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La leyenda de la sorgiñe y el gato
                            Enviado por Txema Domínguez Esteban

Hace muchos, muchos años, en tiempo de mis aitites, junto al calor de la chimenea, se contaba
una vieja historia de sorigiñes, que a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo con cierta
curiosidad. Siempre que viene a mi memoria esta historia, la primera impresión que tengo, es de
que entonces, en aquellos tiempos ya pasados, las sorgiñes, a pesar de todas sus cautelas, eran
mucho más reconocibles e identificables que las de ahora. Yo creo que esta apreciación que
hago, no le quitan ni un ápice de importancia y transcendencia a las actuales sorgiñes. Porque a
pesar de todo, “haberlas, aílas”, como se dice en Galicia.

Aunque seguramente, aquellas sorgiñes de las que hablo, nada tienen que ver, con las que en la
actualidad, dicen serlo públicamente en cuanto tienen ocasión, y así conseguir notoriedad y
obtener pingues beneficios, a costa de la ingenuidad de muchos incautos. Me parece a mí, que la
autentica brujería, la que se puede definir como tal, siempre ha sido una actividad esotérica,
oculta y enigmática. Y creo, que esta manera reservada de vivir y actuar, es la clave
fundamental de su existencia. Al margen de que hoy en día, al menos aparentemente, no haya
una inquisición como tal, ni tampoco inquisidores fácilmente reconocibles. Porque eso ya sería
harina de otro costal. Pero vayamos con el relato.

Recuerdo con nostalgia, que algunas noches, acomodados junto a la lumbre o sentados al
brasero, a los más pequeños, nos contaban historias, antes de acostarnos. Era una manera
admirable, de que además de aprender, estuviéramos entretenidos. Y porque no decirlo, también
era un modo de que muchas veces, los chavales nos calmáramos y dejáramos y alborotar antes
de retirarnos a dormir.

Aunque parezca increíble, la televisión aún no existía, y por lo tanto, no se había apoderado de
nuestros hogares. Afortunadamente, las tertulias y las veladas donde se contaban tradiciones y
hechos de todo tipo, eran frecuentes, y desde luego, provechosas. Recuerdo, que narrar historias,
era una manera entretenida y animada de comunicarse en la familia, además, de una formula
muy eficaz, de transmitir costumbres, experiencias y conocimientos, a los pequeños de la casa.

La leyenda que aún recuerdo con cierta curiosidad, y que según parece me intrigó, es el
siguiente.

Según mis aitites, calle abajo, y hacía ya tiempo, había vivido una sorgiñe. Al parecer, y sin
saberse muy bien la razón, la señora no tenía mucha relación con el resto de los vecinos. Vivía
absorta en sus “cosas” y siempre parecía como ausente. Según afirmaban mis aitites al
comienzo del relato, la mujer, no era muy comunicativa. Seguramente, tendría sus razones para
ser tan reservada, pero en el pueblo no entendían estas razones, y esta les hacía ser recelosos. En
el fondo, esta actitud, hacía que sus vecinos creían que la conocían, que sabían de ella, pero en
realidad, era una gran desconocida para todos. Incluso, no estaban seguros ni de su edad. Y todo
esto, a pesar de que al parecer había nacido allí, y siempre había vivido en pueblo.

Lo que todos los vecinos, si daban por hecho, es tenía amplios conocimientos curativos. Su
erudición sobre hierbas y formulas magistrales, estaba más que demostrado: todos sabían que
elaboraba multitud de pócimas, bálsamos y ungüentos. Y cuando se sentían enfermos o
aquejados de algún mal, por raro que este fuera, muchos de los vecinos utilizaban estos
remedios, que ella preparaba en secreto. Y parece ser, si ella se lo proponía, entre otras cosas,
sus métodos sanaban. Y curaban, sencillamente porque ellos mismos así lo aseguraban ¡Aunque
solo fuera por el efecto placebo, decían encontrarse mejor ¡Al menos no empeoraban. Esto sí
que se podía corroborar, porque los usuarios de los brebajes, lo afirmaban.

Desde luego, por falta de bebedizos no era, porque de hecho, su casa estaba atiborrada de
plantas, hierbas, cuencos, probetas y vasijas, para estos y otros menesteres ocultos
Pero además, siempre según contaban mis aitites, reunía “otros” poderes más enigmáticos y
desconocidos, que mis aitites siempre insinuaban, pero nunca acababan de matizar.

Los vecinos sospechaban, que uno de esto poderes, era la facultad de transformarse:
habitualmente lo hacía, en un precioso y engreído gato negro. El citado gato, algunas noches,
sobre todo las noches de luna llena, se paseaba arrogante, por las casas, husmeando e indagando
con descaro. Era tal su atrevimiento, que a nadie le pasaba inadvertida su presencia, ni su
actitud. Parece que le interesaban sobremanera las reuniones familiares. Y además fisgonear,
cuando había guisos cocinándose en el fuego, el desvergonzado gato, se acercaba sigiloso a la
sartén o la cazuela, sustraía lo que podía, y salía corriendo con su botín por la gatera.

Evidentemente, estas “transfiguraciones de la sorgiñe” nunca nadie las había podido confirmar
de manera fehaciente. Aunque los vecinos, lo comentaban en voz baja, insinuándolo, nunca
nadie lo había podido comprobar. Tan solo lo intuían. Tampoco se atrevían por temor, decirlo
abiertamente.

Respecto a los robos que hacía, aquellos no eran precisamente tiempos de abundancia, y la
comida era sagrada. Estas sustracciones los irritaban sobremanera, y a mis aitites, esto los traía
por el camino de la amargura. Incluso, más de una noche, les había arruinado la cena. Y eso
resultaba imperdonable.

Al curioso y entrometido ladrón, nadie lo conocía. Tampoco sabían, a quien pertenecía. Ni el
resto del día, lo veían por el pueblo: solo por las noches de luna llena, y en sus casas. Ningún
vecino, parecía poder dar cuenta, de quién era su dueño, ni de donde aparecía. Aunque intuían
suspicaces la verdad.

Cuando surgía la conversación, afirmaban con recelo, que de vez en cuando, un enigmático gato
negro, se paseaba por sus casas, y que aparecía y desaparecía, como por encanto. De la manera
más inesperada: surgía de la nada, como por “arte de brujería” se atrevían incluso a reseñar.

Cuando lo comentaban entre ellos, (siempre en voz baja y con desconfianza), los vecinos
parecían inquietos. Y aunque no lo confesaban abiertamente, estaban un poco atemorizados.
¡Todo lo desconocido siempre intimida! Y más una cosa tan desconcertante y seria como
aquella. Desde luego, no era para menos.

Mi aitite, se propuso intentar acabar con el entuerto de una vez por todas. E ideó un plan. La
próxima vez que apareciera el arrogante gato, lo llevaría a cabo. Su método era sencillo, pero
efectivo: junto a la comida, tendría siempre preparado un recipiente con agua hirviendo. Su
objetivo, era escaldar al animal, arrojándole el agua encima, cuando se acercara a la comida. Mi
aitite presuponía, que al menos, esto le serviría de escarmiento, y el desconocido gato, fuera o
no la sorgiñe, dejaría de hacer sus repentinas intrusiones, para fisgonear y hurtar comida. Ese
era su principal objetivo.

Y llegó el momento esperado. Una noche de abril, con una enorme y brillante luna llena en el
horizonte, y la familia alrededor de la lumbre, apareció como de costumbre, el elegante y
despreocupado animal. Parecía controlar toda la estancia, fisgando con sus ovalados y
relucientes ojos. Observando sus andares, pausados y cadenciosos, nada parecía intimidar al
gato. Tampoco parecía tener la menor sospecha de lo que se avecinaba. Todos los presentes,
estaba al tanto del propósito del aitite: se respiraba una tensa calma, ante el acontecimiento

El gato, de manera parsimoniosa y displicente, controlaba con su mirada todo el recinto,
mientras se acercaba sigiloso y despreocupado a la sartén. En ese momento, el aitite, arrojó con
fuerza y de manera certera, el agua hirviendo que tenía preparada. Y acertó de lleno. El gato se
alejó despavorido, con el cuerpo abrasado, profiriendo unos maullidos lastimeros y en cierto
modo, conmovedores. El animal, en su huida, aún tuvo tiempo de detenerse junto a la gatera, y
mirar de manera inquietante a los presentes. Acto seguido, desapareció.
Después de lo ocurrido, todos los presentes intercambiaron unas miradas cómplices, y sin
mediar palabra sobre lo ocurrido, continuaron con la velada. Aunque, como mas tarde
reconocieron, además del regocijo del momento, también tenían una disimulada preocupación,
por las posibles consecuencias que pudiera tener lo ocurrido.

A la mañana siguiente, ocurrió algo sorprendente, aunque en cierto modo, esperado. La señora,
si bien intentaba ocultarse de las miradas indiscretas, tenía el rostro y el torso quemado. A pesar
de querer protegerse con el sombrero y la mantilla que llevaba puestas, se apreciaba a simple
vista las heridas. Nadie del pueblo supo dar una aclaración de lo ocurrido: naturalmente, no lo
sabían. Tampoco la señora dio nunca ninguna explicación a nadie: simplemente permaneció en
silencio. Tampoco tenía porque darla. Ni tampoco nadie lo preguntó.

Por supuesto, ni mis aitites, ni ninguno de los testigos, comentaron jamás nada de lo ocurrido la
noche anterior, con el resto de los vecinos. La discreción y la sensatez, son fundamentales
siempre, en todas la ocasiones. Pero sobre todo, en casos como este, de aparente brujería.

Lo cierto es, que el arrogante gato negro, fuera o no la sorgiñe, nunca más pareció por nuestra
casa.
MITO FUNDACIONAL MUISCA
                              Enviado por ADRIANA CARRILLO



En el momento de la creación, Chiminigagua salió para iluminar el universo; era una divinidad
bondadosa y universal, una esencia creadora grande. Chiminigagua creó el universo con sus
estrellas y el mundo con sus tierras y aguas. Cuando el dios quiso difundir la luz por todo el
universo, creó dos grandes aves negras y las lanzo al espacio, y cuando echaban su aliento por
los picos, esparcían una luz incandescente, con la que todo el cosmos quedó iluminado. Así creó
a a Xué (el sol) y a Chía (la luna), que eran esposos.

Cuando el universo estaba ya creado, surgieron de las aguas Bochica, una hermosa y joven
mujer, y su pequeño hijo, que al crecer se casó con ella, engendrando numerosos hijos. A sus
hijos, los muiscas, Bochica dejó muchas enseñanzas hasta que regresó nuevamente al agua,
cuando envejeció, junto con su hijo y esposo, convertidos los dos en grendes serpientes.

Años más tarde Chiminigagua envió a Bochica, un anciano de largos cabellos y blancas barbas.
Bochica enseñó a los muiscas sus virtudes: no matar, no robar, no mentir y ayudarse los unos a
los otros. Después comenzó a enseñarles sus principales actividades: a construir sus casas, a
sembrar la tierra, a fabricar las ollas de barro, a tejer las mantas de algodón y otras cosas, todas
provechosas. Bochica quería mucho a los indios y estos lo querían a él. Sin embargo, Huitaca,
su mujer, no quería a los muiscas y les persuadió para que llevaran una vida de placeres, juegos
y borracheras. Estos consejos los predicó y difundió con novedad y malicia, por lo que atraía
con la facilidad a la muchedumbre.

Una vez aprovechando la ausencia de Bochica, Huitaca inundó la sabana, estropeando las casas
y cultivos de los indios, poniéndolos en una situación desesperada, hasta cuando regresó el
anciano. Tan indignado se sintió Bochica con su mujer, que le castigó convirtiéndola en
lechuza. Enseguida se dirigió a los cerros que rodean la sabana y con una varita de oro, que
siempre usaba, tocó las rocas, las cuales se partieron para dejar escapar las aguas que habían
inundado los campos. Tiempo después desapareció, dejando estampada la huella de su pie en
una piedra.

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Kondairak

  • 1. La leyenda de la sorgiñe y el gato Enviado por Txema Domínguez Esteban Hace muchos, muchos años, en tiempo de mis aitites, junto al calor de la chimenea, se contaba una vieja historia de sorigiñes, que a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo con cierta curiosidad. Siempre que viene a mi memoria esta historia, la primera impresión que tengo, es de que entonces, en aquellos tiempos ya pasados, las sorgiñes, a pesar de todas sus cautelas, eran mucho más reconocibles e identificables que las de ahora. Yo creo que esta apreciación que hago, no le quitan ni un ápice de importancia y transcendencia a las actuales sorgiñes. Porque a pesar de todo, “haberlas, aílas”, como se dice en Galicia. Aunque seguramente, aquellas sorgiñes de las que hablo, nada tienen que ver, con las que en la actualidad, dicen serlo públicamente en cuanto tienen ocasión, y así conseguir notoriedad y obtener pingues beneficios, a costa de la ingenuidad de muchos incautos. Me parece a mí, que la autentica brujería, la que se puede definir como tal, siempre ha sido una actividad esotérica, oculta y enigmática. Y creo, que esta manera reservada de vivir y actuar, es la clave fundamental de su existencia. Al margen de que hoy en día, al menos aparentemente, no haya una inquisición como tal, ni tampoco inquisidores fácilmente reconocibles. Porque eso ya sería harina de otro costal. Pero vayamos con el relato. Recuerdo con nostalgia, que algunas noches, acomodados junto a la lumbre o sentados al brasero, a los más pequeños, nos contaban historias, antes de acostarnos. Era una manera admirable, de que además de aprender, estuviéramos entretenidos. Y porque no decirlo, también era un modo de que muchas veces, los chavales nos calmáramos y dejáramos y alborotar antes de retirarnos a dormir. Aunque parezca increíble, la televisión aún no existía, y por lo tanto, no se había apoderado de nuestros hogares. Afortunadamente, las tertulias y las veladas donde se contaban tradiciones y hechos de todo tipo, eran frecuentes, y desde luego, provechosas. Recuerdo, que narrar historias, era una manera entretenida y animada de comunicarse en la familia, además, de una formula muy eficaz, de transmitir costumbres, experiencias y conocimientos, a los pequeños de la casa. La leyenda que aún recuerdo con cierta curiosidad, y que según parece me intrigó, es el siguiente. Según mis aitites, calle abajo, y hacía ya tiempo, había vivido una sorgiñe. Al parecer, y sin saberse muy bien la razón, la señora no tenía mucha relación con el resto de los vecinos. Vivía absorta en sus “cosas” y siempre parecía como ausente. Según afirmaban mis aitites al comienzo del relato, la mujer, no era muy comunicativa. Seguramente, tendría sus razones para ser tan reservada, pero en el pueblo no entendían estas razones, y esta les hacía ser recelosos. En el fondo, esta actitud, hacía que sus vecinos creían que la conocían, que sabían de ella, pero en realidad, era una gran desconocida para todos. Incluso, no estaban seguros ni de su edad. Y todo esto, a pesar de que al parecer había nacido allí, y siempre había vivido en pueblo. Lo que todos los vecinos, si daban por hecho, es tenía amplios conocimientos curativos. Su erudición sobre hierbas y formulas magistrales, estaba más que demostrado: todos sabían que elaboraba multitud de pócimas, bálsamos y ungüentos. Y cuando se sentían enfermos o aquejados de algún mal, por raro que este fuera, muchos de los vecinos utilizaban estos remedios, que ella preparaba en secreto. Y parece ser, si ella se lo proponía, entre otras cosas, sus métodos sanaban. Y curaban, sencillamente porque ellos mismos así lo aseguraban ¡Aunque solo fuera por el efecto placebo, decían encontrarse mejor ¡Al menos no empeoraban. Esto sí que se podía corroborar, porque los usuarios de los brebajes, lo afirmaban. Desde luego, por falta de bebedizos no era, porque de hecho, su casa estaba atiborrada de plantas, hierbas, cuencos, probetas y vasijas, para estos y otros menesteres ocultos
  • 2. Pero además, siempre según contaban mis aitites, reunía “otros” poderes más enigmáticos y desconocidos, que mis aitites siempre insinuaban, pero nunca acababan de matizar. Los vecinos sospechaban, que uno de esto poderes, era la facultad de transformarse: habitualmente lo hacía, en un precioso y engreído gato negro. El citado gato, algunas noches, sobre todo las noches de luna llena, se paseaba arrogante, por las casas, husmeando e indagando con descaro. Era tal su atrevimiento, que a nadie le pasaba inadvertida su presencia, ni su actitud. Parece que le interesaban sobremanera las reuniones familiares. Y además fisgonear, cuando había guisos cocinándose en el fuego, el desvergonzado gato, se acercaba sigiloso a la sartén o la cazuela, sustraía lo que podía, y salía corriendo con su botín por la gatera. Evidentemente, estas “transfiguraciones de la sorgiñe” nunca nadie las había podido confirmar de manera fehaciente. Aunque los vecinos, lo comentaban en voz baja, insinuándolo, nunca nadie lo había podido comprobar. Tan solo lo intuían. Tampoco se atrevían por temor, decirlo abiertamente. Respecto a los robos que hacía, aquellos no eran precisamente tiempos de abundancia, y la comida era sagrada. Estas sustracciones los irritaban sobremanera, y a mis aitites, esto los traía por el camino de la amargura. Incluso, más de una noche, les había arruinado la cena. Y eso resultaba imperdonable. Al curioso y entrometido ladrón, nadie lo conocía. Tampoco sabían, a quien pertenecía. Ni el resto del día, lo veían por el pueblo: solo por las noches de luna llena, y en sus casas. Ningún vecino, parecía poder dar cuenta, de quién era su dueño, ni de donde aparecía. Aunque intuían suspicaces la verdad. Cuando surgía la conversación, afirmaban con recelo, que de vez en cuando, un enigmático gato negro, se paseaba por sus casas, y que aparecía y desaparecía, como por encanto. De la manera más inesperada: surgía de la nada, como por “arte de brujería” se atrevían incluso a reseñar. Cuando lo comentaban entre ellos, (siempre en voz baja y con desconfianza), los vecinos parecían inquietos. Y aunque no lo confesaban abiertamente, estaban un poco atemorizados. ¡Todo lo desconocido siempre intimida! Y más una cosa tan desconcertante y seria como aquella. Desde luego, no era para menos. Mi aitite, se propuso intentar acabar con el entuerto de una vez por todas. E ideó un plan. La próxima vez que apareciera el arrogante gato, lo llevaría a cabo. Su método era sencillo, pero efectivo: junto a la comida, tendría siempre preparado un recipiente con agua hirviendo. Su objetivo, era escaldar al animal, arrojándole el agua encima, cuando se acercara a la comida. Mi aitite presuponía, que al menos, esto le serviría de escarmiento, y el desconocido gato, fuera o no la sorgiñe, dejaría de hacer sus repentinas intrusiones, para fisgonear y hurtar comida. Ese era su principal objetivo. Y llegó el momento esperado. Una noche de abril, con una enorme y brillante luna llena en el horizonte, y la familia alrededor de la lumbre, apareció como de costumbre, el elegante y despreocupado animal. Parecía controlar toda la estancia, fisgando con sus ovalados y relucientes ojos. Observando sus andares, pausados y cadenciosos, nada parecía intimidar al gato. Tampoco parecía tener la menor sospecha de lo que se avecinaba. Todos los presentes, estaba al tanto del propósito del aitite: se respiraba una tensa calma, ante el acontecimiento El gato, de manera parsimoniosa y displicente, controlaba con su mirada todo el recinto, mientras se acercaba sigiloso y despreocupado a la sartén. En ese momento, el aitite, arrojó con fuerza y de manera certera, el agua hirviendo que tenía preparada. Y acertó de lleno. El gato se alejó despavorido, con el cuerpo abrasado, profiriendo unos maullidos lastimeros y en cierto modo, conmovedores. El animal, en su huida, aún tuvo tiempo de detenerse junto a la gatera, y mirar de manera inquietante a los presentes. Acto seguido, desapareció.
  • 3. Después de lo ocurrido, todos los presentes intercambiaron unas miradas cómplices, y sin mediar palabra sobre lo ocurrido, continuaron con la velada. Aunque, como mas tarde reconocieron, además del regocijo del momento, también tenían una disimulada preocupación, por las posibles consecuencias que pudiera tener lo ocurrido. A la mañana siguiente, ocurrió algo sorprendente, aunque en cierto modo, esperado. La señora, si bien intentaba ocultarse de las miradas indiscretas, tenía el rostro y el torso quemado. A pesar de querer protegerse con el sombrero y la mantilla que llevaba puestas, se apreciaba a simple vista las heridas. Nadie del pueblo supo dar una aclaración de lo ocurrido: naturalmente, no lo sabían. Tampoco la señora dio nunca ninguna explicación a nadie: simplemente permaneció en silencio. Tampoco tenía porque darla. Ni tampoco nadie lo preguntó. Por supuesto, ni mis aitites, ni ninguno de los testigos, comentaron jamás nada de lo ocurrido la noche anterior, con el resto de los vecinos. La discreción y la sensatez, son fundamentales siempre, en todas la ocasiones. Pero sobre todo, en casos como este, de aparente brujería. Lo cierto es, que el arrogante gato negro, fuera o no la sorgiñe, nunca más pareció por nuestra casa.
  • 4. MITO FUNDACIONAL MUISCA Enviado por ADRIANA CARRILLO En el momento de la creación, Chiminigagua salió para iluminar el universo; era una divinidad bondadosa y universal, una esencia creadora grande. Chiminigagua creó el universo con sus estrellas y el mundo con sus tierras y aguas. Cuando el dios quiso difundir la luz por todo el universo, creó dos grandes aves negras y las lanzo al espacio, y cuando echaban su aliento por los picos, esparcían una luz incandescente, con la que todo el cosmos quedó iluminado. Así creó a a Xué (el sol) y a Chía (la luna), que eran esposos. Cuando el universo estaba ya creado, surgieron de las aguas Bochica, una hermosa y joven mujer, y su pequeño hijo, que al crecer se casó con ella, engendrando numerosos hijos. A sus hijos, los muiscas, Bochica dejó muchas enseñanzas hasta que regresó nuevamente al agua, cuando envejeció, junto con su hijo y esposo, convertidos los dos en grendes serpientes. Años más tarde Chiminigagua envió a Bochica, un anciano de largos cabellos y blancas barbas. Bochica enseñó a los muiscas sus virtudes: no matar, no robar, no mentir y ayudarse los unos a los otros. Después comenzó a enseñarles sus principales actividades: a construir sus casas, a sembrar la tierra, a fabricar las ollas de barro, a tejer las mantas de algodón y otras cosas, todas provechosas. Bochica quería mucho a los indios y estos lo querían a él. Sin embargo, Huitaca, su mujer, no quería a los muiscas y les persuadió para que llevaran una vida de placeres, juegos y borracheras. Estos consejos los predicó y difundió con novedad y malicia, por lo que atraía con la facilidad a la muchedumbre. Una vez aprovechando la ausencia de Bochica, Huitaca inundó la sabana, estropeando las casas y cultivos de los indios, poniéndolos en una situación desesperada, hasta cuando regresó el anciano. Tan indignado se sintió Bochica con su mujer, que le castigó convirtiéndola en lechuza. Enseguida se dirigió a los cerros que rodean la sabana y con una varita de oro, que siempre usaba, tocó las rocas, las cuales se partieron para dejar escapar las aguas que habían inundado los campos. Tiempo después desapareció, dejando estampada la huella de su pie en una piedra.