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                        LA CORONA GITANA


                               Kate Forsyth

             Las fascinantes aventuras de dos niños muy audaces,
                    una mona, un perro y una osa bailarina
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           sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.




           Título original: The Gypsy Crown
           Traducción: Scheherezade Suriá López


           © 2006 Kate Forsyth. Reservados todos los derechos.
           © 2010 ViaMagna 2004 S.L. Editorial ViaMagna. Reservados todos los derechos.
           © 2010 por la traducción Scheherezade Suriá López. Reservados todos los derechos.




           Primera edición: Marzo 2010

           ISBN: 978-84-92688-65-4

           Depósito Legal: B-9672-2010
           Impreso en España / Printed in Spain


           Impresión: Liberduplex S.L.

           Ilustración de Cubierta: Carolina Sans Cuede




           Editorial ViaMagna
           Gran Vía de Carlos III, 84
           Entresuelo 3ª
           Barcelona, 08028
           www.editorialviamagna.com
           email: editorial@editorialviamagna.com
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                            Primera parte:

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                            El llanto del búho

                                 Thornton Heath, Surrey, Inglaterra
                                             12 de agosto de 1658

                  —Anoche oí llorar al búho —dijo Maggie Finch,
           con las manos nudosas aferradas al chal—. Eso quiere decir
           que habrá una muerte.
                  A Maggie, de espalda encorvada, ojos negros,
           nariz aguileña y una melena canosa y alborotada, solían
           llamarla la Reina de los Gitanos por la gran fama de adi-
           vina que tenía.
                  —No creo que sea buena idea que vayáis hoy a la
           feria —añadió—. Quedaos en el bosque, es más seguro.
                  Sus nietos protestaron, decepcionados.
                  —¡No, abuela! ¡Déjanos ir a la feria! Nunca hemos
           ido. ¡Déjanos ir!
                  Emilia fue la única que no protestó. Era una niña
           delgada, de piel oscura y rizos negros y enmarañados que,
           agachada bajo un roble, intentaba engatusar a una ardilla
           para que se acercara y cogiera la bellota que tenía en la
           mano. Emilia era una embaucadora, una encantadora que
           hablaba con los animales. Como decían los gitanos, era una

                                                                       11
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           gule romni. Podía estafarle medio penique hasta a la más
           arisca de las pescaderas, sonsacarle una sonrisa al más serio
           de los párrocos, e incluso conseguía que los pájaros se
           posaran en su mano. Era un don muy apreciado por el pue-
           blo gitano.
                   Por muchas ganas que tuviera de ir a la feria, Emilia
           confiaba plenamente en las premoniciones de su abuela.
                   —Ya has oído lo que ha dicho Baba. El llanto de un
           búho significa la muerte…
                   —…para las ratas y los ratones de campo —terció
           su primo Luka, riéndose.
                   Emilia puso los ojos en blanco. De toda su familia,
           Luka era el que menos caso le hacía a la abuela, incluso a
           veces olvidaba el respeto que se le debía como shuvani del
           clan. Era un muchacho tan curioso y descarado como su
           mona Zizi, siempre agazapada sobre su hombro de tal modo
           que le hacía llevar el sombrero inclinado para agarrarse a
           su oreja con la pata.
                   —Pero de alguna manera tendremos que recaudar
           dinero para la dote de Beatrice —añadió Jacob, el padre de
           Luka, con las arrugas de su curtido rostro aún más pro-
           nunciadas—. ¿Cómo vamos a conseguir el dinero si no
           vamos a la feria?
                   Beatrice, la hermana de Emilia, enrojeció como una
           peonia. Jacob le dedicó una sonrisa esperanzadora.
                   —Tú vales mucho —le dijo—. No te preocupes.
                   —Estaría más tranquila si regresáramos a Norwood
           —dijo Maggie—. El hacendado nos dará trabajo.
                   —Sí, claro, cavando zanjas por unos pocos peniques
           al día. Nos llevará un año conseguir el oro para Beatrice.

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           Pero si vamos a Kingston en día de feria podríamos ganar
           diez veces más, o veinte, si tenemos suerte. Es el único
           mercado en muchos kilómetros a la redonda, y lo sabes.
           Sweetheart sabe bailar y Luka puede tocar el violín, y tú
           puedes decirles la buena suerte a los gorgios…
                   —No pienso ir al pueblo hoy —repuso ella—. Te lo
           advierto, la muerte está al acecho.
                   Jacob se quedó callado.
                   —¿Por nosotros? —preguntó al final.
                   Maggie los miró lentamente a todos.
                   —No. No veo su sombra en ninguno de vosotros.
           Pero aun así pienso que no deberíais ir. Los romaníes deben
           quedarse con los romaníes.
                   —Pero resulta que ningún romaní tiene dinero en
           los bolsillos —comentó Jacob—. No tardaremos mucho.
           Solo pasearemos un poco para ver cómo anda de humor
           el pueblo.
                   —Es día de mercado —gritó Luka—. Todo el
           mundo está feliz en un día de mercado, ¿no?
                   —Hay personas en este mundo que nunca están
           felices —contestó Maggie.
                   —Pues entonces tenemos que ir a la feria a ani-
           marlas —declaró el niño. Cogió el violín del suelo y em-
           pezó a tocar una melodía de lo más contagiosa. De repente,
           Zizi saltó de su hombro y empezó a dar volteretas por todo
           el campamento. Una gran osa parda que dormitaba a la
           sombra se sentó y se levantó lenta y pesadamente, con los
           ojos brillantes de la ilusión. Para la osa Sweetheart, la mú-
           sica significaba baile, y el baile conllevaba aplausos, elogios
           y cosas buenas para comer.

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                   La música festiva le levantó el ánimo a todo el mundo.
                   —Habrá pescado del río —apuntó Jacob—. Quizá
           podamos negociar con los pescaderos.
                   —¡Dulces! —gritó Mimi, al tiempo que juntaba
           las manos.
                   —Emilia necesita ropa nueva —dijo Silvia, la madre
           de Luka—. ¡No deberías correr por el bosque, Milly! No
           eres un chico, y no debes ir trepando árboles y galopando
           sobre ese caballo tuyo como si lo fueras.
                   Emilia y Luka se miraron y se echaron a reír. Se lle-
           vaban unas pocas semanas y habían crecido juntos como
           hermano y hermana desde que murieron los padres de
           Emilia. Los padres de Luka se apiadaron de Emilia y de sus
           hermanos, y siempre se mostraron amables e indulgentes
           con ellos. Dos años mayor que Emilia, Beatrice era una
           chica dulce y obediente que era feliz con no despegarse de
           la fogata y de su tía Silvia, mientras que su hermano
           menor, Noah, prefería quedarse donde los ruidos y los olo-
           res le resultaban familiares, ya que perdió la vista a los
           cuatro años por la viruela que se llevó también a su madre.
                   Sin embargo, Emilia era casi tan aventurera como
           Luka. Los dos solían pasarse los días corriendo por el bos-
           que, tratando de pescar truchas en el río, construyendo
           arcos y flechas con trozos de ramas secas y practicando tru-
           cos, como hacer el pino o volteretas, para lo que Emilia
           tenía que arremangarse las faldas hasta el fajín.
                   —Pero ¿es seguro? —preguntó Beatrice—. No
           quiero que corráis riesgos por mí. No hace falta que me
           case tan deprisa. Sebastien y yo podemos esperar. —Dudó

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           un poquito al pensar en el nombre de su prometido, al que
           había conocido la noche anterior.
                   —Ya tienes quince años —la regañó Silvia—. Ya es
           hora de que te cases.
                   —El General de División se ha ido —dijo Jacob—.
           Seguramente las gentes de Kingston querrán un poco de
           música y baile después de estos años tan sombríos. Re-
           cuerdo que solía ser un pueblo muy alegre.
                   —Con ese nombre tan regio me extraña mucho que
           sean partidarios de Cromwell —dijo Luka.
                   Todo el mundo se echó a reír. Tantas aldeas y posa-
           das se cambiaron el nombre después de la guerra civil que
           se había creado una gran confusión por todo el país. Sin
           embargo, nadie quería ser considerado monárquico: Crom-
           well y su ejército arrestaban y decapitaban a cualquiera
           que mostrara compasión por el rey muerto.
                   —Daya, tú tienes todos esos cestos que hiciste
           este verano —le dijo Mimi a su madre—. A lo mejor pue-
           des venderlos todos.
                   —Si salimos ahora, regresaremos al anochecer —dijo
           Silvia mientras se desataba el delantal. Todos sabían que era
           la más fuerte de la familia, a pesar de su frágil figura y su
           dulce rostro. Los niños empezaron a gritar de alegría y Luka
           empezó a hacer la rueda por el campamento, con Zizi dando
           volteretas detrás de él. No sabía por qué estaba tan emocio-
           nado pero, como siempre, compartió su alegría.
                   Emilia nunca había ido a una feria. Tenía tan solo
           cuatro años cuando le cortaron la cabeza al rey, y desde en-
           tonces no se habían alejado demasiado de Great North
           Wood. Ni siquiera había visto nunca un pueblo grande, así

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           que no podía evitar sonreír mientras corría a cambiarse la
           falda. Solamente tenía dos: una marrón hecha de retales
           para cada día y una rosa con volados para los días de fiesta
           y ocasiones especiales.
                   Hacía un año, la familia Finch no se hubiera arries-
           gado a dejar la seguridad del bosque. La vida siempre había
           sido dura para los gitanos, que vivían a su ritmo y con sus
           propias reglas, pero desde que Oliver Cromwell tomara el
           control, la vida era más monótona y más peligrosa que
           nunca. Bajo su dominio, no era seguro ni moralmente co-
           rrecto decantarse por los colores vivos, la música, la magia
           o cualquiera de las cosas que los gitanos más apreciaban y
           que los definían como tal.
                   Hacía unos años Cromwell había instaurado una
           dictadura militar controlada por doce Generales de División.
           El trabajo de los generales era arrestar a cualquiera que
           sorprendieran cantando, bebiendo o bailando. Se había pro-
           hibido la Navidad y al más mínimo olor a ganso asado el
           día de Navidad, los generales podían echar la puerta abajo
           y arrestar a todos lo que festejaran en el interior de la casa.
           Cortaron los mayos de todo el país, cerraron los teatros y
           prohibieron también el fútbol y las carreras de caballos. Se
           decía que los generales patrullaban los pueblos obligando
           a las mujeres a desmaquillarse. En Suffolk colgaron a trece
           gitanos simplemente por el hecho de serlo.
                   No obstante, los generales ya no estaban. Cromwell
           se vio obligado a destituirlos, si no quería perder el apoyo
           de la gente corriente. La familia Finch oyó que en prima-
           vera habían vuelto a poner algunos mayos. Si la gente se
           atrevía a bailar a su alrededor, algo que los puritanos con-

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           sideraban de lo más impuro, seguramente no pasaría nada
           si los gitanos se mezclaban con la multitud en la feria y
           cantaban un par de canciones.
                   Beatrice y Mimi cotorreaban y se reían mientras se
           hacían trenzas, y Emilia cepilló a su yegua Alida hasta de-
           jarla reluciente. Luka se peinó por primera vez en mucho
           tiempo y luego peinó a Zizi, para regocijo de la mona. Jacob
           se engrasó el bigote y pulió el aro del hocico de Sweetheart,
           mientras Silvia se apresuraba a recoger todos los objetos
           que había hecho para negociar.
                   —¡Adiós, Baba! —dijo Emilia, y le dio a su abuela
           un fuerte abrazo.
                   —No me gusta que vayáis a la feria. ¿Quién le ha
           metido esa idea en la cabeza al chiquillo?
                   —La prima de Sebastien, Nadine —dijo Emilia—.
           Ya sabes, la que no dejaba de decir lo cochambrosas que
           eran nuestras caravanas. La verdad es que no me cayó de-
           masiado bien.
                   —Estaba celosa de lo guapa que es nuestra Beatrice,
           seguro —contestó Maggie—. Bueno, cariño, ve con cui-
           dado. Asegúrate de que lleváis a Sweetheart bien amarrada.
           No está acostumbrada a las multitudes y como le dé un
           zarpazo a alguien, habrá problemas.
                   —¡No te preocupes tanto, Baba! —dijo Luka con
           una sonrisa, acercándose con Zizi colgando de la mano.
                   —Y eso va también por tu mono. Vigila que no robe
           fruta o dulces, a los mercaderes no les gustan los ladrones,
           por muy pequeños que sean. Y tú, Luka, ¡métete esos
           dedos tan pegajosos en el bolsillo!
                   A Luka se le borró la sonrisa.

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                   —No voy a robar nada —dijo, indignado—. No me
           hace falta. ¡Nos haremos ricos! Nadine me dijo que en
           estas ferias les encantan los comediantes ambulantes.
                   —Puede que eso fuera cierto antes, pero ahora ya
           no —dijo Maggie—. Ahora te dan un latigazo si te ven
           darle patadas a un balón en domingo…
                   —Bueno, hoy es jueves, así que no habrá problema
           —replicó el irrefrenable chiquillo con una sonrisa de oreja
           a oreja.
                   —Eres un descarado —añadió Maggie, y él hizo
           una reverencia y se quitó el sombrero con aire teatral.
                   —No nos pasará nada, Baba —dijo Emilia—. ¿No
           está Rollo con nosotros para protegernos?
                   —Un perro no es gran cosa contra un mercado lleno
           de mercaderes enfadados —repuso Maggie seriamente.
                   —No nos quedaremos mucho rato —prometió
           la niña.
                   —¡Lo suficiente para llenarnos los bolsillos de oro!
           —se regodeó Luka—. ¡Venga, Milly! ¡No perdamos el
           tiempo! —Salió saltando hacia el camino, con la mona afe-
           rrada a su cuello y chillando de alegría.
                   Emilia saltó a lomos de Alida y echó a correr tras él.
           La yegua torda tenía el cuello arqueado y una cola sedosa
           que llevaba en alto, ondeando como una bandera blanca. La
           madre de Emilia solía decir que a los caballos árabes los creó
           Dios con el salvaje viento del desierto porque quiso hacer
           criaturas que pudieran volar sin alas. Como su yegua co-
           rría tan fluida y suavemente que parecía volar, la había
           llamado Alida, en referencia a esas alas invisibles.

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                   El resto de la familia Finch los seguía con entu-
           siasmo, llevando a la osa con una cadena fijada a un aro
           que llevaba en la nariz. Tras más de una hora de paseo, lle-
           garon a un arroyo que cruzaba el camino. Luka notó el
           barro entre los dedos de los pies y sonrió. Saltó al arroyo,
           salpicando agua por todos lados.
                   —¡No, para ya! ¡Me dejarás empapada! —chilló
           Beatrice—. ¡No quiero aparecer por la feria mojada y sucia!
                   —Déjeme a mí, mi damisela —se burló Luka. Hizo
           una reverencia con sorna y pasó la mano por el agua para
           salpicarla aún más. Beatrice gritó, indignada.
                   Un carruaje negro tirado por cuatro caballos negros
           apareció galopando por la curva. Los niños se pegaron a los
           setos y Rollo empezó a ladrar. El coche de caballos cruzó el
           arroyo y levantó una ola de barro que empapó a los niños
           de pies a cabeza. Luka vio a un hombre narigudo vestido de
           negro inclinarse hacia delante y fruncir el ceño al ver sus
           ropas de colores y su pelo alborotado. Mientras el carruaje
           se alejaba, el hombre de negro sacó la cabeza por la ventana
           y los miró.
                   Emilia se quedó plantada mirando el coche. Se le
           puso la piel de gallina en los brazos y empezó a temblar,
           como si la azotara un viento helado.
                   —Es un hombre diabólico —susurró—. Ojalá no
           nos hubiera visto.
                   —No pasa nada —dijo Beatrice, con un amago de
           sonrisa—. Es un pastor con ganas de cenar, seguramente.
           ¡Vámonos! ¡Deprisa! Yo también tengo hambre. En la
           feria encontraremos algo de comer.

                                                                       19
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           KATE FORSYTH


                   —Pasteles de carne, mazorcas de maíz, pastelitos
           de miel.
                   —¿Ah sí? —dijo Noah—. Nunca he comido paste-
           les de carne.
                   —Yo tampoco —reconoció Luka—, pero segura-
           mente estarán muy buenos.
                   Todos sonrieron y siguieron andando. Excepto
           Emilia. Ella seguía inmóvil, con los puños apretados y
           Alida a su lado, tranquila.
                   Emilia ya había sentido esa oscura sombra antes,
           en varias ocasiones. Solía ser algo impreciso, una calidez
           y un color borroso, como si una nube pasara delante del
           sol. Una vez, pensaba, fue tan amarga y helada como esta,
           como si una rama se hubiera doblado y le volcase toda la
           nieve encima.
                   Pasó hace unos meses. Los Finch habían estado re-
           colectando el heno en la hacienda de Whitehorse Manor.
           Era un día cálido, suave y bruñido por el sol, pero sintió
           un frío que le caló hasta los huesos. Soltó un grito y se
           quedó inmóvil: vio cómo caía una sombra, oyó un golpazo
           y notó el impacto en las suelas de los pies. Fue tan sólo un
           instante y luego desapareció. Miró a uno y otro lado, con
           los ojos desorbitados. Más adelante estaba el carro que
           conducía un mozo de labranza por encima del heno, que es-
           taba muy alto. De repente, el carro dio una sacudida. El
           muchacho perdió el equilibrio, volcó, resbaló por la preca-
           ria montaña de heno y cayó delante de la gran rueda de
           hierro. Inexorablemente, esta le pasó por encima y el crujido
           de sus huesos sonó como un disparo.

           20
La Corona Gitana 15-02-10 :La Corona Gitana   17/2/10   06:28   Página 21




                   Entonces su abuela le dijo que era una señal de que
           llegaría a ser una gran drabardi, alguien que tendría visio-
           nes reales del futuro, no como la mayoría de adivinos, que
           solo le dicen al cliente lo que este quiere escuchar. Maggie
           tenía ese don, aunque opinaba que era más una desgracia
           que una bendición. También le dijo que era muy poco fre-
           cuente encontrar a alguien que quisiera conocer de verdad
           lo que le aguardaba.
                   Sintiendo de nuevo ese espantoso escalofrío, Emilia
           no pudo estar más de acuerdo.

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La corona gitana

  • 1. La Corona Gitana 15-02-10 :La Corona Gitana 17/2/10 06:28 Página 5 LA CORONA GITANA Kate Forsyth Las fascinantes aventuras de dos niños muy audaces, una mona, un perro y una osa bailarina
  • 2. La Corona Gitana 15-02-10 :La Corona Gitana 17/2/10 06:28 Página 6 Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual. Título original: The Gypsy Crown Traducción: Scheherezade Suriá López © 2006 Kate Forsyth. Reservados todos los derechos. © 2010 ViaMagna 2004 S.L. Editorial ViaMagna. Reservados todos los derechos. © 2010 por la traducción Scheherezade Suriá López. Reservados todos los derechos. Primera edición: Marzo 2010 ISBN: 978-84-92688-65-4 Depósito Legal: B-9672-2010 Impreso en España / Printed in Spain Impresión: Liberduplex S.L. Ilustración de Cubierta: Carolina Sans Cuede Editorial ViaMagna Gran Vía de Carlos III, 84 Entresuelo 3ª Barcelona, 08028 www.editorialviamagna.com email: editorial@editorialviamagna.com
  • 3. La Corona Gitana 15-02-10 :La Corona Gitana 17/2/10 06:28 Página 9 Primera parte: La corona gitana
  • 4. La Corona Gitana 15-02-10 :La Corona Gitana 17/2/10 06:28 Página 11 El llanto del búho Thornton Heath, Surrey, Inglaterra 12 de agosto de 1658 —Anoche oí llorar al búho —dijo Maggie Finch, con las manos nudosas aferradas al chal—. Eso quiere decir que habrá una muerte. A Maggie, de espalda encorvada, ojos negros, nariz aguileña y una melena canosa y alborotada, solían llamarla la Reina de los Gitanos por la gran fama de adi- vina que tenía. —No creo que sea buena idea que vayáis hoy a la feria —añadió—. Quedaos en el bosque, es más seguro. Sus nietos protestaron, decepcionados. —¡No, abuela! ¡Déjanos ir a la feria! Nunca hemos ido. ¡Déjanos ir! Emilia fue la única que no protestó. Era una niña delgada, de piel oscura y rizos negros y enmarañados que, agachada bajo un roble, intentaba engatusar a una ardilla para que se acercara y cogiera la bellota que tenía en la mano. Emilia era una embaucadora, una encantadora que hablaba con los animales. Como decían los gitanos, era una 11
  • 5. La Corona Gitana 15-02-10 :La Corona Gitana 17/2/10 06:28 Página 12 KATE FORSYTH gule romni. Podía estafarle medio penique hasta a la más arisca de las pescaderas, sonsacarle una sonrisa al más serio de los párrocos, e incluso conseguía que los pájaros se posaran en su mano. Era un don muy apreciado por el pue- blo gitano. Por muchas ganas que tuviera de ir a la feria, Emilia confiaba plenamente en las premoniciones de su abuela. —Ya has oído lo que ha dicho Baba. El llanto de un búho significa la muerte… —…para las ratas y los ratones de campo —terció su primo Luka, riéndose. Emilia puso los ojos en blanco. De toda su familia, Luka era el que menos caso le hacía a la abuela, incluso a veces olvidaba el respeto que se le debía como shuvani del clan. Era un muchacho tan curioso y descarado como su mona Zizi, siempre agazapada sobre su hombro de tal modo que le hacía llevar el sombrero inclinado para agarrarse a su oreja con la pata. —Pero de alguna manera tendremos que recaudar dinero para la dote de Beatrice —añadió Jacob, el padre de Luka, con las arrugas de su curtido rostro aún más pro- nunciadas—. ¿Cómo vamos a conseguir el dinero si no vamos a la feria? Beatrice, la hermana de Emilia, enrojeció como una peonia. Jacob le dedicó una sonrisa esperanzadora. —Tú vales mucho —le dijo—. No te preocupes. —Estaría más tranquila si regresáramos a Norwood —dijo Maggie—. El hacendado nos dará trabajo. —Sí, claro, cavando zanjas por unos pocos peniques al día. Nos llevará un año conseguir el oro para Beatrice. 12
  • 6. La Corona Gitana 15-02-10 :La Corona Gitana 17/2/10 06:28 Página 13 LA CORONA GITANA Pero si vamos a Kingston en día de feria podríamos ganar diez veces más, o veinte, si tenemos suerte. Es el único mercado en muchos kilómetros a la redonda, y lo sabes. Sweetheart sabe bailar y Luka puede tocar el violín, y tú puedes decirles la buena suerte a los gorgios… —No pienso ir al pueblo hoy —repuso ella—. Te lo advierto, la muerte está al acecho. Jacob se quedó callado. —¿Por nosotros? —preguntó al final. Maggie los miró lentamente a todos. —No. No veo su sombra en ninguno de vosotros. Pero aun así pienso que no deberíais ir. Los romaníes deben quedarse con los romaníes. —Pero resulta que ningún romaní tiene dinero en los bolsillos —comentó Jacob—. No tardaremos mucho. Solo pasearemos un poco para ver cómo anda de humor el pueblo. —Es día de mercado —gritó Luka—. Todo el mundo está feliz en un día de mercado, ¿no? —Hay personas en este mundo que nunca están felices —contestó Maggie. —Pues entonces tenemos que ir a la feria a ani- marlas —declaró el niño. Cogió el violín del suelo y em- pezó a tocar una melodía de lo más contagiosa. De repente, Zizi saltó de su hombro y empezó a dar volteretas por todo el campamento. Una gran osa parda que dormitaba a la sombra se sentó y se levantó lenta y pesadamente, con los ojos brillantes de la ilusión. Para la osa Sweetheart, la mú- sica significaba baile, y el baile conllevaba aplausos, elogios y cosas buenas para comer. 13
  • 7. La Corona Gitana 15-02-10 :La Corona Gitana 17/2/10 06:28 Página 14 KATE FORSYTH La música festiva le levantó el ánimo a todo el mundo. —Habrá pescado del río —apuntó Jacob—. Quizá podamos negociar con los pescaderos. —¡Dulces! —gritó Mimi, al tiempo que juntaba las manos. —Emilia necesita ropa nueva —dijo Silvia, la madre de Luka—. ¡No deberías correr por el bosque, Milly! No eres un chico, y no debes ir trepando árboles y galopando sobre ese caballo tuyo como si lo fueras. Emilia y Luka se miraron y se echaron a reír. Se lle- vaban unas pocas semanas y habían crecido juntos como hermano y hermana desde que murieron los padres de Emilia. Los padres de Luka se apiadaron de Emilia y de sus hermanos, y siempre se mostraron amables e indulgentes con ellos. Dos años mayor que Emilia, Beatrice era una chica dulce y obediente que era feliz con no despegarse de la fogata y de su tía Silvia, mientras que su hermano menor, Noah, prefería quedarse donde los ruidos y los olo- res le resultaban familiares, ya que perdió la vista a los cuatro años por la viruela que se llevó también a su madre. Sin embargo, Emilia era casi tan aventurera como Luka. Los dos solían pasarse los días corriendo por el bos- que, tratando de pescar truchas en el río, construyendo arcos y flechas con trozos de ramas secas y practicando tru- cos, como hacer el pino o volteretas, para lo que Emilia tenía que arremangarse las faldas hasta el fajín. —Pero ¿es seguro? —preguntó Beatrice—. No quiero que corráis riesgos por mí. No hace falta que me case tan deprisa. Sebastien y yo podemos esperar. —Dudó 14
  • 8. La Corona Gitana 15-02-10 :La Corona Gitana 17/2/10 06:28 Página 15 LA CORONA GITANA un poquito al pensar en el nombre de su prometido, al que había conocido la noche anterior. —Ya tienes quince años —la regañó Silvia—. Ya es hora de que te cases. —El General de División se ha ido —dijo Jacob—. Seguramente las gentes de Kingston querrán un poco de música y baile después de estos años tan sombríos. Re- cuerdo que solía ser un pueblo muy alegre. —Con ese nombre tan regio me extraña mucho que sean partidarios de Cromwell —dijo Luka. Todo el mundo se echó a reír. Tantas aldeas y posa- das se cambiaron el nombre después de la guerra civil que se había creado una gran confusión por todo el país. Sin embargo, nadie quería ser considerado monárquico: Crom- well y su ejército arrestaban y decapitaban a cualquiera que mostrara compasión por el rey muerto. —Daya, tú tienes todos esos cestos que hiciste este verano —le dijo Mimi a su madre—. A lo mejor pue- des venderlos todos. —Si salimos ahora, regresaremos al anochecer —dijo Silvia mientras se desataba el delantal. Todos sabían que era la más fuerte de la familia, a pesar de su frágil figura y su dulce rostro. Los niños empezaron a gritar de alegría y Luka empezó a hacer la rueda por el campamento, con Zizi dando volteretas detrás de él. No sabía por qué estaba tan emocio- nado pero, como siempre, compartió su alegría. Emilia nunca había ido a una feria. Tenía tan solo cuatro años cuando le cortaron la cabeza al rey, y desde en- tonces no se habían alejado demasiado de Great North Wood. Ni siquiera había visto nunca un pueblo grande, así 15
  • 9. La Corona Gitana 15-02-10 :La Corona Gitana 17/2/10 06:28 Página 16 KATE FORSYTH que no podía evitar sonreír mientras corría a cambiarse la falda. Solamente tenía dos: una marrón hecha de retales para cada día y una rosa con volados para los días de fiesta y ocasiones especiales. Hacía un año, la familia Finch no se hubiera arries- gado a dejar la seguridad del bosque. La vida siempre había sido dura para los gitanos, que vivían a su ritmo y con sus propias reglas, pero desde que Oliver Cromwell tomara el control, la vida era más monótona y más peligrosa que nunca. Bajo su dominio, no era seguro ni moralmente co- rrecto decantarse por los colores vivos, la música, la magia o cualquiera de las cosas que los gitanos más apreciaban y que los definían como tal. Hacía unos años Cromwell había instaurado una dictadura militar controlada por doce Generales de División. El trabajo de los generales era arrestar a cualquiera que sorprendieran cantando, bebiendo o bailando. Se había pro- hibido la Navidad y al más mínimo olor a ganso asado el día de Navidad, los generales podían echar la puerta abajo y arrestar a todos lo que festejaran en el interior de la casa. Cortaron los mayos de todo el país, cerraron los teatros y prohibieron también el fútbol y las carreras de caballos. Se decía que los generales patrullaban los pueblos obligando a las mujeres a desmaquillarse. En Suffolk colgaron a trece gitanos simplemente por el hecho de serlo. No obstante, los generales ya no estaban. Cromwell se vio obligado a destituirlos, si no quería perder el apoyo de la gente corriente. La familia Finch oyó que en prima- vera habían vuelto a poner algunos mayos. Si la gente se atrevía a bailar a su alrededor, algo que los puritanos con- 16
  • 10. La Corona Gitana 15-02-10 :La Corona Gitana 17/2/10 06:28 Página 17 LA CORONA GITANA sideraban de lo más impuro, seguramente no pasaría nada si los gitanos se mezclaban con la multitud en la feria y cantaban un par de canciones. Beatrice y Mimi cotorreaban y se reían mientras se hacían trenzas, y Emilia cepilló a su yegua Alida hasta de- jarla reluciente. Luka se peinó por primera vez en mucho tiempo y luego peinó a Zizi, para regocijo de la mona. Jacob se engrasó el bigote y pulió el aro del hocico de Sweetheart, mientras Silvia se apresuraba a recoger todos los objetos que había hecho para negociar. —¡Adiós, Baba! —dijo Emilia, y le dio a su abuela un fuerte abrazo. —No me gusta que vayáis a la feria. ¿Quién le ha metido esa idea en la cabeza al chiquillo? —La prima de Sebastien, Nadine —dijo Emilia—. Ya sabes, la que no dejaba de decir lo cochambrosas que eran nuestras caravanas. La verdad es que no me cayó de- masiado bien. —Estaba celosa de lo guapa que es nuestra Beatrice, seguro —contestó Maggie—. Bueno, cariño, ve con cui- dado. Asegúrate de que lleváis a Sweetheart bien amarrada. No está acostumbrada a las multitudes y como le dé un zarpazo a alguien, habrá problemas. —¡No te preocupes tanto, Baba! —dijo Luka con una sonrisa, acercándose con Zizi colgando de la mano. —Y eso va también por tu mono. Vigila que no robe fruta o dulces, a los mercaderes no les gustan los ladrones, por muy pequeños que sean. Y tú, Luka, ¡métete esos dedos tan pegajosos en el bolsillo! A Luka se le borró la sonrisa. 17
  • 11. La Corona Gitana 15-02-10 :La Corona Gitana 17/2/10 06:28 Página 18 KATE FORSYTH —No voy a robar nada —dijo, indignado—. No me hace falta. ¡Nos haremos ricos! Nadine me dijo que en estas ferias les encantan los comediantes ambulantes. —Puede que eso fuera cierto antes, pero ahora ya no —dijo Maggie—. Ahora te dan un latigazo si te ven darle patadas a un balón en domingo… —Bueno, hoy es jueves, así que no habrá problema —replicó el irrefrenable chiquillo con una sonrisa de oreja a oreja. —Eres un descarado —añadió Maggie, y él hizo una reverencia y se quitó el sombrero con aire teatral. —No nos pasará nada, Baba —dijo Emilia—. ¿No está Rollo con nosotros para protegernos? —Un perro no es gran cosa contra un mercado lleno de mercaderes enfadados —repuso Maggie seriamente. —No nos quedaremos mucho rato —prometió la niña. —¡Lo suficiente para llenarnos los bolsillos de oro! —se regodeó Luka—. ¡Venga, Milly! ¡No perdamos el tiempo! —Salió saltando hacia el camino, con la mona afe- rrada a su cuello y chillando de alegría. Emilia saltó a lomos de Alida y echó a correr tras él. La yegua torda tenía el cuello arqueado y una cola sedosa que llevaba en alto, ondeando como una bandera blanca. La madre de Emilia solía decir que a los caballos árabes los creó Dios con el salvaje viento del desierto porque quiso hacer criaturas que pudieran volar sin alas. Como su yegua co- rría tan fluida y suavemente que parecía volar, la había llamado Alida, en referencia a esas alas invisibles. 18
  • 12. La Corona Gitana 15-02-10 :La Corona Gitana 17/2/10 06:28 Página 19 LA CORONA GITANA El resto de la familia Finch los seguía con entu- siasmo, llevando a la osa con una cadena fijada a un aro que llevaba en la nariz. Tras más de una hora de paseo, lle- garon a un arroyo que cruzaba el camino. Luka notó el barro entre los dedos de los pies y sonrió. Saltó al arroyo, salpicando agua por todos lados. —¡No, para ya! ¡Me dejarás empapada! —chilló Beatrice—. ¡No quiero aparecer por la feria mojada y sucia! —Déjeme a mí, mi damisela —se burló Luka. Hizo una reverencia con sorna y pasó la mano por el agua para salpicarla aún más. Beatrice gritó, indignada. Un carruaje negro tirado por cuatro caballos negros apareció galopando por la curva. Los niños se pegaron a los setos y Rollo empezó a ladrar. El coche de caballos cruzó el arroyo y levantó una ola de barro que empapó a los niños de pies a cabeza. Luka vio a un hombre narigudo vestido de negro inclinarse hacia delante y fruncir el ceño al ver sus ropas de colores y su pelo alborotado. Mientras el carruaje se alejaba, el hombre de negro sacó la cabeza por la ventana y los miró. Emilia se quedó plantada mirando el coche. Se le puso la piel de gallina en los brazos y empezó a temblar, como si la azotara un viento helado. —Es un hombre diabólico —susurró—. Ojalá no nos hubiera visto. —No pasa nada —dijo Beatrice, con un amago de sonrisa—. Es un pastor con ganas de cenar, seguramente. ¡Vámonos! ¡Deprisa! Yo también tengo hambre. En la feria encontraremos algo de comer. 19
  • 13. La Corona Gitana 15-02-10 :La Corona Gitana 17/2/10 06:28 Página 20 KATE FORSYTH —Pasteles de carne, mazorcas de maíz, pastelitos de miel. —¿Ah sí? —dijo Noah—. Nunca he comido paste- les de carne. —Yo tampoco —reconoció Luka—, pero segura- mente estarán muy buenos. Todos sonrieron y siguieron andando. Excepto Emilia. Ella seguía inmóvil, con los puños apretados y Alida a su lado, tranquila. Emilia ya había sentido esa oscura sombra antes, en varias ocasiones. Solía ser algo impreciso, una calidez y un color borroso, como si una nube pasara delante del sol. Una vez, pensaba, fue tan amarga y helada como esta, como si una rama se hubiera doblado y le volcase toda la nieve encima. Pasó hace unos meses. Los Finch habían estado re- colectando el heno en la hacienda de Whitehorse Manor. Era un día cálido, suave y bruñido por el sol, pero sintió un frío que le caló hasta los huesos. Soltó un grito y se quedó inmóvil: vio cómo caía una sombra, oyó un golpazo y notó el impacto en las suelas de los pies. Fue tan sólo un instante y luego desapareció. Miró a uno y otro lado, con los ojos desorbitados. Más adelante estaba el carro que conducía un mozo de labranza por encima del heno, que es- taba muy alto. De repente, el carro dio una sacudida. El muchacho perdió el equilibrio, volcó, resbaló por la preca- ria montaña de heno y cayó delante de la gran rueda de hierro. Inexorablemente, esta le pasó por encima y el crujido de sus huesos sonó como un disparo. 20
  • 14. La Corona Gitana 15-02-10 :La Corona Gitana 17/2/10 06:28 Página 21 Entonces su abuela le dijo que era una señal de que llegaría a ser una gran drabardi, alguien que tendría visio- nes reales del futuro, no como la mayoría de adivinos, que solo le dicen al cliente lo que este quiere escuchar. Maggie tenía ese don, aunque opinaba que era más una desgracia que una bendición. También le dijo que era muy poco fre- cuente encontrar a alguien que quisiera conocer de verdad lo que le aguardaba. Sintiendo de nuevo ese espantoso escalofrío, Emilia no pudo estar más de acuerdo.