PRESENTACION GESTION DE PROYECTOS GRUPO 4 INVIERTE PE.pdf
Historias de mi pueblo 18.08.2015
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La Carneada
Para la tía Luisa, que se quedó sin recuerdos
Corría julio y en la gramilla rala y amarillenta brillaban restos de escarcha. Los chicos
caminábamos impacientes entre la cocina y el patio y desde el palomar hasta el galpón.
Cada cinco minutos se nos iban los ojos hacia el lejano portón de entrada. Era día de
carneada y la casa estaba lista para recibir a vecinos y parientes .Llegaban a pie,
acortando camino por el rastrojo, a caballo, en sulky o en auto, listos para trabajar.
La casa se llenaba de voces y todo era trajín. Había que afilar los cuchillos, hacer fuego
para calentar el agua, atravesar un tirante sobre los paraísos del patio y comprobar
que la soga se deslizara por la roldana.
Adentro, las mujeres le daban el toque final a los buñuelos y recargaban la leñera
sabedoras de que las cuatro hornallas de la cocina estarían permanentemente ocupadas
durante una jornada larga y prometedora .En el comedor, la mesa había sido
desplazada hacia un costado .En su lugar se ubicaban los caballetes y sobre ellos dos
tablones .En uno de sus extremos resplandecía, roja por fuera, blanca por dentro, la
picadora de carne.
Auténtica ceremonia iniciática para algunos, más de un chico decidía presenciar el
momento exacto en el que el matador hundía el metal en el pescuezo del cerdo.
La visión de la sangre, los estertores del animal hacían, casi siempre, que el valiente
corriera como seguido por el demonio y se refugiara detrás del cañaveral, con el
corazón enloquecido y las manos en las orejas , intentando acallar los quejidos.
En minutos retornaba el silencio. El animal reposaba sobre un rústico carro desde el que
sería levantado entre los dos paraísos, usando el aparejo .Antes, manos experimentadas
en el arte del cuereo emplearían con sabiduría el cuchillo y el agua caliente y lo
dejarían listo para abrirlo y quitarle las vísceras.
Ansiosos, revoloteábamos en torno al despostador, seguros de que con ojos de
entendido ubicaría la vejiga, que limpia e inflada, se convertía en el primer trofeo
infantil. En la hora siguiente, sonrientes, agitados, ajenos al termómetro que marcaba
apenas un par de grados, correríamos detrás de la pelota-globo, mezclando pasos de
fútbol y voley, sin otra preocupación que preservarlo hasta la tarde, henchido y sin
pinchaduras.
El día era especial. Cada tarea constituía un desafío a la rutina .En la parrilla , que
resultaba chica para tantos manjares, se asaba a fuego lento el almuerzo . Cerca, en una
olla panzona, la grasa empezaba a tomar forma y consistencia de chicharrón.
Hambrientos y golosos, los chicos figurábamos entre los primeros en ligar un borono
calentito sobre una rodaja de pan casero. Herencia de abuelos españoles que aportaban
sabores a comunidades gringas, el apetitoso bocado de sangre, cebolla y harina era el
producto inicial de la carneada y desaparecía con increíble rapidez, antes de que el
asador depositara sobre la mesa el costillar .
Aunque plagado de exquisiteces ,el almuerzo no se prolongaba demasiado porque casi
todo estaba por hacer. Y había muchos brazos listos para una actividad que desde
siempre fue comunitaria.
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Promediaban los 60 y el mundo observado con ojos infantiles era una especie de
rectángulo de un par de leguas de largo por una de ancho en el que cabían la gloriosa
urbanidad de Ordóñez y sus cerca de 3 mil vecinos, el campo de los Caón al Norte, la
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casa de los Viotto casi llegando a La Lagunita y hacia el naciente, del otro lado del
camino y frente a la tranquera , los dominios de los Forconi y los Ianni.
Según las estaciones, en esas tierras fértiles del sudeste cordobés, el viento ondulaba
trigales y maizales .Antes de que se descubriera la importancia y el precio de la soja en
los mercados internacionales, los pocos propietarios y los muchos arrendatarios de esos
establecimientos de entre 100 y 250 hectáreas , intentaban hacer la diferencia con
cebada, centeno, girasol y , en el colmo de la belleza surgida del suelo y ofrecida
generosamente al cielo, alfalfares verde intenso que junto a los brotes nuevos estallaban
en una sinfonía de flores celestes.
Es posible que la historia registre ese particular momento con toda la intensidad de un
mundo que vivía el esplendor de la guerra fría, el tramo más importante de la carrera
hacia la conquista del espacio, convulsiones en Oriente Medio y un par de guerras en el
sudeste asiático, sin mencionar los esfuerzos nacionales por superar la dolorosa
alternancia entre gobiernos civiles breves y militares con intenciones de perpetuidad.
Esas referencias podían tener significado para algunos pero la mayoría vivía protegida
de la realidad lejana por el poderío del paisaje cotidiano.
Pendientes de los ciclos lunares, a expensas de los caprichos del tiempo, rezando por la
lluvia oportuna después de la distribución de las semillas y para que cesara de golpe
cuando la tierra ya había atesorado la humedad justa, espiando el cielo con temor
reverencial por esas nubes raras y su amenaza de granizo, la vida era esa aventura
apasionante que transcurría entre esos extremos; la siembra y la cosecha.
.El trabajo era intenso y se concentraba en ambas puntas. Eran las épocas de los Pampa
y sus motores únicos y ruidosos. Al alba alteraban el silencio de la llanura y
cualquiera estaba en condiciones de decir con exactitud a qué hora habían comenzado
las labores en los campos próximos gracias al poderío de esos tractores que imponían
respeto por su inconfundible estridencia.
Los vecinos tenían sueños parecidos que casi siempre dependían de circunstancias que
no podían manejar. Calculaban los rindes cuando la cosecha era apenas una promesa
pensando en que todavía quedaban varias cuotas del préstamo bancario, que el
combustible había vuelto a aumentar y que tal vez al gobierno de turno no le interesara
conservar el valor del arrendamiento.
En cada familia había un abuelo que miraba el horizonte buscando el país lejano en el
que habían quedado sus afectos y su historia. Endurecidos por la distancia no se
permitían el llanto reparador que a veces aparecía , furtivo, en medio de una canción
nostálgica. Los chicos crecíamos escuchando retazos imperfectos de otras lenguas y
dialectos con acento criollo.
Cumplidos los 6 había que tomar decisiones trascendentes: asistir a cualquiera de las
dos escuelas del pueblo o a la rural . Una bicicleta o un caballo era todo lo que se
necesitaba si los niños de la casa iban a emprender la aventura de la educación sin
dejar el campo.
De lo contrario, había que optar entre el viaje diario o la casa de algún pariente que de
lunes a viernes alojara al alumno. La primaria era una obligación que nadie intentaba
eludir .La secundaria , en cambio, una posibilidad remota para la mayoría , urgida por la
necesidad de incorporarse cuanto antes a labores que marginaban el contacto con los
libros o al menos no lo incluían como algo importante.
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Casas bajas, rústicas, de techos de zinc y pisos de ladrillo, sin biblioteca, a menudo el
mayor tesoro para espiar la vida que se desarrollaba en otras latitudes eran ejemplares
de Agro Nuestro y La Chacra-el sostén literario ineludible para los que vivían de la
tierra-, las crónicas rojas de Así, la deslumbrante actualidad deportiva de Goles y El
Gráfico, los romances del Álbum María Rosa y Nocturno y, a veces, disimulados entre
las fotonovelas y los moldes de Labores y Vosotras, números ya amarillentos de
“Mundo peronista” que parientes de la ciudad habían enviado al campo para salvarlos
de las llamas cuando se convirtieron en peligrosos.
La radio a batería traía voces de lugares lejanos, a menudo incomprensibles, noticias de
la capital, partidos de fútbol que el recuerdo ha agigantado y que al calor de los años ya
son contiendas homéricas con triunfos y derrotas que ayudaron a forjar el carácter, a
amar unos colores y a temer otros. Y para seguir cada tarde, con el oído atento y el
corazón alborozado, las aventuras de El León de Francia, o las maldades de El Tigre
Rocamora.
Era una alegría la sola posibilidad de que esos actores, célebres por sus voces,
incluyeran al pueblo en sus giras anuales y pasaran por el salón del Club Unión. Podía
ocurrir que alguna desilusión acompañara la transformación de oyentes en espectadores,
pero casi siempre esos elencos llegados de Córdoba, Rosario o alguna localidad
bonaerense, significaban el primer contacto con el teatro que agradecía una audiencia
ávida de emociones y cuya experiencia se limitaba a las veladas escolares de fin de
curso.
La representación podía llevar algo más de una hora pero proveía material para el resto
del año. Y para el archivo de experiencias comunitarias quedaba el registro de que uno
había querido correr con la fusta al malvado de la historia y otro había encandilado con
sus ojos claros a la protagonista y que el director de la compañía había aceptado la
invitación a compartir un lechoncito y parecía aquerenciado en el pueblo y dispuesto a
fallarles a los de la localidad vecina que lo esperaban ansiosos un rato más tarde. Y que
ese sargento sanguinario que cada día, a la hora de la siesta provocaba temor con su voz
aguardentosa y sus bravuconadas, era un tipo simpático que había pasado por el bar para
tomarse un café y terminó regalándoles unos caramelos a un grupito de chicos que lo
miraban con temor y desconfianza.
Alguna vez habrá que encontrar la manera de rendirle tributo al club y al salón donde
vimos maravillados la primera película, debutamos ante abuelos llorosos y padres
emocionados en el acto de fin de curso del jardín de infantes y estrenamos la
adolescencia con el esperado primer baile.
Baldosas blancas y negras, pesadas cortinas bordó, dos palcos a los costados, no hay
poblador que no haya sentido alguna vez que el corazón apresuraba su latido mientras
aguardaba, en la oscuridad de la sala, que sobre el piso de madera del escenario
apareciera un niño dispuesto a interpretar el papel de su vida o un adolescente
orgulloso, listo para recibir el certificado de bachiller. Inmenso en la memoria, no hay
recinto más importante, ni tan grande ni mejor decorado que ése en el que cabían todas
las emociones.
Mucho antes de que la tendencia arquitectónica hiciera florecer en cada pueblo un salón
de usos múltiples, el del Club Unión se reinventaba para que cada uno tuviera lo suyo.
La semana podía empezar con una comida destinada a recaudar fondos para el equipo
de fútbol, continuar con un baile animado por una orquesta Típica y otra
Característica y llegar al sábado-limpio de sillas y mesas y después de recuperar las
hileras de butacas forradas de cuerina roja- para un doble programa en el que jamás
hubo problemas de coexistencia entre Palito Ortega y Fellini, o Clint Eastwood y Costa
Gavras.
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Repartidos por los cuatro puntos cardinales de su geografía llana y rica, Ordóñez tuvo,
tiene y seguramente tendrá, maestros en el arte de la carneada, capaces de arrebatarle la
vida al cerdo de un solo tajo y de aprovechar después cada centímetro para
transformarlo en alimento.
Cada una de las familias que eligió vivir de los frutos que a veces ofrecen con
generosidad -y otras mezquinan- esos campos, tiene al menos un integrante capaz de
brillar con el cuchillo en la mano al comienzo de la ceremonia o en el momento de
exhibir esa sabiduría que acumularon generaciones y que se expresa en recetas no
escritas sobre la proporción y la mezcla para que los embutidos se conserven, maduren ,
adquieran el aroma especial y el sabor que los convertirán en exquisiteces cuando del
invierno en el que fueron elaborados, solo quede el recuerdo.
Expertos siempre hubo en cantidad y la determinación de quien podría llevarse el título
en un hipotético campeonato puede ser materia de debate, pero en la zona todos saben
que nadie puede llamarse ordoñence de pura cepa si al menos una vez no participó de la
carneada de los Viotto.
La mitología la recuerda así pese a que siempre hubo cuatro vertientes de esa familia
.Nadie pregunta de cuál de los grupos se trata porque sabe que solo en el fondo del
galpón de “esos” Viotto el simple acto de elaborar salames se convertía en un
acontecimiento al que todos pretendían ser invitados.
Como en esos episodios que la memoria popular se empeña en reivindicar, en Ordóñez
los mayores les trasmiten a los jóvenes detalles de épicas jornadas en las que de la
mañana a la noche no solo se llenaban las despensas sino el anecdotario del pueblo. A
esta altura no se sabe muy bien si los recuerdos se ajustan como un guante a lo
ocurrido o si, entre todos, hemos construido una historia de la que estamos orgullosos
porque nos hace distintos.
En lo de los Viotto los animales parecían más grandes y medio salvajes .Los invitados
llegaban temprano con la certeza de que iban a ser testigos de algo que valía la pena. La
tarea inicial era a la intemperie y la ginebra y la grapa corrían, generosas, con el
pretexto de combatir el aire helado de julio.
No se sabe muy bien si era el alcohol tempranero o el espíritu alegre que desde siempre
animó a los fundadores de esa estirpe, pero más de uno experimentó en su propio
pellejo el perpetuo ánimo de jarana que reinaba junto a los tablones donde , entre risas,
tomaban forma los salames más codiciados del departamento Unión.
Siempre atildado, de saco y corbata y zapatos lustrados hasta la exageración, Luisito, el
peluquero más popular del pueblo soportó alguna vez la arremetida de bromistas que
con las manos grasientas lo tomaron de ambos brazos y con una determinación absoluta
que ignoraba ruegos, lo arrojaron de espaldas sobre la superficie resbaladiza con el
empeñoso pero imposible propósito de enderezarle la joroba.
Como en toda leyenda hay más de una versión. Algunos pretenden que el episodio duró
minutos y que la víctima tuvo que lamentar, apenas, unas manchas rebeldes en el traje
impecable. Otros, más inclinados al drama, aseguran que el barbero lo pasó mal y debió
implorar al borde de las lágrimas para que lo dejaran en paz .
Aunque nutridas por la presencia de vecinos y parientes no se puede decir que esas
carneadas hayan sido multitudinarias. Sin embargo, en el pueblo no hay adulto que
acepte que esa vez no estuvo ahí. Y todos afirman que rondaban la cabecera, en el
preciso momento en que el diminuto cuerpo de Luisito realizó una extraña parábola y
quedó indefenso y a expensas de los que amenazaban con arreglarlo.
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Los padecimientos del peluquero rivalizaban con los de Pico Buffa, otro infaltable en la
carneada. Las nuevas generaciones lamentan no haber nacido a tiempo para conocerlo.
Peón aguerrido, capaz de pasar de la estiba a la yerra y de dominar con la mirada al
potro más airoso, temblaba como una hoja al viento cuando caía el sol y se le
mezclaban la oscuridad y el alcohol .
Pico se transformaba en un niño temeroso cuando algún sonido que no lograba
identificar se convertía en una amenaza que lo acechaba desde el fondo de la botella.
Su miedo tenía la forma mitológica del lobizón al que creía descubrir detrás de cada
árbol, a la vuelta del galpón, agazapado en la rueda de un tractor o lejanamente
recortado sobre la superficie lunar.
La cabeza se le llenaba de aullidos y quería escapar, ponerse a salvo, correr hacia
cualquier parte. Dejaba atrás un coro de risotadas de gente incapaz de comprender la
profundidad de su temor, quizás sorprendida por esa reacción tan infantil de un hombre
curtido por muchos inviernos.
Antes de que la angustia le desdibujara la realidad, Pico trabajaba con dedicación y
esmero y sumaba su voz grave a la de los cantores, que podían pasar de una vieja
canción italiana en dialecto a un chamamé. Nadie supo nunca en qué momento empezó
con el desvarío del lobizón que, a su pesar, lo acompañó hasta el final. Sudoroso por las
pesadas labores diurnas, ignoraba cualquier comentario sobre el tema pero la noche lo
arrojaba al miedo. Crueles sin premeditación, los mismos que se reían lo recuerdan
ahora con un dejo de ternura y mucho de respeto, como si el hombre solitario que fue se
hubiera permitido elegir un rival de su estatura.
Pero había más que bromas inmisericordes y gente asustada. Tantos vecinos y parientes
repartiéndose el esfuerzo ,creaban el ámbito especial para ponerse al día con el
intercambio de noticias .No es posible recordar esas jornadas sin el sonido familiar del
parloteo de conversaciones diversas y simultáneas que continuaban encendidas
cuando ya eran ceniza las brasas del asado, fuera caía la helada y el calor interior
empañaba los vidrios .
Con alegría , procurando hacerse oír por encima del sonido portentoso de tantas voces,
se lucía el que cortaba dados perfectos o el que mezclaba sabiamente trozos de carne de
vaca y de cerdo o el que ataba con elegancia y justeza los chorizos.
El aire tibio del comedor estaba inundado de los aromas de la carneada. Clavo de olor,
nuez moscada y vino. Corría el mate de mano en mano, aunque algunos hombres
preferían entonarse con una copita de grapa, ginebra o caña .Los niños rondábamos la
mesa tratando de conocer, tempranamente, los secretos de la actividad.
Concentrados, meticulosos, precisos, los sabios de la jornada eran los que mejor
habían aprendido de sus mayores el arte de unir con delicadeza los ingredientes y elegir
los más aptos para garantizar que los salames adquirieran con el tiempo el color, el
aroma y el sabor apropiados
Se trabajaba con generosidad, sin esperar nada a cambio y solo por la satisfacción de
hacerlo bien, preservando la comida familiar de cualquier contingencia vinculada al
clima .La jornada se consumía entre risas y charlas eternas sobre las cosechas pasadas y
futuras, los rindes, el precio de la hacienda, la ausencia de créditos, el costo del
arrendamiento, el fútbol, el gobierno y la vida amorosa de los ausentes.
Brillaba con luz propia el contador de cuentos, siempre al borde de la reconvención
cuando se descuidaba y una expresión fuera de lugar merecía alguna risita infantil.
Con las primeras sombras aparecían los sol de noches y las lámparas iluminando el
centro de operaciones que seguía activo.
Como por arte de magia alguien sacaba a relucir el licor de mandarina que habían
traído del campo de al lado, aunque un sector insistía en empezar la enésima ronda de
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mates y rescatar del fondo del primer cajón del aparador los naipes, porque querían
trenzarse en un Truco, otros se animaban a un Codillo y el resto se anotaba con el Chin
Chon.
La partida era inminente pero todavía había tiempo para comentar lo afortunado que
había sido un primo del dueño de casa que se deprendió de un lote de 20 novillos antes
de que cayera el precio o lamentar la suerte de la hija de un puestero, unida a un peón
golondrina que se había declarado tempranamente harto de sus labores y parecía más
inclinado a la diversión que a la recolección de la próxima cosecha.
Los que abandonaban la niñez para entrar en la adolescencia aspiraban a conquistar la
independencia que, por entonces, consistía en obtener permisos para bailes en Las
Lagunitas, en el boliche de Montivero o en la Sociedad Italiana del pueblo. La reunión,
ruidosa y ecléctica, ofrecía el marco ideal para gestionarlos de apuro.
Los adultos que soñaban con la próxima primavera y el clima benévolo de setiembre
solían hacer planes para concurrir a la procesión de Saladillo, una comuna de no más de
300 habitantes que para el día de la Virgen de la Merced recibía a miles de promesantes.
No había en doscientos kilómetros a la redonda nada tan atractivo como esa romería en
la que coincidían desesperados que querían recuperar la salud , agradecidos que sabían
que por algo la piedra había castigado a derecha e izquierda sin rozar al trigo y simples
visitantes con ánimo festivo, contentos de caminar de un puesto a otro de comida y
entrar y salir de carpas en las que se podían comprar ponchos, llaveros, facones y
estrambóticos pájaros de plumaje multicolor. Y no es que en el mínimo paraje del
departamento Marcos Juárez existiera una fauna propia y desconocida en el resto del
país, sino que los buscavidas de la región no querían perderse semejante mercado y
con una pincelada aquí y otra allá convertían a un simple y autóctono gorrión en un ave
exótica. No eran los únicos imaginativos .El público se amontonaba cerca de los pollos
bailarines que saltaban acrobáticos al lado de un acordeonista más entusiasta que
afinado. Había que guardar cierta distancia para no distraer a los animales decía el
dueño del puesto que, en realidad, intentaba mantener a los curiosos lejos de la chapa de
zinc que reposaba sobre brasas simétricamente esparcidas para forzar la desesperada
danza de un enérgico bataraz que no tendría la fortuna de convertirse en amo y señor de
ningún gallinero.
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Era una suerte festejada por todos que hubiera en la carneada un músico. El trabajo
compartido resultaba una auténtica gloria si se le añadía el sonido de un acordeón o una
guitarra. Al filo de la madrugada los vecinos volvían a sus casas; los parientes del
pueblo se quedaban a dormir .Faltaba todavía otra media jornada para terminar de
elaborar las pancetas y bondiolas. Al mediodía siguiente los frutos de tanto esfuerzo
reposaban ya en los tachos de grasa o colgaban en la despensa .Era la hora del festejo,
del asado y los tallarines .Había tiempo para bochas y taba ,y más charlas regadas con
sangría.
Al atardecer , todos habían partido con algún producto de la carneada..La casa se
llamaba a silencio, los tablones, limpios a fuerza de cepillo y agua caliente, volvían al
fondo del galpón.
La mesa ocupaba de nuevo el centro del comedor, después de baldear el piso de
ladrillos. En el patio quedaba apenas una mancha oscura al pie del paraíso y , al fondo,
cerca de un naranjo, desinflada y reducida a su mínima expresión, la vegija detrás de la
que corrimos felices y despreocupados.
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Pocas cosas nos enseñaron tanto como esos días de labores compartidas y solidaridad
.Ahora sabemos que fuimos profundamente afortunados por haber participado de una
ceremonia que era una celebración de la vida