
trágico legado ha dejado al ser la más letal
(McNab, 2010: 130). Y su historia continúa al
ser el arma preferida de las guerrillas re-
volucionarias y los grupos terroristas. Pero,
¿quién le pone el cascabel al gato? De otro
lado, en el ámbito deportivo, su popularidad
es patente al tener réplicas para la práctica
delairsoft y el paintball. Más interesante aún,
el Comando de Operaciones Especiales de
los Estados Unidos anda en búsqueda de
fabricantes estadounidenses de armas que
puedan fabricar rifles AK-47 (Ernst, 2016).
Esto con el fin de ahorrar dinero y proveer
a los aliados estadounidenses con armas,
municiones y repuestos, máxime que tales
aliados prefieren dicho rifle por su durabi-
lidad y la ubicuidad de sus municiones de
7,62 mm. Y Colombia no se queda atrás,
puesto que Indumil tiene en su catálogo el
fusil Galil ACE-22, cuya forma es similar a la
del AK-47 (Indumil, 2017). De facto, el Galil,
uno de los fusiles de asalto usados por las
fuerzas de defensa israelíes, ha sido el prin-
cipal fusil de infantería de nuestro ejército,
reemplazado por la versión mejorada ACE.
Sentado esto, para entender las prestacio-
nes de la serie AK-47, amén de otras armas
icónicas del siglo XX y de lo que va corrido
del XXI, y sus implicaciones éticas, conviene
reparar en la revolución armamentística del
siglo XIX, puesto que la misma puso en las
manos del soldado un poder sin preceden-
tes, todo gracias a la industrialización de la
guerra. Nació así la moderna industria mi-
litar. En efecto, a lo largo de tal centuria, re-
sultaron más innovaciones en las armas de
fuego que en cualquier otro período anterior
o posterior (Headrick, 2011: 241). Innovacio-
nes que mejoraron la facilidad de carga, la
rapidez de fuego y la precisión y el alcance
del disparo: el mecanismo de retrocarga; un
proyectil que deslizase con facilidad en el ca-
ñón desde la boca y, luego, se adaptase en
forma estrecha al rayado del ánima al dis-
pararlo; la pistola con tambor rotatorio, o re-
vólver; las piezas intercambiables; los rifles
de repetición, como el Henry y el Spencer; el
cargador de caja; la introducción del acero;
la pólvora sin humo; los proyectiles huecos
En estas condiciones, es
menester preservar, por
el estilo de los monjes
medievales, pero en forma
consciente y deliberada, por
parte de humanistas sacro-
seculares comprometidos,
lo mejor de la ciencia y la
cultura. He aquí la dimensión
ética central de la respuesta
ante el colapso de marras
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o de cabeza plana que se abren cual som-
brilla al golpear la carne, abriendo un agu-
jero del tamaño de un puño, cuya expresión
más siniestra son las balas dum-dum; y la
ametralladora. Así, los soldados dispusie-
ron de una capacidad de fuego desconocida
hasta ese momento (Headrick, 2011: 249). Si
nos fijamos, las diferencias entre los fusiles
actuales de la infantería y los de la década
de 1890 son pequeñas. Por esto, una uni-
dad militar más reducida podía dominar un
territorio mayor merced a un alto poder de
destrucción, con lo cual la práctica occiden-
tal de la guerra alcanzó cotas impensables
en tiempos pasados. De aquí que, gracias a
la serie AK-47, una guerrilla, sin tantos efec-
tivos como los de un ejército regular, tenga
un gran poder destructor, aunque sin mucha
responsabilidad de por medio, sobre todo en
relación con la población civil.
En este punto, resulta inevitable recordar
de nuevo a Carlos París (2012: 66-67): “La
barbarie ha caracterizado a todas las gue-
rras, pero, cuando está potenciada por la
industria, en la Primera Guerra Mundial,
y por la ciencia, en la Segunda, el desplie-
gue de la capacidad instantánea y masiva
de la destrucción y la muerte convierte a
las contiendas anteriores en mera antici-
pación artesanal. […] Y, si pensamos en los
horizontes que abre la nueva biología, la re-
flexión moral se hace tan imperiosa que no
ha dejado de surgir la llamada “bioética””.
En otras palabras, este sensato juicio de
París apuntala lo previsto en el siglo XIX por
William Morris al hablar del comercio como
una forma de la guerra.
Complementario a lo dicho, conviene no
pasar por alto otro aspecto ético en la gue-
rra: la dimensión lúdica, crucial porque la
especie humana, conforme evolucionó, se
constituyó por una vía neoténica, un salto
notable en nuestra evolución. Esto explica
porque disfrutamos del juego durante toda
la vida, dado que llegamos a ser adultos sin
dejar de ser niños, crecemos sin abando-
nar los patrones infantiles. Piense el lector
cuando se aburre en una reunión y juega
con sus llaves o hace tres en línea. Mejor
aún: la historia de la ciencia y la tecnología
comparte esta dimensión lúdica. De facto, la
ciencia es, más que todo, curiosidad organi-
zada. Botón de muestra, el uso de modelos
a escala reducida de grandes artefactos no
es otra cosa que el uso de juguetes concebi-
dos para un fin tecnocientífico. En especial,
Johan Huizinga, en su obra Homo ludens, le
dedica el capítulo quinto al juego y la gue-
rra (Huizinga, 2000), perspectiva en la que
no puede faltar la dimensión ética, pues, el
juego está gobernado por reglas, como de-
muestra Huizinga con un gran número de
episodios bélicos a lo largo de la Historia.
Incluso en la deshumanizada guerra mo-
derna no falta en ocasiones el intercambio
de cortesías con el enemigo. Así las cosas,
si el juego está presente en la guerra, sus
instrumentos, las armas, comparten esta
dimensión lúdica. Después de todo, las ar-
mas son las joyas de los hombres, como lo
sugiere el curioso sobrenombre dado a la
pistola deportiva Crossman 2240: la Barbie
para hombres.
Justo por esto, las mujeres tienen un com-
promiso ético ineludible, como lo sugiere
cierta costumbre africana: “Entre los caza-
dores y recolectores Kung San del desierto
del Kalahari, cuando dos hombres, quizá
inflamados por la testosterona, empiezan a
discutir, las mujeres les quitan las flechas
envenenadas y las ponen fuera de su alcan-
ce. Hoy en día, nuestras flechas envenena-
das pueden destruir la civilización global y
posiblemente aniquilar a nuestra especie.
Ahora, el precio de la ambigüedad moral es
demasiado alto. Por esta razón —y no por
su aproximación al conocimiento— la res-
ponsabilidad ética de los científicos también
debe ser muy alta, sin precedentes. Desea-
ría que los programas universitarios de
ciencia plantearan explícita y sistemática-
mente estas cuestiones con científicos e in-
genieros experimentados. Y a veces me pre-
gunto si, en nuestra sociedad, también las
mujeres —y los niños— acabarán poniendo
las flechas envenenadas fuera de nuestro
alcance” (Sagan, 1997: 318). Por supuesto,
"Ahora, el precio de la ambigüedad moral
es demasiado alto. Por esta razón —y no
por su aproximación al conocimiento— la
responsabilidad ética de los científicos
también debe ser muy alta, sin precedentes.
Desearía que los programas universitarios
de ciencia plantearan explícita y
sistemáticamente estas cuestiones con
científicos e ingenieros experimentados".
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nuestras flechas envenenadas son muy so-
fisticadas: armas nucleares, químicas, bio-
lógicas y convencionales bastante letales,
amén de la violencia simbólica. Por ende,
seamos cautos, evitemos la ingenuidad, ya
que estos son tiempos aciagos de colapso
civilizatorio, de enfrentamientos tribales
inevitables por unos recursos menguantes,
un escenario en el que el Estado de dere-
cho cede ante el estado de naturaleza, en el
que la ética se torna evanescente. De facto,
estamos inmersos, desde hace varias déca-
das, en un nuevo período de oscurantismo,
que, al parecer, durará una centuria cuando
menos. En estas condiciones, es menes-
ter preservar, por el estilo de los monjes
medievales, pero en forma consciente y
deliberada, por parte de humanistas sa-
cro-seculares comprometidos, lo mejor de
la ciencia y la cultura. He aquí la dimensión
ética central de la respuesta ante el colapso
de marras, marcado a sangre y fuego por el
hado nefasto de los señores de la guerra.
Epílogo:Elhadodelacondiciónhumana
Por lo visto, en una especie aún dominada
por el cerebro del reptil, la guerra es sem-
piterna. Por ahora, solo cabe abrigar la es-
peranza de que la ética logre amortiguar en
algún grado sus efectos. ¿Qué tanto? No lo
sabemos. En lo que a Colombia concierne,
los acuerdos de La Habana podrían quedar
en papel mojado. Años atrás, en el descanso
de unas escalas en la Universidad Nacional
de Colombia, había un afiche con una cari-
catura elocuente. En la misma, junto a un
globo terráqueo, estaban Dios y el Diablo.
Mientras aquél le decía con orgullo a éste
que, justo en este territorio, iba a poner un
paraíso con lo mejor en pisos térmicos, flora
y fauna, el enemigo malo decía lo siguiente
para sus adentros: “Si este señor se imagi-
nase la gentecita que le voy a meter allá”. He
aquí una caricatura que la realidad avala con
tozudez. No en vano, Colombia figura entre
los países más violentos del planeta.
Con ironía realista, Gary Brecher (2008: 15-
72) describe la situación colombiana al de-
cir que la historia correspondiente es como
el suelo de un matadero en medio de un
apagón. Le ofrece al lector no colombiano
dos opciones para conocer nuestra infausta
historia, a saber: (1) La versión corta, basa-
da en alquilar o comprar el filme El precio
del poder, una película de mafiosos; luego,
avanzar hasta la escena en la que dos ma-
fiosos gringos tratan de negociar una droga
con sus pares colombianos, escena en la
que éstos, con una motosierra, le cortan
brazos y piernas a uno de los norteameri-
canos; y reproducir esta escena durante
400 años para captar así nuestra historia y
cultura; y (2) la versión más detallada, que
Brecher brinda en el primer capítulo de su
libro. En general, la historia de la literatura
recoge la maldad humana, como los cuen-
tos originales y sin censura de los herma-
nos Grimm, carentes de finales de opereta.
En todo caso, en este siglo XXI, se exacer-
barán las guerras, sobre todo a causa del
cambio climático y la disputa por unos re-
cursos cada vez más menguantes, cuestión
crucial de la que se ocupa Harald Welzer
(2012) en un libro de lo más oportuno. No
seamos ilusos. Las guerras no desapare-
cerán, lo cual no implica tirar la ética y la
bioética por la borda, puesto que, con mayor
razón, precisamos una ética del como si, es
decir, como si la ética no tuviese fecha de
caducidad, para así forjar una civilización
alternativa biocéntrica y convivencial.
las naciones y los países ricos asuman su
responsabilidad en la redistribución hacia
los países con menores recursos.
Por lo visto, en una especie aún dominada por el
cerebro del reptil, la guerra es sempiterna. Por ahora,
solo cabe abrigar la esperanza de que la ética logre
amortiguar en algún grado sus efectos.
Las naciones y los países ricos asuman su
responsabilidad en la redistribución hacia los
países con menores recursos.
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Etices vol8 no3 - jul-sep2016 may 24 de 2018

  • 1.
  • 2. Boletín trimestral de Bioética Boletín trimestral de Bioética Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016
  • 3. Boletín trimestral de Bioética ISSN 2145-3373 Facultad de Medicina y Departamento de Humanidades / Universidad CES Grupo de investigación ETICES Volumen 8, número 3 Julio a septiembre de 2016 Fax: 268 28 76 Envíe sus comentarios y sugerencias a través de las siguientes direcciones: fochoa@ces.edu.co jwosorio@ces.edu.co jtaborda@ces.edu.co Descargue gratuitamente este boletín desde www.ces.edu.co/index.php/boletinesces Integrantes del grupo ETICES Francisco Luis Ochoa J. Médico. Magíster en Epidemiología. Mauricio Taborda A. Filósofo. Magíster en Filosofía. Candidato a Doctor en Filosofía. John Wilson Osorio. Historiador. Especialista en Educación. Magíster en Administración. Santiago Henao. Médico Veterinario. Doctor en Bioética. Rodrigo Posada Bernal. Economista Industrial. Magíster en Ciencias de la Administración. Sara Múnera Orozco. Fisioterapeuta. Graduate Student Assistant en University of Pittsburgh. Diseño y diagramación: Oficina de Proyección Corporativa Imágenes tomadas de: www.shutterstock.com Exordio. Un componente insoslayable de la bioética global: la polemoética ¿Hay algo más inherentemente humano que la guerra? ¿Y algo en lo que el manejo irresponsable del poder de la tecnociencia sea más obvio? Si, en lo básico, y siguiendo a Van Rensselaer Potter, entendemos la bioética como el conocimiento sobre cómo ma- nejar el conocimiento, esto es, el manejo responsable y sabio del enorme poder que la tecnociencia le otorga al hombre, saltan a la vista de inmediato ciertas áreas en las que aflora el uso irrespon- sable de tal poder. Una de ellas es la tecnología bélica, por lo que cabe hablar de la polemoética para señalar los aspectos éticos en relación con dicho sector tecnocientífico. Así, la polemoética es, o debería al menos ser, una parte sustan- cial de la polemología (Sierra Cuartas, 2014), entendida ésta como el estudio de la guerra y de sus formas, causas y efectos cual fenómeno social. Y, claro está, la polemoética queda cual compo- nente insoslayable de la bioética global, máxime que, como des- tacaba Richard Feynman en una conferencia de 1963, titulada La incertidumbre de la ciencia: Ahora bien, este poder para hacer cosas no incluye instrucciones sobre cómo utilizarlo, si utilizarlo para bien o para mal. El producto de este poder es el bien o el mal, dependiendo de cómo se utilice. […] hemos ocultado laboratorios en los que hay hombres trabajando denodadamente para desarrollar enfermedades para las que nadie más sea capaz de encontrar una cura. Nos sentimos satisfechos con el desarrollo del transporte aéreo y nos impresionan los grandes aviones, pero también somos conscientes de los graves horrores de la guerra aérea (Feynman, 1999: 16). Acerca de esto, Feynman no hablaba en abstracto habida cuenta de que él vivió los horrores de la guerra al ser parte del Proyecto Manhattan en la Segunda Guerra Mundial, episodio que le suscitó 1 Texto pergeñado por el autor cual segundo óbolo para contribuir con los fines del Boletín ETICES. 2 Ingeniero Químico de la Universidad Nacional de Colombia y Magíster en Educación de la Pontificia Universidad Javeriana. Profesor Asociado de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro de la Sociedad Julio Garavito para el Estudio de la Astrono- mía, del Consejo editorial de la Circular de la Red de Astronomía de Colombia, de la Red de enseñanza de la ética, del grupo de investigación Bioethicsgroup de la Universidad Militar Nueva Granada, de la History of Science Society (USA), de la New York Academy of Sciences, de la British Society for the History of Science, de la Newcomen Society for the Study of the History of Engineering and Technology y del International Committee for the History of Technology. LA DIMENSIÓN BIOÉTICA EN LA HISTORIA DE LA GUERRA1 Carlos Eduardo de Jesús Sierra Cuartas2 54 Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016
  • 4. sus cargos de conciencia como parte de un cuadro depresivo. A la sazón, Feynman era un brillante estudiante de doctorado en sus veinticinco años. Hace poco, en 2013, con el título de The Cha- llenger Disaster, vio la luz una película basa- da en el informe de Feynman acerca del ac- cidente de la lanzadera espacial Challenger, acaecido el 28 de enero de 1986. En la mis- ma, Feynman está interpretado por el ac- tor William Hurt. En especial, viene al caso destacar dos momentos de dicho filme. En primera instancia, cuando Feynman le dice al general Donald Kutyna, interpretado por Bruce Greenwood, que su participación en el Proyecto Manhattan fue un caso de mal uso de la ciencia. Luego, al final de la pelí- cula, cuando aquél le dice a éste que la for- ma cómo elucidó las causas del accidente de la lanzadera de marras fue un ejemplo de buen uso de la ciencia. De este modo, queda claro que Richard Feynman jamás perdió de vista la dimensión ética que debe acompañar siempre la actividad tecnocien- tífica en todos sus órdenes, incluido el ám- bito militar, pues, como destaca con lucidez el filósofo español Carlos París (2012: 65): … hemos alcanzado un poderío técnico, en fuerte medida dirigido hacia la destrucción, que desborda nuestra capacidad de control. En medio de una fabulosa tecnología, nues- tra racionalidad ética y política permanece anclada en remotos tiempos, en el que pre- cede a la conquista de lo humano, como en el ejemplo de los simios, o a la madurez propia del adulto si pensamos en los niños. Así las cosas, no parece haber gran espe- ranza en pretender que semejantes atavis- mos son un triste recuerdo de edades bár- baras, como tratan de alegar los marxistas sobrevivientes de nuestra época, aferrados con nostalgia a una pretendida superación de la evolución biológica por parte de una llamada evolución cultural. Al fin y al cabo, el principio de realidad es tozudo. No sea- mos ilusos: ante todo, como bien lo dijo Sun Zi (2010: 23), el teórico militar más respeta- do, la guerra es el asunto más importante para el Estado, pues, en el campo de ba- talla, se decide el destino de las naciones. Justo por esto, resulta aconsejable e im- prescindible el estudio de la guerra y sus aspectos éticos. El experimento de la prisión de Stanford En la historia de la psicología de la segun- da mitad del siglo XX no puede pasarse por alto un experimento llevado a cabo en 1971 en la Universidad de Stanford con una sub- vención de la Armada de los Estados Uni- dos y bajo la dirección de Philip Zimbardo, cuya fama ha llegado a tal punto que, en el año 2015, se lo dio a conocer como pelícu- la, dirigida por Kyle Patrick Álvarez y escrita por Tim Talbott (Wikipedia, 2017d). Además, inspiró un libro con un título más que pre- ocupante por lo revelador del lado oscuro de la naturaleza humana: El efecto Lucifer: El porqué de la maldad, escrito por el propio Philip Zimbardo (2008), cuya tesis central cabe resumir como sigue: las buenas per- sonas pueden volverse malvadas. O, para decirlo sin pelos en la lengua a la manera de Marcelino Cereijido, notable investiga- dor argentino-mexicano en el campo de las ciencias biomédicas, todos los seres huma- nos están propensos a cometer hijoputeces por obra y gracia de una estructura psíquica conocida como el doppelgänger, el cual pue- de hacernos cometer barbaridades mien- tras nos mantiene al tanto de que transgre- dimos una norma, para que así tengamos cuidado y actuemos con sigilo a la vez que nos hace pensar que obramos con plena justicia (González Arenas, 2012). ¿En qué consistió tal experimento? En pocas palabras, se les asignaron a veinticuatro jó- venes voluntarios los roles de guardianes o de prisioneros en una cárcel simulada crea- da al efecto en el Departamento de Psicolo- gía de la Universidad de Stanford (Zimbardo y Franco, 2008). Una vez iniciado el experi- mento, policías genuinos arrestaron a los prisioneros en sus casas, los ficharon y tras- ladaron a la cárcel ficticia. Con el fin de si- mular la experiencia de estar en una prisión real, se procuró que todo lo que había dentro de la misma estuviera a tono con el ambien- te respectivo, desde los uniformes humillan- tes hasta los números de las celdas en las puertas del laboratorio en uso. En cuanto al propósito respectivo, se trataba de estudiar la psicología del confinamiento y analizar las reacciones de las personas consideradas como honestas al estar encerradas en un lu- gar francamente deshumanizado. Para sor- presa de los gestores de este experimento, apenas transcurridas unas cuantas horas, lo "…hemos alcanzado un poderío técnico, en fuerte medida dirigido hacia la destrucción, que desborda nuestra capacidad de control. En medio de una fabulosa tecnología, nuestra racionalidad ética y política permanece anclada en remotos tiempos, en el que precede a la conquista de lo humano, como en el ejemplo de los simios, o a la madurez propia del adulto si pensamos en los niños". Carlos París 76 Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016
  • 5. que debía haber sido un estudio dizque con- trolado del comportamiento humano cobró vida propia en forma alarmante, puesto que quienes fungían como guardianes aumenta- ron los castigos a los prisioneros, mientras la actitud de éstos se volvió cada vez más pa- siva. De manera que los dos grupos básicos de este experimento adoptaron con rapidez los roles correspondientes. Cosa curiosa, esto sucedió sin que mediase predisposición interna alguna o instrucciones por parte de los investigadores. Además, el experimento estaba pensado para que durase un par de semanas, pero fue menester concluirlo en forma abrupta en el sexto día al haberse sa- lido de madre. Con todo, hubo algunos guar- dianes “buenos” que no fueron crueles con los prisioneros. No obstante, se inhibieron cuando se produjeron los peores abusos. Conviene aclarar que este experimento ha trascendido los ámbitos académicos, ya que permitió entender mejor, entre otros casos, el regocijo mostrado por jóvenes militares estadounidenses de la Compañía 372 de la Policía Militar, agentes de la CIA y contratis- tas militares ante las terribles vejaciones a las que sometieron a prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib en 2003. En suma, si se dan las circunstancias apropiadas, los seres humanos pueden ser malvados. Por así decirlo, cada cual tiene un señor Hyde en su interior. En estas circunstancias, la ética en general, y la bioética en especial, resulta más indispensable que nunca al ser la humanidad actual un colectivo de cromañones que manejan computadores, misiles y muchos otros artefactos sofistica- dos sin mayor responsabilidad, un colectivo que persiste en un preocupante estado de adolescencia tecnológica. O, en palabras de Gregory House, el inolvidable protagonista de la serie televisiva Doctor House, de la ca- dena Fox (Irwin y Jacoby, 2010: 13): “Somos animales viles y egoístas que se arrastran por la Tierra, pero, como tenemos cerebro, de vez en cuando podemos aspirar, con gran esfuerzo, a hacer algo que no sea del todo malo”. De aquí que posea un hondo sentido una parte del diálogo sostenido entre Luke Skywalker y el maestro Yoda en el universo ficticio de Star Wars (Episodio V: El Imperio contraataca), en el planeta en el cual éste se ha exiliado tras la nefasta conversión de la República Galáctica en Imperio. Mientras Luke le dice a Yoda que ha ido allí a buscar a un gran guerrero, éste le responde que la guerra no engrandece a nadie. He aquí una muestra elocuente de la filosofía propia de la Orden de los Caballeros Jedi, los guar- dianes de la paz en la galaxia en la ficción correspondiente al ser guerreros con voca- ción espiritual y de servicio a la comunidad que evocan a los héroes de las tradiciones celta y budista. Conforme ha avanzado el conocimiento de la psicología del mal, se ha comprendido que la transformación de la personalidad humana no es algo raro, que personas con- sideradas normales en principio pueden cometer actos horribles si están sometidas a situaciones determinadas o a fuertes pre- siones sociales (Zimbardo y Franco, 2008). La banalidad del mal no es asunto exclu- sivo de la novela negra. En fin, no parece haber una línea nítida e impermeable entre los buenos y los malos, algo que la historia militar del mundo demuestra con crudeza extrema. Y, en lo que a Colombia concierne, su historia de violencia apunta en la misma dirección. Por ejemplo, la Guerra de los Mil Días fue un conflicto armado que figuró en- tre los sucesos más violentos de la época en el mundo. De hecho, no existe en el mundo natural una criatura que sea más cruel que el ser humano, una cuestión que Marcelino Cereijido (2011: 122) ilustra con elocuen- cia: “Leones que mataran por separado a sus propias presas, para comer cinco kilos de carne y malgastar el resto, serían eco- lógicamente demasiado caros; de hecho, no hay bichos “hipercazadores” que maten más de lo que necesitan para alimentar- se. Contrastemos esta regla general entre los animales con lo que el activista político Abbie Hoffman (1936-1989) afirmó respecto a la especie humana; lo parafraseo: si los hombres fueran obligados a comer lo que matan, no habría guerras en el mundo”. "En suma, si se dan las circunstancias apropiadas, los seres humanos pueden ser malvados. Por así decirlo, cada cual tiene un señor Hyde en su interior. En estas circunstancias, la ética en general, y la bioética en especial, resulta más indispensable que nunca al ser la humanidad actual un colectivo de cromañones que manejan computadores, misiles y muchos otros artefactos sofisticados sin mayor responsabilidad, un colectivo que persiste en un preocupante estado de adolescencia tecnológica". 9 Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016 8 Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES
  • 6. Desde luego, si la gente fuera buena per se, el Estado de derecho sobraría como freno frente al estado de naturaleza. La práctica occidental de la guerra En la historia militar, existe un paradigma propio de Occidente, nacido tres milenios atrás durante las guerras agrícolas en la antigua Grecia, en cuanto a su forma de hacer la guerra concierne. No han faltado los historiadores militares que discrepan al respecto, pero, de todas formas, tal pa- radigma permite entender mejor lo que ha sido la historia de la guerra en el mundo occidental, amén del proceso largo y com- plejo por el cual Occidente logró surgir y consolidarse. Incluso, en el ámbito de la ciencia ficción militar, este paradigma está presente cuando actúan fuerzas militares de países o regiones occidentales. Además, es una parte insoslayable del entramado militar-industrial del mundo actual. En lo relativo a sus fundamentos, la prác- tica occidental de la guerra está basada en cinco principios cruciales. En primer lugar, las fuerzas armadas occidentales han soli- do confiar en una tecnología superior a fin de compensar su inferioridad en recursos humanos, lo cual no implica que Occiden- te disfrutase de una superioridad tecnoló- gica en todo momento, por lo que siempre estuvo receptivo a las tecnologías nuevas, ora propias, ora foráneas. Sin embargo, la superioridad tecnológica no garantiza la victoria. Por ende, cual segundo principio, la disciplina es muy importante para los ejércitos occidentales, como pudo verse, por ejemplo, en las batallas de Platea (479 a.C), Lechfeld (955 d.C.) y Viena (1683), en las que las fuerzas enemigas fueron numé- ricamente superiores. El tercer cimiento de la práctica occidental de la guerra consiste en la derrota y la des- trucción total del enemigo, en contraste con la práctica militar de otras sociedades. Bo- tón de muestra, los hoplitas y los legiona- rios de la Antigüedad eran despiadados. De esta suerte, en la Edad Moderna, la conoci- da frase bellum romanum tuvo el sentido de “guerra sin cuartel” como la técnica militar propia de los europeos en ultramar. Esto es, la única meta de las guerras en otras sociedades era esclavizar a sus enemigos, no exterminarlos. Así las cosas, las socie- dades que chocaron con los europeos es- tuvieron mal preparadas para resistir unas tácticas de destrucción que desconocían por completo. Si nos fijamos, este principio es el que implica una mayor pertinencia de la bioética en el ámbito militar dadas las amenazas inevitables para la vida al quedar sojuzgada la tecnociencia por el entramado militar-industrial para servir a sus intereses inconfesables. No son precisamente pocos los científicos e ingenieros implicados en el desarrollo de armas nucleares, químicas, biológicas y convencionales. El cuarto principio consiste en la capacidad tanto para cambiar como para mantener las prácticas militares en función de la necesi- dad. Desde la perspectiva evolutiva, se ha comparado esto con el modelo biológico del equilibrio puntuado, es decir, la evolución bélica avanza mediante estallidos breves de cambio rápido intercalados con períodos más largos de cambio lento y gradual. Es el caso de lo que sucedió en el siglo XIV en Europa cuando, tras un crecimiento lento, pero constante, de la importancia de la in- fantería, los piqueros suizos y los arqueros ingleses mejoraron su función de manera sorprendente. Más tarde, la artillería con pólvora revolucionó el arte del asedio en la década de 1430 y, una centuria después, entró en escena la fortaleza artillada, o bas- tión, cual nueva técnica defensiva que resta- bleció la correlación de fuerzas en la guerra de posiciones. En Colombia, tenemos una muestra de esta arquitectura militar con las fortificaciones de Cartagena. En suma, cada innovación alteraba el equilibrio dominante 10 Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES 11 Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016
  • 7. en un momento dado y producía a una fase de cambio y ajuste rápidos. Y, por último, el quinto principio consiste en la destreza para financiar los cambios concomitantes. Los resultados de la evolución de la prác- tica occidental de la guerra están a la vis- ta, como puede apreciarse al consultar el Global Firepower Index para este año 2017. Como cabe imaginar, la lista correspon- diente, que comprende 133 países, inicia con los Estados Unidos, cuyas fuerzas ar- madas son las más poderosas del planeta. A continuación, le sigue Rusia. Por su parte, Francia y Reino Unido figuran en los pues- tos 5 y 6, respectivamente; Alemania, en el puesto 9; Italia, en el11; Israel, en el 15; y Brasil, en el 17. En cuanto a Colombia, está en el puesto 40, algo relativamente respe- table, reflejado en un personal militar que consta de 511.550 individuos, de los cuales 369.100 son personal activo y 142.450 cons- tituyen la reserva. En pocas palabras, estos son guarismos que reflejan un alto poder de destrucción. No olvidemos que los ejércitos modernos son megamáquinas sofisticadas. En fin, esto explica el predominio de Occi- dente en el mundo (Parker, 2010: 17): ha- cia 1800, controlaba alrededor del 35% de la superficie terrestre; en 1914, esa cifra creció hasta alcanzar cerca del 85%. En la actualidad, y a pesar de que la superficie sometida al control directo de Occidente ha quedado mermada en forma notoria, la capacidad de las fuerzas armadas occi- dentales para intervenir de manera directa y decisiva por tierra y por mar donde haga falta permite salvaguardar los intereses económicos correspondientes y perpetuar un equilibrio de poder acorde con éstos. Sencillamente, el auge de Occidente resulta inconcebible si no se toman en cuenta sus aptitudes bélicas. A estas alturas, se impone de forma natural la siguiente pregunta: ¿Podrá la humanidad superar su actual adolescencia tecnológica, esto es, resistir la tentación de hacer un uso insensato y demencial de su enorme poder de destrucción, manifiesto en los arsenales de todo el mundo? Para hacernos a una idea de semejante poder, en lo que a las ar- mas nucleares concierne, estamos hablado de unos 16.000 megatones, más que sufi- ciente para acabar con nuestra civilización en el transcurso de una tarde perezosa. Verbigracia, existen bombas nucleares de un poder enorme, como la temible Bomba del Zar, desarrollada por los rusos, cuya po- tencia es de 50 megatones, lo cual quiere decir que puede destruir una gran ciudad objetivo, inclusive ciudades como Nueva York o Tokio. He aquí los efectos produci- dos por la explosión de esta bomba en una prueba de la misma llevada a cabo el 30 de octubre de 1961 en el archipiélago de Nue- va Zembla (Wikipedia, 2017a): “Cuando la bomba detonó, inmediatamente la tempe- ratura directamente debajo y alrededor de la detonación se habría elevado millones de grados. La presión bajo la explosión fue de 211.000 kilos por metro cuadrado, más de diez veces la que hay en el neumático de un automóvil. La energía luminosa fue tan poderosa que pudo ser vista incluso a una distancia de 1000 km, con cielo nublado. La onda de choque fue lo bastante potente como para romper vidrios gruesos incluso a más de 900 km de la explosión, y fue regis- trada en tres ocasiones distintas alrededor de la Tierra. La nube de hongo producida por la explosión se elevó a una altitud de 64.000 metros antes de nivelarse. La ener- gía térmica fue tan grande que podría haber causado quemaduras de tercer grado a una persona que se encontrara a 100 km de la explosión”. Por así decirlo, toda una arma suprema del Juicio Final. ¿Qué otra cosa cabe esperar de los más de 7.500 millones de cromañones que hoy manejan tecnolo- gías sofisticadas? Justo en fecha reciente, los rusos presentaron su nuevo misil nu- clear Satán 2, que puede portar una ojiva de hasta 40 megatones, lo que le permite destruir una zona del tamaño de Francia o el estado de Texas (Marín, 2016). En principio, existe cierta esperanza para superar la adolescencia de marras si toma- mos en cuenta la ecuación de Frank Drake, "¿Podrá la humanidad superar su actual adolescencia tecnológica, esto es, resistir la tentación de hacer un uso insensato y demencial de su enorme poder de destrucción, manifiesto en los arsenales de todo el mundo?" 13 Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016 12 Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES
  • 8. o sea, aquella que permite estimar el núme- ro de civilizaciones tecnológicas altamente avanzadas que pudiese haber en la galaxia, de civilizaciones que hayan aprendido a vivir sabiamente con una alta tecnología y que posean por tanto un semblante biocéntrico. Aun si el estimativo correspondiente apenas sugiriese unas pocas civilizaciones, implica- ría que existe la posibilidad de superar un es- tado de adolescencia tecnológica. Aún más, tal esperanza quedaría reforzada si llegase del espacio exterior un mensaje que pudiese interpretarse de manera inequívoca como procedente de una civilización muy avanza- da, algo que el inolvidable Carl Edward Sa- gan supo expresar con elocuencia: “Estas estimaciones son excitantes. Sugieren que la recepción de un mensaje del espacio es, incluso sin descifrarlo, un signo profunda- mente esperanzador. Significa que alguien ha aprendido a vivir con la alta tecnología; que es posible sobrevivir a la adolescencia tecnológica. Esta razón, con toda indepen- dencia del contenido del mensaje, proporcio- na por sí sólo una poderosa justificación para la búsqueda de otras civilizaciones” (Sagan, 1985: 302). En fin, habida cuenta de que el ser humano, según lo establece la antropo- logía filosófica, es proyecto ante todo, resulta una píldora harto difícil de tragar aquella de que la humanidad sea incapaz de superar su presente estado de adolescencia tecnológi- ca. Sin esperanza, la bioética global y radical no tendría razón de ser. El comercio como una forma zde la guerra Debemos al poeta, artista, esteta y socialista británico del siglo XIX William Morris la com- prensión del comercio como una forma de la guerra, lo cual significa que ambos implican un despilfarro de bienes. En efecto, en su ensayo titulado Cómo vivimos y cómo podría- mos vivir, Morris (2013: 49) diagnostica que el sistema aún dominante está basado en un estado de guerra permanente. Hete aquí una precisión oportuna habida cuenta de que tan- to el capitalismo como el marxismo soviético al ser, por así decirlo, los hijos mellizos de un padre conocido como el paradigma baconia- no de conquista de la naturaleza, no están en posición de promover una sociedad de talante biocéntrico, algo que tuvo bien claro Hans Jo- nas al pergeñar El principio de responsabilidad (Jonas, 2004), obra que tuvo como punto de partida la propia experiencia militar de Jonas durantelaSegundaGuerraMundial.Engene- ral, no están en una posición tal las socieda- des industriales de índole dominante según la denominación adecuada introducida por Iván Illich, el crítico más lúcido y penetrante de las contradicciones de las sociedades referidas. Pero, volvamos con Morris, quien sostenía continoloquesigue:“Asíescomovivimoshoy en nuestra relación con las naciones extran- jeras: dispuestos a arruinarlas sin guerras si es posible y, si fuera necesario, con ellas, por no hablar de la vergonzosa explotación de las tribus salvajes y de los pueblos bárbaros, a los que endilgamos nuestras mercancías de mala calidad y nuestra hipocresía a fuer- za de cañón” (Morris, 2013: 52). Repárese en que estas palabras de Morris permanecen incólumes y enhiestas pese al largo tiempo transcurrido, puesto que, en nuestro tiempo, es más evidente el nexo entre la guerra y el comercio habida cuenta de que pasamos por una crisis civilizatoria global marcada, entre otros rasgos, por el agotamiento de recursos minerales y un colapso ambiental inminente, un contexto distópico como el que más ante la exacerbación de las guerras con motivo de la disputa por unos recursos cada vez más escasos. Precisamente, esto lo ha sabido re- flejar la ciencia ficción, como en Star Wars con la Federación de Comercio, un gremio harto poderoso, todo un cártel y megacorporación de la República Galáctica, que cuenta con una flota y un ejército privado formidable, lo que le permitió dominar sistemas estelares enteros. Las guerras comerciales propias de las so- ciedades industriales aniquilan tradiciones milenarias en un santiamén, sin quedar nada de idílico, placentero o artístico. Antes al contrario, todo queda pisoteado y hundi- do en un lodazal de sordidez o fealdad se- gún lo dijo Morris (2013: 55). Por otra parte, este fenómeno, visto desde la óptica de Iván Illich, constituye un ejemplo típico de la con- traproductividad propia de tales sociedades, esto es, la contradicción patente entre los fines declarados y los resultados conse- guidos. Recordémoslo: no existen grandes guerreros porque la guerra no engrandece a nadie. Más bien, la guerra constituye todo un despliegue de testosterona. Es el aliento vital de quienes obtienen beneficios (Morris, 2013: 61). Además, Morris expresa esa idea que subyace en lo que solemos entender por bioética: el manejo responsable del enorme poder otorgado por la tecnocien- cia a los seres humanos, lo cual expresa de manera sencilla como su empleo a ciegas y con necedad, como si aún estuviese re- gido por el destino (Morris, 2013: 66). Para colmo, se abaratan los productos comer- ciales a expensas de obligar a las personas a trabajar hacinada en antros malsanos y hórridos, lo que quiere decir que las mer- cancías logran abaratarse a costa de la vida de los trabajadores, de la felicidad robada a sus vidas (Morris, 2013: 78). Sobre esto, para percibir el drama correspondiente, piense el lector en el régimen ominoso de las maquilas actuales, las cuales terminan por chatarrizar a los trabajadores a tem- prana edad. En cierto modo, por la forma como el industrialismo sorbe las energías vitales de la gente, cabe compararlo con las leyendas sobre vampiros, pues, sus man- dos, principales y medios, hacen las veces de chupatiempos, lo que permite explicar la contraproductividad que le es inevitable. Por ende, el modo de producción capitalista es inmoral y amoral a la vez, sobre todo al haber erigido el utilitarismo como especie de sinónimo de virtud. Además, la persecución del beneficio propia de las guerras comerciales es la que amon- tona a los seres humanos en las terribles aglomeraciones conocidas como ciudades; la que los hacina en barrios cerrados, sin jardines ni espacios abiertos; la que su- merge a la gente en nubes de humos sul- furosos, que, a la vez, convierten los ríos y quebradas en cloacas; y la que condena a la gente, salvo a los más pudientes, a vivir "Las guerras comerciales propias de las sociedades industriales aniquilan tradiciones milenarias en un santiamen, sin quedar nada de idilico, placentero o artistico. Antes al contrario, todo queda pisoteado y hundido en un lodazal de sordidez o fealdad". "Por ende, el modo de producción capitalista es inmoral y amoral a la vez, sobre todo al haber erigido el utilitarismo como especie de sinónimo de virtud". 1514 Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016
  • 9. en viviendas mal diseñadas, sin tomar en cuenta el bienestar de las personas (Morris, 2013: 80). En síntesis, con un hondo sentido ético, todo lo anterior conduce a William Morris a proponer las exigencias básicas para promover una vida decente, a saber: un cuerpo saludable; una mente activa, compenetrada con el pasado, el presente y el futuro; una ocupación adecuada para un cuerpo sano y una mente activa; y un mundo hermoso en el que valga la pena vivir (Morris, 2013: 85). Desde luego, todo esto presupone erradicar las guerras y su cuasisempiterno despilfarro de bienes. ¿Será posible al ser el hombre un animal de malos instintos ? Y no hay genes para la moral. Por fortuna, no han faltado los científicos e ingenieros con alta es- tatura ética, como Richard Feynman, cuyo testimonio en relación con el Proyecto Manhattan es elocuente al compendiar la esencia de lo que debe ser la ética en el ámbito militar, entendida cual compromiso intelectual de parte de los científicos e ingenieros mismos (Feynman, 1994: 158-159): Tras el éxito del primer ensayo, la excitación de todo el mundo en Los Álamos fue tremenda. Todo el mundo celebraba fiestas, y todos co- rríamos de acá para allá. Yo me senté en la trasera de un jeep y allí estuve haciendo redobles de tambor y armando jaleo. Me acuerdo, sin embargo, de que una persona, Bob Wilson, estaba allí sentado, taciturno y deprimido. Yo le dije: « ¿A qué esas penas?». «Hemos hecho una cosa terrible», me respondió. «Pero si fuiste tú quien la empezó. Tú nos metiste en esto». Ya ven ustedes, lo que me ocurrió —lo que ocurrió con todos noso- tros—, es que tuvimos una buena razón para empezar. Después uno se pone a trabajar muy intensamente para lograr algo, y es un placer; es apasionante. Y ya se sabe, se deja de pensar; sencillamente, uno no piensa. Bob Wilson era el único que en aquel momento aún estaba pensando en las consecuencias. Regresé a la civilización poco después, y fui a Cornell a enseñar. Mi primera impresión fue muy extraña. Todavía no puedo comprenderla, y por aquel entonces me causaba una enorme impresión. Por ejem- plo, estaba sentado en un restaurante de Nueva York, y al mirar los edificios vecinos empezaba a pensar hasta qué radio causó daños la bomba de Hiroshima, y cosas por el estilo… ¿A qué distancia de aquí estaba la calle 34?… Veía todos aquellos edificios reducidos a escom- bros. A lo mejor pasaba por un sitio donde estaban construyendo un puente, o abriendo una nueva carretera, y pensaba: «Están locos; es que no comprenden, no alcanzan a comprender. ¿Por qué construyen cosas nuevas? Es totalmente inútil». Pero, afortunadamente, ha sido inútil desde hace casi cuarenta años, ¿verdad? Así que me equivoqué sobre la inutilidad de construir puentes, y me alegro de que todas esas personas tuvieran el buen sentido de seguir adelante. Yo le dije: « ¿A qué esas penas?». «Hemos hecho una cosa terrible», me respondió. «Pero si fuiste tú quien la empezó. Tú nos metiste en esto». Ya ven ustedes, lo que me ocurrió —lo que ocurrió con todos nosotros—, es que tuvimos una buena razón para empezar. Después uno se pone a trabajar muy intensamente para lograr algo, y es un placer; es apasionante. Y ya se sabe, se deja de pensar; sencillamente, uno no piensa. 1716 Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016
  • 10. Ante todo, Feynman fue un científico ciuda- dano que superó su pecado de juventud al ser capaz de reconocer que esa experien- cia fue un caso de mal uso de la ciencia, en contraste con lo hecho en su investigación acerca del accidente de la lanzadera espa- cial Challenger. A su manera, él se percató de que la guerra no engrandece a nadie. Por supuesto, este ejemplo memorable sobre Feynman no quiere decir que, con anteriori- dad a la Segunda Guerra Mundial, estuviese ausente la reflexión ética por parte de inte- lectuales comprometidos. De facto, en lo concerniente a la Primera Guerra Mundial, Freeman Dyson (1992: 196) deja esto bien claro: “La tecnología, en las impresiones de la Primera Guerra Mundial que yo absorbí cuando niño, era un monstruo malévolo que se había librado de todo control hu- mano. Esta visión de la tecnología era muy común en Inglaterra por entonces, no sólo entre los poetas y los literatos, cuyos escri- tos cita Paul Fussell en The Great War and Modern Memory, sino también entre hom- bres de ciencia”. Por ende, al hablar de los usos irresponsables del enorme poder de la tecnociencia, sobre todo para fines bélicos, resulta prudente no generalizar a la totali- dad de la comunidad científica y humanista. Después de todo, la condición humana no admite reducción alguna. Por desgracia, la capacidad de reconocer el mal uso de la ciencia y la tecnología no es la nota dominante entre los científicos e ingenieros, sobre todo si carecen de una sólida formación humanista, menos aún si ellos están involucrados en el desarrollo de armamentos o en proyectos harto dudosos con empresas multinacionales. Al fin y al cabo, el diablo es el que carga las armas. No hay guerras hermosas. Para colmo, en nuestro tiempo, se ha magnificado esta pro- blemática a causa del desarrollo de nuevas tecnologías bélicas, tales como los robots, los drones y, por encima de todo, los sol- dados aumentados merced a su optimiza- ción biológica, algo que recuerda tramas de ciencia ficción, como The Six Million Dollar Man, RoboCop y Universal Soldier. En es- pecial, esta dudosa optimización biológica implica grandes problemas éticos y jurídi- cos, concernientes al derecho internacional humanitario, la doctrina de la guerra justa, el quiebre de valores militares tradiciona- les, la eliminación de las emociones y las dificultades a largo plazo de la reintegración a la vida civil (Puscas, 2017), por lo que, en el futuro, no se descarta la instauración de un derecho a consentir o no las intervencio- nes irreversibles en el cuerpo humano que atentarían contra la “libertad cognitiva” del soldado. Al fin y al cabo, esto tiene que ver con el desarrollo de capacidades más allá de la norma, más aún cuando estas tecno- logías de aumento connotan una capacidad ofensiva y hay repercusiones al eliminar las emociones con bloqueadores, un estado de muerte emocional, como la perpetración de “crímenes emocionales” al quedar los soldados insensibles al asesinato, un esta- do en el que la ética queda por los suelos dado que la misma requiere, para su ejerci- cio, de un ser humano autónomo. Y, en los ejércitos, a lo largo de su historia, enrolarse ha implicado renunciar a una parte de la autonomía. Así las cosas, resulta dudoso que un soldado aumentado merezca una condecoración si su coraje es el fruto de in- tervenciones neuronales, algo comparable a subir hasta la cima del monte Everest en helicóptero y con máscara de oxígeno, esto es, justo lo contrario al buen montañismo. En este punto, es menester precisar que el ideal, por no decir que obsesión, de la optimización del soldado dista en mucho de ser algo reciente, puesto que la historia militar ofrece un conjunto variopinto de si- tuaciones que demuestran que los ejércitos buscan “aumentar” a sus soldados tanto para mejorar sus capacidades como para reducir costos (Puscas, 2017): en la Bata- lla de Austerlitz, en 1805, dos divisiones de infantería napoleónica recibieron una triple ración de licor para suscitar el entusiasmo bélico; los zulúes sudafricanos, al luchar contra los británicos en el siglo XIX, recibían de sus chamanes una variedad de hierbas similares al cannabis para así combatir con “fanatismo, devoción y furor”; en plena Se- gunda Guerra Mundial, los soldados nazis y japoneses recibieron metanfetaminas; y, en la Guerra de Vietnam, el uso masivo de las anfetaminas causó una oleada de adiccio- nes en el ejército. Más adelante, la inves- tigación brindó soluciones más seguras, como la ritalina y el modafinil. El problema de hacer evolucionar con rapi- dez al hombre actual hacia un superhom- bre merced a la tecnociencia ha preocupado también a ciertos divulgadores científicos conspicuos, como el español Luis Miravit- lles Torras. En su primoroso libro Visado para el futuro, Miravitlles (1970: 114-118) expresa lo siguiente con justa razón: “Este es un tema que presenta características tan atrayentes como angustiosas. […] En- tonces, este superhombre que nos anticipa la Biología, ¿qué será?, ¿cómo será? ¿Que- dará colocado entre el águila y la serpiente, como quería Nietzsche, en un despeñadero negativo de la evolución, o, por el contrario, será simplemente un hombre tan perfecto Por desgracia, la capacidad de reconocer el mal uso de la ciencia y la tecnología no es la nota dominante entre los científicos e ingenieros, sobre todo si carecen de una sólida formación humanista, menos aún si ellos están involucrados en el desarrollo de armamentos o en proyectos harto dudosos con empresas multinacionales. 1918 Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016
  • 11. que dejará de serlo?”. En suma, la misma civilización, a fuer de su carácter prome- teico manifiesto, podría hacer desaparecer al ser humano. He aquí otro de los motivos principales de la ciencia ficción, ilustrado en forma elocuente en algunos episodios de Star Trek. Por lo demás, Iván Illich, el críti- co más lúcido de las contradicciones de las sociedades industriales contemporáneas, consciente de esta nefasta posibilidad de la tecnociencia dominante actual, ha sabido percibir que es menester pasar del hom- bre prometeico al hombre epimeteico, que debe renacer. Este es justo el quid bioético de esta neurálgica cuestión, que va más allá de la mera optimización biológica de los soldados. En palabras de Illich (2006: 288): “El ethos prometeico ha eclipsado actual- mente la esperanza. La supervivencia de la raza humana depende de que se la descu- bra como fuerza social”. En otras palabras, el hombre debe dejar de ser el juguete de científicos, ingenieros y planificadores. Por supuesto, no solo Occidente ha gene- rado reflexión ética sobre las armas. Verbi- gracia, en Japón, existe un manga titulado Rurōni Kenshin: Meiji Kenkaku Romantan, co- nocido en castellano como Kenshin, el gue- rrero samurái, escrito e ilustrado por No- buhiro Watsuki y adaptado al anime bajo la dirección de Kazuhiro Furuhashi (Wikipedia, 2017c). La trama transcurre al comienzo de la Era Meiji del imperio japonés (23 de octu- bre de 1868 a 30 de julio de 1912). Su matriz ética está centrada en la paz, el amor y la redención, lo cual ha fomentado su popu- laridad a nivel internacional. También, está adaptado al cine con tres filmes, estrenado el primero en 2012. En lo polemoético, lla- ma la atención la espada que usa Kenshin, pues, no es una espada cualquiera, sino una sakabatō, o sea, una katana en la que el filo y el lado romo están invertidos, lo cual le permite usar su estilo de lucha kenjutsu (esgrima japonesa), un estilo veloz, el Hiten Mitsurugi Ryū, o estilo de espada del hono- rable dragón que surca los cielos, sin riesgo de que sea mortal. En otras palabras, dicha espada se emplea como garrote, puesto que no se le causa un corte al adversario para matarlo, sino un golpe por cuanto el lado curvo exterior no está afilado, al con- trario de la katana común. Así, el filo está en el lado interior, lo cual significa que, si se desea usarla en forma letal, es menes- ter invertirla. Por consiguiente, promueve el deseo de vivir y de proteger al prójimo. Con todo, Himura Kenshin jamás usa el filo a causa de un juramento que ha hecho de no asesinar más personas. Así mismo, en esta serie, hay otro estilo ético de lucha con base en la espada de bambú, el Kamiya Kass- hin-Ryu, un estilo de kendo concebido para la defensa y protección de las personas, no para asesinar. Un caso polemoético emblemático: La serie AK de rifles de asalto Con el fin de destacar los problemas éti- cos derivados del uso irresponsable de las armas, expresión comercial incluida, no es menester invocar ejemplos espectacu- lares como las armas nucleares, químicas o biológicas. De facto, hay bastante de que ocuparse al respecto con las armas con- vencionales ligeras. En especial, la serie AK de rifles de asalto, la cual ha transfor- mado sobremanera el concepto de segu- ridad mundial, máxime que, con más de cien millones fabricados, incluidas todas sus variantes, el AK pasa por ser el arma con mayor producción en masa en la his- toria militar (McNab, 2015: 116). Su historia comienza en la década de 1930, cuando los soviéticos experimentaron con cartuchos “intermedios”, esto es, a medio camino en- tre la potencia de la munición de un rifle y una metralleta. Así, se lograba un alcance de combate de unos 400 metros, pero con un impulso de retroceso que podía usarse en modo automático. En otras palabras, se logró de este modo un arma única para cada soldado. Poco después, en 1944, el in- geniero ruso Mikhail Kalashnikov inició un desarrollo competitivo para crear un nuevo rifle de fuego selectivo concebido para el cartucho intermedio. Nació así el AK-47, que, en 1948, pasó a la etapa de pruebas del 21 Volumen 8, número 3 • Julio - Septiembre de 2016 20 Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES
  • 12. ejército y, al año siguiente, quedó adoptado como el rifle soviético reglamentario. Una década más tarde, lo modernizaron y aba- rataron en cuanto a métodos de producción concierne. Desde entonces, no han faltado las imitaciones, como el modelo chino Tipo 56, una copia casi idéntica del AK, aún en uso en las fuerzas militares chinas. No ha faltado la mitología sobre este ri- fle, fruto de sus representaciones en Ho- llywood. En realidad, no es más potente que otros rifles de asalto, ni es especialmente preciso (McNab, 2015: 118). Eso sí, es bas- tante fiable, su uso es sencillo y tiene una amplia distribución por todo el planeta. En concreto, su uso apenas requiere poner el cargador, bajar el nivel del selector al modo semiautomático o automático, amartillar, soltar la palanca de amartillado y apretar el gatillo. Precisamente, por características como las anteriores, aparecen los proble- mas éticos concomitantes, puesto que, en varias versiones, siguen siendo populares entre las fuerzas insurgentes de todo el orbe, una situación favorecida por las laxas restricciones de ventas de la época de post- guerra, sobre todo a partir de la década de 1990, habida cuenta de que los soldados so- viéticos estuvieron mal pagados. En lo que a Colombia concierne, el AK-47, por ejemplo, tuvo uso por parte de las FARC, tanto que los guerrilleros correspondientes lo veían como si fuese su pareja. Luego, tras el co- lapso de la Unión Soviética, muchas anti- guas repúblicas de la misma han intentado aliviar su pobreza vendiendo sus unidades de AK al mejor postor. También, más de 30 países lo han adoptado para sus ejércitos. Y tampoco cabe pasar por alto la distribución de este rifle durante la guerra fría por todo el mundo, incluido Occidente, pues, durante la ocupación soviética de Afganistán (1979- 1989), la CIA financió el paso de unos tres millones de fusiles AK a través de la fron- tera entre Pakistán y Afganistán. En vista de esto, se calcula que más de un cuarto de millón de personas mueren asesinadas por rifles AK cada año, por lo que cabe afirmar que bien puede ser el arma ligera que más trágico legado ha dejado al ser la más letal (McNab, 2010: 130). Y su historia continúa al ser el arma preferida de las guerrillas re- volucionarias y los grupos terroristas. Pero, ¿quién le pone el cascabel al gato? De otro lado, en el ámbito deportivo, su popularidad es patente al tener réplicas para la práctica delairsoft y el paintball. Más interesante aún, el Comando de Operaciones Especiales de los Estados Unidos anda en búsqueda de fabricantes estadounidenses de armas que puedan fabricar rifles AK-47 (Ernst, 2016). Esto con el fin de ahorrar dinero y proveer a los aliados estadounidenses con armas, municiones y repuestos, máxime que tales aliados prefieren dicho rifle por su durabi- lidad y la ubicuidad de sus municiones de 7,62 mm. Y Colombia no se queda atrás, puesto que Indumil tiene en su catálogo el fusil Galil ACE-22, cuya forma es similar a la del AK-47 (Indumil, 2017). De facto, el Galil, uno de los fusiles de asalto usados por las fuerzas de defensa israelíes, ha sido el prin- cipal fusil de infantería de nuestro ejército, reemplazado por la versión mejorada ACE. Sentado esto, para entender las prestacio- nes de la serie AK-47, amén de otras armas icónicas del siglo XX y de lo que va corrido del XXI, y sus implicaciones éticas, conviene reparar en la revolución armamentística del siglo XIX, puesto que la misma puso en las manos del soldado un poder sin preceden- tes, todo gracias a la industrialización de la guerra. Nació así la moderna industria mi- litar. En efecto, a lo largo de tal centuria, re- sultaron más innovaciones en las armas de fuego que en cualquier otro período anterior o posterior (Headrick, 2011: 241). Innovacio- nes que mejoraron la facilidad de carga, la rapidez de fuego y la precisión y el alcance del disparo: el mecanismo de retrocarga; un proyectil que deslizase con facilidad en el ca- ñón desde la boca y, luego, se adaptase en forma estrecha al rayado del ánima al dis- pararlo; la pistola con tambor rotatorio, o re- vólver; las piezas intercambiables; los rifles de repetición, como el Henry y el Spencer; el cargador de caja; la introducción del acero; la pólvora sin humo; los proyectiles huecos En estas condiciones, es menester preservar, por el estilo de los monjes medievales, pero en forma consciente y deliberada, por parte de humanistas sacro- seculares comprometidos, lo mejor de la ciencia y la cultura. He aquí la dimensión ética central de la respuesta ante el colapso de marras 2322 Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016
  • 13. o de cabeza plana que se abren cual som- brilla al golpear la carne, abriendo un agu- jero del tamaño de un puño, cuya expresión más siniestra son las balas dum-dum; y la ametralladora. Así, los soldados dispusie- ron de una capacidad de fuego desconocida hasta ese momento (Headrick, 2011: 249). Si nos fijamos, las diferencias entre los fusiles actuales de la infantería y los de la década de 1890 son pequeñas. Por esto, una uni- dad militar más reducida podía dominar un territorio mayor merced a un alto poder de destrucción, con lo cual la práctica occiden- tal de la guerra alcanzó cotas impensables en tiempos pasados. De aquí que, gracias a la serie AK-47, una guerrilla, sin tantos efec- tivos como los de un ejército regular, tenga un gran poder destructor, aunque sin mucha responsabilidad de por medio, sobre todo en relación con la población civil. En este punto, resulta inevitable recordar de nuevo a Carlos París (2012: 66-67): “La barbarie ha caracterizado a todas las gue- rras, pero, cuando está potenciada por la industria, en la Primera Guerra Mundial, y por la ciencia, en la Segunda, el desplie- gue de la capacidad instantánea y masiva de la destrucción y la muerte convierte a las contiendas anteriores en mera antici- pación artesanal. […] Y, si pensamos en los horizontes que abre la nueva biología, la re- flexión moral se hace tan imperiosa que no ha dejado de surgir la llamada “bioética””. En otras palabras, este sensato juicio de París apuntala lo previsto en el siglo XIX por William Morris al hablar del comercio como una forma de la guerra. Complementario a lo dicho, conviene no pasar por alto otro aspecto ético en la gue- rra: la dimensión lúdica, crucial porque la especie humana, conforme evolucionó, se constituyó por una vía neoténica, un salto notable en nuestra evolución. Esto explica porque disfrutamos del juego durante toda la vida, dado que llegamos a ser adultos sin dejar de ser niños, crecemos sin abando- nar los patrones infantiles. Piense el lector cuando se aburre en una reunión y juega con sus llaves o hace tres en línea. Mejor aún: la historia de la ciencia y la tecnología comparte esta dimensión lúdica. De facto, la ciencia es, más que todo, curiosidad organi- zada. Botón de muestra, el uso de modelos a escala reducida de grandes artefactos no es otra cosa que el uso de juguetes concebi- dos para un fin tecnocientífico. En especial, Johan Huizinga, en su obra Homo ludens, le dedica el capítulo quinto al juego y la gue- rra (Huizinga, 2000), perspectiva en la que no puede faltar la dimensión ética, pues, el juego está gobernado por reglas, como de- muestra Huizinga con un gran número de episodios bélicos a lo largo de la Historia. Incluso en la deshumanizada guerra mo- derna no falta en ocasiones el intercambio de cortesías con el enemigo. Así las cosas, si el juego está presente en la guerra, sus instrumentos, las armas, comparten esta dimensión lúdica. Después de todo, las ar- mas son las joyas de los hombres, como lo sugiere el curioso sobrenombre dado a la pistola deportiva Crossman 2240: la Barbie para hombres. Justo por esto, las mujeres tienen un com- promiso ético ineludible, como lo sugiere cierta costumbre africana: “Entre los caza- dores y recolectores Kung San del desierto del Kalahari, cuando dos hombres, quizá inflamados por la testosterona, empiezan a discutir, las mujeres les quitan las flechas envenenadas y las ponen fuera de su alcan- ce. Hoy en día, nuestras flechas envenena- das pueden destruir la civilización global y posiblemente aniquilar a nuestra especie. Ahora, el precio de la ambigüedad moral es demasiado alto. Por esta razón —y no por su aproximación al conocimiento— la res- ponsabilidad ética de los científicos también debe ser muy alta, sin precedentes. Desea- ría que los programas universitarios de ciencia plantearan explícita y sistemática- mente estas cuestiones con científicos e in- genieros experimentados. Y a veces me pre- gunto si, en nuestra sociedad, también las mujeres —y los niños— acabarán poniendo las flechas envenenadas fuera de nuestro alcance” (Sagan, 1997: 318). Por supuesto, "Ahora, el precio de la ambigüedad moral es demasiado alto. Por esta razón —y no por su aproximación al conocimiento— la responsabilidad ética de los científicos también debe ser muy alta, sin precedentes. Desearía que los programas universitarios de ciencia plantearan explícita y sistemáticamente estas cuestiones con científicos e ingenieros experimentados". 25 Volumen 8, número 3 • Julio - septiembre de 2016 24 Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES
  • 14. nuestras flechas envenenadas son muy so- fisticadas: armas nucleares, químicas, bio- lógicas y convencionales bastante letales, amén de la violencia simbólica. Por ende, seamos cautos, evitemos la ingenuidad, ya que estos son tiempos aciagos de colapso civilizatorio, de enfrentamientos tribales inevitables por unos recursos menguantes, un escenario en el que el Estado de dere- cho cede ante el estado de naturaleza, en el que la ética se torna evanescente. De facto, estamos inmersos, desde hace varias déca- das, en un nuevo período de oscurantismo, que, al parecer, durará una centuria cuando menos. En estas condiciones, es menes- ter preservar, por el estilo de los monjes medievales, pero en forma consciente y deliberada, por parte de humanistas sa- cro-seculares comprometidos, lo mejor de la ciencia y la cultura. He aquí la dimensión ética central de la respuesta ante el colapso de marras, marcado a sangre y fuego por el hado nefasto de los señores de la guerra. Epílogo:Elhadodelacondiciónhumana Por lo visto, en una especie aún dominada por el cerebro del reptil, la guerra es sem- piterna. Por ahora, solo cabe abrigar la es- peranza de que la ética logre amortiguar en algún grado sus efectos. ¿Qué tanto? No lo sabemos. En lo que a Colombia concierne, los acuerdos de La Habana podrían quedar en papel mojado. Años atrás, en el descanso de unas escalas en la Universidad Nacional de Colombia, había un afiche con una cari- catura elocuente. En la misma, junto a un globo terráqueo, estaban Dios y el Diablo. Mientras aquél le decía con orgullo a éste que, justo en este territorio, iba a poner un paraíso con lo mejor en pisos térmicos, flora y fauna, el enemigo malo decía lo siguiente para sus adentros: “Si este señor se imagi- nase la gentecita que le voy a meter allá”. He aquí una caricatura que la realidad avala con tozudez. No en vano, Colombia figura entre los países más violentos del planeta. Con ironía realista, Gary Brecher (2008: 15- 72) describe la situación colombiana al de- cir que la historia correspondiente es como el suelo de un matadero en medio de un apagón. Le ofrece al lector no colombiano dos opciones para conocer nuestra infausta historia, a saber: (1) La versión corta, basa- da en alquilar o comprar el filme El precio del poder, una película de mafiosos; luego, avanzar hasta la escena en la que dos ma- fiosos gringos tratan de negociar una droga con sus pares colombianos, escena en la que éstos, con una motosierra, le cortan brazos y piernas a uno de los norteameri- canos; y reproducir esta escena durante 400 años para captar así nuestra historia y cultura; y (2) la versión más detallada, que Brecher brinda en el primer capítulo de su libro. En general, la historia de la literatura recoge la maldad humana, como los cuen- tos originales y sin censura de los herma- nos Grimm, carentes de finales de opereta. En todo caso, en este siglo XXI, se exacer- barán las guerras, sobre todo a causa del cambio climático y la disputa por unos re- cursos cada vez más menguantes, cuestión crucial de la que se ocupa Harald Welzer (2012) en un libro de lo más oportuno. No seamos ilusos. Las guerras no desapare- cerán, lo cual no implica tirar la ética y la bioética por la borda, puesto que, con mayor razón, precisamos una ética del como si, es decir, como si la ética no tuviese fecha de caducidad, para así forjar una civilización alternativa biocéntrica y convivencial. las naciones y los países ricos asuman su responsabilidad en la redistribución hacia los países con menores recursos. Por lo visto, en una especie aún dominada por el cerebro del reptil, la guerra es sempiterna. Por ahora, solo cabe abrigar la esperanza de que la ética logre amortiguar en algún grado sus efectos. Las naciones y los países ricos asuman su responsabilidad en la redistribución hacia los países con menores recursos. 26 Boletín trimestral de Bioética de la Universidad CES 27 Volumen 8, número 3 • Julio - Septiembre de 2016
  • 15. BIBLIOGRAFÍA BRECHER, Gary. (2008). Hazañas y chapuzas bélicas. Barcelona: Los Libros del Lince. CEREIJIDO, Marcelino. (2011). Hacia una teoría general sobre los hijos de puta. México: Tusquets. DYSON, Freeman. (1992). Armas y esperanza. México: Fondo de Cultura Económica. ERNST, Douglas. (2016). SOCOM seeks U.S. gunmakers who can supply Russian- designed AK-47. Extraído el 1° de diciembre de 2017 desde https://www. washingtontimes.com/news/2016/jun/10/special-operations-command- seeks-us-gunmakers-who-/. FEYNMAN, Richard P. (1994). ¿Está usted de broma, Sr. Feynman? Madrid: Alianza Editorial. FEYNMAN, Richard P. (1999). Qué significa todo eso: Reflexiones de un científico ciudadano. Barcelona: Crítica. GONZÁLEZ ARENAS, Luis Alberto. (2012). Los hijos de puta y los orígenes de la maldad: Hacia una teoría general sobre los hijos de puta: Un acercamiento a los orígenes de la maldad, de Marcelino Cereijido. Extraído el 7 de septiembre de 2017 desde http://revistareplicante.com/los-hijos-de-puta-y-los-origenes- de-la-maldad/. HEADRICK, Daniel R. (2011). Elpoderyelimperio:Latecnologíayelimperialismo, de 1400 a la actualidad. Barcelona: Crítica. HUIZINGA, Johan. (2000). Homo ludens. Madrid: Alianza. ILLICH, Iván. (2006). Obras reunidas: Volumen I. México: Fondo de Cultura Económica. INDUMIL. (2017). Productos. Extraído el 6 de diciembre de 2017 desde https:// www.indumil.gov.co/shop/. IRWIN, William y JACOBY, Henry (eds.). (2010). La filosofía de House. Buenos Aires: Selector. JONAS, Hans. (2004). El principio de responsabilidad: Ensayo de una ética para la civilización tecnológica. Barcelona: Herder. MARÍN, Eduardo. (2016). Rusia presenta su nuevo misil nuclear “Satán 2”, capaz de destruir una región tan grande como Francia. Extraído el 24 de septiembre de 2017 desde http://es.gizmodo.com/rusia-presenta-su-nuevo-misil-nuclear- satan-2-capaz-1788186229. McNAB, Chris (Director). (2010). Armas de fuego militares y deportivas del siglo XX. Madrid: Tikal. McNAB, Chris. (2015). El gran mundo de las armas ligeras: Una historia ilustrada. Madrid: Edimat Libros. MIRAVITLLES, Luis. (1970). Visado para el futuro. Barcelona: Salvat. MORRIS, William. (2013). Cómo vivimos y cómo podríamos vivir, seguido de El arte bajo la plutocracia y de Trabajo útil o esfuerzo inútil. Logroño: Pepitas de calabaza. PARKER, Geoffrey (Ed.). (2010). Historia de la guerra. Madrid: Akal. PUSCAS, Ioanna. (2017). Nuevas tecnologías para mejorar las capacidades bélicas: En busca del “soldado aumentado”. En: Le Monde diplomatique, Año XV, Nº 170, pp. 36-37. RAMÓN Y CAJAL, Santiago. (1922). Charlas de café: Pensamientos, anécdotas y confidencias. Madrid: Imprenta de Juan Pueyo. RODRÍGUEZ, Manuel. (2013). 1934: La legión del espacio: Jack Williamson. Extraído el 5 de septiembre de 2017 desde http://universodecienciaficcion.blogspot. com/2013/03/1934-la-legion-del-espacio-jack.html. SAGAN, Carl. (1980). Cosmos. Barcelona: Planeta. SAGAN, Carl. (1997). El mundo y sus demonios: La ciencia como una luz en la oscuridad. Bogotá: Planeta. SIERRA Cuartas, Carlos Eduardo de Jesús. (2014). Polemoética: Límites y posibilidades. En: Revista de Bioética Latinoamericana, Vol. 14, Nº 1, pp. 47-81. WELZER, Harald. (2012). Climate Wars: Why People Will Be Killed in the 21st Century. Malden: Polity Press. WIKIPEDIA. (2017a). Bomba del Zar. Extraído el 19 de septiembre de 2017 desde https://es.wikipedia.org/wiki/Bomba_del_Zar. WIKIPEDIA. (2017b). Jack Williamson. Extraído el 4 de septiembre de 2017 desde https://es.wikipedia.org/wiki/Jack_Williamson. WIKIPEDIA. (2017c). Rurouni Kenshin. Extraído el 23 de septiembre de 2017 desde https://es.wikipedia.org/wiki/Rurouni_Kenshin. WIKIPEDIA. (2017d). The Stanford Prison Experiment (film). Extraído el 4 de septiembre de 2017 desde https://en.wikipedia.org/wiki/The_Stanford_Prison_ Experiment_(film). WILLIAMSON, Jack. (1976). La legión del espacio. Barcelona: Martínez Roca. ZI, Sun. (2010). El arte de la guerra. Madrid: Mestas Ediciones. ZIMBARDO, Philip. (2008). El efecto Lucifer: El porqué de la maldad. Barcelona: Paidós. ZIMBARDO, Philip y FRANCO, Zeno. (2008). La banalidad del heroísmo. En: Muy Historia, Nº 19, pp. 10-14.
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