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En una clasificación de estereotipos rusos, la banya no solo ocuparía uno de los primeros puestos, sino que además bien
podría aglutinar a casi todos los restantes: un universo de intimidad y comunidad, de té y vodka, de nieve y vapor...
esa espiritualidad de claroscuros y, en definitiva, este mundo bipolar que va del Báltico al Pacífico.
El cine es un buen ejemplo. Escenas de grandes banquetes, de hermanamiento, de hedonismo o de asesinatos se
repiten entre las baldosas resbaladizas, el humo tupido y la fragilidad de los cuerpos desnudos. Arnold Schwarzenegger
aporreando manchurios en Read Heat o Viggo Mortensen acuchillado (y acuchillando) en Promesas del Este son
algunos de los ejemplos más repugnantes en el cine occidentalVer fotos: Arquitectura soviética (Parte I): las vanguardias
revolucionan Rusia
S
EXPERIENCIA
Dificultades y placeres de la banya rusa
Con la llegada de las primeras nevadas, nos refugiamos en el calor de la Banya Sanduny, una de las más emblemáticas de Rusia, en el centro de su capital.
POR Z
BRAIS SUÁREZ GONZÁLE
de noviembre de
25 2021
Alamy Stock Photo
Imponente interior de Banya Sanduny. Cedida a Condé Nast Traveler
Los estudios rusos multiplican esa caricatura de lujuria cochambrosa en cintas como Brat (Hermano) o nos llevan a lo
bucólico en Ironía del destino o en Unos días de la vida de Oblomov
El interior de estos escenarios, tan lúgubre como delicado, se presta a resaltar la tendencia del mundo ruso a lo
exagerado; de ahí que la banya acabe resonando también como la máxima expresión de esa pobreza honesta de La casa
de los muertos o de la opulencia desagradable del cine de Alekséi Balabánov.
BANYA SANDUNY
Y aunque uno se informe o conozca Rusia lo suficiente como para librarse de esos prejuicios, ante la carismática
entrada de la Banya Sanduny, en el centro de Moscú, no deja de temer que se hagan realidad. Las fachadas originales
mantienen la elegancia con que Sila Sandunov las mandó construir en 1808, como mayor baño público moscovita.
Sin embargo, el vestidor de la sección masculina ya muestra los rasgos del estilo mauritano bajo el que se remodeló en
1896. Entonces, con una visión más ambiciosa, un par de millonarios la adquirieron para transformarla en la banya rusa
por excelencia con ayuda del arquitecto vienés Boris Freidenberg.
El interior es como una puerta directa al lujo ecléctico de San Petersburgo: lo barroco, renacentista y gótico se alinean
para reforzar la perenne idea de Moscú como una Tercera Roma.
La decoración en Banya Sanduny es rica y ostentosa. Cedida a Condé Nast Traveler
A pesar de la colectivización de 1918 (cuando pasó a ser la Banya Estatal N.º 1), sus interiores mantuvieron las
alusiones a la arquitectura árabe y al arte clásico, que nos guían por pasillos que coquetean con lo kitsch para
conducirnos hasta la parte más llamativa, la sala principal de la sección masculina: un amplio salón cubierto de paños
de madera labrados
en estilo gótico, que más bien parecen un santuario medieval.
Pequeñas cabinas privadas se incrustan en este espectacular retablo como confesionarios y la luz se cuela
desde las traslúcidas vidrieras de la parte superior.
Sala principal de la sección masculina. Cedida a Condé Nast Traveler
DESNUDOS Y CON GORRO DE LANA
A partir de aquí, dejo de hacerme el experto, porque para el principiante, cada paso en la banya es un paso hacia el
desconcierto: en esta especie de templo, unas mesas con sofás de respaldo alto se reparten el espacio perfumado por
un tufillo a comida, ocupado por hombres completamente desnudos que comen queso ahumado y beben té y cerveza.
Allí me deposita un camarero para que también me desnude. Más que la timidez, me cohíbe que otra persona se coma
un jachapuri (especie de empanada georgiana) a un par de metros. Pero, en fin, si a él le da lo mismo, a mí también.
De repente, todos somos iguales. Es esta desnudez la que consigue que una sociedad de tan marcadas jerarquías como
la rusa se olvide del estatus. El papel de la banya es trascender política, espiritualidad, identidad y comunidad se
esparcen por estos bancos entre murmullos, alguna risa y penetrantes miradas. A mi alrededor veo un par de
estudiantes, un encuentro de negocios, otros dos hombres que bromean.
Detalle de la zona de aguas. Cedida a Condé Nast Traveler
La solemnidad de la instalación contrasta con la cotidianidad que reflejan sus empleados y visitantes. A medida que los
edificios residenciales fueron incorporando duchas y bañeras, la banya evoluciona desde lo puramente higiénico hacia
un tipo de establecimiento con diferentes tratamientos y que sirve de punto de encuentro.
De hecho, para muchos de los visitantes, este baño significa una rutina, dos horas semanales en que coinciden con
otros clientes habituales. En el primer salón, comen, beben y divagan, desconectados de la vida de las bufandas,
abrigos largos y atascos al otro lado de la fachada.
Solo yo, solitario y de movimientos erráticos, me delato como el extraterrestre que soy, sin saber qué hacer ni
adónde ir en ningún momento. Es como si no parara de cometer errores de protocolo; y eso que hasta aquí solo tuve
que desnudarme, sentarme y beber té con limón. La cosa se complica en la segunda parte. Quien viste albornoz, se
lo quita y decora su desnudez con el kolpak, un gorro picudo de lana.
La imponente piscina. Cedida a Condé Nast Traveler
Abro la puerta y un elenco de grandes barrigas y amplias espaldas se pasea por una zona de duchas y piscinas de agua
fría sujetando unas ramitas ( veniki) en las manos, como caricaturas de un cuadro de Boticelli. Se preparan para entrar
en una de las dos cámaras de calor, que desprenden un fuerte olor a abedul y menta.
EN CARNE PROPIA
A la izquierda se encuentra la sauna de tipo finés, seca (5% de humedad) y a unos 90 grados. A la derecha, la propia
banya rusa, de una humedad muy superior y sin superar los 75 grados. Ambas, recubiertas de madera, se estructuran en
torno a dos grandes hornos de cerámica, que un empleado alimenta con frecuencia. Aquí las ramas y los gorros van
cobrando sentido.
En cuanto empiezan a sudar y su cuerpo adquiere la tonalidad de los muros del kremlin, los visitantes utilizan los veniki
para golpearse la espalda y las piernas con la parsimonia de una vaca que espanta moscas con el rabo. Alguno se atiza
con más fuerza, con cara de sufrimiento. El kolpak, encaramado sobre la cara y el cuello como el capuchón de la
muerte, evita que las hojas de abedul golpeen los ojos y que el pelo se queme al entrar en contacto con las
superficies.
Cubos para los tratamientos corporales. Cedida a Condé Nast Traveler
A quienes vamos en serio, un "atizador" profesional nos tumba sobre un banco (para los escrupulosos: la gente se sienta sobre toallas) e
inicia una sesión que sé que no es de sadomaso porque así me lo aclaran previamente. Mirando al suelo, me imagino
cómo el hombre se relame de placer con cada golpe que me propina sobre la espalda, en los pies, en los brazos, cómo
aumenta la fuerza y el ritmo.
Me convenzo de que no es una novatada al ver cómo algunos rusos pasan por lo mismo en otros bancos. Presiona las
ramas sobre mis omóplatos y riñones y, entonces, cuando me pide inspirar, el olor a menta y abedul no solo me entran
hasta los pulmones, sino por cada poro del cuerpo. El vapor y la humedad me recorren desde dentro. El proceso, que
se llama párennie, es extremadamente técnico y busca abrir los poros y estimular la respiración con su ritmo irregular.
Toca baño de agua fría, muy fría, y repetir lo mismo boca arriba y sentado. En total, unos veinte minutos en los que la
incertidumbre y la vulnerabilidad me impiden relajarme y tras los que me siento como una alita de pollo rebozándose
del KFC. Una vez frito, vuelvo al agua fría y mi imagen ante el espejo me asusta más de lo normal: la piel, amoratada,
está surcada de arañazos rojos y estampada de hojas de abedul, hinchada por el calor.
Precioso colorido en las escaleras de Banya Sanduny. Cedida a Condé Nast Traveler
Ahora me aconsejan hidratarme y beber té antes de repetir el proceso (esta vez sin párennie). Y así lo hago para
acabar descubriendo la joya de la corona: la piscina que se esconde tras una puertecita casi clandestina. La
monumentalidad de todo el recinto se concentra alrededor del agua, en silencio, casi vacía, y perlada por los
destellos de luz tenue que entra desde el exterior, donde cae una de las primeras nevadas del otoño.
El baño en este agua tibia ayuda a estabilizar la tensión. Todos terminan con una ducha a conciencia, retirando con
paños las toxinas de la piel. Las ventanas abiertas nos traen los soplidos afilados del atardecer moscovita, que ya espera
en la calle.
Taquillas en Banya Sanduny. Cedida a Condé Nast Traveler
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  • 1. En una clasificación de estereotipos rusos, la banya no solo ocuparía uno de los primeros puestos, sino que además bien podría aglutinar a casi todos los restantes: un universo de intimidad y comunidad, de té y vodka, de nieve y vapor... esa espiritualidad de claroscuros y, en definitiva, este mundo bipolar que va del Báltico al Pacífico. El cine es un buen ejemplo. Escenas de grandes banquetes, de hermanamiento, de hedonismo o de asesinatos se repiten entre las baldosas resbaladizas, el humo tupido y la fragilidad de los cuerpos desnudos. Arnold Schwarzenegger aporreando manchurios en Read Heat o Viggo Mortensen acuchillado (y acuchillando) en Promesas del Este son algunos de los ejemplos más repugnantes en el cine occidentalVer fotos: Arquitectura soviética (Parte I): las vanguardias revolucionan Rusia S EXPERIENCIA Dificultades y placeres de la banya rusa Con la llegada de las primeras nevadas, nos refugiamos en el calor de la Banya Sanduny, una de las más emblemáticas de Rusia, en el centro de su capital. POR Z BRAIS SUÁREZ GONZÁLE de noviembre de 25 2021 Alamy Stock Photo
  • 2. Imponente interior de Banya Sanduny. Cedida a Condé Nast Traveler Los estudios rusos multiplican esa caricatura de lujuria cochambrosa en cintas como Brat (Hermano) o nos llevan a lo bucólico en Ironía del destino o en Unos días de la vida de Oblomov El interior de estos escenarios, tan lúgubre como delicado, se presta a resaltar la tendencia del mundo ruso a lo exagerado; de ahí que la banya acabe resonando también como la máxima expresión de esa pobreza honesta de La casa de los muertos o de la opulencia desagradable del cine de Alekséi Balabánov. BANYA SANDUNY Y aunque uno se informe o conozca Rusia lo suficiente como para librarse de esos prejuicios, ante la carismática entrada de la Banya Sanduny, en el centro de Moscú, no deja de temer que se hagan realidad. Las fachadas originales mantienen la elegancia con que Sila Sandunov las mandó construir en 1808, como mayor baño público moscovita. Sin embargo, el vestidor de la sección masculina ya muestra los rasgos del estilo mauritano bajo el que se remodeló en 1896. Entonces, con una visión más ambiciosa, un par de millonarios la adquirieron para transformarla en la banya rusa por excelencia con ayuda del arquitecto vienés Boris Freidenberg. El interior es como una puerta directa al lujo ecléctico de San Petersburgo: lo barroco, renacentista y gótico se alinean para reforzar la perenne idea de Moscú como una Tercera Roma.
  • 3. La decoración en Banya Sanduny es rica y ostentosa. Cedida a Condé Nast Traveler A pesar de la colectivización de 1918 (cuando pasó a ser la Banya Estatal N.º 1), sus interiores mantuvieron las alusiones a la arquitectura árabe y al arte clásico, que nos guían por pasillos que coquetean con lo kitsch para conducirnos hasta la parte más llamativa, la sala principal de la sección masculina: un amplio salón cubierto de paños de madera labrados en estilo gótico, que más bien parecen un santuario medieval. Pequeñas cabinas privadas se incrustan en este espectacular retablo como confesionarios y la luz se cuela desde las traslúcidas vidrieras de la parte superior.
  • 4. Sala principal de la sección masculina. Cedida a Condé Nast Traveler DESNUDOS Y CON GORRO DE LANA A partir de aquí, dejo de hacerme el experto, porque para el principiante, cada paso en la banya es un paso hacia el desconcierto: en esta especie de templo, unas mesas con sofás de respaldo alto se reparten el espacio perfumado por un tufillo a comida, ocupado por hombres completamente desnudos que comen queso ahumado y beben té y cerveza. Allí me deposita un camarero para que también me desnude. Más que la timidez, me cohíbe que otra persona se coma un jachapuri (especie de empanada georgiana) a un par de metros. Pero, en fin, si a él le da lo mismo, a mí también. De repente, todos somos iguales. Es esta desnudez la que consigue que una sociedad de tan marcadas jerarquías como la rusa se olvide del estatus. El papel de la banya es trascender política, espiritualidad, identidad y comunidad se esparcen por estos bancos entre murmullos, alguna risa y penetrantes miradas. A mi alrededor veo un par de estudiantes, un encuentro de negocios, otros dos hombres que bromean.
  • 5. Detalle de la zona de aguas. Cedida a Condé Nast Traveler La solemnidad de la instalación contrasta con la cotidianidad que reflejan sus empleados y visitantes. A medida que los edificios residenciales fueron incorporando duchas y bañeras, la banya evoluciona desde lo puramente higiénico hacia un tipo de establecimiento con diferentes tratamientos y que sirve de punto de encuentro. De hecho, para muchos de los visitantes, este baño significa una rutina, dos horas semanales en que coinciden con otros clientes habituales. En el primer salón, comen, beben y divagan, desconectados de la vida de las bufandas, abrigos largos y atascos al otro lado de la fachada. Solo yo, solitario y de movimientos erráticos, me delato como el extraterrestre que soy, sin saber qué hacer ni adónde ir en ningún momento. Es como si no parara de cometer errores de protocolo; y eso que hasta aquí solo tuve que desnudarme, sentarme y beber té con limón. La cosa se complica en la segunda parte. Quien viste albornoz, se lo quita y decora su desnudez con el kolpak, un gorro picudo de lana.
  • 6. La imponente piscina. Cedida a Condé Nast Traveler Abro la puerta y un elenco de grandes barrigas y amplias espaldas se pasea por una zona de duchas y piscinas de agua fría sujetando unas ramitas ( veniki) en las manos, como caricaturas de un cuadro de Boticelli. Se preparan para entrar en una de las dos cámaras de calor, que desprenden un fuerte olor a abedul y menta. EN CARNE PROPIA A la izquierda se encuentra la sauna de tipo finés, seca (5% de humedad) y a unos 90 grados. A la derecha, la propia banya rusa, de una humedad muy superior y sin superar los 75 grados. Ambas, recubiertas de madera, se estructuran en torno a dos grandes hornos de cerámica, que un empleado alimenta con frecuencia. Aquí las ramas y los gorros van cobrando sentido. En cuanto empiezan a sudar y su cuerpo adquiere la tonalidad de los muros del kremlin, los visitantes utilizan los veniki para golpearse la espalda y las piernas con la parsimonia de una vaca que espanta moscas con el rabo. Alguno se atiza con más fuerza, con cara de sufrimiento. El kolpak, encaramado sobre la cara y el cuello como el capuchón de la muerte, evita que las hojas de abedul golpeen los ojos y que el pelo se queme al entrar en contacto con las superficies.
  • 7. Cubos para los tratamientos corporales. Cedida a Condé Nast Traveler A quienes vamos en serio, un "atizador" profesional nos tumba sobre un banco (para los escrupulosos: la gente se sienta sobre toallas) e inicia una sesión que sé que no es de sadomaso porque así me lo aclaran previamente. Mirando al suelo, me imagino cómo el hombre se relame de placer con cada golpe que me propina sobre la espalda, en los pies, en los brazos, cómo aumenta la fuerza y el ritmo. Me convenzo de que no es una novatada al ver cómo algunos rusos pasan por lo mismo en otros bancos. Presiona las ramas sobre mis omóplatos y riñones y, entonces, cuando me pide inspirar, el olor a menta y abedul no solo me entran hasta los pulmones, sino por cada poro del cuerpo. El vapor y la humedad me recorren desde dentro. El proceso, que se llama párennie, es extremadamente técnico y busca abrir los poros y estimular la respiración con su ritmo irregular. Toca baño de agua fría, muy fría, y repetir lo mismo boca arriba y sentado. En total, unos veinte minutos en los que la incertidumbre y la vulnerabilidad me impiden relajarme y tras los que me siento como una alita de pollo rebozándose del KFC. Una vez frito, vuelvo al agua fría y mi imagen ante el espejo me asusta más de lo normal: la piel, amoratada, está surcada de arañazos rojos y estampada de hojas de abedul, hinchada por el calor.
  • 8. Precioso colorido en las escaleras de Banya Sanduny. Cedida a Condé Nast Traveler Ahora me aconsejan hidratarme y beber té antes de repetir el proceso (esta vez sin párennie). Y así lo hago para acabar descubriendo la joya de la corona: la piscina que se esconde tras una puertecita casi clandestina. La
  • 9. monumentalidad de todo el recinto se concentra alrededor del agua, en silencio, casi vacía, y perlada por los destellos de luz tenue que entra desde el exterior, donde cae una de las primeras nevadas del otoño. El baño en este agua tibia ayuda a estabilizar la tensión. Todos terminan con una ducha a conciencia, retirando con paños las toxinas de la piel. Las ventanas abiertas nos traen los soplidos afilados del atardecer moscovita, que ya espera en la calle. Taquillas en Banya Sanduny. Cedida a Condé Nast Traveler Ver más artículos Anillo Dorado de Moscú: tras la pista de Andréi Rubliov Puertas de Hierro: los Cárpatos y los Balcanes desde el Danubio Islas rusas (parte II): crimen y castigo en las Solovetsky SUSCRÍBETE AQUÍ a nuestra newsletter y recibe todas las novedades de Condé Nast Traveler #YoSoyTraveler