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Minerva en La Glorieta


                   A Gorgonio Martín. Con él compartí este pequeño relato una
                   tarde de Aeropuerto.


      La Glorieta de Malpaís, situada en el centro geográfico del Parque
Doramas, era una delicia. Desde su techo se destilaba, gota a gota, el agua
cristalina que antes de caer a un pequeño lago donde flotaban los verdes
nenúfares, iba mojando las hojas de las grandes helechas y enredaderas que
arropaban sus columnas de roca volcánica. A sus pies, el monumento a la
naturaleza poseía su jardín privado de ñameras y calas, todas ellas protegidas por
su generosa sombra y favorecidas por la riqueza de su humedad.


      Y si todo ello fuera poco, innumerables pájaros que anidaban en los
palmerales cercanos acudían durante todo el día a refrescarse al vergel. Allí se
mezclaban los cantos del jilguero con el canario, o el suave y prolongado
gorgoriteo del capirote con el potente mirlo. Además, la legión de animales del
Parque Zoológico marcaba sus dominios.


      Comenzaba el verano y a media tarde La Glorieta de Malpaís, como icono
natural del Parque Doramas, llamaba al encuentro. Allí, los responsables del
recinto habían ubicado en su derredor unos bancos de madera para que el
visitante se sintiera en el Olimpo. Y en ese arrullo, Carlos, dueño de toda la
timidez del mundo y enamorado de la lectura, compartía las aventuras de los
personajes preferidos de sus libros y gozaba de la música natural que le rodeaba.


      Enfrente, los balcones canarios de madera de las suites de lujo del Hotel
Santa Catalina se mostraban señoriales y abiertos, para que los afortunados
clientes gozaran del espectáculo.




                                                                                    1
Por la espalda, a no más de cien metros y en un local de la Piscina Julio
Navarro, sus amigos del grupo Los Alcorac’s tocaban las guitarras eléctricas y
entonaban canciones de la época.


      Aquella tarde de verano del sesenta y tantos, el poeta Homero llevaba a
Carlos de la mano de Ulises en su Odisea. Entre versos, ambos habían vencido
en Troya -Ulises rey de Ítaca y Carlos dueño de la timidez y cautivo de la lectura-,
cuando decidieron volver a su tierra para encontrarse con la paciente Penélope y
el joven Telémaco.


      En esa tarea se enfrentaron al cíclope Polifemo, superaron a duras penas la
venganza del dios Neptuno, lucharon contra la fuerza de los vientos de Eolo,
vencieron a Circe y sus malas artes, desoyeron los cantos de las sirenas…; hasta
que extenuados por tanta desventura surgió del fondo del mar tenebroso la bella
diosa Minerva tendiéndoles su velo para llevarlos plácidamente al sueño en el
bosque de la tranquilidad.


      Y en ese sueño que él pensó estar, Carlos, tímido y lector, vio la bella
Minerva    frente a él, mientras se   acercaba con elegancia a La Glorieta de
Malpaís.


      Tenía Minerva cabellos de color de oro que brillaban al deslizarse por los
hombros. Sus ojos eran verdes queriendo hacer juego con toda la vegetación que
tenía ante si; y en ayuda a tanta hermosura, una camisa corta de seda azul
celeste y un pantalón vaquero resaltaban su esbelta figura. Al cuello, un velo de
gasa color cielo se mezclaba con los rizos dorados.


      El joven cerró La Odisea y dejó que su héroe durmiera para asegurarse de
lo que veía. Temió por otra mala jugada del perverso Neptuno, pero no, era real.
¡La diosa Minerva estaba allí!



                                                                                  2
Minerva eligió lugar donde sentarse y lo hizo en uno de los bancos de
madera que rodeaban La Glorieta de Malpaís. Echó hacia atrás su cuerpo para
acomodarse y mientras se entregaba al gozo de observar el monumento, detuvo
su mirada en el joven que estaba dos bancos más allá. Carlos recibió su verde
mirada y toda la sangre del cuerpo se le agolpó en la cara. Minerva esbozó una
sonrisa que él no pudo terminar de ver, porque en un gesto esquivo clavó sus ojos
en el jardín de calas y ñameras. Luego, con su corazón agitado abrió nervioso el
libro para no leer un solo renglón. Notaba su presencia. A ratos, le llegaban sus
aromas y además, presentía su mirada clavada en él. Estaba confuso y aunque
también como Ulises anheló salir del mar tenebroso, la timidez pudo con el deseo.


       Una hora más tarde, Carlos seguía con la mirada clavada en el mismo
renglón de La Odisea y Ulises dormía plácidamente en el verde prado de la isla de
los feacios.


       Los inquilinos del Parque Zoológico enmudecieron al mismo ritmo que las
llamas del atardecer iban desapareciendo. Entonces, Carlos vio como la diosa
Minerva, de cabellos de color oro y ojos verdes, inició su marcha mostrándole su
esbelta figura en pantalón vaquero y camisa corta de seda azul celeste. Al pasar,
ella le dedicó la que entendió como su última sonrisa antes de abandonar La
Glorieta de Malpaís.


       La siguió con la mirada mientras Minerva se colocaba con coquetería su
gasa de seda. Luego la vio entrar en los jardines del Hotel Santa Catalina por la
puerta que lindaba con el Pueblo Canario. Contrariado por su manera de proceder,
echó de menos el arrojo de Ulises y la valentía de los héroes. Apenado, bajó la
cabeza y apretó contra si el libro con el deseo de llenarse de él. De fondo pudo
escuchar las voces de sus amigos entonando el estribillo de “Help”.


       Pasados unos minutos, abrió sus ojos y vio como Minerva lo estaba
observando desde en uno de los balcones del Hotel. Entonces, Carlos, dueño de


                                                                                3
toda la timidez del mundo y enamorado de la lectura, sin saber de donde procedía
el impulso se levantó y corrió hasta situarse muy cerca de ella; allá donde le
inundaban sus verdes ojos. Sólo les separaba unos metros, Minerva en el balcón
y Carlos flotando sobre la tierra roja del Parque Doramas; y sus miradas
chispeantes de puro deseo. Ella le sonrió ampliamente y alargó su mano dejando
caer su velo, aquel velo de gasa color cielo que se perdía entre sus rizos dorados.
Carlos impaciente siguió su vuelo hasta que por fin lo tuvo entre sus manos.
Entonces, con el contacto su piel se estremeció, su aroma lo embargó y su
corazón se colmó de sensaciones. Después miró hacia su eterna sonrisa y
besando el velo de la salvación, muy complaciente le preguntó: -Maybe, we can
meet tomorrow? Minerva le contestó: -Of course!


      Le había dicho que sí y eso era suficiente. Luego, Carlos se fue alejando sin
dejar de mirar el lugar del encuentro con su diosa Minerva: La Glorieta de Malpaís
situada en el centro del Parque Doramas.




                                                                                 4

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Encuentro de Carlos con Minerva en La Glorieta

  • 1. Minerva en La Glorieta A Gorgonio Martín. Con él compartí este pequeño relato una tarde de Aeropuerto. La Glorieta de Malpaís, situada en el centro geográfico del Parque Doramas, era una delicia. Desde su techo se destilaba, gota a gota, el agua cristalina que antes de caer a un pequeño lago donde flotaban los verdes nenúfares, iba mojando las hojas de las grandes helechas y enredaderas que arropaban sus columnas de roca volcánica. A sus pies, el monumento a la naturaleza poseía su jardín privado de ñameras y calas, todas ellas protegidas por su generosa sombra y favorecidas por la riqueza de su humedad. Y si todo ello fuera poco, innumerables pájaros que anidaban en los palmerales cercanos acudían durante todo el día a refrescarse al vergel. Allí se mezclaban los cantos del jilguero con el canario, o el suave y prolongado gorgoriteo del capirote con el potente mirlo. Además, la legión de animales del Parque Zoológico marcaba sus dominios. Comenzaba el verano y a media tarde La Glorieta de Malpaís, como icono natural del Parque Doramas, llamaba al encuentro. Allí, los responsables del recinto habían ubicado en su derredor unos bancos de madera para que el visitante se sintiera en el Olimpo. Y en ese arrullo, Carlos, dueño de toda la timidez del mundo y enamorado de la lectura, compartía las aventuras de los personajes preferidos de sus libros y gozaba de la música natural que le rodeaba. Enfrente, los balcones canarios de madera de las suites de lujo del Hotel Santa Catalina se mostraban señoriales y abiertos, para que los afortunados clientes gozaran del espectáculo. 1
  • 2. Por la espalda, a no más de cien metros y en un local de la Piscina Julio Navarro, sus amigos del grupo Los Alcorac’s tocaban las guitarras eléctricas y entonaban canciones de la época. Aquella tarde de verano del sesenta y tantos, el poeta Homero llevaba a Carlos de la mano de Ulises en su Odisea. Entre versos, ambos habían vencido en Troya -Ulises rey de Ítaca y Carlos dueño de la timidez y cautivo de la lectura-, cuando decidieron volver a su tierra para encontrarse con la paciente Penélope y el joven Telémaco. En esa tarea se enfrentaron al cíclope Polifemo, superaron a duras penas la venganza del dios Neptuno, lucharon contra la fuerza de los vientos de Eolo, vencieron a Circe y sus malas artes, desoyeron los cantos de las sirenas…; hasta que extenuados por tanta desventura surgió del fondo del mar tenebroso la bella diosa Minerva tendiéndoles su velo para llevarlos plácidamente al sueño en el bosque de la tranquilidad. Y en ese sueño que él pensó estar, Carlos, tímido y lector, vio la bella Minerva frente a él, mientras se acercaba con elegancia a La Glorieta de Malpaís. Tenía Minerva cabellos de color de oro que brillaban al deslizarse por los hombros. Sus ojos eran verdes queriendo hacer juego con toda la vegetación que tenía ante si; y en ayuda a tanta hermosura, una camisa corta de seda azul celeste y un pantalón vaquero resaltaban su esbelta figura. Al cuello, un velo de gasa color cielo se mezclaba con los rizos dorados. El joven cerró La Odisea y dejó que su héroe durmiera para asegurarse de lo que veía. Temió por otra mala jugada del perverso Neptuno, pero no, era real. ¡La diosa Minerva estaba allí! 2
  • 3. Minerva eligió lugar donde sentarse y lo hizo en uno de los bancos de madera que rodeaban La Glorieta de Malpaís. Echó hacia atrás su cuerpo para acomodarse y mientras se entregaba al gozo de observar el monumento, detuvo su mirada en el joven que estaba dos bancos más allá. Carlos recibió su verde mirada y toda la sangre del cuerpo se le agolpó en la cara. Minerva esbozó una sonrisa que él no pudo terminar de ver, porque en un gesto esquivo clavó sus ojos en el jardín de calas y ñameras. Luego, con su corazón agitado abrió nervioso el libro para no leer un solo renglón. Notaba su presencia. A ratos, le llegaban sus aromas y además, presentía su mirada clavada en él. Estaba confuso y aunque también como Ulises anheló salir del mar tenebroso, la timidez pudo con el deseo. Una hora más tarde, Carlos seguía con la mirada clavada en el mismo renglón de La Odisea y Ulises dormía plácidamente en el verde prado de la isla de los feacios. Los inquilinos del Parque Zoológico enmudecieron al mismo ritmo que las llamas del atardecer iban desapareciendo. Entonces, Carlos vio como la diosa Minerva, de cabellos de color oro y ojos verdes, inició su marcha mostrándole su esbelta figura en pantalón vaquero y camisa corta de seda azul celeste. Al pasar, ella le dedicó la que entendió como su última sonrisa antes de abandonar La Glorieta de Malpaís. La siguió con la mirada mientras Minerva se colocaba con coquetería su gasa de seda. Luego la vio entrar en los jardines del Hotel Santa Catalina por la puerta que lindaba con el Pueblo Canario. Contrariado por su manera de proceder, echó de menos el arrojo de Ulises y la valentía de los héroes. Apenado, bajó la cabeza y apretó contra si el libro con el deseo de llenarse de él. De fondo pudo escuchar las voces de sus amigos entonando el estribillo de “Help”. Pasados unos minutos, abrió sus ojos y vio como Minerva lo estaba observando desde en uno de los balcones del Hotel. Entonces, Carlos, dueño de 3
  • 4. toda la timidez del mundo y enamorado de la lectura, sin saber de donde procedía el impulso se levantó y corrió hasta situarse muy cerca de ella; allá donde le inundaban sus verdes ojos. Sólo les separaba unos metros, Minerva en el balcón y Carlos flotando sobre la tierra roja del Parque Doramas; y sus miradas chispeantes de puro deseo. Ella le sonrió ampliamente y alargó su mano dejando caer su velo, aquel velo de gasa color cielo que se perdía entre sus rizos dorados. Carlos impaciente siguió su vuelo hasta que por fin lo tuvo entre sus manos. Entonces, con el contacto su piel se estremeció, su aroma lo embargó y su corazón se colmó de sensaciones. Después miró hacia su eterna sonrisa y besando el velo de la salvación, muy complaciente le preguntó: -Maybe, we can meet tomorrow? Minerva le contestó: -Of course! Le había dicho que sí y eso era suficiente. Luego, Carlos se fue alejando sin dejar de mirar el lugar del encuentro con su diosa Minerva: La Glorieta de Malpaís situada en el centro del Parque Doramas. 4