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El centro comercial como figura paradigmática... I
II Luis Martínez Andrade
El centro comercial como figura paradigmática... IIIIII
EDITORIAL DE CIENCIAS SOCIALES, LA HABANA, 2010
IV Luis Martínez Andrade
Jurado
Héctor Díaz Polanco México
Salim Lamrani Francia
Carlos Tablada Cuba
Edición: Yasmín S. Portales Machado
Diseño de cubierta y realización: Elvira Corzo Alonso
Diseño interior: Bárbara A. Fernández Portal
Corrección: Natacha Fajardo Álvarez
Composición computarizada: Bárbara A. Fernández Portal
Estimado lector le estaremos agradecidos si nos hace llegar sus opiniones acerca
de nuestras publicaciones.
INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO
Editorial de Ciencias Sociales
Calle 14 no. 4104 entre 41 y 43
Playa, Ciudad de La Habana, Cuba
editorialmil@cubarte.cult.cu
ISBN 959-06-0742-X obra completa
ISBN 959-06-1272-5 tomo VII
© Colectivo de autores, 2010
© Sobre la presente edición:
Editorial de Ciencias Sociales, 2010
El centro comercial como figura paradigmática... V
Índice
Prólogo
La brecha por llenar
NILS CASTRO
La “Directiva Retorno”: xenofobia
y desintegración
JULIO SALESSES
La crisis global y la nueva transición
ERNESTO DOMÍNGUEZ LÓPEZ
Cultura tecnológica, innovación
y mercantilización
DÊNIS DE MORAES
El modelo económico de los Estados Unidos:
deslegitimación interna y presiones externas
en un escenario de crisis global
ESTEBAN MIGUEL MORALES DOMÍNGUEZ
KATIA COBARRUBIAS HERNÁNDEZ
Golpe de Estado en Honduras. Lecciones
y desafíos tras la cuarta urna
JOSÉ ÁNGEL PÉREZ GARCÍA
ALBA: un amanecer distinto
para América Latina
LIANET ESCOBAR HERNÁNDEZ
José Martí y el socialismo del siglo XXI
PEDRO RAFAEL MACHÍN CANTÓN
VII
1
32
48
79
106
138
191
171
VI Santiago Alba Rico
Proyectos hegemónicos de los Estados Unidos
para América Latina.
¿Por qué un golpe militar precisamente
en Honduras?
SARAH RODRÍGUEZ TORRES
Desenvolvimiento global capitalista
y transición al socialismo en la periferia.
Una reconceptualización teórico-metodológica
YOANDRIS SIERRA LARA
De los autores
209
245
281
Prólogo VII
Prólogo
Cuando nos solicitó el Ministerio de Cultura de la República de Cuba
para que formáramos parte del jurado del concurso Pensar a Contra-
corriente, aceptamos inmediatamente la propuesta, a pesar de nues-
tras agendas respectivas bastante cargadas. No se podía rechazar
semejante honor. En efecto, durante las anteriores ediciones del con-
curso, cuyo prestigio crece cada año, eminentes personalidades ha-
bían desempeñado este papel con talento y brío, e intelectuales de
renombre internacional habían participado. Nuestra humilde ambi-
ción consistía en ubicarnos a la altura de semejante responsabilidad
y mostrarnos dignos del honor que nos habían hecho. Desde el prin-
cipio, tuvimos la convicción de que la experiencia sería fecunda y
enriquecedora.
La coordinadora de la presente edición, Yahima Leyva, nos hizo
llegar los 109 ensayos que componen el concurso 2010 a medida que
los recibía. Quisiéramos saludar su profesionalismo, su disponibilidad y
su dedicación. Los trabajos son, en mayoría, de una gran diversidad
temática, de una extraordinaria riqueza y de una innegable calidad.
Todos dedicamos largas horas, nocturnas en su mayoría, para la lec-
tura metódica y asidua de los ensayos. Luego vino el momento de la
elección, etapa nada fácil. Cada miembro del jurado seleccionó así
entre 10 y 20 trabajos antes de la primera reunión formal del jurado.
Las sesiones de trabajo se desarrollaron en la Casa del Che, que
ofrece un marco espléndido de tranquilidad, propicio a un debate y
una reflexión común serenos. No podíamos esperar mejores condi-
ciones materiales para analizar las diferentes elecciones de cada uno
y confrontar las opiniones y los puntos de vista. El debate ocurrió
VIII Santiago Alba Rico
bajo la dirección magistral del presidente del jurado, Héctor Díaz
Polanco, quien desempeñó su papel a la perfección y supo imponer
cortésmente la disciplina necesaria. Yahima Leyva, como excelente
coordinadora, supervisó las reuniones y nos brindó una atención de
todos los instantes.
Las discusiones fueron a la vez cordiales y animadas, los puntos de
vista a veces diferentes pero siempre respetados, los análisis precisos
pero abiertos. Cada miembro del jurado supo dar prueba de la aper-
tura de espíritu necesaria para volver a evaluar ciertas decisiones to-
madas quizás de modo demasiado abrupto, bajo la amenaza tal vez
de un inevitable adversario que actúa perniciosamente de noche: el
sueño. El jurado procedió así a una nueva lectura sistemática de los
ensayos seleccionados por una mayoría pero no por unanimidad. La
constructiva y estrecha colaboración, el debate vivo pero respetuoso
entre los miembros del jurado permitieron tomar todas las decisio-
nes por unanimidad, tanto los premios como las menciones.
Los miembros del jurado agradecen a los 109 participantes de esta
VII edición del concurso Pensar a Contracorriente, quienes contribu-
yeron a un innegable enriquecimiento cultural sobre temas diversos
y variados, y reiteran su expresión de gratitud a Yahima Leyva, coor-
dinadora, a Sonia Almaguer, directora de la Editorial de Ciencias
Sociales, a Zuleica Romay, presidenta del Instituto Cubano del libro
y a Abel Prieto, ministro de Cultura.
SALIM LAMRANI*
* Salim Lamrani, periodista escritor francés. Se especializa en las relaciones entre
Cuba y los Estados Unidos. Profesor en la Universidad Paris-Sorbonne-Paris IV
y de la Universidad Paris-Est Marne-la-Vallée. Miembro del Centre de Recherches
Interdisciplinaires sur les Mondes Ibériques Contemporains de la Universidad de
Paris-Sorbonne Paris IV (CRIMIC), del Groupe de Recherche Interdisciplinaire sur
les Antilles Hispaniques et l’Amérique Latine de la Universidad de Cergy Pontoise
(GRIAHAL) y de la Red de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humani-
dad. Da conferencias frecuentes en Francia y diversos países del mundo. Ha sido
invitado por importantes universidades estadounidenses tales como el Instituto
Tecnológico de Massachusetts (MIT), la Northeastern University de Boston, la
Thomas Jefferson School of Law de San Diego, la Universidad de Santa Bárbara,
la Sarah Lawrence College de New York, la Sonoma State University, la Univer-
sidad de Stanford y la Universidad de San Francisco. Algunos de los libros que ha
publicado: Superpower Principles. U.S. Terrorism Against Cuba (Maine, USA, Com-
mon Courage Press, 2005), Cuba frente al Imperio. Propaganda, guerra económica
y terrorismo de Estado (La Habana, Editorial José Martí, 2006), Double Morale. Cuba,
l’Union européenne et les droits de l’homme. (París, Editions Estrella, 2008; prólogo
de Gianni Minà) y Cuba, ce que les médias ne vous diront jamai (París, Editions Estre-
lla, 2009; prólogo de Nelson Mandela).
La brecha por llenar
NILS CASTRO
En nuestra América, sigue en curso un fenómeno que en estos años
la opinión pública y los analistas han seguido con atención, pero que
ya demanda examinarlo con una perspectiva más amplia. Es el rela-
tivo a los procesos sociopolíticos y electorales que en los pasados
dos lustros han dado lugar a la aparición de gobiernos progresistas en
numerosos países de la región. El interés del tema abarca incluso a
naciones donde no se llegó a ese extremo —Colombia, México y
Perú—, puesto que también allí algunas corrientes de izquierda al-
canzaron resultados electorales que dan registro de un cambio en la
actitud ciudadana. En general, una situación que diez años antes era
muy difícil prever.
El interés que el tema suscita ha permitido que hoy contemos con
una valiosa cantidad de estudios que, pese a su natural diversidad de
enfoques, coinciden en la mayoría de sus observaciones sobre la plura-
lidad de contenidos, motivaciones y formas de ese fenómeno. Aun
así, falta sopesar muchos de sus ingredientes, implicaciones y conse-
cuencias, además de prever las opciones relativas a su sostenibilidad
y desarrollo. En particular, las que se refieren a cuánto más —y cómo—
dicho fenómeno podrá consolidar sus logros y superar nuevas prue-
bas electorales, para agregar no solo perduración sino otros logros
que permitan trazarse objetivos de mayor alcance. Y eso deberá ha-
2 Nils Castro
cerse frente a la contraofensiva de las derechas y lo que podrá sobre-
venir si ellas tienen éxito, es decir, si dicha sostenibilidad no se llega-
ra a concretar.1
La sola presencia continental de ese fenómeno, y la cuestión de
sus alcances y sostenibilidad demandan reabrir —en ámbito latino-
americano y en época postneoliberal— algunos temas que antes se
daban por resueltos. Entre otros, ese de la dialéctica entre sostenerse
y avanzar, según la cual lo que no puede sostenerse tampoco podrá
avanzar o, antes bien, si solo al avanzar es posible sostenerse. Lo que,
a su vez, emplaza la interrogante de si en nuestra América hoy existe
una situación revolucionaria, en qué consistiría esta situación y cuáles
serían sus alternativas. Así como el viejo tema de la dialéctica —y no la
disyuntiva— que hay entre reforma y revolución o, para ser más pre-
cisos, el de si ya estamos ante unas condiciones que demandan plan-
tearse esa cuestión o cuándo y cómo corresponderá hacerlo.
Aunque el propósito de estas líneas no es el de relatar una vez más
los factores y la historia que hicieron posible y precipitaron el fenó-
meno que nos ocupa, sí es necesario recordar algunos de sus antece-
dentes, debido a los influjos que los mismos todavía ejercen en la
actualidad, sobre las particularidades y sobre las posibilidades reales
de esos gobiernos progresistas, y las opciones que el futuro previsible
podrá situarnos por delante.
¿Qué democracias son estas?
Al final de los años 70 del siglo pasado, gran parte de la humanidad
aún compartía un optimismo liberador y revolucionario, resultante
de los éxitos de las insurgencias de liberación nacional en África y
Asia, de la Revolución Cubana, del movimiento de no alineación, de
las victorias del pueblo vietnamita, las revoluciones del 68 y las mo-
vilizaciones de parte del pueblo de los Estados Unidos por los dere-
chos civiles y contra el belicismo, entre otras gestas. Incluso reveses
muy dolorosos, como la caída del Che y sus compañeros en Bolivia y
el sacrificio de Salvador Allende no mermaron ese espíritu, sino que
incentivaron el desarrollo de ideas y capacidades para renovar méto-
dos y perseverar.
Sin embargo, tras el abandono de las políticas internacionales de
mayor aliento revolucionario en la URSS y en China, del reflujo de los
intentos guerrilleros sudamericanos y el desmantelamiento negociado
3La brecha por llenar
de las dictaduras de seguridad nacional, aparejado a la mediatización de
las subsiguientes democracias civiles latinoamericanas, también so-
brevino, adicionalmente, la intensa y prolongada ofensiva neoconser-
vadora impulsada por los gobiernos de Margaret Tatcher y Ronald
Reagan y, cabalgando en ella, la imposición de los “reajustes estructura-
les” resumidos en el Consenso de Washington. Ofensiva que durante
su despliegue coincidió, además, con el desmoronamiento de la Unión
Soviética y la desintegración del llamado “campo socialista”.
Por varios años, esta sumatoria puso en crisis varias de las anterio-
res certidumbres de las izquierdas, minó la confianza en sus propias
convicciones y proyectos, y erosionó su prestigio y capacidad de con-
vocatoria. Una importante porción de las izquierdas —incluso de las
que se proclamaban antisoviéticas— empezaron un período de deso-
rientación y repliegue. Y fue precisamente en esas circunstancias que
los pueblos latinoamericanos —ya azotados por las consecuencias so-
ciales de la crisis de la deuda externa, las amenazas de la hiperinflación
y el desempleo, el espantajo del retorno de los militares y la falta de
alternativas político ideológicas viables— no obtuvieron las demo-
cracias que buscaban, sino apenas las que les fueron concedidas.
Es decir, la modalidad de democracias que se podía conseguir a
través de las transiciones pactadas entre los generales, las cúpulas
empresariales, los partidos tradicionales, la política estadounidense
para el hemisferio y las exigencias de las autoridades financieras in-
ternacionales, cuando el movimiento popular aún no había podido
reorganizarse. Una modalidad de democracia restringida que no se
destinaba a satisfacer las mayores expectativas populares y que, si
bien dio un respiro a los derechos humanos y restableció parte de los
derechos civiles, las libertades públicas y las esperanzas electorales
antes conculcados, no le concedió a las organizaciones sociales y la-
borales los medios ni oportunidades necesarios para hacerse repre-
sentar y poder participar en la definición y organización de las políticas
públicas y procesos electorales.
Concebida para descompresionar las tensiones sociales y restable-
cer la vieja “normalidad” política conservadora, esa democracia vino
a normar y regularizar la rotación entre administraciones oligárqui-
cas formalmente electas, así como a limitar la participación de las
opciones políticas contestatarias. Por lo mismo, fue naturalmente débil
frente a la ofensiva neoconservadora y las tesis neoliberales que ella
vino a instaurar. Destinada a administrar el servicio a la deuda externa y
la aplicación de las reformas dictadas por el Consenso de Washington,
4 Nils Castro
así como a mantener bajo control las reacciones sociopolíticas que
esto provocara, todavía acostumbramos llamarla “democracia neoli-
beral” por el contenido de la gestión que le tocó implementar.
Naturalmente, en las distintas naciones latinoamericanas los mé-
todos, intensidades y alcances de esa instauración se diferenciaron
según las respectivas realidades y, en particular, según la fortaleza de
las resistencias sociales y políticas confrontadas. Como así también
sus correspondientes efectos y consecuencias. No obstante, es preci-
so destacar dos constataciones —entre otras— porque sus secuelas
se prolongan hasta el presente y el próximo futuro, incluso después
de la bancarrota del neoliberalismo.
La primera, que en aquellas circunstancias de incertidumbre la
capacidad de las izquierdas para resistir quedó debilitada. Aunque
los postulados doctrinales de la ofensiva neoconservadora fueron
objeto de críticas de importancia, no tuvieron que superar contrapro-
puestas de gran fuerza. Con un crecido respaldo de los principales
medios de comunicación, eso les facilitó lograr amplios éxitos ideo-
lógicos, no solo entre las clases hegemónicas y sus funcionarios, sino
también entre las capas medias y una parte significativa de la intelec-
tualidad política y académica.
Eso no ocurrió por espontáneo efecto de las circunstancias. Desde
luego, las secuelas ideológicas de la “caída del muro” facilitaron la
penetración de los argumentos del Consenso de Washington en el
pensamiento de una parte de las dirigencias latinoamericanas (inclu-
so en el de algunas izquierdas blandas que a nombre de un supuesto
“pragmatismo” recularon hacia el centrismo político). Pero eso no
fue todo. Dicha penetración se acompañó de una sistemática supre-
sión de los subsidios u otras facilidades que antes se otorgaban a
numerosos centros de investigaciones sociales, de debates y publica-
ciones, de educación de líderes populares, etc., como parte de una
metódica eliminación de los focos de resistencias y contrapropuestas
ideológico culturales. A lo que se agregó, igualmente, la estigmatiza-
ción y el recorte de recursos a las universidades públicas y la prolife-
ración de universidades privadas.
Esto no pasó solo en América Latina y otras áreas del “Tercer
Mundo”. En Europa occidental, por ejemplo, parte significativa de
la socialdemocracia buscó conciliar sus herencias socialistas con las
tesis neoliberales, lo que no resultó en “reactualizarse” sino en extra-
viar su propia identidad y programa políticos. Conocidos partidos
socialistas europeos que por esa vía se deslizaron hacia el centro no
5La brecha por llenar
solo perdieron su razón histórica y confiabilidad, sino también a mi-
llones de electores decepcionados, obsequiándole así un campo adi-
cional a las viejas y nuevas derechas. Sus imitadores latinoamericanos
no corrieron mejor suerte.
La segunda constatación —y generalmente la más comentada—
es la de que las políticas neoliberales, tras lograr una inicial estabiliza-
ción macroeconómica, no propiciaron un desarrollo equilibrado y
sustentable, sino que pasaron a provocar atroces consecuencias so-
cioeconómicas, que se iniciaron por las privatizaciones y desprotec-
ciones, la precarización del empleo y la liquidación de la solidaridad
social. Aquí no hace falta volver a describir las subsiguientes calami-
dades sociales, puesto a que ya hay abundante literatura sobre el tema.
Sin embargo, es oportuno recordar que esas políticas y sus efectos no
solo incrementaron la inseguridad y la desigualdad sociales, y em-
peoraron la calidad de vida de nuestros pueblos (así como la autode-
terminación de nuestras naciones), sino que además dañaron la
estructura y cohesión de las clases trabajadoras, lo que enflaqueció
sus organizaciones y debilitó sus aspiraciones.
Ya afectados en el plano ideológico, muchos de los integrantes y
cuadros de esa antigua fuerza social se dispersaron para sobrevivir en
la informalidad o en la emigración, lo que minó la consistencia de ese
sujeto político. Asimismo, cambió el perfil ocupacional y redujo la
autonomía de distintas fracciones de las capas medias, y las debilitó.
Paralelamente, se acentuó la migración de millones de fugitivos de la
crisis rural que siguieron arribando a las ciudades, aunque ya no para
engrosar a la clase obrera sino a sobrevivir en los crecientes cinturo-
nes de la miseria urbana. Todo lo cual contribuyó a aglomerar un
nuevo personaje social, menos articulado y consciente de sí mismo
pero no menos sufrido, al que Frei Beto denomina el “pobretariado”.
En los siguientes lustros, la acumulación de necesidades, frustra-
ciones y disgustos sociales exacerbados por las reformas neoliberales
pondría en escena una masa de inconformes que, en la mayor parte
de nuestros países, coincidiría con una prolongada carencia de nuevas
propuestasdeizquierdaydeorganizacionescapacesdecanalizarlas hacia
objetivos factibles. De ello se desprenden dos géneros de consecuen-
cias: de un lado, los incrementos de la delincuencia común, el tráfico
y consumo de drogas y la aparición de formas más complejas de organi-
zación de la criminalidad transnacional; del otro, el surgimiento de nue-
vas formas de explosividad política, que se hicieron patentes cuando
esa masa sin conducción estratégica empezó a insurreccionar ciuda-
6 Nils Castro
des —Caracas, El Alto, La Paz, Quito, Buenos Aires y otras—, a
secundar asonadas e incluso a defenestrar gobiernos, aunque sin dis-
poner todavía de una mejor alternativa con la cual remplazarlos.
Más allá de una visión crítica
Las tesis neoliberales fueron una construcción tanto ideológica como
programática que el gran capital transnacional y la estrategia neocon-
servadora patrocinaron por serles necesaria para eludir la crisis finan-
ciera en emersión y, a la vez, para tomarse los vacíos políticos que la
debacle del socialismo soviético dejó en diversos lugares del mundo.
Sin embargo, por si no bastara la evidencia académica de que los
postulados neoliberales eran una construcción plagada de errores teó-
ricos y técnicos, los efectos sociales de su aplicación —especialmen-
te de las aplicaciones indiscriminadas, dogmáticas y masivas auspiciadas
por los organismos financieros internacionales— en apenas una década
se volvieron riesgosas para la estabilidad social y la gobernabilidad
que interesaban a sus propios promotores. Sobre todo cuando el tan
predicado “achicamiento” de los estados latinoamericanos privó a
estos de los recursos necesarios para subsanar problemas sociales,
prever y corregir los efectos más indeseables y, además, para controlar
a sus respectivas poblaciones.
Más allá del corto plazo, la escasez de éxitos en la arena económi-
ca, sumada a las irritaciones sociales provocadas propició, a su vez,
un creciente cuestionamiento de los sistemas políticos previamente
establecidos —los de la democracia restringida— que poco antes ha-
bían servido para instrumentar la aplicación de los postulados neoli-
berales, pero que después fueron ineficaces para manejar sus efectos
sociales y políticos.
Tras una ilusoria y breve primera impresión, los neoliberales ter-
minaron por pegarse un tiro, no en el pie sino en la mano de empuñar
el revólver. Hoy por hoy, tras la crisis económica mundial generada
por los grandes especuladores financieros estadounidenses y europeos,
hasta los ortodoxos más convencidos admiten que la desregulación y
la falta de fiscalización y control estatal propiciaron la catástrofe.
Ahora que los mercados del Norte continúan al borde del abismo y
millones de norteamericanos y europeos están al garete, todos reco-
nocen las peligrosas consecuencias de esa prédica. Y todos asimismo
admiten que el muro neoliberal también se ha derrumbado.
7La brecha por llenar
Aun así, pese a que las izquierdas latinoamericanas —en muchas
partes identificadas todavía con el pensamiento desarrollista y la tra-
dición teórica anterior a la globalización—, a través de la denuncia de
las tesis neoliberales y de sus graves efectos sociales muy ponto ad-
virtieron que ese fracaso iba a ocurrir, no por ello dispusieron de lo
necesario para sistematizar y proponer otra alternativa más acertada
y concretamente factible. Como asimismo, diez años después, tam-
poco previeron la proximidad y el carácter de la actual crisis econó-
mica mundial y las opciones latinoamericanas ante la misma, pese a
tantos años de anunciar que ella estaba por venir.
De una forma que recuerda la que Antonio Gramsci describió hace
casi un siglo, donde el viejo régimen ya agoniza sin que todavía haya-
mos producido la alternativa que habrá de remplazarlo, ahora el fra-
caso neoliberal y la emersión de la crisis han tenido lugar antes de
que hubiéramos elaborado las propuestas conceptuales y operativas
adecuadas para que los correspondientes sujetos sociales estuvieran
preparados para superar esa etapa.
Así las cosas, en las presentes circunstancias latinoamericanas de
la continuación postneoliberal de la globalización, ¿de qué otro siste-
ma conceptual y de qué otras propuestas políticas y económicas po-
demos disponer para enfrentar la crisis y para identificar e impulsar
nuestras propias opciones, particularmente ahora que los grandes
adversarios del cambio histórico están en problemas?
Aunque tiempo atrás, en los años 60 y 70 del siglo XX, buena parte
de nuestros pueblos alcanzaron un avanzada maduración del aspecto
subjetivo de una situación revolucionaria, después el repliegue expe-
rimentado en los 80 y los 90 nos dejó una paradoja: pese a que las
condiciones objetivas de esa situación continuaron agravándose, las
subjetivas involucionaron. En la transición al siglo XXI, el empeora-
miento de la situación material de nuestros pueblos vuelve a recla-
mar otros progresos del componente subjetivo, y no solo en el sentido
de contar con nuevas ideas y proyectos, sino en el de convertirlos en
fuerza material llevándolos al seno de los sectores populares.
Obviamente, esta conversión no es sencilla ni puede cumplirse de un
día para el otro. Para planteársela es indispensable juntar lo que se des-
prende de las dos constataciones que antes hemos reseñado: la referente
a la ofensiva neoconservadora y la diseminación de las ideas del Con-
senso de Washington y, además, la relativa a la formación de un suje-
to histórico adicional o “pobretariado”.
8 Nils Castro
En el seno de esa masa popular se incuba una transición que, libra-
da a la espontaneidad puede demorar y deformarse, pero que es fac-
tible alentar y orientar. Es la que debe ir de una percepción de actualidad
objetiva hacia la proyección subjetiva de esa fuerza social. Ser parte de
uno de los sectores más sufridos e inconformes de la población, no
necesariamente lleva a cada hombre a escoger opciones revoluciona-
rias. Antes puede inducir a salidas individualistas y de corto plazo,
sobre todo cuando se carece de acceso a una propuesta alternativa de
mayor aliento social. El inmediatismo personal ofrece salidas por la
ruta del delito, del oportunismo político, de la enajenación religiosa,
todas ellas igualmente funcionales al sistema imperante. En lugar de
eso, para optar por algo moral y políticamente más acertado hace
falta acceder a una visión o aspiración confiable, con objetivos de
mayor alcance, que permitan actuar colectiva y organizadamente en
busca de soluciones estructurales y duraderas, en vez de salidas indi-
viduales e inmediatas.
Como a ese respecto observa Milton Santos,3
el problema es “cómo
pasar de una situación crítica a una visión crítica y, enseguida, alcanzar
una toma de conciencia”, cosa que implica confrontar la dura exis-
tencia de la pobreza y la injustica como algo real, pero también como
una paradoja: la de tener que aceptar esa realidad para sobrevivir,
pero darse capacidad de resistir para pensar y actuar para cambiarla,
en busca de otro futuro. Para mejorar las oportunidades de que ese
salto se haga factible se necesita construir o reconstruir ideas, pro-
puestas y organizaciones que —como aquellas que en los años 80 y
90 fueron diezmadas—, ahora, en los actuales tiempos de la globali-
zación postneoliberal, le faciliten a los diversos jirones del pobreta-
riado encontrar esa visión y proyecto confiables.
A cada quien su cultura
Hasta ahora, la mayoría de los ensayos acerca de los efectos del neo-
liberalismo y —más recientemente— sobre su incidencia en el com-
portamiento de los electores latinoamericanos, suele constar de análisis
de carácter socioeconómico. Si bien esos estudios ofrecen acertados
señalamientos y conclusiones, todavía hace falta ocuparse más de los
aspectos específicamente políticos del problema.
Como ya dijimos (y aquí lo repito para añadir otras deducciones),
las democracias restringidas repusieron derechos ciudadanos y dis-
9La brecha por llenar
tendieron el ambiente social. Pero tuvieron la misión de aplicar los
“reajustes” neoliberales y esa combinación generalmente implicó
gobiernos civiles afligidos por las secuelas del mal desempeño de sus
antecesores oligárquico-militares, la crisis de la deuda externa y los
espectros de estancamiento, desempleo e hiperinflación, frente a las
grandes necesidades y expectativas de la población, y el consiguiente
apremio por conseguir financiamientos.
Sus precariedades fueron impiadosamente explotadas por los pres-
tamistas foráneos y los tecnócratas de las entidades financieras inter-
nacionales —ninguno de ellos democráticamente electo—, para
imponerles la interpretación neoliberal de los retos de la globaliza-
ción. Aplicar los “reajustes” no fue cuestión de si estos gobernantes
compartían esa ideología: ello no fue una opción voluntaria.
Las democracias restringidas funcionaron así como gobiernos civi-
les de transición, constreñidos a administrar el servicio a la deuda
externa y capear los efectos sociopolíticos de la crisis provocada por
ella. Dos funciones que debieron cumplir con reducida capacidad de
maniobra, endeble soporte político y con una economía sujeta a la
incertidumbre y a fuertes presiones externas.
Eso todavía exige distinguir entre la democracia a la que aspirába-
mos y la democracia que nos dejaron tener. Una situación que aún
demanda impulsar las tomas de conciencia y las movilizaciones ne-
cesarias para reformar esa democracia “real” —la realmente implan-
tada en nuestros países— a fin de lograr la democracia que necesitamos
y queremos. Es cierto que dicha democratización “real” constituyó
un progreso si la comparamos con el orden precedente; pero igual-
mente es verdad que aquel pasado progreso no satisface las necesida-
des contemporáneas, y que la naturaleza misma de esas democracias
aún debe quedar sujeta a cuestionamiento y renovación.4
Como cualquier otro régimen de gobierno, la democracia restringi-
da requiere y genera un sistema político que le sea funcional. Este siste-
ma no solo consta de la estructura político electoral constituida por
los actores políticos, normas y autoridades que enmarcan la organi-
zación y el financiamiento de partidos, campañas y comicios, sino
también del conjunto mayor que incluye a toda la variedad los agen-
tes sociales, económicos, institucionales, informativos, culturales y
políticos que interactúan y se complementan para conformar el am-
biente en el cual se constituye, induce y maneja el repertorio de te-
mas a tratar, las actitudes y las corrientes de la opinión pública, así
como los liderazgos que aglutinan, moldean y le dan aceptación y
10 Nils Castro
previsibilidad a los comportamientos políticos de los principales seg-
mentos de la población que participa, y a sus conductas electorales.5
Ese ambiente promueve la aceptación, legitimación y acatamien-
to de los parámetros y reglas de juego —explícitas o no— dentro de
las cuales los actores que concurren podrán actuar normalmente (en
el sentido de que “normal” es lo que se atiene a las normas vigentes),
rivalizar, competir y relevarse entre sí en el gobierno y la oposición.
Lo cual, idealmente, el sistema deberá lograr una vez tras otra sin
desestabilizar el funcionamiento, la reproducción y la continuidad
del conjunto socioeconómico y cultural que el mismo debe adminis-
trar, mantener cohesionado y representar.
Desde que dicho sistema queda establecido, su tarea medular será
la de darse continuidad, con las eventuales adaptaciones que las cir-
cunstancias exijan. Su misión no será la de transformar el orden vi-
gente, para lo cual sería necesaria la irrupción y fortalecimiento de
otros actores, cosa que implicaría una ruptura antisistémica.
A fin de configurar el ambiente social donde se legitiman y acatan
esas reglas del juego, y donde se moldean las agendas políticas y la
conformidad de los comportamientos cívicos —en el sentido no solo
de moldear y consensuar preferencias y expectativas sociales, sino tam-
bién de desacreditar y marginar los amagos de inconformidad—, tiene
especial relevancia el control, manejo y penetración de los medios de
comunicación. Esto es, su prerrogativa de determinar la selección de
los temas, enfoques y dosificaciones de información que el grueso de
la sociedad tendrá en su haber para adoptar sus consiguientes prefe-
rencias y decisiones.
Estos medios siempre han tenido enorme influencia para consa-
grar aceptaciones y consensos, y para circunscribir los disensos admi-
sibles: desde el poder oscurantista del púlpito en el Medioevo, al de
la imprenta en la difusión de otras formas de pensar en la Reforma, y
del periódico en las rebeliones y las creaciones institucionales del
siglo XIX e inicios del XX, hasta la irrupción de la radio, y luego la
hegemonía de la televisión para fraguar más conformidades que in-
quietudes sociales.
Los medios más poderosos actúan como pilares de la dominación
sociopolítica, incluso disputándole ese papel a los partidos. Tras cada
progreso importante en las tecnologías de comunicación masiva, las
clases dominantes se aseguran el control y desarrollo, a su manera,
de los medios de mayor cobertura y penetración. No solo para cum-
plir las tareas mercantiles que los hacen rentables sino para alinearlos
11La brecha por llenar
con el propósito de transmitir y consolidar las ideas, lugares comunes
y sensibilidades que sus propietarios y editores consideran más fun-
cionales para defender, readecuar y reproducir el sistema político que
ellos consideran apropiado para legitimar y generalizar su visión del
mundo, sus objetivos e intereses.
Lo que no quiere decir que esos medios solo expresan las preferen-
cias de la clase dominante. Al contrario, significa que difunden las infor-
maciones, modos de pensar, valores, sensibilidades y comportamientos
que esa clase cree oportuno inducirle a la cultura de la vida diaria —y en
particular a la cultura política— de los demás grupos sociales. Así como
el célebre señalamiento de que “la cultura dominante es la cultura de la
clase dominante” no significa literalmente que a la burguesía le interesa
que cada trabajador piense como un burgués, sino que el burgués
educa a sus hijos para formarlos como ejecutivos exitosos, pero —com-
plementariamente— busca formar a las clases subalternas como de-
terminados géneros de servidores dóciles y productivos.
Cierto es que cada generación transfiere la correspondiente cultura
a sus sucesoras, pero lo hace de conformidad con esa discriminación
y asignación clasista de los roles por desempeñar. Como instrumen-
tos de la clase dominante, los medios de comunicación y publicidad
tienen un papel estelar en la correspondiente selección y canaliza-
ción de informaciones y valores funcionales para consolidar la domi-
nación, sembrando en los distintos grupos sociales los respectivos
patrones de asentimiento, los que mejor correspondan al sistema de
dominación y a su periódica reactualización, así como la banaliza-
ción u omisión de los asuntos que resulten incómodos para su buen
funcionamiento.
La contracultura que viene
Como sistema político funcional para el capitalismo, la evolución de
la democracia restringida —ya sea esta neoliberal o postneoliberal—6
propende a un continuo encarecimiento y virtual privatización de la
las actividades políticas, en particular las electorales. Y a través de
ese mecanismo, a una constante exclusión o marginación de las per-
sonalidades o grupos que no se adecúan al sistema o ejercen un papel
contestatario.
Para poder participar, los partidos, candidaturas y propuestas de
izquierda están forzadas a encarar campañas cada vez más costosas,
12 Nils Castro
que crecientemente reclaman contratar expertos y empresas transna-
cionales de asesoría electoral y publicidad. En casi todos nuestros
países, el mayor acreedor de los partidos y candidatos son los consor-
cios que dominan la televisión. Al propio tiempo, los dirigentes y
candidatos críticos del sistema de dominación son los más excluidos
de los espacios informativos o los que más sufren la distorsión de sus
planteamientos en tales espacios.
Cuando el Estado asigna subsidios económicos para mitigar esa
situación, estos suelen ser insuficientes, tener usos fuertemente con-
dicionados y verse sesgadamente distribuidos. Para los partidos con-
servadores ese no es un problema mayor, pues representan al poder
económico y disponen de su respaldo. En este aspecto los grandes
medios de comunicación y los partidos conservadores son dos partes de
una sola mancuerna, que destella en la muñeca de la clase que mueve
la batuta. Porque los contrincantes políticos burgueses se retan en la
tribuna pública pero comparten el cafecito, las decisiones y los divi-
dendos en la junta directiva de las mismas empresas y sociedades.
Lo anterior surte invariables efectos excluyentes en contra de los
partidos y movimientos sociales contestatarios, que están obligados
a realizar angustiosos esfuerzos para financiar sus actividades coti-
dianas y afrontar las campañas electorales. Un reto que exige em-
prender todo género de batallas políticas y procesos legales en busca
de mayor equidad, así como requiere desarrollar alternativas de co-
municación y propaganda originales y creativas, con las cuales con-
trapesar esa desigualdad de condiciones competitivas.
Como bien advirtió Gramsci, “en la lucha política es preciso no
imitar los métodos de las clases dominantes, para no caer en fáciles
emboscadas”.7
Así como la guerrilla no ha de combatir al ejército
tradicional copiando sus estructuras y medios, sino buscando sor-
prenderlo con iniciativas imprevistas y sobrepasándolo en la obten-
ción de respaldos sociales, las izquierdas necesariamente deben saber
comunicarse, informar, animar y educar a través de formas y méto-
dos inéditos.
Para ser eficaces, estas comunicaciones deben responder a una
condición de extrema importancia para tener propósito, coherencia y
penetración duradera: la de decantar y masificar una contracultura
política que oponerle a la cultura de subordinación y resignación tra-
dicionalmente implantada por el sistema vigente.
Dicha contracultura debe ayudar a los dirigentes y sectores popu-
lares a desarrollar la necesaria independencia crítica frente a la agen-
13La brecha por llenar
da temática y las versiones interpretativas de los grandes medios de
comunicación, y de los demás instrumentos de prédica ideológica de
la clase dominante. Eso permitirá tomar distancia frente a la cultura
vigente para identificar y anteponer sus propios objetivos, valores y
temas, a fin de darse una agenda propia donde identificar sus priori-
dades y cursos de acción, con los que ganar independencia, cohesión
y mayor convocatoria y respaldo sociales. La misión medular de esa
contracultura no es contestar a cada lance de la agenda que la burgue-
sía y sus gerentes disponen, sino adelantarse a escoger y entronizar
los temas que interesan al movimiento popular, que son otros.
Solo la expansión de esa contracultura podrá darle creciente sus-
tentación a campañas más eficaces, al promover la adhesión cons-
ciente de los sectores sociales y medios, ofreciendo una opción
duradera y esperanzadora, más allá de los disgustos y protestas pun-
tuales. El éxito electoral de los partidos y movimientos contestata-
rios no puede depender de sus modestos recursos de comunicaciones
y propaganda, en el mismo terreno donde sus adversarios operan ven-
tajosamente.
Sobre todo si obtener recursos para financiar campañas conlleva
pactar compromisos o silencios políticos con los donantes de tales
recursos, lo que con frecuencia implica mutilar, mediatizar y hasta
derechizar el discurso y las propuestas de campaña, lo que lleva a diluir
tanto la identidad y legitimidad del partido y sus candidatos como la
mística de sus simpatizantes, y abrirle accesos al oportunismo.
Con todo, a lo largo de los años 90, pese a las limitaciones y des-
ventajas que las izquierdas debieron confrontar en el marco de la
democracia neoliberal, a la postre los malestares y la inconformida-
des acumulados y exacerbados sobrepujaron al sistema socioeconó-
mico establecido, cuestionándolo, deslegitimándolo y dando pie a
los consiguientes repudios y desacatos. La incapacidad de las prácti-
cas y los partidos ya instalados en el sistema político vigente —algu-
nos de izquierda incluidos— para resolver los malestares sociales y
ofrecer soluciones alternas los llevó, al cabo, a compartir esa deslegi-
timación y perder también la confianza social.
Una historia por dos rutas
En las formas propias de cada realidad nacional, tras agotar las opciones
electorales disponibles, millones de latinoamericanos pasaron del escep-
14 Nils Castro
ticismo a la abstención o al voto de castigo y a la antipolítica en general,
como modo —más emotivo que razonado— de expresar el repudio
general a los partidos y a los políticos, descalificándolos en bloque como
“clase” indiferente a las demandas de la población. Luego, tras cual-
quier incidente catalizador, cuando sucesivas explosiones urbanas pu-
sieron gobiernos en crisis y hasta los defenestraban, se evidenció que el
malestar social ya daba paso a la ingobernabilidad.
No toca repetir aquí el relato de esos procesos, pero conviene re-
cordar que ese fenómeno recorrió dos rutas que no siempre se exclu-
yeron entre sí y a veces se han dado consecutivamente. Una, esa que
culminó en levantamientos urbanos capaces de tumbar gobiernos pero
que carecían de las propuestas, la consistencia política y la organiza-
ción necesarias para remplazarlos con nuevos regímenes. Otra, don-
de el disgusto condujo a una masa de electores a tener las reacciones
conscientes o emocionales necesarias para decidirse a secundar otra
opción electoral —una que quizás ya estaba allí pero no era sentida
como tal—, que le permitiera expresar su repudio al sistema y la
atmósfera política reinantes.
En la primera de estas dos rutas —como en los levantamientos urba-
nos antes citados— los partidos y líderes políticos tradicionales proba-
ron desde la demagogia hasta la violencia, pero solo demostraron
que ya no estaban en capacidad de apaciguar ni diferir el conflicto. El
avanzado desgaste del sistema político ya lo colapsaba. Esos levanta-
mientos barrieron los últimos vestigios de legitimidad del sistema y,
cuando no pusieron a los gobiernos en fuga, lo dejaron en situación
precaria. Según las particularidades y vicisitudes de cada proceso
nacional, lo que restaba de la antigua institucionalidad apenas servi-
ría para organizar unos comicios atípicos, que permitieran entregar el
gobierno a un mandatario procedente de los sectores que adversaban
al viejo sistema, es decir, a un contracandidato cuya asunción la clase
dominante aceptaría a regañadientes para no perder todo lo demás.
En el caso de la segunda ruta, un extendido sentimiento de frustra-
ción y rechazo respecto a las opciones periódicamente recicladas por
el viejo sistema —aún sin haber llegado al extremo de generar estalli-
dos civiles— le deparó una creciente aceptación ciudadana a una op-
ción electoral preexistente, crítica del sistema, como sucedió en Chile,
Brasil, Uruguay y El Salvador. Llegar a esto fue posible gracias a una
larga persistencia política que combinó luchas sociales, políticas y
electorales, y avanzar paso a paso. Eso al final significó llevar al go-
bierno una opción que creció en los extramuros del sistema político
15La brecha por llenar
vigente, pero obtuvo su éxito electoral sin tener tras de sí la potencia
de la rebelión de las fuerzas sociales desatadas en el caso de la prime-
ra ruta.
En consecuencia, en el primer caso se hizo factible viabilizar solu-
ciones más radicales, lo que permitió rehacer el ordenamiento consti-
tucional y político electoral, como en Venezuela, Ecuador y Bolivia
(aunque en este último país sorteando los problemas adicionales agre-
gados por las complejidades y contrastes regionales, ideológicos y
etnoculturales involucrados). Por su parte, pese a la fortaleza de la
rebelión urbana de Buenos Aires, la difícil decantación de un nuevo
liderazgo que pudiera conducir el cambio, los contrapesos y la suma-
toria de dos oposiciones, una de la izquierda antiperonista y otra con-
servadora y tradicional —fuerte la segunda en el ámbito rural y ambas
en la clase media capitalina—, terminó por moderar los alcances de
la opción argentina y retraerla a las limitaciones de la segunda ruta.
En ambas variantes, estos procesos han reconfirmado la preemi-
nencia política del ámbito urbano policlasista, diferenciándose tanto
del viejo Estado liberal y oligárquico —de antiguas resonancias pro-
vincianas— como del Estado neoliberal (a su manera neooligárqui-
co), de impronta elitista y transnacional, ahora en crisis. Esta nueva
evolución política en cierto grado hace recordar al Estado liberal de-
sarrollista de los años 50 a los 70 del siglo pasado, y los populismos
reformistas que los sostuvieron, en la antesala de las dictaduras de
seguridad nacional que después los remplazarían con lujo de terror.
En ninguna de las dos rutas, sin embargo, estos procesos resultaron
de una situación revolucionaria, en el sentido clásico del término, ni
después buscaron precipitarla. Al margen de que ahora pueda atri-
buírseles un perfil más radical o moderado a unos u otros, ambas
alternativas vuelven a confirmar que no es lo mismo acceder al go-
bierno que tomar el poder. Antes bien, con sus respectivos matices
nacionales, ellas han originado gobiernos de carácter reformador y
progresista, orientados principalmente a combatir la inequidad so-
cial, culminar reformas democrático burguesas que el pasado dejó
pendientes y mejorar la democratización política, a recuperar la so-
beranía y autodeterminación nacionales conculcadas bajo la égida
neoliberal y renovarle impulso a la integración subregional.
Ese fenómeno nunca implicó lo toma de la totalidad del poder del
Estado por una fuerza encaminada a fundar una nueva formación
histórica que elimine y remplace al capitalismo; todos se resolvieron
a través de cambios de gobierno institucionalmente instrumentados
16 Nils Castro
y reconocidos por medios electorales más o menos similares a los
previstos en el marco del sistema político preexistente. Allí donde se
acometieron cambios constitucionales de importancia, estos se reali-
zarían después de la legitimación electoral del nuevo gobierno.
Por el mismo motivo, salvo en los grandes colapsos sistémicos de
Venezuela, Bolivia y Ecuador, la mayor parte de los nuevos presidentes
progresistas asumió el mando del Órgano Ejecutivo sin disponer de la
mayoría parlamentaria requerida para introducir ciertas reformas.
Asimismo, con reducida influencia en el Órgano Judicial y sobre otros
poderes reales como las fuerzas armadas, las instituciones financie-
ras y los medios de comunicación. Y en los países con estructura
federal, sin contar con el respaldo de una parte de los gobernadores.
A lo que se le añade que, pese al colapso ideológico del neolibera-
lismo y el descrédito de las privatizaciones, desprotecciones y cam-
bios estructurales cometidos en su nombre, tales secuelas han quedado
como hechos cumplidos difíciles de remover: nos guste o no, las priva-
tizaciones están hechas, las normas macroeconómicas y financieras
implantadas están vigentes, los compromisos de seguridad jurídica
continúan en vigor, las normas e instituciones reguladoras del comer-
cio internacional conservan su autoridad, y estas no son realidades
fáciles de remover.
Por si algo faltara, los nuevos gobiernos progresistas, electos gra-
cias a los efectos políticos del desastre socioeconómico provocados
por sus antecesores, asumieron sus funciones en las antevísperas de
las peores consecuencias del mismo. Antes de emprender su propio
programa esos gobiernos debieron priorizar los esfuerzos por evitar
el colapso económico del país, salvar el valor de la moneda nacional,
contener y revertir la inflación, recuperar el crédito externo, comba-
tir la delincuencia, etc., para evitar el colapso e inviabilidad del Esta-
do. En otras palabras, nacieron constreñidos a rescatar la salud del
capitalismo local para evitar el agravamiento de la situación hereda-
da —seguir teniendo una nación viable donde cumplir el programa
progresista— y disponer de recursos con los cuales emprender pro-
yectos de interés social.
Alturas que no se previeron
Estos gobiernos surgieron como respuestas sociales al deterioro pro-
vocado por el fracaso del capitalismo neoliberal, emitidas en circuns-
tancias de desgaste o colapso del sistema político tradicional, y no
17La brecha por llenar
como expresiones de una revolución en ciernes. Aún así, sin tener
condiciones para remplazar al modo de producción capitalista, cada
uno de esos gobiernos ha demostrado que las izquierdas pueden go-
bernar mejor que las derechas y, más particularmente, que ellas sa-
ben cumplir mejor el mandato específico que sus votantes les
encomendaron. Al votar por estos gobiernos, los electores no solo
aceptaron el programa que se les ofreció, sino que también les asig-
naron a esos nuevos gobernantes un encargo que se ha cumplido sin
que ellos lo hayan rebasado o extrapolado. No se sobregiró el come-
tido, pero no solo porque ir más allá sería sobregirar el encargo ciuda-
dano, sino principalmente porque las condiciones no daban para más,
y porque tal intento no habría contado con el apoyo social indispen-
sable para realizarlo y sostenerlo con éxito.
Al efecto, Valter Pomar señala que hay tres tipos de error que nues-
tros gobiernos progresistas pueden cometer: no realizar reformas es-
tructurales, lo que conduciría a mantener el status quo; darle a las
derechas la oportunidad de recuperar el Gobierno luego de que las
izquierdas lo han resanado; e intentar darle comienzo a otra época
histórica sin antes haber creado las condiciones político ideológicas
necesarias para resistir a la consiguiente reacción de las oligarquías y
el imperialismo.8
Pese a todos los inconvenientes, estos gobiernos, en su conjun-
to, han originado otra correlación de América Latina con los Es-
tados Unidos y con Europa y el mundo. Uno de sus efectos más
relevantes ha sido la notoria contención que ellos, como conjunto, le
han causado a la capacidad norteamericana de injerencia e inter-
vención en nuestra América. Lo que a su vez amplía los espacios
y oportunidades de autodeterminación y de iniciativa —indivi-
dual y colectiva— de nuestros países, y sus posibilidades de cola-
boración con otras potencias.
Por encima de sus naturales diferencias —y aparte de sus realiza-
ciones en cada país—, estos gobiernos progresistas han incrementado
hasta niveles inéditos la cooperación interlatinoamericana, diversifi-
cado los mercados regionales y extra regionales, mejorado las capaci-
dades latinoamericanas de negociación, han contribuido a solucionar
controversias entre nuestros países y a evitar bloqueos económicos y
golpes de Estado.
Por consiguiente, pese a las diferencias de estilo y retórica, y a los
distintos alcances logrados en uno u otro país, es objetivamente de-
sacertado y moralmente injusto alegar que algunos de estos gobier-
nos representan “verdaderos” procesos revolucionarios mientras
18 Nils Castro
que otros son apenas reformistas. Ninguno ha emprendido una revolu-
ción en el estricto sentido de la palabra, sino uno u otro conjunto de
reformas de mayor o menor alcance. En la realidad de los hechos, se
trata de gobiernos instalados sin que en las respectivas naciones hu-
biera una situación que demandara más y, sobre todo, sin que las
masas ya estuvieran dispuestas a sustentar y defender desarrollos más
radicales. Se iniciaron como expresiones del cansancio social y el
agotamiento del sistema político precedente, y no por la fuerza de un
notable auge de las ideas y motivaciones revolucionarias.
En consecuencia, es igualmente desacertado e injusto exaltar a
unos e imputar a otros una supuesta proclividad a coincidir con la
derecha y limitarse a “mejorar” al capitalismo, olvidando que todos
son obra de partidos de izquierda que enfrentan situaciones de intrin-
cada complejidad, donde unos y otros igualmente se necesitan y se
dan entre sí solidaridades indispensables para sostenerse y avanzar.
En medio de ese esfuerzo, toda comparación descalificadora clava
una cuña que, al contraponerlos, sugiere divisiones y con eso le hace
un favor a las derechas —a la estadounidense en primer lugar—, aun-
que esta no sea la intención de quienes hacen tales alegaciones.
Con la aparición de estos gobiernos, en lo que va de los últimos
dos lustros, nuestros países han venido escalando hasta una altura
inédita, que antes fue difícil prever. Estamos de acuerdo en que lo
alcanzado no es suficiente, pero ahora la cuestión no es la pregunta
retórica y fácil de si estos gobiernos son reformistas o revoluciona-
rios, o si podían hacer más de lo que han cumplido, sino identificar
los objetivos y métodos viables para abrir los caminos requeridos
para impulsar desarrollos de mayor proyección.
Cuestión de poder
Lo antes reseñado, con sus progresos en el ámbito del rescate de la
soberanía y autodeterminación, y con sus avances en la creación y
ampliación de ciudadanía y de movilización social, evoca más el
ámbito de los procesos de liberación nacional (como antes llamába-
mos a este género de fenómenos), que el de una situación revolucio-
naria a escala regional. ¿Todavía recordamos acaso las páginas escritas
en los albores de la III Internacional, y en tiempos de los movimien-
tos afroasiáticos de descolonización, acerca del paso de uno a otro de
aquellos dos géneros de procesos?
19La brecha por llenar
Tres o cuatro lustros atrás, aún éramos diezmados por la ofensiva
neoconservadora. Después, tras el fracaso de los regímenes neoliberales
encontramos la oportunidad de iniciar una recuperación que —sin ha-
llarnos en una situación revolucionaria— deparó la oportunidad de
ganar elecciones y acometer realizaciones de importancia en el cam-
po social y humanitario, en respuesta a la demanda popular ya exis-
tente. Eso ha permitido situarnos en un plano desde donde ahora se
facilita ahondar en las condiciones “subjetivas” y organizativas ne-
cesarias para que las izquierdas puedan formar aspiraciones sociales
de mayor aliento revolucionario, en vez de estacionarnos a cuestio-
nar o justificar los adelantos ya caminados. Especialmente en cir-
cunstancias en las que la hegemonía imperialista viene perdiendo poder
de intervención.
En términos generales, hasta ahora, luego de que el malestar social
deslegitimó al sistema político establecido en considerable número
de países de nuestra América —que no en todos—, lo que hemos
alcanzado es un crecimiento de la disposición popular para apoyar
candidatos y propuestas antisistémicas, pero sin que los sectores po-
pulares compartan todavía las condiciones subjetivas de una situa-
ción revolucionaria. Al votar, esta masa de electores no pidió iniciar
la revolución, sino llevar a cabo un programa electoral que no incluía
asumir los riesgos y costos de ese eventual sobrecumplimiento.
A ese respecto no cabe menos que preguntarse: ¿estaban (están)
ya los pueblos latinoamericanos en actitud de asumir los costos y los
riesgos de emprender una transformación revolucionaria de mayores
magnitudes? O, si este no es el caso, ¿qué más hace falta para que esa
disposición consciente pueda madurar, a quiénes corresponde recorrer
los caminos capaces de lograrlo, y en qué medida los actuales gobiernos
progresistas han contribuido o pueden contribuir a adelantar el tra-
yecto? O, dicho en otras palabras, ¿valen todavía las preguntas y las
respuestas de la III Internacional, acerca de qué hace falta para que
los movimientos de liberación originen o maduren las condiciones
de partida de nuevos procesos revolucionarios?
Las respuestas reflejarán diferentes matices y ritmos de país en
país, pero muchas o todas mostrarán que hay un importante rezago
en el campo de la expansión y el arraigo colectivo de las ideas revolu-
cionarias y, sobre todo, en el de la disposición para romper los actua-
les patrones de vida y arriesgarlos por un nuevo proyecto cuyos
contornos están por definirse.
20 Nils Castro
No cabe duda de que, en la mayor parte de nuestros países, las
condiciones objetivas de una situación revolucionaria están más que
dadas. Al término de la hegemonía neoliberal, las secuelas de polari-
zación y desigualdad en la distribución de la riqueza, sobreexplota-
ción y precariedad del trabajo, marginación, pobreza y hambre —entre
otras calamidades— llegaron a sus peores extremos históricos. No
obstante, luego de la frustración de los ideales de los años 60 y 70, y de
la experiencia de las dictaduras contrarrevolucionarias de seguridad na-
cional, los factores subjetivos para ese tipo de decisión, el desarrollo
de las ideas y propuestas revolucionarias eficaces, la disposición colecti-
va para asumir los riesgos de emprender un vuelco de ese género, se
retrajeron a niveles inferiores a los que hubo en aquellos años.
Así las cosas, el tránsito del proceso de liberación al proceso revo-
lucionario no está a la vuelta de la esquina, pero sí está en nuestra
perspectiva histórica. Por consiguiente, la conducción política del
primero de esos dos procesos debe concebirse en ese sentido, como
preparatoria del segundo y dirigida a empalmarse con él. Para ir de
uno al otro, frente al bloque de las clases dominantes —que hoy es
hegemónico porque controla el poder y la reproducción material y
cultural del sistema de dominación— es necesario formar el bloque
opuesto, el de las fuerzas sociales que aspiran conscientemente al
cambio. Lo que asimismo significa fortalecer su capacidad de contra-
rrestarlo y, cuando las circunstancias lo demanden o recomienden, su
capacidad para remplazarlo.
Se trata de la cuestión del poder. Este no es un sustantivo sino un
verbo, pues no es cosa, cualidad o lugar —no el Palacio, la Silla ni su
esplendor—, sino la capacidad de actuar eficazmente para que cier-
tos hechos ocurran o dejen de pasar, y que sucedan en cierta forma,
sentido y momento. Por consiguiente, es una correlación de fuerzas,
en la que es preciso saber qué se busca, acopiar la potencia y articular
los esfuerzos para provocar los cambios del caso, y sobreponerse a
las fuerzas que se resisten a aceptarlos.
En otras palabras, frente al poder del bloque que ahora es hegemó-
nico, es preciso formar una contrahegemonía: la de la alianza o blo-
que contrahegemónico. Lo que no se reduce simplemente a
conglomerar un conjunto de clases y grupos sociales afines, sino ani-
marlo y vertebrarlo con determinada concepción de los cambios de-
seados, de los objetivos y la estrategia general necesarios para
alcanzarlos. Esto es, un programa que asocie a los sectores partici-
pantes no solo al compartir una visión del futuro buscado —esa se-
21La brecha por llenar
gún la cual “otro mundo es posible”—, sino también al demostrar
capacidad para atender los problemas inmediatos de la población.
Porque al luchar por reivindicaciones y reformas de corto y mediano
plazos también se robustece al bloque contrahegemónico, que debe
acumular fuerzas para trazarse misiones de mayor alcance.
Sin ese fortalecimiento programático y emocional del conjunto de
ese bloque, y de la articulación de los sectores que lo integran, sería
imposible asegurar su cohesión y su claridad de miras, esto es, su
capacidad de sumar, abarcar y trabajar como tal. Incrementar fuerzas
no es apenas sumar grupos, antes bien es darle sentido y propósito
incluyentes a esa sumatoria.
A su vez, ese fortalecimiento abrirá nuevas avenidas, capacidades
de presión y negociación, de creación de alternativas anticapitalistas y
socializantes, de transiciones a otros modos de vida social. Lo que no
necesariamente debe suceder a través de la violencia revolucionaria,
dado que esta no proviene de la iniciativa de mejorar el régimen social,
sino que surge en respuesta a la represión desatada para impedirla.
La brecha por llenar
Se sabe que hemos heredado un gran déficit: el de la retracción y
retraso del componente subjetivo de las posibilidades revoluciona-
rias. Esto exige desarrollar ese factor, tanto la calidad de ideas y mo-
tivaciones como su capacidad de construir consensos, es decir, de
generar cultura política, una cultura de vocación socialista incluyen-
te y democrática. Porque esta cultura es el núcleo aglutinador de di-
cha contrahegemonía.
Para avanzar en esa dirección, ¿cuáles son los obstáculos por supe-
rar? También sabemos que ese déficit proviene de problemas con-
frontados por pasadas evoluciones del componente subjetivo de la
situación revolucionaria. Lo acontecido en aquel período cuestionó
y erosionó las certidumbres, propuestas y expectativas ideológicas
que la habían animado, con las consecuencias disgregadoras que eso
acarrea.
Así las cosas, quienes ahora ya votan por candidatos de izquierda
todavía no necesariamente repudian al capitalismo como tal, sino
solo a su perversión neoliberal. Antes de comprometerse más allá,
probablemente desearán contar con que sus esperanzas tengan base
en nuevas certezas. Mientras, lo cierto es que pese a los años transcurridos
22 Nils Castro
y las condiciones objetivas agravadas, en el terreno de las motivacio-
nes subjetivas aún no hemos repuesto gran parte de los platos rotos
(y, para colmo, en nuestra filas no han faltado quienes se ocupan más
de señalar culpables que de contribuir a renovar la vajilla).
A lo largo de aquel auge, no fueron pocas las variantes experimen-
tadas y después frustradas. Entre ellas, la vía democrática al socialis-
mo encabezada por Salvador Allende, inmediatamente cercada,
desestabilizada y destruida por los medios más violentos; las refor-
mas nacional populares emprendidas por algunos líderes militares
latinoamericanos, como Velasco, Torres y Torrijos; y las derrotas o
las desmovilizaciones negociadas de los movimientos guerrilleros. A
lo que se añadió, por otro lado, la reformulación de la estrategia alen-
tada por China; el deterioro y colapso del ejemplo soviético —que
para muchos todavía conservaba un importante valor paradigmáti-
co—; y la consiguiente dureza del “período especial” que puso a prue-
ba la resistencia revolucionaria del pueblo cubano. Y, por añadidura,
la aspereza sectaria que antes y después de esas experiencias persis-
tió en el manejo de la diversidad entre las corrientes de izquierda.
Por si faltara más, arrojándose como una jauría sobre el territorio
de esos reveses y problemas, la potencia y la capacidad de penetra-
ción de la ofensiva neoconservadora desatada a escala mundial. Una
ofensiva abrumadora que orquestó a todos los grandes medios de
comunicación del planeta para darle una sola interpretación a aque-
llas experiencias y a las nuevas vicisitudes: la de la muerte del socia-
lismo y el fin de la historia; y a la vez un solo futuro: el recetado por
la dogmática interpretación neoliberal de la globalización.
El derrumbe del modelo soviético pudo haber surtido efectos libe-
radores al destrabar las capacidades creativas del marxismo y el so-
cialismo, justamente cuando los pueblos latinoamericanos —peor
sometidos, explotados y empobrecidos que en tiempos del Che en
Bolivia— más requerían nuevas propuestas liberadoras. Pero antes
de que eso pudiera darse, este conjunto de acontecimientos adversos
acarreó el cuestionamiento de no pocas confianzas y convicciones, lo
que facilitó la tarea a la ofensiva neoconservadora, con su conocido
saldo de incertidumbres, deserciones, y fugas hacia el oportunismo.
En la confusión propiciada por el cruce de ese conjunto de frustra-
ciones con la ofensiva neoliberal, una de las consecuencias fue la
contracción y el deterioro de la capacidad de producción teórica de
las izquierdas. Tras la obsolescencia del populismo desarrollista, bajo
el fuego de la ofensiva neoconservadora ese deterioro conllevó la
23La brecha por llenar
tendencia a sustituir el análisis crítico del sistema —el de su naturaleza
capitalista— por la mera denuncia de sus peores efectos. Con eso, a
falta de mejores armas una porción de las izquierdas volvió a las
posiciones del desarrollismo de los años 70 y la correspondiente op-
ción por el capitalismo de Estado, al que todavía algunos presentan
incluso como un supuesto “socialismo” del siglo XXI.
Pero, pasados más de dos lustros de padecer la práctica de los pos-
tulados del Consenso de Washington, gran parte de nuestros pueblos
estuvo lista para rechazar tanto los “reajustes” neoliberales como a
sus promotores, aunque ese repudio aún carecía de un nuevo conjun-
to de propuestas sistematizadas que diera sentido y propósito trans-
formador a esa disconformidad. No se contaba aún con una nueva
propuesta coherente con qué sustituir la que se rechazaba. A diferen-
cia de los años 60 y 70, a falta de la necesaria contracultura política,
parte de las demandas se dirigió más a reclamar la derogación de
tales “ajustes” que a cuestionar al capitalismo como tal.9
En esa carencia también intervinieron factores objetivos. Como
antes dijimos, las reestructuraciones implantadas durante la supre-
macía neoliberal dispersaron una valiosa parte de los trabajadores —
eliminados sus puestos de trabajo, se diezmaron en busca de
supervivencia en la informalidad y la emigración—, que pasaron a
engrosar el “pobretariado”. A su vez, las capas medias perdieron
autonomía y se debilitaron en número, mientras parte de la intelectuali-
dad fue arrollada por las nuevas dudas y descalificaciones ideológicas.
No puede pasarse por alto el hecho de que —en parte por carecer
de una contracultura propia— significativos contingentes de pobres
y desplazados de la ciudad y del campo entraron a las clientelas de
los líderes políticos de la clase dominante, unas veces por un men-
drugo y otras seducidos por el populismo de derecha. Hoy en varios
países latinoamericanos también las derechas disponen de contin-
gentes populares motivados y organizados, aparte de las bandas para-
militares y los escuadrones de ejecución extrajudicial.
Revertir ese estado de cosas en el campo ideológico y cultural no
podía ser sencillo ni rápido. Sobre todo bajo el esfuerzo sistemático
que el régimen neoliberal desplegó para constituir una “sociedad ci-
vil organizada” a la medida de su necesidad de legitimarse, y de su
interés de continuar por medios civiles la misión de desbandar tanto
las dirigencias populares como los centros de estudios y publicacio-
nes que la intelectualidad de izquierda mantuvo desde los años 60
hasta inicios de los 80, y sus programas de capacitación de dirigentes
obreros y comunitarios.
24 Nils Castro
En su tiempo, Carlos Marx observó un repliegue ideológico de ese
género, sobre el cual nos advirtió que, “hoy, la sociedad parece haber
retrocedido más allá de su punto de partida; en realidad, lo que
ocurre es que tiene que empezar por crearse el punto de partida re-
volucionario, la situación, las relaciones, las condiciones, sin las cua-
les no adquiere un carácter serio la revolución moderna”.
A lo que poco más adelante agregó que las revoluciones proleta-
rias “se critican constantemente a sí mismas” y en su marcha se
interrumpen para volver sobre lo que parecía terminado y comenzar-
lo de nuevo, criticando concienzudamente los lados flojos de sus an-
teriores intentos, y retroceden “ante la vaga enormidad de sus propios
fines, hasta que se crea una situación que no permite volver atrás y
las circunstancias mismas gritan: ¡Hic Rhodus, hic salta!”.10
Revertir, pues, aquellas secuelas, exige no solo superar anteriores
equivocaciones, sino recrear identidad, conciencia y solidaridad de
clase, esto es, contribuir a que grandes masas reconozcan su propia
condición como parte y como alternativa en la sociedad capitalista,
que tomen distancia crítica frente a sus ofertas políticas, que sus nú-
cleos más conscientes logren desarrollar sus propias agendas temáti-
cas, reformular sus objetivos y los correspondientes métodos de
acción, así como remozar lenguajes y estilos. Lo que también recla-
ma mucho trabajo intelectual orientado a completar otra visión del
interés colectivo y otras propuestas comunes, para mejorar el diálogo
y la cooperación entre los distintos segmentos populares.
Las derechas y sus clientelas políticas y culturales pueden permi-
tirse el lujo de simular poses antisistémicas y desplantes populistas,
desplegando vistosos cambios de estilo a través de sus recursos me-
diáticos. Al efecto, ya está en movimiento una nueva derecha con ese
perfil teatral, populista y autoritario, y desafiante frente a los límites
morales y jurídicos de la institucionalidad democrática. Como suce-
de, por ejemplo, en la Italia de Berlusconi y el Panamá de Martinelli.
Pero las izquierdas no pueden remedar esa opción histriónica, y
menos aún cuando el sistema político está en crisis y sus ofertas no son
confiables. Peor todavía, ante una crisis económica mundial que no
solo descalifica al neoliberalismo sino que al propio tiempo agrava
sus secuelas y amenaza los progresos democráticos ya conseguidos.
De la visión al partido
Se requiere, entonces, “pasar de una situación crítica a una visión críti-
ca” que trascienda las tentaciones del inmediatismo, esto es, que se
25La brecha por llenar
aboque a impulsar la reconversión de un difuso descontento social en
una nueva cultura política, capaz de de expresarse en una práctica a
la vez renovada e innovadora, y capaz de orientar esa práctica a obje-
tivos de largo y mediano plazos.
Para avanzar hacia ese punto es preciso que las izquierdas actúen
como el agente capaz de catalizar esa otra cultura. Si el desarrollo de
la misma se dejara a la espontaneidad, ella demoraría bastante más
en emerger de nuestras luchas sociales y más tardaría en madurar, así
que también de eso deberán ocuparse nuestras organizaciones políti-
cas, a quienes compete promover ese desarrollo.
Ahora bien, como portadores de un proyecto o expectativa social,
los partidos (o las organizaciones que tomen su lugar) son entidades
vivas que actúan en función de las demandas de sus respectivas bases
sociales, y también en interacción con los otros actores del sistema po-
lítico y, como ellos, a la postre también pueden encallar en las con-
cepciones de cierta época o adelantarse a impulsar otras opciones.
Esto es, se pueden anquilosar o relanzar, según dónde, cómo y para qué
ahonden sus raíces en unos u otros campos socioculturales y perspecti-
vas históricas, donde ellos podrán perder o recrear autenticidad.11
Es preciso asumir los proyectos políticos como movimientos cultura-
les; en nuestro caso como movimientos de reconstrucción de la cultura
y la práctica políticas, en cuyas estructuras es preciso incorporar las
demandas y expectativas sociales y darles orientación eficaz como
parte de una estrategia general cuyo horizonte es la utopía socialista.
Pero en el curso de la vida esas demandas y expectativas sociales
cambian, y lo hacen con una dinámica propia, con diversas variables.
Dentro de esa dinámica a los partidos les corresponde desempeñar
determinados papeles, en tanto que ellos intervienen para promover
un proyecto, explícito o no, que expresa tales expectativas. Aun así,
a lo largo del tiempo cualquier partido —a semejanza de tantas otras
formas de organización social— tiende a anteponer los comporta-
mientos internos orientados a preservar y reproducir sus propias iner-
cias, estructuras y mandos, más que a readecuarse al ambiente externo
para asumir las nuevas realidades y las formas de interactuar con
ellas. Con eso, finalmente, el contacto con el piso social que original-
mente los nutría asimismo va relegándose.
Es característico de casi todo sistema que, cuando una estructura
deja de cumplir las funciones que le corresponden, más pronto que tar-
de aquí o acullá empiezan a aparecer conductas sustitutivas que sortean
los patrones preestablecidos —las que la teoría de sistemas denomina
26 Nils Castro
comportamientos “informales”—, que pueden llegar a ser tan efecti-
vos como los originales e incluso más. Así por ejemplo, cuando la
economía formal deja de cumplir algunas de sus responsabilidades
sociales, en su lugar crece el respectivo campo de la economía infor-
mal. Igualmente, en tanto que un partido no hace lo que debe, al cabo
surgen otras agrupaciones que entran a realizarlo de otras formas.
Así las cosas, la proliferación de organizaciones de la llamada “so-
ciedad civil” (y la euforia de sus pretensiones) con frecuencia refleja
la correspondiente informalización en la política. A veces las organi-
zaciones civiles más bulliciosas son grupos elitistas que solo repre-
sentan algún segmento de la clase media acomodada pero pretenden
representar a toda la sociedad. Pueden ser doce gatos, pero saben
hacerse notar. No hay que confundirlos con las colectividades que a
un partido más le deben importar: las agrupaciones comunitarias, la-
borales, gremiales, las representativas de importantes segmentos y
reivindicaciones sociales. En todo caso, la irrupción de nuevos movi-
mientos políticos de cierta fortaleza suele ser indicativa de que los
partidos previamente establecidos están dejando de cumplir parte de
su papel, o de responder a unas nuevas demandas sociales.
Y es que los partidos, como cualquier otro tipo de organización
—obreras, gremiales, empresariales, deportivas, religiosas— periódi-
camente necesitan renovar su representatividad, puesto que los di-
versos componentes de la propia comunidad social y sus
correspondientes demandas y expectativas van modificándose. Ade-
más, deben remozar objetivos y propuestas en la medida en que es-
tos se cumplen, se desfasan o se agotan, pues cuando uno ha cumplido
sus objetivos, o fracasa en lograrlos, su realidad ya deja de ser la que
era. Lo que obliga a reconocer las nuevas expectativas y darles res-
puesta con otras propuestas. Dejarlo de hacer es fosilizarse, con la
pérdida de validez política que eso acarrea.
No obstante, también hay “remozamientos” traidores, como los
inducidos por el oportunismo. Hay izquierdas dúctiles a la tentación
de “deslizarse” al centro del espectro político bajo el argumento de que
van al encuentro de electores adicionales. Aparte del tema de si el cen-
tro político de veras existe o más bien es un ala de las derechas, en
todo caso se trata de una ubicación político ideológica que no hemos
sido nosotros quienes la configuramos y que ya otros controlan en su
propio provecho. Así que tales arrimos suelen resolverse a través de
una serie de concesiones que pronto erosionan la identidad y el com-
promiso programático de los partidos que ceden a esa tentación. Con
27La brecha por llenar
lo que, diluida esa identidad, pronto se pierden asimismo los objetivos
que dieron razón de ser al partido, la mística que movía a sus cuadros y,
acto seguido, los electores que votaban por su propuesta original.
De esto ha dado fe la experiencia de algunos de los partidos socialde-
mócratas europeos que, aun denominándose socialistas, en los años 90
cedieron a la tentación de conciliar sus programas con los postulados
neoliberales. En la siguiente década no solo habían dejado de ser quie-
nes antes fueron, sino que extraviaron su proyecto y perdieron a gran
parte de sus electores y de su peso político. Sus imitadores latinoa-
mericanos no han corrido mejor suerte.
En pocas palabras, reconfirmar la vida de cada partido demanda
renovar su vigencia, una vez que los proyectos se agotan y con ello
tanto las expectativas que ellos despiertan como las organizaciones
que son sus portadoras. Pero eso igualmente implica rechazar los aco-
modos oportunistas que pretenden poner entre paréntesis los princi-
pios y al cabo los echan a perder. Cuando deja de haber proyecto
creíble y movilizador, el partido pierde legitimidad y, aunque no desa-
parezca puede fallecer como los árboles, que algo dejan de pie donde
antes tuvieron vida.
Las reformas y la revolución
Padecemos realidades odiosas, discriminadoras, plagadas de explota-
ción, injusticias y miserias sociales y morales. Estamos dispuestos a
militar con las izquierdas porque estamos indignados con la realidad
en la que vivimos, la queremos cambiar y estamos dispuestos a lu-
char por ello. Por consiguiente, asimismo requerimos un proyecto
transformador coherente, creíble y factible. En contraste, toda pro-
puesta que conlleve conformarse con más de lo mismo, cualquier
género de claudicación, igualmente significará una opción decepcio-
nante y disgregadora.
¿Reforma o revolución? Superar el orden establecido y avanzar en
la construcción de realidades humanas de mejor calidad requiere supe-
rar al poder —económico, sociopolítico, mediático, psicológico, represi-
vo— que sostiene a ese orden. Para avanzar en ese propósito, a la injusta
y depredadora hegemonía de la clase dominante es preciso contrapo-
nerle una contrahegemonía popular, que aún tenemos por edificar.
Dado que el rezago del factor subjetivo demora este objetivo, tanto
más requerimos disponer de las propuestas necesarias para desarrollar
28 Nils Castro
la contracultura política necesaria para ello, a la que deberemos darle
efectiva sustentación de masas para convertirla en la fuerza material
que nutra nuevas ofensivas revolucionarias. Mientras los partidos no
lideren ese propósito sería irresponsable demandar que los actuales
gobiernos progresistas asuman la totalidad de ese papel.
Sin embargo, aunque sabemos que estos gobiernos se eligieron por
efecto de una crisis del sistema político electoral de la democracia
restringida, y no a consecuencia de la maduración de una situación
revolucionaria, ello no los exime de cumplir sus responsabilidades en
este campo. Ellos pueden y deben proveer el marco que contribuya
al necesario proceso de maduración, expansión y fortalecimiento de
esa contracultura popular, así como a incentivar la organización de
los sectores populares y de las agrupaciones interesadas en cambiar
más profundamente la presente situación y sus perspectivas de me-
diano y largo aliento. Sin embargo, esos gobiernos no pueden hacer
más de lo que las alianzas y las limitaciones que hicieron posible
elegirlos puedan soportar, ni más de lo que el sistema en su conjunto
pueda sobrellevar. En este sentido, a quienes más hay que exigirles
no es a los gobiernos sino a los partidos.
Por otra parte, la crisis política que hizo posible elegir a estos go-
biernos no es irreversible. La esperanza de que nuestros pueblos, sin
haber desarrollado aún esa contracultura —ni mucho menos creado
esa contrahegemonía—, seguirán votando indefinidamente por las
ofertas electorales de las izquierdas puede ser no solo temporal, sino
ilusoria. Parte de sus electores no votó por un proyecto de izquierda,
sino que emitió un sufragio de protesta destinado a advertir o casti-
gar a los políticos que creyeron responsables del descontento que los
acompañó a las urnas.12
No todos los electores emiten un voto ideológicamente consisten-
te; eso no caracteriza a toda la masa ciudadana sino a los núcleos
políticamente más educados. Entre esos otros millares de votantes,
en la siguiente oportunidad, ¿quiénes serán percibidos como los res-
ponsables de los actuales y venideros malestares? Esto quiere decir
que los partidos de izquierda y nuestra militancia cotidiana deben
prever —en lenguaje fresco y atrayente— el trabajo educativo indis-
pensable para convertir la votación de protesta en votación conscien-
te y perseverante.
Por otra parte, no debe olvidarse que ni la clase dominante, ni sus
medios de comunicación, ni las derechas norteamericanas, están ma-
niatados ni desprovistos de recursos y proyectos, ni han renunciado a
29La brecha por llenar
la arena política. Como en los años 80, se busca la oportunidad de
poner en marcha un nuevo rollback contrarrevolucionario. Conscien-
tes de la permanencia de sus intereses, insisten en el esfuerzo por
defender la hegemonía política tradicional y consolidar su cultura,
por descalificar a las izquierdas y por recuperar a los electores que se
les han extraviado.
Cuando la derecha intuye que una situación revolucionaria está
por llegar, su reacción es preparar la contrarrevolución preventiva.
Una de sus formas es el fascismo, que también puede presentarse
vestido de civil. Lejos de reconocerse derrotadas ni de enconcharse a
lamerse las heridas, las derechas han venido articulando una contrao-
fensiva regional que, según cada caso y coyuntura nacional, lo mis-
mo podrá apelar a las variantes y estilos de la derecha conservadora
tradicional, a las de una nueva derecha mediática de estilo ejecutivo
y autoritario —antisistémico por su forma y reaccionario por sus fi-
nalidades—, o incluso de nueva cuenta a medios militares.13
Por lo tanto, precisamente por el rezago que aún tenemos en la
reconstrucción del factor subjetivo, la continuidad de lo que hasta
hoy hemos logrado no puede, ni mucho menos, darse por asegurada.
Aún falta multiplicar la necesaria “batalla de las ideas”.
En consecuencia, la cuestión no radica en prolongar ejercicios es-
colásticos acerca de si hoy tenemos o no gobiernos reformistas, o si
para reconocerlos como de verdadera izquierda ellos ya deberían rea-
lizar un papel que sus críticos radicales tampoco han sabido cumplir.
La dialéctica entre reforma y revolución no puede esquematizarse en
blanco y negro, en los términos de la lógica formal. Porque, como
oportunamente señaló Rosa Luxemburgo, “la reforma y la revolu-
ción no son […] diversos métodos del progreso histórico que a placer
podamos elegir en la despensa de la Historia, sino momentos distin-
tos del desenvolvimiento de la sociedad de clases”.14
De hecho, en dicha dialéctica reforma y revolución se interpene-
tran, fecundan y relevan recíprocamente; las luchas por reformas
aportan experiencias y forman cuadros para la revolución, la cual a
su vez se lleva a cabo como una intensa concentración de reformas,
que luego habrán de consolidarse, sostenerse y, para ello, de ajustarse
entre sí y de rectificarse a través de otras nuevas reformas.
La formación de continuaciones más avanzadas y revolucionarias
es y será siempre obra humana. En tanto que esas condiciones subje-
tivas aún no han madurado, compete completarlas con las nuevas
aportaciones que esta situación reclama —que reclama con urgen-
30 Nils Castro
cia— y sistematizar los trabajos que permitan construir y masificar
la cultura política que, como parte de la construcción de la necesaria
contrahegemonía popular, pueda colocar esa opción en “la alacena
de la historia” y la haga necesaria y sostenible.
Así lo exigen las próximas confrontaciones con las derechas loca-
les y transnacionales. Mientras, no estará de más esforzarse para que
nuestros actuales gobiernos progresistas resistan la prueba, y que su
oportunidad no se frustre antes de cumplir sus mejores objetivos.
Porque la posibilidad opuesta no debe subestimarse y puede volver a
arrojarnos muchos años atrás.
Notas
1
A las puertas de una situación revolucionaria pueden dispararse dos posibilida-
des: la revolución o la contrarrevolución. Por eso alguna vez Antonio Gramsci
definió al fascismo como contrarrevolución preventiva. Eso hoy evoca equivalen-
cias como las que se dan entre los modos de pensar de los golpistas hondureños
y los de la nueva derecha argentina o chilena, pese a las diferencias que puedan
tener en tiempos y distancias.
2
Y por otra parte, la proliferación de las sectas evangélicas, atribuida al esfuerzo
norteamericano por contrarrestar la influencia de la Teología de la Liberación.
3
Santos, Milton: Por uma outra globalização: de pensamento único à consciência universal,
Record, Río de Janeiro, 2007, p. 116 (original en portugués, cursivas de NC).
4
Ver Nils Castro: “¿Es viable la socialdemocracia?”, en Tareas n. 73, septiembre
diciembre, Panamá, 1989. También “Comentario”, en Secuencia no. 18, septiembre
octubre, Instituto Mora, México D.F., 1990. Asimismo “Democracia y democrati-
zación real”, en Estrategia no. 107, septiembre-octubre, México D.F., 1992. Ade-
más, “De la crisis de la «democracia» a la democratización real”, en Tareas no. 83,
enero abril, Panamá, 1993.
5
En el entendido de que en la mayoría de nuestros países hay importantes seg-
mentos de población adulta no incorporada a las actividades político-electorales
e, incluso, que no ejercen siquiera los derechos ciudadanos más elementales.
6
La crisis y remplazo (o revisión) del neoliberalismo no implica que el modelo de
democracia “que nos han dado” deje de ser el restringido. Esto solo nuestra
propia acción política lo podrá cambiar.
7
Gramsci, Antonio: “El Príncipe moderno” en Notas sobre Maquiavelo, sobre la política
y sobre el Estado Moderno, Nueva Visión, Buenos Aires, 2003, p. 78.
8
“Las diferentes estrategias de las izquierdas latinoamericanas”, ensayo que en su
versión preliminar el autor ha circulado por correo electrónico.
9
Todavía ahora, bajo el impacto de la crisis económica global desatada en 2007, son
más las voces que reclaman medidas anticíclicas con sensibilidad social, como la
defensa del empleo y el salario y que no castiguen a los ahorristas sino a los
banqueros, que aquellas que cuestionan al capitalismo como tal. Sintomática-
mente, lo que se demanda es adecentar al capitalismo, en vez de remplazarlo, lo
31La brecha por llenar
que destaca esa inoportuna ausencia de una propuesta alterna, renovada y soste-
nible, lista para proceder a remplazarlo.
10
Marx, Carlos: “El dieciocho brumario de Luis Bonaparte” en Obras escogidas,
Editorial en Lenguas Extranjeras, Moscú, tomo 1, 1951, p. 227.
11
Ver Nils Castro: “De movimientos sociales a partidos populares” en Nueva Sociedad
no. 125, mayo junio, 1993. También: “Crisis y reconstrucción de los partidos”, en
Reflexiones en un Panamá democrático, Tribunal Electoral, Panamá, 2006, pp. 41-50.
12
Esto lo que los uruguayos llaman el voto “prestado”, ese que en el 2004 muchos
electores emitieron por primera vez a favor del Frente Amplio, pero que en el 2009
podía retornar a su opción tradicional, aunque el Frente haya gobernado bien,
dado que ese voto ya había cumplido su anterior tarea de amonestar a quienes
antes no habían gobernado como debían.
13
Una contraofensiva que, como ya ha podido constatarse, no necesariamente
respetará las normas democráticas que la propia derecha antes consagró como
elementos de principio de la democracia restringida, de su propia autoría.
14
Ver Reforma social o revolucionaria y otros escritos contra los revisionistas, Fontanara,
México D.F., pp. 118-119.
La “Directiva Retorno”:
xenofobia y desintegración
JULIO SALESSES
“EL DIABLO ES EXTRANJERO… Antes, Europa derramaba sobre el
sur del mundo soldados, presos y campesinos muertos de hambre.
Esos protagonistas de las aventuras coloniales han pasado a la historia
como agentes viajeros de Dios. Era la Civilización lanzada al rescate de
la Barbarie. Ahora, el viaje ocurre al revés. Los que llegan, o intentan
llegar, desde el sur al norte, son protagonistas de las desventuras
coloniales, que pasarán a la historia como mensajeros del Diablo. Es la
Barbarie lanzada al asalto de la Civilización.”
Eduardo Galeano: Espejos, una historia casi universal
I. Línea discursiva institucional de la UE
en materia migratoria
El enfoque de la cuestión inmigratoria en Europa, tiene por base una
interpretación histórica del proceso de llegada y permanencia de in-
migrantes. Al considerar la inmigración como parte de un proceso de
cambio histórico, la lógica que prevalece es la que tiene en cuenta el
nuevo paradigma dominante entre lo que podríamos denominar mo-
noculturalidad pasada y multiculturalidad futura. En este marco, y como
eje dialéctico general y primario para abordar las líneas discursivas
predominantes en la Unión Europea en materia de inmigración, po-
demos señalar la existencia de dos corrientes principales:
1) Un discurso reactivo, que reacciona contra el proceso histórico y
busca restablecer el pasado monocultural.
2) Un discurso pro-activo, que asume la irreversibilidad del proceso
y busca conformarlo como marco para orientar los cambios de
la sociedad.
33La “Directiva Retorno”: xenofobia y des-integración
Cada uno de estos dos discursos puede llegar a legitimar políticas
concretas, y constituyen, podríamos decir, la base de dos “filosofías”.
Para distinguirlos analíticamente, ambos tienen una concepción dis-
tinta sobre la noción de conflicto y poseen también un marco de
referencia de la población distinto. El discurso reactivo busca gestionar
el conflicto y se preocupa por las alteraciones que supone el proceso
de llegada de inmigrantes en todas las esferas de la vida, a las que
percibe como negativas. El discurso proactivo, por su parte, aspira a
proporcionar a las personas recursos e instrumentos para que gestionen los
conflictos, que perciben como un hecho histórico irreversible. En sín-
tesis, el discurso reactivo ve al conflicto como amenaza, como conflicto
de intereses entre inmigrantes y ciudadanos. Por su parte, el discurso
proactivo lo percibe como una oportunidad histórica y un reto que hay
que afrontar, como parte del proceso de socialización en el que Euro-
pa está envuelta.
Esta visión diferenciada del conflicto implica también, como de-
cíamos, que cada discurso tiene un marco de referencia de la pobla-
ción distinto. El discurso reactivo solo tiene en cuenta a la población
ciudadana (la población votante o de identidad/cultura homogénea),
la que siempre tiene prioridad frente a la población no ciudadana
(población no votante o de identidad/cultura diferente) en los con-
flictos de intereses que se producen. Esto equivale a decir que el
interés del ciudadano-votante prevalece sobre el interés del no-ciuda-
dano (no votante). En el discurso proactivo, por el contrario, el marco
de referencia es toda la población, independientemente de si es o no
ciudadano, si es o no votante.
Las diferencias entre ambas posiciones se manifiestan, también,
en la idea de gestión legislativa frente al fenómeno. El discurso reactivo
lo plantea como un problema que debe resolverse con los instrumen-
tos jurídicos y políticos existentes. El discurso proactivo lo plantea como
un reto que debe afrontarse favoreciendo la innovación política y
jurídica, si los medios actuales no son los adecuados para la gestión
del fenómeno.
Para el discurso reactivo, el referente negativo principal es la inesta-
bilidad y la delincuencia. La inmigración podría incluso alterar la
convivencia de la sociedad en su conjunto. Para el discurso proactivo,
los peligros básicos son cuestiones relacionadas con la violencia ra-
cista, delitos contra trabajadores o explotación de los inmigrantes,
desalojos, problemas sanitarios, polizones, intolerancia religiosa, dis-
criminación, expulsiones y denegaciones arbitrarias de entrada.
34 Julio Salesses
Para el discurso reactivo la llegada masiva de inmigrantes produce
xenofobia, rechazo o desequilibrios laborales que justifican ciertas
reacciones de la ciudadanía. Para el discurso proactivo la inmigración
puede ser considerada como la coartada a la que recurren los intole-
rantes. En esta línea, la llegada de inmigrantes lo que puede llegar a
provocar es un argumento que justifique la necesidad de políticas de
discursos reactivos, que incluso llegue al fascismo si se pretende im-
poner a los ciudadanos proyectos de naturaleza excluyente o totalita-
ria. También preocupa al discurso proactivo la fractura de la sociedad,
al percibir como anormal que el proceso de inmigración provoque
divisiones en términos de posesión o no de derechos.1
II. Más allá del plano discursivo
Lo expuesto hasta aquí constituye el trazo grueso, la línea general
que sirve como telón de fondo ideológico al tratamiento político de la
cuestión de los inmigrantes en el viejo continente. De la tensión entre
las posiciones anteriormente descritas, va surgiendo la síntesis que se
refleja, finalmente, en normas de Derecho Positivo, y que concluye por
lo tanto condicionando el futuro de millones de seres humanos.
En el plano estrictamente institucional, la base discursiva de la
Unión Europea en lo que hace a política migratoria fue fijada en el
Programa de Tampere, adoptado por el Consejo Europeo reunido en
dicha ciudad los días 15 y 16 de octubre de 1999. Dicho programa
dispone como objetivo principal la creación de un Espacio Europeo
de Libertad, Seguridad y Justicia. Dentro de ese marco general, las
conclusiones del Consejo Europeo de Tampere afirman que la inmi-
gración pasa a ser un tema de especial importancia, “puesto que el
goce de la libertad que caracteriza a la Unión Europea (...) ejerce un poder
de atracción para muchos otros ciudadanos de todo el mundo que no
pueden gozar de la libertad que los ciudadanos de la Unión dan por
descontada”. A continuación, remata la proclama con el siguiente
aserto: “Sería, además, contrario a las tradiciones europeas, negar esta
libertad a aquellas personas a las que sus circunstancias conducen
justificadamente a tratar de acceder a nuestro territorio. Por esta ra-
zón, la Unión ha de desarrollar políticas comunes en materia de asilo
e inmigración”. (Apartado 3, Conclusiones de la Presidencia, Conse-
jo Europeo de Tampere, 15 y 16 de octubre de 1999). El Consejo de
Tampere aboga por un enfoque comprensivo que establezca las ba-
35La “Directiva Retorno”: xenofobia y des-integración
ses de esas políticas comunes, enfoque que “debe atender las causas de
raíz —root causes—, y no generar un tratamiento superficial que ignore las
causas originales de los flujos migratorios”. (sic).
Las prioridades temáticas establecidas en el Consejo Europeo de
Tampere, fueron: 1) colaboración con los países de origen, 2) sistema
europeo común de asilo, 3) metodología de gestión de los flujos mi-
gratorios. Se estableció expresamente que la colaboración con los
países de origen debía fomentar el codesarrollo, aplicar una mayor coheren-
cia entre la política interior y la política exterior de la Unión, establecer
un enfoque global de la inmigración “que trate los problemas políti-
cos, de derechos humanos y de desarrollo de los países y regiones de
origen y tránsito”. (Apartado A. I., punto 11 de las conclusiones del
Consejo Europeo de Tampere). La lucha contra la pobreza, la mejora de las
condiciones de vida y las posibilidades de trabajo, la prevención de conflictos,
la consolidación de estados democráticos y la garantía del respeto de los
Derechos Humanos debían ser temas desarrollados en este enfoque glo-
bal. Por su parte, el apartado “Trato justo de los nacionales de terceros
países” recogía aspectos de política de integración, lucha contra el
racismo y la xenofobia y lucha contra la discriminación, y la regula-
ción de un estatuto jurídico para residentes de larga duración.
El Programa de Tampere refleja con exactitud la manera en que la
Unión Europea busca mostrarse ante el mundo. El abordaje de un
tema como la discriminación, permite marcar definiciones en un
amplio rango axiológico, y exhibir el rumbo elegido como modelo
social. Así, ante la bestialidad imperialista norteamericana, Europa se
ofrece como bloque proclive a la integración multipolar (especialmente,
por razones culturales, religiosas y de dinámicas migratorias con Amé-
rica Latina) fundamentada en la búsqueda de consensos. Ante el
modelo que prohija Guantánamo, Europa fundamenta la legislación
que consagra su Parlamento en el pleno apego a la Declaración de
Derechos Humanos. Coloca a la política exterior norteamericana en
el plano del discurso reactivo, que percibe la alteridad como una ame-
naza a sus intereses, amenaza que debe ser eliminada “gestionando”
con los instrumentos existentes. Los intereses a defender por el Esta-
do norteamericano, son los de sus ciudadanos. Europa reserva para sí
el discurso proactivo. Más allá de sus fronteras no ve (en su declaración
de principios) una “alteridad a eliminar”, sino una oportunidad histó-
rica de acercamiento e integración a lograr mediante consensos sus-
ceptibles de ser volcados a nuevas herramientas jurídicas y políticas.
Según esta visión, Europa sería lo plural, lo tolerante, lo “política-
36 Julio Salesses
mente correcto”, en oposición al rancio y recalcitrante conservadu-
rismo yanqui.
El análisis de la política exterior de la Unión Europea desde el
Programa de Tampere hasta la actualidad, excedería el espacio desti-
nado a este trabajo. Sin embargo, puede afirmarse que la tarea legisla-
tiva del Parlamento muestra, en el área temática que nos ocupa, más
contradicciones que concordancias con la línea ideológica del progra-
ma. Con posterioridad a su entrada en vigencia (y como consecuencia
de ella), surgen dos Directivas de la Unión Europea contra la discri-
minación: la de igualdad de trato con independencia del origen racial
o étnico (Directiva 2000/43/CE del Consejo, 29 de junio de 2000) y
la de igualdad de trato en el mundo laboral (Directiva 2000/78/CE del
Consejo, 27 de noviembre de 2000).
Encontramos en ellas disposiciones como: “La presente Directiva
tiene por objeto establecer un marco para luchar contra la discrimi-
nación por motivos de origen racial o étnico, con el fin de que se
aplique en los estados miembros el principio de igualdad de trato”.
(Art. 1); más adelante se argumenta:
Concepto de discriminación.
1. A efectos de la presente Directiva, se entenderá por “principio
de igualdad de trato” la ausencia de toda discriminación, tanto
directa como indirecta, basada en el origen racial o étnico.
2. A efectos del apartado 1:
a) existirá discriminación directa cuando, por motivos de origen
racial o étnico, una persona sea tratada de manera menos fa-
vorable de lo que sea, haya sido o vaya a ser tratada otra en
situación comparable;
b) existirá discriminación indirecta cuando una disposición, cri-
terio o práctica aparentemente neutros sitúe a personas de un
origen racial o étnico concreto en desventaja particular con
respecto a otras personas, salvo que dicha disposición, crite-
rio o práctica pueda justificarse objetivamente con una finali-
dad legítima y salvo que los medios para la consecución de
esta finalidad sean adecuados y necesarios.
3. El acoso constituirá discriminación a efectos de lo dispuesto en
el apartado 1 cuando se produzca un comportamiento no desea-
do relacionado con el origen racial o étnico que tenga como ob-
jetivo o consecuencia atentar contra la dignidad de la persona y
Libro. Pensar a Contracorriente. 2010.
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Libro. Pensar a Contracorriente. 2010.

  • 1. El centro comercial como figura paradigmática... I
  • 3. El centro comercial como figura paradigmática... IIIIII EDITORIAL DE CIENCIAS SOCIALES, LA HABANA, 2010
  • 4. IV Luis Martínez Andrade Jurado Héctor Díaz Polanco México Salim Lamrani Francia Carlos Tablada Cuba Edición: Yasmín S. Portales Machado Diseño de cubierta y realización: Elvira Corzo Alonso Diseño interior: Bárbara A. Fernández Portal Corrección: Natacha Fajardo Álvarez Composición computarizada: Bárbara A. Fernández Portal Estimado lector le estaremos agradecidos si nos hace llegar sus opiniones acerca de nuestras publicaciones. INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO Editorial de Ciencias Sociales Calle 14 no. 4104 entre 41 y 43 Playa, Ciudad de La Habana, Cuba editorialmil@cubarte.cult.cu ISBN 959-06-0742-X obra completa ISBN 959-06-1272-5 tomo VII © Colectivo de autores, 2010 © Sobre la presente edición: Editorial de Ciencias Sociales, 2010
  • 5. El centro comercial como figura paradigmática... V Índice Prólogo La brecha por llenar NILS CASTRO La “Directiva Retorno”: xenofobia y desintegración JULIO SALESSES La crisis global y la nueva transición ERNESTO DOMÍNGUEZ LÓPEZ Cultura tecnológica, innovación y mercantilización DÊNIS DE MORAES El modelo económico de los Estados Unidos: deslegitimación interna y presiones externas en un escenario de crisis global ESTEBAN MIGUEL MORALES DOMÍNGUEZ KATIA COBARRUBIAS HERNÁNDEZ Golpe de Estado en Honduras. Lecciones y desafíos tras la cuarta urna JOSÉ ÁNGEL PÉREZ GARCÍA ALBA: un amanecer distinto para América Latina LIANET ESCOBAR HERNÁNDEZ José Martí y el socialismo del siglo XXI PEDRO RAFAEL MACHÍN CANTÓN VII 1 32 48 79 106 138 191 171
  • 6. VI Santiago Alba Rico Proyectos hegemónicos de los Estados Unidos para América Latina. ¿Por qué un golpe militar precisamente en Honduras? SARAH RODRÍGUEZ TORRES Desenvolvimiento global capitalista y transición al socialismo en la periferia. Una reconceptualización teórico-metodológica YOANDRIS SIERRA LARA De los autores 209 245 281
  • 7. Prólogo VII Prólogo Cuando nos solicitó el Ministerio de Cultura de la República de Cuba para que formáramos parte del jurado del concurso Pensar a Contra- corriente, aceptamos inmediatamente la propuesta, a pesar de nues- tras agendas respectivas bastante cargadas. No se podía rechazar semejante honor. En efecto, durante las anteriores ediciones del con- curso, cuyo prestigio crece cada año, eminentes personalidades ha- bían desempeñado este papel con talento y brío, e intelectuales de renombre internacional habían participado. Nuestra humilde ambi- ción consistía en ubicarnos a la altura de semejante responsabilidad y mostrarnos dignos del honor que nos habían hecho. Desde el prin- cipio, tuvimos la convicción de que la experiencia sería fecunda y enriquecedora. La coordinadora de la presente edición, Yahima Leyva, nos hizo llegar los 109 ensayos que componen el concurso 2010 a medida que los recibía. Quisiéramos saludar su profesionalismo, su disponibilidad y su dedicación. Los trabajos son, en mayoría, de una gran diversidad temática, de una extraordinaria riqueza y de una innegable calidad. Todos dedicamos largas horas, nocturnas en su mayoría, para la lec- tura metódica y asidua de los ensayos. Luego vino el momento de la elección, etapa nada fácil. Cada miembro del jurado seleccionó así entre 10 y 20 trabajos antes de la primera reunión formal del jurado. Las sesiones de trabajo se desarrollaron en la Casa del Che, que ofrece un marco espléndido de tranquilidad, propicio a un debate y una reflexión común serenos. No podíamos esperar mejores condi- ciones materiales para analizar las diferentes elecciones de cada uno y confrontar las opiniones y los puntos de vista. El debate ocurrió
  • 8. VIII Santiago Alba Rico bajo la dirección magistral del presidente del jurado, Héctor Díaz Polanco, quien desempeñó su papel a la perfección y supo imponer cortésmente la disciplina necesaria. Yahima Leyva, como excelente coordinadora, supervisó las reuniones y nos brindó una atención de todos los instantes. Las discusiones fueron a la vez cordiales y animadas, los puntos de vista a veces diferentes pero siempre respetados, los análisis precisos pero abiertos. Cada miembro del jurado supo dar prueba de la aper- tura de espíritu necesaria para volver a evaluar ciertas decisiones to- madas quizás de modo demasiado abrupto, bajo la amenaza tal vez de un inevitable adversario que actúa perniciosamente de noche: el sueño. El jurado procedió así a una nueva lectura sistemática de los ensayos seleccionados por una mayoría pero no por unanimidad. La constructiva y estrecha colaboración, el debate vivo pero respetuoso entre los miembros del jurado permitieron tomar todas las decisio- nes por unanimidad, tanto los premios como las menciones. Los miembros del jurado agradecen a los 109 participantes de esta VII edición del concurso Pensar a Contracorriente, quienes contribu- yeron a un innegable enriquecimiento cultural sobre temas diversos y variados, y reiteran su expresión de gratitud a Yahima Leyva, coor- dinadora, a Sonia Almaguer, directora de la Editorial de Ciencias Sociales, a Zuleica Romay, presidenta del Instituto Cubano del libro y a Abel Prieto, ministro de Cultura. SALIM LAMRANI* * Salim Lamrani, periodista escritor francés. Se especializa en las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos. Profesor en la Universidad Paris-Sorbonne-Paris IV y de la Universidad Paris-Est Marne-la-Vallée. Miembro del Centre de Recherches Interdisciplinaires sur les Mondes Ibériques Contemporains de la Universidad de Paris-Sorbonne Paris IV (CRIMIC), del Groupe de Recherche Interdisciplinaire sur les Antilles Hispaniques et l’Amérique Latine de la Universidad de Cergy Pontoise (GRIAHAL) y de la Red de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humani- dad. Da conferencias frecuentes en Francia y diversos países del mundo. Ha sido invitado por importantes universidades estadounidenses tales como el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), la Northeastern University de Boston, la Thomas Jefferson School of Law de San Diego, la Universidad de Santa Bárbara, la Sarah Lawrence College de New York, la Sonoma State University, la Univer- sidad de Stanford y la Universidad de San Francisco. Algunos de los libros que ha publicado: Superpower Principles. U.S. Terrorism Against Cuba (Maine, USA, Com- mon Courage Press, 2005), Cuba frente al Imperio. Propaganda, guerra económica y terrorismo de Estado (La Habana, Editorial José Martí, 2006), Double Morale. Cuba, l’Union européenne et les droits de l’homme. (París, Editions Estrella, 2008; prólogo de Gianni Minà) y Cuba, ce que les médias ne vous diront jamai (París, Editions Estre- lla, 2009; prólogo de Nelson Mandela).
  • 9. La brecha por llenar NILS CASTRO En nuestra América, sigue en curso un fenómeno que en estos años la opinión pública y los analistas han seguido con atención, pero que ya demanda examinarlo con una perspectiva más amplia. Es el rela- tivo a los procesos sociopolíticos y electorales que en los pasados dos lustros han dado lugar a la aparición de gobiernos progresistas en numerosos países de la región. El interés del tema abarca incluso a naciones donde no se llegó a ese extremo —Colombia, México y Perú—, puesto que también allí algunas corrientes de izquierda al- canzaron resultados electorales que dan registro de un cambio en la actitud ciudadana. En general, una situación que diez años antes era muy difícil prever. El interés que el tema suscita ha permitido que hoy contemos con una valiosa cantidad de estudios que, pese a su natural diversidad de enfoques, coinciden en la mayoría de sus observaciones sobre la plura- lidad de contenidos, motivaciones y formas de ese fenómeno. Aun así, falta sopesar muchos de sus ingredientes, implicaciones y conse- cuencias, además de prever las opciones relativas a su sostenibilidad y desarrollo. En particular, las que se refieren a cuánto más —y cómo— dicho fenómeno podrá consolidar sus logros y superar nuevas prue- bas electorales, para agregar no solo perduración sino otros logros que permitan trazarse objetivos de mayor alcance. Y eso deberá ha-
  • 10. 2 Nils Castro cerse frente a la contraofensiva de las derechas y lo que podrá sobre- venir si ellas tienen éxito, es decir, si dicha sostenibilidad no se llega- ra a concretar.1 La sola presencia continental de ese fenómeno, y la cuestión de sus alcances y sostenibilidad demandan reabrir —en ámbito latino- americano y en época postneoliberal— algunos temas que antes se daban por resueltos. Entre otros, ese de la dialéctica entre sostenerse y avanzar, según la cual lo que no puede sostenerse tampoco podrá avanzar o, antes bien, si solo al avanzar es posible sostenerse. Lo que, a su vez, emplaza la interrogante de si en nuestra América hoy existe una situación revolucionaria, en qué consistiría esta situación y cuáles serían sus alternativas. Así como el viejo tema de la dialéctica —y no la disyuntiva— que hay entre reforma y revolución o, para ser más pre- cisos, el de si ya estamos ante unas condiciones que demandan plan- tearse esa cuestión o cuándo y cómo corresponderá hacerlo. Aunque el propósito de estas líneas no es el de relatar una vez más los factores y la historia que hicieron posible y precipitaron el fenó- meno que nos ocupa, sí es necesario recordar algunos de sus antece- dentes, debido a los influjos que los mismos todavía ejercen en la actualidad, sobre las particularidades y sobre las posibilidades reales de esos gobiernos progresistas, y las opciones que el futuro previsible podrá situarnos por delante. ¿Qué democracias son estas? Al final de los años 70 del siglo pasado, gran parte de la humanidad aún compartía un optimismo liberador y revolucionario, resultante de los éxitos de las insurgencias de liberación nacional en África y Asia, de la Revolución Cubana, del movimiento de no alineación, de las victorias del pueblo vietnamita, las revoluciones del 68 y las mo- vilizaciones de parte del pueblo de los Estados Unidos por los dere- chos civiles y contra el belicismo, entre otras gestas. Incluso reveses muy dolorosos, como la caída del Che y sus compañeros en Bolivia y el sacrificio de Salvador Allende no mermaron ese espíritu, sino que incentivaron el desarrollo de ideas y capacidades para renovar méto- dos y perseverar. Sin embargo, tras el abandono de las políticas internacionales de mayor aliento revolucionario en la URSS y en China, del reflujo de los intentos guerrilleros sudamericanos y el desmantelamiento negociado
  • 11. 3La brecha por llenar de las dictaduras de seguridad nacional, aparejado a la mediatización de las subsiguientes democracias civiles latinoamericanas, también so- brevino, adicionalmente, la intensa y prolongada ofensiva neoconser- vadora impulsada por los gobiernos de Margaret Tatcher y Ronald Reagan y, cabalgando en ella, la imposición de los “reajustes estructura- les” resumidos en el Consenso de Washington. Ofensiva que durante su despliegue coincidió, además, con el desmoronamiento de la Unión Soviética y la desintegración del llamado “campo socialista”. Por varios años, esta sumatoria puso en crisis varias de las anterio- res certidumbres de las izquierdas, minó la confianza en sus propias convicciones y proyectos, y erosionó su prestigio y capacidad de con- vocatoria. Una importante porción de las izquierdas —incluso de las que se proclamaban antisoviéticas— empezaron un período de deso- rientación y repliegue. Y fue precisamente en esas circunstancias que los pueblos latinoamericanos —ya azotados por las consecuencias so- ciales de la crisis de la deuda externa, las amenazas de la hiperinflación y el desempleo, el espantajo del retorno de los militares y la falta de alternativas político ideológicas viables— no obtuvieron las demo- cracias que buscaban, sino apenas las que les fueron concedidas. Es decir, la modalidad de democracias que se podía conseguir a través de las transiciones pactadas entre los generales, las cúpulas empresariales, los partidos tradicionales, la política estadounidense para el hemisferio y las exigencias de las autoridades financieras in- ternacionales, cuando el movimiento popular aún no había podido reorganizarse. Una modalidad de democracia restringida que no se destinaba a satisfacer las mayores expectativas populares y que, si bien dio un respiro a los derechos humanos y restableció parte de los derechos civiles, las libertades públicas y las esperanzas electorales antes conculcados, no le concedió a las organizaciones sociales y la- borales los medios ni oportunidades necesarios para hacerse repre- sentar y poder participar en la definición y organización de las políticas públicas y procesos electorales. Concebida para descompresionar las tensiones sociales y restable- cer la vieja “normalidad” política conservadora, esa democracia vino a normar y regularizar la rotación entre administraciones oligárqui- cas formalmente electas, así como a limitar la participación de las opciones políticas contestatarias. Por lo mismo, fue naturalmente débil frente a la ofensiva neoconservadora y las tesis neoliberales que ella vino a instaurar. Destinada a administrar el servicio a la deuda externa y la aplicación de las reformas dictadas por el Consenso de Washington,
  • 12. 4 Nils Castro así como a mantener bajo control las reacciones sociopolíticas que esto provocara, todavía acostumbramos llamarla “democracia neoli- beral” por el contenido de la gestión que le tocó implementar. Naturalmente, en las distintas naciones latinoamericanas los mé- todos, intensidades y alcances de esa instauración se diferenciaron según las respectivas realidades y, en particular, según la fortaleza de las resistencias sociales y políticas confrontadas. Como así también sus correspondientes efectos y consecuencias. No obstante, es preci- so destacar dos constataciones —entre otras— porque sus secuelas se prolongan hasta el presente y el próximo futuro, incluso después de la bancarrota del neoliberalismo. La primera, que en aquellas circunstancias de incertidumbre la capacidad de las izquierdas para resistir quedó debilitada. Aunque los postulados doctrinales de la ofensiva neoconservadora fueron objeto de críticas de importancia, no tuvieron que superar contrapro- puestas de gran fuerza. Con un crecido respaldo de los principales medios de comunicación, eso les facilitó lograr amplios éxitos ideo- lógicos, no solo entre las clases hegemónicas y sus funcionarios, sino también entre las capas medias y una parte significativa de la intelec- tualidad política y académica. Eso no ocurrió por espontáneo efecto de las circunstancias. Desde luego, las secuelas ideológicas de la “caída del muro” facilitaron la penetración de los argumentos del Consenso de Washington en el pensamiento de una parte de las dirigencias latinoamericanas (inclu- so en el de algunas izquierdas blandas que a nombre de un supuesto “pragmatismo” recularon hacia el centrismo político). Pero eso no fue todo. Dicha penetración se acompañó de una sistemática supre- sión de los subsidios u otras facilidades que antes se otorgaban a numerosos centros de investigaciones sociales, de debates y publica- ciones, de educación de líderes populares, etc., como parte de una metódica eliminación de los focos de resistencias y contrapropuestas ideológico culturales. A lo que se agregó, igualmente, la estigmatiza- ción y el recorte de recursos a las universidades públicas y la prolife- ración de universidades privadas. Esto no pasó solo en América Latina y otras áreas del “Tercer Mundo”. En Europa occidental, por ejemplo, parte significativa de la socialdemocracia buscó conciliar sus herencias socialistas con las tesis neoliberales, lo que no resultó en “reactualizarse” sino en extra- viar su propia identidad y programa políticos. Conocidos partidos socialistas europeos que por esa vía se deslizaron hacia el centro no
  • 13. 5La brecha por llenar solo perdieron su razón histórica y confiabilidad, sino también a mi- llones de electores decepcionados, obsequiándole así un campo adi- cional a las viejas y nuevas derechas. Sus imitadores latinoamericanos no corrieron mejor suerte. La segunda constatación —y generalmente la más comentada— es la de que las políticas neoliberales, tras lograr una inicial estabiliza- ción macroeconómica, no propiciaron un desarrollo equilibrado y sustentable, sino que pasaron a provocar atroces consecuencias so- cioeconómicas, que se iniciaron por las privatizaciones y desprotec- ciones, la precarización del empleo y la liquidación de la solidaridad social. Aquí no hace falta volver a describir las subsiguientes calami- dades sociales, puesto a que ya hay abundante literatura sobre el tema. Sin embargo, es oportuno recordar que esas políticas y sus efectos no solo incrementaron la inseguridad y la desigualdad sociales, y em- peoraron la calidad de vida de nuestros pueblos (así como la autode- terminación de nuestras naciones), sino que además dañaron la estructura y cohesión de las clases trabajadoras, lo que enflaqueció sus organizaciones y debilitó sus aspiraciones. Ya afectados en el plano ideológico, muchos de los integrantes y cuadros de esa antigua fuerza social se dispersaron para sobrevivir en la informalidad o en la emigración, lo que minó la consistencia de ese sujeto político. Asimismo, cambió el perfil ocupacional y redujo la autonomía de distintas fracciones de las capas medias, y las debilitó. Paralelamente, se acentuó la migración de millones de fugitivos de la crisis rural que siguieron arribando a las ciudades, aunque ya no para engrosar a la clase obrera sino a sobrevivir en los crecientes cinturo- nes de la miseria urbana. Todo lo cual contribuyó a aglomerar un nuevo personaje social, menos articulado y consciente de sí mismo pero no menos sufrido, al que Frei Beto denomina el “pobretariado”. En los siguientes lustros, la acumulación de necesidades, frustra- ciones y disgustos sociales exacerbados por las reformas neoliberales pondría en escena una masa de inconformes que, en la mayor parte de nuestros países, coincidiría con una prolongada carencia de nuevas propuestasdeizquierdaydeorganizacionescapacesdecanalizarlas hacia objetivos factibles. De ello se desprenden dos géneros de consecuen- cias: de un lado, los incrementos de la delincuencia común, el tráfico y consumo de drogas y la aparición de formas más complejas de organi- zación de la criminalidad transnacional; del otro, el surgimiento de nue- vas formas de explosividad política, que se hicieron patentes cuando esa masa sin conducción estratégica empezó a insurreccionar ciuda-
  • 14. 6 Nils Castro des —Caracas, El Alto, La Paz, Quito, Buenos Aires y otras—, a secundar asonadas e incluso a defenestrar gobiernos, aunque sin dis- poner todavía de una mejor alternativa con la cual remplazarlos. Más allá de una visión crítica Las tesis neoliberales fueron una construcción tanto ideológica como programática que el gran capital transnacional y la estrategia neocon- servadora patrocinaron por serles necesaria para eludir la crisis finan- ciera en emersión y, a la vez, para tomarse los vacíos políticos que la debacle del socialismo soviético dejó en diversos lugares del mundo. Sin embargo, por si no bastara la evidencia académica de que los postulados neoliberales eran una construcción plagada de errores teó- ricos y técnicos, los efectos sociales de su aplicación —especialmen- te de las aplicaciones indiscriminadas, dogmáticas y masivas auspiciadas por los organismos financieros internacionales— en apenas una década se volvieron riesgosas para la estabilidad social y la gobernabilidad que interesaban a sus propios promotores. Sobre todo cuando el tan predicado “achicamiento” de los estados latinoamericanos privó a estos de los recursos necesarios para subsanar problemas sociales, prever y corregir los efectos más indeseables y, además, para controlar a sus respectivas poblaciones. Más allá del corto plazo, la escasez de éxitos en la arena económi- ca, sumada a las irritaciones sociales provocadas propició, a su vez, un creciente cuestionamiento de los sistemas políticos previamente establecidos —los de la democracia restringida— que poco antes ha- bían servido para instrumentar la aplicación de los postulados neoli- berales, pero que después fueron ineficaces para manejar sus efectos sociales y políticos. Tras una ilusoria y breve primera impresión, los neoliberales ter- minaron por pegarse un tiro, no en el pie sino en la mano de empuñar el revólver. Hoy por hoy, tras la crisis económica mundial generada por los grandes especuladores financieros estadounidenses y europeos, hasta los ortodoxos más convencidos admiten que la desregulación y la falta de fiscalización y control estatal propiciaron la catástrofe. Ahora que los mercados del Norte continúan al borde del abismo y millones de norteamericanos y europeos están al garete, todos reco- nocen las peligrosas consecuencias de esa prédica. Y todos asimismo admiten que el muro neoliberal también se ha derrumbado.
  • 15. 7La brecha por llenar Aun así, pese a que las izquierdas latinoamericanas —en muchas partes identificadas todavía con el pensamiento desarrollista y la tra- dición teórica anterior a la globalización—, a través de la denuncia de las tesis neoliberales y de sus graves efectos sociales muy ponto ad- virtieron que ese fracaso iba a ocurrir, no por ello dispusieron de lo necesario para sistematizar y proponer otra alternativa más acertada y concretamente factible. Como asimismo, diez años después, tam- poco previeron la proximidad y el carácter de la actual crisis econó- mica mundial y las opciones latinoamericanas ante la misma, pese a tantos años de anunciar que ella estaba por venir. De una forma que recuerda la que Antonio Gramsci describió hace casi un siglo, donde el viejo régimen ya agoniza sin que todavía haya- mos producido la alternativa que habrá de remplazarlo, ahora el fra- caso neoliberal y la emersión de la crisis han tenido lugar antes de que hubiéramos elaborado las propuestas conceptuales y operativas adecuadas para que los correspondientes sujetos sociales estuvieran preparados para superar esa etapa. Así las cosas, en las presentes circunstancias latinoamericanas de la continuación postneoliberal de la globalización, ¿de qué otro siste- ma conceptual y de qué otras propuestas políticas y económicas po- demos disponer para enfrentar la crisis y para identificar e impulsar nuestras propias opciones, particularmente ahora que los grandes adversarios del cambio histórico están en problemas? Aunque tiempo atrás, en los años 60 y 70 del siglo XX, buena parte de nuestros pueblos alcanzaron un avanzada maduración del aspecto subjetivo de una situación revolucionaria, después el repliegue expe- rimentado en los 80 y los 90 nos dejó una paradoja: pese a que las condiciones objetivas de esa situación continuaron agravándose, las subjetivas involucionaron. En la transición al siglo XXI, el empeora- miento de la situación material de nuestros pueblos vuelve a recla- mar otros progresos del componente subjetivo, y no solo en el sentido de contar con nuevas ideas y proyectos, sino en el de convertirlos en fuerza material llevándolos al seno de los sectores populares. Obviamente, esta conversión no es sencilla ni puede cumplirse de un día para el otro. Para planteársela es indispensable juntar lo que se des- prende de las dos constataciones que antes hemos reseñado: la referente a la ofensiva neoconservadora y la diseminación de las ideas del Con- senso de Washington y, además, la relativa a la formación de un suje- to histórico adicional o “pobretariado”.
  • 16. 8 Nils Castro En el seno de esa masa popular se incuba una transición que, libra- da a la espontaneidad puede demorar y deformarse, pero que es fac- tible alentar y orientar. Es la que debe ir de una percepción de actualidad objetiva hacia la proyección subjetiva de esa fuerza social. Ser parte de uno de los sectores más sufridos e inconformes de la población, no necesariamente lleva a cada hombre a escoger opciones revoluciona- rias. Antes puede inducir a salidas individualistas y de corto plazo, sobre todo cuando se carece de acceso a una propuesta alternativa de mayor aliento social. El inmediatismo personal ofrece salidas por la ruta del delito, del oportunismo político, de la enajenación religiosa, todas ellas igualmente funcionales al sistema imperante. En lugar de eso, para optar por algo moral y políticamente más acertado hace falta acceder a una visión o aspiración confiable, con objetivos de mayor alcance, que permitan actuar colectiva y organizadamente en busca de soluciones estructurales y duraderas, en vez de salidas indi- viduales e inmediatas. Como a ese respecto observa Milton Santos,3 el problema es “cómo pasar de una situación crítica a una visión crítica y, enseguida, alcanzar una toma de conciencia”, cosa que implica confrontar la dura exis- tencia de la pobreza y la injustica como algo real, pero también como una paradoja: la de tener que aceptar esa realidad para sobrevivir, pero darse capacidad de resistir para pensar y actuar para cambiarla, en busca de otro futuro. Para mejorar las oportunidades de que ese salto se haga factible se necesita construir o reconstruir ideas, pro- puestas y organizaciones que —como aquellas que en los años 80 y 90 fueron diezmadas—, ahora, en los actuales tiempos de la globali- zación postneoliberal, le faciliten a los diversos jirones del pobreta- riado encontrar esa visión y proyecto confiables. A cada quien su cultura Hasta ahora, la mayoría de los ensayos acerca de los efectos del neo- liberalismo y —más recientemente— sobre su incidencia en el com- portamiento de los electores latinoamericanos, suele constar de análisis de carácter socioeconómico. Si bien esos estudios ofrecen acertados señalamientos y conclusiones, todavía hace falta ocuparse más de los aspectos específicamente políticos del problema. Como ya dijimos (y aquí lo repito para añadir otras deducciones), las democracias restringidas repusieron derechos ciudadanos y dis-
  • 17. 9La brecha por llenar tendieron el ambiente social. Pero tuvieron la misión de aplicar los “reajustes” neoliberales y esa combinación generalmente implicó gobiernos civiles afligidos por las secuelas del mal desempeño de sus antecesores oligárquico-militares, la crisis de la deuda externa y los espectros de estancamiento, desempleo e hiperinflación, frente a las grandes necesidades y expectativas de la población, y el consiguiente apremio por conseguir financiamientos. Sus precariedades fueron impiadosamente explotadas por los pres- tamistas foráneos y los tecnócratas de las entidades financieras inter- nacionales —ninguno de ellos democráticamente electo—, para imponerles la interpretación neoliberal de los retos de la globaliza- ción. Aplicar los “reajustes” no fue cuestión de si estos gobernantes compartían esa ideología: ello no fue una opción voluntaria. Las democracias restringidas funcionaron así como gobiernos civi- les de transición, constreñidos a administrar el servicio a la deuda externa y capear los efectos sociopolíticos de la crisis provocada por ella. Dos funciones que debieron cumplir con reducida capacidad de maniobra, endeble soporte político y con una economía sujeta a la incertidumbre y a fuertes presiones externas. Eso todavía exige distinguir entre la democracia a la que aspirába- mos y la democracia que nos dejaron tener. Una situación que aún demanda impulsar las tomas de conciencia y las movilizaciones ne- cesarias para reformar esa democracia “real” —la realmente implan- tada en nuestros países— a fin de lograr la democracia que necesitamos y queremos. Es cierto que dicha democratización “real” constituyó un progreso si la comparamos con el orden precedente; pero igual- mente es verdad que aquel pasado progreso no satisface las necesida- des contemporáneas, y que la naturaleza misma de esas democracias aún debe quedar sujeta a cuestionamiento y renovación.4 Como cualquier otro régimen de gobierno, la democracia restringi- da requiere y genera un sistema político que le sea funcional. Este siste- ma no solo consta de la estructura político electoral constituida por los actores políticos, normas y autoridades que enmarcan la organi- zación y el financiamiento de partidos, campañas y comicios, sino también del conjunto mayor que incluye a toda la variedad los agen- tes sociales, económicos, institucionales, informativos, culturales y políticos que interactúan y se complementan para conformar el am- biente en el cual se constituye, induce y maneja el repertorio de te- mas a tratar, las actitudes y las corrientes de la opinión pública, así como los liderazgos que aglutinan, moldean y le dan aceptación y
  • 18. 10 Nils Castro previsibilidad a los comportamientos políticos de los principales seg- mentos de la población que participa, y a sus conductas electorales.5 Ese ambiente promueve la aceptación, legitimación y acatamien- to de los parámetros y reglas de juego —explícitas o no— dentro de las cuales los actores que concurren podrán actuar normalmente (en el sentido de que “normal” es lo que se atiene a las normas vigentes), rivalizar, competir y relevarse entre sí en el gobierno y la oposición. Lo cual, idealmente, el sistema deberá lograr una vez tras otra sin desestabilizar el funcionamiento, la reproducción y la continuidad del conjunto socioeconómico y cultural que el mismo debe adminis- trar, mantener cohesionado y representar. Desde que dicho sistema queda establecido, su tarea medular será la de darse continuidad, con las eventuales adaptaciones que las cir- cunstancias exijan. Su misión no será la de transformar el orden vi- gente, para lo cual sería necesaria la irrupción y fortalecimiento de otros actores, cosa que implicaría una ruptura antisistémica. A fin de configurar el ambiente social donde se legitiman y acatan esas reglas del juego, y donde se moldean las agendas políticas y la conformidad de los comportamientos cívicos —en el sentido no solo de moldear y consensuar preferencias y expectativas sociales, sino tam- bién de desacreditar y marginar los amagos de inconformidad—, tiene especial relevancia el control, manejo y penetración de los medios de comunicación. Esto es, su prerrogativa de determinar la selección de los temas, enfoques y dosificaciones de información que el grueso de la sociedad tendrá en su haber para adoptar sus consiguientes prefe- rencias y decisiones. Estos medios siempre han tenido enorme influencia para consa- grar aceptaciones y consensos, y para circunscribir los disensos admi- sibles: desde el poder oscurantista del púlpito en el Medioevo, al de la imprenta en la difusión de otras formas de pensar en la Reforma, y del periódico en las rebeliones y las creaciones institucionales del siglo XIX e inicios del XX, hasta la irrupción de la radio, y luego la hegemonía de la televisión para fraguar más conformidades que in- quietudes sociales. Los medios más poderosos actúan como pilares de la dominación sociopolítica, incluso disputándole ese papel a los partidos. Tras cada progreso importante en las tecnologías de comunicación masiva, las clases dominantes se aseguran el control y desarrollo, a su manera, de los medios de mayor cobertura y penetración. No solo para cum- plir las tareas mercantiles que los hacen rentables sino para alinearlos
  • 19. 11La brecha por llenar con el propósito de transmitir y consolidar las ideas, lugares comunes y sensibilidades que sus propietarios y editores consideran más fun- cionales para defender, readecuar y reproducir el sistema político que ellos consideran apropiado para legitimar y generalizar su visión del mundo, sus objetivos e intereses. Lo que no quiere decir que esos medios solo expresan las preferen- cias de la clase dominante. Al contrario, significa que difunden las infor- maciones, modos de pensar, valores, sensibilidades y comportamientos que esa clase cree oportuno inducirle a la cultura de la vida diaria —y en particular a la cultura política— de los demás grupos sociales. Así como el célebre señalamiento de que “la cultura dominante es la cultura de la clase dominante” no significa literalmente que a la burguesía le interesa que cada trabajador piense como un burgués, sino que el burgués educa a sus hijos para formarlos como ejecutivos exitosos, pero —com- plementariamente— busca formar a las clases subalternas como de- terminados géneros de servidores dóciles y productivos. Cierto es que cada generación transfiere la correspondiente cultura a sus sucesoras, pero lo hace de conformidad con esa discriminación y asignación clasista de los roles por desempeñar. Como instrumen- tos de la clase dominante, los medios de comunicación y publicidad tienen un papel estelar en la correspondiente selección y canaliza- ción de informaciones y valores funcionales para consolidar la domi- nación, sembrando en los distintos grupos sociales los respectivos patrones de asentimiento, los que mejor correspondan al sistema de dominación y a su periódica reactualización, así como la banaliza- ción u omisión de los asuntos que resulten incómodos para su buen funcionamiento. La contracultura que viene Como sistema político funcional para el capitalismo, la evolución de la democracia restringida —ya sea esta neoliberal o postneoliberal—6 propende a un continuo encarecimiento y virtual privatización de la las actividades políticas, en particular las electorales. Y a través de ese mecanismo, a una constante exclusión o marginación de las per- sonalidades o grupos que no se adecúan al sistema o ejercen un papel contestatario. Para poder participar, los partidos, candidaturas y propuestas de izquierda están forzadas a encarar campañas cada vez más costosas,
  • 20. 12 Nils Castro que crecientemente reclaman contratar expertos y empresas transna- cionales de asesoría electoral y publicidad. En casi todos nuestros países, el mayor acreedor de los partidos y candidatos son los consor- cios que dominan la televisión. Al propio tiempo, los dirigentes y candidatos críticos del sistema de dominación son los más excluidos de los espacios informativos o los que más sufren la distorsión de sus planteamientos en tales espacios. Cuando el Estado asigna subsidios económicos para mitigar esa situación, estos suelen ser insuficientes, tener usos fuertemente con- dicionados y verse sesgadamente distribuidos. Para los partidos con- servadores ese no es un problema mayor, pues representan al poder económico y disponen de su respaldo. En este aspecto los grandes medios de comunicación y los partidos conservadores son dos partes de una sola mancuerna, que destella en la muñeca de la clase que mueve la batuta. Porque los contrincantes políticos burgueses se retan en la tribuna pública pero comparten el cafecito, las decisiones y los divi- dendos en la junta directiva de las mismas empresas y sociedades. Lo anterior surte invariables efectos excluyentes en contra de los partidos y movimientos sociales contestatarios, que están obligados a realizar angustiosos esfuerzos para financiar sus actividades coti- dianas y afrontar las campañas electorales. Un reto que exige em- prender todo género de batallas políticas y procesos legales en busca de mayor equidad, así como requiere desarrollar alternativas de co- municación y propaganda originales y creativas, con las cuales con- trapesar esa desigualdad de condiciones competitivas. Como bien advirtió Gramsci, “en la lucha política es preciso no imitar los métodos de las clases dominantes, para no caer en fáciles emboscadas”.7 Así como la guerrilla no ha de combatir al ejército tradicional copiando sus estructuras y medios, sino buscando sor- prenderlo con iniciativas imprevistas y sobrepasándolo en la obten- ción de respaldos sociales, las izquierdas necesariamente deben saber comunicarse, informar, animar y educar a través de formas y méto- dos inéditos. Para ser eficaces, estas comunicaciones deben responder a una condición de extrema importancia para tener propósito, coherencia y penetración duradera: la de decantar y masificar una contracultura política que oponerle a la cultura de subordinación y resignación tra- dicionalmente implantada por el sistema vigente. Dicha contracultura debe ayudar a los dirigentes y sectores popu- lares a desarrollar la necesaria independencia crítica frente a la agen-
  • 21. 13La brecha por llenar da temática y las versiones interpretativas de los grandes medios de comunicación, y de los demás instrumentos de prédica ideológica de la clase dominante. Eso permitirá tomar distancia frente a la cultura vigente para identificar y anteponer sus propios objetivos, valores y temas, a fin de darse una agenda propia donde identificar sus priori- dades y cursos de acción, con los que ganar independencia, cohesión y mayor convocatoria y respaldo sociales. La misión medular de esa contracultura no es contestar a cada lance de la agenda que la burgue- sía y sus gerentes disponen, sino adelantarse a escoger y entronizar los temas que interesan al movimiento popular, que son otros. Solo la expansión de esa contracultura podrá darle creciente sus- tentación a campañas más eficaces, al promover la adhesión cons- ciente de los sectores sociales y medios, ofreciendo una opción duradera y esperanzadora, más allá de los disgustos y protestas pun- tuales. El éxito electoral de los partidos y movimientos contestata- rios no puede depender de sus modestos recursos de comunicaciones y propaganda, en el mismo terreno donde sus adversarios operan ven- tajosamente. Sobre todo si obtener recursos para financiar campañas conlleva pactar compromisos o silencios políticos con los donantes de tales recursos, lo que con frecuencia implica mutilar, mediatizar y hasta derechizar el discurso y las propuestas de campaña, lo que lleva a diluir tanto la identidad y legitimidad del partido y sus candidatos como la mística de sus simpatizantes, y abrirle accesos al oportunismo. Con todo, a lo largo de los años 90, pese a las limitaciones y des- ventajas que las izquierdas debieron confrontar en el marco de la democracia neoliberal, a la postre los malestares y la inconformida- des acumulados y exacerbados sobrepujaron al sistema socioeconó- mico establecido, cuestionándolo, deslegitimándolo y dando pie a los consiguientes repudios y desacatos. La incapacidad de las prácti- cas y los partidos ya instalados en el sistema político vigente —algu- nos de izquierda incluidos— para resolver los malestares sociales y ofrecer soluciones alternas los llevó, al cabo, a compartir esa deslegi- timación y perder también la confianza social. Una historia por dos rutas En las formas propias de cada realidad nacional, tras agotar las opciones electorales disponibles, millones de latinoamericanos pasaron del escep-
  • 22. 14 Nils Castro ticismo a la abstención o al voto de castigo y a la antipolítica en general, como modo —más emotivo que razonado— de expresar el repudio general a los partidos y a los políticos, descalificándolos en bloque como “clase” indiferente a las demandas de la población. Luego, tras cual- quier incidente catalizador, cuando sucesivas explosiones urbanas pu- sieron gobiernos en crisis y hasta los defenestraban, se evidenció que el malestar social ya daba paso a la ingobernabilidad. No toca repetir aquí el relato de esos procesos, pero conviene re- cordar que ese fenómeno recorrió dos rutas que no siempre se exclu- yeron entre sí y a veces se han dado consecutivamente. Una, esa que culminó en levantamientos urbanos capaces de tumbar gobiernos pero que carecían de las propuestas, la consistencia política y la organiza- ción necesarias para remplazarlos con nuevos regímenes. Otra, don- de el disgusto condujo a una masa de electores a tener las reacciones conscientes o emocionales necesarias para decidirse a secundar otra opción electoral —una que quizás ya estaba allí pero no era sentida como tal—, que le permitiera expresar su repudio al sistema y la atmósfera política reinantes. En la primera de estas dos rutas —como en los levantamientos urba- nos antes citados— los partidos y líderes políticos tradicionales proba- ron desde la demagogia hasta la violencia, pero solo demostraron que ya no estaban en capacidad de apaciguar ni diferir el conflicto. El avanzado desgaste del sistema político ya lo colapsaba. Esos levanta- mientos barrieron los últimos vestigios de legitimidad del sistema y, cuando no pusieron a los gobiernos en fuga, lo dejaron en situación precaria. Según las particularidades y vicisitudes de cada proceso nacional, lo que restaba de la antigua institucionalidad apenas servi- ría para organizar unos comicios atípicos, que permitieran entregar el gobierno a un mandatario procedente de los sectores que adversaban al viejo sistema, es decir, a un contracandidato cuya asunción la clase dominante aceptaría a regañadientes para no perder todo lo demás. En el caso de la segunda ruta, un extendido sentimiento de frustra- ción y rechazo respecto a las opciones periódicamente recicladas por el viejo sistema —aún sin haber llegado al extremo de generar estalli- dos civiles— le deparó una creciente aceptación ciudadana a una op- ción electoral preexistente, crítica del sistema, como sucedió en Chile, Brasil, Uruguay y El Salvador. Llegar a esto fue posible gracias a una larga persistencia política que combinó luchas sociales, políticas y electorales, y avanzar paso a paso. Eso al final significó llevar al go- bierno una opción que creció en los extramuros del sistema político
  • 23. 15La brecha por llenar vigente, pero obtuvo su éxito electoral sin tener tras de sí la potencia de la rebelión de las fuerzas sociales desatadas en el caso de la prime- ra ruta. En consecuencia, en el primer caso se hizo factible viabilizar solu- ciones más radicales, lo que permitió rehacer el ordenamiento consti- tucional y político electoral, como en Venezuela, Ecuador y Bolivia (aunque en este último país sorteando los problemas adicionales agre- gados por las complejidades y contrastes regionales, ideológicos y etnoculturales involucrados). Por su parte, pese a la fortaleza de la rebelión urbana de Buenos Aires, la difícil decantación de un nuevo liderazgo que pudiera conducir el cambio, los contrapesos y la suma- toria de dos oposiciones, una de la izquierda antiperonista y otra con- servadora y tradicional —fuerte la segunda en el ámbito rural y ambas en la clase media capitalina—, terminó por moderar los alcances de la opción argentina y retraerla a las limitaciones de la segunda ruta. En ambas variantes, estos procesos han reconfirmado la preemi- nencia política del ámbito urbano policlasista, diferenciándose tanto del viejo Estado liberal y oligárquico —de antiguas resonancias pro- vincianas— como del Estado neoliberal (a su manera neooligárqui- co), de impronta elitista y transnacional, ahora en crisis. Esta nueva evolución política en cierto grado hace recordar al Estado liberal de- sarrollista de los años 50 a los 70 del siglo pasado, y los populismos reformistas que los sostuvieron, en la antesala de las dictaduras de seguridad nacional que después los remplazarían con lujo de terror. En ninguna de las dos rutas, sin embargo, estos procesos resultaron de una situación revolucionaria, en el sentido clásico del término, ni después buscaron precipitarla. Al margen de que ahora pueda atri- buírseles un perfil más radical o moderado a unos u otros, ambas alternativas vuelven a confirmar que no es lo mismo acceder al go- bierno que tomar el poder. Antes bien, con sus respectivos matices nacionales, ellas han originado gobiernos de carácter reformador y progresista, orientados principalmente a combatir la inequidad so- cial, culminar reformas democrático burguesas que el pasado dejó pendientes y mejorar la democratización política, a recuperar la so- beranía y autodeterminación nacionales conculcadas bajo la égida neoliberal y renovarle impulso a la integración subregional. Ese fenómeno nunca implicó lo toma de la totalidad del poder del Estado por una fuerza encaminada a fundar una nueva formación histórica que elimine y remplace al capitalismo; todos se resolvieron a través de cambios de gobierno institucionalmente instrumentados
  • 24. 16 Nils Castro y reconocidos por medios electorales más o menos similares a los previstos en el marco del sistema político preexistente. Allí donde se acometieron cambios constitucionales de importancia, estos se reali- zarían después de la legitimación electoral del nuevo gobierno. Por el mismo motivo, salvo en los grandes colapsos sistémicos de Venezuela, Bolivia y Ecuador, la mayor parte de los nuevos presidentes progresistas asumió el mando del Órgano Ejecutivo sin disponer de la mayoría parlamentaria requerida para introducir ciertas reformas. Asimismo, con reducida influencia en el Órgano Judicial y sobre otros poderes reales como las fuerzas armadas, las instituciones financie- ras y los medios de comunicación. Y en los países con estructura federal, sin contar con el respaldo de una parte de los gobernadores. A lo que se le añade que, pese al colapso ideológico del neolibera- lismo y el descrédito de las privatizaciones, desprotecciones y cam- bios estructurales cometidos en su nombre, tales secuelas han quedado como hechos cumplidos difíciles de remover: nos guste o no, las priva- tizaciones están hechas, las normas macroeconómicas y financieras implantadas están vigentes, los compromisos de seguridad jurídica continúan en vigor, las normas e instituciones reguladoras del comer- cio internacional conservan su autoridad, y estas no son realidades fáciles de remover. Por si algo faltara, los nuevos gobiernos progresistas, electos gra- cias a los efectos políticos del desastre socioeconómico provocados por sus antecesores, asumieron sus funciones en las antevísperas de las peores consecuencias del mismo. Antes de emprender su propio programa esos gobiernos debieron priorizar los esfuerzos por evitar el colapso económico del país, salvar el valor de la moneda nacional, contener y revertir la inflación, recuperar el crédito externo, comba- tir la delincuencia, etc., para evitar el colapso e inviabilidad del Esta- do. En otras palabras, nacieron constreñidos a rescatar la salud del capitalismo local para evitar el agravamiento de la situación hereda- da —seguir teniendo una nación viable donde cumplir el programa progresista— y disponer de recursos con los cuales emprender pro- yectos de interés social. Alturas que no se previeron Estos gobiernos surgieron como respuestas sociales al deterioro pro- vocado por el fracaso del capitalismo neoliberal, emitidas en circuns- tancias de desgaste o colapso del sistema político tradicional, y no
  • 25. 17La brecha por llenar como expresiones de una revolución en ciernes. Aún así, sin tener condiciones para remplazar al modo de producción capitalista, cada uno de esos gobiernos ha demostrado que las izquierdas pueden go- bernar mejor que las derechas y, más particularmente, que ellas sa- ben cumplir mejor el mandato específico que sus votantes les encomendaron. Al votar por estos gobiernos, los electores no solo aceptaron el programa que se les ofreció, sino que también les asig- naron a esos nuevos gobernantes un encargo que se ha cumplido sin que ellos lo hayan rebasado o extrapolado. No se sobregiró el come- tido, pero no solo porque ir más allá sería sobregirar el encargo ciuda- dano, sino principalmente porque las condiciones no daban para más, y porque tal intento no habría contado con el apoyo social indispen- sable para realizarlo y sostenerlo con éxito. Al efecto, Valter Pomar señala que hay tres tipos de error que nues- tros gobiernos progresistas pueden cometer: no realizar reformas es- tructurales, lo que conduciría a mantener el status quo; darle a las derechas la oportunidad de recuperar el Gobierno luego de que las izquierdas lo han resanado; e intentar darle comienzo a otra época histórica sin antes haber creado las condiciones político ideológicas necesarias para resistir a la consiguiente reacción de las oligarquías y el imperialismo.8 Pese a todos los inconvenientes, estos gobiernos, en su conjun- to, han originado otra correlación de América Latina con los Es- tados Unidos y con Europa y el mundo. Uno de sus efectos más relevantes ha sido la notoria contención que ellos, como conjunto, le han causado a la capacidad norteamericana de injerencia e inter- vención en nuestra América. Lo que a su vez amplía los espacios y oportunidades de autodeterminación y de iniciativa —indivi- dual y colectiva— de nuestros países, y sus posibilidades de cola- boración con otras potencias. Por encima de sus naturales diferencias —y aparte de sus realiza- ciones en cada país—, estos gobiernos progresistas han incrementado hasta niveles inéditos la cooperación interlatinoamericana, diversifi- cado los mercados regionales y extra regionales, mejorado las capaci- dades latinoamericanas de negociación, han contribuido a solucionar controversias entre nuestros países y a evitar bloqueos económicos y golpes de Estado. Por consiguiente, pese a las diferencias de estilo y retórica, y a los distintos alcances logrados en uno u otro país, es objetivamente de- sacertado y moralmente injusto alegar que algunos de estos gobier- nos representan “verdaderos” procesos revolucionarios mientras
  • 26. 18 Nils Castro que otros son apenas reformistas. Ninguno ha emprendido una revolu- ción en el estricto sentido de la palabra, sino uno u otro conjunto de reformas de mayor o menor alcance. En la realidad de los hechos, se trata de gobiernos instalados sin que en las respectivas naciones hu- biera una situación que demandara más y, sobre todo, sin que las masas ya estuvieran dispuestas a sustentar y defender desarrollos más radicales. Se iniciaron como expresiones del cansancio social y el agotamiento del sistema político precedente, y no por la fuerza de un notable auge de las ideas y motivaciones revolucionarias. En consecuencia, es igualmente desacertado e injusto exaltar a unos e imputar a otros una supuesta proclividad a coincidir con la derecha y limitarse a “mejorar” al capitalismo, olvidando que todos son obra de partidos de izquierda que enfrentan situaciones de intrin- cada complejidad, donde unos y otros igualmente se necesitan y se dan entre sí solidaridades indispensables para sostenerse y avanzar. En medio de ese esfuerzo, toda comparación descalificadora clava una cuña que, al contraponerlos, sugiere divisiones y con eso le hace un favor a las derechas —a la estadounidense en primer lugar—, aun- que esta no sea la intención de quienes hacen tales alegaciones. Con la aparición de estos gobiernos, en lo que va de los últimos dos lustros, nuestros países han venido escalando hasta una altura inédita, que antes fue difícil prever. Estamos de acuerdo en que lo alcanzado no es suficiente, pero ahora la cuestión no es la pregunta retórica y fácil de si estos gobiernos son reformistas o revoluciona- rios, o si podían hacer más de lo que han cumplido, sino identificar los objetivos y métodos viables para abrir los caminos requeridos para impulsar desarrollos de mayor proyección. Cuestión de poder Lo antes reseñado, con sus progresos en el ámbito del rescate de la soberanía y autodeterminación, y con sus avances en la creación y ampliación de ciudadanía y de movilización social, evoca más el ámbito de los procesos de liberación nacional (como antes llamába- mos a este género de fenómenos), que el de una situación revolucio- naria a escala regional. ¿Todavía recordamos acaso las páginas escritas en los albores de la III Internacional, y en tiempos de los movimien- tos afroasiáticos de descolonización, acerca del paso de uno a otro de aquellos dos géneros de procesos?
  • 27. 19La brecha por llenar Tres o cuatro lustros atrás, aún éramos diezmados por la ofensiva neoconservadora. Después, tras el fracaso de los regímenes neoliberales encontramos la oportunidad de iniciar una recuperación que —sin ha- llarnos en una situación revolucionaria— deparó la oportunidad de ganar elecciones y acometer realizaciones de importancia en el cam- po social y humanitario, en respuesta a la demanda popular ya exis- tente. Eso ha permitido situarnos en un plano desde donde ahora se facilita ahondar en las condiciones “subjetivas” y organizativas ne- cesarias para que las izquierdas puedan formar aspiraciones sociales de mayor aliento revolucionario, en vez de estacionarnos a cuestio- nar o justificar los adelantos ya caminados. Especialmente en cir- cunstancias en las que la hegemonía imperialista viene perdiendo poder de intervención. En términos generales, hasta ahora, luego de que el malestar social deslegitimó al sistema político establecido en considerable número de países de nuestra América —que no en todos—, lo que hemos alcanzado es un crecimiento de la disposición popular para apoyar candidatos y propuestas antisistémicas, pero sin que los sectores po- pulares compartan todavía las condiciones subjetivas de una situa- ción revolucionaria. Al votar, esta masa de electores no pidió iniciar la revolución, sino llevar a cabo un programa electoral que no incluía asumir los riesgos y costos de ese eventual sobrecumplimiento. A ese respecto no cabe menos que preguntarse: ¿estaban (están) ya los pueblos latinoamericanos en actitud de asumir los costos y los riesgos de emprender una transformación revolucionaria de mayores magnitudes? O, si este no es el caso, ¿qué más hace falta para que esa disposición consciente pueda madurar, a quiénes corresponde recorrer los caminos capaces de lograrlo, y en qué medida los actuales gobiernos progresistas han contribuido o pueden contribuir a adelantar el tra- yecto? O, dicho en otras palabras, ¿valen todavía las preguntas y las respuestas de la III Internacional, acerca de qué hace falta para que los movimientos de liberación originen o maduren las condiciones de partida de nuevos procesos revolucionarios? Las respuestas reflejarán diferentes matices y ritmos de país en país, pero muchas o todas mostrarán que hay un importante rezago en el campo de la expansión y el arraigo colectivo de las ideas revolu- cionarias y, sobre todo, en el de la disposición para romper los actua- les patrones de vida y arriesgarlos por un nuevo proyecto cuyos contornos están por definirse.
  • 28. 20 Nils Castro No cabe duda de que, en la mayor parte de nuestros países, las condiciones objetivas de una situación revolucionaria están más que dadas. Al término de la hegemonía neoliberal, las secuelas de polari- zación y desigualdad en la distribución de la riqueza, sobreexplota- ción y precariedad del trabajo, marginación, pobreza y hambre —entre otras calamidades— llegaron a sus peores extremos históricos. No obstante, luego de la frustración de los ideales de los años 60 y 70, y de la experiencia de las dictaduras contrarrevolucionarias de seguridad na- cional, los factores subjetivos para ese tipo de decisión, el desarrollo de las ideas y propuestas revolucionarias eficaces, la disposición colecti- va para asumir los riesgos de emprender un vuelco de ese género, se retrajeron a niveles inferiores a los que hubo en aquellos años. Así las cosas, el tránsito del proceso de liberación al proceso revo- lucionario no está a la vuelta de la esquina, pero sí está en nuestra perspectiva histórica. Por consiguiente, la conducción política del primero de esos dos procesos debe concebirse en ese sentido, como preparatoria del segundo y dirigida a empalmarse con él. Para ir de uno al otro, frente al bloque de las clases dominantes —que hoy es hegemónico porque controla el poder y la reproducción material y cultural del sistema de dominación— es necesario formar el bloque opuesto, el de las fuerzas sociales que aspiran conscientemente al cambio. Lo que asimismo significa fortalecer su capacidad de contra- rrestarlo y, cuando las circunstancias lo demanden o recomienden, su capacidad para remplazarlo. Se trata de la cuestión del poder. Este no es un sustantivo sino un verbo, pues no es cosa, cualidad o lugar —no el Palacio, la Silla ni su esplendor—, sino la capacidad de actuar eficazmente para que cier- tos hechos ocurran o dejen de pasar, y que sucedan en cierta forma, sentido y momento. Por consiguiente, es una correlación de fuerzas, en la que es preciso saber qué se busca, acopiar la potencia y articular los esfuerzos para provocar los cambios del caso, y sobreponerse a las fuerzas que se resisten a aceptarlos. En otras palabras, frente al poder del bloque que ahora es hegemó- nico, es preciso formar una contrahegemonía: la de la alianza o blo- que contrahegemónico. Lo que no se reduce simplemente a conglomerar un conjunto de clases y grupos sociales afines, sino ani- marlo y vertebrarlo con determinada concepción de los cambios de- seados, de los objetivos y la estrategia general necesarios para alcanzarlos. Esto es, un programa que asocie a los sectores partici- pantes no solo al compartir una visión del futuro buscado —esa se-
  • 29. 21La brecha por llenar gún la cual “otro mundo es posible”—, sino también al demostrar capacidad para atender los problemas inmediatos de la población. Porque al luchar por reivindicaciones y reformas de corto y mediano plazos también se robustece al bloque contrahegemónico, que debe acumular fuerzas para trazarse misiones de mayor alcance. Sin ese fortalecimiento programático y emocional del conjunto de ese bloque, y de la articulación de los sectores que lo integran, sería imposible asegurar su cohesión y su claridad de miras, esto es, su capacidad de sumar, abarcar y trabajar como tal. Incrementar fuerzas no es apenas sumar grupos, antes bien es darle sentido y propósito incluyentes a esa sumatoria. A su vez, ese fortalecimiento abrirá nuevas avenidas, capacidades de presión y negociación, de creación de alternativas anticapitalistas y socializantes, de transiciones a otros modos de vida social. Lo que no necesariamente debe suceder a través de la violencia revolucionaria, dado que esta no proviene de la iniciativa de mejorar el régimen social, sino que surge en respuesta a la represión desatada para impedirla. La brecha por llenar Se sabe que hemos heredado un gran déficit: el de la retracción y retraso del componente subjetivo de las posibilidades revoluciona- rias. Esto exige desarrollar ese factor, tanto la calidad de ideas y mo- tivaciones como su capacidad de construir consensos, es decir, de generar cultura política, una cultura de vocación socialista incluyen- te y democrática. Porque esta cultura es el núcleo aglutinador de di- cha contrahegemonía. Para avanzar en esa dirección, ¿cuáles son los obstáculos por supe- rar? También sabemos que ese déficit proviene de problemas con- frontados por pasadas evoluciones del componente subjetivo de la situación revolucionaria. Lo acontecido en aquel período cuestionó y erosionó las certidumbres, propuestas y expectativas ideológicas que la habían animado, con las consecuencias disgregadoras que eso acarrea. Así las cosas, quienes ahora ya votan por candidatos de izquierda todavía no necesariamente repudian al capitalismo como tal, sino solo a su perversión neoliberal. Antes de comprometerse más allá, probablemente desearán contar con que sus esperanzas tengan base en nuevas certezas. Mientras, lo cierto es que pese a los años transcurridos
  • 30. 22 Nils Castro y las condiciones objetivas agravadas, en el terreno de las motivacio- nes subjetivas aún no hemos repuesto gran parte de los platos rotos (y, para colmo, en nuestra filas no han faltado quienes se ocupan más de señalar culpables que de contribuir a renovar la vajilla). A lo largo de aquel auge, no fueron pocas las variantes experimen- tadas y después frustradas. Entre ellas, la vía democrática al socialis- mo encabezada por Salvador Allende, inmediatamente cercada, desestabilizada y destruida por los medios más violentos; las refor- mas nacional populares emprendidas por algunos líderes militares latinoamericanos, como Velasco, Torres y Torrijos; y las derrotas o las desmovilizaciones negociadas de los movimientos guerrilleros. A lo que se añadió, por otro lado, la reformulación de la estrategia alen- tada por China; el deterioro y colapso del ejemplo soviético —que para muchos todavía conservaba un importante valor paradigmáti- co—; y la consiguiente dureza del “período especial” que puso a prue- ba la resistencia revolucionaria del pueblo cubano. Y, por añadidura, la aspereza sectaria que antes y después de esas experiencias persis- tió en el manejo de la diversidad entre las corrientes de izquierda. Por si faltara más, arrojándose como una jauría sobre el territorio de esos reveses y problemas, la potencia y la capacidad de penetra- ción de la ofensiva neoconservadora desatada a escala mundial. Una ofensiva abrumadora que orquestó a todos los grandes medios de comunicación del planeta para darle una sola interpretación a aque- llas experiencias y a las nuevas vicisitudes: la de la muerte del socia- lismo y el fin de la historia; y a la vez un solo futuro: el recetado por la dogmática interpretación neoliberal de la globalización. El derrumbe del modelo soviético pudo haber surtido efectos libe- radores al destrabar las capacidades creativas del marxismo y el so- cialismo, justamente cuando los pueblos latinoamericanos —peor sometidos, explotados y empobrecidos que en tiempos del Che en Bolivia— más requerían nuevas propuestas liberadoras. Pero antes de que eso pudiera darse, este conjunto de acontecimientos adversos acarreó el cuestionamiento de no pocas confianzas y convicciones, lo que facilitó la tarea a la ofensiva neoconservadora, con su conocido saldo de incertidumbres, deserciones, y fugas hacia el oportunismo. En la confusión propiciada por el cruce de ese conjunto de frustra- ciones con la ofensiva neoliberal, una de las consecuencias fue la contracción y el deterioro de la capacidad de producción teórica de las izquierdas. Tras la obsolescencia del populismo desarrollista, bajo el fuego de la ofensiva neoconservadora ese deterioro conllevó la
  • 31. 23La brecha por llenar tendencia a sustituir el análisis crítico del sistema —el de su naturaleza capitalista— por la mera denuncia de sus peores efectos. Con eso, a falta de mejores armas una porción de las izquierdas volvió a las posiciones del desarrollismo de los años 70 y la correspondiente op- ción por el capitalismo de Estado, al que todavía algunos presentan incluso como un supuesto “socialismo” del siglo XXI. Pero, pasados más de dos lustros de padecer la práctica de los pos- tulados del Consenso de Washington, gran parte de nuestros pueblos estuvo lista para rechazar tanto los “reajustes” neoliberales como a sus promotores, aunque ese repudio aún carecía de un nuevo conjun- to de propuestas sistematizadas que diera sentido y propósito trans- formador a esa disconformidad. No se contaba aún con una nueva propuesta coherente con qué sustituir la que se rechazaba. A diferen- cia de los años 60 y 70, a falta de la necesaria contracultura política, parte de las demandas se dirigió más a reclamar la derogación de tales “ajustes” que a cuestionar al capitalismo como tal.9 En esa carencia también intervinieron factores objetivos. Como antes dijimos, las reestructuraciones implantadas durante la supre- macía neoliberal dispersaron una valiosa parte de los trabajadores — eliminados sus puestos de trabajo, se diezmaron en busca de supervivencia en la informalidad y la emigración—, que pasaron a engrosar el “pobretariado”. A su vez, las capas medias perdieron autonomía y se debilitaron en número, mientras parte de la intelectuali- dad fue arrollada por las nuevas dudas y descalificaciones ideológicas. No puede pasarse por alto el hecho de que —en parte por carecer de una contracultura propia— significativos contingentes de pobres y desplazados de la ciudad y del campo entraron a las clientelas de los líderes políticos de la clase dominante, unas veces por un men- drugo y otras seducidos por el populismo de derecha. Hoy en varios países latinoamericanos también las derechas disponen de contin- gentes populares motivados y organizados, aparte de las bandas para- militares y los escuadrones de ejecución extrajudicial. Revertir ese estado de cosas en el campo ideológico y cultural no podía ser sencillo ni rápido. Sobre todo bajo el esfuerzo sistemático que el régimen neoliberal desplegó para constituir una “sociedad ci- vil organizada” a la medida de su necesidad de legitimarse, y de su interés de continuar por medios civiles la misión de desbandar tanto las dirigencias populares como los centros de estudios y publicacio- nes que la intelectualidad de izquierda mantuvo desde los años 60 hasta inicios de los 80, y sus programas de capacitación de dirigentes obreros y comunitarios.
  • 32. 24 Nils Castro En su tiempo, Carlos Marx observó un repliegue ideológico de ese género, sobre el cual nos advirtió que, “hoy, la sociedad parece haber retrocedido más allá de su punto de partida; en realidad, lo que ocurre es que tiene que empezar por crearse el punto de partida re- volucionario, la situación, las relaciones, las condiciones, sin las cua- les no adquiere un carácter serio la revolución moderna”. A lo que poco más adelante agregó que las revoluciones proleta- rias “se critican constantemente a sí mismas” y en su marcha se interrumpen para volver sobre lo que parecía terminado y comenzar- lo de nuevo, criticando concienzudamente los lados flojos de sus an- teriores intentos, y retroceden “ante la vaga enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite volver atrás y las circunstancias mismas gritan: ¡Hic Rhodus, hic salta!”.10 Revertir, pues, aquellas secuelas, exige no solo superar anteriores equivocaciones, sino recrear identidad, conciencia y solidaridad de clase, esto es, contribuir a que grandes masas reconozcan su propia condición como parte y como alternativa en la sociedad capitalista, que tomen distancia crítica frente a sus ofertas políticas, que sus nú- cleos más conscientes logren desarrollar sus propias agendas temáti- cas, reformular sus objetivos y los correspondientes métodos de acción, así como remozar lenguajes y estilos. Lo que también recla- ma mucho trabajo intelectual orientado a completar otra visión del interés colectivo y otras propuestas comunes, para mejorar el diálogo y la cooperación entre los distintos segmentos populares. Las derechas y sus clientelas políticas y culturales pueden permi- tirse el lujo de simular poses antisistémicas y desplantes populistas, desplegando vistosos cambios de estilo a través de sus recursos me- diáticos. Al efecto, ya está en movimiento una nueva derecha con ese perfil teatral, populista y autoritario, y desafiante frente a los límites morales y jurídicos de la institucionalidad democrática. Como suce- de, por ejemplo, en la Italia de Berlusconi y el Panamá de Martinelli. Pero las izquierdas no pueden remedar esa opción histriónica, y menos aún cuando el sistema político está en crisis y sus ofertas no son confiables. Peor todavía, ante una crisis económica mundial que no solo descalifica al neoliberalismo sino que al propio tiempo agrava sus secuelas y amenaza los progresos democráticos ya conseguidos. De la visión al partido Se requiere, entonces, “pasar de una situación crítica a una visión críti- ca” que trascienda las tentaciones del inmediatismo, esto es, que se
  • 33. 25La brecha por llenar aboque a impulsar la reconversión de un difuso descontento social en una nueva cultura política, capaz de de expresarse en una práctica a la vez renovada e innovadora, y capaz de orientar esa práctica a obje- tivos de largo y mediano plazos. Para avanzar hacia ese punto es preciso que las izquierdas actúen como el agente capaz de catalizar esa otra cultura. Si el desarrollo de la misma se dejara a la espontaneidad, ella demoraría bastante más en emerger de nuestras luchas sociales y más tardaría en madurar, así que también de eso deberán ocuparse nuestras organizaciones políti- cas, a quienes compete promover ese desarrollo. Ahora bien, como portadores de un proyecto o expectativa social, los partidos (o las organizaciones que tomen su lugar) son entidades vivas que actúan en función de las demandas de sus respectivas bases sociales, y también en interacción con los otros actores del sistema po- lítico y, como ellos, a la postre también pueden encallar en las con- cepciones de cierta época o adelantarse a impulsar otras opciones. Esto es, se pueden anquilosar o relanzar, según dónde, cómo y para qué ahonden sus raíces en unos u otros campos socioculturales y perspecti- vas históricas, donde ellos podrán perder o recrear autenticidad.11 Es preciso asumir los proyectos políticos como movimientos cultura- les; en nuestro caso como movimientos de reconstrucción de la cultura y la práctica políticas, en cuyas estructuras es preciso incorporar las demandas y expectativas sociales y darles orientación eficaz como parte de una estrategia general cuyo horizonte es la utopía socialista. Pero en el curso de la vida esas demandas y expectativas sociales cambian, y lo hacen con una dinámica propia, con diversas variables. Dentro de esa dinámica a los partidos les corresponde desempeñar determinados papeles, en tanto que ellos intervienen para promover un proyecto, explícito o no, que expresa tales expectativas. Aun así, a lo largo del tiempo cualquier partido —a semejanza de tantas otras formas de organización social— tiende a anteponer los comporta- mientos internos orientados a preservar y reproducir sus propias iner- cias, estructuras y mandos, más que a readecuarse al ambiente externo para asumir las nuevas realidades y las formas de interactuar con ellas. Con eso, finalmente, el contacto con el piso social que original- mente los nutría asimismo va relegándose. Es característico de casi todo sistema que, cuando una estructura deja de cumplir las funciones que le corresponden, más pronto que tar- de aquí o acullá empiezan a aparecer conductas sustitutivas que sortean los patrones preestablecidos —las que la teoría de sistemas denomina
  • 34. 26 Nils Castro comportamientos “informales”—, que pueden llegar a ser tan efecti- vos como los originales e incluso más. Así por ejemplo, cuando la economía formal deja de cumplir algunas de sus responsabilidades sociales, en su lugar crece el respectivo campo de la economía infor- mal. Igualmente, en tanto que un partido no hace lo que debe, al cabo surgen otras agrupaciones que entran a realizarlo de otras formas. Así las cosas, la proliferación de organizaciones de la llamada “so- ciedad civil” (y la euforia de sus pretensiones) con frecuencia refleja la correspondiente informalización en la política. A veces las organi- zaciones civiles más bulliciosas son grupos elitistas que solo repre- sentan algún segmento de la clase media acomodada pero pretenden representar a toda la sociedad. Pueden ser doce gatos, pero saben hacerse notar. No hay que confundirlos con las colectividades que a un partido más le deben importar: las agrupaciones comunitarias, la- borales, gremiales, las representativas de importantes segmentos y reivindicaciones sociales. En todo caso, la irrupción de nuevos movi- mientos políticos de cierta fortaleza suele ser indicativa de que los partidos previamente establecidos están dejando de cumplir parte de su papel, o de responder a unas nuevas demandas sociales. Y es que los partidos, como cualquier otro tipo de organización —obreras, gremiales, empresariales, deportivas, religiosas— periódi- camente necesitan renovar su representatividad, puesto que los di- versos componentes de la propia comunidad social y sus correspondientes demandas y expectativas van modificándose. Ade- más, deben remozar objetivos y propuestas en la medida en que es- tos se cumplen, se desfasan o se agotan, pues cuando uno ha cumplido sus objetivos, o fracasa en lograrlos, su realidad ya deja de ser la que era. Lo que obliga a reconocer las nuevas expectativas y darles res- puesta con otras propuestas. Dejarlo de hacer es fosilizarse, con la pérdida de validez política que eso acarrea. No obstante, también hay “remozamientos” traidores, como los inducidos por el oportunismo. Hay izquierdas dúctiles a la tentación de “deslizarse” al centro del espectro político bajo el argumento de que van al encuentro de electores adicionales. Aparte del tema de si el cen- tro político de veras existe o más bien es un ala de las derechas, en todo caso se trata de una ubicación político ideológica que no hemos sido nosotros quienes la configuramos y que ya otros controlan en su propio provecho. Así que tales arrimos suelen resolverse a través de una serie de concesiones que pronto erosionan la identidad y el com- promiso programático de los partidos que ceden a esa tentación. Con
  • 35. 27La brecha por llenar lo que, diluida esa identidad, pronto se pierden asimismo los objetivos que dieron razón de ser al partido, la mística que movía a sus cuadros y, acto seguido, los electores que votaban por su propuesta original. De esto ha dado fe la experiencia de algunos de los partidos socialde- mócratas europeos que, aun denominándose socialistas, en los años 90 cedieron a la tentación de conciliar sus programas con los postulados neoliberales. En la siguiente década no solo habían dejado de ser quie- nes antes fueron, sino que extraviaron su proyecto y perdieron a gran parte de sus electores y de su peso político. Sus imitadores latinoa- mericanos no han corrido mejor suerte. En pocas palabras, reconfirmar la vida de cada partido demanda renovar su vigencia, una vez que los proyectos se agotan y con ello tanto las expectativas que ellos despiertan como las organizaciones que son sus portadoras. Pero eso igualmente implica rechazar los aco- modos oportunistas que pretenden poner entre paréntesis los princi- pios y al cabo los echan a perder. Cuando deja de haber proyecto creíble y movilizador, el partido pierde legitimidad y, aunque no desa- parezca puede fallecer como los árboles, que algo dejan de pie donde antes tuvieron vida. Las reformas y la revolución Padecemos realidades odiosas, discriminadoras, plagadas de explota- ción, injusticias y miserias sociales y morales. Estamos dispuestos a militar con las izquierdas porque estamos indignados con la realidad en la que vivimos, la queremos cambiar y estamos dispuestos a lu- char por ello. Por consiguiente, asimismo requerimos un proyecto transformador coherente, creíble y factible. En contraste, toda pro- puesta que conlleve conformarse con más de lo mismo, cualquier género de claudicación, igualmente significará una opción decepcio- nante y disgregadora. ¿Reforma o revolución? Superar el orden establecido y avanzar en la construcción de realidades humanas de mejor calidad requiere supe- rar al poder —económico, sociopolítico, mediático, psicológico, represi- vo— que sostiene a ese orden. Para avanzar en ese propósito, a la injusta y depredadora hegemonía de la clase dominante es preciso contrapo- nerle una contrahegemonía popular, que aún tenemos por edificar. Dado que el rezago del factor subjetivo demora este objetivo, tanto más requerimos disponer de las propuestas necesarias para desarrollar
  • 36. 28 Nils Castro la contracultura política necesaria para ello, a la que deberemos darle efectiva sustentación de masas para convertirla en la fuerza material que nutra nuevas ofensivas revolucionarias. Mientras los partidos no lideren ese propósito sería irresponsable demandar que los actuales gobiernos progresistas asuman la totalidad de ese papel. Sin embargo, aunque sabemos que estos gobiernos se eligieron por efecto de una crisis del sistema político electoral de la democracia restringida, y no a consecuencia de la maduración de una situación revolucionaria, ello no los exime de cumplir sus responsabilidades en este campo. Ellos pueden y deben proveer el marco que contribuya al necesario proceso de maduración, expansión y fortalecimiento de esa contracultura popular, así como a incentivar la organización de los sectores populares y de las agrupaciones interesadas en cambiar más profundamente la presente situación y sus perspectivas de me- diano y largo aliento. Sin embargo, esos gobiernos no pueden hacer más de lo que las alianzas y las limitaciones que hicieron posible elegirlos puedan soportar, ni más de lo que el sistema en su conjunto pueda sobrellevar. En este sentido, a quienes más hay que exigirles no es a los gobiernos sino a los partidos. Por otra parte, la crisis política que hizo posible elegir a estos go- biernos no es irreversible. La esperanza de que nuestros pueblos, sin haber desarrollado aún esa contracultura —ni mucho menos creado esa contrahegemonía—, seguirán votando indefinidamente por las ofertas electorales de las izquierdas puede ser no solo temporal, sino ilusoria. Parte de sus electores no votó por un proyecto de izquierda, sino que emitió un sufragio de protesta destinado a advertir o casti- gar a los políticos que creyeron responsables del descontento que los acompañó a las urnas.12 No todos los electores emiten un voto ideológicamente consisten- te; eso no caracteriza a toda la masa ciudadana sino a los núcleos políticamente más educados. Entre esos otros millares de votantes, en la siguiente oportunidad, ¿quiénes serán percibidos como los res- ponsables de los actuales y venideros malestares? Esto quiere decir que los partidos de izquierda y nuestra militancia cotidiana deben prever —en lenguaje fresco y atrayente— el trabajo educativo indis- pensable para convertir la votación de protesta en votación conscien- te y perseverante. Por otra parte, no debe olvidarse que ni la clase dominante, ni sus medios de comunicación, ni las derechas norteamericanas, están ma- niatados ni desprovistos de recursos y proyectos, ni han renunciado a
  • 37. 29La brecha por llenar la arena política. Como en los años 80, se busca la oportunidad de poner en marcha un nuevo rollback contrarrevolucionario. Conscien- tes de la permanencia de sus intereses, insisten en el esfuerzo por defender la hegemonía política tradicional y consolidar su cultura, por descalificar a las izquierdas y por recuperar a los electores que se les han extraviado. Cuando la derecha intuye que una situación revolucionaria está por llegar, su reacción es preparar la contrarrevolución preventiva. Una de sus formas es el fascismo, que también puede presentarse vestido de civil. Lejos de reconocerse derrotadas ni de enconcharse a lamerse las heridas, las derechas han venido articulando una contrao- fensiva regional que, según cada caso y coyuntura nacional, lo mis- mo podrá apelar a las variantes y estilos de la derecha conservadora tradicional, a las de una nueva derecha mediática de estilo ejecutivo y autoritario —antisistémico por su forma y reaccionario por sus fi- nalidades—, o incluso de nueva cuenta a medios militares.13 Por lo tanto, precisamente por el rezago que aún tenemos en la reconstrucción del factor subjetivo, la continuidad de lo que hasta hoy hemos logrado no puede, ni mucho menos, darse por asegurada. Aún falta multiplicar la necesaria “batalla de las ideas”. En consecuencia, la cuestión no radica en prolongar ejercicios es- colásticos acerca de si hoy tenemos o no gobiernos reformistas, o si para reconocerlos como de verdadera izquierda ellos ya deberían rea- lizar un papel que sus críticos radicales tampoco han sabido cumplir. La dialéctica entre reforma y revolución no puede esquematizarse en blanco y negro, en los términos de la lógica formal. Porque, como oportunamente señaló Rosa Luxemburgo, “la reforma y la revolu- ción no son […] diversos métodos del progreso histórico que a placer podamos elegir en la despensa de la Historia, sino momentos distin- tos del desenvolvimiento de la sociedad de clases”.14 De hecho, en dicha dialéctica reforma y revolución se interpene- tran, fecundan y relevan recíprocamente; las luchas por reformas aportan experiencias y forman cuadros para la revolución, la cual a su vez se lleva a cabo como una intensa concentración de reformas, que luego habrán de consolidarse, sostenerse y, para ello, de ajustarse entre sí y de rectificarse a través de otras nuevas reformas. La formación de continuaciones más avanzadas y revolucionarias es y será siempre obra humana. En tanto que esas condiciones subje- tivas aún no han madurado, compete completarlas con las nuevas aportaciones que esta situación reclama —que reclama con urgen-
  • 38. 30 Nils Castro cia— y sistematizar los trabajos que permitan construir y masificar la cultura política que, como parte de la construcción de la necesaria contrahegemonía popular, pueda colocar esa opción en “la alacena de la historia” y la haga necesaria y sostenible. Así lo exigen las próximas confrontaciones con las derechas loca- les y transnacionales. Mientras, no estará de más esforzarse para que nuestros actuales gobiernos progresistas resistan la prueba, y que su oportunidad no se frustre antes de cumplir sus mejores objetivos. Porque la posibilidad opuesta no debe subestimarse y puede volver a arrojarnos muchos años atrás. Notas 1 A las puertas de una situación revolucionaria pueden dispararse dos posibilida- des: la revolución o la contrarrevolución. Por eso alguna vez Antonio Gramsci definió al fascismo como contrarrevolución preventiva. Eso hoy evoca equivalen- cias como las que se dan entre los modos de pensar de los golpistas hondureños y los de la nueva derecha argentina o chilena, pese a las diferencias que puedan tener en tiempos y distancias. 2 Y por otra parte, la proliferación de las sectas evangélicas, atribuida al esfuerzo norteamericano por contrarrestar la influencia de la Teología de la Liberación. 3 Santos, Milton: Por uma outra globalização: de pensamento único à consciência universal, Record, Río de Janeiro, 2007, p. 116 (original en portugués, cursivas de NC). 4 Ver Nils Castro: “¿Es viable la socialdemocracia?”, en Tareas n. 73, septiembre diciembre, Panamá, 1989. También “Comentario”, en Secuencia no. 18, septiembre octubre, Instituto Mora, México D.F., 1990. Asimismo “Democracia y democrati- zación real”, en Estrategia no. 107, septiembre-octubre, México D.F., 1992. Ade- más, “De la crisis de la «democracia» a la democratización real”, en Tareas no. 83, enero abril, Panamá, 1993. 5 En el entendido de que en la mayoría de nuestros países hay importantes seg- mentos de población adulta no incorporada a las actividades político-electorales e, incluso, que no ejercen siquiera los derechos ciudadanos más elementales. 6 La crisis y remplazo (o revisión) del neoliberalismo no implica que el modelo de democracia “que nos han dado” deje de ser el restringido. Esto solo nuestra propia acción política lo podrá cambiar. 7 Gramsci, Antonio: “El Príncipe moderno” en Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado Moderno, Nueva Visión, Buenos Aires, 2003, p. 78. 8 “Las diferentes estrategias de las izquierdas latinoamericanas”, ensayo que en su versión preliminar el autor ha circulado por correo electrónico. 9 Todavía ahora, bajo el impacto de la crisis económica global desatada en 2007, son más las voces que reclaman medidas anticíclicas con sensibilidad social, como la defensa del empleo y el salario y que no castiguen a los ahorristas sino a los banqueros, que aquellas que cuestionan al capitalismo como tal. Sintomática- mente, lo que se demanda es adecentar al capitalismo, en vez de remplazarlo, lo
  • 39. 31La brecha por llenar que destaca esa inoportuna ausencia de una propuesta alterna, renovada y soste- nible, lista para proceder a remplazarlo. 10 Marx, Carlos: “El dieciocho brumario de Luis Bonaparte” en Obras escogidas, Editorial en Lenguas Extranjeras, Moscú, tomo 1, 1951, p. 227. 11 Ver Nils Castro: “De movimientos sociales a partidos populares” en Nueva Sociedad no. 125, mayo junio, 1993. También: “Crisis y reconstrucción de los partidos”, en Reflexiones en un Panamá democrático, Tribunal Electoral, Panamá, 2006, pp. 41-50. 12 Esto lo que los uruguayos llaman el voto “prestado”, ese que en el 2004 muchos electores emitieron por primera vez a favor del Frente Amplio, pero que en el 2009 podía retornar a su opción tradicional, aunque el Frente haya gobernado bien, dado que ese voto ya había cumplido su anterior tarea de amonestar a quienes antes no habían gobernado como debían. 13 Una contraofensiva que, como ya ha podido constatarse, no necesariamente respetará las normas democráticas que la propia derecha antes consagró como elementos de principio de la democracia restringida, de su propia autoría. 14 Ver Reforma social o revolucionaria y otros escritos contra los revisionistas, Fontanara, México D.F., pp. 118-119.
  • 40. La “Directiva Retorno”: xenofobia y desintegración JULIO SALESSES “EL DIABLO ES EXTRANJERO… Antes, Europa derramaba sobre el sur del mundo soldados, presos y campesinos muertos de hambre. Esos protagonistas de las aventuras coloniales han pasado a la historia como agentes viajeros de Dios. Era la Civilización lanzada al rescate de la Barbarie. Ahora, el viaje ocurre al revés. Los que llegan, o intentan llegar, desde el sur al norte, son protagonistas de las desventuras coloniales, que pasarán a la historia como mensajeros del Diablo. Es la Barbarie lanzada al asalto de la Civilización.” Eduardo Galeano: Espejos, una historia casi universal I. Línea discursiva institucional de la UE en materia migratoria El enfoque de la cuestión inmigratoria en Europa, tiene por base una interpretación histórica del proceso de llegada y permanencia de in- migrantes. Al considerar la inmigración como parte de un proceso de cambio histórico, la lógica que prevalece es la que tiene en cuenta el nuevo paradigma dominante entre lo que podríamos denominar mo- noculturalidad pasada y multiculturalidad futura. En este marco, y como eje dialéctico general y primario para abordar las líneas discursivas predominantes en la Unión Europea en materia de inmigración, po- demos señalar la existencia de dos corrientes principales: 1) Un discurso reactivo, que reacciona contra el proceso histórico y busca restablecer el pasado monocultural. 2) Un discurso pro-activo, que asume la irreversibilidad del proceso y busca conformarlo como marco para orientar los cambios de la sociedad.
  • 41. 33La “Directiva Retorno”: xenofobia y des-integración Cada uno de estos dos discursos puede llegar a legitimar políticas concretas, y constituyen, podríamos decir, la base de dos “filosofías”. Para distinguirlos analíticamente, ambos tienen una concepción dis- tinta sobre la noción de conflicto y poseen también un marco de referencia de la población distinto. El discurso reactivo busca gestionar el conflicto y se preocupa por las alteraciones que supone el proceso de llegada de inmigrantes en todas las esferas de la vida, a las que percibe como negativas. El discurso proactivo, por su parte, aspira a proporcionar a las personas recursos e instrumentos para que gestionen los conflictos, que perciben como un hecho histórico irreversible. En sín- tesis, el discurso reactivo ve al conflicto como amenaza, como conflicto de intereses entre inmigrantes y ciudadanos. Por su parte, el discurso proactivo lo percibe como una oportunidad histórica y un reto que hay que afrontar, como parte del proceso de socialización en el que Euro- pa está envuelta. Esta visión diferenciada del conflicto implica también, como de- cíamos, que cada discurso tiene un marco de referencia de la pobla- ción distinto. El discurso reactivo solo tiene en cuenta a la población ciudadana (la población votante o de identidad/cultura homogénea), la que siempre tiene prioridad frente a la población no ciudadana (población no votante o de identidad/cultura diferente) en los con- flictos de intereses que se producen. Esto equivale a decir que el interés del ciudadano-votante prevalece sobre el interés del no-ciuda- dano (no votante). En el discurso proactivo, por el contrario, el marco de referencia es toda la población, independientemente de si es o no ciudadano, si es o no votante. Las diferencias entre ambas posiciones se manifiestan, también, en la idea de gestión legislativa frente al fenómeno. El discurso reactivo lo plantea como un problema que debe resolverse con los instrumen- tos jurídicos y políticos existentes. El discurso proactivo lo plantea como un reto que debe afrontarse favoreciendo la innovación política y jurídica, si los medios actuales no son los adecuados para la gestión del fenómeno. Para el discurso reactivo, el referente negativo principal es la inesta- bilidad y la delincuencia. La inmigración podría incluso alterar la convivencia de la sociedad en su conjunto. Para el discurso proactivo, los peligros básicos son cuestiones relacionadas con la violencia ra- cista, delitos contra trabajadores o explotación de los inmigrantes, desalojos, problemas sanitarios, polizones, intolerancia religiosa, dis- criminación, expulsiones y denegaciones arbitrarias de entrada.
  • 42. 34 Julio Salesses Para el discurso reactivo la llegada masiva de inmigrantes produce xenofobia, rechazo o desequilibrios laborales que justifican ciertas reacciones de la ciudadanía. Para el discurso proactivo la inmigración puede ser considerada como la coartada a la que recurren los intole- rantes. En esta línea, la llegada de inmigrantes lo que puede llegar a provocar es un argumento que justifique la necesidad de políticas de discursos reactivos, que incluso llegue al fascismo si se pretende im- poner a los ciudadanos proyectos de naturaleza excluyente o totalita- ria. También preocupa al discurso proactivo la fractura de la sociedad, al percibir como anormal que el proceso de inmigración provoque divisiones en términos de posesión o no de derechos.1 II. Más allá del plano discursivo Lo expuesto hasta aquí constituye el trazo grueso, la línea general que sirve como telón de fondo ideológico al tratamiento político de la cuestión de los inmigrantes en el viejo continente. De la tensión entre las posiciones anteriormente descritas, va surgiendo la síntesis que se refleja, finalmente, en normas de Derecho Positivo, y que concluye por lo tanto condicionando el futuro de millones de seres humanos. En el plano estrictamente institucional, la base discursiva de la Unión Europea en lo que hace a política migratoria fue fijada en el Programa de Tampere, adoptado por el Consejo Europeo reunido en dicha ciudad los días 15 y 16 de octubre de 1999. Dicho programa dispone como objetivo principal la creación de un Espacio Europeo de Libertad, Seguridad y Justicia. Dentro de ese marco general, las conclusiones del Consejo Europeo de Tampere afirman que la inmi- gración pasa a ser un tema de especial importancia, “puesto que el goce de la libertad que caracteriza a la Unión Europea (...) ejerce un poder de atracción para muchos otros ciudadanos de todo el mundo que no pueden gozar de la libertad que los ciudadanos de la Unión dan por descontada”. A continuación, remata la proclama con el siguiente aserto: “Sería, además, contrario a las tradiciones europeas, negar esta libertad a aquellas personas a las que sus circunstancias conducen justificadamente a tratar de acceder a nuestro territorio. Por esta ra- zón, la Unión ha de desarrollar políticas comunes en materia de asilo e inmigración”. (Apartado 3, Conclusiones de la Presidencia, Conse- jo Europeo de Tampere, 15 y 16 de octubre de 1999). El Consejo de Tampere aboga por un enfoque comprensivo que establezca las ba-
  • 43. 35La “Directiva Retorno”: xenofobia y des-integración ses de esas políticas comunes, enfoque que “debe atender las causas de raíz —root causes—, y no generar un tratamiento superficial que ignore las causas originales de los flujos migratorios”. (sic). Las prioridades temáticas establecidas en el Consejo Europeo de Tampere, fueron: 1) colaboración con los países de origen, 2) sistema europeo común de asilo, 3) metodología de gestión de los flujos mi- gratorios. Se estableció expresamente que la colaboración con los países de origen debía fomentar el codesarrollo, aplicar una mayor coheren- cia entre la política interior y la política exterior de la Unión, establecer un enfoque global de la inmigración “que trate los problemas políti- cos, de derechos humanos y de desarrollo de los países y regiones de origen y tránsito”. (Apartado A. I., punto 11 de las conclusiones del Consejo Europeo de Tampere). La lucha contra la pobreza, la mejora de las condiciones de vida y las posibilidades de trabajo, la prevención de conflictos, la consolidación de estados democráticos y la garantía del respeto de los Derechos Humanos debían ser temas desarrollados en este enfoque glo- bal. Por su parte, el apartado “Trato justo de los nacionales de terceros países” recogía aspectos de política de integración, lucha contra el racismo y la xenofobia y lucha contra la discriminación, y la regula- ción de un estatuto jurídico para residentes de larga duración. El Programa de Tampere refleja con exactitud la manera en que la Unión Europea busca mostrarse ante el mundo. El abordaje de un tema como la discriminación, permite marcar definiciones en un amplio rango axiológico, y exhibir el rumbo elegido como modelo social. Así, ante la bestialidad imperialista norteamericana, Europa se ofrece como bloque proclive a la integración multipolar (especialmente, por razones culturales, religiosas y de dinámicas migratorias con Amé- rica Latina) fundamentada en la búsqueda de consensos. Ante el modelo que prohija Guantánamo, Europa fundamenta la legislación que consagra su Parlamento en el pleno apego a la Declaración de Derechos Humanos. Coloca a la política exterior norteamericana en el plano del discurso reactivo, que percibe la alteridad como una ame- naza a sus intereses, amenaza que debe ser eliminada “gestionando” con los instrumentos existentes. Los intereses a defender por el Esta- do norteamericano, son los de sus ciudadanos. Europa reserva para sí el discurso proactivo. Más allá de sus fronteras no ve (en su declaración de principios) una “alteridad a eliminar”, sino una oportunidad histó- rica de acercamiento e integración a lograr mediante consensos sus- ceptibles de ser volcados a nuevas herramientas jurídicas y políticas. Según esta visión, Europa sería lo plural, lo tolerante, lo “política-
  • 44. 36 Julio Salesses mente correcto”, en oposición al rancio y recalcitrante conservadu- rismo yanqui. El análisis de la política exterior de la Unión Europea desde el Programa de Tampere hasta la actualidad, excedería el espacio desti- nado a este trabajo. Sin embargo, puede afirmarse que la tarea legisla- tiva del Parlamento muestra, en el área temática que nos ocupa, más contradicciones que concordancias con la línea ideológica del progra- ma. Con posterioridad a su entrada en vigencia (y como consecuencia de ella), surgen dos Directivas de la Unión Europea contra la discri- minación: la de igualdad de trato con independencia del origen racial o étnico (Directiva 2000/43/CE del Consejo, 29 de junio de 2000) y la de igualdad de trato en el mundo laboral (Directiva 2000/78/CE del Consejo, 27 de noviembre de 2000). Encontramos en ellas disposiciones como: “La presente Directiva tiene por objeto establecer un marco para luchar contra la discrimi- nación por motivos de origen racial o étnico, con el fin de que se aplique en los estados miembros el principio de igualdad de trato”. (Art. 1); más adelante se argumenta: Concepto de discriminación. 1. A efectos de la presente Directiva, se entenderá por “principio de igualdad de trato” la ausencia de toda discriminación, tanto directa como indirecta, basada en el origen racial o étnico. 2. A efectos del apartado 1: a) existirá discriminación directa cuando, por motivos de origen racial o étnico, una persona sea tratada de manera menos fa- vorable de lo que sea, haya sido o vaya a ser tratada otra en situación comparable; b) existirá discriminación indirecta cuando una disposición, cri- terio o práctica aparentemente neutros sitúe a personas de un origen racial o étnico concreto en desventaja particular con respecto a otras personas, salvo que dicha disposición, crite- rio o práctica pueda justificarse objetivamente con una finali- dad legítima y salvo que los medios para la consecución de esta finalidad sean adecuados y necesarios. 3. El acoso constituirá discriminación a efectos de lo dispuesto en el apartado 1 cuando se produzca un comportamiento no desea- do relacionado con el origen racial o étnico que tenga como ob- jetivo o consecuencia atentar contra la dignidad de la persona y