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Crónicas de lobo
Yo fui un ladrón
Erick López Sánchez
Hubo un tiempo en que no sabía quién era y hubo otro tiempo en que, finalmente,
supe quién soy. Entre ese era y el descubrimiento del soy hubo un tiempo (tiempito)
en que fui un ladrón.
Año 1999. Todavía no tenía barba, tampoco billetera y, por supuesto, menos un
trabajo realmente trabajoso. Lo que sí tenía eran abundantes anomalías del espíritu,
masoquismos del corazón, sensaciones extrañas, perversiones mentales... que me
empujaban a querer experimentar el miedo, el riesgo, el sentir esas cosquillas en la
barriga al saber que me podía pasar algo malo-malo-malo. Muy malo. Era algo así
como un Cool Mc Cool del puerto: “Amaba el peligro”.
Entonces, apenas había acabado la universidad. Lanzado a la vida andaba con un
cartón bajo el brazo, sintiéndome un ser indefenso e inútil. Mucho más indefenso e
inútil, que aquel muchachito despistado que había logrado ingresar a San Marcos.
Lo olvidaba: estos eran los tiempos cuando no sabía quién era.
Año 2000. La vida siempre ha sido injusta conmigo, pues persistentemente me ha
regalado lo que no merezco. Aquel 2000, tras esperar el fin del mundo abrazado de
mi madre, la suerte parecía haber llegado a mí. No solo porque había conseguido un
trabajo, sino el mejor de mis trabajos. Mi cara salía sonriente, casi todos los días, en
el diario más importante, el decano de estas tierras, junto a un puñado de letras que
simulaban ser una noticia, un artículo, una crónica futbolera. Me sentía doblemente
realizado, ya que mi popularidad había aumentado entre mis tías, mis vecinas y más de
un amable vendedor del mercado. Además, había logrado coronar el sueño de poder
ingresar a los estadios, camerinos y entrenamientos cuantas veces me diera la gana e
increíblemente por el mismo precio: ¡gratis!
Micerebrodepollomeveíaconvertidoenunserfamoso,quenopararía,nosedetendría,
hasta ser presidente del Perú y luego ser presidente del mundo. Desafortunadamente,
mis compañeros andaban tan o más locos que yo, por lo que mi discurso calaba
muy hondo en sus corazones. Las tardes y noches de aquellos días se transformaron
en platicas interminables, dignas del mejor análisis psiquiátrico. Sin embargo, todo
hubiera quedado en la inofensiva anécdota si es que un día, un bendito día, no se me
hubiera ocurrido contar que deseaba ser un ladrón.
Creo que está de más decir que mi idea no fue aplacada, apagada, controlada o
censurada… y para mi desgracia obtuvo unánime apoyo. Plantada y abonada en mi
consciente (y creo que hasta en mi subconsciente) fui presa de aquel deseo mortal de
hacer cuanto antes lo que no debía.
Obviamente, no podía robarle a una señora que se pareciera a mi madre, a una anciana
que me recordara a mi abuela, a un tipo extraviado como mi padre y menos a un
niño o a una niña indefensos. Así, fueron siendo descartadas muchas personas, desde
Samy, el peluquero de mi barrio, hasta Tatim, el singular payaso que alegraba las fiestas
infantiles, juveniles, matrimoniales, inaugurales, deportivas y funerarias de mi distrito.
¿A quién le robaría?
Tal parecía que mi potencial víctima no existía. Hasta que un día, mientras esperaba
el ómnibus, fui testigo de un hecho que aclaró mi sacudido pensamiento. Sucedió
que un hombre caminaba tambaleante por la gigante avenida, mientras unas damas
barbudas y sigilosas lo miraban desde una esquina. La mala suerte hizo que el hombre
cruzara a las damas, que por efectos de la luna, se transformaron inmediatamente en
buitres y devoraron al sujeto, dejándolo solo con su descolorido calzoncillo rojo (casi
rosado). Luego, desaparecieron.
Este hecho me regaló la solución a mi dilema. Estaba muy claro: le robaría a un ladrón.
Mi cerebro que en este tipo de circunstancia encuentra la justificación teórica y moral
perfecta, pronto rebuscó en mis recuerdos y rescató frases como: “ladrón que roba a
ladrón tiene cien años de perdón”, “ojo por ojo, diente por diente”. La idea era que
mi consciente le diera ánimos a mi subconsciente, o viceversa. Total, daba lo mismo.
El nuevo problema era dónde hallaría un ladrón.
Afortunadamente no pasó mucho tiempo hasta que ubiqué a mi víctima. Aquel día,
como todas las noches, me paré en la avenida a esperar el carro que me llevaría a
casita, cuando de pronto apareció ante mis ojos una de las damas barbudas. En aquel
momento, mi corazón empezó a pa-pa-pa-pa-pal-pitar, pues era mi oportunidad, la
oportunidad que tanto había deseado. Lo malo era que no sabía qué hacer, cómo
robar ni qué robar. Sin embargo, como muchas otras veces, mis pies fueron poseídos
por ese deseo, maligno deseo mortal, de hacer inmediatamente lo que no debía y
cuando pude reaccionar ya estaba junto a la dama barbuda.
–Hola, chico.
–Hola.
–¿Quieres divertirte un ratico?
–¡No! Digo, digo, digo… digo ¡sí!
–Bebito, si me acompañas puedo hacerte tocar el cielo.
–¿Trabaja por aquí, señorita?
Alescucharmiestúpidapreguntapudeaterrizar,volveralarealidad,pescarnuevamente
mi objetivo y darme cuenta que estaba en la boca del lobo. No había marcha atrás. En
los segundos de silencio escaneé a la dama barbuda, por dentro y por fuera. Gracias a
esto, descubrí que mi presea era muy femenina, pequeña y de color rosado. Y en ella
puse casi toda mi concentración. La otra parte de mi atención la destiné a distraer a
mi ocasional acompañante.
–Dime, pues, chico, no te animas. La vamos a pasar muy bien.
–¿Cómo te llamas? –pregunté y enseguida me acerqué un poquito.
–¡Crazy!
–¡Qué raro nombre! –comenté y me acerqué otro poquito.
–¿Y tú cómo te llamas?, ¿tienes enamorada?
–Me llamo Pascual y no tengo enamorada –respondí, muy pegadito.
–Tienes nombre de abuelito... Vamos, amor, no te arrepentirás.
–¡Vamos! Pero antes dime dónde es… –afirmé con gran seguridad, convertido para
los ojos de la avenida en su galán, su enamorado, su novio.
Crazy levantó el brazo y señaló un segundo piso. Yo, ya no prestaba la mínima atención
a lo que decía, solo miraba la cartera que iba deslizándose mientras bajaba el brazo.
Entonces, la luna se alineó con el sol, y ambos se alinearon con mis ojos. Era la señal
natural. Supe que era el momento preciso. Estiré mi mano y cogí la cartera. La hice
mía. Tenía el trofeo. Ahora, solo era cuestión de correr.
Como al inicio de toda competencia empecé a buen ritmo. Le había sacado varios
cuerpos de ventaja a Crazy. Y no había de qué preocuparse. Yo era el campeón del
lingo y bolero, rey del trompo con huaraca, mago haciéndome la “vaca” y en carreritas,
¡el primero! Confiado, durante varios segundos, corrí por la avenida mostrando la
cartera. Hasta que a Crazy se le ocurrió quitarse los tacos. Poco a poco, empecé a
sentir su respiración en la nuca y, lo más preocupante, sus maldiciones, muy cerca de
mi oreja.
Si mi intención había sido sentir la adrenalina del peligro, lo estaba consiguiendo con
creces. Pero me parecía que ya era suficiente. Quería parar. Enseñarle las palmas de
mis manos a Crazy. Decirle que se calmara. Que le había robado, pero de mentiritas.
Abrazarnos como en los dibujos animados. Respirar con la lengua afuera. Seguir
corriendo luego, si quería. Necesitaba un descanso. ¡Un “chepi”!
Lamentablemente, a Crazy no le interesaba nada. Ni siquiera su cartera, que yo había
lanzado por los aires esperando que fuera a recogerla y me dejara en santa paz. Mejor
dicho, a Crazy no le interesaba nada, salvo mi cuello o mi vida. Lo peor de todo era
que mientras más corría, más grande y fuerte se ponía.
Al llegar casi a una esquina, con toda una tribuna viendo la persecución, y con las
sirenas de la policía, los bomberos y el serenazgo poniéndole emoción y ambiente
peliculero a mi sufrimiento, tropecé con una piedra, caí como un palo y me convertí
en una pelota. Crazy ensayó todo tipo de patadas sobre mi bella anatomía, hasta que
tres robustos policías lo agarraron del pescuezo. Lo extraño fue que la tribuna me
respaldó y exigió, como mínimo castigo, la crucifixión para mi perseguidor. Pero hubo
algo mucho más extraño: yo respaldé y defendí a Crazy. Los policías no entendían ni
una palabra. Como es de suponer, todos terminamos en la comisaría.
Lo que sucedió en el centro policial fue una suma de exageraciones. Para empezar,
los policías no sabían a quién tratar como víctima y a quién tratar como victimario.
Sus cerebros y sus calzoncillos ahuecados, más mi aspecto de esmirriado y chorreado
macho latino, me daban ciertas ventajas. A mí no me agarraron a varazos en las
piernas, como sí lo hicieron con Crazy, quien para entonces estaba convertido en
un troglodita de labios pintados. Él o ella (ya no sé) me acusaba de todos los delitos
posibles. Yo, aceptaba hidalgamente las acusaciones, pero en el instante aclaraba que
todo había sido de mentiritas. Crazy pedía la mayor de las condenas para mí. Yo,
aceptaba hidalgamente las condenas, pero en el instante aclaraba que también debían
ser de mentiritas. Este tire y afloje, propio de la justicia, duró hasta que el comisario
mandó tal carajo que Crazy se cuadró mejor que el centinela de turno.
Las manifestaciones fueron otro tema. El primero en hablar fui yo. Empecé como a
las diez de la noche y empecé desde el principio. Sin darnos cuenta, de pronto, el reloj
marcaba la medianoche, el policía había escrito casi siete hojas y yo recién estaba des-
cribiendo al hombre del descolorido calzoncillo rojo. Terminamos como a la una de la
mañana, casi justo cuando llegó mi padre. Y llegó repitiendo aquella frase que no en-
tiendo y odio, pero que ha sido la constante en mi vida: “¡Hasta cuando, Erick! ¡Hasta
cuando!”. Confieso que he intentado descifrarla y siento que mi padre me ve como
un jarabe o una lata de atún, pero cuya fecha de vencimiento ha caducado, por lo que
estoy malogrado y no sirvo para nada. Será por eso que no me gusta que la repita.
La declaración de Crazy fue más sencilla, salvo en el inicio, pues se negó rotundamente
a dar su verdadero nombre. El policía le repitió dieciocho veces que no podría tomar su
manifestación. Crazy contestó, también dieciocho veces, que no daría su nombre. Otra
vez, el comisario tuvo que soltar un carajo para ponernos en posición de firmes a todos.
Desde aquel instante, Crazy nunca más se llamó Crazy, sino Roberto Acevedo Tapia.
Decir que estaba avergonzado y arrepentido es decir poco. No es agradable ver a tu
padre en una comisaría y menos agradable fue verlo conversando con Crazy. Charlaron
como por casi veinte minutos. ¿De qué? No lo sé. Nunca se lo he preguntado ni creo
que se lo preguntaré. Solo recuerdo que la conversación terminó con un fuerte apretón
de manos entre los dos. Luego, Crazy se paró, habló con el durmiente policía de turno
y retiró la denuncia contra mí. Antes de irse, caminó hacia donde estaba sentado. Pensé
que me daría un puñete, me escupiría o me lanzaría una patada. Estaba preparado para
recibir cualquier golpe. Lo merecía. Pero no ocurrió nada de eso. Crazy, Roberto, él o
ella, como prefieran, se acercó y me dijo algo que no he podido olvidar:
–Ya hubiera querido tener un viejo como el tuyo. Deja de hacer tantas cojudeces
porque la gente buena se muere y la buena suerte se acaba.
Lo olvidaba: estos eran los tiempos en que fui un ladrón.
Año 2005. El tiempo hizo que me transformara en una persona decente o, por lo
menos, que lo intentara de lunes a viernes. En otras palabras, puedo decir con orgullo
que a más años en mi vida, menos problemas genero.
DurantebuentiempopaséporaquellaavenidaypudecomprobarqueCrazycontinuaba
con su trabajo. Alguna vez tuve la intención de saludarlo y de pedirle las disculpas que
nunca le pedí. Sin embargo, no lo hice. Hasta que un día, Crazy desapareció de aquella
esquina, pero yo estaba convencido que algún día lo encontraría nuevamente.
Y así ocurrió. Era un domingo de febrero. Como todos los años en su cumpleaños
había ido a visitar a mi tía Teresa al cementerio. Como todos los años también, luego
de dejarle flores, empecé a pasear por el camposanto buscando una lápida que llevara
mi nombre. Andaba concentrado en mi tontería cuando mis ojos leyeron: Roberto
Acevedo Tapia, 15.02.1973 - 14.09.2003. Incrédulo, me acerqué a la tumba. No podía
ser cierto lo que leía. Sin embargo, la foto que acompañaba a la inscripción terminó
por derribar cualquier duda.
Esta historia la he contado infinitas veces a mis amigos. Ellos la conocen de memoria.
Pero lo que no saben es que desde entonces, cada vez que voy a visitar a mi tía,
compro las flores y se las dejo en la puerta del cementerio.

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  • 1. Crónicas de lobo Yo fui un ladrón Erick López Sánchez Hubo un tiempo en que no sabía quién era y hubo otro tiempo en que, finalmente, supe quién soy. Entre ese era y el descubrimiento del soy hubo un tiempo (tiempito) en que fui un ladrón. Año 1999. Todavía no tenía barba, tampoco billetera y, por supuesto, menos un trabajo realmente trabajoso. Lo que sí tenía eran abundantes anomalías del espíritu, masoquismos del corazón, sensaciones extrañas, perversiones mentales... que me empujaban a querer experimentar el miedo, el riesgo, el sentir esas cosquillas en la barriga al saber que me podía pasar algo malo-malo-malo. Muy malo. Era algo así como un Cool Mc Cool del puerto: “Amaba el peligro”. Entonces, apenas había acabado la universidad. Lanzado a la vida andaba con un cartón bajo el brazo, sintiéndome un ser indefenso e inútil. Mucho más indefenso e inútil, que aquel muchachito despistado que había logrado ingresar a San Marcos. Lo olvidaba: estos eran los tiempos cuando no sabía quién era. Año 2000. La vida siempre ha sido injusta conmigo, pues persistentemente me ha regalado lo que no merezco. Aquel 2000, tras esperar el fin del mundo abrazado de mi madre, la suerte parecía haber llegado a mí. No solo porque había conseguido un trabajo, sino el mejor de mis trabajos. Mi cara salía sonriente, casi todos los días, en
  • 2. el diario más importante, el decano de estas tierras, junto a un puñado de letras que simulaban ser una noticia, un artículo, una crónica futbolera. Me sentía doblemente realizado, ya que mi popularidad había aumentado entre mis tías, mis vecinas y más de un amable vendedor del mercado. Además, había logrado coronar el sueño de poder ingresar a los estadios, camerinos y entrenamientos cuantas veces me diera la gana e increíblemente por el mismo precio: ¡gratis! Micerebrodepollomeveíaconvertidoenunserfamoso,quenopararía,nosedetendría, hasta ser presidente del Perú y luego ser presidente del mundo. Desafortunadamente, mis compañeros andaban tan o más locos que yo, por lo que mi discurso calaba muy hondo en sus corazones. Las tardes y noches de aquellos días se transformaron en platicas interminables, dignas del mejor análisis psiquiátrico. Sin embargo, todo hubiera quedado en la inofensiva anécdota si es que un día, un bendito día, no se me hubiera ocurrido contar que deseaba ser un ladrón. Creo que está de más decir que mi idea no fue aplacada, apagada, controlada o censurada… y para mi desgracia obtuvo unánime apoyo. Plantada y abonada en mi consciente (y creo que hasta en mi subconsciente) fui presa de aquel deseo mortal de hacer cuanto antes lo que no debía. Obviamente, no podía robarle a una señora que se pareciera a mi madre, a una anciana que me recordara a mi abuela, a un tipo extraviado como mi padre y menos a un niño o a una niña indefensos. Así, fueron siendo descartadas muchas personas, desde Samy, el peluquero de mi barrio, hasta Tatim, el singular payaso que alegraba las fiestas infantiles, juveniles, matrimoniales, inaugurales, deportivas y funerarias de mi distrito. ¿A quién le robaría? Tal parecía que mi potencial víctima no existía. Hasta que un día, mientras esperaba el ómnibus, fui testigo de un hecho que aclaró mi sacudido pensamiento. Sucedió que un hombre caminaba tambaleante por la gigante avenida, mientras unas damas barbudas y sigilosas lo miraban desde una esquina. La mala suerte hizo que el hombre cruzara a las damas, que por efectos de la luna, se transformaron inmediatamente en buitres y devoraron al sujeto, dejándolo solo con su descolorido calzoncillo rojo (casi rosado). Luego, desaparecieron. Este hecho me regaló la solución a mi dilema. Estaba muy claro: le robaría a un ladrón. Mi cerebro que en este tipo de circunstancia encuentra la justificación teórica y moral perfecta, pronto rebuscó en mis recuerdos y rescató frases como: “ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón”, “ojo por ojo, diente por diente”. La idea era que mi consciente le diera ánimos a mi subconsciente, o viceversa. Total, daba lo mismo. El nuevo problema era dónde hallaría un ladrón. Afortunadamente no pasó mucho tiempo hasta que ubiqué a mi víctima. Aquel día, como todas las noches, me paré en la avenida a esperar el carro que me llevaría a
  • 3. casita, cuando de pronto apareció ante mis ojos una de las damas barbudas. En aquel momento, mi corazón empezó a pa-pa-pa-pa-pal-pitar, pues era mi oportunidad, la oportunidad que tanto había deseado. Lo malo era que no sabía qué hacer, cómo robar ni qué robar. Sin embargo, como muchas otras veces, mis pies fueron poseídos por ese deseo, maligno deseo mortal, de hacer inmediatamente lo que no debía y cuando pude reaccionar ya estaba junto a la dama barbuda. –Hola, chico. –Hola. –¿Quieres divertirte un ratico? –¡No! Digo, digo, digo… digo ¡sí! –Bebito, si me acompañas puedo hacerte tocar el cielo. –¿Trabaja por aquí, señorita? Alescucharmiestúpidapreguntapudeaterrizar,volveralarealidad,pescarnuevamente mi objetivo y darme cuenta que estaba en la boca del lobo. No había marcha atrás. En los segundos de silencio escaneé a la dama barbuda, por dentro y por fuera. Gracias a esto, descubrí que mi presea era muy femenina, pequeña y de color rosado. Y en ella puse casi toda mi concentración. La otra parte de mi atención la destiné a distraer a mi ocasional acompañante. –Dime, pues, chico, no te animas. La vamos a pasar muy bien. –¿Cómo te llamas? –pregunté y enseguida me acerqué un poquito. –¡Crazy! –¡Qué raro nombre! –comenté y me acerqué otro poquito. –¿Y tú cómo te llamas?, ¿tienes enamorada? –Me llamo Pascual y no tengo enamorada –respondí, muy pegadito. –Tienes nombre de abuelito... Vamos, amor, no te arrepentirás. –¡Vamos! Pero antes dime dónde es… –afirmé con gran seguridad, convertido para los ojos de la avenida en su galán, su enamorado, su novio. Crazy levantó el brazo y señaló un segundo piso. Yo, ya no prestaba la mínima atención a lo que decía, solo miraba la cartera que iba deslizándose mientras bajaba el brazo. Entonces, la luna se alineó con el sol, y ambos se alinearon con mis ojos. Era la señal natural. Supe que era el momento preciso. Estiré mi mano y cogí la cartera. La hice mía. Tenía el trofeo. Ahora, solo era cuestión de correr. Como al inicio de toda competencia empecé a buen ritmo. Le había sacado varios cuerpos de ventaja a Crazy. Y no había de qué preocuparse. Yo era el campeón del lingo y bolero, rey del trompo con huaraca, mago haciéndome la “vaca” y en carreritas,
  • 4. ¡el primero! Confiado, durante varios segundos, corrí por la avenida mostrando la cartera. Hasta que a Crazy se le ocurrió quitarse los tacos. Poco a poco, empecé a sentir su respiración en la nuca y, lo más preocupante, sus maldiciones, muy cerca de mi oreja. Si mi intención había sido sentir la adrenalina del peligro, lo estaba consiguiendo con creces. Pero me parecía que ya era suficiente. Quería parar. Enseñarle las palmas de mis manos a Crazy. Decirle que se calmara. Que le había robado, pero de mentiritas. Abrazarnos como en los dibujos animados. Respirar con la lengua afuera. Seguir corriendo luego, si quería. Necesitaba un descanso. ¡Un “chepi”! Lamentablemente, a Crazy no le interesaba nada. Ni siquiera su cartera, que yo había lanzado por los aires esperando que fuera a recogerla y me dejara en santa paz. Mejor dicho, a Crazy no le interesaba nada, salvo mi cuello o mi vida. Lo peor de todo era que mientras más corría, más grande y fuerte se ponía. Al llegar casi a una esquina, con toda una tribuna viendo la persecución, y con las sirenas de la policía, los bomberos y el serenazgo poniéndole emoción y ambiente peliculero a mi sufrimiento, tropecé con una piedra, caí como un palo y me convertí en una pelota. Crazy ensayó todo tipo de patadas sobre mi bella anatomía, hasta que tres robustos policías lo agarraron del pescuezo. Lo extraño fue que la tribuna me respaldó y exigió, como mínimo castigo, la crucifixión para mi perseguidor. Pero hubo algo mucho más extraño: yo respaldé y defendí a Crazy. Los policías no entendían ni una palabra. Como es de suponer, todos terminamos en la comisaría. Lo que sucedió en el centro policial fue una suma de exageraciones. Para empezar, los policías no sabían a quién tratar como víctima y a quién tratar como victimario. Sus cerebros y sus calzoncillos ahuecados, más mi aspecto de esmirriado y chorreado macho latino, me daban ciertas ventajas. A mí no me agarraron a varazos en las piernas, como sí lo hicieron con Crazy, quien para entonces estaba convertido en un troglodita de labios pintados. Él o ella (ya no sé) me acusaba de todos los delitos posibles. Yo, aceptaba hidalgamente las acusaciones, pero en el instante aclaraba que todo había sido de mentiritas. Crazy pedía la mayor de las condenas para mí. Yo, aceptaba hidalgamente las condenas, pero en el instante aclaraba que también debían ser de mentiritas. Este tire y afloje, propio de la justicia, duró hasta que el comisario mandó tal carajo que Crazy se cuadró mejor que el centinela de turno. Las manifestaciones fueron otro tema. El primero en hablar fui yo. Empecé como a las diez de la noche y empecé desde el principio. Sin darnos cuenta, de pronto, el reloj marcaba la medianoche, el policía había escrito casi siete hojas y yo recién estaba des- cribiendo al hombre del descolorido calzoncillo rojo. Terminamos como a la una de la mañana, casi justo cuando llegó mi padre. Y llegó repitiendo aquella frase que no en- tiendo y odio, pero que ha sido la constante en mi vida: “¡Hasta cuando, Erick! ¡Hasta cuando!”. Confieso que he intentado descifrarla y siento que mi padre me ve como
  • 5. un jarabe o una lata de atún, pero cuya fecha de vencimiento ha caducado, por lo que estoy malogrado y no sirvo para nada. Será por eso que no me gusta que la repita. La declaración de Crazy fue más sencilla, salvo en el inicio, pues se negó rotundamente a dar su verdadero nombre. El policía le repitió dieciocho veces que no podría tomar su manifestación. Crazy contestó, también dieciocho veces, que no daría su nombre. Otra vez, el comisario tuvo que soltar un carajo para ponernos en posición de firmes a todos. Desde aquel instante, Crazy nunca más se llamó Crazy, sino Roberto Acevedo Tapia. Decir que estaba avergonzado y arrepentido es decir poco. No es agradable ver a tu padre en una comisaría y menos agradable fue verlo conversando con Crazy. Charlaron como por casi veinte minutos. ¿De qué? No lo sé. Nunca se lo he preguntado ni creo que se lo preguntaré. Solo recuerdo que la conversación terminó con un fuerte apretón de manos entre los dos. Luego, Crazy se paró, habló con el durmiente policía de turno y retiró la denuncia contra mí. Antes de irse, caminó hacia donde estaba sentado. Pensé que me daría un puñete, me escupiría o me lanzaría una patada. Estaba preparado para recibir cualquier golpe. Lo merecía. Pero no ocurrió nada de eso. Crazy, Roberto, él o ella, como prefieran, se acercó y me dijo algo que no he podido olvidar: –Ya hubiera querido tener un viejo como el tuyo. Deja de hacer tantas cojudeces porque la gente buena se muere y la buena suerte se acaba. Lo olvidaba: estos eran los tiempos en que fui un ladrón. Año 2005. El tiempo hizo que me transformara en una persona decente o, por lo menos, que lo intentara de lunes a viernes. En otras palabras, puedo decir con orgullo que a más años en mi vida, menos problemas genero. DurantebuentiempopaséporaquellaavenidaypudecomprobarqueCrazycontinuaba con su trabajo. Alguna vez tuve la intención de saludarlo y de pedirle las disculpas que nunca le pedí. Sin embargo, no lo hice. Hasta que un día, Crazy desapareció de aquella esquina, pero yo estaba convencido que algún día lo encontraría nuevamente. Y así ocurrió. Era un domingo de febrero. Como todos los años en su cumpleaños había ido a visitar a mi tía Teresa al cementerio. Como todos los años también, luego de dejarle flores, empecé a pasear por el camposanto buscando una lápida que llevara mi nombre. Andaba concentrado en mi tontería cuando mis ojos leyeron: Roberto Acevedo Tapia, 15.02.1973 - 14.09.2003. Incrédulo, me acerqué a la tumba. No podía ser cierto lo que leía. Sin embargo, la foto que acompañaba a la inscripción terminó por derribar cualquier duda. Esta historia la he contado infinitas veces a mis amigos. Ellos la conocen de memoria. Pero lo que no saben es que desde entonces, cada vez que voy a visitar a mi tía, compro las flores y se las dejo en la puerta del cementerio.