EL QUIJOTE.pdf Libro adaptado de la edicion vicens vives de clasicos hispanicoss
Secretos de las niñas bien
1. MONÓLOGO DE UNA NIÑA BIEN HARTA DE LAS NIÑAS BIEN EN DECADENCIA…
¿Qué diablos, se están creyendo las llamadas “niñas bien”? Sobre todo las
que ya ni son ni tan “niñas” y menos “bien”. La verdad es que está por verse
porque actúan igual que a las que no consideran de su clase. Ya no son
ejemplares por finas y elegantes, o están divorciadas, o viven con su pareja sin
haberse casado, o nse quitan maridos, o se botoxean (se ponen mucho botox,
sobre todo en los labios), o se visten igual que centenas de señoras, o usan sus
indispensable leggins, con botas, o zapatos estrambóticos, minifaldas, bisutería
vistosa aunque fina, eso sí, y sus peinados extraños por todas las
“extensiones”, que se ponen. Estas, dizque niñas bien, ya les dijeron adiós a
las faldas plisadas, las blusas a rayas, los twin sets, los chongos tipo Grace
Kelly, los aretes y el collar de perlas. Hablan con un vocabulario y utilizan
coloquialismos que jamás oyeron en sus casas. Pero ¿qué se están creyendo?
Y las peores, las que están más confundidas, son las venidas a menos. Aun
cuando se siguen reuniendo con las de su medio, ahora, les interesa mezclarse
con las “niñas, bien ricas” las también llamadas “fresas” a las que aceptan con
tal de que les aporten influencia política o contactos útiles, invitaciones a los
yates, sus fiestas, sus casas de campo, etc. Ya que estas ricachonas tienen el
poder, gracias a su posición económica, de pasar a formar parte de las altas
esferas sociales. Ya no importa el origen familiar de estas personas, lo que
importa es, como dice el adagio: “Tanto tienes tanto vales”. It’s all about
money…Tener estos vínculos significa una manera de sobrevivir para la “crema
y nata” de la sociedad ya que, gracias a esas nuevas ricas, que forman una
suerte de corte, mantienen su nivel social. “Qué bueno que existen señoras
como Luz González porque son las que nos mantienen en nuestro lugar”. El
secreto de esta gente “bien” es que, aparentan tener gran amistad e intimidad
con sus nuevas relaciones, pero eso sí, no olvidan, de una manera muy sutil,
guardar sus distancias. Cuando coinciden, en seguida se nota ya sea en la
sonrisita, la mirada intercambiada con alguien de la misma clase, o el halago
paternalista, tipo: “Mira ese vestido sí te queda bien no está tan apretado
como el que traías ayer. Con ése sí te veías fatal, parecías tamal. Te lo digo en
buen plan, porque te quiero, por eso te lo digo”. “¿De dónde dices que eran
tus abuelos, porque no ubico tú apellido?” “¿De verdad, es la primera vez que
viaja a Europa? No lo puedo creer. Pues ¿dónde ibas antes de vacaciones?”.
Estas niñas bien en decadencia, conservan una autoridad para opinar, juzgar y
pontificar como si hubieran hecho altos estudios. Pero. ¿Qué se están
creyendo? Tienen una conciencia de clase tan obsoleta que caen en el ridículo.
Ya, muchas de ellas, ni tienen el estatus económico, ni el político, si acaso un
prestigio social que va en rápida disminución y que las arribistas respetan. Las
has been no hacen más que hablar del pasado, coleccionan recuerdos, muchas
veces de épocas que ni vivieron y sienten nostalgias que no les corresponden.
Les encanta hablar de la realeza europea como si pertenecieran a ella solo
2. porque tienen un viejo tío o una tía que vivió en Europa durante el exilio de don
Porfirio y se quedaron a vivir en Paris o en Madrid y se convirtieron en tema de
conversación recurrente hasta convertirse en el mito elegante de la familia.
Por favor que ya dejen de creerse exclusivas. Estas familias añejas ya no les
importa a nadie. Que no me cuenten porque sus antepasados fueron,
igualmente, arribistas, aunque de hace más tiempo pero ni tanto. Ellos,
también, favorecidos por fortunas adquiridas por circunstancias muy
privilegiadas pudieron empoderarse y lograr posiciones de muy alto nivel
económico, político y social, tal y como lo han hecho a los que llaman “nuevos
ricos”, “arribistas”, “trepadores”. No hay que olvidar que ocurrió que muchas
de esas fortunas se desplomaron con la misma rapidez con la que se
acumularon y surgieron “los venidos a menos”, los “nuevos pobres”. Es
evidente que esta “gente bien” piensa que tienen “lo que el dinero no puede
comprar”. He allí su gran secreto. Pero, en el fondo, muy en el fondo, ya se
sienten medio out, aunque tengan títulos de nobleza comprados, muchas
antigüedades y fotos de las bisabuelas y abuelas mostrando sus joyas. Estas
niñas bien, son las más insoportables.
3. EL SECRETO DE UNA NIÑA BIEN SECRETA
“Muchos años después de lo que sucedió me enteré que era su
costumbre, es decir, la de acostarse con sus pacientes niñas bien, ex alumnas
de colegio de monjas. Yo fui una de ellas, una de las víctimas de lo que se
conoce como “transferencia”. Supuestamente es totalmente normal e incluso
imprescindible para que el tratamiento psicoanalítico funcione. Tengo
entendido que en todas las terapias, al cabo de un cierto tiempo, las pacientes
suelen “enamorarse” de su psiquiatra o terapeuta, a quien durante la
“transferencia”, lo ven como su novio, hermano, padre, amante, confidente y la
única persona que la entiende. Es evidente que este “enamoramiento” no es
real, aunque la paciente lo viva con mucha intensidad, no deja de ser una
fantasía. Al cabo de un año de terapia, yo juraba por todos los santos del
mundo, que estaba efectivamente enamorada de mi psicoanalista, a pesar de
que el doctor J. C. era un hombre muy feo, con los dientes chuecos, corriente y
mucho mayor que yo. A mí no me importaba, yo lo veía atractivo, interesante,
varonil, culto, inteligentísimo y con una enorme capacidad para ayudar al
prójimo. De hecho, en la época que era su paciente, hacía trabajo social con
pandillas de ciudad Neza, adictos a la droga y a todo tipo de enervantes. El Dr.
J. C, daba clases en la UNAM, era un personaje muy importante de la
Asociación Psicoanalista Mexicana, aficionado a los toros y articulista en un
periódico de izquierda. Todo eso me encantaba de él; lo veía como a un
intelectual muy liberal, un hombre comprometido con su país, que conocía la
obra de Freud como la palma de su mano y que además, era un “bohemio”,
asiduo de la Cueva de Amparo Montes y ex psicoanalista de muchos políticos
de cuya amistad presumía, en las sesiones, todo el tiempo. Inútil decirte que
era todo lo contrario de mi marido, un súper niño bien del Ibero, convencional,
mocho, que jugaba golf y que junto con unos amigos, había abierto una casa
de Bolsa. Entonces yo tenía 26 años, era madre de una niña de dos y estaba
totalmente confundida. No tenía ni idea de quién era, ni por qué me había
casado con mi marido; tenía la impresión que nadie me quería, me daba pavor
el qué dirán y dentro de mí, sentía que me sumía dentro de un pozo sin fondo.
4. Para colmo, todas las noches tenía pesadillas. Por lo tanto necesitaba ayuda
profesional. Cuando se lo propuse a mi marido me dijo: “Okey. No problem. ¿Si
quieres le pregunto a Luis Carlos con quién va Vero? Dice que este es
buenérrimo y que desde que su mujer va con ese shrink, ha cambiado
muchísimo”. Así lo hice. Le pregunté a Verónica y a la semana me presenté a
su consultorio, que estaba en San Angel.
“Me acuerdo que lo que más me impresionó de la primera sesión fue la
forma en que me escuchaba, además de poner toda su atención, al mismo
tiempo me miraba con mucha ternura y hasta con complicidad. Acabamos
muertos de la risa hablando de otros temas que no tenían nada que ver con
mis problemas. “Para empezar la terapia, me gustaría verla dos veces por
semana”, me dijo J.C. como si le hablara no a una paciente, sino más bien,
como a una de sus tantas alumnas consentidas. Para no hacerte el cuento
largo, (nada más de acordarme de todo esto, se me revuelve el estómago) al
cabo de seis meses, ir con mi psiquiatra se convirtió en mi única ilusión en mi
vida. Todo el día pensaba en él, le escribía cartas de amor, le hacía regalos; si
viajábamos, le mandaba tarjetas postales, le llevaba discos, libros antiguos,
grabados de toros, objetos extraños, corbatas francesas, etc. Lo que más me
extrañaba, es que el Dr. J.C me aceptaba todo. Jamás puso la mínimo
resistencia, ni me dijo que ese tipo de manifestaciones no eran correctas ni
saludables para la terapia. Entonces, pensaba que mi comportamiento era
totalmente normal. Era feliz. Le coqueteaba, le lloraba amargamente cuando le
hablaba de mi madre, me le insinuaba, lo hacía reír, le contaba mil anécdotas,
de mis viajes, hablábamos de política y le contaba todo acerca de las fiestas a
donde iba. “Usted me vive como naco, ¿verdad?”, me preguntaba todo el
tiempo. Y yo le decía que para nada, cuando en realidad así lo veía
efectivamente, pero así me gustaba: ¡naco!”, porque era diferente al tipo de
gente que trataba y porque ése era precisamente mi secreto, estar
supuestamente enamorada de un naco, que no conocía nadie, que no iba a las
fiestas a donde me invitaban y que sinceramente era impresentable. Lo malo
es que el “naco” era mi psiquiatra, él sabía que yo era su paciente; conocía
perfectamente bien las reglas del juego, pero no las aplicaba. Yo creo, que en el
fondo estaba muy halagado, que una niña ben, le rindiera tanta admiración,
veneración y hasta adoración. Por lo tanto era la perfecta paciente sumida en
una perfecta, transferencia, en manos de un doctor farsante, acomplejado y
muy poco ético.
“Mientras el tiempo pasaba, cada día dependía más de mi psicoanalista;
alimentaba de más en más mis ilusiones, coqueteos, búsqueda por mi
verdadera identidad e intensos deseos de ser correspondida en el amor, hasta
ese momento, platónico. Entre tanto, mi matrimonio se iba a pique. Tan era
así que no recuerdo haberle dedicado mucho tiempo en hablar de mi marido, ni
de nuestra relación, ni mucho menos, de mis hijos. Así pasaron los últimos
años del tratamiento, el cual duró 12 años, hasta que sucedió, lo que no tenía
5. que suceder. Sucedió en su consultorio, sucedió en el chaise longue, sucedió
cuando todavía era su paciente y si mal no recuerdo, sucedía, sin dejar de
pagarle como si nada sucediera realmente. No me veo llegando a mis citas en
el papel de la lover, esto me hubiera causado demasiada culpa, así es que sí le
pagaba. En realidad nunca deje de ser la paciente que ya llevaba muchos años
con el mismo psiquiatra. Me acuerdo, que a veces llegaba más temprano a mi
cita; tenía entonces que esperar, de 10 a 15 minutos, en un pequeño patio
interior, que terminara con la señora (joven y guapa) que me precedía.
Recuerdo, que mientras esperaba, lo imaginaba haciendo lo mismo que hacía
conmigo… Curiosamente, esta paciente siempre salía de su consultorio, de
muy buen humor. La odiaba. Me daban muchos celos, pero a él no le decía
nada para no contrariarlo y no tener que analizar por qué era celosa de algo
que imaginaba y si tenía algo que ver con mi infancia. Además, él sabía
perfectamente de qué pie cojeaba, conocía de memoria mis traumas, mis
inseguridades, mi falta de autoestima, mis complejos, mis limitaciones y
debilidades. Con el tiempo esta situación, me fue provocando de más en más
culpa. Por las noches ya no tenía pesadillas, pero ahora ya no podía dormir, me
sentía demasiado culpable respecto a mi marido y mi familia. Empecé a
sentirme incómoda respecto a esa doble vida: por un lado, era una niña bien
muy bien portadita, jugando el papel de esposa feliz, plena y realizada y por el
otro, era una mujer que engañaba a su marido en la clandestinidad,
interpretando el rol de Lady Chatterley, la novela que cuenta de una aristócrata
que se enamora de su guardabosques, nada más que en mi caso, se trataba de
mi psiquiatra. ¿Cuál de la dos, era mi verdadera identidad? ¿Era una señora
respetable o más bien, era una hipócrita, inmoral y muy enferma para aceptar
semejante relación? ¿Era víctima del psiquiatra o él era mi víctima? De pensar
que un día tal vez me hubieran encontrado con él, ya sea mi marido o alguien
de mi familia o alguno de mis amigos, tan snob y conservadores, me aterraba.
“¡Estás loca, pero si es un naco, además es tu psiquiatra!”, me hubieran dicho
con toda razón. Por otro lado, me gustaba tener un secreto, solo mío y nada
más mío, me sentía con poder. Cuando escuchaba a mis amigas criticar a otras
niñas bien porque tenían un affaire o porque se habían echado su “canita al
aire” con un casado, yo me moría de risa para mis adentros y las veía como
mensas, con sus vidas planas, previsibles y muy aburridas. Sin embargo,
después de algún tiempo, comencé a sentirme usada e incluso, sumamente
devaluada. Qué irónico, estaba siendo devaluada por el mismo psiquiatra quien
se suponía debía ayudarme a valorarme.
Una noche fuimos a cenar al Café Tacuba, y cuando me llevó a mi casa,
después de haber estado en un motel en la carretera a Cuernavaca, me dijo:
“Me vas a odiar toda tu vida por esto.”. Tenía y no tenía razón. Lo odié
muchos años, pero ya no. Ahora, cuando me acuerdo de él, más que odio, me
provoca repugnancia, pero más compasión me inspiran, las otras niñas bien ex
6. alumnas de colegio de monjas que también fueron sus víctimas y que tal vez
ellas, sí lo odien.
He aquí mi secreto. Tuvieron que pasar casi 40 años para que finalmente,
lo contara. Me siento mejor, más liberada, pero sobre todo, menos culpable. –