1. Mudanzas
(como homenaje a los 30 años de Jehtro Tull)
No acabo de desempacar un par de libros, unos discos, los típicos utensilios de cocina
más otro sin fin de cajitas de cartón y bolsas de polietileno, cuando casi a media noche
suena el celular. Me digo que a quién se le ocurre joderme a estas horas un viernes por la
noche. Para bien o para mal, resulta ser mi nuevo casero, el propietario de mi nuevo
departamento, de este departamento blanco, lleno de luz y ventanas a la calle en calle
Smeralova en el barrio de Bubenec. La traducción de Bubenec me recuerda la palabra
tambor, sin embargo ignoro su significado original. Aquí las casas son antiguas y
señoriales, a pesar de sus descascarados revoques y sus entornos de eternos
andamiajes, algunas de sus calles guardan sombras refrescantes, debido a inmensos
árboles, que se abrazan y hermanan con los del parque Stromovka. Su cercanía con la
ciudad vieja es casi inminente, separada tan solo por el río Moldava y de éste por el cerro
de Letná. A unas calles al oeste comienza Hradcanská, el barrio del castillo de Praga.
Mi casero me anunciaba que el lunes me visitaría, para resolver lo del teléfono, para
explicarme donde se enciende la calefacción o donde se corta el agua, en caso de que me
vaya de viaje. Bueno, le dije, lo espero a las seis de la tarde. Sigo desempacando papeles
y cuadernos, aún no aparece mi agenda, donde día a día anoto mis obligaciones y
reuniones, actividades como conciertos o exposiciones que deseo visitar, salidas al cine o
al teatro... Cambiarse de casa es como que a uno le borren la memoria del hard disc que
tenemos en la cabeza, ya que para tipos como yo, todo empieza y termina en el escritorio
de mi sala. Allí, en esa especie de campo de batalla, (donde pasan las cosas), es donde
se manifiesta toda la esencia de una mudanza, y esto porque suelo ir acumulando sobre la
cubierta de la mesa, toda una suerte de papelitos, recaditos, libros que, o estoy leyendo o
voy consultando. A parte de todo esto están las boletas y las facturas, las cuentas por
pagar, las cajas con las disquetas, los fajos de papel blanco o de roneo. Ni hablar de las
tarjetas de visita de tipos que tengo que llamar, o los números de alguna muchacha, de la
cual, bajo cualquier pretexto, he de olvidarme, por miedo, vergüenza, o simplemente por
seguir creyendo que la mujer de mi vida habrá de llegar en el momento en que me
encuentre menos desprevenido, y digo menos y no más, porque de alguna manera, a
pesar de lo despistado y hosco, he de fijarme en su existencia, absolutamente tangencial y
transitoria. Luego, con esa nueva amante, ignorada pero esperada, consultaré ese
horóscopo cotidiano, que es esa especie de reconstrucción verbal que hago, de los
conciertos visitados, de las exposiciones de fotografía que fuimos a ver justo el mismo día
y casi a la misma hora, sin siquiera toparnos, y que confirmaremos gracias a un afán
común de guardar por algún tiempo las entradas y los programas que nos reparten; o
simplemente hablaremos de los pubs, teatros, cafés y boliches varios, visitados casi los
mismos viernes. Así es como me doy cuenta que aquella mujer ha andado por ahí, casi
rozándome, pero que el momento de gracia, por fuerza de la providencia o de alguna otra
brujería o hechizo, ha llegado justo cuando de casualidad he dejado de mirar para ese
"otro lado". Así, de la nada, puedo, tanto por un mes como por una cantidad enorme de
años, terminar metido con una chica, sin haber tenido la más mínima intención. Así es la
química de las esquinas o de las tasas de café, porque ni hablar de la que se esconde en
los conchos de las copas de vino o en las cenizas de los cigarrillos de mariguana, que
suelo terminar fumándome con desconocidos, por lo general tipos de pelos largos, que
suelen estar hablando de libros que he leído o de asuntos de lo más “urgente para el bien
de la humanidad y la sabiduría pública”.
En medio de una mudanza pierdo la orientación y la única brújula que evita el más
absoluto de los naufragios, es la araña lenta de la intuición, ese olfato mental que nos dice,
en esta cajita sí, en esta tal vez, para que de todas maneras, nunca tenga la menor idea, a
donde han ido a parar todas esas alimañas de papel que me torturan diariamente desde mi
propia mesa y que suelo llamar masoquismo intelectual. Lo lógico es empezar a abrir cajas
y empezar a rehacer la vida de a poco, clavar los cables del computador, sin olvidarme
donde enchufar cada uno, y tratar de abrir los ficheros en los que he estado sentado
2. trabajando, para averiguar que esa semana empaquetada ha significado un retraso
enorme en la cuenta del teléfono, la no he podido pagar porque la impresora ha estado
guardada en una de las tantas cajas, amontonadas quien sabe donde. Esto, de cualquier
modo, pertenece a ese primer grupo de problemas, menores digo yo, y que resuelvo con
una llamadita de teléfono en que hipócritamente me disculpo mil veces, o bien, sin querer,
si se han puesto un poco animales en el tono, los termino mandando al carajo, y todo
gracias a que el tiempo en que la burocracia pública inicie el trámite para dejarme
incomunicado, será siempre más largo que el tiempo en que me tome para desempacar
todas las cosas.
Una mudanza llega despacio, inadvertidamente, por ejemplo justo cuando resulta que
estoy escribiendo y suena el teléfono y que quién será tan tarde y es Milán, ahora mi
nuevo vecino, pero que hace unos días no lo era: que ya habló con el dueño del edificio
donde vive y que me puedo cambiar la próxima semana, aprieto el botón verde de mi
celular que dice OK para terminar la llamada y me sorprendo ante una neurosis de caos
inminente: cajas, las eternas cajas de cartón de toda mudanza. Estas son tentativas
literarias fallidas, comenzadas, recomenzadas o simplemente dejadas de lado, casi por las
mismas razones: llamadas urgentes de París, donde una voz ronca y secular me dice, soy
yo, y es él, un tal Renato, que me vaya para allá inmediatamente, que hay una exposición
de los ingenieros del renacimiento en La Villette y que el Chino viene de Lille y que la fiesta
es el próximo sábado y etcétera, etcétera, etcétera. Este tipo de pausas son realmente
devastadoras (al final llevan a un mismo resultado: volver a empezar un cuento o una
carta, o un artículo). Hay sí, situaciones peores, como por ejemplo encontrarse escribiendo
algo importante. No es la primera vez que un trabajo se ve repentinamente interrumpido.
Puedo dedicarle tardes o madrugadas enteras, divagando con el teclado del ordenador, sin
tener el más mínimo de los problemas, hasta que de pronto suena el celular y llaman del
trabajo, salgo corriendo, por no se qué asunto de unos vecinos que han llamado a la
policía, y que vente para acá nomás, porque el uniformado insiste, en que sea justamente
yo el que le explique ese centenar de argumentos ridículos que de todas maneras no va a
creer, ya que su objetivo es pasar una multa con la cual podrá anotarse puntos ante un
jefe, que sentado detrás del escritorio lo va ha quedar mirando, seco, tosco, y al que al
final le va a dar todo lo mismo, (porque él está ahí para cosas más importantes). Entonces
vuelvo a casa, hastiado, subiendo los peldaños de dos en dos, verde de bronca, de haber
tenido que conducir nuevamente la furgoneta y de no haber terminado lo que estaba
escribiendo. Enciendo la radio, la UNO, y están tocando justo algo que no me acomoda, ya
que no paso ese reggee de tambores, el dub, música que se queda en cuatro frases que
no hacen más que hablar de paz y amor cuando medio planeta está allá a fuera poco
menos que matándose, son los Hipnotix, los dejo porque los tambores tienen al final algo
que ver con mi nuevo barrio.
Ya creía que nada me iba a detener, dado al devenir inspirativo que causaba en una
buena idea, las miradas por la ventana desde el piso, que habito y debo abandonar, un
lugar cuyas ventanas dan a un romántico patio de escuela, lleno de álamos y de enormes
paredes color naranja, una verdadera inspiración de día, una vista de canalones y aleros
de cobre enverdecidos por el tiempo, el óxido universal de los techos del barrio de
Vrsovice: palomares y campanarios oxidados que en el cielo me recuerdan lugares
imaginarios que inevitablemente se me iban escondiendo entre las letras del texto. Como
si fuera poco, de noche todo desaparece ante la oscuridad de las calles, especialmente la
de calle Madridská, donde la luna y una ampolleta soñolienta, cuya luz cae desde una
farola, también oxidada, crean una escenografía instigadora y hacen del porshe de la parte
posterior de una escuela un sitio solitario y místico; un verdadero baile de musas aún le da
vida al decorado donde dos aves de yeso, con cola de pez se miran sosteniendo en los
picos una argolla y en las garras un pan, lo que me hace pensar que aquella puerta trasera
puede ser la entrada a la cocina de aquella gran escuela. Nunca vi a nadie salir, nunca
nadie entró, durante mis largas noches, sentado detrás del brillo fluorescente de la
pantalla, mi ventana me sacó del cansancio de mis ojos hacia ese pequeño rincón
contemplado desde mi cuarto piso, (que aquí viene a ser el quinto, ya que el cero es en
Praga algo a ser tomado en cuenta, como cortarse el pelo al cero, temperatura bajo cero o
3. un empate cero a cero). Entonces resulta que, cuando la inspiración de un cuento se liga,
extrañamente, a detalles, como aquella ventana, detalles que acurrucan y acarician, para
que la mente vuele, en ese extraño fenómeno que es ir inventándose sueños y pesadillas,
una mudanza puede ser fatal. No es posible encontrar después, una vez mudado, así
como así, la inspiración perdida.
Clavé finalmente el último enchufe, el del mouse de mi PC que guía la letra justa que voy
ahora escribiendo y que en cualquier caso para ti lector es esta simple lectura, el acto de
leer, esto, mucho después, momento absolutamente inalcanzable e indefinible para mí.
Esto que si bien, escrito ya mucho antes, ha cobrado su primera vida, tan sólo unos pocos
minutos después de abrir la caja mágica, que me permitió por fin dar con los cablecitos;
poder recobrar la identidad perdida dentro de esa nebulosa temporal, que es esa semana
en que la existencia de uno no es más que cajas de cartón y paredes blanquecinas.
Paredes que lentamente iré poblando de cuadros de amigos, de la foto de Rimbeau,
sacada del internet, o de una postcard de la Violeta Parra. De ese centenar de recortes de
diarios y tickets recortados de conciertos que han pasado, y que insisto en dejar clavados
en algún rincón de la casa, como si fueran medallas. Como lo son también algunos restos
de cerveza, al final de fiestas, como se le llama en Europa a cierto tipo de reuniones con
amigos; medallas de fiestas que al menos duran toda la noche y que terminan sin que me
de cuenta, porque me suelo quedar de pronto dormido en un sillón, para que alguién suela
tener la bondad de tirarme mi propia chaqueta encima. Dándome cuenta a la mañana
siguiente, que ya todo el mundo se ha marchado, dejándome papelitos con notas y
saludos, y buenas nuevas y bendiciones, y los que no, me han de llamar durante el día y
los otros: Iván Gutierrez o Eric Machuca, por ejemplo, los contrarios a todas estas
posibilidades, me han de caer de visita de nuevo, ese mismo día, el siguiente, con alguna
revista y una botella de Penfolds australiano o un Pinotage sudafricano, que estarán de
chuparse los dedos, sobretodo porque confirmaré que los vinos chilenos ya no son los
únicos del mundo...
Descubro por fin los restos de música que aún laten, encerrados en los recuerdos de esas
entradas ya ultrajadas por los dedos de algún portero, porque ellos están siempre ahí, con
su cara de matones, esperándome para hacerme añicos el boleto que tanto deseo guardar
de recuerdo, para mandárselo de regalo a algún amigo, pata, cuate o yunta, según sea el
confín del mundo. Un poco como si fuera un souvenir, bastante extraño, porque la reacción
puede ser diferente, y la envidia del que lo recibe puede ser tan grande, que se comprará
en ese otro rincón del mundo un ticket para un super concierto, al que me es imposible
asistir porque esa banda no ha venido nunca y ni piensa venir, o simplemente porque a
veces ando paveando o volando bajo y me pierdo conciertos, como me pasó con los
Midnight Oil, con los Garvage o Paul Simon.