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INTROITO
Siempre que se habla de la literatura cubana se emplean de manera recurrente tres
adjetivos: exuberante, barroca, excesiva. Y no, no lo dicen para halagarla, lo dicen para
menospreciarla, como si únicamente fuera pura verborrea, simple incontinencia verbal,
de la insólita mezcla de agonías gallegos y viscerales negros no se podía esperar otra
cosa. Pues bien, cierto es que gran parte de la literatura cubana resulta estomagante por
ese continuo torrente de palabras, de juego de palabras, por ese exceso de sensualidad
caribeña, Zoe Valdés o Reinaldo Arenas me provocan el mismo efecto que un
anticonceptivo, los castellanos somos así de sabios, de castos, Cabrera-Infante, Lezama
Lima, me agotan, me aturullan. Pero como todo en esta vida hay excepciones, y lo que
en otros se podría calificar subjetivamente como defectos, el desbordamiento del
lenguaje, la sexualidad como si no hubiera un mañana, en Yanitzia Canetti son
evidentes puntos fuertes, hallazgos, quizás porque esa pasión deslumbrante tiene la
misma fuerza, potencia, que la literatura mística castellana, que también era puro sexo,
desenfreno, desdoblamiento. La calenturienta Santa Teresa de Jesús, y la cachonda
Yanitzia Canetti, en su doble acepción, su sarcasmo gallego es inigualable (no perderse
tampoco “Novelita rosa”, una genial y quijotesca parodia de los culebrones), harían
muy buenas migas. Después de leer “Al otro lado” entrar en una iglesia nunca volverá
a ser lo mismo. Por supuesto como buena cubana abierta de mente y de patas, tuvo que
dejar su amada Cuba, la dictadura cubana, para emprender el camino del exilio
americano, donde ha publicado cerca de 500 libros, casi todos de temática infantil-
juvenil.
Julio Tamayo
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«es que siempre soy remota a mí misma,
me soy inalcanzable...»
CLARICE LISPECTOR
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A mi familia, siempre,
porque soy sólo un desprendimiento de ese cuerpo vivo
que me dio un cuerpo y un mapa de vida
A Reuben Vaisman,
porque le debo un sentimiento y no sé precisar cuál es
A Rigo, compañero en todo,
por darme la llave de otro mundo y dejarme entrar
A lo que hay al otro lado,
desconocido
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EL PRINCIPIO
De este lado creo saber lo que hay: una yo, vestida con una blusa de
algodón y una falda plisada con tres botones al frente. Del otro lado: no sé.
Quizás un no sé qué con tres botones también.
Siento que esto me va a doler con un dolor más horrendo que el de un
samurai al que no se le permite rasgarse las entrañas y es condenado a
vivir en su conocimiento del deshonor. Pero estoy decidida a tomar el
riesgo de buscar quién soy y quién vive al otro lado. No soporto una
presencia desconocida que me distancia todos los días de un reencuentro
conmigo. No sé cómo ni por dónde empezar. Sobre todo después de haber
desandado ciertos trechos. Tengo que encontrar un eco, otra voz, una
mano... una oreja. Eso, una oreja sin asombro que escuche todo. Pero...
¿dónde voy a encontrar una oreja a estas horas de la noche?
Mientras camino, el cielo me aplasta. Se me cae encima glotonamente.
Es una boca negra y desdentada que se aproxima como un hambre negra.
Voy a ser tragada por un fragmento de noche (porque soy demasiado poco
para una noche entera). Y el suelo ni se mueve. Ahí está, fijo bajo mis pies
como una revelación de mi fin apocalíptico: «vas a ser aplastada por la
noche como una cucaracha».
Necesito quedar a salvo de la noche.
¡Una iglesia, sí! La iglesia es el único lugar que me queda para expiar
el pecado. Pero lo terrible es que no creo y que tal vez también deba pagar
por eso. Yo necesito un maldito cura —no, perdón— un cura misericordioso
que me ayude a encontrarme. Ya me he confesado con todos los hombres y
mujeres que he podido, con mis padres sin que lo notaran, con psicólogos y
psiquiatras —esas personillas de apariencia profunda y un trauma en la
boca del estómago—, conmigo misma, con mis otras yo desprovistas y
vagabundas, y con el Dios que imagino. No me siento culpable, pero todo
parece indicar que eso es lo peor: no tengo conciencia del crimen.
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Vivo a finales de siglo en una isla bien poblada y condenada por algún
pecado en su otrora encarnación. Somos el pueblo elegido por Dios para
competir con el Infierno. Ni Dante pudo jamás imaginar la tan prolífera
sarta de diabluras que abundan en esta isla diminuta del Caribe. Dicen que
es por la lluvia torrencial y porque los huracanes nos adiestran en
transgredir los límites de lo posible. Yo pienso que es porque tenemos
dentro ríos de sangre tirando en todas direcciones. Somos una raza de
muchas razas. Y por una de las calles de la isla, ando yo buscándome por
aquí y por allá. Yo, ¿,dónde estás, eh? ¿Dónde te has metido? Anda, sal,
que llevo rato buscándote y no te encuentro. Que ya estás muy grandecita
para estos juegos. Sal de tu escondite, y dime quién eres.
Todavía no sé cómo terminará todo esto. No conozco el camino de
regreso ni el camino por andar. Miro el portón de la iglesia. Tengo la
esperanza de repartir mi cruz. Me detengo. Tal vez con el miedo de ser
perdonada. Tal vez con la esperanza de no ser perdonada.
Entro por fin a la iglesia y camino unos pocos pasos. Es una iglesia en
forma de cruz que te crucifica apenas entras. Sus naves están
simétricamente distribuidas y estrictamente calculadas para cada objeto en
el espacio.
Dicen que es una de las iglesias góticas más bellas del Nuevo Mundo.
No es medieval pero hace todo su esfuerzo. Lleva ese halo claroscuro que
cubrió todo un período histórico, y además, lo lleva maliciosamente.
Desde afuera te atrapo la exageración y la ambigüedad de una
arquitectura hermafrodita, donde un rosetón inmenso y abundante en
pétalos se abre entre las piernas de una iglesia masculina, que más que
elevación suprema y espiritual, es un prominente cuerpo fálico proyectado
al cielo. Luego todo se yuxtapone: torrecillas encrispadas plenas de
cresterías que deshacen las nubes como niñas traviesas que pincharan
globos blancos, campanarios que presumen su esbeltez, portones de ojivas
que rompen el espacio a su antojo, arbotantes y contrafuertes que sostienen
arcos y bóvedas entre pilares y muros aligerados, estatuas ajustadas en
nichos que son rematados por doseletes, galerías abiertas, balaustradas,
gárgolas, pináculos, florones, finas agujas y un maremágnum de formas
desafiantes y flamígeras que simulan ser una telaraña de piedra
desplegada entre el cielo y la tierra.
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Desde adentro, los rosetones filtran la luz en chorritos multicolores y
salpican los jardines circulares de luz que se proyectan en las losas
cuadradas del piso. La luz es el secreto de esta iglesia gótica. La luz se
adueña de todo y enciende la oscuridad con sus emanaciones excesivas.
Las naves quedan pobladas de luz. Y yo, por casualidad, también.
La belleza del templo, tejida con nervios y líneas de fuerza, me remonta
al pasado sin que yo haya aceptado aún deshacerme de éste.
Es una iglesia exuberante y florida como ninguna otra, con profusión de
formas y volúmenes, color y enigma. Las bóvedas de crucerías parecen
soportadas por arcos diagonales y ojivas, que disimulan y refuerzan las
aristas. Bóvedas nervadas y audaces que inquietan y relajan confusamente.
Las paredes, afeminadas por su delgadez y presunción, ostentan una fila
de vidrieras, como una galería atiborrada por cuadros de luz donde se
exhiben medallones, rectángulos, rombos y rosetones con fragmentadas
escenas de algunas proezas bíblicas.
En las altas ventanas, los maineles comparten su trazado con
dentellones y lóbulos. Una sola de estas ventanas es suficiente argumento
para edificar un templo gótico. Lo que se puede ver hacia afuera, cuando
una ventana se abre, es un simple pedazo de ciudad. Pero al ser enmarcado
por aquélla, la ciudad parece creada para existir únicamente en una
ventana.
Por doquier sobresalen las estatuillas de las arquivoltas, y las grandes
esculturas adosadas a las columnas carecen de rigidez. En cada columna
hay una alegría o un sueño: fornidos Atlantes o imaginería despilfarrada y
festiva en toda su longitud. Los capiteles, algunas veces ausentes y
absorbidos por el techo, son ramilletes frondosos y desbordados. Los
pilares se ramifican en finas columnillas y las bases se hacen prismáticas y
se rebelan contra toda ley física. Las columnas no quieren sostener, quieren
establecerse como poemas verticales.
Todo está aquí desde hace tiempo. Pero huele a nuevo para mí, como las
páginas de un libro acabado de salir de una imprenta.
La nave central desemboca en un ábside extenso y de luminosidad azul,
que está escoltado por varias absidiolas. El ábside es transversalmente
separado de la nave central por otra nave. Al otro extremo, se levanta el
santuario y el altar mayor, presidido por la amplia mesa de mármol que
cada día sobrelleva la rutina de los actos litúrgicos. Todo parece
desordenado y puesto aquí o allá por arquitectos caprichosos, pero
sospecho que todo responde a una metódica maquinación del espacio y de
la función del mismo en la vida humana.
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Es una iglesia bella, sí. Pero puedo adivinar mayor belleza en los
hombres que, sudando, hicieron a cuentagotas un arte semejante. Ellos, los
amasadores de mortero, los cargadores, los talladores de piedra, los
escultores. Ellos, los que con su fuerza bruta y el corazón débil se
esposaron con el sudor: sus músculos, que modelaron los débiles brazos de
las esculturas; sus piernas tensas, que estiraron desafiantes columnas y
echaron a andar la obra; sus pechos, que abrieron y cerraron ventanas
enormes y zurcieron vidrieras gigantescas para entrampar la luz y volcarla
a raudales hacia el interior; sus vidas, que quedaron enterradas bajo las
mismas piedras que luego fueron colocadas para armar el templo. Todos
ellos, sudando, inventaron la magia. Ellos inventaron esta luz tibia y
calculada que delata cada rincón. Hombres anónimos que, sudando,
moldearon a la Virgen María y a los santos que hoy ocupan un sitio.
Hombres que posiblemente, sudando, se hincaron luego de rodillas y
pidieron perdón por sentir el inmenso placer de la creación, divino don
usurpado al Creador.
Mi cabeza gira en todas direcciones, desenfrenada por abarcarlo todo
con todos los sentidos de que dispone mi limitada humanidad o de
almacenar en el inconsciente lo que, por exceso, no pueda absorber.
La tapicería calienta el templo. Una docena de colores realza su cuerpo
de lana o de seda, con hilos de oro y plata. Los tapices evocan, precediendo
a una actitud cinematográfica, los grandes Misterios de la Redención, el
Juicio Final y la historia de Cristo.
La alfombra es roja. Rojo sangre. Yo piso lentamente la roja piel de
felpa que marca el camino desde el ancho portón ojival hasta el escenario
de Dios. Yo creo que los pies me pesan o son atraídos con una extraña
fuerza gravitatoria por esta alfombra roja, aplastada una y otra vez por los
tantos feligreses que acuden a confesar sus pecados, o a rezar, o a dormir
bajo el dulce murmullo de una misa. Avanzo sin avanzar. Sé que no tengo
nada que perder pero tengo el vago presentimiento de estar lastimando la
alfombra con mis pies, y la sillería de madera con mi mirada incrédula, y
la desgarradora postración de la Virgen ante un Hijo martirizado en la
cruz con mi sonrisa de Leonardo da Vinci después de concebir algún
polémico retrato.
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La Cruz. Es una cruz enorme. De roble. Vertical y amenazante. Y Cristo
está fundido a la cruz. Y la cruz es como una prolongación de Cristo, o
como el mástil que dimensiona su cuerpo a una estatura inimaginable.
Siento un dolor hondo al ver a un hombre flagelado por la rudeza vegetal
de una cruz de madera. Cristo no me mira, ladea su rostro hacia un rincón
que no existe. Nadie podría jamás saber hacia dónde mira el Cristo
sufriente de una iglesia. No he podido resistir la tentación de postrarme
ante Él y buscar ansiosa el lugar hacia donde se refugian sus ojos. Siento
vergüenza de su desnudez, de estar observando su desnudez mientras Él
sufre. De registrar sus brazos abiertos y descubrir su sangre en cada vena
abierta.
Toda la iglesia huele a nueva, a libro que acaba de salir de la imprenta
y cuya tinta, aún fresca, se hace apetecible a la respiración. Esta iglesia es
una caverna que no sé explorar porque nunca antes sentí tal curiosidad.
Pero ahora me anima el miedo a lo que nunca he conocido, o la resolución
de avanzar sin medir el tamaño de mis pasos. Ahora me atraen los olores a
plantas recién cortadas, a incienso recién encendido, a sotana recién
lavada, a iglesia sin estrenar, Me atrae tal vez el deseo de contar a alguien
lo que no me he contado bien a mí misma, o el deseo de pecar con mi
confusión.
Una tos avanza desde la capilla e interrumpe mi primer diálogo visual
con la iglesia. Es un sacerdote. Le digo que quiero confesarme. Me mira
inquisitivamente, haciendo coincidir su ojo derecho con mi ojo derecho, y
su ojo izquierdo con mi ojo izquierdo. Quedamos amarrados por dos líneas
paralelas entre cuatro ojos. Nadie me clavó antes su mirada de esa forma.
Es un sacerdote viejo como un papiro, y tan lleno de jeroglíficos como la
pared de una pirámide. Desamarra las líneas paralelas y me mira por
encima de dos cristales redondos y empañados, chasqueando sus muelas
con un recelo que no logra disimular. Estoy a punto de volverme a atrás.
—Tengo la misa de las siete. Vaya usted con el Padre Jonathan.
Otro sacerdote se aproxima. Habla con el sacerdote de la tos. Es
Jonathan. Siento que sus ojos van a mirarme, pero no. Miran los pies
diminutos de la Virgen María. Creo que también han mirado mis pies con
tal fugacidad que apenas he sentido la brisa de una mirada azul.
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¡Qué cura tan hermoso! No imaginé que un cura pudiera ser hermoso.
Tiene los ojos como abismos de cielo. Ni una nube empaña ese azul manso
de quietud milenaria. Ojos sin fondo. Ojos de maniquí en vidriera. No me
miran pero yo sí los miro y sé que no existen ojos así en otro lugar, son tan
irrepetibles como el infinito. Un cura y unos ojos azules azules... y yo...
llena de pecados. Esos ojos azules no saben cuánto pecado tengo, cuánto
pecado voy a darles.
El sacerdote camina delante de mí. Me lleva hacia algún sitio para
escucharme. Toma una cinta violeta y creo que la besa.
Camino rumbo al confesionario. Casi arrepentida de esta gran locura.
Nunca he estado al servicio de ninguna religión y no sé el porqué de mi
empeño en decirle a alguien algo que aún no sé qué es. Sólo tengo ganas
de soltar algo que me pesa, de virarme al revés: las tripas para afuera y la
piel para adentro. Quiero oírme decir lo que soy o creo que soy para saber
quién vive al otro lado de mí, quién me habita sin mi permiso y sin darse a
conocer. No vivo sola dentro de mi cascarón, hay alguien más conmigo y
no sé quién es. Tal vez si yo me pusiera fuera de mí misma a través de la
palabra, me libraría de ese otro ser o no-ser desconocido. Tengo que
empezar por soltar sin medir las consecuencias. Si temo, habré perdido
otra vez y tendré que vivir, como hasta ahora, con algo raro conviviendo en
mí... al otro lado.
El confesionario me hace sentir pecados que no he cometido. Es un
lugar oscuro y sin voz. Tengo miedo. Sé que el cura está a mi lado, con el
alma levemente abierta a mis primeras y aún impredecibles palabras de
confesión. Me resisto, pero finalmente caigo. Me arrodillo ante unos ojos
así. Siento que mis rodillas no se acostumbran a estar penitentes pero son
aliviadas con la caricia de un hombre dispuesto a perdonar... a perdonar...
a perdonarme. Creo que lo mejor es comenzar por el principio, si es que
existe un principio.
El cura no me mira, pero respira muy cerca de mí y su aliento sabe a
madreselva mojada y matutina. Parece que es él quien va a confesarse. Sus
ojos registran lenta y temerosamente la lobreguez del confesionario
segundos antes de entrar. Una vez dentro, deja caer la puerta sobre sí y
queda cerrado en un santo y diminuto espacio sin luz. Yo sigo pensando en
cómo empezar por el principio; tal vez sea mejor que comience por el final
del principio... o quizás por el principio del principio.
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¿Por dónde andará la mirada del cura? Imagino que trazan, en el
apretado recinto del confesionario, una huella de luz... una huella azul... de
un azul casi infernal.
Pensé que era el mismísimo infierno, Padre. Todo era oscuro oscuro. Pero
cuando sentí que estaba protegida por el vientre de mi madre, supe que el
Paraíso era oscuro también.
El vientre de mi madre era un lugar pequeño pero en aquel momento era
un planeta provisto de todo lo necesario para vivir. Me sentía cómoda. Daba
vueltas y estiraba los pies. ¡De maravilla! Un calorcito húmedo, un
sentirme apretadita, así, bien abrigada y querida... son sensaciones que han
quedado en mí aunque no las recuerde.
Cuando regrese al vientre de mi madre trataré de recordar cada segundo e
intentaré descifrar bien aquel secreto de las manos que acariciaban el
vientre. ¿Por qué querrían aquellas manos acariciar el techo bajo el que yo
vivía?
Andaba el mes de mayo, el de los aguaceros y las tormentas. La barriga
de mi madre era como una sombrilla que me cubría. Yo sentía el tin tin de
las gotas y estaba casi segura de que allá afuera estaba ocurriendo algo
tremendo. Luego, cuando vi la lluvia por primera vez, ni me asusté...
era como si la conociera de toda la vida.
También supe del sol. Los rayos nunca hirieron mis ojos. Sólo una
lengua solar grande y cálida ponía el vientre sudoroso. A veces tuve miedo
de que el sol rompiera con sus rayos el cascarón donde yo vivía pero, ¿por
qué creería yo que mi madre era más fuerte que el sol y la lluvia? Aquel
miedo recién nacido nunca me quitó el sueño.
Los ruidos, sí. Los ruidos de los muebles para allá y para acá. La voz
ronca de mi padre —gritaba y gritaba. La música de los Beatles, los
suspiros y la música de los Beatles, y el gemido de mi madre en medio de
tanto movimiento y música. Y la voz de mi padre acallaba los gemidos de
mi madre. La música de los Beatles. La sensación de la noche cubría la
noche donde yo vivía. Un Yesterday retorcía el cuerpo de mi madre, quien
dócilmente dejaba entrar la luna por una rendija que había entre sus piernas.
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Yo estaba prisionera, con apenas una ventanita de luz —¿sería una luz
azul?— lejana e inalcanzable. Entonces un cuerpo casi celeste penetraba el
lugar por donde entraba la luz y me dejaba otra vez entre penumbras
húmedas. Era mi padre, era la sangre de mi padre que arremolinaba las
aguas oceánicas de mi madre. Yo no podía dormir y aprendí a amar aquella
música y aquel vaivén de dos cuerpos que se amaban y que me amaban.
Cuando terminábamos de hacer el amor, me quedaba dormida —mis padres
también— con las piernas bien apretadas a mi pecho y el corazoncito
acelerado. La música de los Beatles. La música de los Beatles. Siempre la
música de los Beatles.
Meses más tarde, poco antes de conocer la luz, volví a sentir los
gemidos de mi madre, más angustiados, más profundos... pero la voz de mi
padre no estaba allí para acallarlos. Tampoco las voces de los Beatles. Eran
otras voces, desconocidas:
¡Empuja! ¡Empuja! ¡Empuja!
Yo di más vueltas que nunca. Giraba como en una noria acuática. Pero el
agua se me iba, Padre. Me estaba ahogando sin agua. El agua era todo para
mí, se estaba yendo y yo no podía salir por donde se me iba el agua. Mi
cabeza tan grande, y el agua que salía tan fácil por aquel orificio. Al fin,
una luz —¡la luz!— y muchas manos en mi cabeza que me apretaban fuerte
y me hundían en mí misma. Luego una voz rompió mi quietud con un
golpe: ¡Es hembrita! ¡Llora!
¡No digo yo si lloré después del susto que me hicieron pasar y de aquel
golpe que me dieron que casi me mata! Me agarraron por los pies y
empezaron a reír mientras yo clamaba a gritos que me pusieran en una
posición más digna. ¿Qué es eso de andar patas arriba?, pensaría. El médico
me sostuvo con fuerza y me registró cada fracción del cuerpo. Pretendía
hallar mis dolores y alegrías al solo tacto de sus ásperos y nudosos dedos.
Todo comenzó entonces. Yo no sabía lo que hacía, Padre. Sólo salí
detrás del agua y porque mi madre me empujó con todas sus fuerzas. Pero
yo no sabía lo que hacía. Fue un salto al que fui empujada por una fuerza
más fuerte que yo. Y le digo que hasta intenté regresarme a mi lugar de
agua y esfera, pero las aguas se arremolinaron y me arrastraron por un túnel
de luz, un túnel que nunca antes crucé y que, sin embargo, me parecía
transitado en sentido opuesto.
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Cuando sentí los brazos inmensos de mi madre, como ramas de árboles
blandas y tiernas, supe que también podía vivir sin agua. Y entonces respiré
tranquila.
Me envolvieron en telas blancas. Yo quise quedarme desnuda: me sentía
comprimida entre tantos trapos... Pero ellos hicieron caso omiso a mi llanto
y me envolvieron como a un paquete de regalo. Y pusieron el paquete en
los brazos de mi madre.
La leche de mi madre estaba calentita y fresca. Yo tenía que succionar
mucho para sacar dos o tres sorbos. ¡Qué fastidio! ¡Y para colmo siempre
alguien me desprendía, incluso mi madre, en el momento más divertido...
cuando ya, de tan llena que estaba, la leche me corría desde un extremo de
la boca hacia la mejilla: era una cosquillita fría y agradable! Pero parece
que mi madre no se divertía como yo. Me limpiaba ¡y a dormir! ¡Qué
problema dormir! ¡Nunca creí que algo fuera tan difícil como dormir! Era
caerse en un lugar donde no hay viento, nada se mueve, nadie habla, todo
está quietecito en su lugar. Pero, ¿cómo llegar hasta ahí? ¿Cómo carajo iba
a dormir si no sabía cómo llegar hasta ahí? Yo había venido de la nada y me
querían devolver a la nada como si nada. Se les hacía fácil. Duérmete —me
decían. Duérmete, mi niña; duérmete mi amor —me decían. Padre, dormir
era morirse un ratito y yo lo que quería era vivir. Había acabado de nacer, lo
que se dice nacer. Y no estaba dispuesta a dormir tan pronto. Quería
postergar el suicidio del durmiente. Quería desconocer lo desconocido
como si con eso me librara de un miedo, aunque resultaba todo lo contrario.
Dormir, Padre, dormir. Arrurrú, dormir dormir dormir dormir. El tiempo se
detiene, avanza en otra dirección y luego retrocede rápido para que yo
despierte sin sospechar que estoy viviendo dos veces, dos vidas: una
vigilante y otra vigilada.
Mi madre, con cara de recién parida, miró a su cachorro que era yo y me
pasó la lengua por mi cara calva. Y bajo sus papilas esponjosas, supe
dormirme sin saber.
En un principio todo fue así, Padre.
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PECADO ORIGINAL
Hay un templo de luz allá a lo lejos. Ya no me parece tan desconocido
como ayer. Avanzo hacia lo que ya he visto, la luz. La luz es más
desconocida de lo que parece, pero al ser luz, borra esas pequeñas
oscuridades del miedo.
La iglesia no queda tan lejos de mi casa. O quizás yo haya apresurado
el paso. Hoy es lunes y todo está vivo. La gente acude a la iglesia, ataviada
con mantas y estolas que aunque un poco desteñidas, aún dejan ver la
huella indeleble de un rojo encendido o de un azul oceánico. Ciertas
señoras se retocan el maquillaje antes de entrar, como si asistieran a una
función de teatro —y se pintan los labios con colores malva, carmesí, coral,
rojo; y sus ojos van disfrazados de azul, verde, marrón; y sus mejillas van
enchapadas en rosa, naranja, bermellón. Los señores también presumen
sus colores: llevan el rostro engalanado de vergüenzas y rubores: rojo, rojo
y rojo.
El portón de la iglesia es inmenso. Las puertas entreabiertas dibujan en
el suelo una simétrica combinación de luz y sombra. Presiento que hay
demasiada vida detrás de cada puerta entreabierta. Pero, ¿será la iglesia,
esta iglesia gótica recién nacida, donde yo deba entrar? Vuelvo a sentir que
no es mi sitio, que ninguna voz me llama, que nadie acudirá después de
desobedecer tantos designios divinos y de violar, una a una, las páginas de
todas las escrituras sagradas. Quisieron algunos persuadirme de que el
cielo siempre era una opción, si a cambio clamaba mi arrepentimiento.
Tuve deseos de concederles mi arrepentimiento para hacerlos felices y no
para ganar el tan inhóspito cielo.
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Fueron muchas las llamadas a las que no respondí, o a las que respondí
con mi incredulidad. Me hablaron de religiones donde yo iba a poder
administrar el silencio, y de iglesias vestidas de novia, y de templos
sagrados donde yo y sólo yo sería sacerdotisa, y de recintos sin paredes
donde habitaba Dios de igual forma que entre las enormes paredes de una
iglesia, y también me hablaron de Viejos y Nuevos Testamentos, y de
Testamentos renovados, y de Escrituras recién escritas, y de mitos
seductores y de doctrinas secretas... Hasta de sectas me hablaron. Y
vinieron a mi puerta, enviados y emisarios de todos los confines de las
religiones. Y a todos los escuché un poco, y a todos les sonreí con la misma
sonrisa de niña salida de un cascarón.
Tantas divinidades dispuestas a protegerme y salvarme han sido
proposiciones difíciles de rechazar. No he acudido a esta iglesia por
preferirla, sino porque su olor a incienso me recuerda sabe Dios qué
pecado...
Miro el portón de la iglesia una vez más. Las geométricas figuras de luz
y sombra dibujadas en el suelo se hacen más amplias. Busco el sol y lo
descubro. El sol se empina por encima de la torre del campanario y lanza
cascadas de luz copiosa. Miro hacia la iglesia, hacia el sol, y otra vez
hacia la iglesia. ¡Cuánta vida aprisionada! ¡Cuánta, pero cuánta vida!
Entro. ¿La gente me mira? ¿Saben quién soy? ¿Los he visto antes?
Todavía no he pecado porque todavía no he dicho que he pecado. ¿O sí? La
gente agita sus rezos y oraciones. La sillería de madera parece una larga
mecedora donde se balancean los miedos y se implora por una vida mejor,
antes o después de la muerte.
El padre ha salido de la sacristía y ha vuelto a entrar a buscar la cinta
púrpura. Miro al Padre y él mira a Cristo, y se persigna. Yo hago otro tanto
sin dejar de mirar al Padre.
Sigo creyendo que no debían aceptar curas con ojos así. Noto que sus
ojos están bien protegidos por las cejas, ningunas he visto más boscosas. Y
su nariz luce insignificante. Siquiera había reparado en ella. Podía haber
jurado incluso que no tenía nariz.
Creo que me gusta confesar todo a este hombre vestido de cura, a este
cura con cara de hombre.
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Otra vez hincada de rodillas. Las celdillas del confesionario apenas me
permiten ver el rostro del sacerdote, pero sus ojos desprenden un
resplandor azul desde el fondo de la oscuridad donde se esconden.
Vuelvo a retomar la imagen de sus cejas, que ahora se pierden dentro
del confesionario. Pero sus cejas quedan a salvo en mi memoria
hambrienta. Vuelvo a dibujarlas en mi cabeza. Son cejas que me abren un
sendero hacia su frente, igual que un bosque abre un camino a la pradera.
Son cejas concebidas antes de Cristo. ¿Qué pecado necesitarán esas cejas
para arquearse o apretarse una contra la otra?
Ahora son mis cejas las que se anudan. ¿Por cuál de los pecados debo
empezar? ¿Tendré que confesar sólo lo que yo considero un pecado o
podré dejar a consideración de mi confesor el veredicto sobre lo
confesado? («Lo considero culpable de ser pecado» o «Lo considero
absuelto de ser pecado») ¿Por dónde habrán empezado los pecados por ser
pecados? ¿Cuál fue mi primer pecado: el que traían mis genes, el que
yo consideré como tal, el que yo consideré que los demás considerarían
como tal, o el que los demás consideraban sin que yo lo considerara como
tal? Siempre llena de preguntas que no tienen una sola respuesta. Yo lo
sabía y aun así no dejaba de preguntarme. Tenía que saber, primero, cuál
consideraba yo que era mi pecado original.
Saberme viva fue el pecado original. Fue una sensación indefinida, pero
con sabor a pecado. Resultaba tan excitante vivir... Tan endiabladamente
delicioso entregarse a la vida… Lo más terrible del pecado original, Padre,
fue que yo disfruté como nadie el saberme viva.
Los brazos de mi padre eran torpes y tiernos. Un almohadón indomable.
Pero su voz me hacía sentir segura. Era la misma voz grave que acallaba los
sollozos de mi madre cuando yo todavía no había salido al aire. Era como
la voz de un trueno cuando rompe en cristalitos el inocente tintineo de la
lluvia.
Todos estaban allí. Todos los de la familia y los amigos. Estaban allí
sembrados del asombro. Y a todos se les ocurrió decir lo mismo, como si ya
lo trajeran ensayado: «¡Qué linda! ¡Cómo se parece a ti!» Pero yo parecía
exactamente lo que dijo mi padre: una niña con ganas de vivir.
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Con las horas, se fueron acostumbrando a verme. Lloraba para llamar la
atención, para que todos dijeran una y otra vez lo que ya traían ensayado.
No lloré de hambre, Padre; lloré para que me miraran, para que no miraran
a otros que gritaban más que yo.
Mi madre necesitó mucho de mí para ser madre. Gracias a mí lo era. Eso
me lo tendría que agradecer toda la vida. Ella también disfrutó adivinar mi
sexo, tocar cada espacio de mi espacio y decirme todas aquellas palabras
que ella sabía que yo nunca le diría a nadie.
Y jamás he dicho nada de aquello. Lo he guardado tanto que ni siquiera
lo recuerdo. Mi madre tampoco ha mencionado nada, como si jamás
hubiera hablado conmigo. Pero yo sé, Padre, que ella confesó su ¿pecado?
Yo sé que ella me dijo lo que no se atrevía a decirse a sí misma. Ese secreto
en mi cabeza tal vez sea una de mis mayores culpas. Debí retenerlo tan
fresco y claro como cuando mi madre me lo dijo. Debí guardarlo para
confesarlo ahora. Pero mi madre se aseguró bien y me lo dijo apenas nos
dejaron solas en una salita del hospital. Estuvo un buen rato contándome
todas las cosas que sentía y todo lo que pensaba de mí. Y todo lo que
pensaba del mundo. Y cómo le había impactado conocerme. Pero hubo algo
que nunca me dijo porque yo la interrumpí con mi llanto. Esa vez, sí era
hambre.
Yo era blanquimorada, y mi carne parecía hecha de pétalo. Cuando
succionaba la leche de mi madre, ella gemía de dolor. Sus pechos pequeños
y morenos no eran suficiente para mi hambre. Yo jalaba y ella gemía. Aun
así —paradoja divina— mi madre me acariciaba, agradecida del dolor que
yo le causaba al arrancarle la leche de sus senos jóvenes. Pero, vencida por
el dolor, mi madre me separaba y un poco de leche corría por mi mejilla de
cebolla.
Mi madre juraba que yo era la niña más hermosa que jamás hubiera
concebido vientre alguno. ¡Sapiencia materna! ¿No, Padre? Bueno, de
cualquier forma mi padre no opinaba lo mismo; esperaba una quinceañera y
yo nací recién nacida. De aquella decepción que jamás le confesó a nadie
pero que sí fue adivinada por todos, mi padre se recuperó según fui
cumpliendo años y alcanzando estatura de hembra bien hecha.
23
Padre, cuando yo nací, ya Eva había probado del fruto prohibido. Y lo
lamenté. Me hubiera gustado saber a qué sabía aquella primera fruta. Debo
confesarle que de aquel fruto, yo nunca probé ni un pedacito siquiera; pero
de aquel árbol fértil, creo haberme llenado la boca de jugos y sabores. Y
como Eva, fui dotada de cierto entendimiento. Al menos para entender que
vivir era algo supremo, el mejor de los castigos creados por ¿Dios? y
entallado a mi medida.
Todavía no salía yo del hospital. Las enfermeras se sentían atraídas hacia
mí. Los doctores, hacia mi madre. Y yo hacia todos, incluso hacia mi
madre. Estaba enteramente feliz de estar viva. Sí, Padre, yo estaba viva.
Viva. ¡Muy viva! ¡Ay, Dios mío, gracias por dejarme vivir y dejarme
consciente de ello! Viva. Viva...
¿Sabe? No sentí vergüenza alguna cuando tuvieron que cambiarme las
telas blancas por otras telas blancas. ¡Mis primeros deshechos! Eran las
primeras impurezas materiales que salían de mi cuerpo. Era mi primera
expiación física. ¡Qué alivio sentí, Padre! Fue uno de los momentos en que
mejor supe caerme al abismo del sueño. Fue un saltito breve y silencioso.
¿El primer sueño? Soñé que no había soñado nunca. Soñé que nacía de
un sueño, que vivía en un sueño, que moría en un sueño, y que nacía otra
vez al despertar entre los acolchonados y mulliditos senos de mi madre.
Ella sonreía; yo sonreía. Y estábamos muy vivas, muy vivas.
Y en eso llegaba mi padre, que también estaba muy vivo, y nos decía
que estaba feliz de tenernos. Yo no conocía el idioma que hablaba mi padre,
pero sí lo entendí cuando pasó sus dedos rocosos por mi frente y acercó su
nariz de montaña para olerme. «Huele a mandarina», dijo.
Yo y mi madre; yo y mi padre. Y ellos dos. Y nosotros tres. Y tanta vida,
Padre, tanta vida.
24
25
PLACER
Nadie tiene que decirme dónde queda la iglesia, ya lo sé. No tengo ni
que pensar en ello. Sólo me dejo llevar por el camino y él me lleva hasta el
mismo portón y allí me deja. Y allí me espera hasta que yo salga.
Diviso el campanario y me alegro. Siempre me ha gustado la torrecilla
que han destinado a la campana. Me gustaría estar dentro de la torre,
dentro de la campana... y quedarme allí a escucharla. Y no salirme ni a
tomar el sol. Las campanas están sonando ahora. Cada una por su lado,
sin ponerse de acuerdo. Me río. ¡Qué campaneo tan hermoso y
desorganizado!
Ha llovido. Las calles están mojadas. Los rayos del sol resbalan por el
pavimento y se caen de espalda. Mi sombra mojada camina conmigo. Me
acompaña hasta el portón y allí me abandona.
Las puertas de la iglesia están hoy un poco más abiertas y el trazado de
luz y sombra se torna oblicuo e indescifrable. Entro. Camino sobre la
alfombra roja con paso lentísimo para ocultar la veloz fuera que me
empuja al Padre. La sillería de madera se muestra dura, rígida, lisa. Tengo
deseos de sentarme y de sentir debajo de mí la dureza de la alineada banca
de caoba brillosa. Pero mis pasos no me obedecen a mí; obedecen sólo al
llamado del sacerdote. Ha terminado la misa y él me espera, robusto y
tierno como un framboyán. Hoy el Padre no ha olvidado la cinta púrpura.
Sus ojos me evaden y su saludo apenas me roza un hombro.
26
La lluvia golpea las vidrieras y luego se desliza hacia abajo, trazando
un camino tembloroso. Los escalofríos comienzan a escalarme. Quisiera
ser una de esas vidrieras y sentir que estoy hecha de cristal y que una
lluvia, cristalina también, me da golpecitos y luego me resbala por todas
partes. ¡Me parece un vicio empedernido y morboso prescindir de ciertos
placeres, en lugar de obedecerlos! Un placer que no florece, se nos pudre
dentro. Y luego sale de algún modo —podrido de estar tanto tiempo
enterrado vivo. Somos hijos legítimos del placer y lo único que podemos
hacer para desentendernos de ese padre malsano y libidinoso, es sustituirlo
por otro menos dañino en caso de que, ciertamente, nos dañe
o dañe. A mí me complace la protección que me ofrece el placer. Me rindo y
me abro como una pera. Negarme a él, es negarme a mí misma. Y yo quiero
confirmarme ahora, sea cual sea el veredicto que me pueda caer encima.
Venga el placer, con cualquiera de sus cabezas de dragón. Venga el placer
con cualquiera de sus anillos infernales: lujuria, gula, descrédito,
vanidad. Venga el placer para que me reconozca, para que me exorcice de
pretender momificar mis deseos.
El cura no sabe lo que pienso. ¿Creerá que estoy a salvo de desearlo?
Tengo miedo de enfrentar al cura otra vez. Apenas sabe que he nacido, pero
sus ojos exploran todo mi pasado. Es un cura joven, demasiado joven para
ser cura, diría yo. Sus ojos, sin embargo, suspiran entre nostalgias de
azahar, como si hubieran vivido por largo tiempo. Ahora me doy cuenta
que sus ojos no podrían jamás lastimar a nadie porque miran siempre
hacia dentro, tal vez es mi reflejo en sus ojos lo que él mira de mí y no a mí
misma.
Antes de que entre al confesionario, quiero que el Padre me diga qué
placer siente en escucharme confesar. Tiene que existir un placer. Sin un
mínimo placer, sin un regocijo minúsculo, no podría el Padre soportar ni
una sola de mis palabras de confesión. Creo que si mis palabras no
tuvieran ese sabor escondido, él se aburriría de su oficio. ¡Cómo se iba a
privar de ese lúdico placer de jugar a los escondidos: él dentro de un lugar
que ya yo descubrí, y yo fuera con algo que él no ha descubierto!
No hablamos. Nuestro diálogo fluye en una sola dirección después que
él entra al confesionario. Yo hablo. Él escucha. Los dos envueltos en un
placer redondo y compartido en dos partes iguales.
27
Veo que la frente del sacerdote me recibe sin protestar, a pesar de que
sus ojos están cerrados con llave para mi mirada ávida de respuesta.
Todavía el Padre no ha entrado a su escondite. Pero yo ya estoy hincada de
rodillas y con ganas de rebelar mi placer.
Arrodillarme es un acto involuntario. Ver al Padre y arrodillarme es
casi una confesión. Él ha besado la cinta y ha entrado otra vez al
confesionario de cedro, que uno de los monaguillos debió haber aceitado
hasta sacarle brillo. El Padre está dispuesto a escucharme. Y sé que me
escucha aunque yo no haya dicho nada. Y sé que no me odia, todavía.
Ya no puedo ver su frente caudalosa porque ha sido triturada en mil
pedacitos por las implacables rejillas del confesionario. En la frente del
cura pastan sus ideas plácidamente. En su frente puede descansar mi culpa
—agitada— sin temer al arrepentimiento. Es una frente sencilla, acogedora
como una sala sin muebles donde puedo tirarme al suelo y sentir la
frialdad viril de las losas. Siento ahora un escalofrío que invade mi vientre.
La frente del cura me invita a acostarme y a esperar por el milagro.
Tenía sabe Dios si dos o tres años o si todavía no había cumplido el
primero, cuando descubrí los milagros de mi cuna. Ahora debo confesarlo
todo, ahora que nadie me mira. ¡La cuna era la culpable, Padre! Al principio
mis padres se alegraban de tener una niña tan tranquilita, que no lloraba
como la mayoría de los niños. Pero luego se asustaron. No era normal ese
comportamiento en una niña tan pequeña.
Tal vez yo sí luché por salir de la cuna alguna vez y en esa lucha de mis
piernas con los barrotes de madera, descubrí una rara sensación de placer de
apenas unos segundos. No sé por qué intuición ancestral callé el secreto.
Entré al pecado por la puerta ancha. Con el placer y con el secreto.
Aprendí a sentir la diferencia entre los pasos de mi abuela y los de mi
madre, y a reconocer las pisadas fuertes de mi padre. Cuando no escuchaba
ni unas ni las otras, me dejaba poseer, tranquilita como yo era, por uno de
los barrotes de la cuna. Quise denominar aquella sensación de alguna
manera, como mismo había aprendido a decir «mamá», «papá» y «leche».
Pero tarde aprendí que las sensaciones no tienen nombre, pues si no, ya no
serían sensaciones.
28
Mis padres comenzaron a sacarme de la cuna sin yo pedirlo, y por
supuesto, sin yo quererlo. Pero, siempre tan sabios, con esa sabiduría que
otorga la simple paternidad, decidieron alejarme del pecado. Si no lloraba
por estar tanto rato en la cuna, al menos esperaban que llorara fuera de ella.
No entendía por qué se les antojó que yo debía llorar más a menudo. ¿Qué
gusto podían sentir en verme llorar?
Yo no manifesté ninguna señal de rebeldía y consideré más sensato
explorar el mundo fuera de la cuna que ser espiada con alevosía por mis
progenitores, cuyo propósito era entonces descubrir por qué yo no lloraba
como los demás niños. Fue así que encontré el sofá.
El sofá también tenía brazos de madera. Caoba. Al principio era torpe,
sobre todo con mis cortos pies. Pero luego fui tan diestra en hallar placer en
aquel mullido mueble de brazos enormes y vegetales, como en mi exiliada
cuna. Nunca me preocupó mucho de dónde venía el placer, pero
seguramente creía que era algún milagro de la madera, o algún botón de mi
cuerpo que la madera activaba sin querer.
Yo le juro, Padre, que nunca he sabido por qué sentí aquellos primeros
impulsos, ni por qué no he podido prescindir de ellos para calmar los
latidos de mi cuerpo. ¿Y cómo considerar pecado el placer? ¿Acaso aquello
era una revelación de mi desamor por el prójimo? Si he amado al prójimo
con tanta vehemencia —y perdone usted, Padre— ha sido por la manera
violenta en que me he amado a mí misma. Conocí el placer físico antes que
ningún otro placer y nunca privaría a otro ser de ese don que Dios puso en
nuestros cuerpos... porque, ¿no dijo usted hoy en la misa que Dios nos creó
a su imagen y semejanza? ¿Y por qué nos dispuso para el placer, si no
quería que lo sintiéramos? ¿Para torturarnos? ¿Para obligarnos a ganar una
vida mejor... sin placer? ¿Y por qué iba a querer yo una vida sin placer?
No sé de qué manera me estén juzgando sus ojos, pero créame, no podía
darme cuenta que cometía pecado alguno a no ser por esa intuición
ancestral de la que le hablé, la misma intuición que podría tener un gato
frente a un barranco.
29
LA MENTIRA, OTRA VEZ
El templo es una caja de Pandora. Destapada. Pero aun así, siempre
parece sepultada por el misterio, creada para no ser conocida nunca. No
intento descubrirla, sólo quiero conocer las llaves que abren mis propias
cerraduras. ¿De qué estoy hecha? ¿Acaso sólo de pecado? ¿Acaso del
pecado de todos? ¿Acaso de lo que los demás llaman pecado y que no es
más que amor mal entendido? ¿Acaso de una inocencia a la que nadie
reconoce como tal? No debo pensar, sólo debo confesar. Sólo debo entrar
al misterio sin preguntarle de qué sustancia está hecho.
Camino y me detengo tras una columna. Estoy escondida de mí: a que
me descubro, a que no, a que sí: mírame aquí, detrás de la columna. Ahora
me toca entrar Entro al escondite grande, a la iglesia. ¿Y si me descubren?
¿A qué temo? ¿Qué escondo?
El Padre se ha acostumbrado a mis visitas, creo yo, porque ya me
espera en la puerta de la iglesia, ya conoce que mi culpa es larga e
insondable. Ya se siente culpable de mi culpa y pronto será mi cómplice.
No estoy segura de lo que estoy haciendo en este lugar. No me
acostumbro a estar escoltada por estatuas sufrientes ni a pisar una
alfombra de terciopelo falso. No creo en la santidad de los apóstoles ni en
la virginidad de la Virgen. Creo en la virginidad de su alma callada. Veo
más casta su maternidad consciente, que su coito con un espíritu alado.
¡Qué perversión han admitido durante siglos! Y después de todo, ¡qué
dulce perversión!
La madre del Señor sigue siendo pura para mí, pero pura por su dolor y
por amamantar a un hombre bueno. No creo que la fricción de las carnes
sea más impura que la eyaculación de una paloma enviada por Dios. No
creo en la pureza… no creo en la impureza... no creo en nada y creo en
todo. No quiero creer en lo que creo y creo en lo que no quiero creer.
30
Por una iglesia deambulan las ánimas cansadas de clérigos y santas
mujeres. En uno de los cofres está el corazón del padre del sacerdote, quien
fuera en vida un hombre impúdico y pecador, sorprendido siempre entre
licores y senos fugaces. Cuando el apenas recién ordenado cura halló una
vez a su padre en total estado de embriaguez y lujuria, no se escandalizó,
no dijo una palabra, no miró al cielo: lo miró a él y lo tomó de la mano.
Pero el padre del sacerdote no estaba preparado para el perdón de
aquellos ojos celestiales de su hijo y, debilitado por aquel remanso de paz
azul, cayó muerto con la mirada fija en un techo de ángeles.
Supe esta historia por una de las beatas que ya tiene marcado con su
nombre un lugar en el primer banco de la iglesia. La señora Dolores
Arcaño me contó su versión de los hechos y bajó su voz de gato acatarrado
para decirme que el corazón del padre del sacerdote estaba en uno de los
cofrecillos que éste guardaba celosamente en el relicario de la sacristía.
No le creí. Sí creí, sin embargo, que el corazón estuviera en un cofre: la
frente anchurosa del Padre; fuera de ese lugar, sólo me lo imaginaba
repartido entre los gusanos... o gozando privilegiadamente en alguna de las
catacumbas subterráneas que se entrecruzan bajo el templo (al lado de
algún célebre obispo o de uno que otro ser martirizado y canonizado
luego). O tal vez aquel «corazón sediento de placeres inmundos» —como
decía doña Dolores Arcaño al referirse al padre del sacerdote— había
huido detrás de los senos de una de las mujeres con quien fue sorprendido
por su hijo.
Al Padre no parecen preocuparle las ramas podadas de su árbol
genealógico. No es su padre el único cuya fama da que hablar a las beatas
legañosas que se disputan el mejor puesto de la misa. También su madre
fue un ejemplo de perversión, según las pulquérrimas damas postradas en
el primer palco de la iglesia. No es que la madre del Padre fuera dada al
llamado de la carne —me aseguró doña Dolores— pero sí fue dada al
llamado de las almas. Leía las cartas... (todo tipo de cartas), solicitaba
sacrificios espirituales que casi siempre tenían que ver con los materiales,
y socorría a los menos necesitados a cambio de favores inescrupulosos.
Manipulaba a todos con tanta ligereza que sólo después de su repentina
muerte supieron los incautos cuán engañados fueron por aquella hermosa
mujer. No quiero pensar en todo lo que me han dicho de este hombre joven
con cuerpo de sotana. No me importa que su estirpe sea famosa por
gitanerías y diabluras; él ha domesticado el pecado con su presencia, con
sus ojos, con sus cejas, con su frente... con su boca…
31
Dios mío, ahora veo su boca. Es divina. Con razón este hombre
intercede entre el cielo y yo. ¡¿Cómo no advertirla antes?! ¡¿Cómo
pudieron sus ojos abismales ocultarme la línea tenue de su boca?! Tal vez
no sea un cura. Tal vez sea un impostor como su madre. Tal vez sea un
ángel.
El corazón del padre del sacerdote se desangró en la boca de su hijo.
Desmiento a la beata que sospechó que aquel corazón andaba en un cofre
dorado. Me desmiento a mí por creer que andaba en la frente desértica de
mi confesor. El corazón del padre del sacerdote anda, sin lugar a dudas,
ardiendo en los labios de éste. Son labios tan rojos como los que sólo
existen en los cuentos de hadas. Son labios finos y pulposos como una
rodaja de sandía. Son una herida abierta y leve en pleno rostro.
La cabeza del Padre se inclina otra vez para besar la cinta color
violeta, una cinta que provoca el beso del cura y me revela su cuello
delgado y sudoroso. Yo no sé por qué entrego mi secreto a un cura que ni
me mira a los ojos y que me hace sentir pequeña con su quietud
inmaculada. Su cuello es otra de sus espadas. Ignorar que él tiene un
cuello bondadoso, es creer que ya estoy en el reino de los cielos, donde
todo se ignora porque Dios es dueño omnipotente de toda la sabiduría. Y
yo, aquí en la Tierra, sin saber si dormiré entre nubes o en las llamas del
infierno, puedo darme cuenta de que un cuello así no podría hacerlo Dios
dos veces. Es un cuello de seda mojada, de rocío, de temblor cabizbajo.
Tendré que hacer un esfuerzo para olvidar que esos ojos, esa boca y ese
cuello están refugiados en el confesionario, dispuestos otra vez a ser
golpeados por mi culpa y mi descrédito.
No sé cuál es el camino de la mentira, no sé cuál es, pero sí sé que el
cuello del Padre es una verdad rotunda y convincente. No ha nacido aún
una mentira para desmentir el cuello del Padre. Ni una sola mentira...
La hermosura del Padre no es una verdad relativa. Es una verdad
absoluta.
Me temo haber dicho demasiada verdad, Padre. Aunque yo no tenga bien
claro los límites entre lo cierto y lo incierto de la vida, juro que me esmeré
en decir lo que sentía —del corazón a la boca. Quizás mi mente nunca quiso
ver la realidad. Quizás. Y fui castigada por eso hasta que finalmente aprendí
la lección: debo decir la verdad de los demás y no mi propia verdad; debo
ver con los ojos de los demás y no con mis propios ojos; debo decir lo que
los demás esperan y no alterar su noción exacta de las cosas; debo creer en
lo que veo y no en lo que imagino.
32
¡Pero cuánto lo lamento, Padre! Yo veía flores donde los otros veían
vegetales. Yo veía trinos donde los otros veían pájaros. Yo veía caballos de
espuma galopante donde los otros veían nubes. Y con el tiempo aprendí a
ver solamente vegetales, pájaros y nubes, porque eso de mentir era muy
feo —según los otros— y porque debía ver las cosas tal cual eran y no
cambiarlas a mi antojo. Mi pecado es que hasta hoy mezclo todo en mi
mente, Padre, y veo nubes que cantan entre pájaros galopantes y vegetales
floridos.
Nunca me perdonará mi madre por aquella verdad que le dije y que
luego resultó ser mentira porque ella me lo dijo bien clarito, que era una
mentira y que me lo metiera bien en mi cabeza. Aquel día yo lloraba y
lloraba postrada de rodillas frente a la tierra del patio. Lloraba y lloraba sin
preocuparme del tremendo aguacero, sin escuchar los gritos eufóricos de mi
abuela para que no me mojara, sin temer la ira amenazante de mis padres y
el vaticinio de que iba a coger una pulmonía depadreyseñormío. Mi madre
me tomó finalmente por el brazo y me jaló tan fuerte que casi se queda con
mi brazo. No hubiera tenido inconveniente en cederle mi brazo si me
hubiera dejado llorar un poco más frente a la tierra húmeda del patio.
Me preguntó por mi alocada conducta y le dije toda la verdad, no quise
mentirle en algo tan serio: —Mami, en esta tierra está enterrado el corazón
de un perro viejo, viejísimo. Alguien le arrancó el corazón creyendo que era
una semilla y lo sembró en este patio. No se lo digas a nadie, mami, ni a mí
misma.
Mi madre me miró. Por un momento creí que ella había decidido llorar
junto a mí frente a la tierra del patio, pero lo que hizo fue apretar los labios,
unir sus cejas y gritar: —Déjate de cuento, ¿hasta cuándo piensas seguir
mintiendo? Anda y sécate ahora mismo o prepárate...
Evidentemente no quiso creer que en la tierra del patio estaba enterrado
el corazón de un perro. O no le importó. Me castigó a estarme sentada en
una silla, sin bajarme, hasta que dijera que aquella historia era inventada
por mí, hasta que no confesara a todos mis amigos que aquello era
pura mentira.
Estuve sentada en la silla casi un día entero, convencida de que la
verdad merece cierto sacrificio... pero cuando tuve deseos de jugar otra vez,
mentí y dije todo lo que mi madre quería escuchar: —Mami, yo inventé lo
del perro, pero en esta tierra sólo hay matas de mango y malahierba.
33
Mi madre me miró con sus ojos maternales y me quitó el castigo con un
beso. Ella estaba feliz porque su castigo no había sido en vano. Yo estaba
feliz de haber aprendido cómo quitarme un castigo de encima.
Padre, le digo a usted la verdad, en aquel pedazo de tierra estaba
enterrado, desde hacía mil años, el corazón de un perro.
Pero ya ve. En el camino de la mentira me creen maestra. Fueron varias
veces las que ensayé en casa, debajo de la mesa del comedor. Mis padres y
mi abuela me buscaban enloquecidos por toda la casa y ni rastro de la niña.
Preguntaron a los vecinos, y nada. La niña estaba perdida. A la caída del
sol, mi madre, cuyas ojeras eran lagos llenos de lágrimas, descubrió mi pie
desnudo debajo de la mesa. Los lagos se secaron de rabia. Y jamás creyó en
que yo no era la niña, sino Cenicienta. Yo era Cenicienta ese día. Yo me
vestí de princesa para ir al baile, y perdí un zapatito de cristal y nadie me
quería y tuve que trabajar mucho... Pero mi madre no me creyó, decía que
yo sí era la niña, y una niña muy mentirosa por cierto, y que no quería a
nadie, pues había escuchado el llanto de todos sin responder y que qué
hacía yo sentada como una tonta debajo de la mesa. Y que e castigo sería
doble por andar con un solo zapato. Por más que le dije que el hechizo se
había roto cuando ella me encontró, mi madre —harta de mis mentiras— me
castigó una vez más. Pero luego alguien le sugirió que quizás yo no estaba
bien de la cabeza porque el divorcio de los padres siempre traumatiza a los
niños, y entonces mi madre me mandó a bajar de la silla donde yo había
permanecido por tres horas. Pero fueron tres horas deliciosas donde yo y
siete enanitos compartimos las delicias de un bosque, mientras una
madrastra le preguntaba una y otra vez a su espejo quién era la más
hermosa. El espejo, que no era mentiroso, decía que yo, que yo,
Blancanieves, era la más hermosa. Pero mi madre me quitó el castigo y otra
vez tuve que ser la niña, qué fastidio. Desde entonces, Padre, en mi casa
nadie ha creído nada de lo que digo. Y lo peor es que tampoco me creen los
que no viven en casa. Ya soy mentirosa hasta que me muera.
He aprendido el oficio. Sí, Padre. Y perdóneme usted. Yo les decía a mis
padres que mis amiguitos habían jugado conmigo toda la tarde y en realidad
yo no había jugado con nadie porque todos mis amiguitos estaban muertos.
Sí, Padre, mis amiguitos eran muy viejos y ya se habían muerto de tantas
arrugas que tenían. Pero con sólo sentarme en un rincón y estarme
quietecita, mis amigos venían a jugar conmigo y a contarme lo bien que les
iba en su vida de muertos. Y que jugar era mucho más divertido porque
nadie les decía cuándo tenían que parar de hacerlo. Yo quise estar muerta,
Padre. Pero ellos nunca me enseñaron cómo jugar a morirme.
34
Como le decía, Padre, aquel día los chiquillos de la escuela armaron
tremendo alboroto porque les dije que la vecina que tiraba el agua por la
ventana era una bruja y que lo que estaba tirando no era agua, sino lluvia
mágica de la noche. Como casualmente había llovido la noche anterior,
todos los niños me creyeron y empezaron a gritarle ¡Bruja! ¡Bruja! a la
hechicera que se hacía pasar por una simple vecina. Bueno, que días más
tarde, la maestra, mi mamá, las madres de los niños y por supuesto, la
vecina, me acusaron de mentirosa y mentirosa y más mentirosa de lo que
imaginaban. Y me confundieron tanto con su regaños, que hasta yo misma
me creí que la vecina era una mujer normal y corriente que tiraba el agua
por la ventana de su casa. Yo no quise volver a insistir y los dejé
creyéndose aquello. Pero al otro día, cuando la mujer se asomó a la
ventana, le grité: ¡Mujer normal y corriente!, ¡Mujer normal y corriente!
Los niños me siguieron. Y la mujer, furiosa, nos amenazó con su escoba. A
mis amigos ya no les iba a quedar ninguna duda: aquella vecina era una
bruja, y de las malvadas.
Que con aguja, que sin aguja. Ah, Padre, ése fue otro día. La enfermera
quería inyectarme con aguja. Yo le dije que no, que yo prefería sin aguja
porque me dolía menos. Entonces ella me enseñó la jeringuilla sin aguja,
me viró de espaldas y me inyectó. No me dolía, sin aguja definitivamente
no me dolía. Siempre era la misma enfermera y ya no había que recordarle
que a la niña le gusta que la inyecten sin aguja. Mi mamá me abrazaba bien
fuerte pero no era necesario, yo era una niña valiente valiente que no
lloraba cuando la inyectaban sin aguja. Hasta que un día me tocó otra
enfermera. Mi mamá le contó que la niña siempre se había inyectado sin
aguja y le hizo luego una seña que no entendí —ahora creo que tal vez mi
madre le haya guiñado un ojo. Pero aquella mujer de boca grande y ojos
saltones dijo: «Señora, usted no debe decir mentiras a su hija, todas las
inyecciones llevan aguja y es imposible que alguna vez la hayan podido
inyectar sin aguja, como usted misma puede ver, y tú también, niña, mira
para acá, por este orificio de la aguja sale el líquido que penetra en la
sangre y mientras más penetre la aguja, tanto mejor.» Entonces yo empecé a
llorar y a llorar. Me dolía. Todavía no me habían inyectado pero ya me dolía
mucho. Mi madre se puso nerviosa y no sabía qué hacer. Quiso regañarme a
mí y a la enfermera, pero no supo qué hacer. «Vamos, tienes que
inyectarte», dijo finalmente. Pero yo nunca permitiría que aquella mujer,
que no era mentirosa, me inyectara con una aguja tan grande que duele
hasta el final. Ni muerta.
35
Padre, si le ofendo, dígamelo y no le digo nada más. Yo sólo quiero que
usted me diga si la mentira y la verdad viven en el mismo sitio.
36
37
HEMBRA, VARÓN: LO PROHIBIDO
Hombres y mujeres acuden a la iglesia. Intercambian miradas, alientos
y sudores. Yo me siento en la tercera fila, apretujada entre un hombre y una
mujer.
Las beatas de la primera fila entran presurosas. Nadie osaría ocupar
sus asientos que ya llevan inscritos sus nombres: doña Dolores, doña
Blanca, doña Esperancita... Quieren rezar antes de misa. O quizás quieran
confesar el perenne pecado de erigirse jueces del prójimo, tal vez con el
oculto deseo de ganarse una plaza fija como jurado en el juicio final. El
Padre las saluda con su cara matutina. Luego su mirada se dirige hacia mí,
no sé si con la complicidad de poseer mi secreto de confesión o con la
complicidad de no haberme dado el suyo. Busco los ojos del Padre, quiero
forzarlo a que sus ojos estén frente a los míos aunque sea un segundo, pero
sus ojos se fugan por un lado de mi cara y miran más allá de mí.
La iglesia sigue siendo un lugar ignoto. Algo más penetrado por mis
pasos y mis pecados, pero igualmente ignoto. Me levanto y quiero salirme
de la tercera fila. Quiero ir hacia donde está el Padre. Logro deshacerme
de la hilera de oraciones.
Los santos y vírgenes, alineados en filas a ambos lados del interior de la
iglesia, parecen seguirme siempre con la mirada. Apenas camino... y casi
estoy segura que voltean a verme.
Cada santo está pertrechado en su bóveda azulosa. Pero… ¿quién se
atrevería a asegurar que se están quietos por las noches cuando las almas
pecadoras duermen?
Los santos y las vírgenes no andan separados: primero San Pablo, luego
la Inmaculada, luego San Jerónimo, más allá Santa Teresita, seguida de
San Lázaro…
38
Es cierto que ninguno anda metido en la bóveda del otro. Pero nada se
los impide. Comparten el mismo olor sagrado y la misma visión claroscura
que se filtra por los ventanales de la iglesia.
Camino mirando fijamente la alfombra, tan roja como cada mañana.
Esta alfombra me hace lucir pequeña y descolorida. Se impone a mi paso
con la autoridad que le ha dado el tenderse durante años al paso de los
pecadores.
El Padre se detiene. No me mira. Sólo me indica con su mano el camino
que yo conozco bien. Paso frente a él y frente a Él. Siento la sofocación del
Padre. Miro al Cristo, debilitado por la cruz pero de mayúsculas
dimensiones viriles. Y luego miro al Padre, cuya estatura roza los pies de
Jesús. El Padre se persigna frente a Cristo. Un hombre frente a otro. Uno
sangrante y otro sofocado. Uno esconde su mirada entre las carnes oscuras
del otro. Quiero decirle al Padre que estoy aquí, que me mire. Pero el
Padre se persigna y se me escurre.
Las mejillas del Padre están encendidas. Tienen alguna emoción, algo
ha llenado el alma del cura. Aunque sus ojos no me miran, me presienten
cerca de él y se alejan un poco más. Siento que al alejarse, se están
acercando. Pero él parece que todavía ignora eso y avanza velozmente
hacia el confesionario. La cinta apenas ha sentido su beso, que sobrevoló
fugaz. El Padre quiere ocultar su beso, o quiere que no descubra algo
cuando él besa la cinta. Sus mejillas están inyectadas de sangre y gritan
alguna resurrección.
Se ahoga. Sus venas se asoman impetuosas, como una corriente de
sangre a punto de desbordarse. La cara del Padre se torna casi azul como
las venas que traslucen en su piel. Quiere decir algo. Quiere mirarme.
Quiere...
Padre, no puede ocultarme que hoy usted me ama. No sé por qué no me
mira usted a los ojos: yo también lo amo. Supe que ocurriría cuando
descubrí su alma detrás de la sotana. Es usted limpísimo de culpa y yo le
estoy dando la mía como una cruz que debe usted sostener. O tal vez le
esté dando mi inocencia. Al menos sé que me estoy entregando de pies a
cabeza y que aun cuando no me amara usted, no voy a ocultarle esta verdad
vivida, o esta vida imaginada. Alguien como usted podría decirme quién
vive al otro lado de mí, quien usurpa esa porción de mí que no he logrado
transitar.
39
No se debilite, Padre, y no me odie. Creo que no, que no me odia. Si así
fuera, no saldría usted a recibirme a la puerta de la iglesia.
Usted es un hombre y lo sé. No crea que no lo sé. Pero a veces pienso
que no tiene sexo alguno. Que no es ni hombre, ni mujer. Es cura.
Yo nunca supe hallar la diferencia entre hembra y varón. Ni creo que
nadie haya nacido con tan acertado instinto. Nací con el instinto de amar y
con la certeza de que el placer existía en algún lugar del amor. Muchas
veces quise besar a mi madre en los labios... y a mi abuela y a mi padre y a
mis amigos. Los amaba tanto que quería llenarme de ellos completamente y
coserlos a mi piel de algún modo mágico. Pero mi temeridad fue
rápidamente atiborrada de tabiques y muros. Por aquí, por allá, esto no, esto
sí. Entonces comencé una de las escuelas más difíciles: encontrar las
diferencias, adivinar qué era correcto y qué era incorrecto, hasta dónde
llegaba el bien y hasta dónde llegaba el mal, qué cosas serían aprobadas y
cuáles no.
Era una mala alumna, lo confieso. Pero, aunque nunca supe bien las
diferencias, tuve un temprano instinto para conocer lo prohibido. Y por eso
oculté placeres y miedos, desenfrenos y locuras que sabía me llevarían al
cadalso paterno. Por supuesto que reprimí mi amor por mis padres, y
solamente en postales y cartas les confesaba que los quería mucho. Sobre
un papel, la vergüenza se siente más a gusto. Ellos parecían estar conformes
con eso, parecía que sólo querían que yo fuera una buena niña, según lo que
la sociedad entera entiende por buena niña. Y yo, poco a poco, perdí el
deseo de besarlos en la boca. No se lo merecían.
Sin embargo, no ocurrió así con mi prima, a quien sí besé en los labios,
y quien me respondió con una caricia. Teníamos tres o cuatro años.
Solamente.
Yo me escondía detrás de una puerta, ella me encontraba y la alegría nos
hacía besarnos y acariciarnos. Era tan agradable sentir el alma vulnerable y
abierta. Nada nos hacía sentir culpables ante nosotras mismas, pero sí
sentíamos culpa ante el mundo. Por eso nos escondíamos detrás de las
puertas, sin habernos puesto de acuerdo. Tampoco fue necesario
prometernos que no se lo diríamos a nadie. Era un pacto sabido.
Luego fue con la vecina de enfrente, tan pequeña como nosotras. Y con
la misma curiosidad de sentir cosas nuevas. Gozábamos nuestro secreto.
40
Jugábamos a que nadie lo supiera. Nunca sufrimos un principio y tampoco
un final. Aquel juego prohibido llegó y se fue tan suavemente que a
ninguna nos dolió. Nos queríamos mucho, pero ya no fue necesario
besarnos; encontramos formas mágicas de querernos más todavía. Mis
padres, siempre recelosos y con alguna culpa sin nacer, me advirtieron que
las niñas no jugaban mucho con las niñas porque, vamos, yo entendía ¿no?,
porque las niñas tienen lo mismo que uno y... bueno que si no lo entendía
ahora, de buenas a primera, ya lo entendería cuando creciera pero que por el
momento no debía estarme tanto con las niñas.
La verdad, Padre, yo no entendí por qué, pero tampoco me preocupé por
averiguarlo. Era demasiado complicado para mis cuatro años. Y yo era una
niña obediente y buena que le hacía caso a los mayores que han vivido más
y que más sabe el diablo por viejo que por... en fin, que no jugué más con
las niñas; jugué con los niños.
Como no había muchos niños por el barrio, me senté en el portal de mi
casa a esperar que pasara uno. Me puse flores en la cabeza, flores
anaranjadas y jazmines de olor que había en mi jardín. Me peiné bien
bonita y me senté en el muro de la entrada. El primero que pasó era un
militar. No era exactamente un niño, al menos eso me pareció. Pero
tampoco era una niña, así que le propuse jugar conmigo. Él me miró de
arriba a abajo, miró las flores en mi cabeza peinada y sonrió. «Estás muy
chiquita», fue lo único que se le ocurrió decir. Con el segundo que pasó no
tuve mejor suerte. No era un niño ni una niña, era lo que se dice un señor
mayor. Pero igual se lo propuse: «¿Quiere jugar conmigo?» El señor mayor
que llevaba lentes oscuros, me tomó una mano y me la apretó con
demasiada fuerza. Casi me la aplasta. Le pedí que no me apretara tanto la
mano, pero él siguió aprieta y aprieta más duro. Yo ya lloraba del dolor y le
rogaba que me soltara la mano, que no me gustaba ese juego, que
jugáramos a otro. Pero él ni me oía. Me enseñó sus colmillos de lobo feroz
y me dijo que me iba a comer. Ahí sí, cuando me dijo eso, le di un empujón
y una mordida en el brazo, que salió aullando. Y yo me le escapé, y se me
cayó la flor anaranjada, y logré entrar a casa de mi abuelita, bueno, a mi
casa. Y desde adentro le grité que se fuera o llamaría a mi papá que era más
grande que él.
Yo me preguntaba si no era menos peligroso jugar con niñas que con
lobos feroces. Pero «ni hablar del peluquín», dijo mi abuela.
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Por suerte encontré a algunos niños en la escuela. Ellos no me apretaron
la mano. Ellos me miraban y se ponían colorados como los mangos del
patio de mi casa. Supongo que yo también me ponía colorada, pero no
como los mangos, sino como una fogata. Sí, Padre, la cara me ardía tanto
que yo creía que me iba a salir humo por las orejas. Los niños me
parecieron un invento fantástico, mejor que las niñas. Mucho mejor.
Luego, Padre, supe que de los niños salían los hombres, y que de uno de
esos hombres, podía salir un hombre con uniforme militar o uno con
colmillos de lobo feroz. Pero también podían salir hombres como mi
abuelo, que en vez de apretarme la mano, me la besaba, u hombres como el
vecino de enfrente, que me decía «niña bonita» cada vez que me veía pasar.
Sí, Padre, tengo una vocación definida y casual por el sexo opuesto, a
pesar de no estar prohibido.
Cuando cumplí cinco años, el niño del mechón rubio en la frente me
perseguía por todas partes. Me ponía nerviosa. Cuando lo veía aparecer me
tiraba al suelo y fingía estar desmayada. Él se me acercaba y me besaba en
la boca. Al principio, me despertaba como si me hubiese pasado cien años
durmiendo; luego seguí haciéndome la dormida para que me besara varias
veces. Pero siempre llegaban las señoritas y me requerían por mi insolente
perversión. «Esta niña es hija del demonio» —repetían hasta ensordecerme.
Ellas sí que eran hijas del demonio, pensaba yo. Aunque ni siquiera
sabía quién era ese tal demonio. Pero me imaginaba que era algo malo por
sus caras y el tono de sus voces. Las señoritas que cuidaban a los niños
siempre andaban enojadas por todo. Nunca vi a ninguna sonreír. Creo que
no sabían. Pero sí sabían agarrar lagartijas y echárselas a los niños dentro
de los calzones. Eso fue otra cosa que mis padres no me creyeron. Y fueron
tan tontos de irles a preguntar a ellas mismas, en vez de a los niños. En fin,
Padre, que era muy difícil estarme mucho rato desmayada esperando el
beso del niño del mechón rubio en la frente. Ellas siempre llegaban y
rompían el encanto con gritos. Sí, porque tampoco sabían besar, supongo.
Padre, las señoritas que nos cuidaban en aquel círculo infantil, jamás
hubieran podido ser Bellas Durmientes. Estoy segura de que si por alguna
grandísima casualidad se hubieran quedado dormidas cien años y el
príncipe las hubiera despertado con un beso, lo regañarían por atrevido,
fresco, hijo del demonio... y no se sabe ni cuántas cosas más.
Por mí, que me despierten uno a uno todos los hombres del mundo; los
dejaría aunque no fuesen el príncipe del cuento.
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Un año después, tenía un año más. Las niñas de la escuela me
enloquecían con sus juegos:
—¡Vamos, ahora te toca a ti! —gritaba Ninfa.
—¡Luego me toca a mí! —gritaba Náyade.
—¡Yo también quiero jugar! —gritaba Nereida.
Correteábamos por los pasillos. Jugábamos a los mismos juegos que
jugaron nuestros tatarabuelos: la rueda rueda, al ánimo, la gallinita ciega...
Pero Ninfa, Náyade, Nereida y yo éramos niñas bulliciosas cuyo juego
favorito era jugar, jugar todas juntas y gritar y cantar y hacer visible que
estábamos jugando a todo dar.
Un día falté a la escuela. Al día siguiente las niñas me asaltaron con sus
gritos:
—¡Lo vimos! —gritó Ninfa.
—¡Nos vio! —gritó Náyade.
—¡Nos vio cuando nos caímos de tanto jugar y nos miró debajo de la
falda! ¡Yo tenía uno rosado y me lo vio! —explicó Nereida, gritando.
A mí no me vio nada, pero yo juraba que sí. Se llamaba Alejandro
Magno, tenía ojos de gato silvestre y era tan intrépido que nadie creería que
tenía siete años. A él también le gustaba corretear por toda la escuela y
había visto los calzoncitos de mis amigas. El de Nereida era rosado, ella
misma lo dijo. ¿Y el mío? ¿De qué color era el mío? Ni me acordaba, pero a
partir de aquel momento sería azul.
—¡A mí también me miró debajo de la falda! ¡El mío era azul! —grité
yo, que era Ondina.
Desde entonces, Padre, sentí la necesidad de correr y correr por toda la
escuela sin que nadie me estuviera persiguiendo, y mucho menos que
quisiera ver mis calzoncitos. Cuando Alejandro se cruzaba en mi camino,
yo echaba a correr desenfrenadamente, a tal punto, que Alejandro se vio
tentado de perseguirme.
Alejandro Magno era pequeño, más pequeño que los chicos de su edad.
Tenía la piel aceitunada y los ojos como chispas de gato. Su pelo era
chorreado y rubio. Su abrigo era rojo. Con todo, yo era más pequeña que él,
tenía el pelo negro, los ojos más negros que el pelo y el miedo hasta los
tobillos.
Un día, después de darle mil vueltas a la escuela, Alejandro me alcanzó.
—¡Párate, te digo! —gritó.
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—¡Suéltame, te digo! —grité.
—¿Por qué sales corriendo cuando me ves? —Alejandro me miraba
fijamente y sujetaba con fuerza una esquina de mi blusa.
—¡No te importa! —no creo que lo haya dicho enérgicamente.
—¿Me das un beso? —lo dijo como quien pide un vaso de agua.
—¡No! —grité, y logré escaparme.
Yo corría, esta vez muy asustada, muy... muy, eso, Padre, muy... El caso
es que no pudo alcanzarme.
El tiempo se borró después de batallas y conquistas. Alejandro Magno
parecía haberse ido a la guerra. Pero en su lugar quedó Atila, tan o más
valeroso que su antecesor.
Atila, Padre, tenía los ojos como las aguas de un río tropical —turbias y
verdes. No necesitamos hablarnos. Sólo sabernos cerca. Le demostré
claramente cuán valeroso y aguerrido era para mí: obligué a mi madre a
ponerlo delante de nosotros en la fila que esperaba el ómnibus. Mi misión
consistía en llegar antes a la parada, para poder cederle a Atila un lugar
privilegiado en la extensa fila de personas impacientes.
Así, numerosos guerreros combatieron en la guerra de mis primeros años
escolares. Uno de los más destacados fue El Zar, un niño de ojos simples y
azules, cabellos tajantes y dorados y piel invadida de pecas. No dudó en
invitarme a hacer el amor, aunque no sabía qué estaba pidiendo. Yo
tampoco supe qué me estaba pidiendo, pero me estremecí. Ambos teníamos
ocho años y compartíamos el mismo salón de clase.
Padre, siempre lo supe. A pesar de no conocer la diferencia, estaba
escrito en mi piel. Me gustaban los varones, mucho más los guerreros.
—Lo sé —¿dijo el Padre?
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EL MIEDO
Tengo miedo. Tengo miedo a caminar. Tengo miedo a seguir. Tengo
miedo a tener más miedo del que ya tengo.
El campanario no se ve. Está escondido en la torre. Bien escondido y no
se deja ver ¿Quién vive en la torre del campanario? ¿Quién toca las
campanas? Yo quiero subir al campanario y quedarme a mirar el mundo
desde allá arriba… pero tengo miedo a no sé qué. Siempre me pasa igual,
tengo miedo a no sé qué. Y eso me produce un miedo mayor.
Todavía siento escalofríos cuando entro a esta iglesia. Tan enorme, tan
húmeda. Su humedad ya ha entrado en mi cuerpo y Dios, solo en su cruz,
parece querer abrazarme definitivamente. Eso me aterra.
La sillería de caoba permanece inmutable y deshabitada. Alguna que
otra anciana masculla un rosario con la vista oculta. Los santos
incrustados en la pared no me miran, andan por otro siglo.
Cristo está recogido en su cruz. Sus ojos están cerrados. Su piel está
llena de puntitos vivos, células asustadas que no quieren morir. Cristo tiene
el vientre hundido, las manos crispadas, los hombros como bolas de carne
apretada. Cristo tiene miedo a morir, tiene miedo a resucitar, ¿me teme?
Tengo miedo de que Cristo sienta miedo de mí. Temo de Él; temo por Él.
¡Ay, Cristo, qué dolor el de cargar con la cruz de todos los que tienen
miedo como yo! No nos basta verte crucificado, clavado, hincado con una
corona de espinas, sangrante, anémico, sediento, agonizante.... todavía te
pedimos más y más, hombre adolorido. Y Tú, tan bueno como cuando
trabajabas en la carpintería, sigues amándonos.
El templo es un túnel hondo y oscuro, con par de luces en las esquinas
—justo donde rematan dos rosetones que reconstruyen un rompecabezas de
luz. Yo voy de una luz hasta la otra con rapidez. No me quiero quedar a
oscuras en medio del camino. Los pasillos oscuros son siempre una culebra
de miedo que te puede morder en el momento que menos lo esperas.
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La tos del cura viejo llama mi atención. Sus espejuelos siguen
empañados ¿de qué? Carraspea su garganta y se persigna rutinariamente
frente a Cristo. Me mira de refilón y le parezco un engendro diabólico.
Hace una mueca de asco, que luego disimula y convierte en semisonrisa.
Tiene rostro de reptil y hasta parece que se arrastra cuando sale de la
sacristía. Lo único que lo delata es esa tos fingida con la que anuncia su
presencia, para no pasar inadvertido. Yo creo que ese cura viejo no me
ama. Ese cura viejo ama a Jonathan.
Próxima a la luz, me quedo quietecita. Espero mi turno: el momento de
ver a mi confesor y de refugiarme entre sus orejas todo-oídos. Hoy no sé si
quiero hablar o mecerme en uno de los suspiros del Padre, de esos que son
hamacas bajo un árbol sacudido por la brisa.
Mi cura joven sale a mi encuentro. Saluda al cura viejo, me saluda,
saluda a Cristo, se persigna, saluda a doña Asunción, una señora risueña
que le saca brillo a las lágrimas de la Virgen y pule las heridas de San
Lázaro.
Mi sacerdote me hace un gesto ¿cómplice? Camina delante de mí. El
camino hacia el confesionario es fácil. Recto, recto, y luego unos pasos a la
izquierda. El cura besa la cinta púrpura y no me mira a los ojos. Nunca me
mira a los ojos. Pero hoy ha mirado fijamente mi cuerpo. Más bien mis
caderas. Yo bajo la vista. Yo creía que hoy me iba a balancear en uno de los
suspiros del Padre, pero sus ojos me encienden el deseo de confesar y de
entregarle toda mi vida hecha pecado. Hoy sus ojos no me parecen abismos
de cielo, sino abismos de mar. Son de un verde indefinido, de lágrima
verdiazul. Me estremezco y no puedo evitar este temblor. A mi alma regresa
una queja, un miedo temible...
Le temo a todo, Padre, le temo a todo y a todos. Le temo a usted, Padre, le
temo a Dios y a todo lo que se parece a Dios y que resulta inalcanzable
como yo misma. Porque, sobre todo, temo a la otra cosa viva que cargo
conmigo y que no conozco. A ese «Alguien» o «Algo» que vive al otro lado
de mí.
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No recuerdo la primera vez que sentí miedo. El miedo no me deja ir más
allá de un recuerdo placentero (luego me regresa, como un elástico que sólo
llega hasta un lugar). Tengo, sin embargo, imágenes de casa grande, pasillo
largo, oscuridad detrás de una puerta.
Mi amiga y yo jugábamos a no tener miedo, o a tenerlo, no sé
exactamente. Íbamos desde un extremo de la casa donde había una luz
tenue de bombillo hasta el lugar donde estaba la puerta que se abría a la
oscuridad. Avanzábamos hasta donde podíamos, hasta donde nuestras
piernas podían llegar sin temblar o retroceder. Pero llegado el momento,
volvíamos como locas hacia la Luz. El corazón nos latía fuerte, nos
abrazábamos y nos decíamos: «ya pasó, ya pasó».
Desde entonces, el miedo ha sido siempre eso: caminar desde una luz
tenue hacia una ausencia de luz que vive detrás de una puerta... y luego
correr otra vez hacia la luz.
Siempre quería dormir con luz y prefería los ruidos. Pero nada me
seducía tanto como la oscuridad y el silencio. Sentir miedo me
proporcionaba un extraño e indefinido placer. Era el riesgo a ser poseída
por una fuerza ajena a mí y nacida de mí misma. Era el riesgo de ganarlo y
perderlo todo al mismo tiempo. Tuve miedo de obsesionarme con la idea de
ser poseída por el miedo y poco a poco me fui alejando de él, Nunca más
avancé hacia la oscuridad. Nunca hacia lo que me hacía temblar o
retroceder. Pero siempre supe dónde quedaba la casa del miedo. Dentro de
mí, en algún lugar oscuro.
Fue esa misma sensación la que me lanzó hacia unos labios apenas
cumplí los diez años.
Mucho antes, y durante mucho tiempo, fueron labios imaginarios los
que besé. Eran los labios de un niño. Lo vi en una película inglesa filmada
en una isla del Pacífico donde las montañas y el mar se confundían en el
mismo paisaje. Se llamaba Ulises y era aventurero. Yo estaba segura de que
vendría a buscarme algún día. Escribí nuestros nombres mil veces en mi
mano —Penélope y Ulises— como si con eso estuviera apresurando nuestro
encuentro. Vi la película durante casi un siglo. Podía recitarla. Sabía de
memoria todo lo que Ulises iba a hacer y a decir.
Fue el más sublime de los miedos, Padre, el mejor de los miedos:
descubrir que algo me crispaba el estómago y que una voz salida del aire
me susurraba «estás enamorada, estás enamorada».
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Mis fantasías se prolongaron por milenios bajo el mismo nombre:
Ulises. Lo veía entrar a la clase y decirme: «Vine por ti, Penélope. He
viajado mucho para llegar a tu escuela y le he pedido permiso a la directora
para que vengas ahora mismo conmigo. Recoge tus libros y ven pronto,
que ya voy a besarte.»
La maestra le dijo a mi mamá que yo me reía sola cuando miraba hacia
la puerta. Mi madre no se alarmó: yo también me reía dormida cuando tenía
unos pocos meses de nacida. Nunca quiso averiguar por qué. «La niña es
así, imagina cosas, pero usted verá que al final le saca buenas
calificaciones» —dijo mi madre. Y ambas quedaron conformes.
Como era una niña de buenas calificaciones, la maestra me dejó mirar
hacia la puerta. Y estoy segura que hasta me hubiera perdonado la más
ruidosa carcajada. Nunca lo hice, no era necesario. Sólo sonreía y esperaba
que la puerta se abriera y entrara Ulises... con una corona... tal vez no, tal
vez con una capa negra... Yo sonreía... él sonreiría... Y al final, todos
seríamos muy felices.
Preparé mi maleta: un frasco de perfume, la manta con la que mi madre
me sacó del hospital, unas reliquias de mi abuela, dos postales de tercera
dimensión, un lápiz sin punta y un sacapuntas. Era suficiente, incluso era
demasiado equipaje. Pero debía estar preparada para cuando Ulises viniera
por mí. Iríamos a su isla.
Lo esperé casi cinco años. Le mandé cientos de cartas que decían
exactamente lo mismo: «Ulises, I love you.» La dirección era muy precisa y
clara: «Cartero yo no sé la dirección sólo sé que vive en una isla y que
actuó en una película que yo he visto muchas veces por favor llévele mi
carta es urgente.» Confiaba plenamente en que mi extensa y efusiva carta
llegaría a las mismísimas manos de Ulises. Pasaron tantos años que cuando
hallé todas mis cartas en una caja del armario de mi madre, ni me enojé. De
cualquier forma, yo no quería ir a ninguna otra isla y mucho menos a una
isla de otro océano que no fuera el Atlántico. Menos mal que a Ulises no se
le ocurrió nunca venir a buscarme.
Padre, hoy hallé mi maleta. Dentro no estaba el perfume, ni la manta, ni
las postales... ni nada. Dentro estaba un miedo, acurrucado dulcemente
entre las telarañas de mis sueños.
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Cuando unos labios me besaron, el miedo voló lejos. No eran labios
imaginarios, no eran los labios de Ulises; eran los labios de un chico sin
nombre, cuya saliva me empapó toda la cara. Seguramente él también vio
una película, pero no la misma que yo vi. Yo tenía diez años de vida y diez
de miedo.
Mi pecado es que desde entonces pretendo apagar mi miedo en los
labios de los hombres. Descubrí que, como un hechizo, mi miedo se
desvanece una vez que alguien me besa... Perdóneme, Padre, perdóneme.
¿Por qué tendré que hacerlo cómplice de mi pecado? Perdóneme,
perdóneme usted. Y no me odie, por favor, a este punto no lo soportaría.
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FRUTA MADURA
Camino apurada, los edificios pasan veloces ante mi vista, más veloces
de lo que yo quisiera. Mis pasos me apuran, me dicen que llegue pronto,
que no me debo tardar y que no puedo ver los edificios como yo quisiera.
Mis pies quieren llegar al templo, pero yo no. Todavía no.
El vestido me aprieta, se me trepa por los muslos. Es el vestido rojo de
mi madre, que alguna vez fue demasiado largo y que yo corté con una tijera
roja y lo convertí en un vestido corto y rojo. Demasiado corto y demasiado
rojo. Mi cara también debe estar roja, pero no competirá nunca con este
vestido, por suerte.
La gente me mira porque la gente va muy lenta y yo voy muy rápido.
¿Adónde quieren llegar estos pies apurados? El vestido se me encarama
por las caderas. Bájate, vestido —le digo—, bájate, vestido que todos te
están mirando.
Mis tacones tacatacatacataca. Con tanto pica y repica van a ensordecer
el tránsito. Cállense, tacones —les digo, pero ellos no obedecen, ellos
siguen con su tacatacatacataca. La lente me mira y mi vestido se sube y mis
tacones tacatacatacataca. Ya quiero llegar. Sólo unos pasos y ya estaré
dentro.
Otro día más de arrodillarme y confesar, pienso mientras entro apurada.
La iglesia está abarrotada de feligreses musitantes que se reparten el
silencio entre todos, como buenos hermanos. No quiero enturbiar la misa
con mis tacones rojos y ruidosos. Veo al Padre desde lejos, con su sotana
blanca y su voz de azahar. Habla frente a un libro abierto. Dice algo de la
manzana ¿roja?, del fruto prohibido ¿maduro?, y
de una mujer que... ¿Yo?
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Su voz empuja mi cuerpo hacia una esquina, no quiero que me vea. No
sé si he llegado demasiado temprano o demasiado tarde, sólo sé que tengo
prisa.
El Padre alza los brazos para decir que... ¿Me mira? Sí, me ha
descubierto. Tiene los brazos en alto y no sabe qué sigue ahora. Trato de
refugiarme tras la enorme figura de la Virgen María y comienzo a desear
que a mi sacerdote no se le olvide la misa por mi culpa. Escucho un
silencio que me ensordece. ¿Me habrán descubierto?
Escucho otra vez la voz anacarada del Padre, y exhalo un alivio. El
Padre habla de la tentación de la serpiente... ¿Hablará con tal desenfado
del sacerdote viejo? No, no. Creo que habla de otra serpiente. De una
serpiente prehistórica del Paraíso Mesozoico.
Me asomo levemente y ya el Padre ha bajado los brazos. ¿Me mira? No
dice nada. ¿Me mira? Los fieles persiguen la mirada del Padre, y piden
algo a la Virgen. Yo escondo los tacones y también le pido algo a la Virgen:
que me esconda, que no me descubra ante tantos ojos.
Soy algo más delgada que la escultura de María. Ella me cubre con su
cuerpo ancho y benefactor. Logro ocultar incluso mis caderas. Ahora estoy
o salvo del juicio inclemente de los fieles.
Mientras escucho la voz del Padre, miro las bóvedas de aristas y vuelvo
a notar que son reforzadas por arcos empotrados en la mampostería. Yo
también estoy empotrada tras el velo de la Virgen, con la mirada en el
techo o en el suelo.
Me pregunto por qué me habré puesto unos tacones tan rojos.
Termina la misa, gracias a Dios. No me atrevo a asomarme todavía.
Permanezco escondida tras la estatua bienhechora de la Santísima
Madre... qué mejor refugio para mis tacones encendidos de rojo. Siento la
mano anchurosa del Padre sobre mi espalda. Su mano blanca mano.
—Vamos, hija —me dice casi en un susurro.
Lo sigo, y odio la indiscreción de mis tacones que hacen un eco horrible
tras mis discretos pasos. Yo parezco una prolongación de la alfombra roja
con el rojo incisivo de mis zapatos. La alfombra parece excitada...
descubro gotas de sangre sobre su felpa. ¡El Padre! ¡El Padre está
sangrando! ¿Qué la pasa, Padre? Me muestra su mano cortada. Su mano
es grande, sus dedos son largos y macizos, sus venas intranquilas, sus
vellos impacientes. Nadie que vea estas manos habría creído que son de un
cura. Nadie, absolutamente nadie se podría resistir a estas manos.
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Estas manos que lograrían escarbar el pudor de la luna. Estas manos que
podrían sostener el mundo y agarrar cuanto se le antojasen. Estas manos
blancas que ahora están heridas y muestran sangre seca... como un río que
existió hace siglos y del que sólo queda una huella desdibujada.
—Me corté con la sangre del Señor —dice, y me muestra la copa de vino
con la que acostumbra a beber en misa. La copa de plata tiene sus bordes
como dientes de metal, y al fondo se ven aún los residuos de uvas
pisoteadas. Dice el Padre que en esa copa está bebiendo la sangre del
Señor. Yo ya le he perdonado. Y también he perdonado al Señor por dar a
beber su sangre a tanta gente y dejarlos sin sangre propia.
Mi vista vuela hacia las heridas del Cristo crucificado. Lágrimas de
sangre corren por su cuerpo de hilo. Estoy llorando sin saber por qué. El
Padre entra al confesionario. Yo caigo de rodillas y dejo que mi llanto
desemboque en mis labios. El Padre suspira. Tal vez soy yo quien suspira.
No sé.
Cristo y el Padre siguen goteando lágrimas de sangre e inundan la
iglesia. La sangre llega a mis rodillas. ¿O sale?
Descubrí la sangre entre mis piernas. La toqué. Roja. Oscura. Con olor a
volcán. Ya estaba preparada, pero incluso así, sentí que el corazón me
empujaba de un lado al otro. Tenía sangre en las manos, en la cara, en la
boca, en el pelo. Sentí la sangre que corría lenta desde el interior de mi
cuerpo y desembocaba entre mis muslos. Me habían dicho que aquello era
una señal: ya era mujer.
La verdad, Padre, no sé en que cambié. Con sangre o sin ella, yo aún no
era mujer; digo, no estaba lista para cargar otro ser dentro de mí. Pero traté
de comportarme lo más adulta que pude y de no ser tan expresiva como
antes. Ahora las miradas de los hombres parecían adivinar que mi vientre
ya estaba apto para engendrar y me rondaban como moscas en almíbar.
Era difícil mantenerme adulta todo el tiempo... pronto seguí jugando y
correteando como en la escuela. Pero ahora corría por las calles. Mientras
corría, los pechos me daban brinquitos, Padre. Yo ni siquiera llevaba sostén
porque no tenía nada que sostener. En mi piel sólo habían nacido dos
botones de costurero. Mi abuela me ponía más encajes en el corpiño para
que yo luciera más mayorcita, pero ni así. Aquello no crecía. Cuando me
duchaba, yo dejaba que el agua tibia me corriera por el pecho y pedía en
silencio y tenazmente: «que me crezcan que me crezcan que me crezcan
que me crezcan». Repetía aquel conjuro cada día y con más fervor.
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Pero aquel par de botones no aumentaban ni un milímetro. Yo veía a las
madonnas de los cuadros florentinos y... qué envidia, Padre. A mis amigas
de la escuela ya se les notaba algo abultadito debajo de la blusa, que
reforzaban con sostenes esponjados o un poco de algodón; y hasta se
sentían señoronas cuando se percataban de las miradas indiscretas de los
varones o cuando yo las miraba reclamándoles la fórmula mágica de aquel
progresivo pecho. Había una niña que tampoco llevaba sostén, sino corpiño
de encaje como yo. Supondrá, Padre, que nos hicimos amigas de causa.
Nuestras madres, por pura coincidencia, también se hicieron grandes
amigas, lo que nos facilitó intercambiar comentarios sobre el porqué de
nuestra desventaja corporal.
—Es que no hemos desarrollado todavía —me dijo mi nueva amiga.
—¿Y por qué? —me lamenté.
—Porque es así, unas desarrollan más rápido que otras. A nosotras
todavía no nos toca —me dijo como si supiera de lo que estaba hablando.
—¿No podemos hacer nada para apurar el desarrollo? —pregunté, con la
vaga esperanza de que mi amiga tuviera la respuesta.
Entonces a ella se le ocurrió que su tía, que sí había desarrollado
velozmente y usaba una talla muy grande de sostén, tal vez conociera
alguna forma.
—¿Crees que nos la diga? —dudé.
—Claro que no nos lo va a decir —aseguró mi nueva amiga—. Esas
cosas no se le cuentan a nadie. Pero podemos averiguarlo por nuestra
cuenta.
Esa tarde subimos a la azotea de casa de Anubis —que así se llamaba mi
nueva amiga—, aprovechando que nuestras madres estaban viendo un
programa humorístico de televisión y que la tía de Anubis, que había
venido de otra provincia a pasarse unas vacaciones en la capital, se había
metido al baño con la intención de ducharse.
Cuando sentimos que la llave de la ducha se abría y caía el chorrote de
agua, Anubis y yo nos acercamos por el techo hasta la ventana del baño,
cuidando que nuestros pies descalzos no hicieran el menor ruido. Nos
acostamos en el techo de cemento y fuimos dejando que nuestras cabezas
colgaran hasta alcanzarla altura de las persianas de madera. Era riesgoso,
pero estrictamente necesario para nosotras. Una misión de vida o muerte. El
destino de nuestros pechos dependía del éxito de aquella peligrosa misión.
Y creo que estábamos dispuestas a todo.
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La tía no podía sospechar que dos cabezas colgantes la estuvieran
espiando desde el techo, y mucho menos que esas cabezas fueran las
nuestras. Casi nos caemos cuando la tía se zafó el sostén de seda negro y un
par de bolas gemelas, retocadas con una manchita marrón, se dejaron caer
holgadamente, inconformes de haber permanecido amordazadas bajo las
ataduras del sostén —que para colmo era una talla más pequeña. Creo que
Anubis y yo nos sentimos minúsculas y atrofiadas al ver tan
despampanantes mellizas. La tía ignoraba que acababa de reducirnos a dos
lagartijitas sin ganas ya de competir. Pero seguíamos mirando la forma
majestuosa en que la tía de Anubis, con desenfado campestre, se restregaba
un brazo y luego el otro. No apartábamos los ojos de sus senos.
—¿Viste qué grandes? —me susurró Anubis.
—A lo mejor eso no es normal —opté por susurrar para no sentirme tan
desplazada de la competencia.
—Sí son normales. Son tetas de verdad —aseguró Anubis con un susurro
más autoritario.
—Si tú lo dices... —yo ya tenía ganas de llorar. ¿De qué me servía estar
lista para ser madre si no iba a poder amamantar a mis hijos? A mis doce
años me atormentaba la idea de ver a cuatro hijos desgañitándose para que
yo les diera leche. Me los imaginaba prendidos a mi piel, chupándome con
desesperación y sin sacar ni una gota.
Pensando en eso estaba el día en que Anubis me pidió que la dejara ver
mis senos. Al principio me avergoncé de que viera que yo no tenía ni una
ínfima parte de lo que cargaba su tía. Pero luego me di cuenta que Anubis
también era plana como tabla de planchar. Le mostré mis senos, y le dije
que pronto iba a tenerme que poner sostén porque ya me habían crecido un
poco. Yo mentía, Padre. Mis conjuros con el agua tibia no habían
funcionado. Pero cuando sí no pude aguantar, Padre, fue cuando Anubis se
quitó su blusa y me echó en cara que ella tenía más que yo. Mentira y
mentira. Tenía menos. Muchísimo menos.
Discutimos y discutimos sin que nos pusiéramos de acuerdo. Pero en un
momento, cuando Anubis estaba a punto de perder la discusión con mi
alegato de que a mí me lucían menos porque era más flaquita pero que yo
estaba más desarrollada porque ya no tenía que ponerles encajes a los
corpiños, ella me salió conque el desarrollo no se medía por el tamaño de
los senos, sino por los pelos.
56
—¿Eeeeh? —abrí los ojos.
—Sí, por los pelos de allá abajo, chica —me dijo Anubis, señalándome
debajo de la barriga, justo donde quedaba el pipi.
Perdí la discusión, Padre, yo no tenía ni un pelo. Ni uno. Ahora tenía
otro nuevo problema para mi cabeza y más dioses que evocar debajo del
agua tibia: que me crezcan que me crezcan que me crezcan que me crezcan.
A los niños de mi clase, sin embargo, no parecía importarles si yo usaba
corpiño o sostén, si yo tenía uno o dos pelos, ellos me pedían que fuera su
novia. Yo me reía y miraba a Anubis, quien no lograba ni un solo
enamorado con sus cinco pelos de ventaja.
Con mis senos sin nacer y mi pubis desértico me iba a la calle muy
oronda, como si cargara par de pelotas de ping pong y un bosque tropical.
Saltaba por la acera, risueña y campante, como si nada pudiera pasarme a
mis doce felices años.
Un día un hombre apareció ante mí y rompió mi desenfreno con una
sonrisa. No supe más. Sólo después, cuando debimos regresar junto a mi
madre, fue que supe qué había pasado.
No, Padre, no me hizo el amor. Tan sólo me besó de una manera
desconocida. Me besó como si me estuviera haciendo el amor. Lo peor es
que ambos lo sentimos a pesar de la distancia que nos separaba. Yo tenía
doce años y él tenía veintidós.
No ocurrió nada, Padre. Yo creía saber lo que no debía ocurrir. Todo lo
que no me dejara con un niño adentro —yo me repetía una y otra vez. El
muchacho se llamaba Donaciano Sade, pero todos lo apodaban «el
marqués»; quizás por la estirpe de su madre, una de las consentidas del
gobierno en mi isla. ¿Yo? Me llamaba Teresa, Teresita, Teresita del niño
Jesús, y andaba descalza con sólo doce años de mirar el mundo.
Entonces él me dijo que le mostrara lo que había debajo de mi blusa, y
tocó un botón del ascensor en el que me había dicho que íbamos a subir
hasta la azotea de su edificio para contar las estrellas que tan bonitas se
veían desde allá arriba. Y yo que no, y él que sí. Y yo que espérate, y él
que sí. Y yo que... y yo que, bueno, ya sabe, Padre, yo que sólo un poquito.
Y él que dame más que esto no es malo, que ya paré el ascensor y que ya tú
eres mujer. Y yo, que ya era mujer, le dije que sí, que me mirara debajo de
la blusa. Él halló mi piel enlunada y se pasó la lengua por el labio
superior que era muy ancho. Yo también miré lo que él miraba tanto.
57
Padre, ahí estaban mis pechos diminutos. Asomaditos y empinados
como queriendo asustar a alguien, pero no me asustaban ni a mí. Seguían
tan pequeños como semillas de guayaba. Con el frío del ascensor se habían
vuelto espinitas. Y entonces el marqués me dijo déjame probar. Y yo que
no, que no y que no. Y él que sí, que no seas niña, que esto no es malo. Y
yo que, ya sabe, Padre, y luego que tampoco aquello me iba a dejar con un
niño adentro. Y el marqués me pasó su lengua roja por mis espinas rosadas
y me asombré de que no se pinchara. Y yo sentí que algo se me
destornillaba, que algo se me estaba deshaciendo... Miré para un lado de los
cuatro lados iguales que tenía el ascensor verde frío. Miré para otro lado, y
luego para otro y finalmente para el lado donde estaban todos los botones.
Y uno de los botones estaba apretado y era rojo... rojo... rojo...
Él me miró de pronto, y su cara de melón sonrió como quien acaba de
darse un banquete. Me di cuenta que mi espalda sudaba, que mi blusa
sudaba, que mis piernas sudaban, que mi boca estaba húmeda, que mis ojos
lloraban, que mi pelo lloraba. Y él me vio así, jugosa como fruta a punto de
caer del árbol, y me quiso comer de un sólo bocado.
—Déjame ir —le dije.
—No ahora —me dijo.
—Por favor, mi mamá puede darse cuenta —le dije.
—Ya tú eres una mujer —me dijo.
Yo pensé que sí, que ya yo era una mujer y tenía que portarme como una
mujer, no como una niña miedosa. Y que, total, los hombres no muerden, y
que, total, todo era cuestión de saber lo que tenía que saber, que no podía
dejarme hacer un niño adentro porque luego quién lo va a cuidar y yo estoy
muy chiquita para cargar un niño que puede pesar nueve libras y que luego
sigue creciendo y creciendo hasta ser de mi mismo tamaño y no lo voy a
poder cargar así tan grande y que los estudios son lo primero para...
—Déjame —le dije.
Y entonces él me enseñó lo que traía. Y yo puse cara de mujer que ya
sabía lo que era aquello, pero la verdad es que nunca me lo había
imaginado así. Y él me dijo, Padre, él me dijo que, bueno, Padre, usted ya
sabe.
—Déjame —me dijo—. Sólo un poco.
Y yo que no, rotundamente que no, que eso sí que no. Y él me dijo que
sólo un poco, un poquito, que no me iba a doler, que ya yo no era una niña,
que yo era una mujer y…
58
—¡Que no! —y apreté el botón y se abrió la puerta y allí estaban unos
señores muy serios que hacía rato estaban esperando el ascensor y que no
querían subir la escalera porque vivían en un onceno piso y que qué
desfachatez, tan chiquita y haciendo esas cosas, y miraron al marqués que
se subía el pantalón y mostraba sus dientes de cremallera, y otra vez los
señores me miraron a mí y que qué barbaridad, que niña tan perversa si lo
que tiene serán diez años y que qué se habrá creído esta mocosa que ni
siquiera levanta tres cuartas del piso y mírala con esa carita de yo no fui
y lo que estaba haciendo, que así es como estas mosquitas muertas
envuelven a los hombres y los llevan a juicio, que dónde estarán los padres
de esta chiquilla que no la vigilan mejor, y que esto y que lo otro. Y yo me
puse rojísima y salí corriendo corriendo corriendo…
59
LA POSESIÓN DEL LIRIO
Hoy la iglesia es mucho más pequeña. El portón se ha reducido a mi
estatura y se abre dócilmente al sólo toque de mis manos. Es demasiado
temprano pero a los feligreses insomnes poco les importa que amanezca
tras las paredes de la iglesia. Ellos siguen musitando la misma oración que
aprendieron cuando niños y con la misma candidez con que la aprendieron.
También las imágenes de los santos me parecen diminutas y no veo en
ellos el aro de luz y castidad que ha coronado durante siglos sus divinas
cabezas.
El padre es el único que no se ha reducido ante mis ojos y persiste en su
estatura humana. Me acerco y mis pasos no se resisten a mi impulso.
Avanzo mucho más al sentir que las manos del cura quieren recibir las
mías. Pero se arrepiente y las vuelve a extender sobre ambos lados de su
cuerpo y luego toman la cinta.
Se ha percatado de mi impulso trunco y ha sonreído para sustituir lo
que hubiera sido el roce tibio de sus manos. Ha sonreído y todos los
ángeles se han apoderado de su sonrisa. El Padre sonríe por primera vez y
su amenaza de dientes blancos me estremece toda. Creo que se me escapa
el suelo.
—¡Que Dios esté siempre contigo, hija, siempre! —dice el Padre y su voz
suena a cielo despejado o a río extraviado entre montañas. Su voz es la
misma que la de un manantial que resucita.
—Y con su espíritu —respondo, y no estoy segura de haber pronunciado
todas las palabras.
Ya se apagó la sonrisa del cura, pero su luz sigue viajando en mi mente,
como esas estrellas que ya no existen y su luz viaja aún por el universo sin
saber en qué astro posarse.
AL OTRO LADO (1998) Yanitzia Canetti
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AL OTRO LADO (1998) Yanitzia Canetti

  • 1.
  • 2. 2
  • 3. 3 INTROITO Siempre que se habla de la literatura cubana se emplean de manera recurrente tres adjetivos: exuberante, barroca, excesiva. Y no, no lo dicen para halagarla, lo dicen para menospreciarla, como si únicamente fuera pura verborrea, simple incontinencia verbal, de la insólita mezcla de agonías gallegos y viscerales negros no se podía esperar otra cosa. Pues bien, cierto es que gran parte de la literatura cubana resulta estomagante por ese continuo torrente de palabras, de juego de palabras, por ese exceso de sensualidad caribeña, Zoe Valdés o Reinaldo Arenas me provocan el mismo efecto que un anticonceptivo, los castellanos somos así de sabios, de castos, Cabrera-Infante, Lezama Lima, me agotan, me aturullan. Pero como todo en esta vida hay excepciones, y lo que en otros se podría calificar subjetivamente como defectos, el desbordamiento del lenguaje, la sexualidad como si no hubiera un mañana, en Yanitzia Canetti son evidentes puntos fuertes, hallazgos, quizás porque esa pasión deslumbrante tiene la misma fuerza, potencia, que la literatura mística castellana, que también era puro sexo, desenfreno, desdoblamiento. La calenturienta Santa Teresa de Jesús, y la cachonda Yanitzia Canetti, en su doble acepción, su sarcasmo gallego es inigualable (no perderse tampoco “Novelita rosa”, una genial y quijotesca parodia de los culebrones), harían muy buenas migas. Después de leer “Al otro lado” entrar en una iglesia nunca volverá a ser lo mismo. Por supuesto como buena cubana abierta de mente y de patas, tuvo que dejar su amada Cuba, la dictadura cubana, para emprender el camino del exilio americano, donde ha publicado cerca de 500 libros, casi todos de temática infantil- juvenil. Julio Tamayo
  • 4. 4
  • 5. 5 «es que siempre soy remota a mí misma, me soy inalcanzable...» CLARICE LISPECTOR
  • 6. 6
  • 7. 7 A mi familia, siempre, porque soy sólo un desprendimiento de ese cuerpo vivo que me dio un cuerpo y un mapa de vida A Reuben Vaisman, porque le debo un sentimiento y no sé precisar cuál es A Rigo, compañero en todo, por darme la llave de otro mundo y dejarme entrar A lo que hay al otro lado, desconocido
  • 8. 8
  • 9. 9 EL PRINCIPIO De este lado creo saber lo que hay: una yo, vestida con una blusa de algodón y una falda plisada con tres botones al frente. Del otro lado: no sé. Quizás un no sé qué con tres botones también. Siento que esto me va a doler con un dolor más horrendo que el de un samurai al que no se le permite rasgarse las entrañas y es condenado a vivir en su conocimiento del deshonor. Pero estoy decidida a tomar el riesgo de buscar quién soy y quién vive al otro lado. No soporto una presencia desconocida que me distancia todos los días de un reencuentro conmigo. No sé cómo ni por dónde empezar. Sobre todo después de haber desandado ciertos trechos. Tengo que encontrar un eco, otra voz, una mano... una oreja. Eso, una oreja sin asombro que escuche todo. Pero... ¿dónde voy a encontrar una oreja a estas horas de la noche? Mientras camino, el cielo me aplasta. Se me cae encima glotonamente. Es una boca negra y desdentada que se aproxima como un hambre negra. Voy a ser tragada por un fragmento de noche (porque soy demasiado poco para una noche entera). Y el suelo ni se mueve. Ahí está, fijo bajo mis pies como una revelación de mi fin apocalíptico: «vas a ser aplastada por la noche como una cucaracha». Necesito quedar a salvo de la noche. ¡Una iglesia, sí! La iglesia es el único lugar que me queda para expiar el pecado. Pero lo terrible es que no creo y que tal vez también deba pagar por eso. Yo necesito un maldito cura —no, perdón— un cura misericordioso que me ayude a encontrarme. Ya me he confesado con todos los hombres y mujeres que he podido, con mis padres sin que lo notaran, con psicólogos y psiquiatras —esas personillas de apariencia profunda y un trauma en la boca del estómago—, conmigo misma, con mis otras yo desprovistas y vagabundas, y con el Dios que imagino. No me siento culpable, pero todo parece indicar que eso es lo peor: no tengo conciencia del crimen.
  • 10. 10 Vivo a finales de siglo en una isla bien poblada y condenada por algún pecado en su otrora encarnación. Somos el pueblo elegido por Dios para competir con el Infierno. Ni Dante pudo jamás imaginar la tan prolífera sarta de diabluras que abundan en esta isla diminuta del Caribe. Dicen que es por la lluvia torrencial y porque los huracanes nos adiestran en transgredir los límites de lo posible. Yo pienso que es porque tenemos dentro ríos de sangre tirando en todas direcciones. Somos una raza de muchas razas. Y por una de las calles de la isla, ando yo buscándome por aquí y por allá. Yo, ¿,dónde estás, eh? ¿Dónde te has metido? Anda, sal, que llevo rato buscándote y no te encuentro. Que ya estás muy grandecita para estos juegos. Sal de tu escondite, y dime quién eres. Todavía no sé cómo terminará todo esto. No conozco el camino de regreso ni el camino por andar. Miro el portón de la iglesia. Tengo la esperanza de repartir mi cruz. Me detengo. Tal vez con el miedo de ser perdonada. Tal vez con la esperanza de no ser perdonada. Entro por fin a la iglesia y camino unos pocos pasos. Es una iglesia en forma de cruz que te crucifica apenas entras. Sus naves están simétricamente distribuidas y estrictamente calculadas para cada objeto en el espacio. Dicen que es una de las iglesias góticas más bellas del Nuevo Mundo. No es medieval pero hace todo su esfuerzo. Lleva ese halo claroscuro que cubrió todo un período histórico, y además, lo lleva maliciosamente. Desde afuera te atrapo la exageración y la ambigüedad de una arquitectura hermafrodita, donde un rosetón inmenso y abundante en pétalos se abre entre las piernas de una iglesia masculina, que más que elevación suprema y espiritual, es un prominente cuerpo fálico proyectado al cielo. Luego todo se yuxtapone: torrecillas encrispadas plenas de cresterías que deshacen las nubes como niñas traviesas que pincharan globos blancos, campanarios que presumen su esbeltez, portones de ojivas que rompen el espacio a su antojo, arbotantes y contrafuertes que sostienen arcos y bóvedas entre pilares y muros aligerados, estatuas ajustadas en nichos que son rematados por doseletes, galerías abiertas, balaustradas, gárgolas, pináculos, florones, finas agujas y un maremágnum de formas desafiantes y flamígeras que simulan ser una telaraña de piedra desplegada entre el cielo y la tierra.
  • 11. 11 Desde adentro, los rosetones filtran la luz en chorritos multicolores y salpican los jardines circulares de luz que se proyectan en las losas cuadradas del piso. La luz es el secreto de esta iglesia gótica. La luz se adueña de todo y enciende la oscuridad con sus emanaciones excesivas. Las naves quedan pobladas de luz. Y yo, por casualidad, también. La belleza del templo, tejida con nervios y líneas de fuerza, me remonta al pasado sin que yo haya aceptado aún deshacerme de éste. Es una iglesia exuberante y florida como ninguna otra, con profusión de formas y volúmenes, color y enigma. Las bóvedas de crucerías parecen soportadas por arcos diagonales y ojivas, que disimulan y refuerzan las aristas. Bóvedas nervadas y audaces que inquietan y relajan confusamente. Las paredes, afeminadas por su delgadez y presunción, ostentan una fila de vidrieras, como una galería atiborrada por cuadros de luz donde se exhiben medallones, rectángulos, rombos y rosetones con fragmentadas escenas de algunas proezas bíblicas. En las altas ventanas, los maineles comparten su trazado con dentellones y lóbulos. Una sola de estas ventanas es suficiente argumento para edificar un templo gótico. Lo que se puede ver hacia afuera, cuando una ventana se abre, es un simple pedazo de ciudad. Pero al ser enmarcado por aquélla, la ciudad parece creada para existir únicamente en una ventana. Por doquier sobresalen las estatuillas de las arquivoltas, y las grandes esculturas adosadas a las columnas carecen de rigidez. En cada columna hay una alegría o un sueño: fornidos Atlantes o imaginería despilfarrada y festiva en toda su longitud. Los capiteles, algunas veces ausentes y absorbidos por el techo, son ramilletes frondosos y desbordados. Los pilares se ramifican en finas columnillas y las bases se hacen prismáticas y se rebelan contra toda ley física. Las columnas no quieren sostener, quieren establecerse como poemas verticales. Todo está aquí desde hace tiempo. Pero huele a nuevo para mí, como las páginas de un libro acabado de salir de una imprenta. La nave central desemboca en un ábside extenso y de luminosidad azul, que está escoltado por varias absidiolas. El ábside es transversalmente separado de la nave central por otra nave. Al otro extremo, se levanta el santuario y el altar mayor, presidido por la amplia mesa de mármol que cada día sobrelleva la rutina de los actos litúrgicos. Todo parece desordenado y puesto aquí o allá por arquitectos caprichosos, pero sospecho que todo responde a una metódica maquinación del espacio y de la función del mismo en la vida humana.
  • 12. 12 Es una iglesia bella, sí. Pero puedo adivinar mayor belleza en los hombres que, sudando, hicieron a cuentagotas un arte semejante. Ellos, los amasadores de mortero, los cargadores, los talladores de piedra, los escultores. Ellos, los que con su fuerza bruta y el corazón débil se esposaron con el sudor: sus músculos, que modelaron los débiles brazos de las esculturas; sus piernas tensas, que estiraron desafiantes columnas y echaron a andar la obra; sus pechos, que abrieron y cerraron ventanas enormes y zurcieron vidrieras gigantescas para entrampar la luz y volcarla a raudales hacia el interior; sus vidas, que quedaron enterradas bajo las mismas piedras que luego fueron colocadas para armar el templo. Todos ellos, sudando, inventaron la magia. Ellos inventaron esta luz tibia y calculada que delata cada rincón. Hombres anónimos que, sudando, moldearon a la Virgen María y a los santos que hoy ocupan un sitio. Hombres que posiblemente, sudando, se hincaron luego de rodillas y pidieron perdón por sentir el inmenso placer de la creación, divino don usurpado al Creador. Mi cabeza gira en todas direcciones, desenfrenada por abarcarlo todo con todos los sentidos de que dispone mi limitada humanidad o de almacenar en el inconsciente lo que, por exceso, no pueda absorber. La tapicería calienta el templo. Una docena de colores realza su cuerpo de lana o de seda, con hilos de oro y plata. Los tapices evocan, precediendo a una actitud cinematográfica, los grandes Misterios de la Redención, el Juicio Final y la historia de Cristo. La alfombra es roja. Rojo sangre. Yo piso lentamente la roja piel de felpa que marca el camino desde el ancho portón ojival hasta el escenario de Dios. Yo creo que los pies me pesan o son atraídos con una extraña fuerza gravitatoria por esta alfombra roja, aplastada una y otra vez por los tantos feligreses que acuden a confesar sus pecados, o a rezar, o a dormir bajo el dulce murmullo de una misa. Avanzo sin avanzar. Sé que no tengo nada que perder pero tengo el vago presentimiento de estar lastimando la alfombra con mis pies, y la sillería de madera con mi mirada incrédula, y la desgarradora postración de la Virgen ante un Hijo martirizado en la cruz con mi sonrisa de Leonardo da Vinci después de concebir algún polémico retrato.
  • 13. 13 La Cruz. Es una cruz enorme. De roble. Vertical y amenazante. Y Cristo está fundido a la cruz. Y la cruz es como una prolongación de Cristo, o como el mástil que dimensiona su cuerpo a una estatura inimaginable. Siento un dolor hondo al ver a un hombre flagelado por la rudeza vegetal de una cruz de madera. Cristo no me mira, ladea su rostro hacia un rincón que no existe. Nadie podría jamás saber hacia dónde mira el Cristo sufriente de una iglesia. No he podido resistir la tentación de postrarme ante Él y buscar ansiosa el lugar hacia donde se refugian sus ojos. Siento vergüenza de su desnudez, de estar observando su desnudez mientras Él sufre. De registrar sus brazos abiertos y descubrir su sangre en cada vena abierta. Toda la iglesia huele a nueva, a libro que acaba de salir de la imprenta y cuya tinta, aún fresca, se hace apetecible a la respiración. Esta iglesia es una caverna que no sé explorar porque nunca antes sentí tal curiosidad. Pero ahora me anima el miedo a lo que nunca he conocido, o la resolución de avanzar sin medir el tamaño de mis pasos. Ahora me atraen los olores a plantas recién cortadas, a incienso recién encendido, a sotana recién lavada, a iglesia sin estrenar, Me atrae tal vez el deseo de contar a alguien lo que no me he contado bien a mí misma, o el deseo de pecar con mi confusión. Una tos avanza desde la capilla e interrumpe mi primer diálogo visual con la iglesia. Es un sacerdote. Le digo que quiero confesarme. Me mira inquisitivamente, haciendo coincidir su ojo derecho con mi ojo derecho, y su ojo izquierdo con mi ojo izquierdo. Quedamos amarrados por dos líneas paralelas entre cuatro ojos. Nadie me clavó antes su mirada de esa forma. Es un sacerdote viejo como un papiro, y tan lleno de jeroglíficos como la pared de una pirámide. Desamarra las líneas paralelas y me mira por encima de dos cristales redondos y empañados, chasqueando sus muelas con un recelo que no logra disimular. Estoy a punto de volverme a atrás. —Tengo la misa de las siete. Vaya usted con el Padre Jonathan. Otro sacerdote se aproxima. Habla con el sacerdote de la tos. Es Jonathan. Siento que sus ojos van a mirarme, pero no. Miran los pies diminutos de la Virgen María. Creo que también han mirado mis pies con tal fugacidad que apenas he sentido la brisa de una mirada azul.
  • 14. 14 ¡Qué cura tan hermoso! No imaginé que un cura pudiera ser hermoso. Tiene los ojos como abismos de cielo. Ni una nube empaña ese azul manso de quietud milenaria. Ojos sin fondo. Ojos de maniquí en vidriera. No me miran pero yo sí los miro y sé que no existen ojos así en otro lugar, son tan irrepetibles como el infinito. Un cura y unos ojos azules azules... y yo... llena de pecados. Esos ojos azules no saben cuánto pecado tengo, cuánto pecado voy a darles. El sacerdote camina delante de mí. Me lleva hacia algún sitio para escucharme. Toma una cinta violeta y creo que la besa. Camino rumbo al confesionario. Casi arrepentida de esta gran locura. Nunca he estado al servicio de ninguna religión y no sé el porqué de mi empeño en decirle a alguien algo que aún no sé qué es. Sólo tengo ganas de soltar algo que me pesa, de virarme al revés: las tripas para afuera y la piel para adentro. Quiero oírme decir lo que soy o creo que soy para saber quién vive al otro lado de mí, quién me habita sin mi permiso y sin darse a conocer. No vivo sola dentro de mi cascarón, hay alguien más conmigo y no sé quién es. Tal vez si yo me pusiera fuera de mí misma a través de la palabra, me libraría de ese otro ser o no-ser desconocido. Tengo que empezar por soltar sin medir las consecuencias. Si temo, habré perdido otra vez y tendré que vivir, como hasta ahora, con algo raro conviviendo en mí... al otro lado. El confesionario me hace sentir pecados que no he cometido. Es un lugar oscuro y sin voz. Tengo miedo. Sé que el cura está a mi lado, con el alma levemente abierta a mis primeras y aún impredecibles palabras de confesión. Me resisto, pero finalmente caigo. Me arrodillo ante unos ojos así. Siento que mis rodillas no se acostumbran a estar penitentes pero son aliviadas con la caricia de un hombre dispuesto a perdonar... a perdonar... a perdonarme. Creo que lo mejor es comenzar por el principio, si es que existe un principio. El cura no me mira, pero respira muy cerca de mí y su aliento sabe a madreselva mojada y matutina. Parece que es él quien va a confesarse. Sus ojos registran lenta y temerosamente la lobreguez del confesionario segundos antes de entrar. Una vez dentro, deja caer la puerta sobre sí y queda cerrado en un santo y diminuto espacio sin luz. Yo sigo pensando en cómo empezar por el principio; tal vez sea mejor que comience por el final del principio... o quizás por el principio del principio.
  • 15. 15 ¿Por dónde andará la mirada del cura? Imagino que trazan, en el apretado recinto del confesionario, una huella de luz... una huella azul... de un azul casi infernal. Pensé que era el mismísimo infierno, Padre. Todo era oscuro oscuro. Pero cuando sentí que estaba protegida por el vientre de mi madre, supe que el Paraíso era oscuro también. El vientre de mi madre era un lugar pequeño pero en aquel momento era un planeta provisto de todo lo necesario para vivir. Me sentía cómoda. Daba vueltas y estiraba los pies. ¡De maravilla! Un calorcito húmedo, un sentirme apretadita, así, bien abrigada y querida... son sensaciones que han quedado en mí aunque no las recuerde. Cuando regrese al vientre de mi madre trataré de recordar cada segundo e intentaré descifrar bien aquel secreto de las manos que acariciaban el vientre. ¿Por qué querrían aquellas manos acariciar el techo bajo el que yo vivía? Andaba el mes de mayo, el de los aguaceros y las tormentas. La barriga de mi madre era como una sombrilla que me cubría. Yo sentía el tin tin de las gotas y estaba casi segura de que allá afuera estaba ocurriendo algo tremendo. Luego, cuando vi la lluvia por primera vez, ni me asusté... era como si la conociera de toda la vida. También supe del sol. Los rayos nunca hirieron mis ojos. Sólo una lengua solar grande y cálida ponía el vientre sudoroso. A veces tuve miedo de que el sol rompiera con sus rayos el cascarón donde yo vivía pero, ¿por qué creería yo que mi madre era más fuerte que el sol y la lluvia? Aquel miedo recién nacido nunca me quitó el sueño. Los ruidos, sí. Los ruidos de los muebles para allá y para acá. La voz ronca de mi padre —gritaba y gritaba. La música de los Beatles, los suspiros y la música de los Beatles, y el gemido de mi madre en medio de tanto movimiento y música. Y la voz de mi padre acallaba los gemidos de mi madre. La música de los Beatles. La sensación de la noche cubría la noche donde yo vivía. Un Yesterday retorcía el cuerpo de mi madre, quien dócilmente dejaba entrar la luna por una rendija que había entre sus piernas.
  • 16. 16 Yo estaba prisionera, con apenas una ventanita de luz —¿sería una luz azul?— lejana e inalcanzable. Entonces un cuerpo casi celeste penetraba el lugar por donde entraba la luz y me dejaba otra vez entre penumbras húmedas. Era mi padre, era la sangre de mi padre que arremolinaba las aguas oceánicas de mi madre. Yo no podía dormir y aprendí a amar aquella música y aquel vaivén de dos cuerpos que se amaban y que me amaban. Cuando terminábamos de hacer el amor, me quedaba dormida —mis padres también— con las piernas bien apretadas a mi pecho y el corazoncito acelerado. La música de los Beatles. La música de los Beatles. Siempre la música de los Beatles. Meses más tarde, poco antes de conocer la luz, volví a sentir los gemidos de mi madre, más angustiados, más profundos... pero la voz de mi padre no estaba allí para acallarlos. Tampoco las voces de los Beatles. Eran otras voces, desconocidas: ¡Empuja! ¡Empuja! ¡Empuja! Yo di más vueltas que nunca. Giraba como en una noria acuática. Pero el agua se me iba, Padre. Me estaba ahogando sin agua. El agua era todo para mí, se estaba yendo y yo no podía salir por donde se me iba el agua. Mi cabeza tan grande, y el agua que salía tan fácil por aquel orificio. Al fin, una luz —¡la luz!— y muchas manos en mi cabeza que me apretaban fuerte y me hundían en mí misma. Luego una voz rompió mi quietud con un golpe: ¡Es hembrita! ¡Llora! ¡No digo yo si lloré después del susto que me hicieron pasar y de aquel golpe que me dieron que casi me mata! Me agarraron por los pies y empezaron a reír mientras yo clamaba a gritos que me pusieran en una posición más digna. ¿Qué es eso de andar patas arriba?, pensaría. El médico me sostuvo con fuerza y me registró cada fracción del cuerpo. Pretendía hallar mis dolores y alegrías al solo tacto de sus ásperos y nudosos dedos. Todo comenzó entonces. Yo no sabía lo que hacía, Padre. Sólo salí detrás del agua y porque mi madre me empujó con todas sus fuerzas. Pero yo no sabía lo que hacía. Fue un salto al que fui empujada por una fuerza más fuerte que yo. Y le digo que hasta intenté regresarme a mi lugar de agua y esfera, pero las aguas se arremolinaron y me arrastraron por un túnel de luz, un túnel que nunca antes crucé y que, sin embargo, me parecía transitado en sentido opuesto.
  • 17. 17 Cuando sentí los brazos inmensos de mi madre, como ramas de árboles blandas y tiernas, supe que también podía vivir sin agua. Y entonces respiré tranquila. Me envolvieron en telas blancas. Yo quise quedarme desnuda: me sentía comprimida entre tantos trapos... Pero ellos hicieron caso omiso a mi llanto y me envolvieron como a un paquete de regalo. Y pusieron el paquete en los brazos de mi madre. La leche de mi madre estaba calentita y fresca. Yo tenía que succionar mucho para sacar dos o tres sorbos. ¡Qué fastidio! ¡Y para colmo siempre alguien me desprendía, incluso mi madre, en el momento más divertido... cuando ya, de tan llena que estaba, la leche me corría desde un extremo de la boca hacia la mejilla: era una cosquillita fría y agradable! Pero parece que mi madre no se divertía como yo. Me limpiaba ¡y a dormir! ¡Qué problema dormir! ¡Nunca creí que algo fuera tan difícil como dormir! Era caerse en un lugar donde no hay viento, nada se mueve, nadie habla, todo está quietecito en su lugar. Pero, ¿cómo llegar hasta ahí? ¿Cómo carajo iba a dormir si no sabía cómo llegar hasta ahí? Yo había venido de la nada y me querían devolver a la nada como si nada. Se les hacía fácil. Duérmete —me decían. Duérmete, mi niña; duérmete mi amor —me decían. Padre, dormir era morirse un ratito y yo lo que quería era vivir. Había acabado de nacer, lo que se dice nacer. Y no estaba dispuesta a dormir tan pronto. Quería postergar el suicidio del durmiente. Quería desconocer lo desconocido como si con eso me librara de un miedo, aunque resultaba todo lo contrario. Dormir, Padre, dormir. Arrurrú, dormir dormir dormir dormir. El tiempo se detiene, avanza en otra dirección y luego retrocede rápido para que yo despierte sin sospechar que estoy viviendo dos veces, dos vidas: una vigilante y otra vigilada. Mi madre, con cara de recién parida, miró a su cachorro que era yo y me pasó la lengua por mi cara calva. Y bajo sus papilas esponjosas, supe dormirme sin saber. En un principio todo fue así, Padre.
  • 18. 18
  • 19. 19 PECADO ORIGINAL Hay un templo de luz allá a lo lejos. Ya no me parece tan desconocido como ayer. Avanzo hacia lo que ya he visto, la luz. La luz es más desconocida de lo que parece, pero al ser luz, borra esas pequeñas oscuridades del miedo. La iglesia no queda tan lejos de mi casa. O quizás yo haya apresurado el paso. Hoy es lunes y todo está vivo. La gente acude a la iglesia, ataviada con mantas y estolas que aunque un poco desteñidas, aún dejan ver la huella indeleble de un rojo encendido o de un azul oceánico. Ciertas señoras se retocan el maquillaje antes de entrar, como si asistieran a una función de teatro —y se pintan los labios con colores malva, carmesí, coral, rojo; y sus ojos van disfrazados de azul, verde, marrón; y sus mejillas van enchapadas en rosa, naranja, bermellón. Los señores también presumen sus colores: llevan el rostro engalanado de vergüenzas y rubores: rojo, rojo y rojo. El portón de la iglesia es inmenso. Las puertas entreabiertas dibujan en el suelo una simétrica combinación de luz y sombra. Presiento que hay demasiada vida detrás de cada puerta entreabierta. Pero, ¿será la iglesia, esta iglesia gótica recién nacida, donde yo deba entrar? Vuelvo a sentir que no es mi sitio, que ninguna voz me llama, que nadie acudirá después de desobedecer tantos designios divinos y de violar, una a una, las páginas de todas las escrituras sagradas. Quisieron algunos persuadirme de que el cielo siempre era una opción, si a cambio clamaba mi arrepentimiento. Tuve deseos de concederles mi arrepentimiento para hacerlos felices y no para ganar el tan inhóspito cielo.
  • 20. 20 Fueron muchas las llamadas a las que no respondí, o a las que respondí con mi incredulidad. Me hablaron de religiones donde yo iba a poder administrar el silencio, y de iglesias vestidas de novia, y de templos sagrados donde yo y sólo yo sería sacerdotisa, y de recintos sin paredes donde habitaba Dios de igual forma que entre las enormes paredes de una iglesia, y también me hablaron de Viejos y Nuevos Testamentos, y de Testamentos renovados, y de Escrituras recién escritas, y de mitos seductores y de doctrinas secretas... Hasta de sectas me hablaron. Y vinieron a mi puerta, enviados y emisarios de todos los confines de las religiones. Y a todos los escuché un poco, y a todos les sonreí con la misma sonrisa de niña salida de un cascarón. Tantas divinidades dispuestas a protegerme y salvarme han sido proposiciones difíciles de rechazar. No he acudido a esta iglesia por preferirla, sino porque su olor a incienso me recuerda sabe Dios qué pecado... Miro el portón de la iglesia una vez más. Las geométricas figuras de luz y sombra dibujadas en el suelo se hacen más amplias. Busco el sol y lo descubro. El sol se empina por encima de la torre del campanario y lanza cascadas de luz copiosa. Miro hacia la iglesia, hacia el sol, y otra vez hacia la iglesia. ¡Cuánta vida aprisionada! ¡Cuánta, pero cuánta vida! Entro. ¿La gente me mira? ¿Saben quién soy? ¿Los he visto antes? Todavía no he pecado porque todavía no he dicho que he pecado. ¿O sí? La gente agita sus rezos y oraciones. La sillería de madera parece una larga mecedora donde se balancean los miedos y se implora por una vida mejor, antes o después de la muerte. El padre ha salido de la sacristía y ha vuelto a entrar a buscar la cinta púrpura. Miro al Padre y él mira a Cristo, y se persigna. Yo hago otro tanto sin dejar de mirar al Padre. Sigo creyendo que no debían aceptar curas con ojos así. Noto que sus ojos están bien protegidos por las cejas, ningunas he visto más boscosas. Y su nariz luce insignificante. Siquiera había reparado en ella. Podía haber jurado incluso que no tenía nariz. Creo que me gusta confesar todo a este hombre vestido de cura, a este cura con cara de hombre.
  • 21. 21 Otra vez hincada de rodillas. Las celdillas del confesionario apenas me permiten ver el rostro del sacerdote, pero sus ojos desprenden un resplandor azul desde el fondo de la oscuridad donde se esconden. Vuelvo a retomar la imagen de sus cejas, que ahora se pierden dentro del confesionario. Pero sus cejas quedan a salvo en mi memoria hambrienta. Vuelvo a dibujarlas en mi cabeza. Son cejas que me abren un sendero hacia su frente, igual que un bosque abre un camino a la pradera. Son cejas concebidas antes de Cristo. ¿Qué pecado necesitarán esas cejas para arquearse o apretarse una contra la otra? Ahora son mis cejas las que se anudan. ¿Por cuál de los pecados debo empezar? ¿Tendré que confesar sólo lo que yo considero un pecado o podré dejar a consideración de mi confesor el veredicto sobre lo confesado? («Lo considero culpable de ser pecado» o «Lo considero absuelto de ser pecado») ¿Por dónde habrán empezado los pecados por ser pecados? ¿Cuál fue mi primer pecado: el que traían mis genes, el que yo consideré como tal, el que yo consideré que los demás considerarían como tal, o el que los demás consideraban sin que yo lo considerara como tal? Siempre llena de preguntas que no tienen una sola respuesta. Yo lo sabía y aun así no dejaba de preguntarme. Tenía que saber, primero, cuál consideraba yo que era mi pecado original. Saberme viva fue el pecado original. Fue una sensación indefinida, pero con sabor a pecado. Resultaba tan excitante vivir... Tan endiabladamente delicioso entregarse a la vida… Lo más terrible del pecado original, Padre, fue que yo disfruté como nadie el saberme viva. Los brazos de mi padre eran torpes y tiernos. Un almohadón indomable. Pero su voz me hacía sentir segura. Era la misma voz grave que acallaba los sollozos de mi madre cuando yo todavía no había salido al aire. Era como la voz de un trueno cuando rompe en cristalitos el inocente tintineo de la lluvia. Todos estaban allí. Todos los de la familia y los amigos. Estaban allí sembrados del asombro. Y a todos se les ocurrió decir lo mismo, como si ya lo trajeran ensayado: «¡Qué linda! ¡Cómo se parece a ti!» Pero yo parecía exactamente lo que dijo mi padre: una niña con ganas de vivir.
  • 22. 22 Con las horas, se fueron acostumbrando a verme. Lloraba para llamar la atención, para que todos dijeran una y otra vez lo que ya traían ensayado. No lloré de hambre, Padre; lloré para que me miraran, para que no miraran a otros que gritaban más que yo. Mi madre necesitó mucho de mí para ser madre. Gracias a mí lo era. Eso me lo tendría que agradecer toda la vida. Ella también disfrutó adivinar mi sexo, tocar cada espacio de mi espacio y decirme todas aquellas palabras que ella sabía que yo nunca le diría a nadie. Y jamás he dicho nada de aquello. Lo he guardado tanto que ni siquiera lo recuerdo. Mi madre tampoco ha mencionado nada, como si jamás hubiera hablado conmigo. Pero yo sé, Padre, que ella confesó su ¿pecado? Yo sé que ella me dijo lo que no se atrevía a decirse a sí misma. Ese secreto en mi cabeza tal vez sea una de mis mayores culpas. Debí retenerlo tan fresco y claro como cuando mi madre me lo dijo. Debí guardarlo para confesarlo ahora. Pero mi madre se aseguró bien y me lo dijo apenas nos dejaron solas en una salita del hospital. Estuvo un buen rato contándome todas las cosas que sentía y todo lo que pensaba de mí. Y todo lo que pensaba del mundo. Y cómo le había impactado conocerme. Pero hubo algo que nunca me dijo porque yo la interrumpí con mi llanto. Esa vez, sí era hambre. Yo era blanquimorada, y mi carne parecía hecha de pétalo. Cuando succionaba la leche de mi madre, ella gemía de dolor. Sus pechos pequeños y morenos no eran suficiente para mi hambre. Yo jalaba y ella gemía. Aun así —paradoja divina— mi madre me acariciaba, agradecida del dolor que yo le causaba al arrancarle la leche de sus senos jóvenes. Pero, vencida por el dolor, mi madre me separaba y un poco de leche corría por mi mejilla de cebolla. Mi madre juraba que yo era la niña más hermosa que jamás hubiera concebido vientre alguno. ¡Sapiencia materna! ¿No, Padre? Bueno, de cualquier forma mi padre no opinaba lo mismo; esperaba una quinceañera y yo nací recién nacida. De aquella decepción que jamás le confesó a nadie pero que sí fue adivinada por todos, mi padre se recuperó según fui cumpliendo años y alcanzando estatura de hembra bien hecha.
  • 23. 23 Padre, cuando yo nací, ya Eva había probado del fruto prohibido. Y lo lamenté. Me hubiera gustado saber a qué sabía aquella primera fruta. Debo confesarle que de aquel fruto, yo nunca probé ni un pedacito siquiera; pero de aquel árbol fértil, creo haberme llenado la boca de jugos y sabores. Y como Eva, fui dotada de cierto entendimiento. Al menos para entender que vivir era algo supremo, el mejor de los castigos creados por ¿Dios? y entallado a mi medida. Todavía no salía yo del hospital. Las enfermeras se sentían atraídas hacia mí. Los doctores, hacia mi madre. Y yo hacia todos, incluso hacia mi madre. Estaba enteramente feliz de estar viva. Sí, Padre, yo estaba viva. Viva. ¡Muy viva! ¡Ay, Dios mío, gracias por dejarme vivir y dejarme consciente de ello! Viva. Viva... ¿Sabe? No sentí vergüenza alguna cuando tuvieron que cambiarme las telas blancas por otras telas blancas. ¡Mis primeros deshechos! Eran las primeras impurezas materiales que salían de mi cuerpo. Era mi primera expiación física. ¡Qué alivio sentí, Padre! Fue uno de los momentos en que mejor supe caerme al abismo del sueño. Fue un saltito breve y silencioso. ¿El primer sueño? Soñé que no había soñado nunca. Soñé que nacía de un sueño, que vivía en un sueño, que moría en un sueño, y que nacía otra vez al despertar entre los acolchonados y mulliditos senos de mi madre. Ella sonreía; yo sonreía. Y estábamos muy vivas, muy vivas. Y en eso llegaba mi padre, que también estaba muy vivo, y nos decía que estaba feliz de tenernos. Yo no conocía el idioma que hablaba mi padre, pero sí lo entendí cuando pasó sus dedos rocosos por mi frente y acercó su nariz de montaña para olerme. «Huele a mandarina», dijo. Yo y mi madre; yo y mi padre. Y ellos dos. Y nosotros tres. Y tanta vida, Padre, tanta vida.
  • 24. 24
  • 25. 25 PLACER Nadie tiene que decirme dónde queda la iglesia, ya lo sé. No tengo ni que pensar en ello. Sólo me dejo llevar por el camino y él me lleva hasta el mismo portón y allí me deja. Y allí me espera hasta que yo salga. Diviso el campanario y me alegro. Siempre me ha gustado la torrecilla que han destinado a la campana. Me gustaría estar dentro de la torre, dentro de la campana... y quedarme allí a escucharla. Y no salirme ni a tomar el sol. Las campanas están sonando ahora. Cada una por su lado, sin ponerse de acuerdo. Me río. ¡Qué campaneo tan hermoso y desorganizado! Ha llovido. Las calles están mojadas. Los rayos del sol resbalan por el pavimento y se caen de espalda. Mi sombra mojada camina conmigo. Me acompaña hasta el portón y allí me abandona. Las puertas de la iglesia están hoy un poco más abiertas y el trazado de luz y sombra se torna oblicuo e indescifrable. Entro. Camino sobre la alfombra roja con paso lentísimo para ocultar la veloz fuera que me empuja al Padre. La sillería de madera se muestra dura, rígida, lisa. Tengo deseos de sentarme y de sentir debajo de mí la dureza de la alineada banca de caoba brillosa. Pero mis pasos no me obedecen a mí; obedecen sólo al llamado del sacerdote. Ha terminado la misa y él me espera, robusto y tierno como un framboyán. Hoy el Padre no ha olvidado la cinta púrpura. Sus ojos me evaden y su saludo apenas me roza un hombro.
  • 26. 26 La lluvia golpea las vidrieras y luego se desliza hacia abajo, trazando un camino tembloroso. Los escalofríos comienzan a escalarme. Quisiera ser una de esas vidrieras y sentir que estoy hecha de cristal y que una lluvia, cristalina también, me da golpecitos y luego me resbala por todas partes. ¡Me parece un vicio empedernido y morboso prescindir de ciertos placeres, en lugar de obedecerlos! Un placer que no florece, se nos pudre dentro. Y luego sale de algún modo —podrido de estar tanto tiempo enterrado vivo. Somos hijos legítimos del placer y lo único que podemos hacer para desentendernos de ese padre malsano y libidinoso, es sustituirlo por otro menos dañino en caso de que, ciertamente, nos dañe o dañe. A mí me complace la protección que me ofrece el placer. Me rindo y me abro como una pera. Negarme a él, es negarme a mí misma. Y yo quiero confirmarme ahora, sea cual sea el veredicto que me pueda caer encima. Venga el placer, con cualquiera de sus cabezas de dragón. Venga el placer con cualquiera de sus anillos infernales: lujuria, gula, descrédito, vanidad. Venga el placer para que me reconozca, para que me exorcice de pretender momificar mis deseos. El cura no sabe lo que pienso. ¿Creerá que estoy a salvo de desearlo? Tengo miedo de enfrentar al cura otra vez. Apenas sabe que he nacido, pero sus ojos exploran todo mi pasado. Es un cura joven, demasiado joven para ser cura, diría yo. Sus ojos, sin embargo, suspiran entre nostalgias de azahar, como si hubieran vivido por largo tiempo. Ahora me doy cuenta que sus ojos no podrían jamás lastimar a nadie porque miran siempre hacia dentro, tal vez es mi reflejo en sus ojos lo que él mira de mí y no a mí misma. Antes de que entre al confesionario, quiero que el Padre me diga qué placer siente en escucharme confesar. Tiene que existir un placer. Sin un mínimo placer, sin un regocijo minúsculo, no podría el Padre soportar ni una sola de mis palabras de confesión. Creo que si mis palabras no tuvieran ese sabor escondido, él se aburriría de su oficio. ¡Cómo se iba a privar de ese lúdico placer de jugar a los escondidos: él dentro de un lugar que ya yo descubrí, y yo fuera con algo que él no ha descubierto! No hablamos. Nuestro diálogo fluye en una sola dirección después que él entra al confesionario. Yo hablo. Él escucha. Los dos envueltos en un placer redondo y compartido en dos partes iguales.
  • 27. 27 Veo que la frente del sacerdote me recibe sin protestar, a pesar de que sus ojos están cerrados con llave para mi mirada ávida de respuesta. Todavía el Padre no ha entrado a su escondite. Pero yo ya estoy hincada de rodillas y con ganas de rebelar mi placer. Arrodillarme es un acto involuntario. Ver al Padre y arrodillarme es casi una confesión. Él ha besado la cinta y ha entrado otra vez al confesionario de cedro, que uno de los monaguillos debió haber aceitado hasta sacarle brillo. El Padre está dispuesto a escucharme. Y sé que me escucha aunque yo no haya dicho nada. Y sé que no me odia, todavía. Ya no puedo ver su frente caudalosa porque ha sido triturada en mil pedacitos por las implacables rejillas del confesionario. En la frente del cura pastan sus ideas plácidamente. En su frente puede descansar mi culpa —agitada— sin temer al arrepentimiento. Es una frente sencilla, acogedora como una sala sin muebles donde puedo tirarme al suelo y sentir la frialdad viril de las losas. Siento ahora un escalofrío que invade mi vientre. La frente del cura me invita a acostarme y a esperar por el milagro. Tenía sabe Dios si dos o tres años o si todavía no había cumplido el primero, cuando descubrí los milagros de mi cuna. Ahora debo confesarlo todo, ahora que nadie me mira. ¡La cuna era la culpable, Padre! Al principio mis padres se alegraban de tener una niña tan tranquilita, que no lloraba como la mayoría de los niños. Pero luego se asustaron. No era normal ese comportamiento en una niña tan pequeña. Tal vez yo sí luché por salir de la cuna alguna vez y en esa lucha de mis piernas con los barrotes de madera, descubrí una rara sensación de placer de apenas unos segundos. No sé por qué intuición ancestral callé el secreto. Entré al pecado por la puerta ancha. Con el placer y con el secreto. Aprendí a sentir la diferencia entre los pasos de mi abuela y los de mi madre, y a reconocer las pisadas fuertes de mi padre. Cuando no escuchaba ni unas ni las otras, me dejaba poseer, tranquilita como yo era, por uno de los barrotes de la cuna. Quise denominar aquella sensación de alguna manera, como mismo había aprendido a decir «mamá», «papá» y «leche». Pero tarde aprendí que las sensaciones no tienen nombre, pues si no, ya no serían sensaciones.
  • 28. 28 Mis padres comenzaron a sacarme de la cuna sin yo pedirlo, y por supuesto, sin yo quererlo. Pero, siempre tan sabios, con esa sabiduría que otorga la simple paternidad, decidieron alejarme del pecado. Si no lloraba por estar tanto rato en la cuna, al menos esperaban que llorara fuera de ella. No entendía por qué se les antojó que yo debía llorar más a menudo. ¿Qué gusto podían sentir en verme llorar? Yo no manifesté ninguna señal de rebeldía y consideré más sensato explorar el mundo fuera de la cuna que ser espiada con alevosía por mis progenitores, cuyo propósito era entonces descubrir por qué yo no lloraba como los demás niños. Fue así que encontré el sofá. El sofá también tenía brazos de madera. Caoba. Al principio era torpe, sobre todo con mis cortos pies. Pero luego fui tan diestra en hallar placer en aquel mullido mueble de brazos enormes y vegetales, como en mi exiliada cuna. Nunca me preocupó mucho de dónde venía el placer, pero seguramente creía que era algún milagro de la madera, o algún botón de mi cuerpo que la madera activaba sin querer. Yo le juro, Padre, que nunca he sabido por qué sentí aquellos primeros impulsos, ni por qué no he podido prescindir de ellos para calmar los latidos de mi cuerpo. ¿Y cómo considerar pecado el placer? ¿Acaso aquello era una revelación de mi desamor por el prójimo? Si he amado al prójimo con tanta vehemencia —y perdone usted, Padre— ha sido por la manera violenta en que me he amado a mí misma. Conocí el placer físico antes que ningún otro placer y nunca privaría a otro ser de ese don que Dios puso en nuestros cuerpos... porque, ¿no dijo usted hoy en la misa que Dios nos creó a su imagen y semejanza? ¿Y por qué nos dispuso para el placer, si no quería que lo sintiéramos? ¿Para torturarnos? ¿Para obligarnos a ganar una vida mejor... sin placer? ¿Y por qué iba a querer yo una vida sin placer? No sé de qué manera me estén juzgando sus ojos, pero créame, no podía darme cuenta que cometía pecado alguno a no ser por esa intuición ancestral de la que le hablé, la misma intuición que podría tener un gato frente a un barranco.
  • 29. 29 LA MENTIRA, OTRA VEZ El templo es una caja de Pandora. Destapada. Pero aun así, siempre parece sepultada por el misterio, creada para no ser conocida nunca. No intento descubrirla, sólo quiero conocer las llaves que abren mis propias cerraduras. ¿De qué estoy hecha? ¿Acaso sólo de pecado? ¿Acaso del pecado de todos? ¿Acaso de lo que los demás llaman pecado y que no es más que amor mal entendido? ¿Acaso de una inocencia a la que nadie reconoce como tal? No debo pensar, sólo debo confesar. Sólo debo entrar al misterio sin preguntarle de qué sustancia está hecho. Camino y me detengo tras una columna. Estoy escondida de mí: a que me descubro, a que no, a que sí: mírame aquí, detrás de la columna. Ahora me toca entrar Entro al escondite grande, a la iglesia. ¿Y si me descubren? ¿A qué temo? ¿Qué escondo? El Padre se ha acostumbrado a mis visitas, creo yo, porque ya me espera en la puerta de la iglesia, ya conoce que mi culpa es larga e insondable. Ya se siente culpable de mi culpa y pronto será mi cómplice. No estoy segura de lo que estoy haciendo en este lugar. No me acostumbro a estar escoltada por estatuas sufrientes ni a pisar una alfombra de terciopelo falso. No creo en la santidad de los apóstoles ni en la virginidad de la Virgen. Creo en la virginidad de su alma callada. Veo más casta su maternidad consciente, que su coito con un espíritu alado. ¡Qué perversión han admitido durante siglos! Y después de todo, ¡qué dulce perversión! La madre del Señor sigue siendo pura para mí, pero pura por su dolor y por amamantar a un hombre bueno. No creo que la fricción de las carnes sea más impura que la eyaculación de una paloma enviada por Dios. No creo en la pureza… no creo en la impureza... no creo en nada y creo en todo. No quiero creer en lo que creo y creo en lo que no quiero creer.
  • 30. 30 Por una iglesia deambulan las ánimas cansadas de clérigos y santas mujeres. En uno de los cofres está el corazón del padre del sacerdote, quien fuera en vida un hombre impúdico y pecador, sorprendido siempre entre licores y senos fugaces. Cuando el apenas recién ordenado cura halló una vez a su padre en total estado de embriaguez y lujuria, no se escandalizó, no dijo una palabra, no miró al cielo: lo miró a él y lo tomó de la mano. Pero el padre del sacerdote no estaba preparado para el perdón de aquellos ojos celestiales de su hijo y, debilitado por aquel remanso de paz azul, cayó muerto con la mirada fija en un techo de ángeles. Supe esta historia por una de las beatas que ya tiene marcado con su nombre un lugar en el primer banco de la iglesia. La señora Dolores Arcaño me contó su versión de los hechos y bajó su voz de gato acatarrado para decirme que el corazón del padre del sacerdote estaba en uno de los cofrecillos que éste guardaba celosamente en el relicario de la sacristía. No le creí. Sí creí, sin embargo, que el corazón estuviera en un cofre: la frente anchurosa del Padre; fuera de ese lugar, sólo me lo imaginaba repartido entre los gusanos... o gozando privilegiadamente en alguna de las catacumbas subterráneas que se entrecruzan bajo el templo (al lado de algún célebre obispo o de uno que otro ser martirizado y canonizado luego). O tal vez aquel «corazón sediento de placeres inmundos» —como decía doña Dolores Arcaño al referirse al padre del sacerdote— había huido detrás de los senos de una de las mujeres con quien fue sorprendido por su hijo. Al Padre no parecen preocuparle las ramas podadas de su árbol genealógico. No es su padre el único cuya fama da que hablar a las beatas legañosas que se disputan el mejor puesto de la misa. También su madre fue un ejemplo de perversión, según las pulquérrimas damas postradas en el primer palco de la iglesia. No es que la madre del Padre fuera dada al llamado de la carne —me aseguró doña Dolores— pero sí fue dada al llamado de las almas. Leía las cartas... (todo tipo de cartas), solicitaba sacrificios espirituales que casi siempre tenían que ver con los materiales, y socorría a los menos necesitados a cambio de favores inescrupulosos. Manipulaba a todos con tanta ligereza que sólo después de su repentina muerte supieron los incautos cuán engañados fueron por aquella hermosa mujer. No quiero pensar en todo lo que me han dicho de este hombre joven con cuerpo de sotana. No me importa que su estirpe sea famosa por gitanerías y diabluras; él ha domesticado el pecado con su presencia, con sus ojos, con sus cejas, con su frente... con su boca…
  • 31. 31 Dios mío, ahora veo su boca. Es divina. Con razón este hombre intercede entre el cielo y yo. ¡¿Cómo no advertirla antes?! ¡¿Cómo pudieron sus ojos abismales ocultarme la línea tenue de su boca?! Tal vez no sea un cura. Tal vez sea un impostor como su madre. Tal vez sea un ángel. El corazón del padre del sacerdote se desangró en la boca de su hijo. Desmiento a la beata que sospechó que aquel corazón andaba en un cofre dorado. Me desmiento a mí por creer que andaba en la frente desértica de mi confesor. El corazón del padre del sacerdote anda, sin lugar a dudas, ardiendo en los labios de éste. Son labios tan rojos como los que sólo existen en los cuentos de hadas. Son labios finos y pulposos como una rodaja de sandía. Son una herida abierta y leve en pleno rostro. La cabeza del Padre se inclina otra vez para besar la cinta color violeta, una cinta que provoca el beso del cura y me revela su cuello delgado y sudoroso. Yo no sé por qué entrego mi secreto a un cura que ni me mira a los ojos y que me hace sentir pequeña con su quietud inmaculada. Su cuello es otra de sus espadas. Ignorar que él tiene un cuello bondadoso, es creer que ya estoy en el reino de los cielos, donde todo se ignora porque Dios es dueño omnipotente de toda la sabiduría. Y yo, aquí en la Tierra, sin saber si dormiré entre nubes o en las llamas del infierno, puedo darme cuenta de que un cuello así no podría hacerlo Dios dos veces. Es un cuello de seda mojada, de rocío, de temblor cabizbajo. Tendré que hacer un esfuerzo para olvidar que esos ojos, esa boca y ese cuello están refugiados en el confesionario, dispuestos otra vez a ser golpeados por mi culpa y mi descrédito. No sé cuál es el camino de la mentira, no sé cuál es, pero sí sé que el cuello del Padre es una verdad rotunda y convincente. No ha nacido aún una mentira para desmentir el cuello del Padre. Ni una sola mentira... La hermosura del Padre no es una verdad relativa. Es una verdad absoluta. Me temo haber dicho demasiada verdad, Padre. Aunque yo no tenga bien claro los límites entre lo cierto y lo incierto de la vida, juro que me esmeré en decir lo que sentía —del corazón a la boca. Quizás mi mente nunca quiso ver la realidad. Quizás. Y fui castigada por eso hasta que finalmente aprendí la lección: debo decir la verdad de los demás y no mi propia verdad; debo ver con los ojos de los demás y no con mis propios ojos; debo decir lo que los demás esperan y no alterar su noción exacta de las cosas; debo creer en lo que veo y no en lo que imagino.
  • 32. 32 ¡Pero cuánto lo lamento, Padre! Yo veía flores donde los otros veían vegetales. Yo veía trinos donde los otros veían pájaros. Yo veía caballos de espuma galopante donde los otros veían nubes. Y con el tiempo aprendí a ver solamente vegetales, pájaros y nubes, porque eso de mentir era muy feo —según los otros— y porque debía ver las cosas tal cual eran y no cambiarlas a mi antojo. Mi pecado es que hasta hoy mezclo todo en mi mente, Padre, y veo nubes que cantan entre pájaros galopantes y vegetales floridos. Nunca me perdonará mi madre por aquella verdad que le dije y que luego resultó ser mentira porque ella me lo dijo bien clarito, que era una mentira y que me lo metiera bien en mi cabeza. Aquel día yo lloraba y lloraba postrada de rodillas frente a la tierra del patio. Lloraba y lloraba sin preocuparme del tremendo aguacero, sin escuchar los gritos eufóricos de mi abuela para que no me mojara, sin temer la ira amenazante de mis padres y el vaticinio de que iba a coger una pulmonía depadreyseñormío. Mi madre me tomó finalmente por el brazo y me jaló tan fuerte que casi se queda con mi brazo. No hubiera tenido inconveniente en cederle mi brazo si me hubiera dejado llorar un poco más frente a la tierra húmeda del patio. Me preguntó por mi alocada conducta y le dije toda la verdad, no quise mentirle en algo tan serio: —Mami, en esta tierra está enterrado el corazón de un perro viejo, viejísimo. Alguien le arrancó el corazón creyendo que era una semilla y lo sembró en este patio. No se lo digas a nadie, mami, ni a mí misma. Mi madre me miró. Por un momento creí que ella había decidido llorar junto a mí frente a la tierra del patio, pero lo que hizo fue apretar los labios, unir sus cejas y gritar: —Déjate de cuento, ¿hasta cuándo piensas seguir mintiendo? Anda y sécate ahora mismo o prepárate... Evidentemente no quiso creer que en la tierra del patio estaba enterrado el corazón de un perro. O no le importó. Me castigó a estarme sentada en una silla, sin bajarme, hasta que dijera que aquella historia era inventada por mí, hasta que no confesara a todos mis amigos que aquello era pura mentira. Estuve sentada en la silla casi un día entero, convencida de que la verdad merece cierto sacrificio... pero cuando tuve deseos de jugar otra vez, mentí y dije todo lo que mi madre quería escuchar: —Mami, yo inventé lo del perro, pero en esta tierra sólo hay matas de mango y malahierba.
  • 33. 33 Mi madre me miró con sus ojos maternales y me quitó el castigo con un beso. Ella estaba feliz porque su castigo no había sido en vano. Yo estaba feliz de haber aprendido cómo quitarme un castigo de encima. Padre, le digo a usted la verdad, en aquel pedazo de tierra estaba enterrado, desde hacía mil años, el corazón de un perro. Pero ya ve. En el camino de la mentira me creen maestra. Fueron varias veces las que ensayé en casa, debajo de la mesa del comedor. Mis padres y mi abuela me buscaban enloquecidos por toda la casa y ni rastro de la niña. Preguntaron a los vecinos, y nada. La niña estaba perdida. A la caída del sol, mi madre, cuyas ojeras eran lagos llenos de lágrimas, descubrió mi pie desnudo debajo de la mesa. Los lagos se secaron de rabia. Y jamás creyó en que yo no era la niña, sino Cenicienta. Yo era Cenicienta ese día. Yo me vestí de princesa para ir al baile, y perdí un zapatito de cristal y nadie me quería y tuve que trabajar mucho... Pero mi madre no me creyó, decía que yo sí era la niña, y una niña muy mentirosa por cierto, y que no quería a nadie, pues había escuchado el llanto de todos sin responder y que qué hacía yo sentada como una tonta debajo de la mesa. Y que e castigo sería doble por andar con un solo zapato. Por más que le dije que el hechizo se había roto cuando ella me encontró, mi madre —harta de mis mentiras— me castigó una vez más. Pero luego alguien le sugirió que quizás yo no estaba bien de la cabeza porque el divorcio de los padres siempre traumatiza a los niños, y entonces mi madre me mandó a bajar de la silla donde yo había permanecido por tres horas. Pero fueron tres horas deliciosas donde yo y siete enanitos compartimos las delicias de un bosque, mientras una madrastra le preguntaba una y otra vez a su espejo quién era la más hermosa. El espejo, que no era mentiroso, decía que yo, que yo, Blancanieves, era la más hermosa. Pero mi madre me quitó el castigo y otra vez tuve que ser la niña, qué fastidio. Desde entonces, Padre, en mi casa nadie ha creído nada de lo que digo. Y lo peor es que tampoco me creen los que no viven en casa. Ya soy mentirosa hasta que me muera. He aprendido el oficio. Sí, Padre. Y perdóneme usted. Yo les decía a mis padres que mis amiguitos habían jugado conmigo toda la tarde y en realidad yo no había jugado con nadie porque todos mis amiguitos estaban muertos. Sí, Padre, mis amiguitos eran muy viejos y ya se habían muerto de tantas arrugas que tenían. Pero con sólo sentarme en un rincón y estarme quietecita, mis amigos venían a jugar conmigo y a contarme lo bien que les iba en su vida de muertos. Y que jugar era mucho más divertido porque nadie les decía cuándo tenían que parar de hacerlo. Yo quise estar muerta, Padre. Pero ellos nunca me enseñaron cómo jugar a morirme.
  • 34. 34 Como le decía, Padre, aquel día los chiquillos de la escuela armaron tremendo alboroto porque les dije que la vecina que tiraba el agua por la ventana era una bruja y que lo que estaba tirando no era agua, sino lluvia mágica de la noche. Como casualmente había llovido la noche anterior, todos los niños me creyeron y empezaron a gritarle ¡Bruja! ¡Bruja! a la hechicera que se hacía pasar por una simple vecina. Bueno, que días más tarde, la maestra, mi mamá, las madres de los niños y por supuesto, la vecina, me acusaron de mentirosa y mentirosa y más mentirosa de lo que imaginaban. Y me confundieron tanto con su regaños, que hasta yo misma me creí que la vecina era una mujer normal y corriente que tiraba el agua por la ventana de su casa. Yo no quise volver a insistir y los dejé creyéndose aquello. Pero al otro día, cuando la mujer se asomó a la ventana, le grité: ¡Mujer normal y corriente!, ¡Mujer normal y corriente! Los niños me siguieron. Y la mujer, furiosa, nos amenazó con su escoba. A mis amigos ya no les iba a quedar ninguna duda: aquella vecina era una bruja, y de las malvadas. Que con aguja, que sin aguja. Ah, Padre, ése fue otro día. La enfermera quería inyectarme con aguja. Yo le dije que no, que yo prefería sin aguja porque me dolía menos. Entonces ella me enseñó la jeringuilla sin aguja, me viró de espaldas y me inyectó. No me dolía, sin aguja definitivamente no me dolía. Siempre era la misma enfermera y ya no había que recordarle que a la niña le gusta que la inyecten sin aguja. Mi mamá me abrazaba bien fuerte pero no era necesario, yo era una niña valiente valiente que no lloraba cuando la inyectaban sin aguja. Hasta que un día me tocó otra enfermera. Mi mamá le contó que la niña siempre se había inyectado sin aguja y le hizo luego una seña que no entendí —ahora creo que tal vez mi madre le haya guiñado un ojo. Pero aquella mujer de boca grande y ojos saltones dijo: «Señora, usted no debe decir mentiras a su hija, todas las inyecciones llevan aguja y es imposible que alguna vez la hayan podido inyectar sin aguja, como usted misma puede ver, y tú también, niña, mira para acá, por este orificio de la aguja sale el líquido que penetra en la sangre y mientras más penetre la aguja, tanto mejor.» Entonces yo empecé a llorar y a llorar. Me dolía. Todavía no me habían inyectado pero ya me dolía mucho. Mi madre se puso nerviosa y no sabía qué hacer. Quiso regañarme a mí y a la enfermera, pero no supo qué hacer. «Vamos, tienes que inyectarte», dijo finalmente. Pero yo nunca permitiría que aquella mujer, que no era mentirosa, me inyectara con una aguja tan grande que duele hasta el final. Ni muerta.
  • 35. 35 Padre, si le ofendo, dígamelo y no le digo nada más. Yo sólo quiero que usted me diga si la mentira y la verdad viven en el mismo sitio.
  • 36. 36
  • 37. 37 HEMBRA, VARÓN: LO PROHIBIDO Hombres y mujeres acuden a la iglesia. Intercambian miradas, alientos y sudores. Yo me siento en la tercera fila, apretujada entre un hombre y una mujer. Las beatas de la primera fila entran presurosas. Nadie osaría ocupar sus asientos que ya llevan inscritos sus nombres: doña Dolores, doña Blanca, doña Esperancita... Quieren rezar antes de misa. O quizás quieran confesar el perenne pecado de erigirse jueces del prójimo, tal vez con el oculto deseo de ganarse una plaza fija como jurado en el juicio final. El Padre las saluda con su cara matutina. Luego su mirada se dirige hacia mí, no sé si con la complicidad de poseer mi secreto de confesión o con la complicidad de no haberme dado el suyo. Busco los ojos del Padre, quiero forzarlo a que sus ojos estén frente a los míos aunque sea un segundo, pero sus ojos se fugan por un lado de mi cara y miran más allá de mí. La iglesia sigue siendo un lugar ignoto. Algo más penetrado por mis pasos y mis pecados, pero igualmente ignoto. Me levanto y quiero salirme de la tercera fila. Quiero ir hacia donde está el Padre. Logro deshacerme de la hilera de oraciones. Los santos y vírgenes, alineados en filas a ambos lados del interior de la iglesia, parecen seguirme siempre con la mirada. Apenas camino... y casi estoy segura que voltean a verme. Cada santo está pertrechado en su bóveda azulosa. Pero… ¿quién se atrevería a asegurar que se están quietos por las noches cuando las almas pecadoras duermen? Los santos y las vírgenes no andan separados: primero San Pablo, luego la Inmaculada, luego San Jerónimo, más allá Santa Teresita, seguida de San Lázaro…
  • 38. 38 Es cierto que ninguno anda metido en la bóveda del otro. Pero nada se los impide. Comparten el mismo olor sagrado y la misma visión claroscura que se filtra por los ventanales de la iglesia. Camino mirando fijamente la alfombra, tan roja como cada mañana. Esta alfombra me hace lucir pequeña y descolorida. Se impone a mi paso con la autoridad que le ha dado el tenderse durante años al paso de los pecadores. El Padre se detiene. No me mira. Sólo me indica con su mano el camino que yo conozco bien. Paso frente a él y frente a Él. Siento la sofocación del Padre. Miro al Cristo, debilitado por la cruz pero de mayúsculas dimensiones viriles. Y luego miro al Padre, cuya estatura roza los pies de Jesús. El Padre se persigna frente a Cristo. Un hombre frente a otro. Uno sangrante y otro sofocado. Uno esconde su mirada entre las carnes oscuras del otro. Quiero decirle al Padre que estoy aquí, que me mire. Pero el Padre se persigna y se me escurre. Las mejillas del Padre están encendidas. Tienen alguna emoción, algo ha llenado el alma del cura. Aunque sus ojos no me miran, me presienten cerca de él y se alejan un poco más. Siento que al alejarse, se están acercando. Pero él parece que todavía ignora eso y avanza velozmente hacia el confesionario. La cinta apenas ha sentido su beso, que sobrevoló fugaz. El Padre quiere ocultar su beso, o quiere que no descubra algo cuando él besa la cinta. Sus mejillas están inyectadas de sangre y gritan alguna resurrección. Se ahoga. Sus venas se asoman impetuosas, como una corriente de sangre a punto de desbordarse. La cara del Padre se torna casi azul como las venas que traslucen en su piel. Quiere decir algo. Quiere mirarme. Quiere... Padre, no puede ocultarme que hoy usted me ama. No sé por qué no me mira usted a los ojos: yo también lo amo. Supe que ocurriría cuando descubrí su alma detrás de la sotana. Es usted limpísimo de culpa y yo le estoy dando la mía como una cruz que debe usted sostener. O tal vez le esté dando mi inocencia. Al menos sé que me estoy entregando de pies a cabeza y que aun cuando no me amara usted, no voy a ocultarle esta verdad vivida, o esta vida imaginada. Alguien como usted podría decirme quién vive al otro lado de mí, quien usurpa esa porción de mí que no he logrado transitar.
  • 39. 39 No se debilite, Padre, y no me odie. Creo que no, que no me odia. Si así fuera, no saldría usted a recibirme a la puerta de la iglesia. Usted es un hombre y lo sé. No crea que no lo sé. Pero a veces pienso que no tiene sexo alguno. Que no es ni hombre, ni mujer. Es cura. Yo nunca supe hallar la diferencia entre hembra y varón. Ni creo que nadie haya nacido con tan acertado instinto. Nací con el instinto de amar y con la certeza de que el placer existía en algún lugar del amor. Muchas veces quise besar a mi madre en los labios... y a mi abuela y a mi padre y a mis amigos. Los amaba tanto que quería llenarme de ellos completamente y coserlos a mi piel de algún modo mágico. Pero mi temeridad fue rápidamente atiborrada de tabiques y muros. Por aquí, por allá, esto no, esto sí. Entonces comencé una de las escuelas más difíciles: encontrar las diferencias, adivinar qué era correcto y qué era incorrecto, hasta dónde llegaba el bien y hasta dónde llegaba el mal, qué cosas serían aprobadas y cuáles no. Era una mala alumna, lo confieso. Pero, aunque nunca supe bien las diferencias, tuve un temprano instinto para conocer lo prohibido. Y por eso oculté placeres y miedos, desenfrenos y locuras que sabía me llevarían al cadalso paterno. Por supuesto que reprimí mi amor por mis padres, y solamente en postales y cartas les confesaba que los quería mucho. Sobre un papel, la vergüenza se siente más a gusto. Ellos parecían estar conformes con eso, parecía que sólo querían que yo fuera una buena niña, según lo que la sociedad entera entiende por buena niña. Y yo, poco a poco, perdí el deseo de besarlos en la boca. No se lo merecían. Sin embargo, no ocurrió así con mi prima, a quien sí besé en los labios, y quien me respondió con una caricia. Teníamos tres o cuatro años. Solamente. Yo me escondía detrás de una puerta, ella me encontraba y la alegría nos hacía besarnos y acariciarnos. Era tan agradable sentir el alma vulnerable y abierta. Nada nos hacía sentir culpables ante nosotras mismas, pero sí sentíamos culpa ante el mundo. Por eso nos escondíamos detrás de las puertas, sin habernos puesto de acuerdo. Tampoco fue necesario prometernos que no se lo diríamos a nadie. Era un pacto sabido. Luego fue con la vecina de enfrente, tan pequeña como nosotras. Y con la misma curiosidad de sentir cosas nuevas. Gozábamos nuestro secreto.
  • 40. 40 Jugábamos a que nadie lo supiera. Nunca sufrimos un principio y tampoco un final. Aquel juego prohibido llegó y se fue tan suavemente que a ninguna nos dolió. Nos queríamos mucho, pero ya no fue necesario besarnos; encontramos formas mágicas de querernos más todavía. Mis padres, siempre recelosos y con alguna culpa sin nacer, me advirtieron que las niñas no jugaban mucho con las niñas porque, vamos, yo entendía ¿no?, porque las niñas tienen lo mismo que uno y... bueno que si no lo entendía ahora, de buenas a primera, ya lo entendería cuando creciera pero que por el momento no debía estarme tanto con las niñas. La verdad, Padre, yo no entendí por qué, pero tampoco me preocupé por averiguarlo. Era demasiado complicado para mis cuatro años. Y yo era una niña obediente y buena que le hacía caso a los mayores que han vivido más y que más sabe el diablo por viejo que por... en fin, que no jugué más con las niñas; jugué con los niños. Como no había muchos niños por el barrio, me senté en el portal de mi casa a esperar que pasara uno. Me puse flores en la cabeza, flores anaranjadas y jazmines de olor que había en mi jardín. Me peiné bien bonita y me senté en el muro de la entrada. El primero que pasó era un militar. No era exactamente un niño, al menos eso me pareció. Pero tampoco era una niña, así que le propuse jugar conmigo. Él me miró de arriba a abajo, miró las flores en mi cabeza peinada y sonrió. «Estás muy chiquita», fue lo único que se le ocurrió decir. Con el segundo que pasó no tuve mejor suerte. No era un niño ni una niña, era lo que se dice un señor mayor. Pero igual se lo propuse: «¿Quiere jugar conmigo?» El señor mayor que llevaba lentes oscuros, me tomó una mano y me la apretó con demasiada fuerza. Casi me la aplasta. Le pedí que no me apretara tanto la mano, pero él siguió aprieta y aprieta más duro. Yo ya lloraba del dolor y le rogaba que me soltara la mano, que no me gustaba ese juego, que jugáramos a otro. Pero él ni me oía. Me enseñó sus colmillos de lobo feroz y me dijo que me iba a comer. Ahí sí, cuando me dijo eso, le di un empujón y una mordida en el brazo, que salió aullando. Y yo me le escapé, y se me cayó la flor anaranjada, y logré entrar a casa de mi abuelita, bueno, a mi casa. Y desde adentro le grité que se fuera o llamaría a mi papá que era más grande que él. Yo me preguntaba si no era menos peligroso jugar con niñas que con lobos feroces. Pero «ni hablar del peluquín», dijo mi abuela.
  • 41. 41 Por suerte encontré a algunos niños en la escuela. Ellos no me apretaron la mano. Ellos me miraban y se ponían colorados como los mangos del patio de mi casa. Supongo que yo también me ponía colorada, pero no como los mangos, sino como una fogata. Sí, Padre, la cara me ardía tanto que yo creía que me iba a salir humo por las orejas. Los niños me parecieron un invento fantástico, mejor que las niñas. Mucho mejor. Luego, Padre, supe que de los niños salían los hombres, y que de uno de esos hombres, podía salir un hombre con uniforme militar o uno con colmillos de lobo feroz. Pero también podían salir hombres como mi abuelo, que en vez de apretarme la mano, me la besaba, u hombres como el vecino de enfrente, que me decía «niña bonita» cada vez que me veía pasar. Sí, Padre, tengo una vocación definida y casual por el sexo opuesto, a pesar de no estar prohibido. Cuando cumplí cinco años, el niño del mechón rubio en la frente me perseguía por todas partes. Me ponía nerviosa. Cuando lo veía aparecer me tiraba al suelo y fingía estar desmayada. Él se me acercaba y me besaba en la boca. Al principio, me despertaba como si me hubiese pasado cien años durmiendo; luego seguí haciéndome la dormida para que me besara varias veces. Pero siempre llegaban las señoritas y me requerían por mi insolente perversión. «Esta niña es hija del demonio» —repetían hasta ensordecerme. Ellas sí que eran hijas del demonio, pensaba yo. Aunque ni siquiera sabía quién era ese tal demonio. Pero me imaginaba que era algo malo por sus caras y el tono de sus voces. Las señoritas que cuidaban a los niños siempre andaban enojadas por todo. Nunca vi a ninguna sonreír. Creo que no sabían. Pero sí sabían agarrar lagartijas y echárselas a los niños dentro de los calzones. Eso fue otra cosa que mis padres no me creyeron. Y fueron tan tontos de irles a preguntar a ellas mismas, en vez de a los niños. En fin, Padre, que era muy difícil estarme mucho rato desmayada esperando el beso del niño del mechón rubio en la frente. Ellas siempre llegaban y rompían el encanto con gritos. Sí, porque tampoco sabían besar, supongo. Padre, las señoritas que nos cuidaban en aquel círculo infantil, jamás hubieran podido ser Bellas Durmientes. Estoy segura de que si por alguna grandísima casualidad se hubieran quedado dormidas cien años y el príncipe las hubiera despertado con un beso, lo regañarían por atrevido, fresco, hijo del demonio... y no se sabe ni cuántas cosas más. Por mí, que me despierten uno a uno todos los hombres del mundo; los dejaría aunque no fuesen el príncipe del cuento.
  • 42. 42 Un año después, tenía un año más. Las niñas de la escuela me enloquecían con sus juegos: —¡Vamos, ahora te toca a ti! —gritaba Ninfa. —¡Luego me toca a mí! —gritaba Náyade. —¡Yo también quiero jugar! —gritaba Nereida. Correteábamos por los pasillos. Jugábamos a los mismos juegos que jugaron nuestros tatarabuelos: la rueda rueda, al ánimo, la gallinita ciega... Pero Ninfa, Náyade, Nereida y yo éramos niñas bulliciosas cuyo juego favorito era jugar, jugar todas juntas y gritar y cantar y hacer visible que estábamos jugando a todo dar. Un día falté a la escuela. Al día siguiente las niñas me asaltaron con sus gritos: —¡Lo vimos! —gritó Ninfa. —¡Nos vio! —gritó Náyade. —¡Nos vio cuando nos caímos de tanto jugar y nos miró debajo de la falda! ¡Yo tenía uno rosado y me lo vio! —explicó Nereida, gritando. A mí no me vio nada, pero yo juraba que sí. Se llamaba Alejandro Magno, tenía ojos de gato silvestre y era tan intrépido que nadie creería que tenía siete años. A él también le gustaba corretear por toda la escuela y había visto los calzoncitos de mis amigas. El de Nereida era rosado, ella misma lo dijo. ¿Y el mío? ¿De qué color era el mío? Ni me acordaba, pero a partir de aquel momento sería azul. —¡A mí también me miró debajo de la falda! ¡El mío era azul! —grité yo, que era Ondina. Desde entonces, Padre, sentí la necesidad de correr y correr por toda la escuela sin que nadie me estuviera persiguiendo, y mucho menos que quisiera ver mis calzoncitos. Cuando Alejandro se cruzaba en mi camino, yo echaba a correr desenfrenadamente, a tal punto, que Alejandro se vio tentado de perseguirme. Alejandro Magno era pequeño, más pequeño que los chicos de su edad. Tenía la piel aceitunada y los ojos como chispas de gato. Su pelo era chorreado y rubio. Su abrigo era rojo. Con todo, yo era más pequeña que él, tenía el pelo negro, los ojos más negros que el pelo y el miedo hasta los tobillos. Un día, después de darle mil vueltas a la escuela, Alejandro me alcanzó. —¡Párate, te digo! —gritó.
  • 43. 43 —¡Suéltame, te digo! —grité. —¿Por qué sales corriendo cuando me ves? —Alejandro me miraba fijamente y sujetaba con fuerza una esquina de mi blusa. —¡No te importa! —no creo que lo haya dicho enérgicamente. —¿Me das un beso? —lo dijo como quien pide un vaso de agua. —¡No! —grité, y logré escaparme. Yo corría, esta vez muy asustada, muy... muy, eso, Padre, muy... El caso es que no pudo alcanzarme. El tiempo se borró después de batallas y conquistas. Alejandro Magno parecía haberse ido a la guerra. Pero en su lugar quedó Atila, tan o más valeroso que su antecesor. Atila, Padre, tenía los ojos como las aguas de un río tropical —turbias y verdes. No necesitamos hablarnos. Sólo sabernos cerca. Le demostré claramente cuán valeroso y aguerrido era para mí: obligué a mi madre a ponerlo delante de nosotros en la fila que esperaba el ómnibus. Mi misión consistía en llegar antes a la parada, para poder cederle a Atila un lugar privilegiado en la extensa fila de personas impacientes. Así, numerosos guerreros combatieron en la guerra de mis primeros años escolares. Uno de los más destacados fue El Zar, un niño de ojos simples y azules, cabellos tajantes y dorados y piel invadida de pecas. No dudó en invitarme a hacer el amor, aunque no sabía qué estaba pidiendo. Yo tampoco supe qué me estaba pidiendo, pero me estremecí. Ambos teníamos ocho años y compartíamos el mismo salón de clase. Padre, siempre lo supe. A pesar de no conocer la diferencia, estaba escrito en mi piel. Me gustaban los varones, mucho más los guerreros. —Lo sé —¿dijo el Padre?
  • 44. 44
  • 45. 45 EL MIEDO Tengo miedo. Tengo miedo a caminar. Tengo miedo a seguir. Tengo miedo a tener más miedo del que ya tengo. El campanario no se ve. Está escondido en la torre. Bien escondido y no se deja ver ¿Quién vive en la torre del campanario? ¿Quién toca las campanas? Yo quiero subir al campanario y quedarme a mirar el mundo desde allá arriba… pero tengo miedo a no sé qué. Siempre me pasa igual, tengo miedo a no sé qué. Y eso me produce un miedo mayor. Todavía siento escalofríos cuando entro a esta iglesia. Tan enorme, tan húmeda. Su humedad ya ha entrado en mi cuerpo y Dios, solo en su cruz, parece querer abrazarme definitivamente. Eso me aterra. La sillería de caoba permanece inmutable y deshabitada. Alguna que otra anciana masculla un rosario con la vista oculta. Los santos incrustados en la pared no me miran, andan por otro siglo. Cristo está recogido en su cruz. Sus ojos están cerrados. Su piel está llena de puntitos vivos, células asustadas que no quieren morir. Cristo tiene el vientre hundido, las manos crispadas, los hombros como bolas de carne apretada. Cristo tiene miedo a morir, tiene miedo a resucitar, ¿me teme? Tengo miedo de que Cristo sienta miedo de mí. Temo de Él; temo por Él. ¡Ay, Cristo, qué dolor el de cargar con la cruz de todos los que tienen miedo como yo! No nos basta verte crucificado, clavado, hincado con una corona de espinas, sangrante, anémico, sediento, agonizante.... todavía te pedimos más y más, hombre adolorido. Y Tú, tan bueno como cuando trabajabas en la carpintería, sigues amándonos. El templo es un túnel hondo y oscuro, con par de luces en las esquinas —justo donde rematan dos rosetones que reconstruyen un rompecabezas de luz. Yo voy de una luz hasta la otra con rapidez. No me quiero quedar a oscuras en medio del camino. Los pasillos oscuros son siempre una culebra de miedo que te puede morder en el momento que menos lo esperas.
  • 46. 46 La tos del cura viejo llama mi atención. Sus espejuelos siguen empañados ¿de qué? Carraspea su garganta y se persigna rutinariamente frente a Cristo. Me mira de refilón y le parezco un engendro diabólico. Hace una mueca de asco, que luego disimula y convierte en semisonrisa. Tiene rostro de reptil y hasta parece que se arrastra cuando sale de la sacristía. Lo único que lo delata es esa tos fingida con la que anuncia su presencia, para no pasar inadvertido. Yo creo que ese cura viejo no me ama. Ese cura viejo ama a Jonathan. Próxima a la luz, me quedo quietecita. Espero mi turno: el momento de ver a mi confesor y de refugiarme entre sus orejas todo-oídos. Hoy no sé si quiero hablar o mecerme en uno de los suspiros del Padre, de esos que son hamacas bajo un árbol sacudido por la brisa. Mi cura joven sale a mi encuentro. Saluda al cura viejo, me saluda, saluda a Cristo, se persigna, saluda a doña Asunción, una señora risueña que le saca brillo a las lágrimas de la Virgen y pule las heridas de San Lázaro. Mi sacerdote me hace un gesto ¿cómplice? Camina delante de mí. El camino hacia el confesionario es fácil. Recto, recto, y luego unos pasos a la izquierda. El cura besa la cinta púrpura y no me mira a los ojos. Nunca me mira a los ojos. Pero hoy ha mirado fijamente mi cuerpo. Más bien mis caderas. Yo bajo la vista. Yo creía que hoy me iba a balancear en uno de los suspiros del Padre, pero sus ojos me encienden el deseo de confesar y de entregarle toda mi vida hecha pecado. Hoy sus ojos no me parecen abismos de cielo, sino abismos de mar. Son de un verde indefinido, de lágrima verdiazul. Me estremezco y no puedo evitar este temblor. A mi alma regresa una queja, un miedo temible... Le temo a todo, Padre, le temo a todo y a todos. Le temo a usted, Padre, le temo a Dios y a todo lo que se parece a Dios y que resulta inalcanzable como yo misma. Porque, sobre todo, temo a la otra cosa viva que cargo conmigo y que no conozco. A ese «Alguien» o «Algo» que vive al otro lado de mí.
  • 47. 47 No recuerdo la primera vez que sentí miedo. El miedo no me deja ir más allá de un recuerdo placentero (luego me regresa, como un elástico que sólo llega hasta un lugar). Tengo, sin embargo, imágenes de casa grande, pasillo largo, oscuridad detrás de una puerta. Mi amiga y yo jugábamos a no tener miedo, o a tenerlo, no sé exactamente. Íbamos desde un extremo de la casa donde había una luz tenue de bombillo hasta el lugar donde estaba la puerta que se abría a la oscuridad. Avanzábamos hasta donde podíamos, hasta donde nuestras piernas podían llegar sin temblar o retroceder. Pero llegado el momento, volvíamos como locas hacia la Luz. El corazón nos latía fuerte, nos abrazábamos y nos decíamos: «ya pasó, ya pasó». Desde entonces, el miedo ha sido siempre eso: caminar desde una luz tenue hacia una ausencia de luz que vive detrás de una puerta... y luego correr otra vez hacia la luz. Siempre quería dormir con luz y prefería los ruidos. Pero nada me seducía tanto como la oscuridad y el silencio. Sentir miedo me proporcionaba un extraño e indefinido placer. Era el riesgo a ser poseída por una fuerza ajena a mí y nacida de mí misma. Era el riesgo de ganarlo y perderlo todo al mismo tiempo. Tuve miedo de obsesionarme con la idea de ser poseída por el miedo y poco a poco me fui alejando de él, Nunca más avancé hacia la oscuridad. Nunca hacia lo que me hacía temblar o retroceder. Pero siempre supe dónde quedaba la casa del miedo. Dentro de mí, en algún lugar oscuro. Fue esa misma sensación la que me lanzó hacia unos labios apenas cumplí los diez años. Mucho antes, y durante mucho tiempo, fueron labios imaginarios los que besé. Eran los labios de un niño. Lo vi en una película inglesa filmada en una isla del Pacífico donde las montañas y el mar se confundían en el mismo paisaje. Se llamaba Ulises y era aventurero. Yo estaba segura de que vendría a buscarme algún día. Escribí nuestros nombres mil veces en mi mano —Penélope y Ulises— como si con eso estuviera apresurando nuestro encuentro. Vi la película durante casi un siglo. Podía recitarla. Sabía de memoria todo lo que Ulises iba a hacer y a decir. Fue el más sublime de los miedos, Padre, el mejor de los miedos: descubrir que algo me crispaba el estómago y que una voz salida del aire me susurraba «estás enamorada, estás enamorada».
  • 48. 48 Mis fantasías se prolongaron por milenios bajo el mismo nombre: Ulises. Lo veía entrar a la clase y decirme: «Vine por ti, Penélope. He viajado mucho para llegar a tu escuela y le he pedido permiso a la directora para que vengas ahora mismo conmigo. Recoge tus libros y ven pronto, que ya voy a besarte.» La maestra le dijo a mi mamá que yo me reía sola cuando miraba hacia la puerta. Mi madre no se alarmó: yo también me reía dormida cuando tenía unos pocos meses de nacida. Nunca quiso averiguar por qué. «La niña es así, imagina cosas, pero usted verá que al final le saca buenas calificaciones» —dijo mi madre. Y ambas quedaron conformes. Como era una niña de buenas calificaciones, la maestra me dejó mirar hacia la puerta. Y estoy segura que hasta me hubiera perdonado la más ruidosa carcajada. Nunca lo hice, no era necesario. Sólo sonreía y esperaba que la puerta se abriera y entrara Ulises... con una corona... tal vez no, tal vez con una capa negra... Yo sonreía... él sonreiría... Y al final, todos seríamos muy felices. Preparé mi maleta: un frasco de perfume, la manta con la que mi madre me sacó del hospital, unas reliquias de mi abuela, dos postales de tercera dimensión, un lápiz sin punta y un sacapuntas. Era suficiente, incluso era demasiado equipaje. Pero debía estar preparada para cuando Ulises viniera por mí. Iríamos a su isla. Lo esperé casi cinco años. Le mandé cientos de cartas que decían exactamente lo mismo: «Ulises, I love you.» La dirección era muy precisa y clara: «Cartero yo no sé la dirección sólo sé que vive en una isla y que actuó en una película que yo he visto muchas veces por favor llévele mi carta es urgente.» Confiaba plenamente en que mi extensa y efusiva carta llegaría a las mismísimas manos de Ulises. Pasaron tantos años que cuando hallé todas mis cartas en una caja del armario de mi madre, ni me enojé. De cualquier forma, yo no quería ir a ninguna otra isla y mucho menos a una isla de otro océano que no fuera el Atlántico. Menos mal que a Ulises no se le ocurrió nunca venir a buscarme. Padre, hoy hallé mi maleta. Dentro no estaba el perfume, ni la manta, ni las postales... ni nada. Dentro estaba un miedo, acurrucado dulcemente entre las telarañas de mis sueños.
  • 49. 49 Cuando unos labios me besaron, el miedo voló lejos. No eran labios imaginarios, no eran los labios de Ulises; eran los labios de un chico sin nombre, cuya saliva me empapó toda la cara. Seguramente él también vio una película, pero no la misma que yo vi. Yo tenía diez años de vida y diez de miedo. Mi pecado es que desde entonces pretendo apagar mi miedo en los labios de los hombres. Descubrí que, como un hechizo, mi miedo se desvanece una vez que alguien me besa... Perdóneme, Padre, perdóneme. ¿Por qué tendré que hacerlo cómplice de mi pecado? Perdóneme, perdóneme usted. Y no me odie, por favor, a este punto no lo soportaría.
  • 50. 50
  • 51. 51 FRUTA MADURA Camino apurada, los edificios pasan veloces ante mi vista, más veloces de lo que yo quisiera. Mis pasos me apuran, me dicen que llegue pronto, que no me debo tardar y que no puedo ver los edificios como yo quisiera. Mis pies quieren llegar al templo, pero yo no. Todavía no. El vestido me aprieta, se me trepa por los muslos. Es el vestido rojo de mi madre, que alguna vez fue demasiado largo y que yo corté con una tijera roja y lo convertí en un vestido corto y rojo. Demasiado corto y demasiado rojo. Mi cara también debe estar roja, pero no competirá nunca con este vestido, por suerte. La gente me mira porque la gente va muy lenta y yo voy muy rápido. ¿Adónde quieren llegar estos pies apurados? El vestido se me encarama por las caderas. Bájate, vestido —le digo—, bájate, vestido que todos te están mirando. Mis tacones tacatacatacataca. Con tanto pica y repica van a ensordecer el tránsito. Cállense, tacones —les digo, pero ellos no obedecen, ellos siguen con su tacatacatacataca. La lente me mira y mi vestido se sube y mis tacones tacatacatacataca. Ya quiero llegar. Sólo unos pasos y ya estaré dentro. Otro día más de arrodillarme y confesar, pienso mientras entro apurada. La iglesia está abarrotada de feligreses musitantes que se reparten el silencio entre todos, como buenos hermanos. No quiero enturbiar la misa con mis tacones rojos y ruidosos. Veo al Padre desde lejos, con su sotana blanca y su voz de azahar. Habla frente a un libro abierto. Dice algo de la manzana ¿roja?, del fruto prohibido ¿maduro?, y de una mujer que... ¿Yo?
  • 52. 52 Su voz empuja mi cuerpo hacia una esquina, no quiero que me vea. No sé si he llegado demasiado temprano o demasiado tarde, sólo sé que tengo prisa. El Padre alza los brazos para decir que... ¿Me mira? Sí, me ha descubierto. Tiene los brazos en alto y no sabe qué sigue ahora. Trato de refugiarme tras la enorme figura de la Virgen María y comienzo a desear que a mi sacerdote no se le olvide la misa por mi culpa. Escucho un silencio que me ensordece. ¿Me habrán descubierto? Escucho otra vez la voz anacarada del Padre, y exhalo un alivio. El Padre habla de la tentación de la serpiente... ¿Hablará con tal desenfado del sacerdote viejo? No, no. Creo que habla de otra serpiente. De una serpiente prehistórica del Paraíso Mesozoico. Me asomo levemente y ya el Padre ha bajado los brazos. ¿Me mira? No dice nada. ¿Me mira? Los fieles persiguen la mirada del Padre, y piden algo a la Virgen. Yo escondo los tacones y también le pido algo a la Virgen: que me esconda, que no me descubra ante tantos ojos. Soy algo más delgada que la escultura de María. Ella me cubre con su cuerpo ancho y benefactor. Logro ocultar incluso mis caderas. Ahora estoy o salvo del juicio inclemente de los fieles. Mientras escucho la voz del Padre, miro las bóvedas de aristas y vuelvo a notar que son reforzadas por arcos empotrados en la mampostería. Yo también estoy empotrada tras el velo de la Virgen, con la mirada en el techo o en el suelo. Me pregunto por qué me habré puesto unos tacones tan rojos. Termina la misa, gracias a Dios. No me atrevo a asomarme todavía. Permanezco escondida tras la estatua bienhechora de la Santísima Madre... qué mejor refugio para mis tacones encendidos de rojo. Siento la mano anchurosa del Padre sobre mi espalda. Su mano blanca mano. —Vamos, hija —me dice casi en un susurro. Lo sigo, y odio la indiscreción de mis tacones que hacen un eco horrible tras mis discretos pasos. Yo parezco una prolongación de la alfombra roja con el rojo incisivo de mis zapatos. La alfombra parece excitada... descubro gotas de sangre sobre su felpa. ¡El Padre! ¡El Padre está sangrando! ¿Qué la pasa, Padre? Me muestra su mano cortada. Su mano es grande, sus dedos son largos y macizos, sus venas intranquilas, sus vellos impacientes. Nadie que vea estas manos habría creído que son de un cura. Nadie, absolutamente nadie se podría resistir a estas manos.
  • 53. 53 Estas manos que lograrían escarbar el pudor de la luna. Estas manos que podrían sostener el mundo y agarrar cuanto se le antojasen. Estas manos blancas que ahora están heridas y muestran sangre seca... como un río que existió hace siglos y del que sólo queda una huella desdibujada. —Me corté con la sangre del Señor —dice, y me muestra la copa de vino con la que acostumbra a beber en misa. La copa de plata tiene sus bordes como dientes de metal, y al fondo se ven aún los residuos de uvas pisoteadas. Dice el Padre que en esa copa está bebiendo la sangre del Señor. Yo ya le he perdonado. Y también he perdonado al Señor por dar a beber su sangre a tanta gente y dejarlos sin sangre propia. Mi vista vuela hacia las heridas del Cristo crucificado. Lágrimas de sangre corren por su cuerpo de hilo. Estoy llorando sin saber por qué. El Padre entra al confesionario. Yo caigo de rodillas y dejo que mi llanto desemboque en mis labios. El Padre suspira. Tal vez soy yo quien suspira. No sé. Cristo y el Padre siguen goteando lágrimas de sangre e inundan la iglesia. La sangre llega a mis rodillas. ¿O sale? Descubrí la sangre entre mis piernas. La toqué. Roja. Oscura. Con olor a volcán. Ya estaba preparada, pero incluso así, sentí que el corazón me empujaba de un lado al otro. Tenía sangre en las manos, en la cara, en la boca, en el pelo. Sentí la sangre que corría lenta desde el interior de mi cuerpo y desembocaba entre mis muslos. Me habían dicho que aquello era una señal: ya era mujer. La verdad, Padre, no sé en que cambié. Con sangre o sin ella, yo aún no era mujer; digo, no estaba lista para cargar otro ser dentro de mí. Pero traté de comportarme lo más adulta que pude y de no ser tan expresiva como antes. Ahora las miradas de los hombres parecían adivinar que mi vientre ya estaba apto para engendrar y me rondaban como moscas en almíbar. Era difícil mantenerme adulta todo el tiempo... pronto seguí jugando y correteando como en la escuela. Pero ahora corría por las calles. Mientras corría, los pechos me daban brinquitos, Padre. Yo ni siquiera llevaba sostén porque no tenía nada que sostener. En mi piel sólo habían nacido dos botones de costurero. Mi abuela me ponía más encajes en el corpiño para que yo luciera más mayorcita, pero ni así. Aquello no crecía. Cuando me duchaba, yo dejaba que el agua tibia me corriera por el pecho y pedía en silencio y tenazmente: «que me crezcan que me crezcan que me crezcan que me crezcan». Repetía aquel conjuro cada día y con más fervor.
  • 54. 54 Pero aquel par de botones no aumentaban ni un milímetro. Yo veía a las madonnas de los cuadros florentinos y... qué envidia, Padre. A mis amigas de la escuela ya se les notaba algo abultadito debajo de la blusa, que reforzaban con sostenes esponjados o un poco de algodón; y hasta se sentían señoronas cuando se percataban de las miradas indiscretas de los varones o cuando yo las miraba reclamándoles la fórmula mágica de aquel progresivo pecho. Había una niña que tampoco llevaba sostén, sino corpiño de encaje como yo. Supondrá, Padre, que nos hicimos amigas de causa. Nuestras madres, por pura coincidencia, también se hicieron grandes amigas, lo que nos facilitó intercambiar comentarios sobre el porqué de nuestra desventaja corporal. —Es que no hemos desarrollado todavía —me dijo mi nueva amiga. —¿Y por qué? —me lamenté. —Porque es así, unas desarrollan más rápido que otras. A nosotras todavía no nos toca —me dijo como si supiera de lo que estaba hablando. —¿No podemos hacer nada para apurar el desarrollo? —pregunté, con la vaga esperanza de que mi amiga tuviera la respuesta. Entonces a ella se le ocurrió que su tía, que sí había desarrollado velozmente y usaba una talla muy grande de sostén, tal vez conociera alguna forma. —¿Crees que nos la diga? —dudé. —Claro que no nos lo va a decir —aseguró mi nueva amiga—. Esas cosas no se le cuentan a nadie. Pero podemos averiguarlo por nuestra cuenta. Esa tarde subimos a la azotea de casa de Anubis —que así se llamaba mi nueva amiga—, aprovechando que nuestras madres estaban viendo un programa humorístico de televisión y que la tía de Anubis, que había venido de otra provincia a pasarse unas vacaciones en la capital, se había metido al baño con la intención de ducharse. Cuando sentimos que la llave de la ducha se abría y caía el chorrote de agua, Anubis y yo nos acercamos por el techo hasta la ventana del baño, cuidando que nuestros pies descalzos no hicieran el menor ruido. Nos acostamos en el techo de cemento y fuimos dejando que nuestras cabezas colgaran hasta alcanzarla altura de las persianas de madera. Era riesgoso, pero estrictamente necesario para nosotras. Una misión de vida o muerte. El destino de nuestros pechos dependía del éxito de aquella peligrosa misión. Y creo que estábamos dispuestas a todo.
  • 55. 55 La tía no podía sospechar que dos cabezas colgantes la estuvieran espiando desde el techo, y mucho menos que esas cabezas fueran las nuestras. Casi nos caemos cuando la tía se zafó el sostén de seda negro y un par de bolas gemelas, retocadas con una manchita marrón, se dejaron caer holgadamente, inconformes de haber permanecido amordazadas bajo las ataduras del sostén —que para colmo era una talla más pequeña. Creo que Anubis y yo nos sentimos minúsculas y atrofiadas al ver tan despampanantes mellizas. La tía ignoraba que acababa de reducirnos a dos lagartijitas sin ganas ya de competir. Pero seguíamos mirando la forma majestuosa en que la tía de Anubis, con desenfado campestre, se restregaba un brazo y luego el otro. No apartábamos los ojos de sus senos. —¿Viste qué grandes? —me susurró Anubis. —A lo mejor eso no es normal —opté por susurrar para no sentirme tan desplazada de la competencia. —Sí son normales. Son tetas de verdad —aseguró Anubis con un susurro más autoritario. —Si tú lo dices... —yo ya tenía ganas de llorar. ¿De qué me servía estar lista para ser madre si no iba a poder amamantar a mis hijos? A mis doce años me atormentaba la idea de ver a cuatro hijos desgañitándose para que yo les diera leche. Me los imaginaba prendidos a mi piel, chupándome con desesperación y sin sacar ni una gota. Pensando en eso estaba el día en que Anubis me pidió que la dejara ver mis senos. Al principio me avergoncé de que viera que yo no tenía ni una ínfima parte de lo que cargaba su tía. Pero luego me di cuenta que Anubis también era plana como tabla de planchar. Le mostré mis senos, y le dije que pronto iba a tenerme que poner sostén porque ya me habían crecido un poco. Yo mentía, Padre. Mis conjuros con el agua tibia no habían funcionado. Pero cuando sí no pude aguantar, Padre, fue cuando Anubis se quitó su blusa y me echó en cara que ella tenía más que yo. Mentira y mentira. Tenía menos. Muchísimo menos. Discutimos y discutimos sin que nos pusiéramos de acuerdo. Pero en un momento, cuando Anubis estaba a punto de perder la discusión con mi alegato de que a mí me lucían menos porque era más flaquita pero que yo estaba más desarrollada porque ya no tenía que ponerles encajes a los corpiños, ella me salió conque el desarrollo no se medía por el tamaño de los senos, sino por los pelos.
  • 56. 56 —¿Eeeeh? —abrí los ojos. —Sí, por los pelos de allá abajo, chica —me dijo Anubis, señalándome debajo de la barriga, justo donde quedaba el pipi. Perdí la discusión, Padre, yo no tenía ni un pelo. Ni uno. Ahora tenía otro nuevo problema para mi cabeza y más dioses que evocar debajo del agua tibia: que me crezcan que me crezcan que me crezcan que me crezcan. A los niños de mi clase, sin embargo, no parecía importarles si yo usaba corpiño o sostén, si yo tenía uno o dos pelos, ellos me pedían que fuera su novia. Yo me reía y miraba a Anubis, quien no lograba ni un solo enamorado con sus cinco pelos de ventaja. Con mis senos sin nacer y mi pubis desértico me iba a la calle muy oronda, como si cargara par de pelotas de ping pong y un bosque tropical. Saltaba por la acera, risueña y campante, como si nada pudiera pasarme a mis doce felices años. Un día un hombre apareció ante mí y rompió mi desenfreno con una sonrisa. No supe más. Sólo después, cuando debimos regresar junto a mi madre, fue que supe qué había pasado. No, Padre, no me hizo el amor. Tan sólo me besó de una manera desconocida. Me besó como si me estuviera haciendo el amor. Lo peor es que ambos lo sentimos a pesar de la distancia que nos separaba. Yo tenía doce años y él tenía veintidós. No ocurrió nada, Padre. Yo creía saber lo que no debía ocurrir. Todo lo que no me dejara con un niño adentro —yo me repetía una y otra vez. El muchacho se llamaba Donaciano Sade, pero todos lo apodaban «el marqués»; quizás por la estirpe de su madre, una de las consentidas del gobierno en mi isla. ¿Yo? Me llamaba Teresa, Teresita, Teresita del niño Jesús, y andaba descalza con sólo doce años de mirar el mundo. Entonces él me dijo que le mostrara lo que había debajo de mi blusa, y tocó un botón del ascensor en el que me había dicho que íbamos a subir hasta la azotea de su edificio para contar las estrellas que tan bonitas se veían desde allá arriba. Y yo que no, y él que sí. Y yo que espérate, y él que sí. Y yo que... y yo que, bueno, ya sabe, Padre, yo que sólo un poquito. Y él que dame más que esto no es malo, que ya paré el ascensor y que ya tú eres mujer. Y yo, que ya era mujer, le dije que sí, que me mirara debajo de la blusa. Él halló mi piel enlunada y se pasó la lengua por el labio superior que era muy ancho. Yo también miré lo que él miraba tanto.
  • 57. 57 Padre, ahí estaban mis pechos diminutos. Asomaditos y empinados como queriendo asustar a alguien, pero no me asustaban ni a mí. Seguían tan pequeños como semillas de guayaba. Con el frío del ascensor se habían vuelto espinitas. Y entonces el marqués me dijo déjame probar. Y yo que no, que no y que no. Y él que sí, que no seas niña, que esto no es malo. Y yo que, ya sabe, Padre, y luego que tampoco aquello me iba a dejar con un niño adentro. Y el marqués me pasó su lengua roja por mis espinas rosadas y me asombré de que no se pinchara. Y yo sentí que algo se me destornillaba, que algo se me estaba deshaciendo... Miré para un lado de los cuatro lados iguales que tenía el ascensor verde frío. Miré para otro lado, y luego para otro y finalmente para el lado donde estaban todos los botones. Y uno de los botones estaba apretado y era rojo... rojo... rojo... Él me miró de pronto, y su cara de melón sonrió como quien acaba de darse un banquete. Me di cuenta que mi espalda sudaba, que mi blusa sudaba, que mis piernas sudaban, que mi boca estaba húmeda, que mis ojos lloraban, que mi pelo lloraba. Y él me vio así, jugosa como fruta a punto de caer del árbol, y me quiso comer de un sólo bocado. —Déjame ir —le dije. —No ahora —me dijo. —Por favor, mi mamá puede darse cuenta —le dije. —Ya tú eres una mujer —me dijo. Yo pensé que sí, que ya yo era una mujer y tenía que portarme como una mujer, no como una niña miedosa. Y que, total, los hombres no muerden, y que, total, todo era cuestión de saber lo que tenía que saber, que no podía dejarme hacer un niño adentro porque luego quién lo va a cuidar y yo estoy muy chiquita para cargar un niño que puede pesar nueve libras y que luego sigue creciendo y creciendo hasta ser de mi mismo tamaño y no lo voy a poder cargar así tan grande y que los estudios son lo primero para... —Déjame —le dije. Y entonces él me enseñó lo que traía. Y yo puse cara de mujer que ya sabía lo que era aquello, pero la verdad es que nunca me lo había imaginado así. Y él me dijo, Padre, él me dijo que, bueno, Padre, usted ya sabe. —Déjame —me dijo—. Sólo un poco. Y yo que no, rotundamente que no, que eso sí que no. Y él me dijo que sólo un poco, un poquito, que no me iba a doler, que ya yo no era una niña, que yo era una mujer y…
  • 58. 58 —¡Que no! —y apreté el botón y se abrió la puerta y allí estaban unos señores muy serios que hacía rato estaban esperando el ascensor y que no querían subir la escalera porque vivían en un onceno piso y que qué desfachatez, tan chiquita y haciendo esas cosas, y miraron al marqués que se subía el pantalón y mostraba sus dientes de cremallera, y otra vez los señores me miraron a mí y que qué barbaridad, que niña tan perversa si lo que tiene serán diez años y que qué se habrá creído esta mocosa que ni siquiera levanta tres cuartas del piso y mírala con esa carita de yo no fui y lo que estaba haciendo, que así es como estas mosquitas muertas envuelven a los hombres y los llevan a juicio, que dónde estarán los padres de esta chiquilla que no la vigilan mejor, y que esto y que lo otro. Y yo me puse rojísima y salí corriendo corriendo corriendo…
  • 59. 59 LA POSESIÓN DEL LIRIO Hoy la iglesia es mucho más pequeña. El portón se ha reducido a mi estatura y se abre dócilmente al sólo toque de mis manos. Es demasiado temprano pero a los feligreses insomnes poco les importa que amanezca tras las paredes de la iglesia. Ellos siguen musitando la misma oración que aprendieron cuando niños y con la misma candidez con que la aprendieron. También las imágenes de los santos me parecen diminutas y no veo en ellos el aro de luz y castidad que ha coronado durante siglos sus divinas cabezas. El padre es el único que no se ha reducido ante mis ojos y persiste en su estatura humana. Me acerco y mis pasos no se resisten a mi impulso. Avanzo mucho más al sentir que las manos del cura quieren recibir las mías. Pero se arrepiente y las vuelve a extender sobre ambos lados de su cuerpo y luego toman la cinta. Se ha percatado de mi impulso trunco y ha sonreído para sustituir lo que hubiera sido el roce tibio de sus manos. Ha sonreído y todos los ángeles se han apoderado de su sonrisa. El Padre sonríe por primera vez y su amenaza de dientes blancos me estremece toda. Creo que se me escapa el suelo. —¡Que Dios esté siempre contigo, hija, siempre! —dice el Padre y su voz suena a cielo despejado o a río extraviado entre montañas. Su voz es la misma que la de un manantial que resucita. —Y con su espíritu —respondo, y no estoy segura de haber pronunciado todas las palabras. Ya se apagó la sonrisa del cura, pero su luz sigue viajando en mi mente, como esas estrellas que ya no existen y su luz viaja aún por el universo sin saber en qué astro posarse.