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La cuenta progresiva
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Ari Paluch
La cuenta progresiva
El camino de ascenso del hombre
Prólogo de Eduardo Chaktoura
3
Índice de contenido
Portadilla
Legales
Agradecimientos
Prólogo, por Eduardo Chaktoura
Introducción
La cuenta progresiva
1. Mejor que ayer, peor que mañana
2. Desde el alma
3. El crecimiento espiritual
4. Las escalas de la cuenta progresiva
5. Voy a ver si con el tiempo mejoro o me joro… bo
6. Un día en la vida
7. Hagámonos cargo, la culpa no es de los demás
8. Valorar la vida, vivirla, no morirla
9. Los enemigos de la vida como cuenta progresiva
10. Yo te conozco
11. Me muero y vuelvo
12. Apuntes de la muerte. Y al final, ¿la vida sigue igual?
4
Paluch, Ari
La cuenta progresiva. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Planeta,
2015.
E-Book.
ISBN 978-950-49-4657-1
1. Autoayuda. 2. Superación Personal. I. Título
CDD 158.1
© 2015, Aarón Fabián Paluch
Diseño de cubierta:
Departamento de Arte de Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.
Todos los derechos reservados
© 2014, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.
Publicado bajo el sello Planeta®
Independencia 1682, (1100) C.A.B.A.
www.editorialplaneta.com.ar
Primera edición en formato digital: junio de 2015
Digitalización: Proyecto451
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
ISBN edición digital (ePub): 978-950-49-4657-1
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Gracias a la Editorial Planeta por una nueva oportunidad, a mi familia por ser mi
entorno voluntario más deseado, a los maestros de la vida y a Dios por permitirnos
una nueva Cuenta progresiva.
6
Prólogo
Por Eduardo Chaktoura (*)
Si hay algo que celebro cada mañana es que «el cambio es posible y permanente».
Todo está en movimiento. Nuestros genes, nuestras células, neuronas, energía, creencias,
emociones, relaciones… se transforman a cada momento. El gran misterio radica en ser
conscientes de hacia dónde vamos, hacia dónde podemos y queremos ir.
He aquí la fundamental importancia de la «espiritualidad». Más allá de cualquier
fuerza superior y de cualquier realidad que parezca imponerse, cada uno de nosotros
elige (y reafirma o puede redefinir a cada paso) la dirección y el sentido de nuestra
existencia. Por eso siempre digo que elegimos, más allá de lo que no elegimos. De poco
ayudará creer que nuestro pasado y el presente que pareciera imponerse nos condenan a
ser esto o aquello que no deseamos.
Solemos pensar y sentir la vida en torno a una cuenta regresiva; muchas veces vista
como el tiempo que pasa, el que nos queda para cumplir nuestros sueños; muchas veces
interrumpidos por la sensación de fracaso o imposibilidad.
¿Quién dijo que no es posible? ¿No será que somos nosotros los que nos proponemos
o imponemos objetivos sin sentido? ¿Qué es lo que tanto deseamos…?
Por qué no pensar en «el tiempo que se nos ofrece como parte de un proceso para la
evolución», para vivir cada día con mayor sabiduría y plenitud.
Si aprendemos a orientar nuestra marcha en torno a una dirección auténtica y sentida,
siempre habrá esperándonos toda una serie de oportunidades, aunque algunas veces
aparezcan disfrazadas de crisis o piedras en el camino.
Así como de lo que se trata es de ser conscientes de nuestros propósitos, deberíamos
considerar la fundamental importancia que tiene disponernos en torno a una actitud
positiva, curiosa, creativa, transformadora.
Por eso es que así como celebro la posibilidad permanente del cambio, también
celebro la creación y difusión de cualquier obra, responsable y sentida, que nos ayude en
la inspiración, el diseño y la creación de la vida que queremos para nosotros.
Hoy, más allá de lo que resulte, propongámonos hacer foco en todo aquello que nos
gustaría que ocurra y preguntémonos qué estamos haciendo para que sea parte de
nuestra realidad.
Este nuevo libro de Ari, así como lo fueron Combustible espiritual y Corriéndose al
interior, tiene las mejores intenciones en el despertar y en el «ir en busca» de todo lo
que creamos posible y conveniente para nosotros, para nuestros afectos, nuestros
proyectos, nuestro país, el mundo.
Cada día tenemos una oportunidad. Así como cada página de este libro, que por
algún motivo, en este preciso momento, está llegando a nuestras manos.
7
A cada momento, y más allá de las redundancias y otras aparentes reiteraciones y
adversidades, siempre hay un preciso y valioso momento para el cambio. Enhorabuena.
Mis mejores deseos para esta nueva obra y cada uno de sus lectores dispuestos a
trascender.
* Psicólogo, periodista y escritor. Falleció de un infarto el 7 de marzo de 2015, dos días después de escribir este
prólogo. Tenía 43 años.
8
Introducción
«Uno enseña lo que tiene que aprender», me dice en su consultorio de la calle
Gorostiaga, en la ciudad de Buenos Aires, Ana Isabel Dokser, mi terapeuta, cuando
observa la angustia que me genera escribir un libro más sobre espiritualidad. No lo digo
victimizándome; además, no es obligatorio, le cuestiono. ¿Puedo aplicar todo lo que
intento comunicar? ¿Qué es lo que no puedo implementar?
Siempre me propuse escribir acerca de una espiritualidad práctica, de uso cotidiano, y
lejana de un manual teórico. Consciente de la perpetuidad de los temas a tratar y de la
vigencia siempre asegurada de aquello que se escribe y que es atemporal, ese objetivo me
deja muchas veces aterrado y, en tantas otras ocasiones, esperanzado. Los cínicos suelen
decir que los libros de autoayuda se llaman así porque solo ayudan y, en particular,
favorecen materialmente a quien los escribe.
Debo decirles que en este tipo de obras a las que me gusta llamar de superación
personal, donde lo espiritual va de la mano de lo psicológico, lo filosófico y lo religioso,
el autor muchas veces siente que la escritura le permite exorcizar sus demonios interiores,
pero también comprobar cuán latentes están y cuán difícil es conjurarlos.
Soy una persona absolutamente agradecida por todo lo bueno que me pasa
permanentemente con lectores de todo tipo, que destacan lo que algún libro de mi autoría
les ha ayudado a la hora de intentar alguna mejora en sus vidas. Entiendo perfectamente
cada vez que alguien me lo dice, no por jactancia, sino porque como lector empedernido
de este tipo de material celebro la posibilidad de buscar en un pedazo de papel una
orientación en medio de mis extravíos.
Soy feliz al llevarme a la cama o al sillón algún libro del que pueda aprender, sin
sentir responsabilidad alguna por lo que leo, y sin verme obligado a estar a la altura de lo
que mis ojos registran.
Sin embargo, en el proceso de la escritura hay otra responsabilidad. Lo que me
atraviesa es una especie de catéter espiritual que va detectando, con el dolor que esto
conlleva, y luego va destapando, con el alivio que esto significa, la «chatarra» que aún
obtura mis canales de luz. Una vez más escribo haciendo referencias constantes a
aquellos sabios de distintas épocas a los que cito y cuyas enseñanzas intento tomar.
Agradezco enormemente al rabino Shlomo Levi por haberme obsequiado dos
maravillosas obras de gran influencia para la escritura de este libro. Una de ellas, Vuelve
a ser quien eres; la otra, La vida después de la vida, ambas del rabi Dovber Pinson.
Al momento de obsequiármelas, el rabino Levi me dedicó una de ellas, con el deseo
expreso de que me sirviera para descubrir mi misión de iluminar el mundo a través de las
enseñanzas bíblicas. Hoy, un par de años después, recuerdo aquella noche y caigo en la
cuenta de que su deseo, en parte, se hizo realidad.
Más allá de transitar diversas enseñanzas espirituales de grandes maestros, deseo
9
comenzar con un ejemplo, alguien a quien admiro no precisamente por motivos
espirituales sino artísticos, y quien es el disparador de este libro: el escéptico y genial
Woody Allen.
Por último, solo Dios sabe por qué razón convoqué pocos días antes de su inesperada
muerte a Eduardo Chaktoura para la realización de este prólogo. Naturalmente, quería
que Eduardo lo escribiese, aunque no fuera una persona con quien me uniera una
estrecha relación. Nos prodigábamos afecto mutuo y cierta admiración, y nos habíamos
visto una sola vez en nuestras vidas. Su amabilidad fue inmensa. Lo llamé la mañana del
2 de marzo de este año, y lo sorprendí en el Aeropuerto de Ezeiza, bajando de un avión
que lo traía desde Estados Unidos.
Le conté de qué trataba el libro e inmediatamente me respondió que el fin de semana
me enviaría el prólogo. Así fue. Luego de recibirlo el viernes 6, le comuniqué
textualmente por whatsapp «Sos crack, gracias». La madrugada del domingo 8 de marzo
me enteré de su fallecimiento… Tal vez lo único predecible de la vida sea lo
impredecible. El reconocido psicólogo y escritor que había hecho horas antes el prólogo
de La cuenta progresiva, había llegado al «epílogo» de la suya. Misión cumplida para
Edu, enorme e interminable dolor para su hermosa familia y afectos. Su muerte es otra
ratificación más de la necesidad que tenemos quienes lo sobrevivimos de dejar de
postergar nuestra búsqueda eterna. En paz descansa.
No los demoro más. La cuenta progresiva está por comenzar.
10
La cuenta progresiva
Una de las personas que más admiro en el mundo es Woody Allen. Cuando comencé
a escribir estas líneas acababa de devorarme la entrevista que el genial cineasta concedió
al diario El País Semanal de España (edición 1988), del 2 de noviembre de 2014.
Allí señala: «Me gustaría que hubiera algo mágico en la vida, en el universo.
Desafortunadamente, parece que lo que ves es lo que hay». Prosigue: «La mayor parte
del tiempo estás deprimido, en vez de estar feliz. Es triste la condición del ser humano,
tener que pasar por esto. Vivimos en un mundo que no tiene sentido ni propósito. Somos
mortales. Entonces, me pregunto: ¿por qué estamos aquí? ¿Qué significa la vida? Y si no
significa nada, ¿de qué sirve?».
Entonces admite que hay gente cuyo punto de vista se modifica según pasan las
décadas. Empiezan creyendo en Dios y cuando son mayores ya no creen porque la vida
los ha desilusionado. Otros se hacen mayores y empiezan a creer en Dios, porque su
experiencia los fue llevando a creer en un poder superior, en que existe algo más allá de
ellos. Woody asegura que ese no es su caso, que tiene una visión pesimista, según él,
«realista» de los hechos. «Creo que lo que ves es lo que hay», insiste.
Va más allá. Asegura que la vida es muy trágica, y que solo se sobrevive negando la
realidad. «Naces, no sabes por qué; puedes morir en cualquier momento, nunca vas a
sentirte seguro y relajado. Siempre tienes que estar alerta; finalmente vas a morir, estás
condenado a muerte desde el nacimiento. En el instante en que naces. Y todo, ¿para
qué? Así que muchas gracias».
Paradójicamente, en la misma entrevista algunos segundos después o algunos
centímetros abajo acota: «Soy sano, gracias a Dios, y sigo trabajando. Es muy grato».
Es muy interesante poder reflexionar sobre los conceptos vertidos por el genial
cineasta para pensar en aquellas personas que han sufrido pérdidas personales, que
sobrevivieron a campos de concentración, o que conviven con distintos tipos de
discapacidades y aun así creen en Dios, agradeciendo el regalo de la vida, sin
obsesionarse por que la vida, algún día, llegará a su fin.
Qué muestra más acabada de la existencia del libre albedrío. Por fortuna, nada es
lineal ni nos ha sido impuesto. El éxito material, tal como lo demuestra Woody Allen, no
necesariamente viene acompañado de la felicidad. Las personas felices tienen la
predisposición a serlo. Una vez más se reafirma la importancia de las actitudes por
sobre las circunstancias.
Nuestras vidas pueden ser orientadas por el Rey Ego, el Dios visible y falso que nos
puede llevar al «éxito» (aunque resulte insuficiente) o guiarnos por el verdadero ser,
donde el alma se realiza, con dudas y penurias, en un movimiento en espiral, volviendo
siempre a la conexión con la fuente divina.
La muy respetable opinión sobre el propósito y sentido de la vida que nos aporta
11
Woody Allen, la comparten muchas personas, especialmente en Occidente, a quienes
comúnmente se les llama «intelectuales». Muchos de ellos suelen ser cínicos y reacios a
aceptar que algo superior a su ego sea el regente de sus vidas. En la mayoría de los
casos, se trata de personas talentosas que, más allá de sus padecimientos o merced a
ellos, realizan aportes magníficos a la sociedad, con sus películas, pinturas, canciones,
libros, entre otros aspectos artísticos. Suelen considerarse propietarios exclusivos de sus
logros, sin contemplar la posibilidad de que algo que no sea la casualidad o el esfuerzo
haya impulsado su obra.
En el mundo espiritual no se pretende convencer a nadie, de igual modo en este libro.
Aquí el dogma brilla por su ausencia. En todo caso lo que intento es «convidarles»
algunas páginas que puedan mitigar las desdichas, sin pretender que el «yo inferior»
tenga la última palabra. No se trata de negar la realidad. En todo caso, tal vez poder
mostrar que puede haber otra.
Artistas como Woody Allen nos brindan su arte, su mirada, su lectura de la vida. Un
gran aporte para poder sentir que nuestra existencia no debe ser necesariamente «una
cuenta regresiva». Como lo mencionara en la entrevista: «Gracias a Dios».
En el mundo intelectual es moneda corriente el sarcasmo y las burlas a quienes creen
en Dios, en la necesidad consciente de la divinidad y en la gratitud por el hecho de estar
vivos sin cuestionarse cuándo sobrevendrá el fin de sus días. Ironizan sobre el concepto
de justicia divina y la existencia de una causa para todas las causas.
Nadie está obligado a creer en lo que no siente. La mayoría de las personas que se
ven impedidas de creer suelen ser temerosas y apegadas. Tienen una gran dificultad para
aceptar, con humildad, que pueda existir algo más allá de la comprensión de su intelecto.
Requiere una gran dosis de generosidad aceptar que alguien más poderoso que uno nos
haya dado la vida y el don con el que hemos sido beneficiados.
El mismo Woody Allen, que exuda talento por cada uno de sus poros, sostiene que
«hubiera tenido una vida mejor si no hubiera sido por mi timidez». No hay duda de que
una persona que se inhibe es mucho más desdichada que alguien que se vincula
sanamente. La cuestión parece ser mucho más profunda. Seguramente hubiera tenido
una vida mejor, tal como le podría suceder a cualquiera de nosotros, si el ego y la
neurosis no hubieran sido sus compañeros de ruta.
Dios no nos fuerza a creer en lo que no creemos, aunque él cree en quien no
cree. No solo cree sino que «se vale de» dudas y temores como un canal hacia la
creación humana. Qué mejor ejemplo que el de Woody Allen. A Dios no le interesa el
copyright, ni los créditos. No es grave que el hombre no crea en Dios; grave sería
que Dios no creyese en el hombre.
Nada sería más opresivo que un Dios obligatorio y un creyente obligado. No
hay gozo mayor que vivenciar espiritualmente (y no intelectualmente) la existencia
divina, la experiencia más pura, que no necesita intermediarios.
Te propongo en esta saga espiritual que constituye mi cuarto libro, que juntos
disfrutemos la posibilidad de vivir la vida como una cuenta progresiva. El nuestro será
un viaje hacia adentro, hacia arriba y hacia adelante.
12
Fuimos creados para purificar este mundo material con la verdad y la virtud como
herramientas. Con nuestras acciones podemos sembrar la tierra con pizcas de divinidad.
Esta es nuestra misión. Sin egos que nos quieran convencer de que estamos condenados
a morir desde el día en que nacemos. Algo tan valioso no es dado en vano; estamos en el
mundo para embellecerlo. Y esto no es negar la realidad ni inventarnos una mentira para
vivir con menos temores.
Cuando alguien nos hace un regalo, le estamos sumamente agradecidos. Supongamos
que nos regalan una importante suma de dinero. Estaríamos más que agradecidos. Sin
embargo, nos regalan la vida y todo lo que ella trae aparejado, pero nos cuesta creer en el
dador, y además le reprochamos que nos condene a muerte.
La vida es una toma permanente de decisiones. Día tras día somos dueños de decir
«sí» y de decir «no». Aquello en lo que nos enfocamos es aquello que veremos crecer;
podemos optar por quejarnos o por agradecer lo que nos ha sido dado. En función de
una u otra determinación, la vida será una cuenta progresiva o una cuenta regresiva.
La espiritualidad es una maravillosa alternativa disponible que podemos elegir. Dice el
rebe Menajem Mendel Schneerson: «Hemos sido condicionados para ver el paso del
tiempo como un adversario. Pero si aprovechamos, disfrutamos el momento, llenándolo
de proyectos y realizaciones, vive para siempre». Como dice aquella vieja canción de los
Rolling Stones: «Time is on my side». El tiempo está de tu lado.
13
1
Mejor que ayer, peor que mañana
Desde que el hombre tomó conciencia de la finitud de su cuerpo, el ego lo condenó a
vivir en una insoportable cuenta regresiva, donde el paso del tiempo, lejos de
enriquecerlo, lo va empobreciendo a medida que incrementa el temor a tener cada vez
menos años de vida por delante; por ende, menos oportunidades, y sueños escasos. Esta
actitud nos quitó aptitud para disfrutar de la vida y nos sometió a una desdichada espera,
acompañada de la certeza de que lo peor estaba por venir.
La decisión de vivir a contramano del «orden real» de la vida le quitó sentido a
nuestra existencia, haciéndonos vivir en el sentido inverso al de la evolución, el
crecimiento y la purificación. Como seres espirituales que vivimos la experiencia humana,
reducimos el papel del ser a un segundo plano, frente al rol primordial que le concedemos
al ego. Recordemos que, para el ego, la dimensión del tiempo solo es observable en un
reloj que el alma ignora, aunque finalmente arrastrada por el cuerpo termina
padeciéndolo. Esa alma individual, hija del alma universal, se ve apresada por nociones
inversas a las que rigen su existencia.
Si todos los sabios maestros coinciden en pensar la vida como experiencia de
crecimiento y aprendizaje, entonces no sería necesario vivirla como cuenta regresiva.
Precisamente, al cumplir años se supone que no vamos hacia un proceso de inmadurez y
falta de conocimientos. Todo lo contrario. A través de la historia se ha demostrado que
el paso del tiempo nos permite sacar provecho de lo que nos pasa. El gran
aprendizaje, ser nuestros propios maestros, eso justamente sucede cuanto más
tiempo pasa.
Sin duda, los comportamientos neuróticos nos inducen a repetir conductas que nos
llevan a la infelicidad. Asimismo, es cierto que el libre albedrío nos permite decidir
cuándo es hora de cambiar patrones arraigados y empezar a aprender. La vida es una
«cuenta progresiva», cuyo propósito es que el último día de nuestras vidas ofrezcamos
nuestra mejor versión, después de haber eliminado lo peor y atesorado lo mejor a lo largo
de nuestros días. Esto nos ayudará a cambiar nuestra actitud hacia la vida, y así evitar
enfocarnos en la carencia, en lo dejado atrás, y dirigirnos hacia la abundancia.
Aunque repitamos una y otra vez determinados conceptos, no necesariamente los
comprenderemos. Se deben experimentar, vivenciar. Si no percibimos, no vibramos. El
momento presente es el momento pleno, es cuando ponemos atención y actitud para
enfocarnos en el aquí y ahora, y lograr así un «estado de conciencia absoluta».
Reforcemos la idea de la vida como «cuenta progresiva» sacando lo mejor del pasado
14
para aplicarlo hacia un futuro mejor. De este modo, captaremos el presente sin grandes
esfuerzos.
Shakespeare decía que no hay nada bueno o malo en sí mismo, sino que es el
pensamiento lo que lo convierte en una cosa o en la otra. Pues bien, un pensamiento en
modo «cuenta progresiva» convierte lo que nos sucede en una experiencia más agradable
y valiosa que lo que sucede con la «cuenta regresiva».
El gran Viktor Frankl, sobreviviente de campos de concentración entre 1942 y 1945,
autor del libro El hombre en busca de sentido, mentor de la Logoterapia, sostenía que la
última de las libertades humanas es elegir la actitud a tener en la vida, cualquiera sean las
circunstancias a enfrentar. Frankl no fue precisamente un teórico. Sus palabras y los
hechos de su vida escalaron la misma montaña.
Vos, yo, cada uno de nosotros puede decidir qué actitud tomar frente a las
circunstancias que nos toque vivir. En todo caso, lo que no podremos evitar son las
consecuencias de nuestras decisiones.
El novelista español Manuel Vincent asegura que todos los días tenemos la posibilidad
de someternos a un examen rigurosísimo: mirarnos al espejo. Ese rostro que ves ahí,
afirma, es un examen.
La tarea no es sencilla, pero sí posible y muy valiosa. «Debemos hacerle ver al ego
que la cuenta de la vida no es regresiva, sino progresiva».
El ego y el conflicto caminan de la mano. Nada es suficiente para el ego y su apetito
insaciable. Por tal razón, la vida se torna en una cuenta regresiva, donde el tiempo nunca
parece alcanzar. Si no sometemos al ego a la necesidad del ser, de emprender causas más
edificantes, no nos será posible experimentar el verdadero sentido de la vida.
Esclavizados por el «yo inferior», la vida suele ser un cúmulo de padecimientos
interrumpidos por euforias efímeras, que nos llevan a una constante insatisfacción.
En los libros anteriores ya he descrito que nuestros pensamientos y acciones son
responsables directos de los hechos que vivimos. Actuar y pensar en la medida de
nuestros deseos de cambio, como una oportunidad de aprendizaje y de acumulación de
aprendizaje, es la llave que enciende la vida en cuenta progresiva. El ego es una poderosa
víctima que encuentra en la vida como «cuenta regresiva» una herramienta magnífica
para profundizar aún más su victimización.
El pensamiento luminoso nos modifica el sentido de la vida; accionar positivamente
interrumpe el timer. Desde los tiempos más recónditos, los maestros nos han enseñado
que todo tiene un propósito. Si la vida es aprendizaje, que lo es, tengamos en cuenta que
ninguna maestría debería desarrollarse contra reloj. El alma que ha encarnado en nuestro
cuerpo no cuenta con tiempo de más o de menos. Su presencia en este plano está
signada por la necesidad de acercarse a la luz, de volver a la luz, de volver a casa.
El alma peregrina el plano físico y se complementa con el cuerpo, que es el vehículo
que le asiste en el cumplimiento de la misión. Esta tarea no va de mayor a menor escala.
En sus experiencias terrenales, el alma avanza en forma progresiva. Hace su camino solo
regida por las leyes del universo. Si, como muchas veces nos sucede, tomamos la vida
con temor, como una carrera inútil donde el ego ilusoriamente cree retener el tiempo,
15
viviremos en cuenta regresiva. Es paradójico: retener no es una acción ni beneficiosa ni
espiritual. Dios es dador, en mayor medida, de quien menos retiene y hace espacio para
seguir recibiendo. Él nos dio la vida y nos concedió una misión; para la Divinidad el
tiempo es suficiente, para el ego, no. Siglos de enseñanzas nos han demostrado que lo
importante para el mundo material no lo es para el universo espiritual.
La vida espiritual no se mide en tiempos, sino en evoluciones. Avanzamos en
conquistas que nuestro potencial hizo realidad en función de la misión que nos ha sido
asignada. En ese camino, la paciencia es la «ruta divina». Deberíamos, por tanto,
entrenar la paciencia. Entrenar la paciencia es ensayar el camino a Dios. Dios ha
creado el universo con la intención de que los humanos lo civilizáramos y lo
perfeccionáramos. El proceso de perfeccionamiento es sutil. Se trata de una tarea
progresiva, que tiene a la vida como reflejo de ese proceder.
La vida no es manifestación de un cuerpo que cumple años, no es puntualmente una
cifra. La vida es manifestación de Dios, la divinidad se introduce en nosotros a través del
alma, que no se caracteriza precisamente por soplar velitas. Sería necio no admitir que el
cuerpo es visible y tangible. El alma, en cambio, es trascendencia. No hay realización
posible del ser sin un alma bien alimentada, al igual que su templo, el cuerpo, al que
debemos nutrir. Cuando transitamos el camino ascendente, la vida es una cuenta
progresiva. El alma, inspirada por el espíritu, va hacia lo más alto. No hay relojes del
alma, y si los hubiese, siempre darían la misma hora. Un pequeño juego de palabras nos
permitiría decir que el ego suele estar más pendiente del almanaque que del alma.
16
2
Desde el alma
Las escrituras hindúes describen que antes de la creación del mundo existía la
conciencia cósmica, el espíritu o Dios, el Absoluto. En el comienzo de la existencia, la
conciencia cósmica descendió al universo físico y se manifestó como conciencia crística,
conciencia de Dios. Cuando la conciencia crística desciende al cuerpo físico del hombre
se convierte en alma.
El alma es la supraconciencia o conciencia de Dios, que se torna individual cuando se
recluye en cada uno de nuestros cuerpos. Podemos, cual recipientes, nutrirnos e
hidratarnos de esa conciencia divina. Ya ungidos, expresamos lo más puro y elevado de
Dios en la tierra. Sin embargo, en muchas ocasiones optamos por ser repulsivos y no
receptivos de la conciencia pura. Y así, el alma se identifica con el cuerpo y se manifiesta
en forma de ego o de conciencia mortal.
Llegamos al mundo para cumplir una misión, munidos de nuestras capacidades y
talentos únicos. De manera progresiva, cuerpo y alma se van asociando; el alma es la
brújula del cuerpo para concretar la misión. La mayoría de las personas cree tener un
alma; algunos, incluso, sostienen que pesaría 21 gramos, aun cuando nos cueste pensar
en su «corporeidad», y que se manifieste.
Muchas veces el alma expresa sus necesidades. Lejos de gratificarla, simulamos
calmarla con algo material, cuando precisamente no es eso lo que está necesitando.
Inevitablemente surge el vacío existencial, la ansiedad nos colma, el alma no encuentra
calma y entra en acción el ego, que puede enfermar y extenuar el alma. Todos hemos
incurrido en el error de querer darle el alimento equivocado. El alma es humilde y se
nutre de nuestras buenas acciones, actos amorosos, meditaciones, pensamientos
luminosos y comportamientos virtuosos. Si el cuerpo se alimenta y el alma no, o a la
inversa, los problemas golpearán nuestras puertas.
El cuerpo es el vehículo para la expresión del alma, que necesita del cuerpo para
concretar la voluntad divina. El cuerpo es la fuerza material; el alma es la expresión, el
movimiento, la más acabada manifestación de la fuerza espiritual. Entendamos que el
cuerpo protege el alma vulnerable en el mundo material. El desafío es espiritualizar lo
material.
Dice el rebe Mendel Schneerson: «Lo que el cuerpo y el alma deben comprender es
que son más fuertes con el otro que sin el otro». Caemos en la arrogancia espiritual
cuando nos jactamos de alimentar el alma y la usamos como «pretexto» para vivir de
manera ermitaña, tendiendo a descuidar el cuerpo. En esta experiencia humana que nos
17
toca vivir, tal comportamiento no es el que Dios nos ha encomendado. El cuerpo,
compañero del alma en esta peregrinación, requiere ser cuidado y preservado como
preservaríamos un templo.
Nuestro combustible espiritual comienza a escasear cuando el alma anhela algo
superior a aquello con lo que creemos nutrirlo, el alma languidece y nuestra voz interior
nos susurra desesperanza, desazón. Una buena salida de «emergencia» para esos casos
es tomar nota y corrernos de lo exclusivamente superfluo para focalizar en aquello que es
trascendente.
Engordar el alma
A menudo experimentamos malestar, vacío espiritual. Intentamos llenar ese vacío
comprándonos algo material, como nuestras golosinas favoritas, o buscando mero placer
en una relación carnal de ocasión. ¿Quién podría juzgarnos por comprarnos lo que nos
gusta, disfrutar de un manjar o darle a nuestro cuerpo el sabor de la pasión? La cuestión
es que, cuando el alma llora, es a ella a la que necesitamos complacer. Una buena acción,
hacer lo que corresponde, tener un gesto de gratitud, de arrepentimiento, de disculpa o
procurar reparar un daño, nos darán la paz y el alimento que el alma necesita para re-
animarse (alma = anima). La hermosa sensación de volver el alma al cuerpo y no seguir
alejándonos de ella es tan gratificante como la plenitud en la que nos instala. Todo lo
contrario del vacío que habíamos experimentado. Es maravilloso observar cómo la virtud
regenera el alma y una vez que ello sucede y recobra existencia, sentir en el cuerpo el
bienestar que le proporciona.
La meditación y la oración, especialmente a primeras horas de la mañana, y cuando
finaliza el día, son herramientas muy valiosas para darle existencia al alma. La virtud es
el alimento del alma. No viviremos en paz si nos dejamos engañar por la ilusión del ego,
alejándonos de nuestras necesidades y valores espirituales. La búsqueda del bienestar
espiritual es eterna. La gran llave del tesoro se deposita en un cuerpo alineado con un
alma superior, impulsada por su vehículo en la tierra: el cuerpo. Como dice el rebe: «El
cuerpo es el pájaro, las alas, el espíritu».
La mayoría de nosotros ha crecido bajo la noción asimétrica de cuerpo y alma. Nos
inculcaron enfocarnos en lo físico, mientras el concepto del alma quedaba relegado a lo
inalcanzable, a que somos almas eternas encarnadas en un cuerpo «inferior». Si es
mayor la equidistancia de nuestra percepción de cuerpo y alma, será menor la
complementación de estos dos actores principales de nuestra vida. Cuando alma y cuerpo
se asocian en armonía, incrementamos el desarrollo de nuestra misión y activamos
nuestro potencial. Miles de años atrás, el hombre inició su incesante búsqueda espiritual
luego de descubrir que, si vivía en un estado interno de insatisfacción, no habría una
«buena suerte externa» capaz de compensarlo.
La vida sin propósito es mera supervivencia. La vida con un fin es trascendencia.
En el preciso momento de nuestro nacimiento comienza la encarnación: el alma entra en
18
el cuerpo, «se hace carne». Encarnados, la vida es quien nos lleva a nuestro destino,
aunque a veces nuestras decisiones lo convierten en un «desatino». La mayor o menor
realización del potencial marcará ese destino.
La finalidad superior del alma, la que nos da un propósito, es la concreción de la
misión. El «para qué» nos han mandado a la cancha a jugar este partido, a vivir esta
aventura, a superar este desafío. Dice el rebe Mendel Schneerson: «Podemos estar
biológicamente vivos o estar vivos de verdad, espiritualmente vivos». Hay una marcada
diferencia entre vivir cual fetos, comer, beber y dormir o estar plenamente vivos. De
niños solemos ser más inocentes, curiosos y puros; esas conductas suelen acercarnos a
Dios. Cuando renacemos, es decir, cuando ya adultos experimentamos el despertar
espiritual, recuperamos esos valores que nos acercan a lo divino.
El único «niño» que nos aleja de Dios es el ego. Este, aunque es una criatura, no
es precisamente ni puro ni inocente. Cuando optamos por no dejarnos dominar por esa
criatura egocéntrica es cuando revive en nosotros nuestra condición de criaturas divinas.
Releo la página 55 de Hacia una vida plena de propósito: «No hay lugar para el ego
cuando se crea a un niño». Ciertamente, un niño caprichoso como el ego no debería ser
el maestro o tutor de un niño puro e inocente.
Reloj, no marques las horas
Muchas veces pensé ​—probablemente al lector le haya pasado lo mismo— cómo
sería la vida a la inversa, como una verdadera cuenta regresiva: llegar al mundo ya
ancianos e irnos del mundo como bebés. Precisamente, el filme El curioso caso de
Benjamin Button así lo plantea. Del mismo modo, el ego nos hace vivir y nos hace creer
que esto sería mejor, ya que como bebés no podríamos ser capaces de sufrir al momento
de partir, como lo hacemos de adultos.
Dios es la causa de toda causa, la causa mayor. Nada que proceda de él sucede
porque sí. Llegamos al mundo siendo bebés y partimos ya ancianos. La vida es
aprendizaje, evolución y pureza, porque Dios obra a través de nosotros, sus canales de
luz y conciencia, y necesita que vivamos, primeramente, la experiencia de la infancia,
puros, libres e inocentes, para luego, a medida que vamos creciendo con el libre albedrío,
poder elegir si queremos volver a ser quienes éramos. Volver a ser criaturas, recuperando
la inocencia perdida, pero esta vez dotados de experiencia y sabiduría para volver a casa.
Afortunadamente no estamos aquí para ser títeres de un poder superior y
predeterminado. Disponemos de la posibilidad de ser individuos con deseos propios y
con la opción, no la obligación, de ser nobles, bondadosos, amables, compasivos; en
definitiva, vivir una vida virtuosa.
Llegamos con la necesidad de aprender, de ser recipientes vacíos que buscamos
sumergirnos en la profundidad de las enseñanzas que «la fuente» nos ofrece. Los
maestros nos conducen hacia ella, son obreros de Dios que permiten que esta nos
entregue el conocimiento que inunda el universo. Podemos ser niños curiosos,
19
absorbiendo la enseñanza que nos brindan, en función de nuestras inquietudes y
carencias.
La tarea encomendada es la de aprovechar, en la mayor medida posible, el potencial
que nos han otorgado en este plano para «este viaje». De acuerdo a las vivencias como
niños, y luego como adultos, podremos beneficiarnos con el don que nos ha sido
entregado.
El «trabajo» de la vida es finalmente la acción sublime que el alma desarrolle para la
concreción de la misión, uniendo la mente individual (yo) con la mente universal (Dios).
Hay un fluido divino: la conciencia pura. Es el lubricante y aditivo del motor de
nuestra travesía. Podemos abrir el tapón del recipiente y abrir paso al fluido, u obturar su
llegada. Podemos atraer y fluir con el fluido o podemos alejarlo y repelerlo. La vida es
una cuenta progresiva dotada de reglas magistrales.
Cuando tu niñez dio paso a tu juventud, te sentiste pletórico de energía, aunque no
contaste con la orientación suficiente. Al llegar a la adultez, la dirección estaba mejor
alineada y balanceada, aunque la energía no era suficiente. Si pudiéramos preparar el
trago ideal para estos casos, necesitaríamos combinar dosis de sabiduría creciente, elixir
de la existencia, con la porción inevitable de la pasión decreciente que el reloj pretende
robarnos.
Más allá de lo que la espiritualidad nos ha enseñado todos estos años, acerca de que
las personas pueden tornarse más sabias con los años, un reciente informe científico
publicado en el New York Times parece confirmar esta afirmación. Un paper editado por
la revista Psychological Science demuestra que aspectos cognitivos de nuestro cerebro
recién logran cristalizarse en la edad adulta. Algunos tests realizados con personas de
entre 10 y 84 años han dado como resultado que ciertas habilidades, como las necesarias
para mantener mejores relaciones personales, como los juicios que emitimos y la
resolución de situaciones engañosas, están más desarrolladas en los individuos de mayor
edad.
Pelea de fondo: egoísmo versus amor
Cuánto nos cuesta evitar identificarnos con nuestros egos. Una y otra vez nos
dejamos llevar más de la cuenta por lo que el falso ser nos propone.
El «ego es separación»; el amor universal es unidad. Pese a que nos hayan inculcado
el temor a Dios, Dios es amor. El alma trasciende al cuerpo, porque es amor puro y
eterno. Como dice el rebe Menajem Mendel Schneerson: «El amor es el componente
singular más vital de la vida humana». Al decir «Dios es amor», no pretendemos instalar
un eslogan o consigna; nos estamos refiriendo a su esencia, su lenguaje, al sostén del
alma. Suelo repetir que Dios no habla en ego, su lenguaje es otro. Pretender
comunicarse con él desde el ego es como intentar realizar una llamada desde un teléfono
descompuesto.
No valoraríamos la luz si no existiera la oscuridad. El egoísmo es una acción que
20
nos aleja, aunque sea involuntariamente, del amor. Sin embargo, las consecuencias de
nuestros actos egoístas pueden ser el impulso de la necesidad de un anhelo amoroso.
Algunas «máximas» surgen de las enseñanzas que nos da la vida: «el que no aprende, se
joroba» y «no le hagas al otro lo que no te gustaría que te hagan a vos».
Estamos a tiempo de empezar a darles a los demás lo que desearíamos para nosotros
mismos, de brindarle al prójimo lo que desearías que te diera. No hablamos solo de lo
material. Todos tenemos algo para dar, para ayudar, ya sea tiempo, amor, escucha,
comprensión. Finalmente, recibiremos aquello que dimos, que brindamos.
Nadie está obligado a amar de modo forzado, condicionado o interesado; no es
nutritivo para el alma y no alimentará ni a quien dice amar, ni al supuesto amado. El
amor egoísta es, en sí mismo, una gran contradicción. Sería como el «hambre
opípara».
Solo estaremos en paz merced al amor que prodiguemos a los demás, «amor
altruista» y amor que nos concedemos naturalmente a nosotros mismos, amor al propio
ser.
Todos somos conscientes, en nuestro fuero interior, de nuestras acciones egoístas y
de nuestras acciones amorosas. Un examen de conciencia, a solas, sin intermediarios ni
interferencias, revelará cuánto nos respetamos y cuánto respetamos a los demás, cuánto
nos engañamos y cuánto engañamos a los demás. Quienes respetan su «veredicto»
interior suelen ser respetuosos de los otros. No hay grandes asimetrías entre aquello que
solemos perdonarnos, lo que realmente creemos de nosotros y las críticas y juicios que
hacemos a los otros.
Cuando solemos hablar de los otros, estamos, en realidad, hablando de nosotros
mismos. Una buena receta sería: intentar tratar a los demás como nos gustaría ser
tratados.
El amor egoísta (la gran contradicción) es una consecuencia lógica de las luchas de
nuestro ego interno, entre priorizar a Dios y después a sus criaturas. Si hiciéramos un
lugar en nuestro interior, podríamos amar simplemente al otro, y no someter este
sentimiento a prueba cada vez que suceda algo. El amor es la unidad y la interrelación de
las almas en el cosmos, y no el caos de la división de los hombres. Las acciones
amorosas, el dar sin esperar retorno, sin el vuelto, son alimentos del alma. Un alma
alimentada, gratificada, pone en marcha el cumplimiento de la misión. El amor que se da
y el amor que se recibe son decisivos para elevar nuestro potencial a las máximas alturas
y a los brillos más luminosos.
Progresamos en la vida espiritual cuando, día a día, vamos procurando darle
existencia al alma desde la introspección. Después de todo, no somos más que almas
inspiradas por el espíritu divino. En la cuenta progresiva cada acción, por más mínima
que sea, «cuenta» progresivamente, tanto sea para nuestra evolución o la realización de
nuestra misión, o para su retraso y alejamiento.
Volver a casa
21
Hay un destino circular en cada uno de nosotros. Somos enviados al plano físico
procedentes del hogar divino, vivimos una experiencia humana y regresamos a nuestra
fuente de inspiración, a la que volveremos con nuestra última exhalación. Mientras
permanecemos aquí (hay algo extraño), sentimos la necesidad de volver a casa. El
desasosiego que experimentamos en muchas ocasiones es una muestra de nuestra
añoranza y surge una inevitable melancolía. Nos sentimos lejos de casa.
El alma exiliada no se siente a gusto en la «habitación de huéspedes» que el ego le ha
preparado. Una sensación contrapuesta nos invade cuando reconectamos y se manifiesta
el bienestar espiritual, que nos devuelve al camino, al encuentro del objetivo interno con
el objetivo externo. Cuando la «sensación térmica» de estos fines es semejante en ambos
lados del «vidrio», este no se rompe.
El hogar divino que tanto añoramos es la «morada del alma», donde, a diferencia del
que nos propone el ego, sentimos que no hay nada que temer y que todo es para amar.
Los ventanales de esa casa disponen de vidrios hacia el exterior que manifiestan nuestro
yo interno, el que nos permite ver y nos hace visibles al mundo material. Y vidrios
internos que reflejan nuestro yo verdadero. Si hay armonía entre ambos, nos sentiremos
en paz en nuestro hogar. Es cuando logramos estar a gusto con nosotros mismos.
Podemos ser nuestro invitado favorito o nuestro peor huésped.
Hay una enorme relación entre nuestro nivel de fatiga o de inspiración y la
forma en que nos estemos relacionando con nosotros mismos. A menudo se dice
que una persona que ya no se soporta a sí misma «no puede con su alma». Por el
contrario, quien se siente a gusto consigo mismo está «de buenas con su alma». En ese
punto, emerge la inspiración (conexión con el espíritu) en nuestra vida. No hay espacio
para la habitación del ego en el hogar divino.
Necesitamos generar espacios para contribuir a la presencia de Dios en nuestras
vidas, para permitirnos que nos proteja, y no sobreproteja. Dios es protector, no
sobreprotector. Si no dejamos a nuestros hijos crecer, elegir, tomar riesgos o
equivocarse, no permitiríamos su desarrollo. Asimismo, un Dios sobreprotector no
permitiría nuestro crecimiento y, por ende, no podríamos vivir la vida como cuenta
progresiva.
No tendría sentido volver al hogar divino si no eligiéramos hacerlo. No hay razón
para elegir a Dios en forma compulsiva y por imposición dogmática, cuando él nos dio la
opción de elegirlo. La espiritualidad es la necesidad consciente de Dios, reitero, la
necesidad, no la obligación. Cuando sentimos verdadera necesidad de Dios y en esa
necesidad aprendemos, es cuando decidimos nuestra propia elección..
Es lógico pensar a un Dios que nos necesita felices por elegirlo y no temerosos
en caso de no hacerlo. Cuando nos comportamos según lo que otros predican, no
somos nosotros mismos. Siempre es bueno recordar que evolucionamos en la medida
en que desarrollamos la habilidad de manifestar todo lo que somos.
El traje prestado
22
La vida material, el cuerpo en el que encarnamos el alma son limitados. El alma es
noble e incorruptible. El cuerpo tiene fecha de vencimiento, pero es mucho lo que
podemos hacer para complementarlo con el alma y no tener que reintegrarlo antes del
horario de devolución. Supongamos que nos invitan a una fiesta, alquilamos un
esmoquin, las mujeres piden prestado un vestido. Lo ideal es que nos quede bien y que
lo podamos usar cómodamente durante toda la fiesta. Nosotros podemos trabajar mucho
y bien durante nuestra existencia para sentir nuestras vestiduras a la medida de nuestras
tallas, y cuidarlas para que nos acompañen digna y elegantemente toda la velada.
Decía el viejo testamento que uno no tiene derecho a lastimar su cuerpo, ya que no
es de su propiedad sino de Dios, ese cuerpo que nos ha sido concedido, bien cuidado y
bien alimentado, es el que el alma necesita para su paso por este plano. El alma debe
sentirse a gusto en el cuerpo que encarna. Somos seres espirituales que residimos en un
cuerpo. Si el cuerpo físico es maltratado, no viviremos bien, tal como sucedería en un
lugar que no cuidamos, que no honramos.
El cuerpo alberga al alma y el alma es la línea de contacto del hombre con Dios, es
como una línea invisible de puntos que nos conecta al alma universal. Hay sufrimiento en
el alma cuando hay sufrimiento en el cuerpo. Si el alma no encuentra lugar para
expresarse, esa tensión entre alma y cuerpo se convertirá en enfermedad. En otras
palabras, podríamos decir que la cincha se ha cortado, y caen los contendientes de
ambos lados.
El alma que no se manifiesta no evita la emoción que la está inquietando. Ese
desequilibrio de emociones y energías no permite que se complemente con el cuerpo y
que este, inevitablemente, se manifieste, enfermándose. El cuerpo no requiere de un
culto, sino de la responsabilidad y la conciencia de la importancia de estar sanos, de ser
saludables. En algunos idiomas la etimología de la palabra «salud» es la misma que la de
la palabra «santidad». Santificar el cuerpo no significa que debamos ser físico-culturistas
ni pasar horas y horas haciendo dietas y esfuerzos físicos denodados en gimnasios y
pistas. Honrar el cuerpo es cuidarlo armoniosamente para sumarle años a la cuenta
progresiva y darle sostén al alma para que pueda concretar su misión.
Hoy ya no se discute que un alma gratificada le da al cuerpo un espíritu saludable,
que la meditación, el yoga, la respiración consciente fortalecen nuestro sistema
inmunológico y son generadores de serotonina. Así como el ego es un gran
inmunodepresor con sus dosis de miedo, envidia, rencor y orgullo, el proceso inverso se
desata en nuestro organismo cuando lo fortalecen las acciones virtuosas.
La «mezquindad» del ego es «generosa» en la aparición de enfermedades. Es
habitual que nos enfermemos luego de un disgusto que deprime nuestras defensas, y es
lógico que así sea. Imagino al lector pensando a la distancia alguna circunstancia
desagradable e inesperada que luego devino en alguna enfermedad, en algunas ocasiones
muy grave, como acontece en muchos casos con el cáncer.
Ninguno de nosotros está exento de enfrentarse por problemas inesperados y, por
ende, con enfermedades que, en gran medida, somatizamos por esos episodios. Es muy
importante entender que, salvo en situaciones extremas, el manejo de las emociones nos
23
puede ayudar no sólo a no enfermarnos sino también a sanarnos. No se trata solo de la
mera desaparición de síntomas, sino también de comprender las razones que nos
enfermaron y la posibilidad de no volver a padecerlas.
El cuerpo no nos pide demasiado: alimentarse medianamente bien, descansar lo
necesario y cuidarlo no solo cuando enferma. El cuerpo pide ser escuchado:
generalmente nos avisa acerca de algo que lo está incomodando. Admitamos que muchas
veces, lejos de escucharlo, lo acallamos, camuflando o eclipsando el dolor sin tener en
cuenta lo que nos quiere expresar.
No solemos encontrar en los supermercados, góndolas con alimentos para el alma,
tampoco en clubes y gimnasios, rutinas para su «musculación». El alma se fortalece con
combustible espiritual, la energía divina surgida de los actos que hacemos y que
convierten a la tierra en un lugar más parecido al cielo. Dice el rebe Schneerson:
«Alimentar solo el cuerpo pero no el alma es alimentar a la mitad de una persona». El
cuerpo necesita dormir, Dios aprovecha nuestro descanso nocturno para escindir el alma
del cuerpo y purificarlo, así una vez depurado, tras pasar por el fuego divino, podamos
empezar un nuevo día.
He sufrido y sufro ocasionalmente insomnio como consecuencia de eventuales
preocupaciones que algunas noches el rap machacante del ego convierte en obsesión. Por
mi trabajo, que me obliga a levantarme poco después de las cuatro de la mañana, he ido
más de una vez a la radio, como se dice vulgarmente, «sin pegar un ojo». Supe luego de
un par de noches en vela, y más allá de inductores del sueño, lo que es el temor a no
volver a conciliar el sueño. La preocupación original que me impedía dormir dio lugar a
la preocupación principal, el temor a no dormir.
No dormir o no hacerlo bien nos enrarece el alma. Solo el sueño profundo le permite
a esta regenerarse y nutrirse, abrevando en las aguas de la fuente del espíritu. El cuerpo
físico es la habitación del alma: debemos revisar la habitación que le estamos ofreciendo.
Si es luminosa y espaciosa u oscura, pequeña y destemplada. Pues bien, el cuarto que le
des al alma refleja el cuidado que le das al cuerpo.
Tira y afloje
En un principio, cuerpo y alma conviven cual pareja inexperta; lejos de
complementarse, tratan de imponerse el uno al otro simultánea y recíprocamente. El
cuerpo, aliado con el ego, procura someter al alma a fuerza de caprichos e
incomprensión, cree estar ganando la pelea pero inevitablemente su salud flaquea y
comienza entonces a entender que depende del alma. Abrumado por las evidencias y más
allá de la férrea resistencia del ego, necesita dejar de luchar con el alma para asociarse
con ella.
Un cuerpo sano es la plataforma de un alma que puede manifestarse a sus anchas.
Por sí sola, la energía física no nos lleva a ningún lado, dado que es el alma la que se
encarga de encauzarla. Así es como la energía física da paso a la energía del alma,
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retroalimentación que cuerpo y alma ofrecen para nuestro bienestar físico y espiritual.
La liberación de endorfinas nos hace sentir en plenitud física y mental. El cuerpo
sano no es un valor en sí mismo. El regocijo que experimentamos, por ejemplo, después
de correr es también el que nos proporciona un alma que se oxigena, y como tal disfruta
de los beneficios que este le genera. Somos almas individuales que llegamos a este plano
material para refinarlo e introducir pizcas de divinidad. El alma nos proporciona el
crecimiento espiritual y el cuerpo es el gran cómplice para alcanzarlo. Nuestro
crecimiento espiritual se desarrolla hasta el último minuto de nuestra existencia física,
necesitamos un traje lo más impecable posible para «lucirlo» la mayor cantidad de
tiempo posible.
25
3
El crecimiento espiritual
Todos nosotros tenemos, en mayor o menor medida, un concepto, una idea acerca de
Dios. La mayoría desea vivir la experiencia de la instancia superadora, una percepción
directa divina. El concepto de Dios, no el sentido intelectual. Dice Paramahansa
Yogananda, una de las personalidades espirituales más prominentes que el siglo XX nos
trajo desde la India a Occidente: «No busques a Dios con un fin secundario, el día que tu
amor al señor sea tan grande como el apego a tu cuerpo mortal, él vendrá a ti».
Suelo decir que en la vida espiritual el orden de los factores sí altera el producto, y en
esta dimensión la secuencia marca la diferencia. Primero es tiempo de devoción, luego de
actividad; primero hacemos bien el bien, generamos espacio para Dios en nuestras vidas
y luego él se presenta. Hacer bien el bien no es simplemente concretar una acción
especulando con el resultado que esta trae aparejado. Hacer bien el bien es enfocarse en
lo que hacemos, independientemente de lo que obtendremos, con pensamientos
amorosos que ofician como «llamadores divinos».
No estamos obligados a hacer lo que no queremos. Se nos ha concedido la facultad
de actuar, pensar y sentir por la senda que nos aleja de quienes somos esencialmente. El
plan que ejecutemos será más o menos edificante, espiritualmente hablando, cuando
actuemos con espíritu constructivo. No sólo la divinidad se revela sino que esta se
canaliza a través de nuestras acciones. Pasamos a ser los pies, las manos y la voluntad de
Dios para la concreción de sus designios. Asimismo, podemos obrar como canales
exclusivos de nuestros egos para la concreción de sus incesantes demandas.
En Proverbios está escrito: «El que se empeña en la caridad y la generosidad
encuentra vida, bondad y honor». Se dice que la caridad empieza por casa, y también
podemos decir que la caridad empieza como expresión auténtica de un alma humilde. La
arrogancia y caridad no son compatibles.
La caridad es hija de la necesidad de quien recibe, pero también de quien tiene
el anhelo de dar para gratificar su alma. El libre albedrío se manifiesta en nuestra
voluntad de dar o no dar y en la forma en que, en todo caso, lo hagamos. Con
abnegación y humildad o con desconfianza y especulación. Seguramente, Dios podría
haber distribuido en porciones más parejas riquezas y pertenencias. Si así sucediese,
cabría preguntarse: ¿quién sería generoso? Dice el rebe Menajem Mendel Schneerson:
«Necesitamos compartir lo que nos ha sido dado; lo que damos no es nuestro, nos lo
prestó Dios con el fin de permitirnos el don de dar».
Cuanta mayor prosperidad nos estén proporcionando, mayores oportunidades y
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privilegios de dar nos estarán enviando. El hombre más rico del mundo, Bill Gates, y su
esposa llevan donados a la fecha a través de su fundación más de treinta mil millones de
dólares. Lejos de empobrecerse, cada día son más ricos en todos los sentidos. Si
logramos éxito y riquezas es por decisión y bendición de Dios, no sólo por el esfuerzo y
talento que hayamos puesto para lograrlo. Nos pueden dar el poder de alcanzar la
prosperidad, que no se convierte necesariamente en una bendición. Si no somos capaces
de discernir cuál es nuestra misión, la prosperidad terminará por empobrecernos.
El hombre que no es consciente de que lo recibido debe ser honrado y merecido, no
vive en paz, más allá de lo que haya logrado. Sin conciencia pura, la riqueza material
termina por provocar un temor constante a que no sea suficiente o a que podamos
perderla en su totalidad. Como dice el rebe, si usamos la riqueza con fines caritativos y
filantrópicos en lugar de gastarla sólo en el deseo del momento, lograremos que el dinero
se vuelva eterno.
La tradición judía sostiene que la Tzedaká (solidaridad) abre nuevos canales de
riqueza desde lo alto. Digamos que así como se hace camino al andar, se abren
nuevos canales al dar. Antes de decidir con cuánto ha de bendecirnos en el futuro, Dios
observa cuánto hemos dado de nuestra riqueza anterior.
Cuenta la leyenda que un rabino le aconsejó a un empresario afligido por sus escasas
ganancias que empezase de una buena vez a ser caritativo; en definitiva, que convirtiera
a Dios en su socio, que como cualquier socio haría todo lo posible para asegurarse que a
la empresa le fuera bien.
El crecimiento espiritual es la cabal comprobación de que los logros materiales nunca
resultan ser suficientes. Buscamos algo más allá, el hombre sale al encuentro del ser, el
ser por el camino del alma lo conduce a Dios. El poder terrenal, material, las riquezas nos
atraen, pero no debemos olvidar que no se trata de atracciones perdurables. Más tarde o
más temprano necesitamos satisfacer demandas que no perezcan, que sean
trascendentes, que nos salvan del vacío existencial y regeneran nuestro ser.
En el mundo espiritual, la noción de tiempo no queda registrada en relojes sino
en las porciones de cada una de las existencias que nos lleve a aprender.
Necesitaremos más vidas para aprender, que otros; hay almas que son opacadas una y
otra vez por nuestra constante predilección por la materia. El ego aletarga al alma, el
temor y el sufrimiento van dejando marcas en la existencia de millones de personas, que
tendemos a repetir los mismos errores una y otra vez.
En esa condición, la vida es una cuenta regresiva; sin embargo, el proceso de
crecimiento espiritual nos va permitiendo abandonar identificaciones vanas y comenzar,
con mayor o menor intensidad, a evolucionar y a aprender. Cada humano termina por
elegir cuándo decide abrirse camino por sí mismo hacia el ser.
Escalera al cielo
La vida es una cuenta progresiva ascendente, jalonada por peldaños que nos irán
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llevando al reencuentro con Dios. Cada vez que damos amor, que actuamos
correctamente, que nos ponemos al servicio, nos vamos elevando, vamos progresando.
El ego te propone trepar, pero lo que el alma necesita es elevarse plácidamente. Cada vez
que meditamos ascendemos hacia Dios, a través de lo que los maestros llaman la «senda
interna». Podríamos decir entonces que la escalera al cielo tiene una senda interna, la de
la meditación, y una externa, la de la acción.
Si meditar es «dar existencia al alma», su activación le da vida a lo que mora en
nuestro interior y enciende la chispa divina. Paramahansa Yogananda señala: «Quien
conoce su alma entiende que existe más allá de todo lo finito y puede ver que el espíritu
se ha manifestado como el vasto cuerpo de la naturaleza». El crecimiento espiritual nos
permite recuperar la divinidad. Decimos y enfatizamos el verbo recuperar, ya que pone
de manifiesto el hecho de volver a sentir algo que ya sentimos, algo que ya tuvimos, que
nos había sido dado y que sin embargo habíamos olvidado o dejado de lado.
El camino espiritual es un sendero de reconexión, por intermedio del «ojo espiritual»
volvemos a ver a Dios. El alma es intuitiva; la intuición, ya que hablamos de ojo
espiritual, es la «visión esotérica». A la hora de intuir con nuestros cinco sentidos, el alma
puede prescindir de ellos. Cuando hablamos de intuición, hablamos de un sexto sentido.
La vida como cuenta progresiva nos da la oportunidad de ir afilando y calibrando
nuestras capacidades intuitivas. Todos las tenemos, algunos las desarrollan y otros aún no
han optado por hacerlo. También podemos recibir inspiración aunque no todos
trabajamos de igual modo para ser uno con el espíritu. Recordemos que, cuando estamos
en espíritu, estamos inspirados, y como seres intuitivos hacemos lugar a la manifestación
del alma.
Inspiración e intuición son dos tesoros que nos han sido dados, que siempre pueden
ser recuperados, y son de gran ayuda para nuestro crecimiento espiritual. La inspiración
nos conecta con la posibilidad de desarrollar nuestra misión, nos dejamos usar
creativamente para oficiar de canales divinos. Inspirados, conectamos con el WiFi de
Dios, que nos permite navegar por los sitios del universo, donde se encuentra disponible
lo que necesitamos para su obra.
La intuición hace del ser una persona segura de su fe y de su acción, que no teme el
camino a seguir ni las decisiones a tomar y que puede enfocarse en el presente, sin
perder la concentración, el paso previo a la llegada de la información que le envía el «ojo
espiritual».
La escalera a Dios por la que asciende el alma es la escalera de la conciencia, que va
iluminando, escalón por escalón, el sendero espiritual ascendente.
Celebra la vida
Deseo que muy pronto podamos enseñarles a las nuevas generaciones (y desde muy
pequeños) a disfrutar la vida sin sentir culpa por hacerlo, a hacerles saber que, si quieren
ser felices, intenten apegarse lo menos posible a aquello con lo que se crucen y obtengan.
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En general, incurrimos en la necesidad material de apego con el argumento de gozar de la
vida, que se termina convirtiendo en la razón por la que precisamente nos vemos
impedidos de hacerlo. Miles de años atrás, Buda nos enseñaba que el sufrimiento es hijo
del deseo.
Solemos pensar que el remedio para nuestras desdichas debe ser un antídoto contra
nuestras carencias materiales, nos aferramos férreamente a nuestras riquezas, temerosos
de perderlas y terminamos por convertir el remedio de la posesión en la enfermedad de la
envidia, la avaricia y la insatisfacción. El ego nos adjudica logros que, por un lado,
siempre le resultan insuficientes, pero a su vez no puede concebir perderlos. Si
aprendiésemos a tomar lo obtenido como una bendición que nos ha sido dada con un
propósito, no temeríamos tanto ni preservaríamos denodadamente lo ganado.
A mayor dependencia de las necesidades egocéntricas, menor libertad. Sepamos
agradecer los dones, y las energías que nos ayudaron en nuestras conquistas las
disfrutaremos con mayor plenitud y menos culpa. Es lógico y muy humano lamentarse
por el paso del tiempo, pero no es recomendable perderlo en lamentos, en lugar de vibrar
con cada momento presente. El alma nunca envejece, se torna más vibrante, lo que
somos esencialmente no tiene edad y siempre ocupa el mismo espacio espiritual, más allá
de la edad del cuerpo de quien la porta.
Hemos dicho en más de una ocasión que el alma se alimenta a través de la luminosa
energía que emana de las acciones nobles, por lo tanto, independientemente de nuestra
edad, siempre podremos tener el alma bien alimentada. Sólo ella nos conecta con Dios,
un alma bien alimentada nos asegura una buena conexión. El alma es el camino, no la
mente. Así lo explican los hindúes: «Dios no es la mente. Es verdad que Dios la creó,
pero él es superior a ella, de modo que no podemos concebir a Dios en nuestras
mentes».
Una madre puede dar a luz a un hijo, no un hijo a una madre. El lugar por el que
Dios se «filtra» en nosotros no es la mente, es la conciencia divina, que se ha diseminado
y condensado en nuestros cuerpos.
Somos, por excelencia, un campo energético de gozosa energía. Sin embargo, para el
ego, gozar de la vida es reprochable y nos mortifica con dosis de culpa que aparecen
cuando estamos en pleno disfrute. Un gran antídoto para estas circunstancias es aprender
a percibir la bendición que se oculta en cada cosa que Dios nos envía para que
disfrutemos conscientemente.
La conciencia nos permite obtener la sabiduría necesaria para discernir qué es lo
erróneo, por lo que podemos percibir que estamos haciendo lo correcto y que es muy
disfrutable. La conciencia nos orienta como una brújula para establecer que nuestro goce
no es egoísta, y también sabrá enseñarnos a no disfrutar comportamientos que terminen
siendo generadores de sufrimiento y enemigos de la felicidad.
En La búsqueda eterna, Paramahansa Yogananda describe que el egoísmo es la
causa primordial de los infortunios del mundo, ya que sólo se trata de satisfacer el propio
interés del individuo y así se pone en marcha la ley kármica de causa y efecto que
termina por destruir inevitablemente su felicidad personal y la de los demás. Aunque nos
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hayan inculcado todo lo contrario, no es lo mismo «celebrar la vida» y ser egoístas. Si no
disfrutamos qué somos y con qué contamos, y solo nos enfocamos en lo que los otros
tienen, construiremos una usina del resentimiento. La felicidad suele comenzar cuando
damos y deseamos a los otros lo mismo que quisiéramos recibir.
Los testimonios de las personas que llegan a edades avanzadas en paz suelen
coincidir. Afirman que lo más importante de sus vidas son los vínculos, y que los
momentos de mayor felicidad fueron aquellos en los que sintieron dicha por hacer
dichosos a los demás. De hecho, en algunas páginas más adelante observaremos un
interesante estudio que así lo ratifica.
El mayor gozo es el gozo divino, es la sensación de no sentir el alma aprisionada, y la
hermosa experiencia del bienestar espiritual que supera en trascendencia cualquier euforia
material. El gozo divino no viene acompañado ni de culpas ni de remordimientos, no
genera «resaca». Quien pueda gozar con el alma podrá disfrutar dignamente de sus
conquistas materiales.
No hay satisfacción externa que perdure si no hay satisfacción interna. La
disconformidad del hombre egoísta proviene de una insatisfacción mucho más profunda:
no haber encontrado real significado a sus propias metas. Y en este caso, no habrá dinero
suficiente ni prosperidad que alcance.
Todos podemos aprender a buscar y a encontrar el verdadero gozo y celebrar la vida.
Una forma de orientarnos en ese sentido es poder llegar a comprender el concepto de la
vida como una cuenta progresiva. Venimos aquí a progresar. La muerte no marca el final
—aunque es duro aceptar la ausencia física—; para el alma es tan solo un nuevo
comienzo.
La ley de la evolución es la que impulsa al alma a encarnar varias veces en vidas
progresivamente superiores que sólo se pueden ver «demoradas» por el efecto kármico
de las acciones desacertadas y «aceleradas», gracias a los avances espirituales que
finalmente nos permitan alcanzar la realización del ser y la unión con su creador.
Lograda la liberación, son pocas las almas que regresan a la tierra por su propia
voluntad, y adquieren la «maestría» para ayudar a otros seres en su liberación. Cabe
destacar que se trata de encarnaciones excepcionales.
Todo está en constante proceso de evolución, todo lo que existe está en constante
evolución. Permanentemente se está operando un cambio progresivo. Nada en el
universo permanece estático. La evolución es Ley Universal, Ley Divina. Todo lo que
existe evoluciona para progresar, para perfeccionarse. Dice Madu Jess, en su libro
Conocimiento de la vida, que la meta que nuestra alma persigue es la perfección, y que
cada vida humana debe proporcionarnos un adelanto que nos coloque en un lugar más
avanzado en el camino hacia la perfección anhelada.
Celebrar la vida no es vivirla sin dolor. Una existencia carente de ese tipo de
emociones no es propia de un mundo con Dios. Si imaginásemos un mundo
despojado de Dios, el sufrimiento y el dolor serían estériles, sin propósito alguno
de aprendizaje.
El dolor es un gran impulsor, un elevador del compromiso espiritual. Lo expresa el
30
rebe Menajem Mendel Schneerson al sostener que el dolor es un síntoma a corto plazo,
de un dolor a largo plazo que debemos enfrentar. Muchas veces sucede que el dolor se
convierte en una «bendición disfrazada».
Si bien el dolor y el sufrimiento forman parte del misterio de la vida (ignoramos su
sentido), finalmente son formas que Dios utiliza para comunicarse con nosotros.
Tememos a la muerte porque el ego mortal es el que nos induce a experimentar esa
emoción. Por lo tanto, tengamos presente que el ego es ignorado por el espíritu y el
espíritu no conoce al temor, no conoce a la muerte.
31
4
Las escalas de la cuenta progresiva
Recurro a un magnífico material que aportó, años atrás, José Trigueirinho, notable
filósofo espiritualista, autor de decenas de libros. En este caso, me centraré en su
descripción sobre los septenios, períodos de siete años en los que divide la vida
cronológica. Trigueirinho asegura que nuestra concepción del tiempo se va relativizando
cada vez más, y que el nacimiento y la muerte obedecen a causas cósmicas superiores al
entorno físico material del hombre.
Agrupa el desarrollo de las características que hacen a nuestro comportamiento y
evolución en ciclos de siete años de duración.
Primer septenio (0 a 7 años)
En este tramo nos rige la tierra y lo que prevalece es el instinto. Es el tiempo del
cuerpo físico, el espíritu solo permanece abocado a la creación de la forma corporal
humana.
Segundo septenio (7 a 14 años)
Regido por Mercurio, predominan los hábitos. Es el septenio del cuerpo etérico. Las
enfermedades febriles infantiles son las encargadas de acelerar el proceso de depuración
de «restos etéricos» materiales. El cerebro termina de formarse, y es «abandonado» por
las fuerzas del crecimiento, que se transforman en las del pensamiento. En esta etapa se
forman los órganos del aprendizaje que nos permitirán recibir al mundo espiritual.
Tercer septenio (14 a 21 años)
Regido por Venus, dominado por el deseo, es el ciclo del cuerpo astral. Desarrollamos
interés por él. Los juicios que elaboramos en esta etapa están impregnados, sin escalas,
de simpatía o antipatía.
Cuarto septenio (21 a 28 años)
Regido por el Sol y dominado por el motivo, esta escala de la vida es la del alma
sensible, es tiempo de sol en el alma. El Yo termina su acción sobre el cuerpo físico. El
hombre se hace responsable; se empiezan a discernir las relaciones familiares y las
sociales.
Es el momento en el que solemos elegir entre el camino de la estabilidad o la rebelión,
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y los juicios se empiezan a tomar con más seguridad. A los 21 años hay una crisis de
identidad sin un «yo» equilibrado.
Pueden generarse estados de inmadurez permanentes. Se presentan sensaciones que
no se manifiestan con claridad y que el individuo tiene inconvenientes para sentir. Es un
tiempo, si se quiere, peligroso, se presenta un vacío del alma que puede conducirnos a la
neurosis existencial.
Quinto septenio (28 a 35 años)
Regido por el Sol, vuelve a estar dominado por el motivo, este septenio es el del alma
racional. Era considerado el de la mitad de la vida: cuando la persona y su estructura se
cristalizan o se abren al camino espiritual. Aquí las fuerzas anímico-espirituales que
ayudaron al máximo despliegue físico durante el crecimiento comienzan a «invertir» su
dirección. Es importante señalar que es la época en que la acción intensiva del pensar no
tiene parangón con ninguna otra.
En esta etapa, el yo se emancipa del alma, todo se metaboliza a través de la razón. Se
califica al mundo según lo que el yo considera lógico o no. Surge una crisis originada en
el «sentir envejecer» que puede llevar a valorar lo logrado, y consolidarse y
autoafirmarse, o por el contrario, a enfocarse en aquello que aún no se ha obtenido, por
lo que ese razonamiento nos puede llevar a la depresión.
Sexto septenio (35 a 42 años)
Regido por el Sol, el motivo sigue siendo dominante. Es el septenio del alma
consciente. Precisamente, es la expansión de la conciencia la que permite el desarrollo de
una voluntad creciente. Irrumpimos en un nuevo espacio, el suprasensible. Si en esta
etapa logramos superar algunas perturbaciones anímicas como la depresión, es factible un
acceso más profundo al mundo espiritual, el que ya está iluminando el alma humana.
Se da una verdadera transmutación de fuerzas: el ser humano finalmente se descubre
como parte del todo. Este septenio es un escalón al mundo divino.
Séptimo septenio (42 a 49 años)
Regido por Marte, domina la aspiración y la fuerza de la palabra. Es el septenio del
yo espiritual. Es el primero de desarrollo espiritual: el alma se pone al servicio del
espíritu, conecta con el mundo físico para que el espíritu pueda expresarse. Son años de
acción pero, a su vez, son años destinados a superar nuevas crisis provocadas por la
ofensa, la ambición y el orgullo. Es el momento de enfrentarlas.
En este tiempo el amor, emergente de la autoafirmación que surge con un nuevo
sentido, tiende a desarrollarse en plenitud. Se habla de un nuevo desprendimiento del
cuerpo astral y de un «nuevo nacimiento» de este, anticipando el desprendimiento final
de la organización física (la muerte).
Se trata, por excelencia, de un período creativo con posibilidades de contacto con
otros seres más allá de sus características. Hay una búsqueda de una nueva juventud, si
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no se transforma en pasión de espíritu. Esa búsqueda de nueva juventud implica nuevas
crisis, que traen aparejados divorcios o alcoholismo, por citar algunos casos.
Octavo septenio (49 a 56 años)
Aclaro que se trata de la etapa de la vida en la que me encuentro al ser editado este
libro. Lo rige Júpiter; el propósito y la fuerza de la imagen constituyen lo dominante. Es
el septenio del espíritu vital, es el tiempo de la transformación consciente del cuerpo
etérico. De 49 a 56 años, es el espejo de la etapa que va de los 7 a los 14. No se pueden
modificar los hábitos, el individuo los lleva consigo hasta después de la muerte. La típica
frase «Yo soy así y no voy a cambiar más», es funcional al favorecimiento de la
cristalización prematura en todos los ámbitos.
Esta etapa de conocimiento intelectual se puede transformar en sabiduría; así como el
niño comienza a aprender a los 7 años, aquí el hombre puede enseñar. Convertido en
maestro, puede revisar en este septenio los hábitos desarrollados entre los 7 y los 14
años. Para transitar el período que va de los 49 a los 56 años, debemos evitar la
tentación del rejuvenecimiento ficticio. Aquí la vida espiritual y el desarrollo artístico son
de incalculable valor para recorrer este período. Es una etapa de curación, la sabiduría
combinada con Mercurio se transforma en terapéutica.
Noveno septenio (56 a 63 años)
Regido por Saturno, lo dominante es la resolución, que se expresa mediante la
realización. Es el septenio del «hombre espíritu» o transformación consciente del cuerpo
físico. Se resume en la siguiente frase: «La realización es la fuerza para que el Yo pueda
hacer lo que el espíritu quiera en mí».
Aquella forma física del primer septenio (0 a 7) regido por la Luna es ahora vivida
espiritualmente. La transformación del cuerpo físico otorga una mayor transparencia al
espíritu. El cuerpo físico es un receptáculo de fuerzas espirituales. Las fuerzas creadoras
en el cuerpo físico se transforman en fuerzas de la conciencia.
En esta etapa de la vida podemos transformarnos en viejos egoístas y malhumorados,
en autómatas semiconscientes o en ancianos. Esto es sabiduría, reflexión, prudencia,
meditación, cosmovisión del universo. En esta etapa hay, ni más ni menos, un renacer.
Se ilumina la vida infantil y tiende a disminuir la memoria reciente. Es una era de
reconciliación con la vida y sus objetivos.
Es válido aclarar que hoy las expectativas de longevidad son notablemente superiores
a las existentes al momento de ser confeccionada la lista de los septenios, de modo que
no me referiré al próximo, o sea al décimo, estrictamente como la etapa de 63 a 70 años,
limitándome a señalar lo que acontece más allá del noveno.
En este período se hace hincapié en la necesidad de tener y mantener objetivos de
vida. Se observa además que tenemos ante nosotros «una gracia divina»: se abre el
cosmos. Es importante no aferrarse al recuerdo de devastadores detalles de la vida
terrena. Van desapareciendo recuerdos, al igual que van desapareciendo amigos y
familiares.
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El espejo de esta etapa es la vida prenatal, expandida en el cosmos y necesitada de
«condensarnos» antes de penetrar el cuerpo físico. Aclaro que la «vaguedad» del
período posterior al noveno septenio abarca un grupo etario muy amplio para la vida de
hoy. No es lo mismo tener 64 que 85 años, independientemente de que almas y espíritus
no tienen edad.
En las etapas postreras de la vida terrenal, ser ancianos sabios en lugar de ser viejos
malhumorados permitirá un tránsito mucho mejor en el período final, y facilitará la
recuperación del contacto con nuestra estrella en el cosmos.
Si vivimos la vida como una cuenta progresiva, podremos ir hacia el nivel más
elevado de la conciencia: el de la reflexión y la contemplación. Dice la «Ley de la
Reencarnación» que toda la vida del hombre es el resultado de sus anteriores
experiencias. Podemos enmarcar el concepto de la vida como cuenta progresiva en el de
«la tierra como escuela». Nadie va, por lo menos conscientemente, a la escuela cada
día para saber menos.
Trigueirinho hace mención a los exámenes que la vida nos toma. Para graficarlo, se
refiere a una madre difícil y exigente que fuerza a su hijo a valerse de todas las energías
espirituales para sortear una infancia aparentemente desdichada. Se trata de
circunstancias que solemos ver como castigos pero que, según opina, permiten el
fortalecimiento del yo.
De no atravesar situaciones adversas, no sería posible el progreso espiritual. Quien
vence la adversidad y transforma el dolor y el resentimiento en amor y perdón, transmuta
su destino y encuentra armonía y paz interior. La resistencia del ego al aprendizaje de
la lección no hace más que tornar más y más dificultoso cada nuevo intento.
Trascender la lección del «problema» es una acción de gran ayuda para facilitar nuestro
destino.
La dificultad que trascendemos no tiende a cruzarse nuevamente en nuestro
camino. Recordemos que la vida es un proceso constante de sanación, un devenir
terapéutico en el cual ciertos desafíos se tornan recurrentes, apareciendo una y otra vez
con distintas caras, lugares y nombres propios. Lejos de frustrarnos, podemos y
debemos entender que, para la mayoría de nosotros, el aprendizaje adquiere forma
de espiral, las cosas no son tan lineales como muchas veces pretendemos.
Logramos monitorear nuestros progresos, conscientes de esta secuencia, observando
la repetición de ciertos hechos, cuáles son nuestras actitudes y las emociones que estas
nos generan. Si nos vemos estancados es bueno admitirlo; al observar las razones de
nuestro estancamiento, podremos ponernos en movimiento. Claramente, la neurosis del
ego nos conduce a la reiteración de los hechos que nos frustran y de las emociones que
nos paralizan. Brindar consciente y voluntariamente nuestras acciones al ser nos ayudará
a moderar los actos que nos conducen a la infelicidad.
Hoy vemos cómo la expectativa de vida se ha prolongado considerablemente. Aún
así, hubo y habrá gente que fallecerá joven y otros que morirán añosos. Espiritualmente
hablando, la longevidad es hacer de cada uno de nuestros días un día completo.
El rabino Dovber Pinson dice en su magistral libro Vuelve a ser quien eres: «El
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sentido de la vida se encuentra en el vivir mismo y no en lo que pueda suceder después».
Lo que hoy vivimos es fruto de lo que previamente hemos hecho. Lo que nos pase
mañana será consecuencia de lo que hagamos hoy.
Quien vive en el pasado no puede avanzar, y quien teme por el futuro no podrá
evadirse de su inevitable llegada. Seguir centrados en el presente es siempre la mejor
forma de dejar de robarle momentos al ahora.
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Voy a ver si con el tiempo mejoro o me joro… bo
Es uno de los arquitectos más famosos del mundo, el argentino César Pelli, a la hora
en que escribo este libro. Tiene 88 años, una carrera pródiga en éxitos y una personalidad
propia de quien desarrolla su vocación como una misión y toma la vida como una cuenta
progresiva. En una entrevista en la sección Conversaciones del diario La Nación señala:
«Qué pérdida de energía jactarse de lo que uno hace. Lo mío fue compromiso, tesón y
llevarme bien con la gente». Tal vez sin darse cuenta, Pelli sintetiza con su testimonio y
experiencia de vida la esencia del perfume de la realización, la humildad del ser, la fuerza
de voluntad del ego que te hace salir cada mañana de la cama, la misión del alma junto a
la gracia divina que hace posible la coronación del potencial.
Si bien hablamos de un arquitecto, de lo que estamos hablando, en realidad, es de
nuestra condición de obreros del día a día, de nuestra tarea de irradiar luz y de no gastar
energía en la jactancia del propio yo.
El miedo es un gran debilitador de nuestra energía, la tensión emocional que genera el
temor nos debilita enormemente. Consumidos por esta emoción, nos congela la duda,
nos sentimos oprimidos por la angustia, nuestro espíritu parece menguar sin remedio. El
miedo hace que nuestros juicios se distorsionen, empezamos a ver al otro como al
enemigo, la confianza en nosotros y en los otros se desvanece y proyectamos así
nuestras miserias. Dice el rebe Menajem Mendel Schneerson: «La clave es desandar
pacientemente las dudas que nos atan, el miedo que prospera en la oscuridad de la
confusión se disipa a la luz de la claridad».
En la cuenta progresiva, la paciencia asfalta la ruta divina. Cuando entrenamos la
paciencia, ensayamos el camino a Dios.
A todos nos ha tocado enfrentar con miedo las dudas que nos atrapan en las redes del
pensamiento rumiante y machacador, una especie de «pájaro carpintero» de la mente
humana. En estos casos, la salida es por afuera de esos pensamientos. En general, hay
una sobrestimación de los pensamientos. No hay necesidad de pensar a menudo las cosas
correctas, sino que, por el contrario, suelen suceder de manera natural.
Debemos usar la mente para darnos cuenta de que somos seres de luz y energía pura;
lo recomendable es que la mente lo entienda y experimente. El miedo, puedo afirmarlo,
es mayor en la oscuridad, y la noche se convierte en su mayor escenario. Los sabios
supieron decir que soñamos de noche lo que pensamos durante el día; las pesadillas
nocturnas reflejan nuestros temores diurnos.
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Pienso y, según lo que pienso, existo o no
Es una muy buena noticia que la fuerza de nuestros pensamientos mueva nuestra
vida hacia uno u otro lado. Los pensamientos positivos, creativos y amorosos tienen un
tremendo poder, notablemente superior a lo que creemos. Cuanto más podamos
despojarnos de ideas negativas y destructivas, mejor nos irá.
Querido lector, no quiero que estas líneas que acabo de escribir suenen a verdad de
perogrullo, y de difícil concreción. Pero podemos ayudarnos con una formulita o mantra
que podemos incorporar a nuestra vida: «Pensemos bien sistemáticamente y las cosas
irán bien».
A mayor alegría y amor irradiado, mayor alegría y amor recibido. Cuando elegimos
el camino de la luz, le estamos negando a la oscuridad fuerza, poder y existencia.
El miedo nos ensordece, nos impide oír el alma. El ser sin alma es una especie de
zombie. Según sean nuestros pensamientos, será nuestro desarrollo espiritual. Para todos
aquellos que sentimos ansiedad y un sentido de la preocupación grave, excesiva e
innecesaria, procurar el contacto con nuestra porción divina es un gran ansiolítico que
debemos tomar con regularidad.
Con la quietud del alma, desde el silencio interior, reseteamos, restablecemos la
dignidad original del alma. Si quisiéramos conversar con otra persona en un lugar muy
ruidoso, con estallidos de volumen que cascan nuestros oídos, pediríamos que apaguen o
bajen el volumen. Así sucede con nuestras almas, que necesitan quietud para escuchar a
Dios. Luego de esas conversaciones, nos sentimos en paz; nuestra naturaleza original, la
esencia interior marca nuestra existencia externa.
Siempre es tiempo de meditación. Meditar es interactuar con nosotros mismos.
Lógicamente, en la etapa inicial de la meditación se percibe una previsible tensión entre
nuestro objetivo de concientizarnos y la dispersión que generan los pensamientos. Sin
embargo, de a poco, la concentración va en aumento y lo hace de manera perceptible.
Meditando en silencio, logramos contactarnos con nosotros mismos, así como no
existe lugar en el mundo donde podamos escaparnos de nosotros mismos. Cuando
meditamos, vamos al encuentro amoroso con quienes somos y trascendemos, para
concretar una verdadera fusión con nuestro ser real.
La magnífica experiencia de sentir luz y amor marca el restablecimiento de nuestra
grandeza espiritual. En ese estado, somos canales de luz, a través de los cuales Dios obra
y nos bendice.
Es la meditación, estúpido
El asesor del otrora candidato a presidente y posteriormente presidente de los Estados
Unidos Bill Clinton, el muy recordado James Carville, popularizó en campaña una frase
destinada a resaltar la importancia de la economía para los votantes. «Es la economía,
estúpido» constituyó un gran hit.
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Hoy me permito parafrasearlo, no con la intención de hablar de finanzas, sino de una
de las acciones más maravillosas que los hombres podamos llevar a cabo en beneficio
propio y ajeno.
Cada vez que Dios me regala la posibilidad de escribir un libro sobre espiritualidad, le
dedico una porción a la imperiosa necesidad de la meditación en nuestras vidas.
Coincidentemente, el acto de meditar y el tiempo que le concedamos, según pasan los
años, pueden constituirse también en una cuenta progresiva.
El monje inglés Laurence Freeman, gran impulsor de la meditación cristiana, cuenta
que la cantidad de minutos que le proporcionamos a la meditación guarda relación directa
con nuestra edad, y sugiere no más de diez minutos para chicos de 10 años.
Lógica y progresivamente, con el correr de las décadas, podemos dedicar mucho más
tiempo al ritual de «Da existencia al alma». Freeman cuenta que meditar es algo
fundacional del Cristianismo. Recuerda que, cuando Jesús enseñó a orar, explicó lo que
hoy llamaríamos un ejercicio de meditación. Y revisa esos consejos: «Entra a tu cuarto,
cierra la puerta, no digas muchas palabras, deja atrás tus posesiones, deja atrás la
principal posesión, el propio yo».
Cuando meditamos, destronamos al ego, ponemos a Dios como centro de nuestra
atención y del propio corazón. Estas enseñanzas que enfatiza Freeman están en el
Evangelio. En una entrevista, en la sección Sociedad del diario La Nación, destaca que la
meditación no es patrimonio exclusivo de las religiones de Oriente. Más allá de su origen
y creencias, observamos de qué modo el hombre ha encontrado en la meditación la
posibilidad de experimentar la existencia del alma y alimentar su necesidad consciente de
trascendencia espiritual y conexión divina.
Como ya he dicho en otras ocasiones, medito cada mañana, según me han enseñado
los maestros de meditación trascendental en Buenos Aires allá por 1984. De todos
modos, esa ha sido mi experiencia; cada uno elegirá una escuela, un método y un
camino. Más tarde o más temprano nos llevará a un lugar.
Hace miles de años, permanecemos en silencio, buscamos una posición cómoda y
repetimos lenta y constantemente un mantra, oración o sonido, un «llamador del alma».
Hace miles de años, terminamos de meditar, llenos de paz y regocijo. No hace demasiado
tiempo que los médicos descubrieron los beneficios saludables de la meditación. Inclusive
en la actualidad los genetistas advierten sobre la mutación favorable que, en este aspecto,
la meditación genera.
El ser humano no es uno hasta que el ser no se alinea con el humano. Mientras
tanto, el ser espiritual que viene a vivir una experiencia humana siente que vive una
experiencia que le resulta ajena. El humano consciente de su finitud, vive con ansiedad
en estado de cuenta regresiva, se siente acechado por el falso ser y no encuentra la calma
hasta que no conecta con el alma. El ser se alinea con el humano por medio de la
meditación, las acciones virtuosas, las gratificaciones espirituales que permiten iniciar la
conexión divina. Dios irrumpe en nuestros días, a través de esas vibraciones. Pensemos
en momentos de nuestras vidas en los que sentimos cerca a Dios, seguramente fue en
situaciones límites o en las que acabo de enumerar.
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Cualquiera de nosotros está capacitado para emitir vibraciones de amor y paz, de
gran luminosidad y de alta irradiación. Se trata de emisiones hacia el universo que son
fuente de inspiración para los demás. Dios purifica el mundo recurriendo a nosotros, «los
instrumentos de su sinfonía». Los actos nobles de la humanidad son las creaciones más
grandes del creador a través de nosotros, sus criaturas, su más elevada invención. En la
película Diario de un seductor, que narra la vida del periodista norteamericano Hunter S.
Thompson, encarnado por el actor Johnny Depp, dice: «Los seres humanos son las
únicas criaturas en la tierra que dicen tener un Dios y actuar como si no lo tuvieran».
No es posible la realización del ser sin conexión con el alma; no hay receta, propósito
de vida ni felicidad probable sin dar lugar a lo que somos. En el viaje de la vida, el
cuerpo es el vehículo, pero el alma es la brújula. Si no la escuchamos y no seguimos su
voz, continuaremos desorientados. Vuelvo al rebe Schneerson: «Dios arrancó nuestra
alma de un cómodo ambiente espiritual y lo trasplantó a un mundo extremo y material».
Vivir negando los pedidos del alma es sinónimo de vivir perdidos y desconectados.
«El infierno son los otros»
Definición del notable pensador francés del siglo XX, Jean Paul Sartre. Se refiere a
nuestra intrasubjetividad y refleja la dificultad con la que lidiamos a lo largo de la vida,
con nuestro propio infierno, la relación que trabamos con nosotros mismos y el lugar y la
responsabilidad que les damos a los otros.
La psicología encuentra cada vez más fundamentos para relacionar la felicidad de las
personas con la capacidad que muestran en el manejo emocional de los vínculos. Al final
de la cuenta progresiva, mucho de quien fuimos estará definido por cómo fuimos con los
demás.
En su libro La felicidad de las naciones, la socióloga argentina Marita Carballo
reseña que, a nivel mundial, los parámetros de felicidad declarada de las personas están
altamente conectados con la calidad de sus vínculos, en particular con sus seres queridos
y familiares. La amistad y la familia crecen en la mayoría de los países como factor de
felicidad, por encima del ingreso material. La soledad, no por elección propia sino como
circunstancia no elegida, surge como un gran impedimento para la felicidad.
Es de destacar que muchos de los entrevistados señalan que las palabras que mejor
sintetizan su idea de ser felices son: familia, paz y tranquilidad. Somos seres fuertemente
sociales. La mayoría prefiere estar en compañía la mayor parte del tiempo; la amistad y
la pareja parecen hacer más felices a las personas. De los testimonios recabados
concluimos que, en gran medida, nuestros lazos sociales terminan por definir nuestra
identidad (suelo decir que nuestro entorno nos define) y dan sentido a nuestra vida.
Un estudio recientemente presentado en la Universidad Católica Argentina consigna
que el 84,6% de los ciudadanos mayores de 60 años, residentes en ese país, se define
como una persona feliz. Para llegar a tal conclusión se analizaron las respuestas de unos
seis mil individuos, sobre un universo de seis millones de mayores de 60 años. A juzgar
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por los resultados, el proceso de envejecimiento no tiene una incidencia tan directa como
se sospechaba en el aumento del nivel de infelicidad. Los investigadores concluyeron que
en la franja etaria superior a esa edad hay apenas un 8% más de personas infelices que
entre quienes tienen entre 18 y 35 años.
Según el estudio, a medida que pasan los años no necesariamente seremos más
felices, pero en cambio alcanzaremos mayor paz espiritual. Si bien es una etapa de la
vida en la que puede incrementarse, en un determinado momento, un sentimiento de
infelicidad, atravesada la crisis, el sentimiento se desacelera y se empieza a ser feliz de
otra manera.
En el estudio, casi el 84% de las personas mayores de sesenta años declara sentir paz
espiritual, una especie de bonus que sólo parece conseguirse con el tiempo. Son
importantes los recursos afectivos, de salud, psicológicos y económicos para salir al
encuentro de la felicidad. La felicidad en la edad adulta se relaciona mayormente con
quién y dónde se viva. El informe asevera que vivir con alguien generalmente aleja a uno
de la infelicidad. De todos modos, a esa altura de la vida lo ideal es vivir con quien se
elige como compañero o compañera, y no así con hijos o con nietos.
Es increíble que, aun con estados de salud críticos, una de cada dos personas
mayores se consideró como alguien muy feliz. Es estimulante confirmar que el paso del
tiempo es generoso con quienes han buscado durante toda su vida el bienestar espiritual.
Cada vez más, las investigaciones enfatizan la importancia de nuestra «inteligencia
social», es decir, nuestra capacidad para relacionarnos como elemento determinante para
una vida en plenitud.
Paradójicamente, nuestra capacidad para encontrar momentos en los que
podamos estar muy bien a solas con nosotros mismos permitirá mejores
momentos en compañía de los otros. La tendencia a quejarnos debilita y aleja nuestras
chances de «lubricar» relaciones saludables. Por el contrario, si somos proclives a actos
de gratitud consciente, seremos capaces de «aceitar» nuestros vínculos.
Nuestra autoinsatisfacción boicotea en gran medida la posibilidad de encontrar
satisfacción en el contacto con los otros. La incapacidad para aceptar al «uno mismo» es
simétrica a nuestra aceptación de los otros. Vemos a los demás según como nos vemos a
nosotros mismos. Quien se desprecia tiende a hacerlo con los otros o, en todo caso,
termina por sobrestimarlos, como producto de su baja autoestima. Despreciar o
sobrestimar a los demás no generará vínculos saludables ni con uno ni con el prójimo.
Nuestro nivel de aceptación es una medida del nivel de aceptación de y hacia
los demás. Podemos trabajar en aquellos aspectos que conocemos, que nos
avergüenzan, nos atemorizan y nos quitan confianza, para de ese modo temer menos y
confiar más en otras personas.
Esta es la secuencia: entrego, confío, acepto y agradezco. El Ho’oponopono, sistema
hawaiano destinado a despejar la mente de los bloqueos que impiden cumplir nuestros
deseos, nos enseña que, siendo conscientes de nuestro proceso de limpieza y conexión
con la divinidad, podemos limpiar de nuestro subconsciente aquellos datos que interfieren
nuestra conexión con nosotros, los otros y Dios.
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La vida es un regalo que Dios nos ha hecho y que debemos aprovechar para
rescatarnos a nosotros mismos y convertirnos en lo que somos en realidad. Mucho más
que un cuerpo físico, mucho más que nuestros pensamientos, no somos este cuerpo, sino
que tenemos este cuerpo.
El «infierno somos nosotros» cuando no podemos ser nosotros mismos. Sin
embargo, cuando limpiamos traumas, hábitos dañinos y conductas desvalidas arraigadas,
pasamos a recibir la «información», ya no de nosotros (el subconsciente) sino de la
fuente divina, tal como lo define el doctor Hew, uno de los grandes difusores del
Ho’oponopono.
Esto significa que podemos actuar y vincularnos con los demás procediendo de
nuestros datos, que no son otra cosa que nuestros prejuicios y apegos, la llamada
experiencia de vida, o podemos ir a buscar información pura acerca de cómo obrar desde
la divinidad.
La limpieza nos vuelve a cero, desaprendemos lo innecesario para aprender lo
necesario. El infierno ya no son los otros ni nosotros. Empezamos a conectar con la
gente adecuada y el lugar apropiado para la concreción de la misión que nos ha sido
asignada en la cuenta progresiva. Es decir que lo que termina por suceder es un
alineamiento con el plan que la divinidad tiene para uno.
Lao-Tsé así lo sintetizó: «Si quieres ser experto en conocimiento recibe información
constantemente, pero si quieres ser sabio, lo que necesitas es dejar ir la información
constantemente». Hoy mismo podemos empezar la «limpieza»: perdón, por favor, lo
siento, gracias.
No olvidemos la impecabilidad de las palabras, lo que decimos resuena en el universo
y vuelve potenciado. Volvemos al doctor Hew: «Tenemos mucha basura acumulada,
pesa una hipoteca sobre nuestras almas; arrojando la basura, levantamos la hipoteca».
El infierno no son los otros o, en todo caso, es mucho menos posible que lo sean
cuando convivimos en paz. William Shakespeare expresó: «El origen del problema
siempre es uno mismo». Lo que percibimos de los otros es consecuencia, en gran
medida, de la data que nos dispara el subconsciente. Sin embargo, la inspiración procede
del espíritu y sólo llega cuando vaciamos la «data», cuando dejamos la página en blanco.
Aquello que en física cuántica denominan «fuerza fantástica de la nada». Del vacío
surgen la inspiración, la iluminación, el origen de la luz. La inspiración permite que
hagamos aquello que de otra manera no se nos hubiera ocurrido hacerlo.
Cuando creemos que el problema es el otro
Comparto con el lector un párrafo de Kryon. Los vientos del cambio, de Marina
Mecheva: «Cada vez que piensas en una situación que involucre a otra persona le estás
entregando la conciencia a esto. La solución es mantener la conciencia adentro y trabajar
desde ti. Esto es lo que cambia a los demás, es la manera silenciosa en que trabaja la
energía. La realidad es sólo una extensión de quien tú eres, cuanto más de tu yo superior
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sea parte de tu mundo, las extensiones empezarán a mostrarte diferentes proyecciones.
La realidad no es lo que aparenta ser, es energía en movimiento que cambia
permanentemente y es definida continuamente por el observador interior».
En cierta ocasión me escribieron en un papelito una frase que llevo conmigo y que te
recomiendo que utilices cuando estés en conflicto con otra persona. Se trata de ordenar y
decretar, por el poder de tu voluntad, cortar todo lazo emocional con esa persona,
devolverle su energía y recuperar uno nuestra energía original.
En la cuenta progresiva podemos trabajar para evitar conflictos innecesarios y
entender que nada es personal. En El combustible espiritual decíamos que finalmente
las cosas no son entre las personas, sino entre Dios y cada uno de nosotros.
En muchos casos, solemos considerar las conductas de los demás como ataques hacia
nosotros, aunque no lo sean. Somos susceptibles en exceso a los dichos de los otros,
pero no mostramos igual sensibilidad en aquello que les decimos.
Francesc Miralles explica, en su sección de psicología de El País Semanal, que nos
ofendemos al presuponer que el otro debe tener nuestro patrón de conducta y sacamos
conclusiones apresuradas, generalmente erradas, que nos llevan al conflicto. Prosigue
Miralles: «El ofendido se asume en un papel de víctima con la consiguiente merma de
autoestima que esto implica, a partir de la idea de que aquello que ha pasado ha sido
intencional para humillarme». De ahí al deseo de venganza por el daño recibido, o al
«silencio castigador», suele haber apenas un paso.
Entendamos que los otros no son como nosotros, por lo que no actuarán como
actuaríamos nosotros. Es el ego el que nos hace vivir pendientes de la valoración ajena,
pero mucho más de la desvalorización que los otros puedan hacernos.
Miguel Ruiz, autor del magnífico libro Los cuatro acuerdos, basado en la sabiduría
tolteca, nos dice: «No te tomes nada personalmente, nada de lo que los demás hacen es
por ti, lo hacen por ellos mismos. Todos vivimos en nuestra propia mente, los demás
están en un mundo completamente distinto de aquel en el que vive cada uno de
nosotros».
No tomar nada a título personal implica poder ser quien elija manejar mis
emociones. De esta manera nos permitiremos ser menos rencorosos, celosos y
envidiosos. Una cosa es querernos y aceptarnos, y otra muy distinta concedernos una
«importancia personal» de tal magnitud que nuestro egocentrismo nos lleve a pensar que
el otro vive pendiente de cómo lograr ofendernos.
«La vida es sueño»
Admito que, en mi vida, el «no ofenderme» es una de las tantas cuestiones en las que
debo trabajar, al igual que la excesiva preocupación y ansiedad que me genera
anticiparme, indebida y angustiosamente, a hechos que ni siquiera sé si tendrán lugar.
Esta actitud suele provocarnos diversos trastornos. Uno de ellos es el insomnio.
Cuando dormimos, rejuvenecemos el alma. Y la devolvemos a un sitio separado
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La cuenta progresiva - Ari Paluch
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La cuenta progresiva - Ari Paluch

  • 1.
  • 3. Ari Paluch La cuenta progresiva El camino de ascenso del hombre Prólogo de Eduardo Chaktoura 3
  • 4. Índice de contenido Portadilla Legales Agradecimientos Prólogo, por Eduardo Chaktoura Introducción La cuenta progresiva 1. Mejor que ayer, peor que mañana 2. Desde el alma 3. El crecimiento espiritual 4. Las escalas de la cuenta progresiva 5. Voy a ver si con el tiempo mejoro o me joro… bo 6. Un día en la vida 7. Hagámonos cargo, la culpa no es de los demás 8. Valorar la vida, vivirla, no morirla 9. Los enemigos de la vida como cuenta progresiva 10. Yo te conozco 11. Me muero y vuelvo 12. Apuntes de la muerte. Y al final, ¿la vida sigue igual? 4
  • 5. Paluch, Ari La cuenta progresiva. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Planeta, 2015. E-Book. ISBN 978-950-49-4657-1 1. Autoayuda. 2. Superación Personal. I. Título CDD 158.1 © 2015, Aarón Fabián Paluch Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Grupo Editorial Planeta S.A.I.C. Todos los derechos reservados © 2014, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C. Publicado bajo el sello Planeta® Independencia 1682, (1100) C.A.B.A. www.editorialplaneta.com.ar Primera edición en formato digital: junio de 2015 Digitalización: Proyecto451 Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático. ISBN edición digital (ePub): 978-950-49-4657-1 5
  • 6. Gracias a la Editorial Planeta por una nueva oportunidad, a mi familia por ser mi entorno voluntario más deseado, a los maestros de la vida y a Dios por permitirnos una nueva Cuenta progresiva. 6
  • 7. Prólogo Por Eduardo Chaktoura (*) Si hay algo que celebro cada mañana es que «el cambio es posible y permanente». Todo está en movimiento. Nuestros genes, nuestras células, neuronas, energía, creencias, emociones, relaciones… se transforman a cada momento. El gran misterio radica en ser conscientes de hacia dónde vamos, hacia dónde podemos y queremos ir. He aquí la fundamental importancia de la «espiritualidad». Más allá de cualquier fuerza superior y de cualquier realidad que parezca imponerse, cada uno de nosotros elige (y reafirma o puede redefinir a cada paso) la dirección y el sentido de nuestra existencia. Por eso siempre digo que elegimos, más allá de lo que no elegimos. De poco ayudará creer que nuestro pasado y el presente que pareciera imponerse nos condenan a ser esto o aquello que no deseamos. Solemos pensar y sentir la vida en torno a una cuenta regresiva; muchas veces vista como el tiempo que pasa, el que nos queda para cumplir nuestros sueños; muchas veces interrumpidos por la sensación de fracaso o imposibilidad. ¿Quién dijo que no es posible? ¿No será que somos nosotros los que nos proponemos o imponemos objetivos sin sentido? ¿Qué es lo que tanto deseamos…? Por qué no pensar en «el tiempo que se nos ofrece como parte de un proceso para la evolución», para vivir cada día con mayor sabiduría y plenitud. Si aprendemos a orientar nuestra marcha en torno a una dirección auténtica y sentida, siempre habrá esperándonos toda una serie de oportunidades, aunque algunas veces aparezcan disfrazadas de crisis o piedras en el camino. Así como de lo que se trata es de ser conscientes de nuestros propósitos, deberíamos considerar la fundamental importancia que tiene disponernos en torno a una actitud positiva, curiosa, creativa, transformadora. Por eso es que así como celebro la posibilidad permanente del cambio, también celebro la creación y difusión de cualquier obra, responsable y sentida, que nos ayude en la inspiración, el diseño y la creación de la vida que queremos para nosotros. Hoy, más allá de lo que resulte, propongámonos hacer foco en todo aquello que nos gustaría que ocurra y preguntémonos qué estamos haciendo para que sea parte de nuestra realidad. Este nuevo libro de Ari, así como lo fueron Combustible espiritual y Corriéndose al interior, tiene las mejores intenciones en el despertar y en el «ir en busca» de todo lo que creamos posible y conveniente para nosotros, para nuestros afectos, nuestros proyectos, nuestro país, el mundo. Cada día tenemos una oportunidad. Así como cada página de este libro, que por algún motivo, en este preciso momento, está llegando a nuestras manos. 7
  • 8. A cada momento, y más allá de las redundancias y otras aparentes reiteraciones y adversidades, siempre hay un preciso y valioso momento para el cambio. Enhorabuena. Mis mejores deseos para esta nueva obra y cada uno de sus lectores dispuestos a trascender. * Psicólogo, periodista y escritor. Falleció de un infarto el 7 de marzo de 2015, dos días después de escribir este prólogo. Tenía 43 años. 8
  • 9. Introducción «Uno enseña lo que tiene que aprender», me dice en su consultorio de la calle Gorostiaga, en la ciudad de Buenos Aires, Ana Isabel Dokser, mi terapeuta, cuando observa la angustia que me genera escribir un libro más sobre espiritualidad. No lo digo victimizándome; además, no es obligatorio, le cuestiono. ¿Puedo aplicar todo lo que intento comunicar? ¿Qué es lo que no puedo implementar? Siempre me propuse escribir acerca de una espiritualidad práctica, de uso cotidiano, y lejana de un manual teórico. Consciente de la perpetuidad de los temas a tratar y de la vigencia siempre asegurada de aquello que se escribe y que es atemporal, ese objetivo me deja muchas veces aterrado y, en tantas otras ocasiones, esperanzado. Los cínicos suelen decir que los libros de autoayuda se llaman así porque solo ayudan y, en particular, favorecen materialmente a quien los escribe. Debo decirles que en este tipo de obras a las que me gusta llamar de superación personal, donde lo espiritual va de la mano de lo psicológico, lo filosófico y lo religioso, el autor muchas veces siente que la escritura le permite exorcizar sus demonios interiores, pero también comprobar cuán latentes están y cuán difícil es conjurarlos. Soy una persona absolutamente agradecida por todo lo bueno que me pasa permanentemente con lectores de todo tipo, que destacan lo que algún libro de mi autoría les ha ayudado a la hora de intentar alguna mejora en sus vidas. Entiendo perfectamente cada vez que alguien me lo dice, no por jactancia, sino porque como lector empedernido de este tipo de material celebro la posibilidad de buscar en un pedazo de papel una orientación en medio de mis extravíos. Soy feliz al llevarme a la cama o al sillón algún libro del que pueda aprender, sin sentir responsabilidad alguna por lo que leo, y sin verme obligado a estar a la altura de lo que mis ojos registran. Sin embargo, en el proceso de la escritura hay otra responsabilidad. Lo que me atraviesa es una especie de catéter espiritual que va detectando, con el dolor que esto conlleva, y luego va destapando, con el alivio que esto significa, la «chatarra» que aún obtura mis canales de luz. Una vez más escribo haciendo referencias constantes a aquellos sabios de distintas épocas a los que cito y cuyas enseñanzas intento tomar. Agradezco enormemente al rabino Shlomo Levi por haberme obsequiado dos maravillosas obras de gran influencia para la escritura de este libro. Una de ellas, Vuelve a ser quien eres; la otra, La vida después de la vida, ambas del rabi Dovber Pinson. Al momento de obsequiármelas, el rabino Levi me dedicó una de ellas, con el deseo expreso de que me sirviera para descubrir mi misión de iluminar el mundo a través de las enseñanzas bíblicas. Hoy, un par de años después, recuerdo aquella noche y caigo en la cuenta de que su deseo, en parte, se hizo realidad. Más allá de transitar diversas enseñanzas espirituales de grandes maestros, deseo 9
  • 10. comenzar con un ejemplo, alguien a quien admiro no precisamente por motivos espirituales sino artísticos, y quien es el disparador de este libro: el escéptico y genial Woody Allen. Por último, solo Dios sabe por qué razón convoqué pocos días antes de su inesperada muerte a Eduardo Chaktoura para la realización de este prólogo. Naturalmente, quería que Eduardo lo escribiese, aunque no fuera una persona con quien me uniera una estrecha relación. Nos prodigábamos afecto mutuo y cierta admiración, y nos habíamos visto una sola vez en nuestras vidas. Su amabilidad fue inmensa. Lo llamé la mañana del 2 de marzo de este año, y lo sorprendí en el Aeropuerto de Ezeiza, bajando de un avión que lo traía desde Estados Unidos. Le conté de qué trataba el libro e inmediatamente me respondió que el fin de semana me enviaría el prólogo. Así fue. Luego de recibirlo el viernes 6, le comuniqué textualmente por whatsapp «Sos crack, gracias». La madrugada del domingo 8 de marzo me enteré de su fallecimiento… Tal vez lo único predecible de la vida sea lo impredecible. El reconocido psicólogo y escritor que había hecho horas antes el prólogo de La cuenta progresiva, había llegado al «epílogo» de la suya. Misión cumplida para Edu, enorme e interminable dolor para su hermosa familia y afectos. Su muerte es otra ratificación más de la necesidad que tenemos quienes lo sobrevivimos de dejar de postergar nuestra búsqueda eterna. En paz descansa. No los demoro más. La cuenta progresiva está por comenzar. 10
  • 11. La cuenta progresiva Una de las personas que más admiro en el mundo es Woody Allen. Cuando comencé a escribir estas líneas acababa de devorarme la entrevista que el genial cineasta concedió al diario El País Semanal de España (edición 1988), del 2 de noviembre de 2014. Allí señala: «Me gustaría que hubiera algo mágico en la vida, en el universo. Desafortunadamente, parece que lo que ves es lo que hay». Prosigue: «La mayor parte del tiempo estás deprimido, en vez de estar feliz. Es triste la condición del ser humano, tener que pasar por esto. Vivimos en un mundo que no tiene sentido ni propósito. Somos mortales. Entonces, me pregunto: ¿por qué estamos aquí? ¿Qué significa la vida? Y si no significa nada, ¿de qué sirve?». Entonces admite que hay gente cuyo punto de vista se modifica según pasan las décadas. Empiezan creyendo en Dios y cuando son mayores ya no creen porque la vida los ha desilusionado. Otros se hacen mayores y empiezan a creer en Dios, porque su experiencia los fue llevando a creer en un poder superior, en que existe algo más allá de ellos. Woody asegura que ese no es su caso, que tiene una visión pesimista, según él, «realista» de los hechos. «Creo que lo que ves es lo que hay», insiste. Va más allá. Asegura que la vida es muy trágica, y que solo se sobrevive negando la realidad. «Naces, no sabes por qué; puedes morir en cualquier momento, nunca vas a sentirte seguro y relajado. Siempre tienes que estar alerta; finalmente vas a morir, estás condenado a muerte desde el nacimiento. En el instante en que naces. Y todo, ¿para qué? Así que muchas gracias». Paradójicamente, en la misma entrevista algunos segundos después o algunos centímetros abajo acota: «Soy sano, gracias a Dios, y sigo trabajando. Es muy grato». Es muy interesante poder reflexionar sobre los conceptos vertidos por el genial cineasta para pensar en aquellas personas que han sufrido pérdidas personales, que sobrevivieron a campos de concentración, o que conviven con distintos tipos de discapacidades y aun así creen en Dios, agradeciendo el regalo de la vida, sin obsesionarse por que la vida, algún día, llegará a su fin. Qué muestra más acabada de la existencia del libre albedrío. Por fortuna, nada es lineal ni nos ha sido impuesto. El éxito material, tal como lo demuestra Woody Allen, no necesariamente viene acompañado de la felicidad. Las personas felices tienen la predisposición a serlo. Una vez más se reafirma la importancia de las actitudes por sobre las circunstancias. Nuestras vidas pueden ser orientadas por el Rey Ego, el Dios visible y falso que nos puede llevar al «éxito» (aunque resulte insuficiente) o guiarnos por el verdadero ser, donde el alma se realiza, con dudas y penurias, en un movimiento en espiral, volviendo siempre a la conexión con la fuente divina. La muy respetable opinión sobre el propósito y sentido de la vida que nos aporta 11
  • 12. Woody Allen, la comparten muchas personas, especialmente en Occidente, a quienes comúnmente se les llama «intelectuales». Muchos de ellos suelen ser cínicos y reacios a aceptar que algo superior a su ego sea el regente de sus vidas. En la mayoría de los casos, se trata de personas talentosas que, más allá de sus padecimientos o merced a ellos, realizan aportes magníficos a la sociedad, con sus películas, pinturas, canciones, libros, entre otros aspectos artísticos. Suelen considerarse propietarios exclusivos de sus logros, sin contemplar la posibilidad de que algo que no sea la casualidad o el esfuerzo haya impulsado su obra. En el mundo espiritual no se pretende convencer a nadie, de igual modo en este libro. Aquí el dogma brilla por su ausencia. En todo caso lo que intento es «convidarles» algunas páginas que puedan mitigar las desdichas, sin pretender que el «yo inferior» tenga la última palabra. No se trata de negar la realidad. En todo caso, tal vez poder mostrar que puede haber otra. Artistas como Woody Allen nos brindan su arte, su mirada, su lectura de la vida. Un gran aporte para poder sentir que nuestra existencia no debe ser necesariamente «una cuenta regresiva». Como lo mencionara en la entrevista: «Gracias a Dios». En el mundo intelectual es moneda corriente el sarcasmo y las burlas a quienes creen en Dios, en la necesidad consciente de la divinidad y en la gratitud por el hecho de estar vivos sin cuestionarse cuándo sobrevendrá el fin de sus días. Ironizan sobre el concepto de justicia divina y la existencia de una causa para todas las causas. Nadie está obligado a creer en lo que no siente. La mayoría de las personas que se ven impedidas de creer suelen ser temerosas y apegadas. Tienen una gran dificultad para aceptar, con humildad, que pueda existir algo más allá de la comprensión de su intelecto. Requiere una gran dosis de generosidad aceptar que alguien más poderoso que uno nos haya dado la vida y el don con el que hemos sido beneficiados. El mismo Woody Allen, que exuda talento por cada uno de sus poros, sostiene que «hubiera tenido una vida mejor si no hubiera sido por mi timidez». No hay duda de que una persona que se inhibe es mucho más desdichada que alguien que se vincula sanamente. La cuestión parece ser mucho más profunda. Seguramente hubiera tenido una vida mejor, tal como le podría suceder a cualquiera de nosotros, si el ego y la neurosis no hubieran sido sus compañeros de ruta. Dios no nos fuerza a creer en lo que no creemos, aunque él cree en quien no cree. No solo cree sino que «se vale de» dudas y temores como un canal hacia la creación humana. Qué mejor ejemplo que el de Woody Allen. A Dios no le interesa el copyright, ni los créditos. No es grave que el hombre no crea en Dios; grave sería que Dios no creyese en el hombre. Nada sería más opresivo que un Dios obligatorio y un creyente obligado. No hay gozo mayor que vivenciar espiritualmente (y no intelectualmente) la existencia divina, la experiencia más pura, que no necesita intermediarios. Te propongo en esta saga espiritual que constituye mi cuarto libro, que juntos disfrutemos la posibilidad de vivir la vida como una cuenta progresiva. El nuestro será un viaje hacia adentro, hacia arriba y hacia adelante. 12
  • 13. Fuimos creados para purificar este mundo material con la verdad y la virtud como herramientas. Con nuestras acciones podemos sembrar la tierra con pizcas de divinidad. Esta es nuestra misión. Sin egos que nos quieran convencer de que estamos condenados a morir desde el día en que nacemos. Algo tan valioso no es dado en vano; estamos en el mundo para embellecerlo. Y esto no es negar la realidad ni inventarnos una mentira para vivir con menos temores. Cuando alguien nos hace un regalo, le estamos sumamente agradecidos. Supongamos que nos regalan una importante suma de dinero. Estaríamos más que agradecidos. Sin embargo, nos regalan la vida y todo lo que ella trae aparejado, pero nos cuesta creer en el dador, y además le reprochamos que nos condene a muerte. La vida es una toma permanente de decisiones. Día tras día somos dueños de decir «sí» y de decir «no». Aquello en lo que nos enfocamos es aquello que veremos crecer; podemos optar por quejarnos o por agradecer lo que nos ha sido dado. En función de una u otra determinación, la vida será una cuenta progresiva o una cuenta regresiva. La espiritualidad es una maravillosa alternativa disponible que podemos elegir. Dice el rebe Menajem Mendel Schneerson: «Hemos sido condicionados para ver el paso del tiempo como un adversario. Pero si aprovechamos, disfrutamos el momento, llenándolo de proyectos y realizaciones, vive para siempre». Como dice aquella vieja canción de los Rolling Stones: «Time is on my side». El tiempo está de tu lado. 13
  • 14. 1 Mejor que ayer, peor que mañana Desde que el hombre tomó conciencia de la finitud de su cuerpo, el ego lo condenó a vivir en una insoportable cuenta regresiva, donde el paso del tiempo, lejos de enriquecerlo, lo va empobreciendo a medida que incrementa el temor a tener cada vez menos años de vida por delante; por ende, menos oportunidades, y sueños escasos. Esta actitud nos quitó aptitud para disfrutar de la vida y nos sometió a una desdichada espera, acompañada de la certeza de que lo peor estaba por venir. La decisión de vivir a contramano del «orden real» de la vida le quitó sentido a nuestra existencia, haciéndonos vivir en el sentido inverso al de la evolución, el crecimiento y la purificación. Como seres espirituales que vivimos la experiencia humana, reducimos el papel del ser a un segundo plano, frente al rol primordial que le concedemos al ego. Recordemos que, para el ego, la dimensión del tiempo solo es observable en un reloj que el alma ignora, aunque finalmente arrastrada por el cuerpo termina padeciéndolo. Esa alma individual, hija del alma universal, se ve apresada por nociones inversas a las que rigen su existencia. Si todos los sabios maestros coinciden en pensar la vida como experiencia de crecimiento y aprendizaje, entonces no sería necesario vivirla como cuenta regresiva. Precisamente, al cumplir años se supone que no vamos hacia un proceso de inmadurez y falta de conocimientos. Todo lo contrario. A través de la historia se ha demostrado que el paso del tiempo nos permite sacar provecho de lo que nos pasa. El gran aprendizaje, ser nuestros propios maestros, eso justamente sucede cuanto más tiempo pasa. Sin duda, los comportamientos neuróticos nos inducen a repetir conductas que nos llevan a la infelicidad. Asimismo, es cierto que el libre albedrío nos permite decidir cuándo es hora de cambiar patrones arraigados y empezar a aprender. La vida es una «cuenta progresiva», cuyo propósito es que el último día de nuestras vidas ofrezcamos nuestra mejor versión, después de haber eliminado lo peor y atesorado lo mejor a lo largo de nuestros días. Esto nos ayudará a cambiar nuestra actitud hacia la vida, y así evitar enfocarnos en la carencia, en lo dejado atrás, y dirigirnos hacia la abundancia. Aunque repitamos una y otra vez determinados conceptos, no necesariamente los comprenderemos. Se deben experimentar, vivenciar. Si no percibimos, no vibramos. El momento presente es el momento pleno, es cuando ponemos atención y actitud para enfocarnos en el aquí y ahora, y lograr así un «estado de conciencia absoluta». Reforcemos la idea de la vida como «cuenta progresiva» sacando lo mejor del pasado 14
  • 15. para aplicarlo hacia un futuro mejor. De este modo, captaremos el presente sin grandes esfuerzos. Shakespeare decía que no hay nada bueno o malo en sí mismo, sino que es el pensamiento lo que lo convierte en una cosa o en la otra. Pues bien, un pensamiento en modo «cuenta progresiva» convierte lo que nos sucede en una experiencia más agradable y valiosa que lo que sucede con la «cuenta regresiva». El gran Viktor Frankl, sobreviviente de campos de concentración entre 1942 y 1945, autor del libro El hombre en busca de sentido, mentor de la Logoterapia, sostenía que la última de las libertades humanas es elegir la actitud a tener en la vida, cualquiera sean las circunstancias a enfrentar. Frankl no fue precisamente un teórico. Sus palabras y los hechos de su vida escalaron la misma montaña. Vos, yo, cada uno de nosotros puede decidir qué actitud tomar frente a las circunstancias que nos toque vivir. En todo caso, lo que no podremos evitar son las consecuencias de nuestras decisiones. El novelista español Manuel Vincent asegura que todos los días tenemos la posibilidad de someternos a un examen rigurosísimo: mirarnos al espejo. Ese rostro que ves ahí, afirma, es un examen. La tarea no es sencilla, pero sí posible y muy valiosa. «Debemos hacerle ver al ego que la cuenta de la vida no es regresiva, sino progresiva». El ego y el conflicto caminan de la mano. Nada es suficiente para el ego y su apetito insaciable. Por tal razón, la vida se torna en una cuenta regresiva, donde el tiempo nunca parece alcanzar. Si no sometemos al ego a la necesidad del ser, de emprender causas más edificantes, no nos será posible experimentar el verdadero sentido de la vida. Esclavizados por el «yo inferior», la vida suele ser un cúmulo de padecimientos interrumpidos por euforias efímeras, que nos llevan a una constante insatisfacción. En los libros anteriores ya he descrito que nuestros pensamientos y acciones son responsables directos de los hechos que vivimos. Actuar y pensar en la medida de nuestros deseos de cambio, como una oportunidad de aprendizaje y de acumulación de aprendizaje, es la llave que enciende la vida en cuenta progresiva. El ego es una poderosa víctima que encuentra en la vida como «cuenta regresiva» una herramienta magnífica para profundizar aún más su victimización. El pensamiento luminoso nos modifica el sentido de la vida; accionar positivamente interrumpe el timer. Desde los tiempos más recónditos, los maestros nos han enseñado que todo tiene un propósito. Si la vida es aprendizaje, que lo es, tengamos en cuenta que ninguna maestría debería desarrollarse contra reloj. El alma que ha encarnado en nuestro cuerpo no cuenta con tiempo de más o de menos. Su presencia en este plano está signada por la necesidad de acercarse a la luz, de volver a la luz, de volver a casa. El alma peregrina el plano físico y se complementa con el cuerpo, que es el vehículo que le asiste en el cumplimiento de la misión. Esta tarea no va de mayor a menor escala. En sus experiencias terrenales, el alma avanza en forma progresiva. Hace su camino solo regida por las leyes del universo. Si, como muchas veces nos sucede, tomamos la vida con temor, como una carrera inútil donde el ego ilusoriamente cree retener el tiempo, 15
  • 16. viviremos en cuenta regresiva. Es paradójico: retener no es una acción ni beneficiosa ni espiritual. Dios es dador, en mayor medida, de quien menos retiene y hace espacio para seguir recibiendo. Él nos dio la vida y nos concedió una misión; para la Divinidad el tiempo es suficiente, para el ego, no. Siglos de enseñanzas nos han demostrado que lo importante para el mundo material no lo es para el universo espiritual. La vida espiritual no se mide en tiempos, sino en evoluciones. Avanzamos en conquistas que nuestro potencial hizo realidad en función de la misión que nos ha sido asignada. En ese camino, la paciencia es la «ruta divina». Deberíamos, por tanto, entrenar la paciencia. Entrenar la paciencia es ensayar el camino a Dios. Dios ha creado el universo con la intención de que los humanos lo civilizáramos y lo perfeccionáramos. El proceso de perfeccionamiento es sutil. Se trata de una tarea progresiva, que tiene a la vida como reflejo de ese proceder. La vida no es manifestación de un cuerpo que cumple años, no es puntualmente una cifra. La vida es manifestación de Dios, la divinidad se introduce en nosotros a través del alma, que no se caracteriza precisamente por soplar velitas. Sería necio no admitir que el cuerpo es visible y tangible. El alma, en cambio, es trascendencia. No hay realización posible del ser sin un alma bien alimentada, al igual que su templo, el cuerpo, al que debemos nutrir. Cuando transitamos el camino ascendente, la vida es una cuenta progresiva. El alma, inspirada por el espíritu, va hacia lo más alto. No hay relojes del alma, y si los hubiese, siempre darían la misma hora. Un pequeño juego de palabras nos permitiría decir que el ego suele estar más pendiente del almanaque que del alma. 16
  • 17. 2 Desde el alma Las escrituras hindúes describen que antes de la creación del mundo existía la conciencia cósmica, el espíritu o Dios, el Absoluto. En el comienzo de la existencia, la conciencia cósmica descendió al universo físico y se manifestó como conciencia crística, conciencia de Dios. Cuando la conciencia crística desciende al cuerpo físico del hombre se convierte en alma. El alma es la supraconciencia o conciencia de Dios, que se torna individual cuando se recluye en cada uno de nuestros cuerpos. Podemos, cual recipientes, nutrirnos e hidratarnos de esa conciencia divina. Ya ungidos, expresamos lo más puro y elevado de Dios en la tierra. Sin embargo, en muchas ocasiones optamos por ser repulsivos y no receptivos de la conciencia pura. Y así, el alma se identifica con el cuerpo y se manifiesta en forma de ego o de conciencia mortal. Llegamos al mundo para cumplir una misión, munidos de nuestras capacidades y talentos únicos. De manera progresiva, cuerpo y alma se van asociando; el alma es la brújula del cuerpo para concretar la misión. La mayoría de las personas cree tener un alma; algunos, incluso, sostienen que pesaría 21 gramos, aun cuando nos cueste pensar en su «corporeidad», y que se manifieste. Muchas veces el alma expresa sus necesidades. Lejos de gratificarla, simulamos calmarla con algo material, cuando precisamente no es eso lo que está necesitando. Inevitablemente surge el vacío existencial, la ansiedad nos colma, el alma no encuentra calma y entra en acción el ego, que puede enfermar y extenuar el alma. Todos hemos incurrido en el error de querer darle el alimento equivocado. El alma es humilde y se nutre de nuestras buenas acciones, actos amorosos, meditaciones, pensamientos luminosos y comportamientos virtuosos. Si el cuerpo se alimenta y el alma no, o a la inversa, los problemas golpearán nuestras puertas. El cuerpo es el vehículo para la expresión del alma, que necesita del cuerpo para concretar la voluntad divina. El cuerpo es la fuerza material; el alma es la expresión, el movimiento, la más acabada manifestación de la fuerza espiritual. Entendamos que el cuerpo protege el alma vulnerable en el mundo material. El desafío es espiritualizar lo material. Dice el rebe Mendel Schneerson: «Lo que el cuerpo y el alma deben comprender es que son más fuertes con el otro que sin el otro». Caemos en la arrogancia espiritual cuando nos jactamos de alimentar el alma y la usamos como «pretexto» para vivir de manera ermitaña, tendiendo a descuidar el cuerpo. En esta experiencia humana que nos 17
  • 18. toca vivir, tal comportamiento no es el que Dios nos ha encomendado. El cuerpo, compañero del alma en esta peregrinación, requiere ser cuidado y preservado como preservaríamos un templo. Nuestro combustible espiritual comienza a escasear cuando el alma anhela algo superior a aquello con lo que creemos nutrirlo, el alma languidece y nuestra voz interior nos susurra desesperanza, desazón. Una buena salida de «emergencia» para esos casos es tomar nota y corrernos de lo exclusivamente superfluo para focalizar en aquello que es trascendente. Engordar el alma A menudo experimentamos malestar, vacío espiritual. Intentamos llenar ese vacío comprándonos algo material, como nuestras golosinas favoritas, o buscando mero placer en una relación carnal de ocasión. ¿Quién podría juzgarnos por comprarnos lo que nos gusta, disfrutar de un manjar o darle a nuestro cuerpo el sabor de la pasión? La cuestión es que, cuando el alma llora, es a ella a la que necesitamos complacer. Una buena acción, hacer lo que corresponde, tener un gesto de gratitud, de arrepentimiento, de disculpa o procurar reparar un daño, nos darán la paz y el alimento que el alma necesita para re- animarse (alma = anima). La hermosa sensación de volver el alma al cuerpo y no seguir alejándonos de ella es tan gratificante como la plenitud en la que nos instala. Todo lo contrario del vacío que habíamos experimentado. Es maravilloso observar cómo la virtud regenera el alma y una vez que ello sucede y recobra existencia, sentir en el cuerpo el bienestar que le proporciona. La meditación y la oración, especialmente a primeras horas de la mañana, y cuando finaliza el día, son herramientas muy valiosas para darle existencia al alma. La virtud es el alimento del alma. No viviremos en paz si nos dejamos engañar por la ilusión del ego, alejándonos de nuestras necesidades y valores espirituales. La búsqueda del bienestar espiritual es eterna. La gran llave del tesoro se deposita en un cuerpo alineado con un alma superior, impulsada por su vehículo en la tierra: el cuerpo. Como dice el rebe: «El cuerpo es el pájaro, las alas, el espíritu». La mayoría de nosotros ha crecido bajo la noción asimétrica de cuerpo y alma. Nos inculcaron enfocarnos en lo físico, mientras el concepto del alma quedaba relegado a lo inalcanzable, a que somos almas eternas encarnadas en un cuerpo «inferior». Si es mayor la equidistancia de nuestra percepción de cuerpo y alma, será menor la complementación de estos dos actores principales de nuestra vida. Cuando alma y cuerpo se asocian en armonía, incrementamos el desarrollo de nuestra misión y activamos nuestro potencial. Miles de años atrás, el hombre inició su incesante búsqueda espiritual luego de descubrir que, si vivía en un estado interno de insatisfacción, no habría una «buena suerte externa» capaz de compensarlo. La vida sin propósito es mera supervivencia. La vida con un fin es trascendencia. En el preciso momento de nuestro nacimiento comienza la encarnación: el alma entra en 18
  • 19. el cuerpo, «se hace carne». Encarnados, la vida es quien nos lleva a nuestro destino, aunque a veces nuestras decisiones lo convierten en un «desatino». La mayor o menor realización del potencial marcará ese destino. La finalidad superior del alma, la que nos da un propósito, es la concreción de la misión. El «para qué» nos han mandado a la cancha a jugar este partido, a vivir esta aventura, a superar este desafío. Dice el rebe Mendel Schneerson: «Podemos estar biológicamente vivos o estar vivos de verdad, espiritualmente vivos». Hay una marcada diferencia entre vivir cual fetos, comer, beber y dormir o estar plenamente vivos. De niños solemos ser más inocentes, curiosos y puros; esas conductas suelen acercarnos a Dios. Cuando renacemos, es decir, cuando ya adultos experimentamos el despertar espiritual, recuperamos esos valores que nos acercan a lo divino. El único «niño» que nos aleja de Dios es el ego. Este, aunque es una criatura, no es precisamente ni puro ni inocente. Cuando optamos por no dejarnos dominar por esa criatura egocéntrica es cuando revive en nosotros nuestra condición de criaturas divinas. Releo la página 55 de Hacia una vida plena de propósito: «No hay lugar para el ego cuando se crea a un niño». Ciertamente, un niño caprichoso como el ego no debería ser el maestro o tutor de un niño puro e inocente. Reloj, no marques las horas Muchas veces pensé ​—probablemente al lector le haya pasado lo mismo— cómo sería la vida a la inversa, como una verdadera cuenta regresiva: llegar al mundo ya ancianos e irnos del mundo como bebés. Precisamente, el filme El curioso caso de Benjamin Button así lo plantea. Del mismo modo, el ego nos hace vivir y nos hace creer que esto sería mejor, ya que como bebés no podríamos ser capaces de sufrir al momento de partir, como lo hacemos de adultos. Dios es la causa de toda causa, la causa mayor. Nada que proceda de él sucede porque sí. Llegamos al mundo siendo bebés y partimos ya ancianos. La vida es aprendizaje, evolución y pureza, porque Dios obra a través de nosotros, sus canales de luz y conciencia, y necesita que vivamos, primeramente, la experiencia de la infancia, puros, libres e inocentes, para luego, a medida que vamos creciendo con el libre albedrío, poder elegir si queremos volver a ser quienes éramos. Volver a ser criaturas, recuperando la inocencia perdida, pero esta vez dotados de experiencia y sabiduría para volver a casa. Afortunadamente no estamos aquí para ser títeres de un poder superior y predeterminado. Disponemos de la posibilidad de ser individuos con deseos propios y con la opción, no la obligación, de ser nobles, bondadosos, amables, compasivos; en definitiva, vivir una vida virtuosa. Llegamos con la necesidad de aprender, de ser recipientes vacíos que buscamos sumergirnos en la profundidad de las enseñanzas que «la fuente» nos ofrece. Los maestros nos conducen hacia ella, son obreros de Dios que permiten que esta nos entregue el conocimiento que inunda el universo. Podemos ser niños curiosos, 19
  • 20. absorbiendo la enseñanza que nos brindan, en función de nuestras inquietudes y carencias. La tarea encomendada es la de aprovechar, en la mayor medida posible, el potencial que nos han otorgado en este plano para «este viaje». De acuerdo a las vivencias como niños, y luego como adultos, podremos beneficiarnos con el don que nos ha sido entregado. El «trabajo» de la vida es finalmente la acción sublime que el alma desarrolle para la concreción de la misión, uniendo la mente individual (yo) con la mente universal (Dios). Hay un fluido divino: la conciencia pura. Es el lubricante y aditivo del motor de nuestra travesía. Podemos abrir el tapón del recipiente y abrir paso al fluido, u obturar su llegada. Podemos atraer y fluir con el fluido o podemos alejarlo y repelerlo. La vida es una cuenta progresiva dotada de reglas magistrales. Cuando tu niñez dio paso a tu juventud, te sentiste pletórico de energía, aunque no contaste con la orientación suficiente. Al llegar a la adultez, la dirección estaba mejor alineada y balanceada, aunque la energía no era suficiente. Si pudiéramos preparar el trago ideal para estos casos, necesitaríamos combinar dosis de sabiduría creciente, elixir de la existencia, con la porción inevitable de la pasión decreciente que el reloj pretende robarnos. Más allá de lo que la espiritualidad nos ha enseñado todos estos años, acerca de que las personas pueden tornarse más sabias con los años, un reciente informe científico publicado en el New York Times parece confirmar esta afirmación. Un paper editado por la revista Psychological Science demuestra que aspectos cognitivos de nuestro cerebro recién logran cristalizarse en la edad adulta. Algunos tests realizados con personas de entre 10 y 84 años han dado como resultado que ciertas habilidades, como las necesarias para mantener mejores relaciones personales, como los juicios que emitimos y la resolución de situaciones engañosas, están más desarrolladas en los individuos de mayor edad. Pelea de fondo: egoísmo versus amor Cuánto nos cuesta evitar identificarnos con nuestros egos. Una y otra vez nos dejamos llevar más de la cuenta por lo que el falso ser nos propone. El «ego es separación»; el amor universal es unidad. Pese a que nos hayan inculcado el temor a Dios, Dios es amor. El alma trasciende al cuerpo, porque es amor puro y eterno. Como dice el rebe Menajem Mendel Schneerson: «El amor es el componente singular más vital de la vida humana». Al decir «Dios es amor», no pretendemos instalar un eslogan o consigna; nos estamos refiriendo a su esencia, su lenguaje, al sostén del alma. Suelo repetir que Dios no habla en ego, su lenguaje es otro. Pretender comunicarse con él desde el ego es como intentar realizar una llamada desde un teléfono descompuesto. No valoraríamos la luz si no existiera la oscuridad. El egoísmo es una acción que 20
  • 21. nos aleja, aunque sea involuntariamente, del amor. Sin embargo, las consecuencias de nuestros actos egoístas pueden ser el impulso de la necesidad de un anhelo amoroso. Algunas «máximas» surgen de las enseñanzas que nos da la vida: «el que no aprende, se joroba» y «no le hagas al otro lo que no te gustaría que te hagan a vos». Estamos a tiempo de empezar a darles a los demás lo que desearíamos para nosotros mismos, de brindarle al prójimo lo que desearías que te diera. No hablamos solo de lo material. Todos tenemos algo para dar, para ayudar, ya sea tiempo, amor, escucha, comprensión. Finalmente, recibiremos aquello que dimos, que brindamos. Nadie está obligado a amar de modo forzado, condicionado o interesado; no es nutritivo para el alma y no alimentará ni a quien dice amar, ni al supuesto amado. El amor egoísta es, en sí mismo, una gran contradicción. Sería como el «hambre opípara». Solo estaremos en paz merced al amor que prodiguemos a los demás, «amor altruista» y amor que nos concedemos naturalmente a nosotros mismos, amor al propio ser. Todos somos conscientes, en nuestro fuero interior, de nuestras acciones egoístas y de nuestras acciones amorosas. Un examen de conciencia, a solas, sin intermediarios ni interferencias, revelará cuánto nos respetamos y cuánto respetamos a los demás, cuánto nos engañamos y cuánto engañamos a los demás. Quienes respetan su «veredicto» interior suelen ser respetuosos de los otros. No hay grandes asimetrías entre aquello que solemos perdonarnos, lo que realmente creemos de nosotros y las críticas y juicios que hacemos a los otros. Cuando solemos hablar de los otros, estamos, en realidad, hablando de nosotros mismos. Una buena receta sería: intentar tratar a los demás como nos gustaría ser tratados. El amor egoísta (la gran contradicción) es una consecuencia lógica de las luchas de nuestro ego interno, entre priorizar a Dios y después a sus criaturas. Si hiciéramos un lugar en nuestro interior, podríamos amar simplemente al otro, y no someter este sentimiento a prueba cada vez que suceda algo. El amor es la unidad y la interrelación de las almas en el cosmos, y no el caos de la división de los hombres. Las acciones amorosas, el dar sin esperar retorno, sin el vuelto, son alimentos del alma. Un alma alimentada, gratificada, pone en marcha el cumplimiento de la misión. El amor que se da y el amor que se recibe son decisivos para elevar nuestro potencial a las máximas alturas y a los brillos más luminosos. Progresamos en la vida espiritual cuando, día a día, vamos procurando darle existencia al alma desde la introspección. Después de todo, no somos más que almas inspiradas por el espíritu divino. En la cuenta progresiva cada acción, por más mínima que sea, «cuenta» progresivamente, tanto sea para nuestra evolución o la realización de nuestra misión, o para su retraso y alejamiento. Volver a casa 21
  • 22. Hay un destino circular en cada uno de nosotros. Somos enviados al plano físico procedentes del hogar divino, vivimos una experiencia humana y regresamos a nuestra fuente de inspiración, a la que volveremos con nuestra última exhalación. Mientras permanecemos aquí (hay algo extraño), sentimos la necesidad de volver a casa. El desasosiego que experimentamos en muchas ocasiones es una muestra de nuestra añoranza y surge una inevitable melancolía. Nos sentimos lejos de casa. El alma exiliada no se siente a gusto en la «habitación de huéspedes» que el ego le ha preparado. Una sensación contrapuesta nos invade cuando reconectamos y se manifiesta el bienestar espiritual, que nos devuelve al camino, al encuentro del objetivo interno con el objetivo externo. Cuando la «sensación térmica» de estos fines es semejante en ambos lados del «vidrio», este no se rompe. El hogar divino que tanto añoramos es la «morada del alma», donde, a diferencia del que nos propone el ego, sentimos que no hay nada que temer y que todo es para amar. Los ventanales de esa casa disponen de vidrios hacia el exterior que manifiestan nuestro yo interno, el que nos permite ver y nos hace visibles al mundo material. Y vidrios internos que reflejan nuestro yo verdadero. Si hay armonía entre ambos, nos sentiremos en paz en nuestro hogar. Es cuando logramos estar a gusto con nosotros mismos. Podemos ser nuestro invitado favorito o nuestro peor huésped. Hay una enorme relación entre nuestro nivel de fatiga o de inspiración y la forma en que nos estemos relacionando con nosotros mismos. A menudo se dice que una persona que ya no se soporta a sí misma «no puede con su alma». Por el contrario, quien se siente a gusto consigo mismo está «de buenas con su alma». En ese punto, emerge la inspiración (conexión con el espíritu) en nuestra vida. No hay espacio para la habitación del ego en el hogar divino. Necesitamos generar espacios para contribuir a la presencia de Dios en nuestras vidas, para permitirnos que nos proteja, y no sobreproteja. Dios es protector, no sobreprotector. Si no dejamos a nuestros hijos crecer, elegir, tomar riesgos o equivocarse, no permitiríamos su desarrollo. Asimismo, un Dios sobreprotector no permitiría nuestro crecimiento y, por ende, no podríamos vivir la vida como cuenta progresiva. No tendría sentido volver al hogar divino si no eligiéramos hacerlo. No hay razón para elegir a Dios en forma compulsiva y por imposición dogmática, cuando él nos dio la opción de elegirlo. La espiritualidad es la necesidad consciente de Dios, reitero, la necesidad, no la obligación. Cuando sentimos verdadera necesidad de Dios y en esa necesidad aprendemos, es cuando decidimos nuestra propia elección.. Es lógico pensar a un Dios que nos necesita felices por elegirlo y no temerosos en caso de no hacerlo. Cuando nos comportamos según lo que otros predican, no somos nosotros mismos. Siempre es bueno recordar que evolucionamos en la medida en que desarrollamos la habilidad de manifestar todo lo que somos. El traje prestado 22
  • 23. La vida material, el cuerpo en el que encarnamos el alma son limitados. El alma es noble e incorruptible. El cuerpo tiene fecha de vencimiento, pero es mucho lo que podemos hacer para complementarlo con el alma y no tener que reintegrarlo antes del horario de devolución. Supongamos que nos invitan a una fiesta, alquilamos un esmoquin, las mujeres piden prestado un vestido. Lo ideal es que nos quede bien y que lo podamos usar cómodamente durante toda la fiesta. Nosotros podemos trabajar mucho y bien durante nuestra existencia para sentir nuestras vestiduras a la medida de nuestras tallas, y cuidarlas para que nos acompañen digna y elegantemente toda la velada. Decía el viejo testamento que uno no tiene derecho a lastimar su cuerpo, ya que no es de su propiedad sino de Dios, ese cuerpo que nos ha sido concedido, bien cuidado y bien alimentado, es el que el alma necesita para su paso por este plano. El alma debe sentirse a gusto en el cuerpo que encarna. Somos seres espirituales que residimos en un cuerpo. Si el cuerpo físico es maltratado, no viviremos bien, tal como sucedería en un lugar que no cuidamos, que no honramos. El cuerpo alberga al alma y el alma es la línea de contacto del hombre con Dios, es como una línea invisible de puntos que nos conecta al alma universal. Hay sufrimiento en el alma cuando hay sufrimiento en el cuerpo. Si el alma no encuentra lugar para expresarse, esa tensión entre alma y cuerpo se convertirá en enfermedad. En otras palabras, podríamos decir que la cincha se ha cortado, y caen los contendientes de ambos lados. El alma que no se manifiesta no evita la emoción que la está inquietando. Ese desequilibrio de emociones y energías no permite que se complemente con el cuerpo y que este, inevitablemente, se manifieste, enfermándose. El cuerpo no requiere de un culto, sino de la responsabilidad y la conciencia de la importancia de estar sanos, de ser saludables. En algunos idiomas la etimología de la palabra «salud» es la misma que la de la palabra «santidad». Santificar el cuerpo no significa que debamos ser físico-culturistas ni pasar horas y horas haciendo dietas y esfuerzos físicos denodados en gimnasios y pistas. Honrar el cuerpo es cuidarlo armoniosamente para sumarle años a la cuenta progresiva y darle sostén al alma para que pueda concretar su misión. Hoy ya no se discute que un alma gratificada le da al cuerpo un espíritu saludable, que la meditación, el yoga, la respiración consciente fortalecen nuestro sistema inmunológico y son generadores de serotonina. Así como el ego es un gran inmunodepresor con sus dosis de miedo, envidia, rencor y orgullo, el proceso inverso se desata en nuestro organismo cuando lo fortalecen las acciones virtuosas. La «mezquindad» del ego es «generosa» en la aparición de enfermedades. Es habitual que nos enfermemos luego de un disgusto que deprime nuestras defensas, y es lógico que así sea. Imagino al lector pensando a la distancia alguna circunstancia desagradable e inesperada que luego devino en alguna enfermedad, en algunas ocasiones muy grave, como acontece en muchos casos con el cáncer. Ninguno de nosotros está exento de enfrentarse por problemas inesperados y, por ende, con enfermedades que, en gran medida, somatizamos por esos episodios. Es muy importante entender que, salvo en situaciones extremas, el manejo de las emociones nos 23
  • 24. puede ayudar no sólo a no enfermarnos sino también a sanarnos. No se trata solo de la mera desaparición de síntomas, sino también de comprender las razones que nos enfermaron y la posibilidad de no volver a padecerlas. El cuerpo no nos pide demasiado: alimentarse medianamente bien, descansar lo necesario y cuidarlo no solo cuando enferma. El cuerpo pide ser escuchado: generalmente nos avisa acerca de algo que lo está incomodando. Admitamos que muchas veces, lejos de escucharlo, lo acallamos, camuflando o eclipsando el dolor sin tener en cuenta lo que nos quiere expresar. No solemos encontrar en los supermercados, góndolas con alimentos para el alma, tampoco en clubes y gimnasios, rutinas para su «musculación». El alma se fortalece con combustible espiritual, la energía divina surgida de los actos que hacemos y que convierten a la tierra en un lugar más parecido al cielo. Dice el rebe Schneerson: «Alimentar solo el cuerpo pero no el alma es alimentar a la mitad de una persona». El cuerpo necesita dormir, Dios aprovecha nuestro descanso nocturno para escindir el alma del cuerpo y purificarlo, así una vez depurado, tras pasar por el fuego divino, podamos empezar un nuevo día. He sufrido y sufro ocasionalmente insomnio como consecuencia de eventuales preocupaciones que algunas noches el rap machacante del ego convierte en obsesión. Por mi trabajo, que me obliga a levantarme poco después de las cuatro de la mañana, he ido más de una vez a la radio, como se dice vulgarmente, «sin pegar un ojo». Supe luego de un par de noches en vela, y más allá de inductores del sueño, lo que es el temor a no volver a conciliar el sueño. La preocupación original que me impedía dormir dio lugar a la preocupación principal, el temor a no dormir. No dormir o no hacerlo bien nos enrarece el alma. Solo el sueño profundo le permite a esta regenerarse y nutrirse, abrevando en las aguas de la fuente del espíritu. El cuerpo físico es la habitación del alma: debemos revisar la habitación que le estamos ofreciendo. Si es luminosa y espaciosa u oscura, pequeña y destemplada. Pues bien, el cuarto que le des al alma refleja el cuidado que le das al cuerpo. Tira y afloje En un principio, cuerpo y alma conviven cual pareja inexperta; lejos de complementarse, tratan de imponerse el uno al otro simultánea y recíprocamente. El cuerpo, aliado con el ego, procura someter al alma a fuerza de caprichos e incomprensión, cree estar ganando la pelea pero inevitablemente su salud flaquea y comienza entonces a entender que depende del alma. Abrumado por las evidencias y más allá de la férrea resistencia del ego, necesita dejar de luchar con el alma para asociarse con ella. Un cuerpo sano es la plataforma de un alma que puede manifestarse a sus anchas. Por sí sola, la energía física no nos lleva a ningún lado, dado que es el alma la que se encarga de encauzarla. Así es como la energía física da paso a la energía del alma, 24
  • 25. retroalimentación que cuerpo y alma ofrecen para nuestro bienestar físico y espiritual. La liberación de endorfinas nos hace sentir en plenitud física y mental. El cuerpo sano no es un valor en sí mismo. El regocijo que experimentamos, por ejemplo, después de correr es también el que nos proporciona un alma que se oxigena, y como tal disfruta de los beneficios que este le genera. Somos almas individuales que llegamos a este plano material para refinarlo e introducir pizcas de divinidad. El alma nos proporciona el crecimiento espiritual y el cuerpo es el gran cómplice para alcanzarlo. Nuestro crecimiento espiritual se desarrolla hasta el último minuto de nuestra existencia física, necesitamos un traje lo más impecable posible para «lucirlo» la mayor cantidad de tiempo posible. 25
  • 26. 3 El crecimiento espiritual Todos nosotros tenemos, en mayor o menor medida, un concepto, una idea acerca de Dios. La mayoría desea vivir la experiencia de la instancia superadora, una percepción directa divina. El concepto de Dios, no el sentido intelectual. Dice Paramahansa Yogananda, una de las personalidades espirituales más prominentes que el siglo XX nos trajo desde la India a Occidente: «No busques a Dios con un fin secundario, el día que tu amor al señor sea tan grande como el apego a tu cuerpo mortal, él vendrá a ti». Suelo decir que en la vida espiritual el orden de los factores sí altera el producto, y en esta dimensión la secuencia marca la diferencia. Primero es tiempo de devoción, luego de actividad; primero hacemos bien el bien, generamos espacio para Dios en nuestras vidas y luego él se presenta. Hacer bien el bien no es simplemente concretar una acción especulando con el resultado que esta trae aparejado. Hacer bien el bien es enfocarse en lo que hacemos, independientemente de lo que obtendremos, con pensamientos amorosos que ofician como «llamadores divinos». No estamos obligados a hacer lo que no queremos. Se nos ha concedido la facultad de actuar, pensar y sentir por la senda que nos aleja de quienes somos esencialmente. El plan que ejecutemos será más o menos edificante, espiritualmente hablando, cuando actuemos con espíritu constructivo. No sólo la divinidad se revela sino que esta se canaliza a través de nuestras acciones. Pasamos a ser los pies, las manos y la voluntad de Dios para la concreción de sus designios. Asimismo, podemos obrar como canales exclusivos de nuestros egos para la concreción de sus incesantes demandas. En Proverbios está escrito: «El que se empeña en la caridad y la generosidad encuentra vida, bondad y honor». Se dice que la caridad empieza por casa, y también podemos decir que la caridad empieza como expresión auténtica de un alma humilde. La arrogancia y caridad no son compatibles. La caridad es hija de la necesidad de quien recibe, pero también de quien tiene el anhelo de dar para gratificar su alma. El libre albedrío se manifiesta en nuestra voluntad de dar o no dar y en la forma en que, en todo caso, lo hagamos. Con abnegación y humildad o con desconfianza y especulación. Seguramente, Dios podría haber distribuido en porciones más parejas riquezas y pertenencias. Si así sucediese, cabría preguntarse: ¿quién sería generoso? Dice el rebe Menajem Mendel Schneerson: «Necesitamos compartir lo que nos ha sido dado; lo que damos no es nuestro, nos lo prestó Dios con el fin de permitirnos el don de dar». Cuanta mayor prosperidad nos estén proporcionando, mayores oportunidades y 26
  • 27. privilegios de dar nos estarán enviando. El hombre más rico del mundo, Bill Gates, y su esposa llevan donados a la fecha a través de su fundación más de treinta mil millones de dólares. Lejos de empobrecerse, cada día son más ricos en todos los sentidos. Si logramos éxito y riquezas es por decisión y bendición de Dios, no sólo por el esfuerzo y talento que hayamos puesto para lograrlo. Nos pueden dar el poder de alcanzar la prosperidad, que no se convierte necesariamente en una bendición. Si no somos capaces de discernir cuál es nuestra misión, la prosperidad terminará por empobrecernos. El hombre que no es consciente de que lo recibido debe ser honrado y merecido, no vive en paz, más allá de lo que haya logrado. Sin conciencia pura, la riqueza material termina por provocar un temor constante a que no sea suficiente o a que podamos perderla en su totalidad. Como dice el rebe, si usamos la riqueza con fines caritativos y filantrópicos en lugar de gastarla sólo en el deseo del momento, lograremos que el dinero se vuelva eterno. La tradición judía sostiene que la Tzedaká (solidaridad) abre nuevos canales de riqueza desde lo alto. Digamos que así como se hace camino al andar, se abren nuevos canales al dar. Antes de decidir con cuánto ha de bendecirnos en el futuro, Dios observa cuánto hemos dado de nuestra riqueza anterior. Cuenta la leyenda que un rabino le aconsejó a un empresario afligido por sus escasas ganancias que empezase de una buena vez a ser caritativo; en definitiva, que convirtiera a Dios en su socio, que como cualquier socio haría todo lo posible para asegurarse que a la empresa le fuera bien. El crecimiento espiritual es la cabal comprobación de que los logros materiales nunca resultan ser suficientes. Buscamos algo más allá, el hombre sale al encuentro del ser, el ser por el camino del alma lo conduce a Dios. El poder terrenal, material, las riquezas nos atraen, pero no debemos olvidar que no se trata de atracciones perdurables. Más tarde o más temprano necesitamos satisfacer demandas que no perezcan, que sean trascendentes, que nos salvan del vacío existencial y regeneran nuestro ser. En el mundo espiritual, la noción de tiempo no queda registrada en relojes sino en las porciones de cada una de las existencias que nos lleve a aprender. Necesitaremos más vidas para aprender, que otros; hay almas que son opacadas una y otra vez por nuestra constante predilección por la materia. El ego aletarga al alma, el temor y el sufrimiento van dejando marcas en la existencia de millones de personas, que tendemos a repetir los mismos errores una y otra vez. En esa condición, la vida es una cuenta regresiva; sin embargo, el proceso de crecimiento espiritual nos va permitiendo abandonar identificaciones vanas y comenzar, con mayor o menor intensidad, a evolucionar y a aprender. Cada humano termina por elegir cuándo decide abrirse camino por sí mismo hacia el ser. Escalera al cielo La vida es una cuenta progresiva ascendente, jalonada por peldaños que nos irán 27
  • 28. llevando al reencuentro con Dios. Cada vez que damos amor, que actuamos correctamente, que nos ponemos al servicio, nos vamos elevando, vamos progresando. El ego te propone trepar, pero lo que el alma necesita es elevarse plácidamente. Cada vez que meditamos ascendemos hacia Dios, a través de lo que los maestros llaman la «senda interna». Podríamos decir entonces que la escalera al cielo tiene una senda interna, la de la meditación, y una externa, la de la acción. Si meditar es «dar existencia al alma», su activación le da vida a lo que mora en nuestro interior y enciende la chispa divina. Paramahansa Yogananda señala: «Quien conoce su alma entiende que existe más allá de todo lo finito y puede ver que el espíritu se ha manifestado como el vasto cuerpo de la naturaleza». El crecimiento espiritual nos permite recuperar la divinidad. Decimos y enfatizamos el verbo recuperar, ya que pone de manifiesto el hecho de volver a sentir algo que ya sentimos, algo que ya tuvimos, que nos había sido dado y que sin embargo habíamos olvidado o dejado de lado. El camino espiritual es un sendero de reconexión, por intermedio del «ojo espiritual» volvemos a ver a Dios. El alma es intuitiva; la intuición, ya que hablamos de ojo espiritual, es la «visión esotérica». A la hora de intuir con nuestros cinco sentidos, el alma puede prescindir de ellos. Cuando hablamos de intuición, hablamos de un sexto sentido. La vida como cuenta progresiva nos da la oportunidad de ir afilando y calibrando nuestras capacidades intuitivas. Todos las tenemos, algunos las desarrollan y otros aún no han optado por hacerlo. También podemos recibir inspiración aunque no todos trabajamos de igual modo para ser uno con el espíritu. Recordemos que, cuando estamos en espíritu, estamos inspirados, y como seres intuitivos hacemos lugar a la manifestación del alma. Inspiración e intuición son dos tesoros que nos han sido dados, que siempre pueden ser recuperados, y son de gran ayuda para nuestro crecimiento espiritual. La inspiración nos conecta con la posibilidad de desarrollar nuestra misión, nos dejamos usar creativamente para oficiar de canales divinos. Inspirados, conectamos con el WiFi de Dios, que nos permite navegar por los sitios del universo, donde se encuentra disponible lo que necesitamos para su obra. La intuición hace del ser una persona segura de su fe y de su acción, que no teme el camino a seguir ni las decisiones a tomar y que puede enfocarse en el presente, sin perder la concentración, el paso previo a la llegada de la información que le envía el «ojo espiritual». La escalera a Dios por la que asciende el alma es la escalera de la conciencia, que va iluminando, escalón por escalón, el sendero espiritual ascendente. Celebra la vida Deseo que muy pronto podamos enseñarles a las nuevas generaciones (y desde muy pequeños) a disfrutar la vida sin sentir culpa por hacerlo, a hacerles saber que, si quieren ser felices, intenten apegarse lo menos posible a aquello con lo que se crucen y obtengan. 28
  • 29. En general, incurrimos en la necesidad material de apego con el argumento de gozar de la vida, que se termina convirtiendo en la razón por la que precisamente nos vemos impedidos de hacerlo. Miles de años atrás, Buda nos enseñaba que el sufrimiento es hijo del deseo. Solemos pensar que el remedio para nuestras desdichas debe ser un antídoto contra nuestras carencias materiales, nos aferramos férreamente a nuestras riquezas, temerosos de perderlas y terminamos por convertir el remedio de la posesión en la enfermedad de la envidia, la avaricia y la insatisfacción. El ego nos adjudica logros que, por un lado, siempre le resultan insuficientes, pero a su vez no puede concebir perderlos. Si aprendiésemos a tomar lo obtenido como una bendición que nos ha sido dada con un propósito, no temeríamos tanto ni preservaríamos denodadamente lo ganado. A mayor dependencia de las necesidades egocéntricas, menor libertad. Sepamos agradecer los dones, y las energías que nos ayudaron en nuestras conquistas las disfrutaremos con mayor plenitud y menos culpa. Es lógico y muy humano lamentarse por el paso del tiempo, pero no es recomendable perderlo en lamentos, en lugar de vibrar con cada momento presente. El alma nunca envejece, se torna más vibrante, lo que somos esencialmente no tiene edad y siempre ocupa el mismo espacio espiritual, más allá de la edad del cuerpo de quien la porta. Hemos dicho en más de una ocasión que el alma se alimenta a través de la luminosa energía que emana de las acciones nobles, por lo tanto, independientemente de nuestra edad, siempre podremos tener el alma bien alimentada. Sólo ella nos conecta con Dios, un alma bien alimentada nos asegura una buena conexión. El alma es el camino, no la mente. Así lo explican los hindúes: «Dios no es la mente. Es verdad que Dios la creó, pero él es superior a ella, de modo que no podemos concebir a Dios en nuestras mentes». Una madre puede dar a luz a un hijo, no un hijo a una madre. El lugar por el que Dios se «filtra» en nosotros no es la mente, es la conciencia divina, que se ha diseminado y condensado en nuestros cuerpos. Somos, por excelencia, un campo energético de gozosa energía. Sin embargo, para el ego, gozar de la vida es reprochable y nos mortifica con dosis de culpa que aparecen cuando estamos en pleno disfrute. Un gran antídoto para estas circunstancias es aprender a percibir la bendición que se oculta en cada cosa que Dios nos envía para que disfrutemos conscientemente. La conciencia nos permite obtener la sabiduría necesaria para discernir qué es lo erróneo, por lo que podemos percibir que estamos haciendo lo correcto y que es muy disfrutable. La conciencia nos orienta como una brújula para establecer que nuestro goce no es egoísta, y también sabrá enseñarnos a no disfrutar comportamientos que terminen siendo generadores de sufrimiento y enemigos de la felicidad. En La búsqueda eterna, Paramahansa Yogananda describe que el egoísmo es la causa primordial de los infortunios del mundo, ya que sólo se trata de satisfacer el propio interés del individuo y así se pone en marcha la ley kármica de causa y efecto que termina por destruir inevitablemente su felicidad personal y la de los demás. Aunque nos 29
  • 30. hayan inculcado todo lo contrario, no es lo mismo «celebrar la vida» y ser egoístas. Si no disfrutamos qué somos y con qué contamos, y solo nos enfocamos en lo que los otros tienen, construiremos una usina del resentimiento. La felicidad suele comenzar cuando damos y deseamos a los otros lo mismo que quisiéramos recibir. Los testimonios de las personas que llegan a edades avanzadas en paz suelen coincidir. Afirman que lo más importante de sus vidas son los vínculos, y que los momentos de mayor felicidad fueron aquellos en los que sintieron dicha por hacer dichosos a los demás. De hecho, en algunas páginas más adelante observaremos un interesante estudio que así lo ratifica. El mayor gozo es el gozo divino, es la sensación de no sentir el alma aprisionada, y la hermosa experiencia del bienestar espiritual que supera en trascendencia cualquier euforia material. El gozo divino no viene acompañado ni de culpas ni de remordimientos, no genera «resaca». Quien pueda gozar con el alma podrá disfrutar dignamente de sus conquistas materiales. No hay satisfacción externa que perdure si no hay satisfacción interna. La disconformidad del hombre egoísta proviene de una insatisfacción mucho más profunda: no haber encontrado real significado a sus propias metas. Y en este caso, no habrá dinero suficiente ni prosperidad que alcance. Todos podemos aprender a buscar y a encontrar el verdadero gozo y celebrar la vida. Una forma de orientarnos en ese sentido es poder llegar a comprender el concepto de la vida como una cuenta progresiva. Venimos aquí a progresar. La muerte no marca el final —aunque es duro aceptar la ausencia física—; para el alma es tan solo un nuevo comienzo. La ley de la evolución es la que impulsa al alma a encarnar varias veces en vidas progresivamente superiores que sólo se pueden ver «demoradas» por el efecto kármico de las acciones desacertadas y «aceleradas», gracias a los avances espirituales que finalmente nos permitan alcanzar la realización del ser y la unión con su creador. Lograda la liberación, son pocas las almas que regresan a la tierra por su propia voluntad, y adquieren la «maestría» para ayudar a otros seres en su liberación. Cabe destacar que se trata de encarnaciones excepcionales. Todo está en constante proceso de evolución, todo lo que existe está en constante evolución. Permanentemente se está operando un cambio progresivo. Nada en el universo permanece estático. La evolución es Ley Universal, Ley Divina. Todo lo que existe evoluciona para progresar, para perfeccionarse. Dice Madu Jess, en su libro Conocimiento de la vida, que la meta que nuestra alma persigue es la perfección, y que cada vida humana debe proporcionarnos un adelanto que nos coloque en un lugar más avanzado en el camino hacia la perfección anhelada. Celebrar la vida no es vivirla sin dolor. Una existencia carente de ese tipo de emociones no es propia de un mundo con Dios. Si imaginásemos un mundo despojado de Dios, el sufrimiento y el dolor serían estériles, sin propósito alguno de aprendizaje. El dolor es un gran impulsor, un elevador del compromiso espiritual. Lo expresa el 30
  • 31. rebe Menajem Mendel Schneerson al sostener que el dolor es un síntoma a corto plazo, de un dolor a largo plazo que debemos enfrentar. Muchas veces sucede que el dolor se convierte en una «bendición disfrazada». Si bien el dolor y el sufrimiento forman parte del misterio de la vida (ignoramos su sentido), finalmente son formas que Dios utiliza para comunicarse con nosotros. Tememos a la muerte porque el ego mortal es el que nos induce a experimentar esa emoción. Por lo tanto, tengamos presente que el ego es ignorado por el espíritu y el espíritu no conoce al temor, no conoce a la muerte. 31
  • 32. 4 Las escalas de la cuenta progresiva Recurro a un magnífico material que aportó, años atrás, José Trigueirinho, notable filósofo espiritualista, autor de decenas de libros. En este caso, me centraré en su descripción sobre los septenios, períodos de siete años en los que divide la vida cronológica. Trigueirinho asegura que nuestra concepción del tiempo se va relativizando cada vez más, y que el nacimiento y la muerte obedecen a causas cósmicas superiores al entorno físico material del hombre. Agrupa el desarrollo de las características que hacen a nuestro comportamiento y evolución en ciclos de siete años de duración. Primer septenio (0 a 7 años) En este tramo nos rige la tierra y lo que prevalece es el instinto. Es el tiempo del cuerpo físico, el espíritu solo permanece abocado a la creación de la forma corporal humana. Segundo septenio (7 a 14 años) Regido por Mercurio, predominan los hábitos. Es el septenio del cuerpo etérico. Las enfermedades febriles infantiles son las encargadas de acelerar el proceso de depuración de «restos etéricos» materiales. El cerebro termina de formarse, y es «abandonado» por las fuerzas del crecimiento, que se transforman en las del pensamiento. En esta etapa se forman los órganos del aprendizaje que nos permitirán recibir al mundo espiritual. Tercer septenio (14 a 21 años) Regido por Venus, dominado por el deseo, es el ciclo del cuerpo astral. Desarrollamos interés por él. Los juicios que elaboramos en esta etapa están impregnados, sin escalas, de simpatía o antipatía. Cuarto septenio (21 a 28 años) Regido por el Sol y dominado por el motivo, esta escala de la vida es la del alma sensible, es tiempo de sol en el alma. El Yo termina su acción sobre el cuerpo físico. El hombre se hace responsable; se empiezan a discernir las relaciones familiares y las sociales. Es el momento en el que solemos elegir entre el camino de la estabilidad o la rebelión, 32
  • 33. y los juicios se empiezan a tomar con más seguridad. A los 21 años hay una crisis de identidad sin un «yo» equilibrado. Pueden generarse estados de inmadurez permanentes. Se presentan sensaciones que no se manifiestan con claridad y que el individuo tiene inconvenientes para sentir. Es un tiempo, si se quiere, peligroso, se presenta un vacío del alma que puede conducirnos a la neurosis existencial. Quinto septenio (28 a 35 años) Regido por el Sol, vuelve a estar dominado por el motivo, este septenio es el del alma racional. Era considerado el de la mitad de la vida: cuando la persona y su estructura se cristalizan o se abren al camino espiritual. Aquí las fuerzas anímico-espirituales que ayudaron al máximo despliegue físico durante el crecimiento comienzan a «invertir» su dirección. Es importante señalar que es la época en que la acción intensiva del pensar no tiene parangón con ninguna otra. En esta etapa, el yo se emancipa del alma, todo se metaboliza a través de la razón. Se califica al mundo según lo que el yo considera lógico o no. Surge una crisis originada en el «sentir envejecer» que puede llevar a valorar lo logrado, y consolidarse y autoafirmarse, o por el contrario, a enfocarse en aquello que aún no se ha obtenido, por lo que ese razonamiento nos puede llevar a la depresión. Sexto septenio (35 a 42 años) Regido por el Sol, el motivo sigue siendo dominante. Es el septenio del alma consciente. Precisamente, es la expansión de la conciencia la que permite el desarrollo de una voluntad creciente. Irrumpimos en un nuevo espacio, el suprasensible. Si en esta etapa logramos superar algunas perturbaciones anímicas como la depresión, es factible un acceso más profundo al mundo espiritual, el que ya está iluminando el alma humana. Se da una verdadera transmutación de fuerzas: el ser humano finalmente se descubre como parte del todo. Este septenio es un escalón al mundo divino. Séptimo septenio (42 a 49 años) Regido por Marte, domina la aspiración y la fuerza de la palabra. Es el septenio del yo espiritual. Es el primero de desarrollo espiritual: el alma se pone al servicio del espíritu, conecta con el mundo físico para que el espíritu pueda expresarse. Son años de acción pero, a su vez, son años destinados a superar nuevas crisis provocadas por la ofensa, la ambición y el orgullo. Es el momento de enfrentarlas. En este tiempo el amor, emergente de la autoafirmación que surge con un nuevo sentido, tiende a desarrollarse en plenitud. Se habla de un nuevo desprendimiento del cuerpo astral y de un «nuevo nacimiento» de este, anticipando el desprendimiento final de la organización física (la muerte). Se trata, por excelencia, de un período creativo con posibilidades de contacto con otros seres más allá de sus características. Hay una búsqueda de una nueva juventud, si 33
  • 34. no se transforma en pasión de espíritu. Esa búsqueda de nueva juventud implica nuevas crisis, que traen aparejados divorcios o alcoholismo, por citar algunos casos. Octavo septenio (49 a 56 años) Aclaro que se trata de la etapa de la vida en la que me encuentro al ser editado este libro. Lo rige Júpiter; el propósito y la fuerza de la imagen constituyen lo dominante. Es el septenio del espíritu vital, es el tiempo de la transformación consciente del cuerpo etérico. De 49 a 56 años, es el espejo de la etapa que va de los 7 a los 14. No se pueden modificar los hábitos, el individuo los lleva consigo hasta después de la muerte. La típica frase «Yo soy así y no voy a cambiar más», es funcional al favorecimiento de la cristalización prematura en todos los ámbitos. Esta etapa de conocimiento intelectual se puede transformar en sabiduría; así como el niño comienza a aprender a los 7 años, aquí el hombre puede enseñar. Convertido en maestro, puede revisar en este septenio los hábitos desarrollados entre los 7 y los 14 años. Para transitar el período que va de los 49 a los 56 años, debemos evitar la tentación del rejuvenecimiento ficticio. Aquí la vida espiritual y el desarrollo artístico son de incalculable valor para recorrer este período. Es una etapa de curación, la sabiduría combinada con Mercurio se transforma en terapéutica. Noveno septenio (56 a 63 años) Regido por Saturno, lo dominante es la resolución, que se expresa mediante la realización. Es el septenio del «hombre espíritu» o transformación consciente del cuerpo físico. Se resume en la siguiente frase: «La realización es la fuerza para que el Yo pueda hacer lo que el espíritu quiera en mí». Aquella forma física del primer septenio (0 a 7) regido por la Luna es ahora vivida espiritualmente. La transformación del cuerpo físico otorga una mayor transparencia al espíritu. El cuerpo físico es un receptáculo de fuerzas espirituales. Las fuerzas creadoras en el cuerpo físico se transforman en fuerzas de la conciencia. En esta etapa de la vida podemos transformarnos en viejos egoístas y malhumorados, en autómatas semiconscientes o en ancianos. Esto es sabiduría, reflexión, prudencia, meditación, cosmovisión del universo. En esta etapa hay, ni más ni menos, un renacer. Se ilumina la vida infantil y tiende a disminuir la memoria reciente. Es una era de reconciliación con la vida y sus objetivos. Es válido aclarar que hoy las expectativas de longevidad son notablemente superiores a las existentes al momento de ser confeccionada la lista de los septenios, de modo que no me referiré al próximo, o sea al décimo, estrictamente como la etapa de 63 a 70 años, limitándome a señalar lo que acontece más allá del noveno. En este período se hace hincapié en la necesidad de tener y mantener objetivos de vida. Se observa además que tenemos ante nosotros «una gracia divina»: se abre el cosmos. Es importante no aferrarse al recuerdo de devastadores detalles de la vida terrena. Van desapareciendo recuerdos, al igual que van desapareciendo amigos y familiares. 34
  • 35. El espejo de esta etapa es la vida prenatal, expandida en el cosmos y necesitada de «condensarnos» antes de penetrar el cuerpo físico. Aclaro que la «vaguedad» del período posterior al noveno septenio abarca un grupo etario muy amplio para la vida de hoy. No es lo mismo tener 64 que 85 años, independientemente de que almas y espíritus no tienen edad. En las etapas postreras de la vida terrenal, ser ancianos sabios en lugar de ser viejos malhumorados permitirá un tránsito mucho mejor en el período final, y facilitará la recuperación del contacto con nuestra estrella en el cosmos. Si vivimos la vida como una cuenta progresiva, podremos ir hacia el nivel más elevado de la conciencia: el de la reflexión y la contemplación. Dice la «Ley de la Reencarnación» que toda la vida del hombre es el resultado de sus anteriores experiencias. Podemos enmarcar el concepto de la vida como cuenta progresiva en el de «la tierra como escuela». Nadie va, por lo menos conscientemente, a la escuela cada día para saber menos. Trigueirinho hace mención a los exámenes que la vida nos toma. Para graficarlo, se refiere a una madre difícil y exigente que fuerza a su hijo a valerse de todas las energías espirituales para sortear una infancia aparentemente desdichada. Se trata de circunstancias que solemos ver como castigos pero que, según opina, permiten el fortalecimiento del yo. De no atravesar situaciones adversas, no sería posible el progreso espiritual. Quien vence la adversidad y transforma el dolor y el resentimiento en amor y perdón, transmuta su destino y encuentra armonía y paz interior. La resistencia del ego al aprendizaje de la lección no hace más que tornar más y más dificultoso cada nuevo intento. Trascender la lección del «problema» es una acción de gran ayuda para facilitar nuestro destino. La dificultad que trascendemos no tiende a cruzarse nuevamente en nuestro camino. Recordemos que la vida es un proceso constante de sanación, un devenir terapéutico en el cual ciertos desafíos se tornan recurrentes, apareciendo una y otra vez con distintas caras, lugares y nombres propios. Lejos de frustrarnos, podemos y debemos entender que, para la mayoría de nosotros, el aprendizaje adquiere forma de espiral, las cosas no son tan lineales como muchas veces pretendemos. Logramos monitorear nuestros progresos, conscientes de esta secuencia, observando la repetición de ciertos hechos, cuáles son nuestras actitudes y las emociones que estas nos generan. Si nos vemos estancados es bueno admitirlo; al observar las razones de nuestro estancamiento, podremos ponernos en movimiento. Claramente, la neurosis del ego nos conduce a la reiteración de los hechos que nos frustran y de las emociones que nos paralizan. Brindar consciente y voluntariamente nuestras acciones al ser nos ayudará a moderar los actos que nos conducen a la infelicidad. Hoy vemos cómo la expectativa de vida se ha prolongado considerablemente. Aún así, hubo y habrá gente que fallecerá joven y otros que morirán añosos. Espiritualmente hablando, la longevidad es hacer de cada uno de nuestros días un día completo. El rabino Dovber Pinson dice en su magistral libro Vuelve a ser quien eres: «El 35
  • 36. sentido de la vida se encuentra en el vivir mismo y no en lo que pueda suceder después». Lo que hoy vivimos es fruto de lo que previamente hemos hecho. Lo que nos pase mañana será consecuencia de lo que hagamos hoy. Quien vive en el pasado no puede avanzar, y quien teme por el futuro no podrá evadirse de su inevitable llegada. Seguir centrados en el presente es siempre la mejor forma de dejar de robarle momentos al ahora. 36
  • 37. 5 Voy a ver si con el tiempo mejoro o me joro… bo Es uno de los arquitectos más famosos del mundo, el argentino César Pelli, a la hora en que escribo este libro. Tiene 88 años, una carrera pródiga en éxitos y una personalidad propia de quien desarrolla su vocación como una misión y toma la vida como una cuenta progresiva. En una entrevista en la sección Conversaciones del diario La Nación señala: «Qué pérdida de energía jactarse de lo que uno hace. Lo mío fue compromiso, tesón y llevarme bien con la gente». Tal vez sin darse cuenta, Pelli sintetiza con su testimonio y experiencia de vida la esencia del perfume de la realización, la humildad del ser, la fuerza de voluntad del ego que te hace salir cada mañana de la cama, la misión del alma junto a la gracia divina que hace posible la coronación del potencial. Si bien hablamos de un arquitecto, de lo que estamos hablando, en realidad, es de nuestra condición de obreros del día a día, de nuestra tarea de irradiar luz y de no gastar energía en la jactancia del propio yo. El miedo es un gran debilitador de nuestra energía, la tensión emocional que genera el temor nos debilita enormemente. Consumidos por esta emoción, nos congela la duda, nos sentimos oprimidos por la angustia, nuestro espíritu parece menguar sin remedio. El miedo hace que nuestros juicios se distorsionen, empezamos a ver al otro como al enemigo, la confianza en nosotros y en los otros se desvanece y proyectamos así nuestras miserias. Dice el rebe Menajem Mendel Schneerson: «La clave es desandar pacientemente las dudas que nos atan, el miedo que prospera en la oscuridad de la confusión se disipa a la luz de la claridad». En la cuenta progresiva, la paciencia asfalta la ruta divina. Cuando entrenamos la paciencia, ensayamos el camino a Dios. A todos nos ha tocado enfrentar con miedo las dudas que nos atrapan en las redes del pensamiento rumiante y machacador, una especie de «pájaro carpintero» de la mente humana. En estos casos, la salida es por afuera de esos pensamientos. En general, hay una sobrestimación de los pensamientos. No hay necesidad de pensar a menudo las cosas correctas, sino que, por el contrario, suelen suceder de manera natural. Debemos usar la mente para darnos cuenta de que somos seres de luz y energía pura; lo recomendable es que la mente lo entienda y experimente. El miedo, puedo afirmarlo, es mayor en la oscuridad, y la noche se convierte en su mayor escenario. Los sabios supieron decir que soñamos de noche lo que pensamos durante el día; las pesadillas nocturnas reflejan nuestros temores diurnos. 37
  • 38. Pienso y, según lo que pienso, existo o no Es una muy buena noticia que la fuerza de nuestros pensamientos mueva nuestra vida hacia uno u otro lado. Los pensamientos positivos, creativos y amorosos tienen un tremendo poder, notablemente superior a lo que creemos. Cuanto más podamos despojarnos de ideas negativas y destructivas, mejor nos irá. Querido lector, no quiero que estas líneas que acabo de escribir suenen a verdad de perogrullo, y de difícil concreción. Pero podemos ayudarnos con una formulita o mantra que podemos incorporar a nuestra vida: «Pensemos bien sistemáticamente y las cosas irán bien». A mayor alegría y amor irradiado, mayor alegría y amor recibido. Cuando elegimos el camino de la luz, le estamos negando a la oscuridad fuerza, poder y existencia. El miedo nos ensordece, nos impide oír el alma. El ser sin alma es una especie de zombie. Según sean nuestros pensamientos, será nuestro desarrollo espiritual. Para todos aquellos que sentimos ansiedad y un sentido de la preocupación grave, excesiva e innecesaria, procurar el contacto con nuestra porción divina es un gran ansiolítico que debemos tomar con regularidad. Con la quietud del alma, desde el silencio interior, reseteamos, restablecemos la dignidad original del alma. Si quisiéramos conversar con otra persona en un lugar muy ruidoso, con estallidos de volumen que cascan nuestros oídos, pediríamos que apaguen o bajen el volumen. Así sucede con nuestras almas, que necesitan quietud para escuchar a Dios. Luego de esas conversaciones, nos sentimos en paz; nuestra naturaleza original, la esencia interior marca nuestra existencia externa. Siempre es tiempo de meditación. Meditar es interactuar con nosotros mismos. Lógicamente, en la etapa inicial de la meditación se percibe una previsible tensión entre nuestro objetivo de concientizarnos y la dispersión que generan los pensamientos. Sin embargo, de a poco, la concentración va en aumento y lo hace de manera perceptible. Meditando en silencio, logramos contactarnos con nosotros mismos, así como no existe lugar en el mundo donde podamos escaparnos de nosotros mismos. Cuando meditamos, vamos al encuentro amoroso con quienes somos y trascendemos, para concretar una verdadera fusión con nuestro ser real. La magnífica experiencia de sentir luz y amor marca el restablecimiento de nuestra grandeza espiritual. En ese estado, somos canales de luz, a través de los cuales Dios obra y nos bendice. Es la meditación, estúpido El asesor del otrora candidato a presidente y posteriormente presidente de los Estados Unidos Bill Clinton, el muy recordado James Carville, popularizó en campaña una frase destinada a resaltar la importancia de la economía para los votantes. «Es la economía, estúpido» constituyó un gran hit. 38
  • 39. Hoy me permito parafrasearlo, no con la intención de hablar de finanzas, sino de una de las acciones más maravillosas que los hombres podamos llevar a cabo en beneficio propio y ajeno. Cada vez que Dios me regala la posibilidad de escribir un libro sobre espiritualidad, le dedico una porción a la imperiosa necesidad de la meditación en nuestras vidas. Coincidentemente, el acto de meditar y el tiempo que le concedamos, según pasan los años, pueden constituirse también en una cuenta progresiva. El monje inglés Laurence Freeman, gran impulsor de la meditación cristiana, cuenta que la cantidad de minutos que le proporcionamos a la meditación guarda relación directa con nuestra edad, y sugiere no más de diez minutos para chicos de 10 años. Lógica y progresivamente, con el correr de las décadas, podemos dedicar mucho más tiempo al ritual de «Da existencia al alma». Freeman cuenta que meditar es algo fundacional del Cristianismo. Recuerda que, cuando Jesús enseñó a orar, explicó lo que hoy llamaríamos un ejercicio de meditación. Y revisa esos consejos: «Entra a tu cuarto, cierra la puerta, no digas muchas palabras, deja atrás tus posesiones, deja atrás la principal posesión, el propio yo». Cuando meditamos, destronamos al ego, ponemos a Dios como centro de nuestra atención y del propio corazón. Estas enseñanzas que enfatiza Freeman están en el Evangelio. En una entrevista, en la sección Sociedad del diario La Nación, destaca que la meditación no es patrimonio exclusivo de las religiones de Oriente. Más allá de su origen y creencias, observamos de qué modo el hombre ha encontrado en la meditación la posibilidad de experimentar la existencia del alma y alimentar su necesidad consciente de trascendencia espiritual y conexión divina. Como ya he dicho en otras ocasiones, medito cada mañana, según me han enseñado los maestros de meditación trascendental en Buenos Aires allá por 1984. De todos modos, esa ha sido mi experiencia; cada uno elegirá una escuela, un método y un camino. Más tarde o más temprano nos llevará a un lugar. Hace miles de años, permanecemos en silencio, buscamos una posición cómoda y repetimos lenta y constantemente un mantra, oración o sonido, un «llamador del alma». Hace miles de años, terminamos de meditar, llenos de paz y regocijo. No hace demasiado tiempo que los médicos descubrieron los beneficios saludables de la meditación. Inclusive en la actualidad los genetistas advierten sobre la mutación favorable que, en este aspecto, la meditación genera. El ser humano no es uno hasta que el ser no se alinea con el humano. Mientras tanto, el ser espiritual que viene a vivir una experiencia humana siente que vive una experiencia que le resulta ajena. El humano consciente de su finitud, vive con ansiedad en estado de cuenta regresiva, se siente acechado por el falso ser y no encuentra la calma hasta que no conecta con el alma. El ser se alinea con el humano por medio de la meditación, las acciones virtuosas, las gratificaciones espirituales que permiten iniciar la conexión divina. Dios irrumpe en nuestros días, a través de esas vibraciones. Pensemos en momentos de nuestras vidas en los que sentimos cerca a Dios, seguramente fue en situaciones límites o en las que acabo de enumerar. 39
  • 40. Cualquiera de nosotros está capacitado para emitir vibraciones de amor y paz, de gran luminosidad y de alta irradiación. Se trata de emisiones hacia el universo que son fuente de inspiración para los demás. Dios purifica el mundo recurriendo a nosotros, «los instrumentos de su sinfonía». Los actos nobles de la humanidad son las creaciones más grandes del creador a través de nosotros, sus criaturas, su más elevada invención. En la película Diario de un seductor, que narra la vida del periodista norteamericano Hunter S. Thompson, encarnado por el actor Johnny Depp, dice: «Los seres humanos son las únicas criaturas en la tierra que dicen tener un Dios y actuar como si no lo tuvieran». No es posible la realización del ser sin conexión con el alma; no hay receta, propósito de vida ni felicidad probable sin dar lugar a lo que somos. En el viaje de la vida, el cuerpo es el vehículo, pero el alma es la brújula. Si no la escuchamos y no seguimos su voz, continuaremos desorientados. Vuelvo al rebe Schneerson: «Dios arrancó nuestra alma de un cómodo ambiente espiritual y lo trasplantó a un mundo extremo y material». Vivir negando los pedidos del alma es sinónimo de vivir perdidos y desconectados. «El infierno son los otros» Definición del notable pensador francés del siglo XX, Jean Paul Sartre. Se refiere a nuestra intrasubjetividad y refleja la dificultad con la que lidiamos a lo largo de la vida, con nuestro propio infierno, la relación que trabamos con nosotros mismos y el lugar y la responsabilidad que les damos a los otros. La psicología encuentra cada vez más fundamentos para relacionar la felicidad de las personas con la capacidad que muestran en el manejo emocional de los vínculos. Al final de la cuenta progresiva, mucho de quien fuimos estará definido por cómo fuimos con los demás. En su libro La felicidad de las naciones, la socióloga argentina Marita Carballo reseña que, a nivel mundial, los parámetros de felicidad declarada de las personas están altamente conectados con la calidad de sus vínculos, en particular con sus seres queridos y familiares. La amistad y la familia crecen en la mayoría de los países como factor de felicidad, por encima del ingreso material. La soledad, no por elección propia sino como circunstancia no elegida, surge como un gran impedimento para la felicidad. Es de destacar que muchos de los entrevistados señalan que las palabras que mejor sintetizan su idea de ser felices son: familia, paz y tranquilidad. Somos seres fuertemente sociales. La mayoría prefiere estar en compañía la mayor parte del tiempo; la amistad y la pareja parecen hacer más felices a las personas. De los testimonios recabados concluimos que, en gran medida, nuestros lazos sociales terminan por definir nuestra identidad (suelo decir que nuestro entorno nos define) y dan sentido a nuestra vida. Un estudio recientemente presentado en la Universidad Católica Argentina consigna que el 84,6% de los ciudadanos mayores de 60 años, residentes en ese país, se define como una persona feliz. Para llegar a tal conclusión se analizaron las respuestas de unos seis mil individuos, sobre un universo de seis millones de mayores de 60 años. A juzgar 40
  • 41. por los resultados, el proceso de envejecimiento no tiene una incidencia tan directa como se sospechaba en el aumento del nivel de infelicidad. Los investigadores concluyeron que en la franja etaria superior a esa edad hay apenas un 8% más de personas infelices que entre quienes tienen entre 18 y 35 años. Según el estudio, a medida que pasan los años no necesariamente seremos más felices, pero en cambio alcanzaremos mayor paz espiritual. Si bien es una etapa de la vida en la que puede incrementarse, en un determinado momento, un sentimiento de infelicidad, atravesada la crisis, el sentimiento se desacelera y se empieza a ser feliz de otra manera. En el estudio, casi el 84% de las personas mayores de sesenta años declara sentir paz espiritual, una especie de bonus que sólo parece conseguirse con el tiempo. Son importantes los recursos afectivos, de salud, psicológicos y económicos para salir al encuentro de la felicidad. La felicidad en la edad adulta se relaciona mayormente con quién y dónde se viva. El informe asevera que vivir con alguien generalmente aleja a uno de la infelicidad. De todos modos, a esa altura de la vida lo ideal es vivir con quien se elige como compañero o compañera, y no así con hijos o con nietos. Es increíble que, aun con estados de salud críticos, una de cada dos personas mayores se consideró como alguien muy feliz. Es estimulante confirmar que el paso del tiempo es generoso con quienes han buscado durante toda su vida el bienestar espiritual. Cada vez más, las investigaciones enfatizan la importancia de nuestra «inteligencia social», es decir, nuestra capacidad para relacionarnos como elemento determinante para una vida en plenitud. Paradójicamente, nuestra capacidad para encontrar momentos en los que podamos estar muy bien a solas con nosotros mismos permitirá mejores momentos en compañía de los otros. La tendencia a quejarnos debilita y aleja nuestras chances de «lubricar» relaciones saludables. Por el contrario, si somos proclives a actos de gratitud consciente, seremos capaces de «aceitar» nuestros vínculos. Nuestra autoinsatisfacción boicotea en gran medida la posibilidad de encontrar satisfacción en el contacto con los otros. La incapacidad para aceptar al «uno mismo» es simétrica a nuestra aceptación de los otros. Vemos a los demás según como nos vemos a nosotros mismos. Quien se desprecia tiende a hacerlo con los otros o, en todo caso, termina por sobrestimarlos, como producto de su baja autoestima. Despreciar o sobrestimar a los demás no generará vínculos saludables ni con uno ni con el prójimo. Nuestro nivel de aceptación es una medida del nivel de aceptación de y hacia los demás. Podemos trabajar en aquellos aspectos que conocemos, que nos avergüenzan, nos atemorizan y nos quitan confianza, para de ese modo temer menos y confiar más en otras personas. Esta es la secuencia: entrego, confío, acepto y agradezco. El Ho’oponopono, sistema hawaiano destinado a despejar la mente de los bloqueos que impiden cumplir nuestros deseos, nos enseña que, siendo conscientes de nuestro proceso de limpieza y conexión con la divinidad, podemos limpiar de nuestro subconsciente aquellos datos que interfieren nuestra conexión con nosotros, los otros y Dios. 41
  • 42. La vida es un regalo que Dios nos ha hecho y que debemos aprovechar para rescatarnos a nosotros mismos y convertirnos en lo que somos en realidad. Mucho más que un cuerpo físico, mucho más que nuestros pensamientos, no somos este cuerpo, sino que tenemos este cuerpo. El «infierno somos nosotros» cuando no podemos ser nosotros mismos. Sin embargo, cuando limpiamos traumas, hábitos dañinos y conductas desvalidas arraigadas, pasamos a recibir la «información», ya no de nosotros (el subconsciente) sino de la fuente divina, tal como lo define el doctor Hew, uno de los grandes difusores del Ho’oponopono. Esto significa que podemos actuar y vincularnos con los demás procediendo de nuestros datos, que no son otra cosa que nuestros prejuicios y apegos, la llamada experiencia de vida, o podemos ir a buscar información pura acerca de cómo obrar desde la divinidad. La limpieza nos vuelve a cero, desaprendemos lo innecesario para aprender lo necesario. El infierno ya no son los otros ni nosotros. Empezamos a conectar con la gente adecuada y el lugar apropiado para la concreción de la misión que nos ha sido asignada en la cuenta progresiva. Es decir que lo que termina por suceder es un alineamiento con el plan que la divinidad tiene para uno. Lao-Tsé así lo sintetizó: «Si quieres ser experto en conocimiento recibe información constantemente, pero si quieres ser sabio, lo que necesitas es dejar ir la información constantemente». Hoy mismo podemos empezar la «limpieza»: perdón, por favor, lo siento, gracias. No olvidemos la impecabilidad de las palabras, lo que decimos resuena en el universo y vuelve potenciado. Volvemos al doctor Hew: «Tenemos mucha basura acumulada, pesa una hipoteca sobre nuestras almas; arrojando la basura, levantamos la hipoteca». El infierno no son los otros o, en todo caso, es mucho menos posible que lo sean cuando convivimos en paz. William Shakespeare expresó: «El origen del problema siempre es uno mismo». Lo que percibimos de los otros es consecuencia, en gran medida, de la data que nos dispara el subconsciente. Sin embargo, la inspiración procede del espíritu y sólo llega cuando vaciamos la «data», cuando dejamos la página en blanco. Aquello que en física cuántica denominan «fuerza fantástica de la nada». Del vacío surgen la inspiración, la iluminación, el origen de la luz. La inspiración permite que hagamos aquello que de otra manera no se nos hubiera ocurrido hacerlo. Cuando creemos que el problema es el otro Comparto con el lector un párrafo de Kryon. Los vientos del cambio, de Marina Mecheva: «Cada vez que piensas en una situación que involucre a otra persona le estás entregando la conciencia a esto. La solución es mantener la conciencia adentro y trabajar desde ti. Esto es lo que cambia a los demás, es la manera silenciosa en que trabaja la energía. La realidad es sólo una extensión de quien tú eres, cuanto más de tu yo superior 42
  • 43. sea parte de tu mundo, las extensiones empezarán a mostrarte diferentes proyecciones. La realidad no es lo que aparenta ser, es energía en movimiento que cambia permanentemente y es definida continuamente por el observador interior». En cierta ocasión me escribieron en un papelito una frase que llevo conmigo y que te recomiendo que utilices cuando estés en conflicto con otra persona. Se trata de ordenar y decretar, por el poder de tu voluntad, cortar todo lazo emocional con esa persona, devolverle su energía y recuperar uno nuestra energía original. En la cuenta progresiva podemos trabajar para evitar conflictos innecesarios y entender que nada es personal. En El combustible espiritual decíamos que finalmente las cosas no son entre las personas, sino entre Dios y cada uno de nosotros. En muchos casos, solemos considerar las conductas de los demás como ataques hacia nosotros, aunque no lo sean. Somos susceptibles en exceso a los dichos de los otros, pero no mostramos igual sensibilidad en aquello que les decimos. Francesc Miralles explica, en su sección de psicología de El País Semanal, que nos ofendemos al presuponer que el otro debe tener nuestro patrón de conducta y sacamos conclusiones apresuradas, generalmente erradas, que nos llevan al conflicto. Prosigue Miralles: «El ofendido se asume en un papel de víctima con la consiguiente merma de autoestima que esto implica, a partir de la idea de que aquello que ha pasado ha sido intencional para humillarme». De ahí al deseo de venganza por el daño recibido, o al «silencio castigador», suele haber apenas un paso. Entendamos que los otros no son como nosotros, por lo que no actuarán como actuaríamos nosotros. Es el ego el que nos hace vivir pendientes de la valoración ajena, pero mucho más de la desvalorización que los otros puedan hacernos. Miguel Ruiz, autor del magnífico libro Los cuatro acuerdos, basado en la sabiduría tolteca, nos dice: «No te tomes nada personalmente, nada de lo que los demás hacen es por ti, lo hacen por ellos mismos. Todos vivimos en nuestra propia mente, los demás están en un mundo completamente distinto de aquel en el que vive cada uno de nosotros». No tomar nada a título personal implica poder ser quien elija manejar mis emociones. De esta manera nos permitiremos ser menos rencorosos, celosos y envidiosos. Una cosa es querernos y aceptarnos, y otra muy distinta concedernos una «importancia personal» de tal magnitud que nuestro egocentrismo nos lleve a pensar que el otro vive pendiente de cómo lograr ofendernos. «La vida es sueño» Admito que, en mi vida, el «no ofenderme» es una de las tantas cuestiones en las que debo trabajar, al igual que la excesiva preocupación y ansiedad que me genera anticiparme, indebida y angustiosamente, a hechos que ni siquiera sé si tendrán lugar. Esta actitud suele provocarnos diversos trastornos. Uno de ellos es el insomnio. Cuando dormimos, rejuvenecemos el alma. Y la devolvemos a un sitio separado 43