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EDITORIAL CASATOMADA / SERIE NARRATIVA
La casa escondida y otros relatos / cuentos
Primera edición, marzo 2013
© Crisanto Pérez Esain, 2013
© De esta edición:
Editorial Casatomada S.A.C.
Av. Mariátegui 1600 - Dpto. 502. Lima 11, Perú
www.editorialcasatomada.com
 ecasatomada@gmail.com
 (511) 987 301 726 / 988 939 974
Dirección editorial
Gabriel Rimachi Sialer
Revisión de textos
Abraham Cisneros
Diseño y diagramación
David Collazos
Imagen y concepto de portada
Andrea Paz Medrano
Fotografía
Archivo personal del autor
Impresión
Casatomada
ISBN: 978 – 612 – 4116 – XX – X
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2013-XXXXX
Hecho en el Perú para los lectores del mundo
5
A Inés y Miguel Ángel,
principio de tantas cosas.
6
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La casa escondida, 9
Una brizna de nada, 27
El pacazo, 41
Memento mori, 51
Un rompecabezas de cinco mil piezas, 63
Árboles enanos, 87
La noche de los invisibles, 95
Sin noticias de Carriego, 105
Un cuaderno para el loco Cativo, 129
Theatrum mundi, 1401
Última estación para Aurora Vences, 157
8
9
La casa escondida1
La primera vez que vieron la casa no les gustó demasiado.
Quizás fuese porque había estado cerrada durante años o por
la sensación de que escondía en algún sitio la sorda presencia
amenazadora de un ojo que todo lo veía. Más allá de ese ojo de
buey, que daba al jardín y que opacaba el rubor encendido de
algunas flores, y al que en seguida aprendieron a no dar
importancia, a él le consolaba su cercanía a la oficina y a ella
parecía serle suficiente con eso.
Lo mejor de la casa era la calle en la que se encontraba. El
parque en el que podrían pasear a sus hijos cuando éstos
llegaran, donde los padres de ella podrían también pasar el
rato de su vejez, haciendo tiempo a que llegara la noche o las
bodegas tan a la mano para comprar cualquier cosa que se
hubieran olvidado en su visita semanal al mercado. Les
gustaba también lo ancho de las veredas, la tranquilidad con
que crecían los crotos y lo florido del sardinel que separaba en
dos carriles una pista poco transcurrida la mayor parte del día.
Ninguno de los dos era muy amante del jardín, de las manos
enterradas, los pies mojados y del olor a abono de chivo que se
pegaba a la ropa. Pensaban, sin embargo, que de la necesidad
surgiría la función y de ésta el órgano y que, por lo tanto,
alguno terminaría descubriendo una afición profundamente
1
Ganador del Premio Internacional de Relatos Ciudad de Zaragoza 2007 (Zaragoza,
España).
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enterrada y nunca manifestada hasta entonces. Para
cualquiera que pudiera pasar por allá, y para ellos también, sin
duda, el jardín lucía precioso, y alguien debería perder las
horas entre las chabelitas y los gladiolos, entre la hiedra y un
papelillo atravesado por los rayos de un sol de desierto.
Por todo eso, luego de pagar la fianza y el primer mes
adelantado a una vieja con ruleros que nunca más volverían a
ver, las mensualidades se ingresarían a partir de entonces
directamente en una cuenta del banco de veintisiete cifras que
con los años llegarían a aprender de memoria, entendieron
que, en realidad, aquella casa era el campamento base. Desde
ella se harían cargo de la situación de la calle y esperarían a
que en otra casa, no tan vieja, ni tan grande quizás, alguien
colgara el modesto cartelito de “se alquila” o incluso el más
definitivo de “se vende” para acometer el ataque último a la
casa propia.
Tenía dos plantas, pero además de esto incluía un sótano y
un desván de iguales proporciones, por lo que en realidad se
trataba de una casa de cuatro alturas nada modestas en
extensión. Por fines prácticos, decidieron prescindir casi de
todo y contar solo con el segundo piso. Él hubiera preferido el
desván. Allá llegaban los primeros rayos del sol de la mañana y
el atardecer se prolongaba un poquito más; pero pronto ella
declaró, protegida en un sentido común que él no siempre
llegaba a comprender, que en realidad era preferible optar por
la segunda planta. Cada día, nada más llegar a casa, ellos
subían corriendo las escaleras hasta allá, sus dieciséis
escalones, y no permitían tampoco que las visitas se
entretuvieran en las demás. Poco a poco, por la fuerza que da
el uso y la ley de la costumbre, aquel caserón quedó reducido a
un departamento con cinco dormitorios, dos baños, una zona
neutra que fue convertida en un oscuro y tórrido comedor, de
11
imposible permanencia en la canícula, y una cocina tan grande
que en ella se podía cocinar, lavar ropa y planchar todo ello a
una vez, mientras los niños harían las tareas en una mesa
enorme, sin que nadie tuviera nunca la sensación de ser
molestado ni de estorbar. En poco tiempo Jonás y Casandra se
resignaron a vivir en aquella casa excesiva, diseñada por un
arquitecto al que le sobraba papel para un dueño resuelta-
mente claustrofóbico.
Los dormitorios eran igual de grandes. Nunca se supo muy
bien cuál correspondía a los padres, cuál definir como
dormitorio doble y cuál como estudio pequeño. Por eso, en los
primeros años, ante la tardanza en la llegada de los hijos, los
traslados eran decididos sin más ni más, movidos por oscuros
resortes a los que no llegaba la vista del ojo de buey de la
fachada. Bastaba con que uno de los dos dijera que no había
dormido del todo bien porque había notado demasiado
cercana la presencia amenazante de una lechuza, el silbido del
viento de la noche, el chocar de las hojas del mayor nogal del
jardín o porque aquella mañana de domingo la resaca había
llegado a castigarles demasiado temprano, luego de que un
rayo de sol se colara entre los cortinajes del dormitorio para
dar en la creciente frente de él, en los párpados todavía sin
desmaquillar del todo de ella. Si uno se despertaba, a los cinco
minutos comenzaba a aburrirse en la cama y no paraba de
lamentarse hasta que en una de esas el otro era rescatado del
sueño.
A veces ella llegaba del trabajo más tarde que él. Lo
encontraba enfundado en los jeans más viejos que descubriera
en el armario, con la tijera de podar en una mano y la
manguerita en la otra, regando el jardín. Todo empezó a los
dos años de vivir allá. Con el tiempo, se dieron cuenta de que
cualquier otra mejor que la que habitaban costaría mucho más
12
dinero. Él comparó el gras de su jardín, ralo y amarillo, lleno
de hierbajos intrusos y feos a los que nadie había llamado, con
el del sardinel, del que se encargaba un escueto equipo de
jardineros que con las justas llegaba a pasar un manguerazo a
bocajarro una vez cada quince días, y entendió la tristeza del
ojo de buey que presidía la fachada. Con cierto sentimiento de
culpa, comprendió que el gras de la calle parecía propio de un
campo de golf y el suyo no era más que una metáfora de su
calvicie, ya no tan precoz, ni tampoco tan incipiente.
Como con la cabeza nada podía hacerse, Jonás optó por el
arte de la jardinería. Un buen sábado apareció de no se supo
dónde con un montón de plantas y un almácigo de gras chino
que poco a poco fue creciendo y ocupando, con igual frenesí
que las malas hierbas pero con mayor capacidad de
supervivencia, todo el jardín. A su alrededor unas palmeras de
yuca crecían con idéntico entusiasmo, y poco a poco iban
abriendo su sombra de abanico. Jonás había descubierto que
entre plantas y macetas, entre tierra y abono, las ausencias y
los silencios de Casandra, –de una temporada a aquella parte
no sabía muy bien dónde se metía–, eran más llevaderos.
Cuando la fuerza de la costumbre se impuso a cualquier
novedad y todos los fines de semana se parecían a los
anteriores, era ya imposible separar los recuerdos de la
reunión de amigos del diecisiete de agosto de la del treinta de
septiembre y además éstas eran más espaciadas y menos
interesantes. Incluso el jardín ofrecía pocas novedades y el
colibrí de las seis y veintinueve siempre aparecía a la misma
hora y a los mismos minutos. Todo estaba dicho más de una
vez y con diferentes entonaciones. En fin, la monotonía campó
a sus anchas sin visos de querer partir. Entonces Casandra
rompió el silencio del desayuno, como no había hecho desde
hacía ya unas cuantas semanas.
13
Jonás, creo que estoy embarazada.
La noticia le pilló tan de sorpresa que no supo cómo
reaccionar. De haber preguntado si estaba segura ella le
hubiese respondido que no, que solo lo creía. De haberle
mostrado demasiada alegría ella hubiera dicho que se
estuviera bien tranquilo, que solo lo creía, y que todavía habría
que pasar por el médico y que no tenía ni idea de a quién
acudir. Por eso su respuesta fue tan tajante que hasta las tazas
del desayuno temblaron de estupefacción:
Se llamará Camila.
Ella no lo entendió, y no lo entendería nunca, pero dos
años después le puso de nuevo a prueba y entonces, como en la
primera ocasión, la respuesta fue igual de concluyente:
Se llamará Adrián.
En dos años sus vidas habían cambiado, y mucho. Con la
primera se apañaron bien. De alguna forma, rompió el silencio
mineral que gobernaba en aquella casa, donde hasta entonces
todo, o casi todo, había sido ya dicho de mil formas diferentes,
y Jonás descubrió algo de ternura en el ojo de buey de la
fachada. Sin demasiadas novedades en su trabajo, y sin
mayores novedades en una casa que había visto reducido su
uso y su dominio a la segunda planta por una decisión a la que
él consideraba que se le guardaba absoluta lealtad, optar por
una leche en polvo o por otra en cuanto la mastitis amenazara
la lactante tranquilidad de Casandra o elegir entre un modelo u
otro de cochecito, de cuna, de juguete o cualquier otra cosa,
introdujo una serie de novedades importantes, y entre ellas, la
técnica de elección de dormitorio de la bebe.
El día en que madre e hija llegaron a casa la segunda lloró
desde que salía de la clínica, quizás porque intuía que el
ejército de enfermeras a su disposición sería sustituido no más
que por las atenciones de la señora Clarita, contratada a tal
14
efecto. Lloró y lloró desde el mismo momento en que su cuerpo
breve y desmadejado abandonó la cuna cinco estrellas en la
que hasta entonces no había hecho más que dormir y dejarse
hacer. De vez en cuando sentía un calorcito viscoso y
maloliente, y en las apenas cuarenta horas que llevaba en ese
mundo ya había comprobado las bondades de los polvos de
talco. Cuando descendieron del taxi que les dejó en la verja de
la casa, Jonás la sujetaba con toda su buena voluntad de las
axilas y su madre arrastraba los pies hasta el primer escalón de
los dieciséis que precisaba subir para llegar al segundo piso. Su
padre, inexperto hasta su muerte en las lides de la paternidad,
la llevó de habitación en habitación, y al cesar al fin el llanto de
su niña, decidió, cual contrastado zahorí, que en aquella
habitación, llamada artística por ser la que él empleara en sus
ejercicios cotidianos de cajón mientras ella hacía sus acuarelas,
reinaría su cuna.
Era la más pequeña y llenecita de cosas, regalos de boda
todavía sin abrir cuatro años después; muebles heredados y
viejos; otros regalados y más viejos todavía; ropa que alguna
visita se dejara hasta nunca más regresar; libros y discos
comprados a ritmo de arrebato pero jamás leídos ni
escuchados. En fin, todo lo que se guarda porque tanta pena da
mirarlo lleno de polvo como pensar en tirarlo a la basura. Por
años, hasta que se dispuso que la niña necesitaba más espacio
para tener su propio escritorio en el cual hacer las tareas del
colegio, todas aquellas cosas siguieron allí, y se convirtieron en
los primeros y casi únicos juguetes de Camila. Así, no era raro
que sus encías reblandecidas y febriles por la salida de sus
dientes de leche estrenaran la vajilla china que alguien regaló,
como por descuido, o que jugara a que sus muñecas recibían
baños de sales en la vasija de la fondue que nunca estrenaron,
por no saber cómo usar algo cuyo empleo se basaba casi
15
exclusivamente en el fuego y en el queso o el chocolate
derretido, en una ciudad en mitad del desierto donde todo se
encontraba, y también el queso o el chocolate, fundido por la
misma naturaleza.
Adrián llegó a la casa y lo hizo con una sonrisa de oreja a
oreja. Dispuso para él solito, evitando así las distracciones de
su predecesora, de la habitación más espaciosa. «Ya llegarían
otros que le hicieran descender del reino al enano», pensaba
Casandra, admirada como Jonás de la capacidad del segundo
de sus hijos de apropiarse de todo sin que nadie fuera capaz de
reclamar. Con él el aburrimiento tuvo que buscar un mejor
solaz, y la diversión entró por cada una de las ventanas,
puertas y falsas chimeneas que hubiera en aquel caserón
convertido en departamento.
Eran entonces cuatro y Clarita, cuyo cuerpo redondo
abultaba tanto como todos los demás juntos. Ella maldijo la
idea de los padres de vivir en el segundo piso, y siempre pensó
que lo mejor para sus rollizas y esclerotizadas piernas hubiera
sido ocupar la planta principal. Ellos no pensaban lo mismo.
Aunque efectivamente vivieran en un desierto, las fuertes
lluvias que siempre se temían en verano podían visitarles en
los próximos años y no era cuestión de ver convertidas las
habitaciones en una sola e inmensa piscina. Pudiera parecerle
muy divertido a Adrián, e incluso Jonás podría dejarse llevar
por nuevos impulsos infantiles, que había recobrado siguiendo
un camino por el cual el hijo guiaba de la mano al padre, pero
en el fondo, ni Camila ni Casandra estarían felices de ver
flotando todos sus enseres, de juguete o de verdad, a un metro
y medio de altura.
La vida entonces se hizo dichosa, tanto que terminaron
negociando con los abogados de la dueña la compra de la casa.
No había fin de semana en que los nuevos amigos de Casandra
16
y de Jonás no les pidieran prestado el jardín para algún
cumpleaños infantil. En aquella época él vio tantos espec-
táculos que ya conocía las humoradas de los payasos, las
coreografías de las animadoras y la textura de todos los
algodones dulces de la ciudad. Mientras Casandra se escondía
nadie sabía dónde, Jonás no solo se alegraba de que alguien le
sacara aunque fuera una vez por semana mejor partido que él
al inmenso jardín de la casa, sino que incluso aconsejaba qué
payasos contratar o recomendaba otros servicios de éxito en
aquella temporada de cumpleaños, de acuerdo a veces a sus
propias apetencias personales.
Con los años, conforme Adrián fue creciendo, los
cumpleaños fueron menguando, pues su hijo no permitía que
nadie le metiera más de un gol por partido, y si se pasaba de la
cifra ominosa despedía a todos de muy malos modos,
clamando a los cuatro vientos que allá moraba el futuro mejor
arquero del Perú y que por ello a nadie le sería permitido
penetrar su portería. Hasta el ojo de buey parecía querer
cerrarse como no queriendo ver más. Jonás, por su parte, se
retiraba algo avergonzado del balcón, donde hasta entonces
había seguido con verdadera pasión de padre futbolero, y esta
era otra vocación descubierta gracias a su hijo, con un
cigarrillo en una mano y una cerveza en la otra.
Camila invitaba a las muñecas de sus amigas al jacuzzi de
las suyas, ampliado con la nueva adjudicación, una olla de
barro, ideal para el seco de cabrito y a la cual nunca se le salió
el tufillo a sebo rancio. Clarita se la había cedido cuando Jonás
le trajo del mercado una de metal. El seco no salía igual, eso
era verdad, pero si se caía la cazuela además del estrépito del
aluminio rebotando por el piso de la cocina no había mayor
percance, en una época en que los dedos de su mano se
estaban retorciendo y endureciendo por la artrosis y la
17
humedad de un caño siempre abierto para limpiar tanto
cachivache. Con las manos agarrotadas, era más difícil para
ella coger cualquier cosa, y además de contrahechos, sus dedos
tenían tan poca fuerza como las trenzas de lanilla de las
muñecas de su protegida. A esas alturas nadie reclamó, el seco
de cabrito dejó de ser uno de los platos preferidos en la mesa y
Camila estuvo encantada de poder organizar lujosas y
hedonistas fiestas de muñecas, aunque no supiera muy bien
qué significaba aquella palabra, en la nueva bañera de la casa
de muñecas.
Algo tuvo que pasar para que Camila y Adrián aprendieran
a montar bicicleta tan tarde, con tan inmenso jardín, y en
verdad ninguno lo hizo muy bien hasta que muchos años
después tuvieron que enseñarles el difícil arte del pedaleo a sus
propios hijos. Fue la época en la que su mamá esperaba el
tercero, a quien Jonás no supo poner nombre, ante la
extrañeza de Casandra que, al decirle la noticia, esperaba con
los ojos cerrados que acertara una vez más cómo se iba a
llamar quien le abombaba la panza y le anchaba las caderas,
provocándole también, y como nunca hasta entonces, un raro y
secreto gusto por llevar siempre en la boca un grano de café.
Con todo ello se iba anticipando el amargo sabor de la vida que
poco a poco iba instalándose, sin que ellos lo supieran, en los
cimientos de aquella casa mutilada, pero que el ojo de buey ya
veía venir, desde la atalaya de su fachada.
Todo empezó con la estación de lluvias, que se prolongaría
más de lo imaginado. De las dos o tres semanas, a lo sumo un
mes, de lluvias anuales, se pasó como sin quererlo a los seis
meses y medio, dando la sensación de que el agua había
transformado el estado natural de las cosas, o mejor dicho, de
que este estado se había convertido en líquido elemento. Al
comienzo parecía divertido, pero poco a poco hasta los granos
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de café que Casandra rechupaba con tanta fruición se volvieron
escasos y tuvieron que ser sustituidos por las menos escasas
vainitas de algarroba que todavía no habían fermentado por la
humedad de la lluvia vespertina y por el calor del mediodía. La
situación sirvió para darles la razón a ellos y quitársela a doña
Clarita y a su descabellado plan de llevárselo todo lo de la casa
a la planta de abajo. Ahora, y a lo largo de todo ese medio año,
ella no tenía que subir un solo escalón, pues el agua quedó a la
altura del segundo piso la mayor parte de las semanas, como si
alguien hubiera proclamado un hasta aquí no más
impecablemente obedecido por los designios de la inundación.
La señora Clarita se había quedado sin casa, y sus tres nietos y
el grandazo de su hijo se mudaron con ella. Si pensó en que
ellos podrían ocupar el ático estaban muy equivocados. Allá no
subía nadie, o eso habían sentenciado tanto Casandra como
Jonás. Doña Clarita, algo resignada, tuvo que llevar a su hijo
Óscar, la brevedad de su nombre no hacía méritos al tamaño
inmenso de su corpachón, y a sus tres nietas, que no eran hijas
de Óscar ni de nadie conocido, y que, sin duda, habían
heredado de su supuesta abuela la manía por querer cambiar
las cosas de sitio, a la habitación del fondo. Estrella, la mayor,
se empeñó en que la bañera de las muñecas quedara
transformada en el depósito de la comida de los gatos que
aparecieron, sin saber muy de dónde ni cómo, media hora
después de que ellos llegaran. Adriana jugaba a tender la ropa
en la copa de los árboles y Blanquita a hacerle la vida
imposible a Adrián, metiéndole todos los goles del mundo en el
corredor que daba acceso a los dormitorios.
La casa, así ocupada, de forma tan reconcentrada, se les
hizo pequeña de verdad. Jonás ya no podía practicar ni el
festejo ni el landó con cajón en ningún sitio, pues hasta el
instrumento había desaparecido, empleado ahora para guardar
19
la ropa sucia de las nietas de doña Clarita. Un día se rebeló, y a
la vuelta del trabajo, al comprobar que los gatos se habían
comido casi todo su almuerzo, pensó en la música como un
método de evasión a tan caóticas circunstancias. Entonces
extrañó el cuarto artístico en que él tocara su cajón a ritmo de
jipijay, pero no dijo nada, pues Camila no tenía culpa ninguna
de que sus lloriqueos de recién nacida hubieran terminado en
el preciso instante en que su diminuto cuerpecito pasara el
umbral de la puerta de aquella habitación. Descubrió al fin el
cajón y se puso a tocar en el balcón de su dormitorio. Aquello
no sonaba. Metió con miedo la mano, temiendo la mordida de
algún animalejo y lo que sacó fue las faldas breves y de
volantines de las nietas de doña Clarita. Se enfadó, y mucho, y
salió disparado a la cocina. Pero entonces, al entrar, con toda
su sangre circulando por una inmensa vena de su cuello, al
reino de aquella vieja, encontró a Casandra en un rincón,
retorcida por los dolores. Descubierto un pequeño pero tenaz
charco de sangre en el piso al levantarla, fue llevada en brazos
por Jonás hasta una hamaca. Se reprochó a sí mismo no haber
dado todavía con el nombre de la criatura que albergaba en sus
entrañas y pensó que quizás fuera ya demasiado tarde.
No lo era, sin embargo. Fue conducida a la clínica en una
barquita que Óscar construyó en un momento con la llanta de
una rueda de tractor y las tablas de un camastro que había
encontrado no se sabía muy bien en qué lugar. No hubo tiempo
para preguntar. Óscar remaba con la fuerza de un ballenero,
ayudado de una rama del almendro, mientras Jonás llenaba de
caricias el rostro febril y macilento de Casandra, recitando
nombres de santoral. En su desesperación, convocó a su
memoria los nombres de todos sus compañeros de colegio de
su infancia y juventud. Después siguió con los jugadores de
fútbol de la competencia local. A esto siguió el rastreo por las
20
ramas de su árbol genealógico. Repasó, al borde del desaliento,
la lista adolescente de todas sus enamoradas, en desorden e
intercalando nombres de actrices mexicanas para que ella no
se diera cuenta. Nada, ella seguía negando con un ligero
movimiento de cabeza. Nada, eso no era. Prefirió callarse
entonces, al tiempo que seguía acariciándole unas mejillas
brillantes y resbaladizas por una mezcla de lágrimas, sudor y
agua de las lluvias que, como todos los días, comenzaban hacia
las cinco de la tarde para terminar con el amanecer.
Casandra fue internada en la clínica y hasta el final del
embarazo permaneció allá, alejada de la casa y de su ojo de
buey, que extendía su mirada sin alcanzarla. Jonás no pasaba
por casa apenas y en cuanto salía de la oficina, donde no había
demasiado trabajo y todos los empleados estaban por estar,
haciendo que hacían porque en realidad no había nada que
hacer salvo esperar la lluvia de la tarde, se instalaba en la
habitación que ella ocupaba. De no haber sido por la presencia
constante de los gatos la casa se hubiera quedado desierta,
pues Camila y Adrián se la pasaban con su madre, haciéndole
toda la compañía del mundo. Óscar se convirtió en un
enfermero de primera y las nietas de doña Clarita jugaban a los
piratas en la ventana que daba a la habitación de la clínica. En
el fondo, la poca tranquilidad que hubiera en la casa trasmutó
en agitación extrema en cuanto todos se hubieron instalado en
la habitación, y esta situación se prolongó hasta el momento
del parto.
Jonás llegó de la oficina más contento de lo normal. Nada
más dejar la barcaza de Óscar en un muelle improvisado, al
costado de la entrada principal de la clínica, en un par de saltos
estaba ya en la habitación de Casandra. Ella presenciaba
entretenida las peleas marítimas que las niñas llevaban a cabo
en la primera función de la tarde. Óscar les había construido a
21
cada una de ellas, con ramas y cajas de frutas viejas que
flotaban por toda la ciudad desde el mercado, unos veleros
bastante apañados. Con ellos se remedaban las batallas de las
películas que Jonás y Casandra preferían, comenzado por la de
Ben Hur y terminando con las de Errol Flynn.
No sabía dónde había escuchado que los militares tenían
un plan, hacerle un cauce al río para que llegara el mar, a base
de cartuchos de dinamita que irían soltando acá y allá desde un
helicóptero. Conseguido ese propósito, en un par de horas la
ciudad volvería a ser terrestre y la incomodidad de los canales
venecianos pasaría a mejor vida. Ella podría regresar a la casa,
donde sería atendida entonces más a su gusto. Casandra estaba
tan entretenida con la batalla naval que tenía lugar al otro lado
de la ventana que no le asuntó demasiado. Jonás,
decepcionado, bajó la mirada al piso y descubrió un reguero de
sangre que se iba formando con lo que caía gota a gota desde el
colchón. La tez de Casandra era pálida, pero comprendía que
esto no se debía a su estado de postración ni a su encierro
entre aquellas cuatro paredes. A ese ritmo, la hemorragia debía
de haber comenzado por la mañana. Al regresar con el doctor y
su ayudante los tres encontraron a una mujer que poco a poco
se estaba yendo, que luchaba por mantener la atención en las
peleas de piratas y en los golpes que se propinaran Blanquita,
Adriana y Estrella. Luchando por divertirla no se habían dado
cuenta de que en realidad aquella señora a la que habían
aprendido a querer y a la que tributaban todos sus juegos
infantiles estaba muriéndose. De un solo golpe el doctor cerró
las cortinas y las tres nietas de doña Clarita se lamentaron de
la suspensión de una función en la que todavía no había
ocurrido lo mejor. Casandra fue introducida al quirófano.
La operación duró poco, pues casi nada se pudo hacer por
una madre que había perdido tanta sangre. De sus entrañas sin
22
vida brotó blanquito y sereno el cuerpo de una niña, en la que
Jonás aprendería a aferrarse para no morir de dolor. Cuando
las enfermeras se la pusieron en sus brazos todavía no sabía
que Casandra se había muerto, pero descubrió en su carita feliz
la sonrisa de alivio que su mujer solía mostrar después de
haber pasado por un susto terrible:
Se llamará Casandra, como se llamó su madre.
Las enfermeras y el médico comprendieron que ya no
había por qué decirle nada, pues él solito había sabido darse la
noticia. Al día siguiente salieron todos juntos de la clínica y
encontraron una ciudad en estado calamitoso. Efectivamente,
el río había abandonado la ciudad o, mejor dicho, se había
metido en su madre, en su cauce y había conducido todo su
inmenso caudal hasta el mar.
San Miguel aparecía entonces como un inmenso océano
resecado. De los troncos de los algarrobos salían algas
verdosas que les daban un aspecto tremebundo y envejecido.
Los carros quedaron cubiertos por una capa de óxido, y
muchos de ellos parecían lisiados, sin sus ruedas, robadas para
seguir los pasos de Óscar, quien resultó para todos los
pobladores un auténtico maestro naval de emergencia, y que
hizo más en tres meses que en treinta años. En los tejados de
las casas bajas el sol recalentaba peces dulzones y algo
putrefactos. Para el mediodía siguiente, toda la ciudad
quedaría embadurnada en un olor a fritura de pescado. Ya
estaban en la casa.
Aunque doña Clarita y toda su prole disponían de nuevo
de su casa antigua, la fuerza de la costumbre y la ausencia de
Casandra hicieron que Jonás rogara porque se quedaran con
ellos. Tres hijos, y uno de ellos recién nacido, era demasiado
para aquel hombre, al que la vida le había dado de sopetón
tantas sorpresas que cuando quería reír lloraba y se iba hasta
23
el piso en carcajada limpia al acosarle los pensamientos más
tristes y la desesperanza más dolorosa. Hasta el ojo de buey
lucía sombrío, como si tuviera un párpado caído.
Este hombre no está bien. Declaró una vez doña Clarita,
algunos años después, señalando la herrumbre del ojo de buey.
A partir de entonces tuvo en Óscar una sombra fiel, que lo
dejaba en la puerta de la oficina y lo esperaba sentado en una
banca del paseo a la salida del trabajo. Un viernes, volviendo
de allá, Óscar y Jonás descubrieron un silencio sepulcral en la
segunda planta de la casa. No había nadie y la comida estaba
fría. Óscar temió por su madre.
Habían subido las escaleras como siempre, tan rápido que
no habían percibido que el portón ancho y enrejado de la
primera planta, la verdadera entrada principal del caserón,
estaba abierto. Bajaron al jardín buscando a todos y solo
entonces lo notaron. Con algo de miedo dieron sus primeros
pasos por una inmensa galería a la que nunca antes se habían
asomado. Parecía desembocar en un salón todavía más
inmenso. No era difícil seguir el rastro de los niños y de la vieja
aya, que con su corpacho había abierto un túnel en aquel mar
de telarañas. Cientos de campanitas comenzaron a sonar a un
mismo tiempo y supieron que eran las cuatro. Al llegar donde
estaban los niños con doña Clarita descubrieron, como ellos,
que Casandrita jugaba a dar cuerda a un montón de cajas
musicales. En realidad, se encontraban en una especie de
museo en el que había de todo. Clarita y sus nietas pudieron
limpiar afanosas en la mañana del sábado todo aquello, y por
la noche disfrutaron de aquel salón de espejos desde el cual a
cada hora decenas de relojes de todos los tamaños y formas
hacían sonar sus campanitas, en mil melodías que no llegaban
a confundirse, desde que Casandrita las puso en hora.
24
Por entonces, un increíble ataque de melancolía atacó a
Jonás. Pensó que quizás la vida de su mujer hubiera sido
distinta de haber conocido desde el principio todo aquello. Que
el aburrimiento nunca hubiese invadido su rostro y que sus
sueños hubieran sido de colores. La nostalgia de aquellos días
en los que todo aquello pudo haberse corregido le tendió a su
mente una red inevitable de arrepentimientos y desdichas, por
más que supiera que había que seguir tirando.
Lo peor fue descubrir que aquel espacio no fue extraño
para Casandra. Más allá del salón había una puerta de doble
hoja que se abría desde el centro y que daba a un invernadero
oculto no visto desde ningún otro punto del caserón. Allá su
mujer pintaba retratos infantiles. Debió de comenzar en los
años en que Adriana les desterró de su cuarto artístico, o aún
antes, cuando ella se quejaba de que era imposible pintar a
ritmo de cajón. Entonces los niños todavía no llegaban y había
que luchar contra estériles fantasmas que no llevaban a
ninguna parte. Sin saber muy bien los motivos, las causas ni
los métodos, aquellos rostros parecían retratos actuales de sus
tres hijos. Había carboncillos, témperas, acuarelas y óleos por
todas partes. Más allá de unos almácigos descuidados había un
bosquecito de cipreses enanos que con sus tupidas copas
ocultaba otro de los aposentos de su mujer. Entendía ahora las
horas muertas que ella pasara a lo largo de sus embarazos, sola
en la casa, los silencios y las ausencias durante tardes enteras
en las que él paseaba por la segunda planta y por el jardín
buscándola, resignado desde siempre también a no poder
encontrarla. Allá había un retrato de grupo sin terminar,
donde Jonás veía a Camila y Adrián flanqueándole, con
Casandrita en sus brazos, como desnudos, vulnerables, sin la
presencia de ella. Un hueco enorme al lado del grupo daba a
entender que ya entonces sabía cómo terminaría todo aquello.
25
Le dolió a Jonás no haber sabido nunca tanto de ella, no haber
sabido nunca tanto como ella. Le dolió que todo aquello lo
viviese sola, y que en ningún momento se animara a contarle lo
que sospechaba y se quedó con ese cuadro para siempre,
manteniendo así vivo el rescoldo de aquel dolor. Jonás pidió a
Clarita y a Óscar que fueran recogiendo toda la ropa y todo lo
que en la casa quedara de algún valor.
El domingo, mientras todo San Miguel se encontraba en
las iglesias, dando gracias a Dios por un aniversario más del
final de la última inundación, mientras el ejército era acogido
por los aplausos y vivas de todos los ciudadanos, Jonás Grados
Lima, con toda la familia, salió de aquella casa para siempre.
No podía vivir en un lugar que le había quitado tanto. Omitió
girar la llave. Si alguien quisiera llevarse algo estaba en su
derecho. Sin embargo, el portazo con que cerró fue tan fuerte y
las estructuras de madera se habían dañado tanto con aquellas
lluvias que al eco del vacío en donde resonara el golpe le siguió
un rumor sordo que anticipaba el desplome de sus muros.
Antes de que cerrara con candado la reja de entrada a sus
dominios, la casa se había convertido en una montaña de
escombros, más allá de una nube de polvo viejo, que no
impedía ver un inmenso ojo de buey rodando por el suelo,
como un juguete roto.
(2006)
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27
Una brizna de nada2
El doctor mostró un gesto de contrariedad al enfrentarse a
su enfermera. Con el apuro de quien acababa de ser levantado
de la cama, sorprendido por una llamada de teléfono siempre
inoportuna, se había ido poniendo su bata blanca en el corto
camino desde donde bajara del taxi hasta la entrada de la posta
médica. Al enfilar el pasadizo de entrada marcado por unas
piedritas sucias y tristes y unas cuantas plantas resecas
desperdigadas por acá y por allá, como por un jardinero ciego,
miraba a uno y otro lado y no veía a nadie. Tan solo una
anciana esperaba en el extremo de una banca, ocupando lo
menos posible, aunque supiera que nadie más llegaría hasta
dos horas más tarde.
¿Por qué me llamaste tan temprano? ¡Ayer trabajé
treinta y cinco horas seguidas! Le reclamó a la enfermera.
Sin poder decir algo así como «querido doctor, lo que
usted me cuenta es imposible», no quiso prohibirse una
sonrisa de calculada inocencia al escucharle.
Doctor, disculpe. La señora Abigail está esperando desde
hace media hora, explicó, deseando que la elocuencia de los
hechos fuera suficiente.
Sí, la he visto. Siempre está ahí, guardándole el sitio a su
madre. Si no hay nadie más no hay por qué sacarme de la
cama. Interpuso el doctor.
2
Finalista del Premio Internacional de Relato Max Aub 2007 (España).
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Parece que esta vez viene por ella misma, y no para coger
el turno de la otra. Interrumpió otra enfermera, que buscaba
el archivo con los informes de la señora Abigail. Nada, tantas
veces que se la ha visto por acá y nada. Jamás ha sido atendida.
A las seis y media de la mañana, cuando las cuarteadas
veredas están sin poner todavía en San Miguel y los gallinazos
eructan la comida de la jornada anterior en los nidos de la
catedral; cuando el viento perdió la cuenta ya de los granos de
arena que fue introduciendo por la noche en las calles del
centro de la ciudad y los zancudos recién dan por terminado su
festín nocturno; cuando, en fin, nadie aguarda en la posta
porque en aquella ciudad la gente no suele enfermarse hasta
que se despierta y al sueño se le respeta, la señora Abigail salió
de su casa. Su madre dormía desde hacía años más de día que
de noche en las bancas de la iglesia y en la mecedora del
corredor, y pudo percibir el olor cierto del miedo, tendida en
su cama con baldaquinos de otros siglos que le protegían de las
manchas de humedad del techo. La hija logró dejar la casa con
tal rapidez que el alcanforado tufo doméstico no llegó a
escaparse con su estela. La explicación a sus cuidados iba más
allá del miedo. En el fondo, la sabía despierta. No quería rasgar
la fina tela de la inconsciencia con que su madre protegía sus
vigilias, ni mucho menos, escuchar el fluir de su voz ronca
entre almohadones, preguntando a dónde iba. Cerró la puerta
detrás de sí y sintió un profundo alivio. Por una vez en tantos
años había conseguido romper la cadena tejida a lo largo de
dos vidas con el invisible hilo de la dominación. Diez minutos
más y ya estaría en la posta médica, esperando la llegada del
doctor.
Arqueó las cejas de incredulidad comprobando que la
ficha de la anciana estaba vacía. Un suspiro desde lo profundo
precedió al interrogatorio:
29
Nombres y Apellidos.
Abigail Gómez Seminario de Tejada.
Edad.
Setenta años, recién cumplidos.
Enfermedades.
Ninguna, que yo recuerde.
Y dígame, señora Abigail, el motivo de su visita. Exigió
con amabilidad levantando, al fin, la mirada hacia ella.
Dejó escapar una bolsa con torpeza de niña, mientras se
apresuraba a soltarse los botones de su blusa dominical.
Debajo no había más nada, solo la palidez de unos senos que
concentraban en sus puntas todo el rubor de la exposición
pública. El doctor tuvo paciencia. Pese a no entender
demasiado aquel arrebato de impudicia, siguió con la mirada
cada uno de los movimientos de la anciana. Ante él asomó un
seno blanco, blanquísimo, limpio y puro, algo arrasado por los
años y la candidez de pudores perpetuos. Era el izquierdo. La
señora Abigail levantó el brazo del mismo lado y con la otra
mano plegó el seno vacío de amor hacia el otro. En un
momento, y como para que aquello se viera más claro, giró su
cuerpo en la silla, repitiendo un movimiento rápido aprendido
en la soledad de un espejo de mano, en su cuarto de baño,
durante las últimas semanas. De repente, como un racimo
escandaloso se dejó asomar una sucesión de bultos que iban
desde el centro del seno izquierdo hasta la axila, amenazando
un derrame próximo hacia la espalda.
Eran como granos de uva, palpitando además al otro lado
de una piel pálida y serena.
Señora Abigail, cúbrase, por favor. Es suficiente.
Aquello que quiso sonar amable llegó a los oídos de la
anciana como una desaprobación. Ella contuvo las lágrimas
todo lo que pudo.
30
Media hora más tarde la señora Abigail salía de allá
confortada, aunque sin ninguna esperanza. Ya en la calle
recordó que aquel día era sábado, y que por lo tanto su madre
dormiría hasta un poquito más tarde. El tamalero ya habría
pasado por allí y no la habría encontrado. Rogó porque no se le
hubiera ocurrido tocar el timbre. Por eso, compró sus tamales
de chancho en cuanto pudo y se fue hacia la casa.
A esa misma hora había muerto Lauro, hacía tantos años,
y no supo acertar con las oraciones. Durante todo el día había
estado esperando las cinco y media, como siempre, con el
pensamiento en San Judas Tadeo, para acordarse de él, y sin
embargo, cuando llegó ella estaba en otra.
Parece que estás mejor del estómago, no has ido al baño
en todo el día, le había recordado su madre.
Así es, respondió, tan lacónica como siempre.
Durante semanas tuvo que fingir una barriga
descompuesta para poder tomarse la libertad de vigilar el
racimo que le crecía reptando por la axila y el pecho. El último
comentario de la vieja le trajo a la memoria la escena de
aquella mañana.
Mejor si te preparas ya para ir a la iglesia.
Media hora después las dos bajaban del carro a las puertas
de la parroquia. No es que vivieran muy lejos, precisamente.
Desde lo alto de la escalinata, al borde de la entrada principal
de la iglesia, se veía por fiestas patrias la punta de la bandera
que ponían siempre en la azotea. Apenas cinco cuadras, un mal
paseo, las separaban de su visita diaria allá, pero San Miguel se
había llenado en los últimos años de mototaxis y era preferible
tomar un carro a no saber cuándo cruzar la pista. La vieja, al
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notar su vacilación, le apretó el brazo con fuerza,
permitiéndole así la entrada.
Hoy me siento amable, te sentarás conmigo. Anunció
condescendiente.
Poco a poco las primeras bancas se fueron ocupando. Era
temprano. Al ser sábado convenía comenzar un poco antes,
para que diera tiempo a terminar con aquella profusión de
advocaciones, muchas de ellas inventadas por la devoción de
las viejitas, ante el estupor del párroco, que escuchaba a
medias desde el confesionario desierto. Luego habría
matrimonio, solo eso podría explicar los afanes acelerados del
sacristán con los adornos florales. Abigail no pudo evitar una
pequeña turbación, se acordó entonces de Lauro.
Al regreso, la vieja estaba más molesta que de costumbre.
Cualquier atisbo de beatitud en su mirada fue borrado al bajar
del taxi, al verse obligada a tener que pagar dos soles, y no el
sol cincuenta que llevaban pagando desde que tomaran por
primera vez un carro para acercarse hasta la iglesia.
Los tiempos están cambiando, se excusó el taxista.
Ustedes los hacen cambiar, por su conveniencia, cuando
y para lo que quieren. Sentenció ella. Abigail, algo
avergonzada, tiraba de su brazo para que saliera de una vez del
carro.
En casa la anciana rugía con furia, encadenando un
reproche con otro. ¿Por qué sonreírle así al taxista?, ¿tanta
lástima da esta vieja?; ¿y tú, te creerás una jovencita?
Mientras, ella iba cambiándole de ropa. Deshaciéndole su
moño generaba una cascada de canas por el hombro con una
roca vacía y pulida, con el cráneo pelado en el centro. A los
noventa años no se le podía pedir más a aquella cabeza,
pensaba. Pensó también que a aquel corazón nunca se le pudo
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pedir nada y que por eso había tenido que huir con Lauro, una
noche.
Se habían llegado a casar en la capilla de su pueblo, pues
gracias a Dios su llegada coincidió con la de un padrecito que
pasaba por aquellos cerros tres o cuatro veces al año. Al
regresar a San Miguel, cargados de bendiciones de toda la
familia de su hombre, ya en la carretera, el camión hizo una
extraña maniobra, queriendo esquivar un caballo que surgió de
la nada, y terminó volcando contra la ladera. Todo el
cargamento de papas sobre el que los dos enamorados esposos
viajaban, la única forma de salir de la sierra en aquellos
tiempos, se vino contra ellos. Al intentar protegerla con su
cuerpo, Lauro murió, con la cabeza y el pecho aprisionados
entre kilos y kilos de papa. Quedó tan destrozado por dentro
que la sangre le salía hasta por esos huequitos maravillosos
que tenía al lado de sus ojos, de donde habían manado
lágrimas de ilusión el día anterior, cuando le dijo que creía que
esperaba un hijo suyo. También por los oídos, por la boca, por
todas partes se le fue escapando la vida, de tal modo que
cuando quisieron enterrarlo al lado de la trocha por la que
debía haber bajado el camión, el saco que le sirvió de ataúd
parecía contener maderas y tierra reseca. Esa fue al menos la
sensación que tuvieron los cachaquitos que fueron a arreglar el
desaguisado del accidente.
Abigail fue dejada por los soldados a la entrada de la
ciudad, no muy lejos de su casa, al otro lado del puente, y
durante dos o tres meses que para ella parecieron años
deambuló de allá para acá y de acá para allá, con la esperanza
de encontrar en esos paseos las palabras precisas con las que
obtener el perdón que nunca llegaría de su madre. Al final,
cuando un terrible dolor de huesos y una debilidad que no era
de este mundo ocuparon todo su cuerpo se dio cuenta de que el
33
niño que albergaba le estaba consumiendo las entrañas,
porque en realidad llevaba mucho tiempo sin comer nada serio
y la panza denunciaba que ella podría estar cada vez más
delgada, pero aquello no paraba de crecer por dentro. Su única
esperanza sería ver cómo ese niño crecía y cómo poco a poco se
iría pareciendo a su padre. Aquella ilusión le fue también
arrebatada. Entró a la casa materna muda de dolor, de
vergüenza y de fiebre. Tanto tiempo buscando las palabras
secretas, la contraseña hacia su misericordia para que al final
todo quedara en nada, en un orgullo vencido y otro
engrandecido, en una sombra delirante de vergüenza y la otra
de odio.
Aquellos meses de abandono por las calles de la ciudad no
solo hicieron mella en su salud, sino que fueron minando
también la del bebe, que no llegaría a nacer vivo. Las fiebres se
acabaron el día que sintió algo viscoso y húmedo resbalando
por sus muslos. Una especie de bolsa de esperanzas rotas
dimitía pidiendo disculpas por no haber sabido aguantar unos
meses más. Dos semanas más tarde ella ya estaba sana, si bien
con miedo de salir de la cama y sentir entonces todos los
desprecios a los que, por muy cotidianos que fueran, nunca
llegaría a acostumbrarse. Cada vez que levantaba su mirada
veía en los ojos de su madre un rencor vivo que lo regaba todo
de ira, por lo que decidió mirar siempre hacia abajo, a no ser
que estuviera segura de que la vieja no anduviera por allá. Con
el tiempo, ya no pudo asegurar de qué color era el pelo de su
madre, pues no la miraba más allá de un pecho henchido de
ironías y sarcasmos. La vieja, por su parte, de escucharla al
otro lado de la puerta o por un teléfono que nunca sonaba, ya
no reconocería la voz de su hija. Eso no ocurriría tan
fácilmente, pues apenas permitía que se separase de ella, salvo
las más de las veces cuando entraba en la iglesia. Buscando
34
evitar que los vituperios salieran de esa boca infectada, Abigail
puso el silencio como precio a su tranquilidad, pese a que cada
vez fuera menos necesario que ella dijera nada. La cólera
anciana reverdecía igual; de aquella boca desmuelada salía una
voz ronca, como del fondo de la tierra.
¿Acaso estabas flirteando con el taxista?, ¿qué ocurre, te
recordaba a tu cholo?
Fue entonces cuando comenzó la cotidiana batería de
reproches. Abigail seguía recordando a Lauro todos los días,
también recordaba sus deseos pasados de verlo todas las
madrugadas desde la ventana que daba a la calle, cuando hacía
ya más de cincuenta años le dejara algún regalito, camino de
su trabajo en el mercado. Una flor que él recogía de ventanas
ajenas las más de las veces, un lazo que nunca supo muy bien
de dónde sacaba, una nota cariñosa escrita con letra infantil y
mascullada en la noche anterior, en la que el pobre Lauro
pensaba que ahora sí, que por fin, que aquélla sería la última
noche que pasaría lejos de Abigail. Todo empezó como de la
nada, en una kermés de la parroquia. Ella ayudaba a su madre
con los anticuchos y él pasaba por ahí perdiendo el tiempo,
gastando lo que quedaba del día. Su madre no se dio cuenta,
pero ella supo que aquella noche Lauro habría tenido
problemas para dormir por la cantidad de anticuchos que se
había comido. Ocho, diez, doce palitos, todo lo que fuera
necesario para ver cómo unas manos de seda le acercaban un
platito con los trozos de corazón de res empalado. Así se sentía
él mismo. Al día siguiente, Abigail abrió como siempre la
ventana de la sala, bien de mañanita, para orear la casa. Más
tarde no se podía abrir, pues las miradas chismosas de los
paseantes importunaban el celo irrestricto de su madre, y
35
además por aquella ventana se colarían todos los ruidos de la
ciudad, el calor, los zancudos.
No le costó adivinar que se trataba de él cuando, enrollado
en uno de los palitos de anticucho que ella había servido a
cientos el día anterior un lacito dorado le advertía de lo que en
las matinés sabatinas ella escuchó de niña, cuando aún vivía su
padre, por boca de los actores mexicanos, que ella era «su
admiración más profunda». A las dos semanas a Lauro ya se le
habían agotado las provisiones de palitos, aunque no su dolor
por no encontrar otro medio con el cual comunicarse con ella
que no fuera el de dejar avisos cotidianos y regalitos al pie de
un geranio.
Por supuesto, su madre nunca estaría de acuerdo. Se
imaginaba su cara, aquellos gestos, aquellas palabras
resonaban en sus oídos como si de verdad hubieran sido
pronunciadas. «Un advenedizo, un vendedor de cosas usadas,
un cholo glotón, amante de la carne», y expresiones de peor
calaña e intención saldrían de aquella boca. Lauro no conocía
su voz, con las justas él sabía su nombre porque se le escapó en
una de las primeras notas de agradecimiento, que se aprestaba
a colocar levantándose y caminando de puntillas a las cinco de
la mañana, antes de que él pasara, aun a riesgo de que fuera
otro quien las recogiera.
Su madre, por lo demás, sospechaba algo. De dónde
sacaba aquella niña tantos lacitos, cuando hacía tanto tiempo
que ella no le compraba ninguno. De qué tantas florecitas se
escapaban de sus pocos libros, dejadas allá a disecar, y sobre
todo, el recuerdo de quién se pretendía guardar así, para
siempre. Un día, después de haber estudiado metódicamente
los movimientos de su hija en la oscuridad, lo vio todo claro.
Abigail se había levantado algo antes de que saliera el sol,
cruzado toda la casa hasta llegar a la ventana y dejado un
36
papelito clavado con amor, al tiempo que suspiraba por
encuentros furtivos que ella no estaba dispuesta a permitir.
Esperó a que pasaran diez minutos, suponiendo que en aquel
tiempo el corazón acelerado de su hija habría sosegado su
pulso y el sueño la habría vencido por fin. Abrió la ventana y lo
descubrió: «Lauro, contigo pan y cebolla». No entendía muy
bien el sentido de aquella frase, de tan modestos gustos
culinarios. No obstante, intuyó un ofrecimiento a algo
arriesgado y definitivo. Ella la borró y la cambió por otra,
«cholo, contigo queso con choclo», con la esperanza de que lo
entendiera como un desaire y con la seguridad de que el
mundo se empezó a torcer cuando los cholos aprendieron a
leer. Todavía quedaban en San Miguel familias de pro, de
aquellas por las que solo la sangre de dignos apellidos corría
por las venas, envueltas en pieles blancas y pecosas, con las
que poder aclarar en algo la piel más bien trigueña de su
Abigail, mala herencia de su padre. Pero no, un cholo pobre y
retaco, vendedor de fierros, tal como después se enteraría por
ahí, tenía que ser el único pretendiente de su hija. Maldijo el
día en que ese hombre, corto de estatura y para ella además, de
entendederas, entendió la frase suplantada como una
declaración de principios, una disposición a vivir del calor del
amor aun en el frío de su pobreza compartida.
Que la letra pareciera algo diferente a la de todas las
anteriores le trajo sin cuidado. No por ello sospechaba que el
amor desprendido de su tinta fuera menos auténtico. ¿Cómo
supo ella de la emoción que sentía al comer su choclo con
queso en el mercado, recordando la niñez feliz en su pueblo,
rodeado de campos de maíz, a donde no había podido regresar
desde entonces? Sin duda, aquello era verdadero amor. «Dame
tiempo», le respondió inmediatamente, con la nota
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suplantadora apretada en la otra mano, «y todo el mundo será
de choclo y de quesillo para nosotros».
De todo aquello habían pasado ya cincuenta años, un
tiempo que Abigail recordó como el más feliz de su vida, quizás
porque la creía llena. Una noche su madre barruntó que ella se
había levantado antes de lo habitual, y que además hacía más
ruido porque no iba descalza como en las noches anteriores.
Aquellos pasos le recordaban los pies ligeros de su hija cuando
los domingos salían a misa o eran invitadas a tomar lonche en
la casa de algún familiar. Hacía también más ruido aún al abrir
la ventana, y el frío que se colaba en la casa, por mucho que se
estuvieran acercando al verano, era mayor. ¿Sería la puerta y
no la ventana lo que habría abierto? Se levantó de la cama y
salió de su dormitorio con el tiempo suficiente para ver cómo
su hija cerraba la puerta la casa. Al otro lado de las lunas se
transparentaba un bulto enorme, una maleta, una caja, o algo
así. Cuando la abrió solo llegó a ver a su hija y a ese cholo
abrazados en la parte trasera de un camión, demasiado lejos
para llamar su atención. Meses más tarde Abigail regresaría,
llorando de pena y de rabia por su mala suerte.
¿Y el queso?, ¿se puede saber dónde está el queso?
No supo articular palabra. Llevaba meses sin sentir la
necesidad de dirigirle la palabra, así que no entendía por qué
debería hacerlo entonces, por un pedazo de queso fresco que la
madre no encontraba en la cocina.
Te dije que compraras queso, y pensaba que esta mañana
habías salido temprano para hacerlo. Le recordó a su hija.
¿Acaso quieres matarme de hambre?, ya sabes que el doctor
me dijo que no cenara otra cosa. ¡Increíble!, siguió, ¿acaso
no te recogí yo de la calle cuando te dejó ese cholo por otra?
38
Abigail comenzó a recordar. Cuando estaba esperando a
que el médico llegara a la posta ella llevaba una bolsa blanca,
algo pastosa, fría al tacto, en sus manos. Debía de ser el queso.
Al salir de allá ya no sentía nada de aquello, y llegó a la casa
con unos tamales no más. En un instante se acordó de la cara
del médico y se lo imaginó al final de la mañana extrañado de
encontrar, entre todos los papeles, recetas, calendarios,
pastillas y artilugios que ocupaban la mesa de su consultorio,
una bolsa con medio kilo de queso fresco. Su pasmo hizo nacer
en ella una sonrisa que con las justas logró abortar antes de
que asomara por sus labios.
Su madre, al adivinar el gesto furtivo, no pudo más de
indignación y duplicó sus reproches, otra vez, llegando a
maldecir el día en que le abrió la puerta hacía cincuenta años,
el día en que se escapó, hasta llegar al día en que nació. Abigail
no pudo más. Simplemente no pudo más. Se acordó de las
palabras del doctor, «es cáncer y está muy avanzado. Morirá
pronto», y pensó que quizás ese pronto fuera mañana, o al día
siguiente y por eso salió fortalecida del consultorio. Hizo
recuento, no solo de ese día, sino, expandiéndose, como las
olas de una charca surgidas de una pedrada, de todos aquellos
de los que tenía memoria. En todos, y en especial desde hacía
cincuenta años, lo que quedaba cada día al acostarse era una
indignación y una ira que su natural inclinación a la
insignificancia supo reducir a un pedacito de tierra, del tamaño
de un grano de arroz. Al juntar cada uno de esos granitos
aquello se fue convirtiendo en una gran montaña y desde
arriba veía a su madre como lo que el tiempo y la amargura
habían convertido, una anciana insignificante, fanática del
queso fresco y necesitada de su misma violencia para poder
durar más allá de cada noche. Desde esa altura lanzó un
puñetazo en la mesa, con tal fuerza que los platos vacíos que
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esperaban un queso que jamás llegaría, los vasos sin servir, la
jarra de limonada amarga y un rosario abandonado que le
ayudaba a recordar, cuenta a cuenta, los dolores de su vida,
saltaron todos a una.
¡Carajo, madre, me muero. Tengo cáncer y me muero! ¿Y
sabe? ¡Tengo ganas de morirme en paz! Exclamó Abigail,
reconcentrando en esas pocas palabras, por una vez en la vida,
aunque fuera una sola vez, el hartazgo de la opresión. Cuando
se serenó y bajó la mirada luego del grito liberador la madre
lloraba, aterrada, su incomprensión en el dormitorio. Abrió la
puerta de la calle y notó que era parte de aquello invisible que
mecía las ramas secas de los algarrobos, mientras sentía que su
cuerpo no pesaba más que el aire, que una pluma, que una
mota de polvo, que una brizna de nada.
(2006)
40
41
El pacazo3
Me habían dicho que era sencillo, que no me apurara.
Sacar al bebe al parque, que tomara el sol, que nada malo me
iba a pasar. Mi hermana tenía que viajar, y entre ella y mi
madre, y la señora después, me convencieron para aceptar ese
trabajito. Yo estaba sin chamba. No tenía nada desde que
cerraron el taller, y ya iba por los cinco meses. Habían
descubierto a mis jefes vendiendo ropa falsa, de marca, en el
mercado, como si fueran americanos, cuando salían de estas
manos, bueno, de mis manos y también de la ayuda de la
máquina, que era buenaza.
Sí, me había quedado sin trabajo, como muchos otros que
andan pateando latas por la ciudad, y no tenía nada que hacer.
Por eso fue que mi hermana me dijo que no me preocupara,
que nada me podría pasar cuidando el bebe. El bebe dormía
todo el día, era tranquilazo, y si se despierta no suele llorar, y si
se despierta y llora es que tiene hambre, y si se despierta y llora
y es porque tiene hambre entonces ahí en el bolso la seño te
habrá dejado, en uno de esos bolsillitos, la mamadera. Tú se la
das hasta que deje de llorar y así pasas la mañana tan
ricamente. Tú no estarás sola, me había dicho mi hermana.
Toda esa zona es nueva, me había dicho también, y habemos
un montón de nanas cuidando bebitos, unos más chicos y otros
3
Finalista del Concurso Internacional de Cuentos “Castillo de Bellver”, 2008
(España).
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más grandes. Y entonces harás amigas y seguro por ahí te sale
otro trabajito y si no te sale pues da igual, habrás conocido
gente y no hay problema, me decía.
No señor, no. Nadie me había hablado del pacazo, y yo lo
veía enorme, grande, grandazo, sobre las ramas. Y el pobre
bebe y la pobre de mí estábamos debajo, esperando que nos
cayera encima o mejor dicho, rogando para que no lo hiciera.
Todas me habían dicho que ese trabajo era muy sencillo.
Llegar a la casa de los señores; ella me ayudaría a vestir a la
criatura; ponerla en el cochecito y sacarla a pasear. Mi
hermana me había dicho que si llegaba al parquecito y era la
única no me preocupara, que de seguro al poco tiempo irían
llegando las demás. No todas entraban a las mismas horas.
Unas llegaban antes, otras después. Yo debía llegar a las nueve
de la mañana, pero de la casa no saldría hasta las once, o con
un poco de suerte las diez, dependiendo de lo que había que
limpiar.
Bueno, la cuestión es que a mí me dijeron muy clarito que
era bien sencillo el trabajo. Que yo llegaba, ayudaba a la
señora, saludaba al señor si todavía no había salido a trabajar y
entonces salía yo con el bebe. Los primeros días me dio
demasiado el sol. Sí, a mí no se me nota, porque como verá
usted soy bien trigueña, pero el bebe casi se me achicharró, y la
seño aunque no quería que yo me diera cuenta se enfadó
conmigo, y bien feo. Ese día ni me dio de almorzar, y hasta las
ocho de la noche que yo llegué a mi casa me la pasé con dos
aceitunas y unas galletas de soda que robé en la cocina,
mientras la otra preparaba la papa a la huancaína para los
señores. Al bebe, de lo gringuito y delicadito que es, hasta le
salieron ampollas en los bracitos y en la cara, y la punta de la
nariz y las orejitas, las dos, las tenía al día siguiente como en
carne viva. La señora me dijo que hiciera lo posible por que el
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sol no le tocara a la criatura; y se lo juro señor que yo hice lo
posible y más aún, pero no podía ponerme debajo de aquél
árbol donde desde lejos había visto caer al pacazo, luego dar su
saltito y encaramarse al tronco del árbol. ¿Qué prefería la
señora, que el pacazo se llevara a su bebe?, ¿que le mordiera?,
¿que le hiciera algún daño ese animal? A mí me daba mucho
miedo ese bicho, señor, disculpe usted, pero no podía aguantar
debajo de aquel árbol, y hasta me parecía que olía extraño,
como a carne muerta o no sé. Yo tenía esas cosas, esas
preocupaciones, y nadie me las solucionaba. ¿Y usted me dice
que si le pregunté eso a la señora? ¿Usted lo hubiera hecho?,
¿sí?, pues yo no, porque entonces seguro que la señito me
dejaba sin trabajo, y con lo mal que está ahora todo para
comer, y más ahora que se ha ido el Santiago, el bandido aquél
que le ha hecho dos de sus tres hijos a mi hermana.
Bueno, ¿quiere que le siga diciendo? Si es que sí, no me
haga más preguntas, pues se me olvida lo que he de contarle.
Si es que no, mejor me deja que me vaya a mi casa y santas
pascuas. Como ya le iba diciendo, el primer día fue un fracaso.
No sé si hacía demasiada calor, si todas recelaban de mí o si
ese día libraban y nadie llegaba a trabajar en aquella calle, pero
yo estaba sola, solititita, y nadie me había dicho del pacazo.
Cuando llegué a casa, lo primero que hice fue preguntarle a mi
mamá si mi hermana alguna vez le había contado de un pacazo
o no. Ella me respondió que nunca, pero que estuviera
tranquila porque sería muy mala suerte la mía que el pacazo
me cayera en el cochecito. Mi gringuito terminaría todo
colorado de llorar y llorar del susto que se iba a llevar el pobre.
Al día siguiente nadie se acercaba al parque, y yo no sabía qué
hacer, pues noté en seguida que el pacazo andaba por ahí. Me
la pasé meciendo el cochecito del bebe para que se durmiera,
debajo del árbol. En las tres horas que allá estuve parada todo
44
el rato, sin sentarme en la banca, con la mirada fija en la copa
del árbol, había veces que el pacazo caía en el parque; había
otras veces que caía para el lado de la pista, y yo la pasé de
sobresalto en sobresalto, con el corazón en un puño. Usted me
dirá que no se dice pacazo, que así dicen los cholos, que se dice
iguana pero para mí es la misma vaina. Pacazo lo escuché de
mi madre y pacazo lo escucharán de mí mis hijos. Siempre
dicen que no hay que preocuparse, que hay zonas del río llenas
de pacazos y que nunca ha pasado nada. Pues acá lo tiene, ya
ve, cómo algún día habría de pasar.
El segundo día, como le digo, me lo pasé solita. Bueno, no
tan sola. Las nanas pasaban por ahí, comenzaron a salir de las
casas con sus cochecitos. Pero parecía que todas llevaran prisa.
Pasaban por la vereda con sus bebes pero ninguna se iba al
parque conmigo. Pasaban y pasaban, y no hacían otra cosa que
pasar. Yo solo podía decirles que buenos días por acá, buenos
días por allá, aunque ninguna me debía de escuchar, porque
cruzaban de lejos y no había cómo decirles que era la hermana
de la Chabela y que me llamaba Carmen y que podían estarse
un rato tranquilas conmigo, charlando mientras los bebes
tomaban su poquito de aire y de sol. El tercer día la cosa
cambió. Yo ya estaba algo preocupada por el bebe, que para mí
dormía demasiado, y por las demás nanas, que no tenían
demasiadas intenciones de llegarse al parquecito donde yo
estaba. El bebe no se despertaba por nada del mundo; así se
me atoraran las ruedas del cochecito con una rama de
algarrobo que el viento de la noche hubiese dejado en mitad de
la vereda, y no pudiera ni avanzar ni retroceder; así las metiera
en un forado del camino; así perdiera el control, la falta de
costumbre pues, y se me fuera a volcar. Como mucho, agitaba
sus bracitos, se movía algo el bultito de sus pies y ya está, pero
abrir los ojos no los abría nunca. Y mientras tanto el pacazo
45
con su sube y baja, baja y sube. Algunas veces se ponía sobre el
muro de una casa que se quedó a medio construir. No sé cómo
hacía el animal, pero se paseaba por las ramas y terminaba en
ese muro, como haciendo equilibrios, figúrese, con lo torpe que
es. Y el muro no es sencillo. ¿Qué por qué lo digo?, bueno,
porque el dueño, para que nadie invada esa casa y se la quede
en su propiedad puso botellas rotas pegadas con cemento en el
borde, y no hay manera de echar la mano porque entonces te
cortas. Pero al pacazo le da igual. Y yo que pensaba que tenía el
vientre blando e hinchado como un globo, pero parece que no
es así. Si lo sabré yo. Y ahí la pasábamos unas tres horas. La
seño me dijo el primer día, toma este reloj, es para ti, no te
quiero en la casa hasta las doce o la una. Mejor la una que las
doce, me decía, y yo me esforzaba en cumplir sus órdenes,
aburrida de mirar al árbol, o al muro, donde estaba el pacazo
aquél para que no le hiciera daño a mi bebe, y tampoco a mí,
claro.
Al otro día, no sé si fue el siguiente o dos o tres días
después, la Chabela me vino a visitar. Se extrañó mucho de
verme sola en el parque, solitita como yo estaba, y me quitó
miedo con el pacazo. Me dijo que no me preocupara, que esos
bichos como mucho podrían con una ardilla, y que sabían que
allá mandaba el hombre, o sea, yo, y que del tronco para
arriba, incluido el muro con sus cristales, mandaba él. Yo me lo
tomé más tranquila a partir de entonces. Como estaba sola y
me gusta hablar yo le miraba hacia arriba y le decía, señor
pacazo, ése es tu reino, déjeme a mí estar en el mío. El pacazo
parecía que entendía y todo mis explicaciones, de lo mudito y
quieto que se quedaba, y me miraba fijo desde las ramas más
altas. Pero yo ya no sabía qué hacer, que nadie se venía. Así
pasó una semana.
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La semana siguiente fue mejor, más suave el sol, el pacazo
me hizo caso y se quedó en la parte de arriba y el bebe iba
espabilándose un poco, ya no dormía tanto y abría para mí
solita sus enormes ojos azules; de mar, de cielo eran. Ese lunes
me hice amigo del jardinero. Como la municipalidad no
alcanzaba a llegarse hasta allá los dueños de esas casas
pagaban a alguien para que cortara el gras, que crecía al toque,
regara las plantitas y pusiera alguna flor de vez en cuando,
algún arbusto, algo que le diera color al parquecito. Yo me hice
amiga del señor Raúl, que con sus tijeras de podar iba taca
taca, taca taca, cortando la maleza que crecía en los bordes. El
señor Raúl me daba conversa, y me prometió traerme flores
nuevas y alguna planta para que yo me entretuviera
cuidándola. Si le daba conversa crecería mejor, me decía, y yo
estaba dispuesta a hacerle caso, aunque nunca me gustaron las
plantas que trajo.
Por fin, cuando ya llevaba seis o siete días a esta vaina, las
demás nanas empezaron a caer por allá. Yo me alegré, pues ya
estaba aburrida. El señor Raúl había terminado con sus
quehaceres y no regresó más. Hasta dentro de quince días o un
mes no me volverá a ver, me dijo, me dio una flor y se fue. En
cuanto se enteraron de que era hermana de la Chabela la cosa
cambió, para mejor. Las tres o cuatro horas que me pasaba en
el parquecito sola habían dejado de ser un tormento, ya no me
aburría como antes, sino que los minutos y las horas volaban
con la conversa. Cada cual tenía sus problemas con sus bebes,
y se reían cuando les comentaba que mi bebe no daba ninguno,
que para mí lo peor eran los enfados de la dueña y peor
todavía, las maniobras del pacazo.
Me sorprendió que algunas de ellas no hubieran reparado
en aquel animal, que nos miraba con sus ojos fijos desde las
ramas más bajas del castaño. Otras no le dieron importancia, y
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solo la Nancy se mordió el labio hasta hacerse sangrar de
preocupación, que yo la vi, aunque ella no dijera nada. Hasta a
mí se me quitaron los temores y los miedos. No era lo mismo
pasármela sola con mi bebe, mis pensamientos y mis ideas
locas con el pacazo, con el cual ya estaba comenzando a
conversar, que estar charla que te charla con gente de verdad.
Ellas me aconsejaron cómo evitar que la dueña se enfadara
conmigo. Las peores me decían que lo mejor era ayudarle a
descubrir cómo el señor les sacaba la vuelta. Que si un papelito
con una dirección en un bolsillo del pantalón, que una nota
más atrevida por ahí, que en la camisa algo de carmín. Pero
había que saberlo hacer. No se podía llevar la camisa con el
carmín y gritar, señora, ¿qué es esto? Había que saber
enseñarla y poner cara de inocente para preguntarle, señora,
¿con qué se irá esta mancha? Así la dueña se dará cuenta de
que su vida no es perfecta y que no tiene porqué creerse por
encima de todo el mundo. Así me buscará para que yo le
encuentre más pistas y cuando termine desahogando sus penas
de amores conmigo ya la tendré acá, señor, en la palma de mi
mano, y esas cosas me iban diciendo.
Yo creía que eso podría ocurrir hasta que llegó el día de
hoy. No sé cómo pudo pasar, de verdad. La conversa se había
puesto brava. Unas y otras seguían dándome consejos. Se
habían ido creando como dos bandos y yo no hacía más que
mirar a izquierda y derecha, a derecha e izquierda, mientras
me creaba mi opinión sobre lo que decían unas y otras. En esos
momentos no me fijé en el pacazo, que no lo había visto desde
que el bebe y yo llegamos al parquecito. Bueno, no es del todo
cierto. Antes de llegar noté que las ramas del castaño se
agitaban mucho, con violencia, y algunas plumitas caían al
poco tiempo solas al suelo, poquito a poco. Eran plumas de
soña, eso lo sé porque por donde vivo hay muchas y la puerta
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de mi casa amanece casi todos los días rodeada de plumas. Yo
no he visto nada más del pacazo en todo el día. Bueno, sí señor
policía, tiene usted razón, sí que lo había visto, pero fue
cuando ya me retiraba a la casa de la seño, para cambiar al
bebe y para darle su comidita. Me despedí de mis nuevas
amigas, me fui riendo, feliz, pensando que mi hermana
Chabela tenía razón, que no era tan malo el trabajo, que era
tan sencillo que casi no se le podía llamar trabajo, bien fácil
que era. Camino a casa, a un par de cuadras no más noté que el
bulto del cochecito se movía como nunca. No lloraba ni hacía
nada más y no se escuchaba nada de ahí.
Ese día no había sol, el cielo estaba con su color panza de
burra, estaba bien feo, y yo hasta le había preguntado a la
dueña si tan necesario era salir en el día de hoy con el frío que
haría en la calle. Ella me dijo que razón de más, que así el sol
no le afectaría a su piel, tan blanquita y tan rosadita como tiene
su carita el bebe. Yo al bebe le decía que estuviera quedito, que
ya llegábamos a casa, pero no sé por qué se movía tanto, de un
lado a otro, alborotándome las sábanas. En una de esas casi me
hizo volcar el cochecito. Yo paré en mitad de la calle, señor, yo
paré, de verdad, y entonces lo cogí con sábanas y todo, y quise
acariciarlo con mi manito en la espalda, pero esa no era, no
señor, esa no era su espalda, eso era otra cosa. Estaba como
áspera, como una sierra cortaba, mire usted cómo sangra
todavía la palma de mi mano. Entonces lo alcé para verle bien
la cara y eso no era el niño, no señor, que del niño no sé nada y
no sé dónde está ni dónde se ha podido meter, que yo lo alcé y
vi la cara de ese bicho asqueroso que me miraba y me sacaba la
lengua y todavía tenía una pluma o dos en su boca de la soña;
que era el pacazo lo que yo estaba llevando toda esta mañana
en el cochecito y que no sé dónde lo he podido meter, señor, al
niño. Y qué me va a pasar a mí, señor oficial. Qué me va a
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pasar ahora y a la señora ni la quiero mirar a la cara que me va
a matar, señor policía, qué me van a hacer, señor, si yo no
tengo la culpa de nada ni sé dónde puede estar el bebe, tan
gringuito como era y lindo él con su pelo clarito y sus ojos de
mar y cielo y no el bicho ese verde, marrón, horrible, feo, con
sus ojos de culebra y su lengua llena de plumas.
(2006)
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51
Memento mori4
Cuando el reverendo rector de la catedral de Trujillo de las
Españas de Ultramar llegó en su calesa a la puerta de su casa,
luego de ochenta y cuatro días y ocho horas de ausencia, dio
tiempo a que el polvo removido por sus caballos y por su
pesado carruaje se fuera asentando. Cubriéndolo todo, la arena
caía sobre las cosas como una lluvia finísima, empapando la
ropa de un color mezcla de albero y ceniza. El rector, leyendo,
hojeando, repasando, una vez más, cientos casi ya en su vida,
decenas seguro, las confesiones agustinianas, permanecía
ajeno a los trajines del interior de su casa, donde la
tranquilidad de los últimos dos meses y medio había trocado
en un revuelo de los que hacían época, recordado y traspasado
como legado antiguo de generación en generación dentro del
personal de servicio y esclavos. Media hora después su
excelencia determinó descender por fin de la calesa, habiendo
concluido por supuesto un capítulo, pues nada podía dejarse al
desgaire de la imprudencia, ante los inhóspitos vientos de la
improvisación. El zambo Sebastián que, como todos los días,
estaba terminando de desplumar el ave de la cazuela en la sala
de recepciones por el simple gusto que le daba un cuadro con
el arcángel San Miguel en la pared del fondo, pudo
transportarlo todo a la cocina, sin derramar ni una gota de la
olla de ferviente agua y cogiendo al vuelo las plumas que se
4
Finalista del Concurso Internacional de Cuentos La Felguera, 2007, (España).
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volaban hasta con los dientes. Si el señor rector lo viera de esta
guisa, andando sin pantalones y con la camisa anudada no
más, libre de las apreturas de los zapatos, aquella libertad que
le tuviera prometida en sus días de mejor humor se iría al
garete. En aquellos días, Sebastián era llamado por el señor
rector y se le preguntaba qué haría si fuese libre.
Quedarme a su servicio, mi señor.
¿Y no lo dirás para darme contento?
No, usted sabe que no se trata de eso.
…Sino de la pobreza en que te quedarías tú con tu
libertad y todo. Te advierto que ese día llegará, y no demasiado
lejos, como también para la Sebastiana, tu mujer.
Este diálogo se repetía desde hacía ya diez años por lo
menos en las tardes tranquilas, cuando el señor rector se daba
cuenta de que su esclavo, igual que él, disfrutaba de las últimas
brisas del día, de los silencios de los papagayos o de las aguas
de maracuyá; y de tanto repetirse la expectación por lo
preguntado y respondido no podía ser ya la misma. Nadie
ponía en duda las intenciones del señor rector, rectas en todos
los sentidos, sino sus posibilidades de no salir derrotado ante
lo que él daba en llamar, desde el púlpito, el ambiente general
de la ciudad, de sus usos y sus costumbres, que no dudarían en
castigar con el rigor de sus murmullos tanto afán de justicia,
esforzándose en ver donde él creía las consecuencias de un
espíritu libertario un capricho libertino.
No obstante, y volviendo al regreso del señor rector de la
Catedral, éste era todo un acontecimiento y no solo para
Sebastián. La Sebastiana tenía que recoger a los niños, sacarlos
de los dormitorios del señor rector, orear la cámara y la
recámara como correspondía, cambiar las sábanas, el tocuyo
por las de Holanda, desnudar la madera rigorista de los
53
muebles, expulsando olores y desterrando las huellas de
humores infantiles dejados contra toda amonestación por los
chiquillos. Ya se podían ir despidiendo de aquella cama, de
aquellos muebles fantasmales, que en su sobriedad y dureza de
madera y lana eran preferidos a la tabla pelada de la parte del
servicio. Habiendo supervisado que todo lo de los miembros de
su clan estuviera bien hecho, que no quedara huella ahí ni de
cristiano ni de zambo ni de indio ni de nadie, y que todo
pareciera como se había dejado hacía tantos días, Sebastián
expulsó el aliento de alivio, al tiempo que abría la puerta de la
calesa de su dueño. Finalmente el reverendo padre don Pedro
José de Valdivieso y Gurrea llegaba a aquella su morada. Mil
violines parecían tocar en el aire, mientras esclavos y demás
personal puesto a su servicio por los empeños del arzobispo,
bien sabe él que en su modestia se hubiese contentado con los
Sebastianes no más, así como con una residencia más
humilde, hacían las venias y él los parabienes y todos se
confundían en un toma y daca de reverencias, de pelucas al
aire, de sonrisas y miradas.
Terminado el protocolo de una recepción sin fin, el rector
se sentó en su sala preferida, en su asiento preferido, ante su
cuadro preferido, el de San Miguel, aquél que era, aunque él no
supiera, el preferido asimismo de Sebastián. Al ver éste que su
dueño forzaba una serie de maniobras con sus posamentos
temió que ocurriera lo que en verdad ocurrió. Una pluma
blanca y ligera, de pato, ¿sería de la parte del pescuezo, de la
rabadilla?, pensó Sebastián, admirado fue extraída del
asiento, para mayor alivio del rector. Para el de su esclavo, el
dueño lo entendió como una especie de aviso propiciatorio,
una buena señal, ¿tocaría hoy la suerte de la escritura las
duras puertas de su imaginación?, y mientras iba leyendo una
54
tras otra las cartas llegadas en su ausencia, jugueteaba con la
pluma, pasándola por la nariz, por las mejillas, por los labios.
Tanto contento, tanta felicidad y tanta armonía no lo eran,
y el señor rector lo sabía, sino vana apariencia. El contento
procedía de que por fin estuviera en casa, y de haber
sobrevivido a su visita pastoral a la selva. Por lo demás, las
malas noticias que había ido recogiendo a su regreso se
amontonaban con lo visto en las tierras y grandes ríos del
oriente, y todo ello juntamente, quedaba confirmado por el
contenido de las cartas que Sebastián le iba alcanzando, una a
una.
Entre ellas destacaba una carta escrita en San Miguel de
Piura del Villar. Aunque la firma no apareciera hasta el final,
percibía claramente el sentido de cada una de las palabras que
allá estaban escritas, el pulso indeciso con que se habría
sujetado la pluma, la tembladera inconsciente, casi palúdica,
que había propiciado un gotón al margen cada vez que aquella
mano la había vuelto a meter en el tintero, la escasez de
recursos, la carta no había podido ser sometida a la acción de
un papel secante no por descuido, sino por carecer del
mismo, la desesperación, en fin. Era el esposo de su hermana,
un español marcado por la deshonra de no haber podido
devolver el dinero de la dote ni a los cinco ni a los diez años de
haberse casado con ella y de haber unido para siempre su
destino al de los Valdiviesos, protagonistas casi únicos en la
última y, por ahora, más exitosa refundación de la ciudad.
Las últimas noticias eran desalentadoras. No había sido
suficiente la reclusión con la que se le había castigado a doña
Margarita de Valdivieso y Gurrea, su única hermana, la única
persona en aquel mundo de locos que compartiera su misma
carne y su misma sangre. Siempre de temperamento frágil, la
incapacidad de su esposo de poder hacerse cargo de la
55
devolución de la dote, mala suerte en los negocios, demasiado
dinero invertido en un cargamento de esclavos que se perdió
por el Atlántico, una maldición cuya sombra se alargaba por
todo el mar uniendo uno y otro continente, le llevó a la
depresión. Excesiva bilis negra corría por sus médulas, la
melancolía de la que hablaban los antiguos romanos y que
confirmaba el grueso tratado de Huarte de San Juan que hubo
de estudiar al detalle en sus tiempos de postulante en el
seminario de Quito, dominaba todo su ser. En uno de sus
viajes de visita a San Miguel de Piura, que en un tiempo fueron
frecuentes por la incapacidad manifiesta de su hermano
político, buscó y no encontró quien pudiera arreglar aquel
desaguisado, fruto de la descompensación de los humores que
gobernaban los destinos del cuerpo de Margarita. Él era
sanguíneo, y aquello tenía fácil solución. Una sangría de vez en
cuando, cada tres o cinco meses, dependiendo de cómo se
hubiera hecho la anterior, de los problemas que le acuciaran en
aquella época, dejaban su cuerpo domado. Si bien al principio
letárgico, luego recobraría la vitalidad y el vigor para las
ocupaciones ordinarias y aún extraordinarias de su ministerio.
Pero en San Miguel la bilis negra pareciera ser enfermedad
común en casi todos sus habitantes. Sería el calor, el olor
profundo de la algarroba fermentada a ambos lados de los
caminos a la mínima llovizna, las fiebres que llegaban con los
mosquitos gigantes que asolaban la ciudad y los alrededores, el
cólera inoculado en los pescados que resumían gran parte de
su dieta, o todo ello a la vez, pero la molicie no era pereza, no
dejadez, no cuerpo derrotado ante las vicisitudes, sino todo al
mismo tiempo y sobre todo, melancolía. Por eso fue necesario
recluirla en el sanatorio después del nacimiento de su hija.
Aquel nacimiento fue todo un suceso en la ciudad, que
tuvo lugar en el mismo día, casi en el mismo instante en que su
56
esposo declaraba, frente al notario real enviado especialmente
para la ocasión, la imposibilidad de poder devolver el monto
íntegro de la dote, ni tan siquiera en su décima parte. Don
Pedro José de Valdivieso y Gurrea estuvo, como corresponde,
comedido, y prefirió no sentar denuncia ante el juez ni ante el
corregidor. Era un asunto de familia, determinó, y esto se
solucionará o bien dentro de la familia o al interior de mi
conciencia. In dubio pro reo, sentenció en su pensamiento, y
después de darle una palmada en la espalda a su cuñado, no
quiso perder la ocasión de humillar a quien mancillase su
sangre, los dos volvieron a la casa, donde, entre dolor y dolor
doña Margarita sacaba de sus entrañas a Carmencita.
Su cuerpo robusto, de alrededor de diez libras, fue
decayendo enseguida. Como si a ella le hubiese afectado la
crisis melancólica general de toda la ciudad nada más percibir
su olor, dejó de comer de la leche de su madre, despreció la de
la criada traída ex profeso de Cajamarca, famoso era ya el jugo
lácteo de sus seres femeniles, más ya que las leyendas del
cuarto del rescate, de las cabras que aún quedaban en el
menguado rebaño de su cuñado, y aun la chicha con que las
madres del lugar alimentaban a sus hijos para mitigar el dolor
de los primeros dientes. Carmencita se fue borrando de la vida
en cuanto vio la cara de su padre, concluyó el rector de la
catedral de Trujillo, y aunque este pensamiento fuera
mencionado entre los bisbiseos del confesionario ante su
director espiritual, no quedaba por eso desterrado. La
solución, sin duda, vino desde lo alto, pues las oraciones del
rector y de todos sus fieles en la catedral de Trujillo, además de
la fuerza de los huevos de chilalo que anidaban en las ramas
superiores de los algarrobos de la hacienda familiar, fueron
menguando su inapetencia hasta el momento en que salieron
57
dientes de aquella boca mortecina y pudo comer algo de mayor
sustancia.
Pues bien, la carta escrita en mal castellano por uno de los
peores ejemplares de españoles que habían llegado a la ciudad
que a él vio nacer, le pedía se hiciera cargo de su hija. La
pobreza había entrado a su casa familiar, mal custodiada por la
ineptitud natural de aquél a quien había elegido como esposo
de su hermana, por la puerta que había dejado abierta
Margarita en su fuga en dirección desconocida. Unos decían
que sus rubios cabellos habíanse vistos en Loja, al sur de la
capitanía de Quito, otros que en la selva del oriente, otros
tantos que en la Ciudad de los Reyes, dando como resultado
una cuarta coronación de Lima en la zona prostibular de sus
arrabales.
Al llegar a ese punto de la carta don Pedro José se quitó
sus quevedos y el aire se convirtió en algo espeso que opacaba
el orbe entero a su alrededor. Las aguas del papel epistolar
habían dibujado el cuerpo de una bella mujer. Era su hermana,
hermoseada por su imaginación, que había sumado los
excesivos atributos de las mujeres que había visto en su última
expedición pastoral a la selva. Toda una reina de Saba ante los
ojos de tantos y tantos reyes Salomones de cartón. Ciego,
aislado sin sus quevedos, su imaginación perdía fuerza y todo
era sombra, polvo, humo, nada. Que a él le tuviera que ocurrir
todo aquello en sus últimos días, era una carga soberana,
excesiva.
En fin, dispuso someterse a una sangría aquella misma
tarde, antes de que el sonido de su corazón acelerado por el
escarnio ajeno y la preocupación propia le impidiese conciliar
el sueño. Dispuso también escribir de su puño y letra, no
quería que su amanuense particular, el zambo Sebastián, se
enterara de las barbaries acaecidas en el seno de su clan, cartas
58
a todos los rectores generales de las catedrales e iglesias
matrices del virreynato, para poder recabar información
solvente y sincera sobre su hermana. Escaparía así de unos
rumores que seguramente ya habrían llegado a Trujillo.
Dispuso, por último, pensar qué hacer con su sobrina.
¿Era asunto suyo la malacrianza de Carmencita?, ¿querría
Jorge Urrutia de Benzagoa quitarse a su hija de encima,
inventarse la muerte de Margarita y contraer nuevas nupcias?
¿En otra ciudad? Sí, debería ser en otra ciudad, pues la mala
fama, la trasformación de su casa en el imperio del caos la
arrastraría para siempre en la tierra del Villar.
Llévenme el almuerzo a mi cámara, dispuso, por fin, y
no olvide, Sebastián, mi juego de escritorio. Por supuesto,
concluyó antes de que él dijera nada, no permita visitas de
nadie.
Diez minutos después el reverendo padre estaba en sus
habitaciones. En una mesilla, para la ocasión, humeaba el
arroz con pato. El mismo animal que había sido desplumado
en su trono de rector, en la sala de recepción, ahora humeaba
verde por el culantro, rodeado de un arroz más verde todavía.
En el otro extremo del dormitorio, alejado de su cama,
monástica en su modestia, estaban la resma de papel epistolar,
el tintero lleno y la pluma afilada. Mientras observaba retirarse
a Sebastián, con gran diligencia pensó en la libertad que no
tenía. Hubiera querido morirse rodeado de personas libres,
que estuvieran con él hasta el final no por constar sus nombres
en varios títulos de propiedad, sino por su propia y segura
voluntad. Si no lo había hecho era por seguir las indicaciones
de sus superiores, y sobre todo, para evitar el escándalo. Su
figura en la catedral era tan importante, destacaba por sobre
todos los demás, incluido el arzobispo, y su autoridad era tal
en aquellos tiempos, que haber liberado a uno solo de sus
59
esclavos hubiera supuesto una exigencia para el resto del clero
y demás bonhomía. El escándalo no venía solo de aquello, de
inducir a los demás a hacer un bien que nunca hubieran
deseado hacer, sino más bien como una pérdida irreparable.
Procedía de la enfermedad de la corte, que había sido
contagiada a todos los pobladores, convertidos así por arte de
maldad en cortesanos. El chisme. Ese era el asunto. El chisme
hubiera creado lazos afectivos exagerados entre Sebastián y él,
o más aún, concupiscentes uniones con Sebastiana, cuyo pago
hubiera sido, todo era precio, todo venalidad, la libertad de ella
y de su marido. Comentarios que pasaban de boca en boca,
cartas anónimas que no se sabía de dónde procedían,
reuniones secretas en los soportales de las plazas de armas, en
los enrejados de las celosías de los balcones de toda la ciudad,
hasta en las naves laterales, alejadas del púlpito, de su amada
catedral. Una anónima, e hipócrita, indignación lo cubría todo
y una vez más la vista del rector se empezó a nublar. ¿Y qué
pasaría con Carmencita, que llevaba además sus apellidos?,
¿qué con sus viajes secretos a San Miguel de Piura?, ¿qué con
sus ausencias y sus desvelos?
Muchas preguntas y una sola respuesta. La carta enviada
por aquel español usurpador de honras, falso en su palabra y
haragán en sus costumbres temblaba en la mesa, movida por la
brisa del atardecer, pero sobre todo por la duda y la
indignación con que los duros ojos del rector catedralicio la
miraban, como habría temblado también la mano de quien se
dignó a semejante solicitud. Se sintió viejo, cansado, perdido,
exhausto. Un leve dolor, romo e insignificante fue
adueñándose de su hombro derecho, y un calambre le recorrió
sin sutilezas toda la extremidad hasta la punta del dedo índice
con que dirigía la pluma de sus solicitudes, como si con una
daga se le hubiera desgarrado el pecho. El aire salía de su boca
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a borbotones, y una saliva espesa pugnaba por resbalarse de la
comisura de los labios. Se sintió pesado y torpe, y tuvo miedo.
Dejó de escribir por media hora, pasándose los dedos por los
ojos, por la cabeza, jugando con su escaso cabello, mesándose
una barba descuidada por el cansancio de un viaje demasiado
largo.
Aquella tarde no recibió a nadie. Sebastián lo sorprendía
escribiendo y escribiendo sin parar.
Te he de dar al final del día unos documentos que deseo
lleves corriendo al notario real de la ciudad.
Así se hará, señor. Respondió sin comprender muy bien
qué estaba pasando ahí.
Y las frases comenzaron a salir como ríos de todos los
colores, espesos y tibios, rojos, amarillos, blancos y negros. El
reverendo padre don Pedro José de Valdivieso y Gurrea,
natural de San Miguel de Piura del Villar y rector de la catedral
de Trujillo de las Españas de Ultramar comprendió muy bien
que era la hora de resolver todo aquello que se había dejado
para el final de sus días. Contra la muerte nada podía, ni
siquiera el chisme. Dispuso entonces la libertad de Sebastián y
de Sebastiana, decisión tomada el mismo día en que los
comprara recién llegados de Panamá, juntos porque en su
lengua torcida que nunca olvidaron le hicieron ver que el día
que se separaran la tierra se abriría en dos y todo
desaparecería. Dispuso aceptar la patria potestad de
Carmencita, explicando a su pesar la afición de Margarita por
la vida arrabalera. Dispuso por último lo que había decidido
hacía ya tantos años. Su cuerpo sería velado por Sebastián y
Sebastiana, y nadie más, a no ser por Carmencita. La cámara
se vería custodiada por cuatro soldados, y otros cuatro harían
guardia a la entrada de la casa. El funeral al amanecer, el
entierro en la catedral, en el lugar consabido. Tenía derecho a
61
morar para siempre debajo del lugar al que había consagrado
su vida. Ese mismo día se harían cien misas a la misma hora,
en las cien capillas, oratorios, altares consagrados, ermitas,
templos mayores y menores, santuarios, catedrales e iglesias
matrices más cercanas a ésta su catedral de Trujillo. Esperaba
más celebrantes que público en general. Quien bien le hubiese
querido encontraría consuelo en la oración y en su recuerdo,
pero a quien le quiso mal no daría pábulo alguno para el
chisme, el comentario, la chanza sobre sus despojos, sobre sus
riquezas o sus miserias, tan propias entre la gente del lugar
que entendía los velatorios como entretenimiento de los vivos,
motivo para chanzas contra el cadáver, comparándolos con
otros recién enterrados y mofándose en su ignorancia de los
primeros síntomas de descomposición, feas costumbres que,
en fin, tanta indignación habían sembrado en su pensamiento,
sabedor de que un día, como a todos, le tocaría pasar por ese
trance.
Horas después, Sebastián se lo leyó todo, palabra por
palabra a su mujer, con la voz quebrada e insegura, como si
estuviera recitando un ensalmo mágico, y garabateó ahí con
mano firme y dedos apretados, seguro de lo que hacía, apoyado
en la mesa de la cocina y en la certeza que solo da el tiempo
esperado, una rúbrica que se sabía de memoria, ayudando a
terminar así el documento, aquello que un infarto poco
sorprendente, casi un accidente más al final del camino, había
impedido culminar.
(2006)
62
63
Un rompecabezas de cinco mil piezas
Hoy es un día de esos que demuestran que la vida es una
sucesión de anhelos perseguidos por idiotas, tanto como de
deseos que oscuramente convierte en idiotas a quienes los
consiguieron. Ya lo decía mi viejo, al que tan poco caso le
hacíamos todos, aquello de ten cuidado con lo que deseas, no
vayas a conseguirlo. Quise tranquilidad, y la tuve. Busqué la
soledad como remedio a mis propias confusiones, y di en el
desamparo en el que me hallo. En fin, será necesario hacer un
recuento de todo lo ocurrido de un año a esta parte, no tanto
para rastrear las claves que rigen la oscuridad en que me
encuentro, sino para certificar una vez más lo único que sé, que
no hay mayor laberinto que la vida misma y que el
pensamiento se comporta a veces como una brújula loca,
borracha y caprichosa.
Nuestra llegada a la parte vieja de la ciudad fue el
resultado de un cúmulo de necesidades. Yo había pedido un
año sabático en la oficina. En realidad, en los últimos años
había notado que me iba quemando de a poquitos, como un
gran cigarro, que la jornada laboral me sorbía a puchitos y que
de mí quedaba cada vez menos. Al principio pensé que no era
necesario, pero cuando el médico nos comentó que tal vez
fuese esa la mejor opción, acepté sin rechistar. La licencia fue
completa, y esto supuso también negarme a recibir encargos de
contador por libre, para los negociantes del mercado o para las
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bodegas que rodeaban la casa en la que habíamos vivido hasta
entonces, en la parte alta.
En esa situación, el sueldo de Ana resultaba insuficiente, y
para amortiguar en lo posible la pérdida momentánea del
trabajo decidimos cambiar de casa. San Miguel no es una
ciudad muy grande, es fácil llegar de un sitio a otro y sin
querer, se vaya por donde se vaya, uno encuentra las mismas
caras todos los días, pues todos nos movemos en espacios
comunes, desde la visita al mercado las mañanas de los
domingos para hacer la compra semanal hasta la también
dominical idea del helado después de la misa de la tarde; desde
el restaurante del cebichito del sábado al mediodía hasta las
mismas canchas de barrio de las pichanguitas de fulbito. Por
eso, no temimos que nuestros hijos cambiaran de amistades ni
que a nosotros nos fuera más difícil mantener las relaciones
que hasta entonces habíamos tenido. La mudanza se hizo en
verano, justo después de año nuevo, para que así los chicos
tuvieran al menos un par de meses antes del comienzo de las
clases para acostumbrarse a su nueva ubicación en la ciudad.
Estudiarían en el mismo colegio, por lo demás. No llegarían a
él caminando, es cierto, sino después de un laberíntico
recorrido en combi por todas las calles del centro.
No fue fácil encontrar un lugar nuevo para vivir. Pasamos
dos meses haciendo llamadas por teléfono, leyendo con avidez
todos los periódicos locales, prestando atención a cualquier
comentario que recogíamos de la calle, hasta que por fin un
amigo nos dijo que otro amigo más había escuchado que un
primo suyo había oído que por fin se había puesto en alquiler
un departamento en la cuadra seis de la Arequipa. Se trataba
de una de las zonas más estrechas de una de las calles más
largas del centro, pues en sus extremos abarcaba la ciudad
toda de cabo a rabo. Ahí estaba, toda una tercera planta para
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nosotros cuatro, situada en frente de otro edificio de
departamentos y oficinas. Su bajo precio compensaba otros
inconvenientes.
Tendremos que poner cortinas en toditas las ventanas,
comentó Ana resignada, si quieres seguir andando casi
calato por la casa como has hecho toda tu vida.
En cuanto los chicos comenzaron el colegio, la vida
cotidiana tendió sobre nosotros un velo de monotonía que en
seguida se nos hizo familiar, y muy poco a poco nuestra vida en
los barrios altos de la periferia nos quedó lejana, algo
intangible y apenas demostrable, dudosa al fin. Ana se iba a la
oficina todas las mañanas y yo me encerraba en un estudio
improvisado, sobre una silla, frente a una mesa igual de
improvisada hecha con unas cajas de cartón llenas de papeles
importantes que el tiempo nos ha enseñado que no lo eran
tanto y que aún hoy estarán como llegaron. Yo me pasaba la
mañana alejado de la ruidosa actividad de la señora Consuelo,
perdida entre ollas en la cocina y trapos de todos los colores,
formas y funciones, pensando en mis cosas, leyendo los
periódicos y escuchando puntualmente las noticias a cada
hora, por la radio, aunque todas se repitieran. El resultado de
tanta inactividad era una cara de pasmoso aburrimiento
mostrada con descaro a Ana, a su regreso, y una cierta tristeza
cuando nuestros dos hijos volvían del colegio.
Tendrás que hacer algo, dijo Ana, mientras almor-
zábamos. No puedes pasarla así todos los días, se te va a secar
la cabeza.
Y no le faltaba razón. Pero, ¿qué hacer? Y, sobre todo, ¿por
qué hacerlo?, ¿por dónde empezar? A la semana siguiente Ana
apareció con una cajota de regulares dimensiones. Se trataba
de un rompecabezas que se había hecho llegar de Lima,
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encargado a uno de sus jefes. En la tapa aparecía la última
cena de Leonardo da Vinci y una cifra exagerada que yo
todavía sigo sin creerme: 5000. Se suponía que era el número
de sus piezas, minúsculas. A partir de entonces todas las
mañanas alternaba la lectura de los periódicos con los vanos
intentos de encontrar las esquinas, los bordes de aquel
maremágnum de piezas infinitas, caprichosamente roturadas.
Vivir en el centro de San Miguel tiene sus ventajas. De día
es imposible sentirse solo. Uno podría aburrirse, si bien a cada
momento hay señales de que el mundo está poblado y por
momentos indicios de que lo está hasta excesivamente.
Siempre hay gente por la calle, con sus bolsas de un lugar a
otro, con sus papeles, con sus historias y sus preocupaciones. A
cada rato pasa alguien que vende fruta, algún gasfitero o un
electricista que va tanteando qué casa puede tener problemas.
Poco a poco nuestros oídos empezaron a obviar esos sonidos,
aceptados como la música de fondo de lo cotidiano.
No obstante, todo cambia por la noche. Los edificios del
centro muchas veces se encuentran vacíos. Negocios que
cerraron, oficinas por las que nadie pasa durante semanas o
meses. Son también proverbiales los problemas de presión de
agua de esta parte de la ciudad, los continuos apagones
generales y demás inconvenientes. Todo eso hace que poca
gente se anime a vivir por su propia voluntad acá, y los dueños
desisten hasta de poner avisos. La noche convierte al centro en
una ciudad fantasmal, tan distinta a su versión de día. Sin ir
más lejos, en nuestro propio edificio, salvo la mueblería de los
bajos, el gimnasio del segundo y nosotros, los demás
departamentos estaban vacíos gran parte del año. Otro tanto
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solía ocurrir con los que teníamos enfrente. Yo solía aguaitar
alguna vez desde mi estudio, entre pieza y pieza del
rompecabezas. La calle era tan estrecha que resultaba
imposible no darse cuenta. Por eso, cuando ellos ocuparon el
departamento que estaba al otro lado de la pista, a nuestra
misma altura, un océano de novedades se abrió para mí.
Parece que ha llegado alguien, señor. Anunció Consuelo
trayendo la buena nueva. A partir de ahora deberemos estar
más atentos con las cortinas.
No me había dado cuenta, disimulé, como pude, y seguí
con mis piezas, mientras me imagina a Consuelo pensando en
el pobre hombre en que me había convertido, jugando a cosas
de niños toda la mañana.
Recuerdo perfectamente el día en que él llegó porque fue
justo después de encontrar la bolsita de la plata de Judas. Me
causó tan buena impresión el hallazgo que mi ánimo aumentó
y recobré por fin la esperanza de poder terminar con un
rompecabezas en el que hasta hace unas horas me he afanado.
Era algo más bajo que una persona normal, con el pelo muy
negro y muy pegado a la cabeza. Algo moreno y barrigudo, iba
dando indicaciones a diestro y siniestro sobre qué lugar
debería ocupar cada una de las cosas. De ella no supimos hasta
tres semanas después. Se veía claramente que no estaba
dispuesta a pisar el departamento hasta que todo estuviera
instalado y cada cosa en su lugar. La mudanza general ocupó
dos días. Al tercero, cuando yo encontré la barba de Judas y se
perfilaba su carita de traidor, apareció el carpintero, a quien le
bastó un solo día para instalar todos los reposteros de la cocina
y parte de la mañana del día siguiente para los clóset del
dormitorio principal.
Ese departamento tenía una estructura algo extraña,
estrecha y muy alargada, pues todas las habitaciones contaban
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La casa-escondida-y-otros-relatos.definitivo.ultima-corrección.cpe.14-03-5

  • 1. 1
  • 2. 2
  • 3. 3
  • 4. 4 EDITORIAL CASATOMADA / SERIE NARRATIVA La casa escondida y otros relatos / cuentos Primera edición, marzo 2013 © Crisanto Pérez Esain, 2013 © De esta edición: Editorial Casatomada S.A.C. Av. Mariátegui 1600 - Dpto. 502. Lima 11, Perú www.editorialcasatomada.com  ecasatomada@gmail.com  (511) 987 301 726 / 988 939 974 Dirección editorial Gabriel Rimachi Sialer Revisión de textos Abraham Cisneros Diseño y diagramación David Collazos Imagen y concepto de portada Andrea Paz Medrano Fotografía Archivo personal del autor Impresión Casatomada ISBN: 978 – 612 – 4116 – XX – X Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2013-XXXXX Hecho en el Perú para los lectores del mundo
  • 5. 5 A Inés y Miguel Ángel, principio de tantas cosas.
  • 6. 6
  • 7. 7 La casa escondida, 9 Una brizna de nada, 27 El pacazo, 41 Memento mori, 51 Un rompecabezas de cinco mil piezas, 63 Árboles enanos, 87 La noche de los invisibles, 95 Sin noticias de Carriego, 105 Un cuaderno para el loco Cativo, 129 Theatrum mundi, 1401 Última estación para Aurora Vences, 157
  • 8. 8
  • 9. 9 La casa escondida1 La primera vez que vieron la casa no les gustó demasiado. Quizás fuese porque había estado cerrada durante años o por la sensación de que escondía en algún sitio la sorda presencia amenazadora de un ojo que todo lo veía. Más allá de ese ojo de buey, que daba al jardín y que opacaba el rubor encendido de algunas flores, y al que en seguida aprendieron a no dar importancia, a él le consolaba su cercanía a la oficina y a ella parecía serle suficiente con eso. Lo mejor de la casa era la calle en la que se encontraba. El parque en el que podrían pasear a sus hijos cuando éstos llegaran, donde los padres de ella podrían también pasar el rato de su vejez, haciendo tiempo a que llegara la noche o las bodegas tan a la mano para comprar cualquier cosa que se hubieran olvidado en su visita semanal al mercado. Les gustaba también lo ancho de las veredas, la tranquilidad con que crecían los crotos y lo florido del sardinel que separaba en dos carriles una pista poco transcurrida la mayor parte del día. Ninguno de los dos era muy amante del jardín, de las manos enterradas, los pies mojados y del olor a abono de chivo que se pegaba a la ropa. Pensaban, sin embargo, que de la necesidad surgiría la función y de ésta el órgano y que, por lo tanto, alguno terminaría descubriendo una afición profundamente 1 Ganador del Premio Internacional de Relatos Ciudad de Zaragoza 2007 (Zaragoza, España).
  • 10. 10 enterrada y nunca manifestada hasta entonces. Para cualquiera que pudiera pasar por allá, y para ellos también, sin duda, el jardín lucía precioso, y alguien debería perder las horas entre las chabelitas y los gladiolos, entre la hiedra y un papelillo atravesado por los rayos de un sol de desierto. Por todo eso, luego de pagar la fianza y el primer mes adelantado a una vieja con ruleros que nunca más volverían a ver, las mensualidades se ingresarían a partir de entonces directamente en una cuenta del banco de veintisiete cifras que con los años llegarían a aprender de memoria, entendieron que, en realidad, aquella casa era el campamento base. Desde ella se harían cargo de la situación de la calle y esperarían a que en otra casa, no tan vieja, ni tan grande quizás, alguien colgara el modesto cartelito de “se alquila” o incluso el más definitivo de “se vende” para acometer el ataque último a la casa propia. Tenía dos plantas, pero además de esto incluía un sótano y un desván de iguales proporciones, por lo que en realidad se trataba de una casa de cuatro alturas nada modestas en extensión. Por fines prácticos, decidieron prescindir casi de todo y contar solo con el segundo piso. Él hubiera preferido el desván. Allá llegaban los primeros rayos del sol de la mañana y el atardecer se prolongaba un poquito más; pero pronto ella declaró, protegida en un sentido común que él no siempre llegaba a comprender, que en realidad era preferible optar por la segunda planta. Cada día, nada más llegar a casa, ellos subían corriendo las escaleras hasta allá, sus dieciséis escalones, y no permitían tampoco que las visitas se entretuvieran en las demás. Poco a poco, por la fuerza que da el uso y la ley de la costumbre, aquel caserón quedó reducido a un departamento con cinco dormitorios, dos baños, una zona neutra que fue convertida en un oscuro y tórrido comedor, de
  • 11. 11 imposible permanencia en la canícula, y una cocina tan grande que en ella se podía cocinar, lavar ropa y planchar todo ello a una vez, mientras los niños harían las tareas en una mesa enorme, sin que nadie tuviera nunca la sensación de ser molestado ni de estorbar. En poco tiempo Jonás y Casandra se resignaron a vivir en aquella casa excesiva, diseñada por un arquitecto al que le sobraba papel para un dueño resuelta- mente claustrofóbico. Los dormitorios eran igual de grandes. Nunca se supo muy bien cuál correspondía a los padres, cuál definir como dormitorio doble y cuál como estudio pequeño. Por eso, en los primeros años, ante la tardanza en la llegada de los hijos, los traslados eran decididos sin más ni más, movidos por oscuros resortes a los que no llegaba la vista del ojo de buey de la fachada. Bastaba con que uno de los dos dijera que no había dormido del todo bien porque había notado demasiado cercana la presencia amenazante de una lechuza, el silbido del viento de la noche, el chocar de las hojas del mayor nogal del jardín o porque aquella mañana de domingo la resaca había llegado a castigarles demasiado temprano, luego de que un rayo de sol se colara entre los cortinajes del dormitorio para dar en la creciente frente de él, en los párpados todavía sin desmaquillar del todo de ella. Si uno se despertaba, a los cinco minutos comenzaba a aburrirse en la cama y no paraba de lamentarse hasta que en una de esas el otro era rescatado del sueño. A veces ella llegaba del trabajo más tarde que él. Lo encontraba enfundado en los jeans más viejos que descubriera en el armario, con la tijera de podar en una mano y la manguerita en la otra, regando el jardín. Todo empezó a los dos años de vivir allá. Con el tiempo, se dieron cuenta de que cualquier otra mejor que la que habitaban costaría mucho más
  • 12. 12 dinero. Él comparó el gras de su jardín, ralo y amarillo, lleno de hierbajos intrusos y feos a los que nadie había llamado, con el del sardinel, del que se encargaba un escueto equipo de jardineros que con las justas llegaba a pasar un manguerazo a bocajarro una vez cada quince días, y entendió la tristeza del ojo de buey que presidía la fachada. Con cierto sentimiento de culpa, comprendió que el gras de la calle parecía propio de un campo de golf y el suyo no era más que una metáfora de su calvicie, ya no tan precoz, ni tampoco tan incipiente. Como con la cabeza nada podía hacerse, Jonás optó por el arte de la jardinería. Un buen sábado apareció de no se supo dónde con un montón de plantas y un almácigo de gras chino que poco a poco fue creciendo y ocupando, con igual frenesí que las malas hierbas pero con mayor capacidad de supervivencia, todo el jardín. A su alrededor unas palmeras de yuca crecían con idéntico entusiasmo, y poco a poco iban abriendo su sombra de abanico. Jonás había descubierto que entre plantas y macetas, entre tierra y abono, las ausencias y los silencios de Casandra, –de una temporada a aquella parte no sabía muy bien dónde se metía–, eran más llevaderos. Cuando la fuerza de la costumbre se impuso a cualquier novedad y todos los fines de semana se parecían a los anteriores, era ya imposible separar los recuerdos de la reunión de amigos del diecisiete de agosto de la del treinta de septiembre y además éstas eran más espaciadas y menos interesantes. Incluso el jardín ofrecía pocas novedades y el colibrí de las seis y veintinueve siempre aparecía a la misma hora y a los mismos minutos. Todo estaba dicho más de una vez y con diferentes entonaciones. En fin, la monotonía campó a sus anchas sin visos de querer partir. Entonces Casandra rompió el silencio del desayuno, como no había hecho desde hacía ya unas cuantas semanas.
  • 13. 13 Jonás, creo que estoy embarazada. La noticia le pilló tan de sorpresa que no supo cómo reaccionar. De haber preguntado si estaba segura ella le hubiese respondido que no, que solo lo creía. De haberle mostrado demasiada alegría ella hubiera dicho que se estuviera bien tranquilo, que solo lo creía, y que todavía habría que pasar por el médico y que no tenía ni idea de a quién acudir. Por eso su respuesta fue tan tajante que hasta las tazas del desayuno temblaron de estupefacción: Se llamará Camila. Ella no lo entendió, y no lo entendería nunca, pero dos años después le puso de nuevo a prueba y entonces, como en la primera ocasión, la respuesta fue igual de concluyente: Se llamará Adrián. En dos años sus vidas habían cambiado, y mucho. Con la primera se apañaron bien. De alguna forma, rompió el silencio mineral que gobernaba en aquella casa, donde hasta entonces todo, o casi todo, había sido ya dicho de mil formas diferentes, y Jonás descubrió algo de ternura en el ojo de buey de la fachada. Sin demasiadas novedades en su trabajo, y sin mayores novedades en una casa que había visto reducido su uso y su dominio a la segunda planta por una decisión a la que él consideraba que se le guardaba absoluta lealtad, optar por una leche en polvo o por otra en cuanto la mastitis amenazara la lactante tranquilidad de Casandra o elegir entre un modelo u otro de cochecito, de cuna, de juguete o cualquier otra cosa, introdujo una serie de novedades importantes, y entre ellas, la técnica de elección de dormitorio de la bebe. El día en que madre e hija llegaron a casa la segunda lloró desde que salía de la clínica, quizás porque intuía que el ejército de enfermeras a su disposición sería sustituido no más que por las atenciones de la señora Clarita, contratada a tal
  • 14. 14 efecto. Lloró y lloró desde el mismo momento en que su cuerpo breve y desmadejado abandonó la cuna cinco estrellas en la que hasta entonces no había hecho más que dormir y dejarse hacer. De vez en cuando sentía un calorcito viscoso y maloliente, y en las apenas cuarenta horas que llevaba en ese mundo ya había comprobado las bondades de los polvos de talco. Cuando descendieron del taxi que les dejó en la verja de la casa, Jonás la sujetaba con toda su buena voluntad de las axilas y su madre arrastraba los pies hasta el primer escalón de los dieciséis que precisaba subir para llegar al segundo piso. Su padre, inexperto hasta su muerte en las lides de la paternidad, la llevó de habitación en habitación, y al cesar al fin el llanto de su niña, decidió, cual contrastado zahorí, que en aquella habitación, llamada artística por ser la que él empleara en sus ejercicios cotidianos de cajón mientras ella hacía sus acuarelas, reinaría su cuna. Era la más pequeña y llenecita de cosas, regalos de boda todavía sin abrir cuatro años después; muebles heredados y viejos; otros regalados y más viejos todavía; ropa que alguna visita se dejara hasta nunca más regresar; libros y discos comprados a ritmo de arrebato pero jamás leídos ni escuchados. En fin, todo lo que se guarda porque tanta pena da mirarlo lleno de polvo como pensar en tirarlo a la basura. Por años, hasta que se dispuso que la niña necesitaba más espacio para tener su propio escritorio en el cual hacer las tareas del colegio, todas aquellas cosas siguieron allí, y se convirtieron en los primeros y casi únicos juguetes de Camila. Así, no era raro que sus encías reblandecidas y febriles por la salida de sus dientes de leche estrenaran la vajilla china que alguien regaló, como por descuido, o que jugara a que sus muñecas recibían baños de sales en la vasija de la fondue que nunca estrenaron, por no saber cómo usar algo cuyo empleo se basaba casi
  • 15. 15 exclusivamente en el fuego y en el queso o el chocolate derretido, en una ciudad en mitad del desierto donde todo se encontraba, y también el queso o el chocolate, fundido por la misma naturaleza. Adrián llegó a la casa y lo hizo con una sonrisa de oreja a oreja. Dispuso para él solito, evitando así las distracciones de su predecesora, de la habitación más espaciosa. «Ya llegarían otros que le hicieran descender del reino al enano», pensaba Casandra, admirada como Jonás de la capacidad del segundo de sus hijos de apropiarse de todo sin que nadie fuera capaz de reclamar. Con él el aburrimiento tuvo que buscar un mejor solaz, y la diversión entró por cada una de las ventanas, puertas y falsas chimeneas que hubiera en aquel caserón convertido en departamento. Eran entonces cuatro y Clarita, cuyo cuerpo redondo abultaba tanto como todos los demás juntos. Ella maldijo la idea de los padres de vivir en el segundo piso, y siempre pensó que lo mejor para sus rollizas y esclerotizadas piernas hubiera sido ocupar la planta principal. Ellos no pensaban lo mismo. Aunque efectivamente vivieran en un desierto, las fuertes lluvias que siempre se temían en verano podían visitarles en los próximos años y no era cuestión de ver convertidas las habitaciones en una sola e inmensa piscina. Pudiera parecerle muy divertido a Adrián, e incluso Jonás podría dejarse llevar por nuevos impulsos infantiles, que había recobrado siguiendo un camino por el cual el hijo guiaba de la mano al padre, pero en el fondo, ni Camila ni Casandra estarían felices de ver flotando todos sus enseres, de juguete o de verdad, a un metro y medio de altura. La vida entonces se hizo dichosa, tanto que terminaron negociando con los abogados de la dueña la compra de la casa. No había fin de semana en que los nuevos amigos de Casandra
  • 16. 16 y de Jonás no les pidieran prestado el jardín para algún cumpleaños infantil. En aquella época él vio tantos espec- táculos que ya conocía las humoradas de los payasos, las coreografías de las animadoras y la textura de todos los algodones dulces de la ciudad. Mientras Casandra se escondía nadie sabía dónde, Jonás no solo se alegraba de que alguien le sacara aunque fuera una vez por semana mejor partido que él al inmenso jardín de la casa, sino que incluso aconsejaba qué payasos contratar o recomendaba otros servicios de éxito en aquella temporada de cumpleaños, de acuerdo a veces a sus propias apetencias personales. Con los años, conforme Adrián fue creciendo, los cumpleaños fueron menguando, pues su hijo no permitía que nadie le metiera más de un gol por partido, y si se pasaba de la cifra ominosa despedía a todos de muy malos modos, clamando a los cuatro vientos que allá moraba el futuro mejor arquero del Perú y que por ello a nadie le sería permitido penetrar su portería. Hasta el ojo de buey parecía querer cerrarse como no queriendo ver más. Jonás, por su parte, se retiraba algo avergonzado del balcón, donde hasta entonces había seguido con verdadera pasión de padre futbolero, y esta era otra vocación descubierta gracias a su hijo, con un cigarrillo en una mano y una cerveza en la otra. Camila invitaba a las muñecas de sus amigas al jacuzzi de las suyas, ampliado con la nueva adjudicación, una olla de barro, ideal para el seco de cabrito y a la cual nunca se le salió el tufillo a sebo rancio. Clarita se la había cedido cuando Jonás le trajo del mercado una de metal. El seco no salía igual, eso era verdad, pero si se caía la cazuela además del estrépito del aluminio rebotando por el piso de la cocina no había mayor percance, en una época en que los dedos de su mano se estaban retorciendo y endureciendo por la artrosis y la
  • 17. 17 humedad de un caño siempre abierto para limpiar tanto cachivache. Con las manos agarrotadas, era más difícil para ella coger cualquier cosa, y además de contrahechos, sus dedos tenían tan poca fuerza como las trenzas de lanilla de las muñecas de su protegida. A esas alturas nadie reclamó, el seco de cabrito dejó de ser uno de los platos preferidos en la mesa y Camila estuvo encantada de poder organizar lujosas y hedonistas fiestas de muñecas, aunque no supiera muy bien qué significaba aquella palabra, en la nueva bañera de la casa de muñecas. Algo tuvo que pasar para que Camila y Adrián aprendieran a montar bicicleta tan tarde, con tan inmenso jardín, y en verdad ninguno lo hizo muy bien hasta que muchos años después tuvieron que enseñarles el difícil arte del pedaleo a sus propios hijos. Fue la época en la que su mamá esperaba el tercero, a quien Jonás no supo poner nombre, ante la extrañeza de Casandra que, al decirle la noticia, esperaba con los ojos cerrados que acertara una vez más cómo se iba a llamar quien le abombaba la panza y le anchaba las caderas, provocándole también, y como nunca hasta entonces, un raro y secreto gusto por llevar siempre en la boca un grano de café. Con todo ello se iba anticipando el amargo sabor de la vida que poco a poco iba instalándose, sin que ellos lo supieran, en los cimientos de aquella casa mutilada, pero que el ojo de buey ya veía venir, desde la atalaya de su fachada. Todo empezó con la estación de lluvias, que se prolongaría más de lo imaginado. De las dos o tres semanas, a lo sumo un mes, de lluvias anuales, se pasó como sin quererlo a los seis meses y medio, dando la sensación de que el agua había transformado el estado natural de las cosas, o mejor dicho, de que este estado se había convertido en líquido elemento. Al comienzo parecía divertido, pero poco a poco hasta los granos
  • 18. 18 de café que Casandra rechupaba con tanta fruición se volvieron escasos y tuvieron que ser sustituidos por las menos escasas vainitas de algarroba que todavía no habían fermentado por la humedad de la lluvia vespertina y por el calor del mediodía. La situación sirvió para darles la razón a ellos y quitársela a doña Clarita y a su descabellado plan de llevárselo todo lo de la casa a la planta de abajo. Ahora, y a lo largo de todo ese medio año, ella no tenía que subir un solo escalón, pues el agua quedó a la altura del segundo piso la mayor parte de las semanas, como si alguien hubiera proclamado un hasta aquí no más impecablemente obedecido por los designios de la inundación. La señora Clarita se había quedado sin casa, y sus tres nietos y el grandazo de su hijo se mudaron con ella. Si pensó en que ellos podrían ocupar el ático estaban muy equivocados. Allá no subía nadie, o eso habían sentenciado tanto Casandra como Jonás. Doña Clarita, algo resignada, tuvo que llevar a su hijo Óscar, la brevedad de su nombre no hacía méritos al tamaño inmenso de su corpachón, y a sus tres nietas, que no eran hijas de Óscar ni de nadie conocido, y que, sin duda, habían heredado de su supuesta abuela la manía por querer cambiar las cosas de sitio, a la habitación del fondo. Estrella, la mayor, se empeñó en que la bañera de las muñecas quedara transformada en el depósito de la comida de los gatos que aparecieron, sin saber muy de dónde ni cómo, media hora después de que ellos llegaran. Adriana jugaba a tender la ropa en la copa de los árboles y Blanquita a hacerle la vida imposible a Adrián, metiéndole todos los goles del mundo en el corredor que daba acceso a los dormitorios. La casa, así ocupada, de forma tan reconcentrada, se les hizo pequeña de verdad. Jonás ya no podía practicar ni el festejo ni el landó con cajón en ningún sitio, pues hasta el instrumento había desaparecido, empleado ahora para guardar
  • 19. 19 la ropa sucia de las nietas de doña Clarita. Un día se rebeló, y a la vuelta del trabajo, al comprobar que los gatos se habían comido casi todo su almuerzo, pensó en la música como un método de evasión a tan caóticas circunstancias. Entonces extrañó el cuarto artístico en que él tocara su cajón a ritmo de jipijay, pero no dijo nada, pues Camila no tenía culpa ninguna de que sus lloriqueos de recién nacida hubieran terminado en el preciso instante en que su diminuto cuerpecito pasara el umbral de la puerta de aquella habitación. Descubrió al fin el cajón y se puso a tocar en el balcón de su dormitorio. Aquello no sonaba. Metió con miedo la mano, temiendo la mordida de algún animalejo y lo que sacó fue las faldas breves y de volantines de las nietas de doña Clarita. Se enfadó, y mucho, y salió disparado a la cocina. Pero entonces, al entrar, con toda su sangre circulando por una inmensa vena de su cuello, al reino de aquella vieja, encontró a Casandra en un rincón, retorcida por los dolores. Descubierto un pequeño pero tenaz charco de sangre en el piso al levantarla, fue llevada en brazos por Jonás hasta una hamaca. Se reprochó a sí mismo no haber dado todavía con el nombre de la criatura que albergaba en sus entrañas y pensó que quizás fuera ya demasiado tarde. No lo era, sin embargo. Fue conducida a la clínica en una barquita que Óscar construyó en un momento con la llanta de una rueda de tractor y las tablas de un camastro que había encontrado no se sabía muy bien en qué lugar. No hubo tiempo para preguntar. Óscar remaba con la fuerza de un ballenero, ayudado de una rama del almendro, mientras Jonás llenaba de caricias el rostro febril y macilento de Casandra, recitando nombres de santoral. En su desesperación, convocó a su memoria los nombres de todos sus compañeros de colegio de su infancia y juventud. Después siguió con los jugadores de fútbol de la competencia local. A esto siguió el rastreo por las
  • 20. 20 ramas de su árbol genealógico. Repasó, al borde del desaliento, la lista adolescente de todas sus enamoradas, en desorden e intercalando nombres de actrices mexicanas para que ella no se diera cuenta. Nada, ella seguía negando con un ligero movimiento de cabeza. Nada, eso no era. Prefirió callarse entonces, al tiempo que seguía acariciándole unas mejillas brillantes y resbaladizas por una mezcla de lágrimas, sudor y agua de las lluvias que, como todos los días, comenzaban hacia las cinco de la tarde para terminar con el amanecer. Casandra fue internada en la clínica y hasta el final del embarazo permaneció allá, alejada de la casa y de su ojo de buey, que extendía su mirada sin alcanzarla. Jonás no pasaba por casa apenas y en cuanto salía de la oficina, donde no había demasiado trabajo y todos los empleados estaban por estar, haciendo que hacían porque en realidad no había nada que hacer salvo esperar la lluvia de la tarde, se instalaba en la habitación que ella ocupaba. De no haber sido por la presencia constante de los gatos la casa se hubiera quedado desierta, pues Camila y Adrián se la pasaban con su madre, haciéndole toda la compañía del mundo. Óscar se convirtió en un enfermero de primera y las nietas de doña Clarita jugaban a los piratas en la ventana que daba a la habitación de la clínica. En el fondo, la poca tranquilidad que hubiera en la casa trasmutó en agitación extrema en cuanto todos se hubieron instalado en la habitación, y esta situación se prolongó hasta el momento del parto. Jonás llegó de la oficina más contento de lo normal. Nada más dejar la barcaza de Óscar en un muelle improvisado, al costado de la entrada principal de la clínica, en un par de saltos estaba ya en la habitación de Casandra. Ella presenciaba entretenida las peleas marítimas que las niñas llevaban a cabo en la primera función de la tarde. Óscar les había construido a
  • 21. 21 cada una de ellas, con ramas y cajas de frutas viejas que flotaban por toda la ciudad desde el mercado, unos veleros bastante apañados. Con ellos se remedaban las batallas de las películas que Jonás y Casandra preferían, comenzado por la de Ben Hur y terminando con las de Errol Flynn. No sabía dónde había escuchado que los militares tenían un plan, hacerle un cauce al río para que llegara el mar, a base de cartuchos de dinamita que irían soltando acá y allá desde un helicóptero. Conseguido ese propósito, en un par de horas la ciudad volvería a ser terrestre y la incomodidad de los canales venecianos pasaría a mejor vida. Ella podría regresar a la casa, donde sería atendida entonces más a su gusto. Casandra estaba tan entretenida con la batalla naval que tenía lugar al otro lado de la ventana que no le asuntó demasiado. Jonás, decepcionado, bajó la mirada al piso y descubrió un reguero de sangre que se iba formando con lo que caía gota a gota desde el colchón. La tez de Casandra era pálida, pero comprendía que esto no se debía a su estado de postración ni a su encierro entre aquellas cuatro paredes. A ese ritmo, la hemorragia debía de haber comenzado por la mañana. Al regresar con el doctor y su ayudante los tres encontraron a una mujer que poco a poco se estaba yendo, que luchaba por mantener la atención en las peleas de piratas y en los golpes que se propinaran Blanquita, Adriana y Estrella. Luchando por divertirla no se habían dado cuenta de que en realidad aquella señora a la que habían aprendido a querer y a la que tributaban todos sus juegos infantiles estaba muriéndose. De un solo golpe el doctor cerró las cortinas y las tres nietas de doña Clarita se lamentaron de la suspensión de una función en la que todavía no había ocurrido lo mejor. Casandra fue introducida al quirófano. La operación duró poco, pues casi nada se pudo hacer por una madre que había perdido tanta sangre. De sus entrañas sin
  • 22. 22 vida brotó blanquito y sereno el cuerpo de una niña, en la que Jonás aprendería a aferrarse para no morir de dolor. Cuando las enfermeras se la pusieron en sus brazos todavía no sabía que Casandra se había muerto, pero descubrió en su carita feliz la sonrisa de alivio que su mujer solía mostrar después de haber pasado por un susto terrible: Se llamará Casandra, como se llamó su madre. Las enfermeras y el médico comprendieron que ya no había por qué decirle nada, pues él solito había sabido darse la noticia. Al día siguiente salieron todos juntos de la clínica y encontraron una ciudad en estado calamitoso. Efectivamente, el río había abandonado la ciudad o, mejor dicho, se había metido en su madre, en su cauce y había conducido todo su inmenso caudal hasta el mar. San Miguel aparecía entonces como un inmenso océano resecado. De los troncos de los algarrobos salían algas verdosas que les daban un aspecto tremebundo y envejecido. Los carros quedaron cubiertos por una capa de óxido, y muchos de ellos parecían lisiados, sin sus ruedas, robadas para seguir los pasos de Óscar, quien resultó para todos los pobladores un auténtico maestro naval de emergencia, y que hizo más en tres meses que en treinta años. En los tejados de las casas bajas el sol recalentaba peces dulzones y algo putrefactos. Para el mediodía siguiente, toda la ciudad quedaría embadurnada en un olor a fritura de pescado. Ya estaban en la casa. Aunque doña Clarita y toda su prole disponían de nuevo de su casa antigua, la fuerza de la costumbre y la ausencia de Casandra hicieron que Jonás rogara porque se quedaran con ellos. Tres hijos, y uno de ellos recién nacido, era demasiado para aquel hombre, al que la vida le había dado de sopetón tantas sorpresas que cuando quería reír lloraba y se iba hasta
  • 23. 23 el piso en carcajada limpia al acosarle los pensamientos más tristes y la desesperanza más dolorosa. Hasta el ojo de buey lucía sombrío, como si tuviera un párpado caído. Este hombre no está bien. Declaró una vez doña Clarita, algunos años después, señalando la herrumbre del ojo de buey. A partir de entonces tuvo en Óscar una sombra fiel, que lo dejaba en la puerta de la oficina y lo esperaba sentado en una banca del paseo a la salida del trabajo. Un viernes, volviendo de allá, Óscar y Jonás descubrieron un silencio sepulcral en la segunda planta de la casa. No había nadie y la comida estaba fría. Óscar temió por su madre. Habían subido las escaleras como siempre, tan rápido que no habían percibido que el portón ancho y enrejado de la primera planta, la verdadera entrada principal del caserón, estaba abierto. Bajaron al jardín buscando a todos y solo entonces lo notaron. Con algo de miedo dieron sus primeros pasos por una inmensa galería a la que nunca antes se habían asomado. Parecía desembocar en un salón todavía más inmenso. No era difícil seguir el rastro de los niños y de la vieja aya, que con su corpacho había abierto un túnel en aquel mar de telarañas. Cientos de campanitas comenzaron a sonar a un mismo tiempo y supieron que eran las cuatro. Al llegar donde estaban los niños con doña Clarita descubrieron, como ellos, que Casandrita jugaba a dar cuerda a un montón de cajas musicales. En realidad, se encontraban en una especie de museo en el que había de todo. Clarita y sus nietas pudieron limpiar afanosas en la mañana del sábado todo aquello, y por la noche disfrutaron de aquel salón de espejos desde el cual a cada hora decenas de relojes de todos los tamaños y formas hacían sonar sus campanitas, en mil melodías que no llegaban a confundirse, desde que Casandrita las puso en hora.
  • 24. 24 Por entonces, un increíble ataque de melancolía atacó a Jonás. Pensó que quizás la vida de su mujer hubiera sido distinta de haber conocido desde el principio todo aquello. Que el aburrimiento nunca hubiese invadido su rostro y que sus sueños hubieran sido de colores. La nostalgia de aquellos días en los que todo aquello pudo haberse corregido le tendió a su mente una red inevitable de arrepentimientos y desdichas, por más que supiera que había que seguir tirando. Lo peor fue descubrir que aquel espacio no fue extraño para Casandra. Más allá del salón había una puerta de doble hoja que se abría desde el centro y que daba a un invernadero oculto no visto desde ningún otro punto del caserón. Allá su mujer pintaba retratos infantiles. Debió de comenzar en los años en que Adriana les desterró de su cuarto artístico, o aún antes, cuando ella se quejaba de que era imposible pintar a ritmo de cajón. Entonces los niños todavía no llegaban y había que luchar contra estériles fantasmas que no llevaban a ninguna parte. Sin saber muy bien los motivos, las causas ni los métodos, aquellos rostros parecían retratos actuales de sus tres hijos. Había carboncillos, témperas, acuarelas y óleos por todas partes. Más allá de unos almácigos descuidados había un bosquecito de cipreses enanos que con sus tupidas copas ocultaba otro de los aposentos de su mujer. Entendía ahora las horas muertas que ella pasara a lo largo de sus embarazos, sola en la casa, los silencios y las ausencias durante tardes enteras en las que él paseaba por la segunda planta y por el jardín buscándola, resignado desde siempre también a no poder encontrarla. Allá había un retrato de grupo sin terminar, donde Jonás veía a Camila y Adrián flanqueándole, con Casandrita en sus brazos, como desnudos, vulnerables, sin la presencia de ella. Un hueco enorme al lado del grupo daba a entender que ya entonces sabía cómo terminaría todo aquello.
  • 25. 25 Le dolió a Jonás no haber sabido nunca tanto de ella, no haber sabido nunca tanto como ella. Le dolió que todo aquello lo viviese sola, y que en ningún momento se animara a contarle lo que sospechaba y se quedó con ese cuadro para siempre, manteniendo así vivo el rescoldo de aquel dolor. Jonás pidió a Clarita y a Óscar que fueran recogiendo toda la ropa y todo lo que en la casa quedara de algún valor. El domingo, mientras todo San Miguel se encontraba en las iglesias, dando gracias a Dios por un aniversario más del final de la última inundación, mientras el ejército era acogido por los aplausos y vivas de todos los ciudadanos, Jonás Grados Lima, con toda la familia, salió de aquella casa para siempre. No podía vivir en un lugar que le había quitado tanto. Omitió girar la llave. Si alguien quisiera llevarse algo estaba en su derecho. Sin embargo, el portazo con que cerró fue tan fuerte y las estructuras de madera se habían dañado tanto con aquellas lluvias que al eco del vacío en donde resonara el golpe le siguió un rumor sordo que anticipaba el desplome de sus muros. Antes de que cerrara con candado la reja de entrada a sus dominios, la casa se había convertido en una montaña de escombros, más allá de una nube de polvo viejo, que no impedía ver un inmenso ojo de buey rodando por el suelo, como un juguete roto. (2006)
  • 26. 26
  • 27. 27 Una brizna de nada2 El doctor mostró un gesto de contrariedad al enfrentarse a su enfermera. Con el apuro de quien acababa de ser levantado de la cama, sorprendido por una llamada de teléfono siempre inoportuna, se había ido poniendo su bata blanca en el corto camino desde donde bajara del taxi hasta la entrada de la posta médica. Al enfilar el pasadizo de entrada marcado por unas piedritas sucias y tristes y unas cuantas plantas resecas desperdigadas por acá y por allá, como por un jardinero ciego, miraba a uno y otro lado y no veía a nadie. Tan solo una anciana esperaba en el extremo de una banca, ocupando lo menos posible, aunque supiera que nadie más llegaría hasta dos horas más tarde. ¿Por qué me llamaste tan temprano? ¡Ayer trabajé treinta y cinco horas seguidas! Le reclamó a la enfermera. Sin poder decir algo así como «querido doctor, lo que usted me cuenta es imposible», no quiso prohibirse una sonrisa de calculada inocencia al escucharle. Doctor, disculpe. La señora Abigail está esperando desde hace media hora, explicó, deseando que la elocuencia de los hechos fuera suficiente. Sí, la he visto. Siempre está ahí, guardándole el sitio a su madre. Si no hay nadie más no hay por qué sacarme de la cama. Interpuso el doctor. 2 Finalista del Premio Internacional de Relato Max Aub 2007 (España).
  • 28. 28 Parece que esta vez viene por ella misma, y no para coger el turno de la otra. Interrumpió otra enfermera, que buscaba el archivo con los informes de la señora Abigail. Nada, tantas veces que se la ha visto por acá y nada. Jamás ha sido atendida. A las seis y media de la mañana, cuando las cuarteadas veredas están sin poner todavía en San Miguel y los gallinazos eructan la comida de la jornada anterior en los nidos de la catedral; cuando el viento perdió la cuenta ya de los granos de arena que fue introduciendo por la noche en las calles del centro de la ciudad y los zancudos recién dan por terminado su festín nocturno; cuando, en fin, nadie aguarda en la posta porque en aquella ciudad la gente no suele enfermarse hasta que se despierta y al sueño se le respeta, la señora Abigail salió de su casa. Su madre dormía desde hacía años más de día que de noche en las bancas de la iglesia y en la mecedora del corredor, y pudo percibir el olor cierto del miedo, tendida en su cama con baldaquinos de otros siglos que le protegían de las manchas de humedad del techo. La hija logró dejar la casa con tal rapidez que el alcanforado tufo doméstico no llegó a escaparse con su estela. La explicación a sus cuidados iba más allá del miedo. En el fondo, la sabía despierta. No quería rasgar la fina tela de la inconsciencia con que su madre protegía sus vigilias, ni mucho menos, escuchar el fluir de su voz ronca entre almohadones, preguntando a dónde iba. Cerró la puerta detrás de sí y sintió un profundo alivio. Por una vez en tantos años había conseguido romper la cadena tejida a lo largo de dos vidas con el invisible hilo de la dominación. Diez minutos más y ya estaría en la posta médica, esperando la llegada del doctor. Arqueó las cejas de incredulidad comprobando que la ficha de la anciana estaba vacía. Un suspiro desde lo profundo precedió al interrogatorio:
  • 29. 29 Nombres y Apellidos. Abigail Gómez Seminario de Tejada. Edad. Setenta años, recién cumplidos. Enfermedades. Ninguna, que yo recuerde. Y dígame, señora Abigail, el motivo de su visita. Exigió con amabilidad levantando, al fin, la mirada hacia ella. Dejó escapar una bolsa con torpeza de niña, mientras se apresuraba a soltarse los botones de su blusa dominical. Debajo no había más nada, solo la palidez de unos senos que concentraban en sus puntas todo el rubor de la exposición pública. El doctor tuvo paciencia. Pese a no entender demasiado aquel arrebato de impudicia, siguió con la mirada cada uno de los movimientos de la anciana. Ante él asomó un seno blanco, blanquísimo, limpio y puro, algo arrasado por los años y la candidez de pudores perpetuos. Era el izquierdo. La señora Abigail levantó el brazo del mismo lado y con la otra mano plegó el seno vacío de amor hacia el otro. En un momento, y como para que aquello se viera más claro, giró su cuerpo en la silla, repitiendo un movimiento rápido aprendido en la soledad de un espejo de mano, en su cuarto de baño, durante las últimas semanas. De repente, como un racimo escandaloso se dejó asomar una sucesión de bultos que iban desde el centro del seno izquierdo hasta la axila, amenazando un derrame próximo hacia la espalda. Eran como granos de uva, palpitando además al otro lado de una piel pálida y serena. Señora Abigail, cúbrase, por favor. Es suficiente. Aquello que quiso sonar amable llegó a los oídos de la anciana como una desaprobación. Ella contuvo las lágrimas todo lo que pudo.
  • 30. 30 Media hora más tarde la señora Abigail salía de allá confortada, aunque sin ninguna esperanza. Ya en la calle recordó que aquel día era sábado, y que por lo tanto su madre dormiría hasta un poquito más tarde. El tamalero ya habría pasado por allí y no la habría encontrado. Rogó porque no se le hubiera ocurrido tocar el timbre. Por eso, compró sus tamales de chancho en cuanto pudo y se fue hacia la casa. A esa misma hora había muerto Lauro, hacía tantos años, y no supo acertar con las oraciones. Durante todo el día había estado esperando las cinco y media, como siempre, con el pensamiento en San Judas Tadeo, para acordarse de él, y sin embargo, cuando llegó ella estaba en otra. Parece que estás mejor del estómago, no has ido al baño en todo el día, le había recordado su madre. Así es, respondió, tan lacónica como siempre. Durante semanas tuvo que fingir una barriga descompuesta para poder tomarse la libertad de vigilar el racimo que le crecía reptando por la axila y el pecho. El último comentario de la vieja le trajo a la memoria la escena de aquella mañana. Mejor si te preparas ya para ir a la iglesia. Media hora después las dos bajaban del carro a las puertas de la parroquia. No es que vivieran muy lejos, precisamente. Desde lo alto de la escalinata, al borde de la entrada principal de la iglesia, se veía por fiestas patrias la punta de la bandera que ponían siempre en la azotea. Apenas cinco cuadras, un mal paseo, las separaban de su visita diaria allá, pero San Miguel se había llenado en los últimos años de mototaxis y era preferible tomar un carro a no saber cuándo cruzar la pista. La vieja, al
  • 31. 31 notar su vacilación, le apretó el brazo con fuerza, permitiéndole así la entrada. Hoy me siento amable, te sentarás conmigo. Anunció condescendiente. Poco a poco las primeras bancas se fueron ocupando. Era temprano. Al ser sábado convenía comenzar un poco antes, para que diera tiempo a terminar con aquella profusión de advocaciones, muchas de ellas inventadas por la devoción de las viejitas, ante el estupor del párroco, que escuchaba a medias desde el confesionario desierto. Luego habría matrimonio, solo eso podría explicar los afanes acelerados del sacristán con los adornos florales. Abigail no pudo evitar una pequeña turbación, se acordó entonces de Lauro. Al regreso, la vieja estaba más molesta que de costumbre. Cualquier atisbo de beatitud en su mirada fue borrado al bajar del taxi, al verse obligada a tener que pagar dos soles, y no el sol cincuenta que llevaban pagando desde que tomaran por primera vez un carro para acercarse hasta la iglesia. Los tiempos están cambiando, se excusó el taxista. Ustedes los hacen cambiar, por su conveniencia, cuando y para lo que quieren. Sentenció ella. Abigail, algo avergonzada, tiraba de su brazo para que saliera de una vez del carro. En casa la anciana rugía con furia, encadenando un reproche con otro. ¿Por qué sonreírle así al taxista?, ¿tanta lástima da esta vieja?; ¿y tú, te creerás una jovencita? Mientras, ella iba cambiándole de ropa. Deshaciéndole su moño generaba una cascada de canas por el hombro con una roca vacía y pulida, con el cráneo pelado en el centro. A los noventa años no se le podía pedir más a aquella cabeza, pensaba. Pensó también que a aquel corazón nunca se le pudo
  • 32. 32 pedir nada y que por eso había tenido que huir con Lauro, una noche. Se habían llegado a casar en la capilla de su pueblo, pues gracias a Dios su llegada coincidió con la de un padrecito que pasaba por aquellos cerros tres o cuatro veces al año. Al regresar a San Miguel, cargados de bendiciones de toda la familia de su hombre, ya en la carretera, el camión hizo una extraña maniobra, queriendo esquivar un caballo que surgió de la nada, y terminó volcando contra la ladera. Todo el cargamento de papas sobre el que los dos enamorados esposos viajaban, la única forma de salir de la sierra en aquellos tiempos, se vino contra ellos. Al intentar protegerla con su cuerpo, Lauro murió, con la cabeza y el pecho aprisionados entre kilos y kilos de papa. Quedó tan destrozado por dentro que la sangre le salía hasta por esos huequitos maravillosos que tenía al lado de sus ojos, de donde habían manado lágrimas de ilusión el día anterior, cuando le dijo que creía que esperaba un hijo suyo. También por los oídos, por la boca, por todas partes se le fue escapando la vida, de tal modo que cuando quisieron enterrarlo al lado de la trocha por la que debía haber bajado el camión, el saco que le sirvió de ataúd parecía contener maderas y tierra reseca. Esa fue al menos la sensación que tuvieron los cachaquitos que fueron a arreglar el desaguisado del accidente. Abigail fue dejada por los soldados a la entrada de la ciudad, no muy lejos de su casa, al otro lado del puente, y durante dos o tres meses que para ella parecieron años deambuló de allá para acá y de acá para allá, con la esperanza de encontrar en esos paseos las palabras precisas con las que obtener el perdón que nunca llegaría de su madre. Al final, cuando un terrible dolor de huesos y una debilidad que no era de este mundo ocuparon todo su cuerpo se dio cuenta de que el
  • 33. 33 niño que albergaba le estaba consumiendo las entrañas, porque en realidad llevaba mucho tiempo sin comer nada serio y la panza denunciaba que ella podría estar cada vez más delgada, pero aquello no paraba de crecer por dentro. Su única esperanza sería ver cómo ese niño crecía y cómo poco a poco se iría pareciendo a su padre. Aquella ilusión le fue también arrebatada. Entró a la casa materna muda de dolor, de vergüenza y de fiebre. Tanto tiempo buscando las palabras secretas, la contraseña hacia su misericordia para que al final todo quedara en nada, en un orgullo vencido y otro engrandecido, en una sombra delirante de vergüenza y la otra de odio. Aquellos meses de abandono por las calles de la ciudad no solo hicieron mella en su salud, sino que fueron minando también la del bebe, que no llegaría a nacer vivo. Las fiebres se acabaron el día que sintió algo viscoso y húmedo resbalando por sus muslos. Una especie de bolsa de esperanzas rotas dimitía pidiendo disculpas por no haber sabido aguantar unos meses más. Dos semanas más tarde ella ya estaba sana, si bien con miedo de salir de la cama y sentir entonces todos los desprecios a los que, por muy cotidianos que fueran, nunca llegaría a acostumbrarse. Cada vez que levantaba su mirada veía en los ojos de su madre un rencor vivo que lo regaba todo de ira, por lo que decidió mirar siempre hacia abajo, a no ser que estuviera segura de que la vieja no anduviera por allá. Con el tiempo, ya no pudo asegurar de qué color era el pelo de su madre, pues no la miraba más allá de un pecho henchido de ironías y sarcasmos. La vieja, por su parte, de escucharla al otro lado de la puerta o por un teléfono que nunca sonaba, ya no reconocería la voz de su hija. Eso no ocurriría tan fácilmente, pues apenas permitía que se separase de ella, salvo las más de las veces cuando entraba en la iglesia. Buscando
  • 34. 34 evitar que los vituperios salieran de esa boca infectada, Abigail puso el silencio como precio a su tranquilidad, pese a que cada vez fuera menos necesario que ella dijera nada. La cólera anciana reverdecía igual; de aquella boca desmuelada salía una voz ronca, como del fondo de la tierra. ¿Acaso estabas flirteando con el taxista?, ¿qué ocurre, te recordaba a tu cholo? Fue entonces cuando comenzó la cotidiana batería de reproches. Abigail seguía recordando a Lauro todos los días, también recordaba sus deseos pasados de verlo todas las madrugadas desde la ventana que daba a la calle, cuando hacía ya más de cincuenta años le dejara algún regalito, camino de su trabajo en el mercado. Una flor que él recogía de ventanas ajenas las más de las veces, un lazo que nunca supo muy bien de dónde sacaba, una nota cariñosa escrita con letra infantil y mascullada en la noche anterior, en la que el pobre Lauro pensaba que ahora sí, que por fin, que aquélla sería la última noche que pasaría lejos de Abigail. Todo empezó como de la nada, en una kermés de la parroquia. Ella ayudaba a su madre con los anticuchos y él pasaba por ahí perdiendo el tiempo, gastando lo que quedaba del día. Su madre no se dio cuenta, pero ella supo que aquella noche Lauro habría tenido problemas para dormir por la cantidad de anticuchos que se había comido. Ocho, diez, doce palitos, todo lo que fuera necesario para ver cómo unas manos de seda le acercaban un platito con los trozos de corazón de res empalado. Así se sentía él mismo. Al día siguiente, Abigail abrió como siempre la ventana de la sala, bien de mañanita, para orear la casa. Más tarde no se podía abrir, pues las miradas chismosas de los paseantes importunaban el celo irrestricto de su madre, y
  • 35. 35 además por aquella ventana se colarían todos los ruidos de la ciudad, el calor, los zancudos. No le costó adivinar que se trataba de él cuando, enrollado en uno de los palitos de anticucho que ella había servido a cientos el día anterior un lacito dorado le advertía de lo que en las matinés sabatinas ella escuchó de niña, cuando aún vivía su padre, por boca de los actores mexicanos, que ella era «su admiración más profunda». A las dos semanas a Lauro ya se le habían agotado las provisiones de palitos, aunque no su dolor por no encontrar otro medio con el cual comunicarse con ella que no fuera el de dejar avisos cotidianos y regalitos al pie de un geranio. Por supuesto, su madre nunca estaría de acuerdo. Se imaginaba su cara, aquellos gestos, aquellas palabras resonaban en sus oídos como si de verdad hubieran sido pronunciadas. «Un advenedizo, un vendedor de cosas usadas, un cholo glotón, amante de la carne», y expresiones de peor calaña e intención saldrían de aquella boca. Lauro no conocía su voz, con las justas él sabía su nombre porque se le escapó en una de las primeras notas de agradecimiento, que se aprestaba a colocar levantándose y caminando de puntillas a las cinco de la mañana, antes de que él pasara, aun a riesgo de que fuera otro quien las recogiera. Su madre, por lo demás, sospechaba algo. De dónde sacaba aquella niña tantos lacitos, cuando hacía tanto tiempo que ella no le compraba ninguno. De qué tantas florecitas se escapaban de sus pocos libros, dejadas allá a disecar, y sobre todo, el recuerdo de quién se pretendía guardar así, para siempre. Un día, después de haber estudiado metódicamente los movimientos de su hija en la oscuridad, lo vio todo claro. Abigail se había levantado algo antes de que saliera el sol, cruzado toda la casa hasta llegar a la ventana y dejado un
  • 36. 36 papelito clavado con amor, al tiempo que suspiraba por encuentros furtivos que ella no estaba dispuesta a permitir. Esperó a que pasaran diez minutos, suponiendo que en aquel tiempo el corazón acelerado de su hija habría sosegado su pulso y el sueño la habría vencido por fin. Abrió la ventana y lo descubrió: «Lauro, contigo pan y cebolla». No entendía muy bien el sentido de aquella frase, de tan modestos gustos culinarios. No obstante, intuyó un ofrecimiento a algo arriesgado y definitivo. Ella la borró y la cambió por otra, «cholo, contigo queso con choclo», con la esperanza de que lo entendiera como un desaire y con la seguridad de que el mundo se empezó a torcer cuando los cholos aprendieron a leer. Todavía quedaban en San Miguel familias de pro, de aquellas por las que solo la sangre de dignos apellidos corría por las venas, envueltas en pieles blancas y pecosas, con las que poder aclarar en algo la piel más bien trigueña de su Abigail, mala herencia de su padre. Pero no, un cholo pobre y retaco, vendedor de fierros, tal como después se enteraría por ahí, tenía que ser el único pretendiente de su hija. Maldijo el día en que ese hombre, corto de estatura y para ella además, de entendederas, entendió la frase suplantada como una declaración de principios, una disposición a vivir del calor del amor aun en el frío de su pobreza compartida. Que la letra pareciera algo diferente a la de todas las anteriores le trajo sin cuidado. No por ello sospechaba que el amor desprendido de su tinta fuera menos auténtico. ¿Cómo supo ella de la emoción que sentía al comer su choclo con queso en el mercado, recordando la niñez feliz en su pueblo, rodeado de campos de maíz, a donde no había podido regresar desde entonces? Sin duda, aquello era verdadero amor. «Dame tiempo», le respondió inmediatamente, con la nota
  • 37. 37 suplantadora apretada en la otra mano, «y todo el mundo será de choclo y de quesillo para nosotros». De todo aquello habían pasado ya cincuenta años, un tiempo que Abigail recordó como el más feliz de su vida, quizás porque la creía llena. Una noche su madre barruntó que ella se había levantado antes de lo habitual, y que además hacía más ruido porque no iba descalza como en las noches anteriores. Aquellos pasos le recordaban los pies ligeros de su hija cuando los domingos salían a misa o eran invitadas a tomar lonche en la casa de algún familiar. Hacía también más ruido aún al abrir la ventana, y el frío que se colaba en la casa, por mucho que se estuvieran acercando al verano, era mayor. ¿Sería la puerta y no la ventana lo que habría abierto? Se levantó de la cama y salió de su dormitorio con el tiempo suficiente para ver cómo su hija cerraba la puerta la casa. Al otro lado de las lunas se transparentaba un bulto enorme, una maleta, una caja, o algo así. Cuando la abrió solo llegó a ver a su hija y a ese cholo abrazados en la parte trasera de un camión, demasiado lejos para llamar su atención. Meses más tarde Abigail regresaría, llorando de pena y de rabia por su mala suerte. ¿Y el queso?, ¿se puede saber dónde está el queso? No supo articular palabra. Llevaba meses sin sentir la necesidad de dirigirle la palabra, así que no entendía por qué debería hacerlo entonces, por un pedazo de queso fresco que la madre no encontraba en la cocina. Te dije que compraras queso, y pensaba que esta mañana habías salido temprano para hacerlo. Le recordó a su hija. ¿Acaso quieres matarme de hambre?, ya sabes que el doctor me dijo que no cenara otra cosa. ¡Increíble!, siguió, ¿acaso no te recogí yo de la calle cuando te dejó ese cholo por otra?
  • 38. 38 Abigail comenzó a recordar. Cuando estaba esperando a que el médico llegara a la posta ella llevaba una bolsa blanca, algo pastosa, fría al tacto, en sus manos. Debía de ser el queso. Al salir de allá ya no sentía nada de aquello, y llegó a la casa con unos tamales no más. En un instante se acordó de la cara del médico y se lo imaginó al final de la mañana extrañado de encontrar, entre todos los papeles, recetas, calendarios, pastillas y artilugios que ocupaban la mesa de su consultorio, una bolsa con medio kilo de queso fresco. Su pasmo hizo nacer en ella una sonrisa que con las justas logró abortar antes de que asomara por sus labios. Su madre, al adivinar el gesto furtivo, no pudo más de indignación y duplicó sus reproches, otra vez, llegando a maldecir el día en que le abrió la puerta hacía cincuenta años, el día en que se escapó, hasta llegar al día en que nació. Abigail no pudo más. Simplemente no pudo más. Se acordó de las palabras del doctor, «es cáncer y está muy avanzado. Morirá pronto», y pensó que quizás ese pronto fuera mañana, o al día siguiente y por eso salió fortalecida del consultorio. Hizo recuento, no solo de ese día, sino, expandiéndose, como las olas de una charca surgidas de una pedrada, de todos aquellos de los que tenía memoria. En todos, y en especial desde hacía cincuenta años, lo que quedaba cada día al acostarse era una indignación y una ira que su natural inclinación a la insignificancia supo reducir a un pedacito de tierra, del tamaño de un grano de arroz. Al juntar cada uno de esos granitos aquello se fue convirtiendo en una gran montaña y desde arriba veía a su madre como lo que el tiempo y la amargura habían convertido, una anciana insignificante, fanática del queso fresco y necesitada de su misma violencia para poder durar más allá de cada noche. Desde esa altura lanzó un puñetazo en la mesa, con tal fuerza que los platos vacíos que
  • 39. 39 esperaban un queso que jamás llegaría, los vasos sin servir, la jarra de limonada amarga y un rosario abandonado que le ayudaba a recordar, cuenta a cuenta, los dolores de su vida, saltaron todos a una. ¡Carajo, madre, me muero. Tengo cáncer y me muero! ¿Y sabe? ¡Tengo ganas de morirme en paz! Exclamó Abigail, reconcentrando en esas pocas palabras, por una vez en la vida, aunque fuera una sola vez, el hartazgo de la opresión. Cuando se serenó y bajó la mirada luego del grito liberador la madre lloraba, aterrada, su incomprensión en el dormitorio. Abrió la puerta de la calle y notó que era parte de aquello invisible que mecía las ramas secas de los algarrobos, mientras sentía que su cuerpo no pesaba más que el aire, que una pluma, que una mota de polvo, que una brizna de nada. (2006)
  • 40. 40
  • 41. 41 El pacazo3 Me habían dicho que era sencillo, que no me apurara. Sacar al bebe al parque, que tomara el sol, que nada malo me iba a pasar. Mi hermana tenía que viajar, y entre ella y mi madre, y la señora después, me convencieron para aceptar ese trabajito. Yo estaba sin chamba. No tenía nada desde que cerraron el taller, y ya iba por los cinco meses. Habían descubierto a mis jefes vendiendo ropa falsa, de marca, en el mercado, como si fueran americanos, cuando salían de estas manos, bueno, de mis manos y también de la ayuda de la máquina, que era buenaza. Sí, me había quedado sin trabajo, como muchos otros que andan pateando latas por la ciudad, y no tenía nada que hacer. Por eso fue que mi hermana me dijo que no me preocupara, que nada me podría pasar cuidando el bebe. El bebe dormía todo el día, era tranquilazo, y si se despierta no suele llorar, y si se despierta y llora es que tiene hambre, y si se despierta y llora y es porque tiene hambre entonces ahí en el bolso la seño te habrá dejado, en uno de esos bolsillitos, la mamadera. Tú se la das hasta que deje de llorar y así pasas la mañana tan ricamente. Tú no estarás sola, me había dicho mi hermana. Toda esa zona es nueva, me había dicho también, y habemos un montón de nanas cuidando bebitos, unos más chicos y otros 3 Finalista del Concurso Internacional de Cuentos “Castillo de Bellver”, 2008 (España).
  • 42. 42 más grandes. Y entonces harás amigas y seguro por ahí te sale otro trabajito y si no te sale pues da igual, habrás conocido gente y no hay problema, me decía. No señor, no. Nadie me había hablado del pacazo, y yo lo veía enorme, grande, grandazo, sobre las ramas. Y el pobre bebe y la pobre de mí estábamos debajo, esperando que nos cayera encima o mejor dicho, rogando para que no lo hiciera. Todas me habían dicho que ese trabajo era muy sencillo. Llegar a la casa de los señores; ella me ayudaría a vestir a la criatura; ponerla en el cochecito y sacarla a pasear. Mi hermana me había dicho que si llegaba al parquecito y era la única no me preocupara, que de seguro al poco tiempo irían llegando las demás. No todas entraban a las mismas horas. Unas llegaban antes, otras después. Yo debía llegar a las nueve de la mañana, pero de la casa no saldría hasta las once, o con un poco de suerte las diez, dependiendo de lo que había que limpiar. Bueno, la cuestión es que a mí me dijeron muy clarito que era bien sencillo el trabajo. Que yo llegaba, ayudaba a la señora, saludaba al señor si todavía no había salido a trabajar y entonces salía yo con el bebe. Los primeros días me dio demasiado el sol. Sí, a mí no se me nota, porque como verá usted soy bien trigueña, pero el bebe casi se me achicharró, y la seño aunque no quería que yo me diera cuenta se enfadó conmigo, y bien feo. Ese día ni me dio de almorzar, y hasta las ocho de la noche que yo llegué a mi casa me la pasé con dos aceitunas y unas galletas de soda que robé en la cocina, mientras la otra preparaba la papa a la huancaína para los señores. Al bebe, de lo gringuito y delicadito que es, hasta le salieron ampollas en los bracitos y en la cara, y la punta de la nariz y las orejitas, las dos, las tenía al día siguiente como en carne viva. La señora me dijo que hiciera lo posible por que el
  • 43. 43 sol no le tocara a la criatura; y se lo juro señor que yo hice lo posible y más aún, pero no podía ponerme debajo de aquél árbol donde desde lejos había visto caer al pacazo, luego dar su saltito y encaramarse al tronco del árbol. ¿Qué prefería la señora, que el pacazo se llevara a su bebe?, ¿que le mordiera?, ¿que le hiciera algún daño ese animal? A mí me daba mucho miedo ese bicho, señor, disculpe usted, pero no podía aguantar debajo de aquel árbol, y hasta me parecía que olía extraño, como a carne muerta o no sé. Yo tenía esas cosas, esas preocupaciones, y nadie me las solucionaba. ¿Y usted me dice que si le pregunté eso a la señora? ¿Usted lo hubiera hecho?, ¿sí?, pues yo no, porque entonces seguro que la señito me dejaba sin trabajo, y con lo mal que está ahora todo para comer, y más ahora que se ha ido el Santiago, el bandido aquél que le ha hecho dos de sus tres hijos a mi hermana. Bueno, ¿quiere que le siga diciendo? Si es que sí, no me haga más preguntas, pues se me olvida lo que he de contarle. Si es que no, mejor me deja que me vaya a mi casa y santas pascuas. Como ya le iba diciendo, el primer día fue un fracaso. No sé si hacía demasiada calor, si todas recelaban de mí o si ese día libraban y nadie llegaba a trabajar en aquella calle, pero yo estaba sola, solititita, y nadie me había dicho del pacazo. Cuando llegué a casa, lo primero que hice fue preguntarle a mi mamá si mi hermana alguna vez le había contado de un pacazo o no. Ella me respondió que nunca, pero que estuviera tranquila porque sería muy mala suerte la mía que el pacazo me cayera en el cochecito. Mi gringuito terminaría todo colorado de llorar y llorar del susto que se iba a llevar el pobre. Al día siguiente nadie se acercaba al parque, y yo no sabía qué hacer, pues noté en seguida que el pacazo andaba por ahí. Me la pasé meciendo el cochecito del bebe para que se durmiera, debajo del árbol. En las tres horas que allá estuve parada todo
  • 44. 44 el rato, sin sentarme en la banca, con la mirada fija en la copa del árbol, había veces que el pacazo caía en el parque; había otras veces que caía para el lado de la pista, y yo la pasé de sobresalto en sobresalto, con el corazón en un puño. Usted me dirá que no se dice pacazo, que así dicen los cholos, que se dice iguana pero para mí es la misma vaina. Pacazo lo escuché de mi madre y pacazo lo escucharán de mí mis hijos. Siempre dicen que no hay que preocuparse, que hay zonas del río llenas de pacazos y que nunca ha pasado nada. Pues acá lo tiene, ya ve, cómo algún día habría de pasar. El segundo día, como le digo, me lo pasé solita. Bueno, no tan sola. Las nanas pasaban por ahí, comenzaron a salir de las casas con sus cochecitos. Pero parecía que todas llevaran prisa. Pasaban por la vereda con sus bebes pero ninguna se iba al parque conmigo. Pasaban y pasaban, y no hacían otra cosa que pasar. Yo solo podía decirles que buenos días por acá, buenos días por allá, aunque ninguna me debía de escuchar, porque cruzaban de lejos y no había cómo decirles que era la hermana de la Chabela y que me llamaba Carmen y que podían estarse un rato tranquilas conmigo, charlando mientras los bebes tomaban su poquito de aire y de sol. El tercer día la cosa cambió. Yo ya estaba algo preocupada por el bebe, que para mí dormía demasiado, y por las demás nanas, que no tenían demasiadas intenciones de llegarse al parquecito donde yo estaba. El bebe no se despertaba por nada del mundo; así se me atoraran las ruedas del cochecito con una rama de algarrobo que el viento de la noche hubiese dejado en mitad de la vereda, y no pudiera ni avanzar ni retroceder; así las metiera en un forado del camino; así perdiera el control, la falta de costumbre pues, y se me fuera a volcar. Como mucho, agitaba sus bracitos, se movía algo el bultito de sus pies y ya está, pero abrir los ojos no los abría nunca. Y mientras tanto el pacazo
  • 45. 45 con su sube y baja, baja y sube. Algunas veces se ponía sobre el muro de una casa que se quedó a medio construir. No sé cómo hacía el animal, pero se paseaba por las ramas y terminaba en ese muro, como haciendo equilibrios, figúrese, con lo torpe que es. Y el muro no es sencillo. ¿Qué por qué lo digo?, bueno, porque el dueño, para que nadie invada esa casa y se la quede en su propiedad puso botellas rotas pegadas con cemento en el borde, y no hay manera de echar la mano porque entonces te cortas. Pero al pacazo le da igual. Y yo que pensaba que tenía el vientre blando e hinchado como un globo, pero parece que no es así. Si lo sabré yo. Y ahí la pasábamos unas tres horas. La seño me dijo el primer día, toma este reloj, es para ti, no te quiero en la casa hasta las doce o la una. Mejor la una que las doce, me decía, y yo me esforzaba en cumplir sus órdenes, aburrida de mirar al árbol, o al muro, donde estaba el pacazo aquél para que no le hiciera daño a mi bebe, y tampoco a mí, claro. Al otro día, no sé si fue el siguiente o dos o tres días después, la Chabela me vino a visitar. Se extrañó mucho de verme sola en el parque, solitita como yo estaba, y me quitó miedo con el pacazo. Me dijo que no me preocupara, que esos bichos como mucho podrían con una ardilla, y que sabían que allá mandaba el hombre, o sea, yo, y que del tronco para arriba, incluido el muro con sus cristales, mandaba él. Yo me lo tomé más tranquila a partir de entonces. Como estaba sola y me gusta hablar yo le miraba hacia arriba y le decía, señor pacazo, ése es tu reino, déjeme a mí estar en el mío. El pacazo parecía que entendía y todo mis explicaciones, de lo mudito y quieto que se quedaba, y me miraba fijo desde las ramas más altas. Pero yo ya no sabía qué hacer, que nadie se venía. Así pasó una semana.
  • 46. 46 La semana siguiente fue mejor, más suave el sol, el pacazo me hizo caso y se quedó en la parte de arriba y el bebe iba espabilándose un poco, ya no dormía tanto y abría para mí solita sus enormes ojos azules; de mar, de cielo eran. Ese lunes me hice amigo del jardinero. Como la municipalidad no alcanzaba a llegarse hasta allá los dueños de esas casas pagaban a alguien para que cortara el gras, que crecía al toque, regara las plantitas y pusiera alguna flor de vez en cuando, algún arbusto, algo que le diera color al parquecito. Yo me hice amiga del señor Raúl, que con sus tijeras de podar iba taca taca, taca taca, cortando la maleza que crecía en los bordes. El señor Raúl me daba conversa, y me prometió traerme flores nuevas y alguna planta para que yo me entretuviera cuidándola. Si le daba conversa crecería mejor, me decía, y yo estaba dispuesta a hacerle caso, aunque nunca me gustaron las plantas que trajo. Por fin, cuando ya llevaba seis o siete días a esta vaina, las demás nanas empezaron a caer por allá. Yo me alegré, pues ya estaba aburrida. El señor Raúl había terminado con sus quehaceres y no regresó más. Hasta dentro de quince días o un mes no me volverá a ver, me dijo, me dio una flor y se fue. En cuanto se enteraron de que era hermana de la Chabela la cosa cambió, para mejor. Las tres o cuatro horas que me pasaba en el parquecito sola habían dejado de ser un tormento, ya no me aburría como antes, sino que los minutos y las horas volaban con la conversa. Cada cual tenía sus problemas con sus bebes, y se reían cuando les comentaba que mi bebe no daba ninguno, que para mí lo peor eran los enfados de la dueña y peor todavía, las maniobras del pacazo. Me sorprendió que algunas de ellas no hubieran reparado en aquel animal, que nos miraba con sus ojos fijos desde las ramas más bajas del castaño. Otras no le dieron importancia, y
  • 47. 47 solo la Nancy se mordió el labio hasta hacerse sangrar de preocupación, que yo la vi, aunque ella no dijera nada. Hasta a mí se me quitaron los temores y los miedos. No era lo mismo pasármela sola con mi bebe, mis pensamientos y mis ideas locas con el pacazo, con el cual ya estaba comenzando a conversar, que estar charla que te charla con gente de verdad. Ellas me aconsejaron cómo evitar que la dueña se enfadara conmigo. Las peores me decían que lo mejor era ayudarle a descubrir cómo el señor les sacaba la vuelta. Que si un papelito con una dirección en un bolsillo del pantalón, que una nota más atrevida por ahí, que en la camisa algo de carmín. Pero había que saberlo hacer. No se podía llevar la camisa con el carmín y gritar, señora, ¿qué es esto? Había que saber enseñarla y poner cara de inocente para preguntarle, señora, ¿con qué se irá esta mancha? Así la dueña se dará cuenta de que su vida no es perfecta y que no tiene porqué creerse por encima de todo el mundo. Así me buscará para que yo le encuentre más pistas y cuando termine desahogando sus penas de amores conmigo ya la tendré acá, señor, en la palma de mi mano, y esas cosas me iban diciendo. Yo creía que eso podría ocurrir hasta que llegó el día de hoy. No sé cómo pudo pasar, de verdad. La conversa se había puesto brava. Unas y otras seguían dándome consejos. Se habían ido creando como dos bandos y yo no hacía más que mirar a izquierda y derecha, a derecha e izquierda, mientras me creaba mi opinión sobre lo que decían unas y otras. En esos momentos no me fijé en el pacazo, que no lo había visto desde que el bebe y yo llegamos al parquecito. Bueno, no es del todo cierto. Antes de llegar noté que las ramas del castaño se agitaban mucho, con violencia, y algunas plumitas caían al poco tiempo solas al suelo, poquito a poco. Eran plumas de soña, eso lo sé porque por donde vivo hay muchas y la puerta
  • 48. 48 de mi casa amanece casi todos los días rodeada de plumas. Yo no he visto nada más del pacazo en todo el día. Bueno, sí señor policía, tiene usted razón, sí que lo había visto, pero fue cuando ya me retiraba a la casa de la seño, para cambiar al bebe y para darle su comidita. Me despedí de mis nuevas amigas, me fui riendo, feliz, pensando que mi hermana Chabela tenía razón, que no era tan malo el trabajo, que era tan sencillo que casi no se le podía llamar trabajo, bien fácil que era. Camino a casa, a un par de cuadras no más noté que el bulto del cochecito se movía como nunca. No lloraba ni hacía nada más y no se escuchaba nada de ahí. Ese día no había sol, el cielo estaba con su color panza de burra, estaba bien feo, y yo hasta le había preguntado a la dueña si tan necesario era salir en el día de hoy con el frío que haría en la calle. Ella me dijo que razón de más, que así el sol no le afectaría a su piel, tan blanquita y tan rosadita como tiene su carita el bebe. Yo al bebe le decía que estuviera quedito, que ya llegábamos a casa, pero no sé por qué se movía tanto, de un lado a otro, alborotándome las sábanas. En una de esas casi me hizo volcar el cochecito. Yo paré en mitad de la calle, señor, yo paré, de verdad, y entonces lo cogí con sábanas y todo, y quise acariciarlo con mi manito en la espalda, pero esa no era, no señor, esa no era su espalda, eso era otra cosa. Estaba como áspera, como una sierra cortaba, mire usted cómo sangra todavía la palma de mi mano. Entonces lo alcé para verle bien la cara y eso no era el niño, no señor, que del niño no sé nada y no sé dónde está ni dónde se ha podido meter, que yo lo alcé y vi la cara de ese bicho asqueroso que me miraba y me sacaba la lengua y todavía tenía una pluma o dos en su boca de la soña; que era el pacazo lo que yo estaba llevando toda esta mañana en el cochecito y que no sé dónde lo he podido meter, señor, al niño. Y qué me va a pasar a mí, señor oficial. Qué me va a
  • 49. 49 pasar ahora y a la señora ni la quiero mirar a la cara que me va a matar, señor policía, qué me van a hacer, señor, si yo no tengo la culpa de nada ni sé dónde puede estar el bebe, tan gringuito como era y lindo él con su pelo clarito y sus ojos de mar y cielo y no el bicho ese verde, marrón, horrible, feo, con sus ojos de culebra y su lengua llena de plumas. (2006)
  • 50. 50
  • 51. 51 Memento mori4 Cuando el reverendo rector de la catedral de Trujillo de las Españas de Ultramar llegó en su calesa a la puerta de su casa, luego de ochenta y cuatro días y ocho horas de ausencia, dio tiempo a que el polvo removido por sus caballos y por su pesado carruaje se fuera asentando. Cubriéndolo todo, la arena caía sobre las cosas como una lluvia finísima, empapando la ropa de un color mezcla de albero y ceniza. El rector, leyendo, hojeando, repasando, una vez más, cientos casi ya en su vida, decenas seguro, las confesiones agustinianas, permanecía ajeno a los trajines del interior de su casa, donde la tranquilidad de los últimos dos meses y medio había trocado en un revuelo de los que hacían época, recordado y traspasado como legado antiguo de generación en generación dentro del personal de servicio y esclavos. Media hora después su excelencia determinó descender por fin de la calesa, habiendo concluido por supuesto un capítulo, pues nada podía dejarse al desgaire de la imprudencia, ante los inhóspitos vientos de la improvisación. El zambo Sebastián que, como todos los días, estaba terminando de desplumar el ave de la cazuela en la sala de recepciones por el simple gusto que le daba un cuadro con el arcángel San Miguel en la pared del fondo, pudo transportarlo todo a la cocina, sin derramar ni una gota de la olla de ferviente agua y cogiendo al vuelo las plumas que se 4 Finalista del Concurso Internacional de Cuentos La Felguera, 2007, (España).
  • 52. 52 volaban hasta con los dientes. Si el señor rector lo viera de esta guisa, andando sin pantalones y con la camisa anudada no más, libre de las apreturas de los zapatos, aquella libertad que le tuviera prometida en sus días de mejor humor se iría al garete. En aquellos días, Sebastián era llamado por el señor rector y se le preguntaba qué haría si fuese libre. Quedarme a su servicio, mi señor. ¿Y no lo dirás para darme contento? No, usted sabe que no se trata de eso. …Sino de la pobreza en que te quedarías tú con tu libertad y todo. Te advierto que ese día llegará, y no demasiado lejos, como también para la Sebastiana, tu mujer. Este diálogo se repetía desde hacía ya diez años por lo menos en las tardes tranquilas, cuando el señor rector se daba cuenta de que su esclavo, igual que él, disfrutaba de las últimas brisas del día, de los silencios de los papagayos o de las aguas de maracuyá; y de tanto repetirse la expectación por lo preguntado y respondido no podía ser ya la misma. Nadie ponía en duda las intenciones del señor rector, rectas en todos los sentidos, sino sus posibilidades de no salir derrotado ante lo que él daba en llamar, desde el púlpito, el ambiente general de la ciudad, de sus usos y sus costumbres, que no dudarían en castigar con el rigor de sus murmullos tanto afán de justicia, esforzándose en ver donde él creía las consecuencias de un espíritu libertario un capricho libertino. No obstante, y volviendo al regreso del señor rector de la Catedral, éste era todo un acontecimiento y no solo para Sebastián. La Sebastiana tenía que recoger a los niños, sacarlos de los dormitorios del señor rector, orear la cámara y la recámara como correspondía, cambiar las sábanas, el tocuyo por las de Holanda, desnudar la madera rigorista de los
  • 53. 53 muebles, expulsando olores y desterrando las huellas de humores infantiles dejados contra toda amonestación por los chiquillos. Ya se podían ir despidiendo de aquella cama, de aquellos muebles fantasmales, que en su sobriedad y dureza de madera y lana eran preferidos a la tabla pelada de la parte del servicio. Habiendo supervisado que todo lo de los miembros de su clan estuviera bien hecho, que no quedara huella ahí ni de cristiano ni de zambo ni de indio ni de nadie, y que todo pareciera como se había dejado hacía tantos días, Sebastián expulsó el aliento de alivio, al tiempo que abría la puerta de la calesa de su dueño. Finalmente el reverendo padre don Pedro José de Valdivieso y Gurrea llegaba a aquella su morada. Mil violines parecían tocar en el aire, mientras esclavos y demás personal puesto a su servicio por los empeños del arzobispo, bien sabe él que en su modestia se hubiese contentado con los Sebastianes no más, así como con una residencia más humilde, hacían las venias y él los parabienes y todos se confundían en un toma y daca de reverencias, de pelucas al aire, de sonrisas y miradas. Terminado el protocolo de una recepción sin fin, el rector se sentó en su sala preferida, en su asiento preferido, ante su cuadro preferido, el de San Miguel, aquél que era, aunque él no supiera, el preferido asimismo de Sebastián. Al ver éste que su dueño forzaba una serie de maniobras con sus posamentos temió que ocurriera lo que en verdad ocurrió. Una pluma blanca y ligera, de pato, ¿sería de la parte del pescuezo, de la rabadilla?, pensó Sebastián, admirado fue extraída del asiento, para mayor alivio del rector. Para el de su esclavo, el dueño lo entendió como una especie de aviso propiciatorio, una buena señal, ¿tocaría hoy la suerte de la escritura las duras puertas de su imaginación?, y mientras iba leyendo una
  • 54. 54 tras otra las cartas llegadas en su ausencia, jugueteaba con la pluma, pasándola por la nariz, por las mejillas, por los labios. Tanto contento, tanta felicidad y tanta armonía no lo eran, y el señor rector lo sabía, sino vana apariencia. El contento procedía de que por fin estuviera en casa, y de haber sobrevivido a su visita pastoral a la selva. Por lo demás, las malas noticias que había ido recogiendo a su regreso se amontonaban con lo visto en las tierras y grandes ríos del oriente, y todo ello juntamente, quedaba confirmado por el contenido de las cartas que Sebastián le iba alcanzando, una a una. Entre ellas destacaba una carta escrita en San Miguel de Piura del Villar. Aunque la firma no apareciera hasta el final, percibía claramente el sentido de cada una de las palabras que allá estaban escritas, el pulso indeciso con que se habría sujetado la pluma, la tembladera inconsciente, casi palúdica, que había propiciado un gotón al margen cada vez que aquella mano la había vuelto a meter en el tintero, la escasez de recursos, la carta no había podido ser sometida a la acción de un papel secante no por descuido, sino por carecer del mismo, la desesperación, en fin. Era el esposo de su hermana, un español marcado por la deshonra de no haber podido devolver el dinero de la dote ni a los cinco ni a los diez años de haberse casado con ella y de haber unido para siempre su destino al de los Valdiviesos, protagonistas casi únicos en la última y, por ahora, más exitosa refundación de la ciudad. Las últimas noticias eran desalentadoras. No había sido suficiente la reclusión con la que se le había castigado a doña Margarita de Valdivieso y Gurrea, su única hermana, la única persona en aquel mundo de locos que compartiera su misma carne y su misma sangre. Siempre de temperamento frágil, la incapacidad de su esposo de poder hacerse cargo de la
  • 55. 55 devolución de la dote, mala suerte en los negocios, demasiado dinero invertido en un cargamento de esclavos que se perdió por el Atlántico, una maldición cuya sombra se alargaba por todo el mar uniendo uno y otro continente, le llevó a la depresión. Excesiva bilis negra corría por sus médulas, la melancolía de la que hablaban los antiguos romanos y que confirmaba el grueso tratado de Huarte de San Juan que hubo de estudiar al detalle en sus tiempos de postulante en el seminario de Quito, dominaba todo su ser. En uno de sus viajes de visita a San Miguel de Piura, que en un tiempo fueron frecuentes por la incapacidad manifiesta de su hermano político, buscó y no encontró quien pudiera arreglar aquel desaguisado, fruto de la descompensación de los humores que gobernaban los destinos del cuerpo de Margarita. Él era sanguíneo, y aquello tenía fácil solución. Una sangría de vez en cuando, cada tres o cinco meses, dependiendo de cómo se hubiera hecho la anterior, de los problemas que le acuciaran en aquella época, dejaban su cuerpo domado. Si bien al principio letárgico, luego recobraría la vitalidad y el vigor para las ocupaciones ordinarias y aún extraordinarias de su ministerio. Pero en San Miguel la bilis negra pareciera ser enfermedad común en casi todos sus habitantes. Sería el calor, el olor profundo de la algarroba fermentada a ambos lados de los caminos a la mínima llovizna, las fiebres que llegaban con los mosquitos gigantes que asolaban la ciudad y los alrededores, el cólera inoculado en los pescados que resumían gran parte de su dieta, o todo ello a la vez, pero la molicie no era pereza, no dejadez, no cuerpo derrotado ante las vicisitudes, sino todo al mismo tiempo y sobre todo, melancolía. Por eso fue necesario recluirla en el sanatorio después del nacimiento de su hija. Aquel nacimiento fue todo un suceso en la ciudad, que tuvo lugar en el mismo día, casi en el mismo instante en que su
  • 56. 56 esposo declaraba, frente al notario real enviado especialmente para la ocasión, la imposibilidad de poder devolver el monto íntegro de la dote, ni tan siquiera en su décima parte. Don Pedro José de Valdivieso y Gurrea estuvo, como corresponde, comedido, y prefirió no sentar denuncia ante el juez ni ante el corregidor. Era un asunto de familia, determinó, y esto se solucionará o bien dentro de la familia o al interior de mi conciencia. In dubio pro reo, sentenció en su pensamiento, y después de darle una palmada en la espalda a su cuñado, no quiso perder la ocasión de humillar a quien mancillase su sangre, los dos volvieron a la casa, donde, entre dolor y dolor doña Margarita sacaba de sus entrañas a Carmencita. Su cuerpo robusto, de alrededor de diez libras, fue decayendo enseguida. Como si a ella le hubiese afectado la crisis melancólica general de toda la ciudad nada más percibir su olor, dejó de comer de la leche de su madre, despreció la de la criada traída ex profeso de Cajamarca, famoso era ya el jugo lácteo de sus seres femeniles, más ya que las leyendas del cuarto del rescate, de las cabras que aún quedaban en el menguado rebaño de su cuñado, y aun la chicha con que las madres del lugar alimentaban a sus hijos para mitigar el dolor de los primeros dientes. Carmencita se fue borrando de la vida en cuanto vio la cara de su padre, concluyó el rector de la catedral de Trujillo, y aunque este pensamiento fuera mencionado entre los bisbiseos del confesionario ante su director espiritual, no quedaba por eso desterrado. La solución, sin duda, vino desde lo alto, pues las oraciones del rector y de todos sus fieles en la catedral de Trujillo, además de la fuerza de los huevos de chilalo que anidaban en las ramas superiores de los algarrobos de la hacienda familiar, fueron menguando su inapetencia hasta el momento en que salieron
  • 57. 57 dientes de aquella boca mortecina y pudo comer algo de mayor sustancia. Pues bien, la carta escrita en mal castellano por uno de los peores ejemplares de españoles que habían llegado a la ciudad que a él vio nacer, le pedía se hiciera cargo de su hija. La pobreza había entrado a su casa familiar, mal custodiada por la ineptitud natural de aquél a quien había elegido como esposo de su hermana, por la puerta que había dejado abierta Margarita en su fuga en dirección desconocida. Unos decían que sus rubios cabellos habíanse vistos en Loja, al sur de la capitanía de Quito, otros que en la selva del oriente, otros tantos que en la Ciudad de los Reyes, dando como resultado una cuarta coronación de Lima en la zona prostibular de sus arrabales. Al llegar a ese punto de la carta don Pedro José se quitó sus quevedos y el aire se convirtió en algo espeso que opacaba el orbe entero a su alrededor. Las aguas del papel epistolar habían dibujado el cuerpo de una bella mujer. Era su hermana, hermoseada por su imaginación, que había sumado los excesivos atributos de las mujeres que había visto en su última expedición pastoral a la selva. Toda una reina de Saba ante los ojos de tantos y tantos reyes Salomones de cartón. Ciego, aislado sin sus quevedos, su imaginación perdía fuerza y todo era sombra, polvo, humo, nada. Que a él le tuviera que ocurrir todo aquello en sus últimos días, era una carga soberana, excesiva. En fin, dispuso someterse a una sangría aquella misma tarde, antes de que el sonido de su corazón acelerado por el escarnio ajeno y la preocupación propia le impidiese conciliar el sueño. Dispuso también escribir de su puño y letra, no quería que su amanuense particular, el zambo Sebastián, se enterara de las barbaries acaecidas en el seno de su clan, cartas
  • 58. 58 a todos los rectores generales de las catedrales e iglesias matrices del virreynato, para poder recabar información solvente y sincera sobre su hermana. Escaparía así de unos rumores que seguramente ya habrían llegado a Trujillo. Dispuso, por último, pensar qué hacer con su sobrina. ¿Era asunto suyo la malacrianza de Carmencita?, ¿querría Jorge Urrutia de Benzagoa quitarse a su hija de encima, inventarse la muerte de Margarita y contraer nuevas nupcias? ¿En otra ciudad? Sí, debería ser en otra ciudad, pues la mala fama, la trasformación de su casa en el imperio del caos la arrastraría para siempre en la tierra del Villar. Llévenme el almuerzo a mi cámara, dispuso, por fin, y no olvide, Sebastián, mi juego de escritorio. Por supuesto, concluyó antes de que él dijera nada, no permita visitas de nadie. Diez minutos después el reverendo padre estaba en sus habitaciones. En una mesilla, para la ocasión, humeaba el arroz con pato. El mismo animal que había sido desplumado en su trono de rector, en la sala de recepción, ahora humeaba verde por el culantro, rodeado de un arroz más verde todavía. En el otro extremo del dormitorio, alejado de su cama, monástica en su modestia, estaban la resma de papel epistolar, el tintero lleno y la pluma afilada. Mientras observaba retirarse a Sebastián, con gran diligencia pensó en la libertad que no tenía. Hubiera querido morirse rodeado de personas libres, que estuvieran con él hasta el final no por constar sus nombres en varios títulos de propiedad, sino por su propia y segura voluntad. Si no lo había hecho era por seguir las indicaciones de sus superiores, y sobre todo, para evitar el escándalo. Su figura en la catedral era tan importante, destacaba por sobre todos los demás, incluido el arzobispo, y su autoridad era tal en aquellos tiempos, que haber liberado a uno solo de sus
  • 59. 59 esclavos hubiera supuesto una exigencia para el resto del clero y demás bonhomía. El escándalo no venía solo de aquello, de inducir a los demás a hacer un bien que nunca hubieran deseado hacer, sino más bien como una pérdida irreparable. Procedía de la enfermedad de la corte, que había sido contagiada a todos los pobladores, convertidos así por arte de maldad en cortesanos. El chisme. Ese era el asunto. El chisme hubiera creado lazos afectivos exagerados entre Sebastián y él, o más aún, concupiscentes uniones con Sebastiana, cuyo pago hubiera sido, todo era precio, todo venalidad, la libertad de ella y de su marido. Comentarios que pasaban de boca en boca, cartas anónimas que no se sabía de dónde procedían, reuniones secretas en los soportales de las plazas de armas, en los enrejados de las celosías de los balcones de toda la ciudad, hasta en las naves laterales, alejadas del púlpito, de su amada catedral. Una anónima, e hipócrita, indignación lo cubría todo y una vez más la vista del rector se empezó a nublar. ¿Y qué pasaría con Carmencita, que llevaba además sus apellidos?, ¿qué con sus viajes secretos a San Miguel de Piura?, ¿qué con sus ausencias y sus desvelos? Muchas preguntas y una sola respuesta. La carta enviada por aquel español usurpador de honras, falso en su palabra y haragán en sus costumbres temblaba en la mesa, movida por la brisa del atardecer, pero sobre todo por la duda y la indignación con que los duros ojos del rector catedralicio la miraban, como habría temblado también la mano de quien se dignó a semejante solicitud. Se sintió viejo, cansado, perdido, exhausto. Un leve dolor, romo e insignificante fue adueñándose de su hombro derecho, y un calambre le recorrió sin sutilezas toda la extremidad hasta la punta del dedo índice con que dirigía la pluma de sus solicitudes, como si con una daga se le hubiera desgarrado el pecho. El aire salía de su boca
  • 60. 60 a borbotones, y una saliva espesa pugnaba por resbalarse de la comisura de los labios. Se sintió pesado y torpe, y tuvo miedo. Dejó de escribir por media hora, pasándose los dedos por los ojos, por la cabeza, jugando con su escaso cabello, mesándose una barba descuidada por el cansancio de un viaje demasiado largo. Aquella tarde no recibió a nadie. Sebastián lo sorprendía escribiendo y escribiendo sin parar. Te he de dar al final del día unos documentos que deseo lleves corriendo al notario real de la ciudad. Así se hará, señor. Respondió sin comprender muy bien qué estaba pasando ahí. Y las frases comenzaron a salir como ríos de todos los colores, espesos y tibios, rojos, amarillos, blancos y negros. El reverendo padre don Pedro José de Valdivieso y Gurrea, natural de San Miguel de Piura del Villar y rector de la catedral de Trujillo de las Españas de Ultramar comprendió muy bien que era la hora de resolver todo aquello que se había dejado para el final de sus días. Contra la muerte nada podía, ni siquiera el chisme. Dispuso entonces la libertad de Sebastián y de Sebastiana, decisión tomada el mismo día en que los comprara recién llegados de Panamá, juntos porque en su lengua torcida que nunca olvidaron le hicieron ver que el día que se separaran la tierra se abriría en dos y todo desaparecería. Dispuso aceptar la patria potestad de Carmencita, explicando a su pesar la afición de Margarita por la vida arrabalera. Dispuso por último lo que había decidido hacía ya tantos años. Su cuerpo sería velado por Sebastián y Sebastiana, y nadie más, a no ser por Carmencita. La cámara se vería custodiada por cuatro soldados, y otros cuatro harían guardia a la entrada de la casa. El funeral al amanecer, el entierro en la catedral, en el lugar consabido. Tenía derecho a
  • 61. 61 morar para siempre debajo del lugar al que había consagrado su vida. Ese mismo día se harían cien misas a la misma hora, en las cien capillas, oratorios, altares consagrados, ermitas, templos mayores y menores, santuarios, catedrales e iglesias matrices más cercanas a ésta su catedral de Trujillo. Esperaba más celebrantes que público en general. Quien bien le hubiese querido encontraría consuelo en la oración y en su recuerdo, pero a quien le quiso mal no daría pábulo alguno para el chisme, el comentario, la chanza sobre sus despojos, sobre sus riquezas o sus miserias, tan propias entre la gente del lugar que entendía los velatorios como entretenimiento de los vivos, motivo para chanzas contra el cadáver, comparándolos con otros recién enterrados y mofándose en su ignorancia de los primeros síntomas de descomposición, feas costumbres que, en fin, tanta indignación habían sembrado en su pensamiento, sabedor de que un día, como a todos, le tocaría pasar por ese trance. Horas después, Sebastián se lo leyó todo, palabra por palabra a su mujer, con la voz quebrada e insegura, como si estuviera recitando un ensalmo mágico, y garabateó ahí con mano firme y dedos apretados, seguro de lo que hacía, apoyado en la mesa de la cocina y en la certeza que solo da el tiempo esperado, una rúbrica que se sabía de memoria, ayudando a terminar así el documento, aquello que un infarto poco sorprendente, casi un accidente más al final del camino, había impedido culminar. (2006)
  • 62. 62
  • 63. 63 Un rompecabezas de cinco mil piezas Hoy es un día de esos que demuestran que la vida es una sucesión de anhelos perseguidos por idiotas, tanto como de deseos que oscuramente convierte en idiotas a quienes los consiguieron. Ya lo decía mi viejo, al que tan poco caso le hacíamos todos, aquello de ten cuidado con lo que deseas, no vayas a conseguirlo. Quise tranquilidad, y la tuve. Busqué la soledad como remedio a mis propias confusiones, y di en el desamparo en el que me hallo. En fin, será necesario hacer un recuento de todo lo ocurrido de un año a esta parte, no tanto para rastrear las claves que rigen la oscuridad en que me encuentro, sino para certificar una vez más lo único que sé, que no hay mayor laberinto que la vida misma y que el pensamiento se comporta a veces como una brújula loca, borracha y caprichosa. Nuestra llegada a la parte vieja de la ciudad fue el resultado de un cúmulo de necesidades. Yo había pedido un año sabático en la oficina. En realidad, en los últimos años había notado que me iba quemando de a poquitos, como un gran cigarro, que la jornada laboral me sorbía a puchitos y que de mí quedaba cada vez menos. Al principio pensé que no era necesario, pero cuando el médico nos comentó que tal vez fuese esa la mejor opción, acepté sin rechistar. La licencia fue completa, y esto supuso también negarme a recibir encargos de contador por libre, para los negociantes del mercado o para las
  • 64. 64 bodegas que rodeaban la casa en la que habíamos vivido hasta entonces, en la parte alta. En esa situación, el sueldo de Ana resultaba insuficiente, y para amortiguar en lo posible la pérdida momentánea del trabajo decidimos cambiar de casa. San Miguel no es una ciudad muy grande, es fácil llegar de un sitio a otro y sin querer, se vaya por donde se vaya, uno encuentra las mismas caras todos los días, pues todos nos movemos en espacios comunes, desde la visita al mercado las mañanas de los domingos para hacer la compra semanal hasta la también dominical idea del helado después de la misa de la tarde; desde el restaurante del cebichito del sábado al mediodía hasta las mismas canchas de barrio de las pichanguitas de fulbito. Por eso, no temimos que nuestros hijos cambiaran de amistades ni que a nosotros nos fuera más difícil mantener las relaciones que hasta entonces habíamos tenido. La mudanza se hizo en verano, justo después de año nuevo, para que así los chicos tuvieran al menos un par de meses antes del comienzo de las clases para acostumbrarse a su nueva ubicación en la ciudad. Estudiarían en el mismo colegio, por lo demás. No llegarían a él caminando, es cierto, sino después de un laberíntico recorrido en combi por todas las calles del centro. No fue fácil encontrar un lugar nuevo para vivir. Pasamos dos meses haciendo llamadas por teléfono, leyendo con avidez todos los periódicos locales, prestando atención a cualquier comentario que recogíamos de la calle, hasta que por fin un amigo nos dijo que otro amigo más había escuchado que un primo suyo había oído que por fin se había puesto en alquiler un departamento en la cuadra seis de la Arequipa. Se trataba de una de las zonas más estrechas de una de las calles más largas del centro, pues en sus extremos abarcaba la ciudad toda de cabo a rabo. Ahí estaba, toda una tercera planta para
  • 65. 65 nosotros cuatro, situada en frente de otro edificio de departamentos y oficinas. Su bajo precio compensaba otros inconvenientes. Tendremos que poner cortinas en toditas las ventanas, comentó Ana resignada, si quieres seguir andando casi calato por la casa como has hecho toda tu vida. En cuanto los chicos comenzaron el colegio, la vida cotidiana tendió sobre nosotros un velo de monotonía que en seguida se nos hizo familiar, y muy poco a poco nuestra vida en los barrios altos de la periferia nos quedó lejana, algo intangible y apenas demostrable, dudosa al fin. Ana se iba a la oficina todas las mañanas y yo me encerraba en un estudio improvisado, sobre una silla, frente a una mesa igual de improvisada hecha con unas cajas de cartón llenas de papeles importantes que el tiempo nos ha enseñado que no lo eran tanto y que aún hoy estarán como llegaron. Yo me pasaba la mañana alejado de la ruidosa actividad de la señora Consuelo, perdida entre ollas en la cocina y trapos de todos los colores, formas y funciones, pensando en mis cosas, leyendo los periódicos y escuchando puntualmente las noticias a cada hora, por la radio, aunque todas se repitieran. El resultado de tanta inactividad era una cara de pasmoso aburrimiento mostrada con descaro a Ana, a su regreso, y una cierta tristeza cuando nuestros dos hijos volvían del colegio. Tendrás que hacer algo, dijo Ana, mientras almor- zábamos. No puedes pasarla así todos los días, se te va a secar la cabeza. Y no le faltaba razón. Pero, ¿qué hacer? Y, sobre todo, ¿por qué hacerlo?, ¿por dónde empezar? A la semana siguiente Ana apareció con una cajota de regulares dimensiones. Se trataba de un rompecabezas que se había hecho llegar de Lima,
  • 66. 66 encargado a uno de sus jefes. En la tapa aparecía la última cena de Leonardo da Vinci y una cifra exagerada que yo todavía sigo sin creerme: 5000. Se suponía que era el número de sus piezas, minúsculas. A partir de entonces todas las mañanas alternaba la lectura de los periódicos con los vanos intentos de encontrar las esquinas, los bordes de aquel maremágnum de piezas infinitas, caprichosamente roturadas. Vivir en el centro de San Miguel tiene sus ventajas. De día es imposible sentirse solo. Uno podría aburrirse, si bien a cada momento hay señales de que el mundo está poblado y por momentos indicios de que lo está hasta excesivamente. Siempre hay gente por la calle, con sus bolsas de un lugar a otro, con sus papeles, con sus historias y sus preocupaciones. A cada rato pasa alguien que vende fruta, algún gasfitero o un electricista que va tanteando qué casa puede tener problemas. Poco a poco nuestros oídos empezaron a obviar esos sonidos, aceptados como la música de fondo de lo cotidiano. No obstante, todo cambia por la noche. Los edificios del centro muchas veces se encuentran vacíos. Negocios que cerraron, oficinas por las que nadie pasa durante semanas o meses. Son también proverbiales los problemas de presión de agua de esta parte de la ciudad, los continuos apagones generales y demás inconvenientes. Todo eso hace que poca gente se anime a vivir por su propia voluntad acá, y los dueños desisten hasta de poner avisos. La noche convierte al centro en una ciudad fantasmal, tan distinta a su versión de día. Sin ir más lejos, en nuestro propio edificio, salvo la mueblería de los bajos, el gimnasio del segundo y nosotros, los demás departamentos estaban vacíos gran parte del año. Otro tanto
  • 67. 67 solía ocurrir con los que teníamos enfrente. Yo solía aguaitar alguna vez desde mi estudio, entre pieza y pieza del rompecabezas. La calle era tan estrecha que resultaba imposible no darse cuenta. Por eso, cuando ellos ocuparon el departamento que estaba al otro lado de la pista, a nuestra misma altura, un océano de novedades se abrió para mí. Parece que ha llegado alguien, señor. Anunció Consuelo trayendo la buena nueva. A partir de ahora deberemos estar más atentos con las cortinas. No me había dado cuenta, disimulé, como pude, y seguí con mis piezas, mientras me imagina a Consuelo pensando en el pobre hombre en que me había convertido, jugando a cosas de niños toda la mañana. Recuerdo perfectamente el día en que él llegó porque fue justo después de encontrar la bolsita de la plata de Judas. Me causó tan buena impresión el hallazgo que mi ánimo aumentó y recobré por fin la esperanza de poder terminar con un rompecabezas en el que hasta hace unas horas me he afanado. Era algo más bajo que una persona normal, con el pelo muy negro y muy pegado a la cabeza. Algo moreno y barrigudo, iba dando indicaciones a diestro y siniestro sobre qué lugar debería ocupar cada una de las cosas. De ella no supimos hasta tres semanas después. Se veía claramente que no estaba dispuesta a pisar el departamento hasta que todo estuviera instalado y cada cosa en su lugar. La mudanza general ocupó dos días. Al tercero, cuando yo encontré la barba de Judas y se perfilaba su carita de traidor, apareció el carpintero, a quien le bastó un solo día para instalar todos los reposteros de la cocina y parte de la mañana del día siguiente para los clóset del dormitorio principal. Ese departamento tenía una estructura algo extraña, estrecha y muy alargada, pues todas las habitaciones contaban