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Cuento del castillo de Cortegana
1
A la memoria de mi hermano Miguel quien ayer sembró las
bignonias que hoy dan sombra al patio de armas y la semilla de la
Asociación Amigos del Castillo que mañana seguirá dando luz
cultural a Cortegana.
2
La Alambra de Granada tiene sus cuentos y Canterville un
fantasma condenado a no morir. Del castillo de Cortegana
hablan cancioncillas y leyendas populares que rezuman la
nostalgia romántica del gusto por la época medieval. Pon tú
apellidos a este Cuento del castillo de Cortegana como leyenda, re-
lato corto o, si quieres, mantén el nombre de cuento donde
confluyen el eco narrativo de la transmisión oral y los ritos
mágico-simbólicos con leyendas arábigo-andaluzas, en un
paisaje menos idílico y más humanizado que detiene los he-
chos narrativos. Paisajes de Carabaña, Cazalla o Fuente Vieja
donde nuestros antepasados se muestran tal como somos. Te
verás atrapado en una maraña de hechos temporales que,
quizás, te desconcierten al no discernir entre varios mundos
reales y cientos de momentos de ensueños que se mezclan
entre sí. No te importe, siéntete idólatra, hechizado, bebe en
la vieja fuente de la Qartasana andalusí y, por qué no, aparta
el limo de la albuhera y mira por la celosía de la ventana que
da al valle de Carabaña. Que tú y yo estamos obligados a
mantener vivo el bosquejo de sus laderas para que mañana
cualquier viajero abra de par en par la ventana de sus enso-
ñaciones.
Cuando la joven Julia, una mañana de mayo, desfechaba la
puerta de acceso al patio de armas del castillo-fortaleza de
Cortegana no se percató de unos pétalos que se arremolina-
3
ban en torno al brocal del pozo que abre el aljibe. Fue el
primer visitante del castillo quien se sintió atraído por aquel
suave destello rojizo.
-¡Oh!, son de rosas.
Julia inició su jornada como guía despreocupada por el
espiral movimiento de las flores; y sólo el repentino vuelo de
una tórtola turca que posaba en el enrejado del matacán que
defiende la puerta de entrada hizo que ambos levantaran la
mirada hacia el cielo.
-Son rosas de pitiminí -insistió el curioso viajero. ¿Habita en
el castillo algún rosal?
-¿Habita? No, no. Sólo esas cuatro tupidas bignonias ensom-
brecen los muros.
El visitante comenzó a desinteresarse por las explicaciones
sobre la bóveda del aljibe y de cómo unos pececillos barbos
ejercían labores de equilibrio, contrarrestando una excesiva
población de mosquitos que ennegrecía sus húmedas paredes.
Fingiendo fobia a la oscuridad, retrocedió por los desgasta-
dos escalones y buscó la luz del patio.
-¡El remolino! -y volvió a acercarse a los pétalos de rosas, que
apenas se elevaban impulsados por los tenues soplos de la
brisa serrana; y con ágiles movimientos, cual cazamariposas,
abría y cerraba las manos con anhelo de atraparlos.
Desde el paseo de rondas extendió la mirada hasta la Raya
portuguesa, y sus ojos ensimismados barrieron el profundo
4
valle del río Chanza y los picos fronterizos de Aroche.
-No se ve ningún rosal. ¡Qué extraño!
Julia bajó al patio presurosamente, después de haber aban-
donado a un viajero a quien sólo atraían unas rosas. Como si
de un ensartado de perlas de collar se tratara recogió con deli-
cadeza pétalo a pétalo, mientras el forastero deambulaba por
la segunda planta escudriñando el valle de Carabaña y las la-
deras nortadas de Santa Bárbara. Por un momento ambos
cruzaron sus miradas, y antes de que Julia desviara sus ojos le
gritó desde la atalaya:
-¡No se ve ningún rosal!
Se despidió con abigarrado tono de voz; las dos palabras más
audibles fueron "rosa" y "pitiminí".
Durante varios días la escena de la danza floral en torno al
brocal del pozo se repitió. Una mañana de final de mayo, al
abrir la puerta principal del castillo, quedó estupefacta al ver
cómo un alfombrado rosáceo ocultaba el enlosado del patio.
Retrocedió sobresaltada y se apostó bajo el arco de entrada
con intención de fechar la puerta.
-¡Oh, el viajero!
Se agachó para salpicar su cuerpo y las manos se tiñeron de
acuarela roja; luego, las piernas, la cara, y sintió deseos de
bañarse desnuda en aquel mar apetalado. Notó que sus senos
se habían hecho más suaves y voluptuosos. Recostada sobre
el brocal mudéjar del pozo esperó el inicio de la suite sinfó-
5
nica Schherezade. El encanto de la melodía y el colorido de la
instrumentación cambiaron sus melados ojos en volcánico
fuego, y Julia simuló infidelidad de esposa en sueños de mil y
una noches en aquel mar de flores. La mañana brumosa de
Cortegana se tornó en noche oriental cuajada de cien mil es-
trellas en cada acorde de los instrumentos de madera...; luego,
se sintió hechizada por el solo de violín y los ligeros tañidos
de un arpa. La pasión la arrastró a desabrocharse el blusón
azulado, predispuesta a entregarse ante la imagen de un tor-
mentoso y eterno oleaje. Movimiento tras movimiento de la
sinfonía corporal se sumergió en aquella agua mágica de mil
cuentos orientales, y la pasión se hizo más pasión. Sosegada y
lírica bailó desnuda en juego amoroso con un príncipe en el
cuadro íntimo de la sonoridad orquestal de los instrumentos
de cuerda, y se dejó tañer el cuerpo en danza de doncella
árabe que hubiese despertado a cualquier sultán. A cada soni-
do de violín transfiguraba el alma en locura de pecado. Los
muros desdentados del castillo de Cortegana se estremecie-
ron y Julia los acompañó con movimientos frenéticos cual
desesperado náufrago bajo destellos de relámpagos y truenos,
de lucha entre el viento y el velamen. Tras la tempestad, Julia
despierta paciente, sutil y amorosa. Su cuerpo, ahora más
maleable y nebuloso, entra en danza circular con cuatro esbo-
zos de desnudas doncellas de cerámica griega. Con pudor las
cinco danzarinas, como en cuadro de Matisse, no llegan a
6
tocarse las manos. Sale del corro, muerde la fruta prohibida
en un jardín de pecado y con frenesí de movimientos etéreos
atraviesa el brocal del pozo. Después bajó al aljibe y en las
subterráneas aguas se contempló mientras aseaba su cara y
retiraba los pétalos adheridos a los senos. Tras haber gozado
de la embriaguez carnal, el eco de la voz del viajero la llevó al
paseo de rondas.
-Verdad, no se ve ningún rosal -y bajó al patio para recoger la
imaginaria espuma sensual.
Llenó no un cubo, sino varias sacas de arpillera.
Esta vez no se atrevió a acercarse. Fue en la sala del alcaide:
el suelo del balconcillo estaba cubierto por rosas de pitiminí;
pero, ¡qué extraño!, la puerta de la sala y la ventana que abre y
cierra el valle de Carabaña permanecían cerradas. ¿Por dónde
se habían colado aquellos duendecillos?
Abrió los postigos de la ventana, sin descubrir señal alguna
que mostrase presencia humana en la sala. Allí sólo estaba
San Jorge con cota de malla metálica y capa roja arreme-
tiendo con lanza desde su caballo blanco al dragón de Silca;
enfrente, un pequeño cuadro de Roldán que contrapone una
escena de equilibrio y proporción; delante de la ventana, una
rueca; y de los testeros de los muros colgaban dos tapices de
terciopelo negro con coronas y águilas imperiales como mu-
dos testigos genealógicos. Abrió la ventana, y la brisa acas-
tañada del valle colmó la sala con aroma campestre de oréga-
7
no y de la savia del castaño en flor. Recogió los pétalos de
rosas, y esperó pacientemente bajo aquel soñado rosal de
diminutas flores a un grupo de viajeros. Comenzó por las
estancias de la planta baja del castillo. Todo en orden: las
estelas funerarias fijadas a las paredes con clavos como testi-
monio de una época romana que hablaba de la familia de los
Caius. En mayúscula, tres letras latinas señalaban el lugar de
enterramiento. Las armaduras medievales permanecían de
pie, y un niño osó abrir la cimera de una de ellas. Julia, agarra-
da a la gola, constató a través de la visera que la armadura no
protegía a ningún duende o fantasma. Descorrió el cerrojo de
la vieja reja carcelaria: los desnudos muros de la sala mostra-
ban que era lugar deshabitado.
-¡La capilla del castillo! -y al presentar a los viajeros la reco-
gida estancia disimuladamente miró por todos los rincones.
Nada.
-Observad que la Virgen es de madera. Virgen de la escuela
catalana para ser vista desde posición baja -y rebuscó con la
mirada por el balconcillo. Nada.
La lámpara de hierro forjado que pende del alto techo
permanecía inmóvil; y el velón del altar apagado.
-Ésta es la habitación del alcaide -y explicó que, para guardar
la intimidad familiar, estaba dividida por cortinajes.
El niño que acompañaba al grupo cogió un puñado de
pétalos de rosas del montoncito arrinconado en el patio de
8
armas. Los lanzó por la ventana, pero el aire juguetón sopló y
los devolvió al alcaide. Temerosa de que los duendecillos les
hubiesen preparado alguna sorpresa, Julia dudó de complacer
al grupo con la visita a la parte alta del castillo.
-Por aquí.
Sólo se veían manchas blancas en el horizonte portugués y
lejanos caseríos que alcanzaban tierras pacenses: Maijuanes,
El Cañito, Cumbres, Higuera... Recelosamente abrió la puerta
de la torre. Nada. Y jugó con aquel niño por la estancia, y sus
vocecillas se hilaban por las esquinas de la bóveda vaída.
Aquella misma tarde contaría al Presidente de la Asociación
Amigos del Castillo el misterio de…
-Siempre son rosas.
Julia abrió con decisión la puerta de entrad, los mismos
pasos., el arco central que da al patio de armas., un tinajón
arrinconado y un ventanuco cerrado. El Presidente la miró y
gesticuló una mueca de negación, el aljibe, las cuatro bigno-
nias, el busto de Don Amadeo, la primera sala de la planta
baja y la romana en equilibrio.
Abrió la puerta que da entrada a la sala de exposición. En la
capilla, nada.
-¡Qué extraño! Parece cosa de brujería -exclamó desconcer-
tada. ¡Vamos a la segunda!
9
10
Julia dio las tres vueltas necesarias a la llave, y la cerradura
de la puerta chirrió con un quejido oxidado. El Presidente se
dirigió hacia el ventanal de la sal, abrió los postigos: la balco-
nada estaba limpia.
-¡Oh! -y su cuello y manos se quedaron paralizadas.
Debajo de la mesa central de la sala había un brasero de
cobre del que rebosaban rosas deshojadas. Con movimientos
muy lentos fue flexionando el cuerpo, con recelo estiró los
brazos y las palpó. Desde el suelo desvió los ojos.
-Verdad, son diminutas, de pitiminí, como anunció el viajero.
Huelen a las mil fragancias de nuestros montes: a olivos e
higueras, a castaños en flor.
El día uno de junio amaneció tan sereno que mantenía en
calma todo el bosque de olivos centenarios que pueblan la
ladera asolanada del castillo. Lo mismo ocurrió el día dos y el
tres y el cuatro e, incluso, el cinco y el seis de junio. Allí esta-
ban los duendecillos florados siempre agrupados. Hoy, junto
al pozo; mañana, en la capilla; pasado mañana, junto al al-
caide.
Alrededor de la bóveda central aparecieron ordenadas
hileras de flores que rebosaban por las saeteras de los muros
en lucha con la luz del ocaso que emitía un rojo halo mis-
terioso. Desde aquella tarde el eco duendecillo, como piedra
arrojada en estante, se fue irradiando por plazas y callejuelas
de Cortegana. Después, las inevitables lucubraciones emba-
11
rradas en mil dudas que cada vecino intentaba apartar del lo-
do de su propio miedo infantil que en forma de cuento oral
le había hablado de fantasmas, de apariciones o de milagros.
Algunos esperaban en el paseo de la barbacana a que Julia
abriera las puertas del castillo para que en juego, sacro o dia-
bólico, lanzara desde las altas almenas un puñado de pétalos
al vacío; y los niños levantaban los brazos en pos de ellos,
como si de un maná se tratase.
Así transcurrieron los días y las noches durante la primera
quincena de junio, entre juegos de rosas y más de cinco mil
especulaciones. El día dieciséis el misterio rojo se tornó bico-
lor. Habían aparecido, en sendos rincones del patio de armas,
dos ordenados montoncitos: el rojo de una rosa y el amarillo
intenso de un clavel. Surgieron los mil y uno interrogantes:
¿La bandera de España? ¿El milagro de Santa Cecilia? ¿La
floralia romana? ¿El eco pagano de la Beturia celta?
En el castillo, las rosas y claveles siguieron mostrándose
caprichosos y ordenados, sin remolino de aire que los me-
ciera ante el viajero, sino que aparecían junto al alcaide o dor-
midos en las atalayas de las cinco torres.
12
Julia habita el barrio de la Fuente Vieja, una casa esquinada
al Mendo que, según los estudiosos del lugar, había sido em-
13
plazamiento de la medieval Qartasana. En la vieja fuente, al
atardecer, llena de sus aguas dos cántaros de un barro casi ro-
jizo. Con el ceremonial que habría iniciado alguna qarta-
sanesa, coloca una especie de rodillo de trapo sobre la cabeza
y en él sitúa uno de los cántaros y entre la cadera derecha y
sus delicadas manos hace hueco al otro cantarillo. Con agua
de la Fuente Vieja la joven lava su cuerpo en bañera de cinc,
con los mismos secretos íntimos de doncellas celtas, romanas
o andalusíes. Ella sabe que las rosas del castillo tiñen de un
bello color rosado aquellas aguas, exhalando sensual olor
vegetal que embriagaba todos los rincones de su casa. Entre
baño y perfume andalusí, se sentía atraída por las flores que
un día un misterioso viajero había descubierto junto al brocal
del pozo. Quizás haya soñado más de cien veces con un
barco a la deriva, entre acordes de dos fantasías: la orquestal y
la fantasía corporal en narcisismo de deleites, recorriendo to-
das las estancias del castillo con anhelo de que aquellos duen-
decillos continuaran trayendo la arábiga fragancia, y todas las
mañanas los llamaba para que bajaran al aljibe del patio de
armas, y entonces lanzaba a los peces algún pétalo de flor, y
las diminutas ondas de la caída atraían la curiosidad de los
pececillos; pero las aguas del aljibe no se tornaban rosáceas ni
desprendían fragancia; esos honores de los duendes estaban
reservados para ella; y Julia, con pueril juego de sonrisa y
juvenil gozo sensual, lo agradecía.
14
Solitarios quedaban los peces ahogando los pétalos caídos
de sus manos, mientras jugaba al escondite con los duende-
cillos entre las hojas de las cuatro bignonias del patio o en el
interior de las tinajas arrinconadas. Y en la búsqueda les de-
cía ¿Dónde os escondéis?, ¿dónde?
Después, el ritual de candados, llaves y cerrojos, la lectura
de las estelas funerarias, con deseo de descubrir entre aquellas
letras latinas secretos de muertos. Como si de habla eterna se
tratase Julia tocaba la estela de sus antepasados los Anceito,
que la transfiguraba en primitiva amante de los Límico..., y se
veía, entre sus dos hermanas anceitas, alisarse la larga cabe-
llera dispuesta al juego amoroso con Secumaro, musculoso
cazador que yace junto a los Límico; o se sentía sacerdotisa
en el culto funerario a los dioses Manes y fijaba sus ojos
melados en las tres letras finales de las lápidas con la certeza
de que en H.S.S. estaría el secreto. O se sentaba en el banco
de la reducida capilla del castillo, sus ojos progresivamente
iban perdiendo el color de miel ante la mirada de la Virgen
catalana, y alzaba la vista por el lienzo del muro pedregoso
conmovida por el rostro dolorido del demonio que en retor-
cida figura se desgarra bajo los pies del Arcángel San Gabriel,
quien despreocupadamente lo coge con asco por la punta del
rabo dispuesto a decapitarlo con amenazante espada.
De pronto, se sobresaltó al ver que a escasos dos metros de
la figura demoníaca posaba la cabeza de San Sebastián, pre-
15
sintiendo que entre aquel mestizaje de demonios y santos tal
vez se hallase el secreto de las flores del castillo; pues creyó
haber visto en la mirada del demonio un destello de piedad o
de súplica. Se acercó al libro de coro y en los caracteres góti-
cos buscó la señal divina que hubiese anunciado un diluvio
floral. Sin rezos salió de la capilla, se detuvo ante la mirada
dieciochesca de un personaje retratado con porte majestuoso
y sereno. Leyó el pie del cuadro: Pedro Barbabosa Parreño.
Quizás, tras la mirada estática y neoclásica estuviese el secre-
to, pero ¿qué tendría que ver aquel Contador Mayor del Real
Tribunal de Cuentas y Audiencias en el virreinato de la Nueva
España?
Abandonó la planta baja del castillo, incapaz de hilvanar
todas sus dudas. En la primera planta, de nuevo, el mismo
ritual de descorrer cerrojos, candados y pestillos. Una mirada
caída a la capilla desde el balconcillo; ante ella, la sala del
alcaide ornamentada con dos cuadros y un tapiz. ¿Estaría en
aquella trilogía el principio del enigma? "Espera en Dios y
haz el Bien" apela el escudo de la familia Cáceres que centra,
en posición imperial, el tapiz de terciopelo negro que descan-
sa en el muro, flanqueado por dos cuadros de oscuros óleos:
a la derecha, la mirada desdibujada de Bartolomé, capellán en
17.. en la villa de Cortegana; y a la izquierda, un Félix Can-
talicio a quien no le sorprende la aparición de la Virgen.
Tres nuevas dudas se ensartaron en su rosario de lucubra-
16
ciones, con negras cuentas de vírgenes, demonios, esperanza
en Dios, Bondad, santos o ecos trasnochados de la Nueva
España. Cayó la mirada hacia el valle de Carabaña: en él
anidaban tonalidades de huertos claros, sombras de serenidad
y melancolía. Tendidos a los pies del castillo estaban los arra-
bales de Cortegana protegidos por altos y repetidos horizon-
tes de montes; y en corrales y huertas, convecinos amables,
elegantes, descarados, insolentes y distinguidos; pero que,
forzados por disparatados y extraños duendecillos, habían
atenuado los apetitos de amor por la vida, los placeres, la
música o por la festiva poesía. Julia, con natural inclinación
de amor a la cultura musulmana, había entremezclado en
aquel mundo de dudas los cantos de amor y desamor de
moaxaja y zéjel en noches de zambra. Los perfumes de
orégano y poleo en los arriates de los cortijillos del valle de
Carabaña, en inspiración poética, la arrastró a la Qartasana
medieval: las casas encaladas, techadas de tejas rojizas, patios
interiores y zaguán de entrada a las fragancias del valle. En
un cielo de olivos sin castaños oyó versos de visir: "en medio
de la verdura de los vergeles como perlas blancas engastadas
entre esmeraldas". Desperdigados por el valle, munyas con
huertos de higueras y avellanos. ¿Y si aquel valle de Qarta-
sana? En uno de los rincones de la sala del alcaide, dos mon-
toncitos ordenados de rosas y de claveles. Tomó un puñado
con sus blancas manos que se tornaron rosáceas. Los olió y
17
restregó por el cuello. Uno de aquellos duendes, en grácil
movimiento aireado, se coló por una hendidura del rincón, y
dentro del escondrijo escuchó Julia la voz de sus antepasados
en forma de leyenda. Recordó la historia de la medieval Cara-
baña y el pasadizo secreto que unía el castillo con el valle. In-
tentó mover la piedra que, posiblemente, ocultase la entrada.
Vano esfuerzo. Fuera del castillo en dirección a naciente, la-
pos derrumbados entre moriscos ladrillos de una gavia de
agua. ¿Y si la gavia hubiese sido el pasadizo secreto? ¿Sería
camino de leyendas y misterios? Estimulada por una fuerza
sobrenatural apartó varios lapos. Oyó sonidos huecos y abo-
vedados y dudó sobre un posible laberinto de muertos pero
no quería quebrar la eterna paz de sus antepasados. La oque-
dad fue tomando forma de arábiga gavia, pero sin concavidad
alguna que presagiara la existencia de una canalización de
agua. Aquel paso dintelado de piedra y ladrillo tomó dimen-
sión humana y se transformó, a la veintena de metros, en una
profunda bóveda de medio cañón con mechinales de peque-
ñas luceras por las que se colaban indecisos rayos de luz
entremezclados con un halo de polvillo ocre. Retumbaba la
voz de aquel viajero misterioso que, en el patio de armas del
castillo, había buscado afanosamente el origen del manojillo
de rosas cuando jugaban, en infantil corro de pradera, alre-
dedor del pozo. Una salamanquesa que se auñaba a las pare-
des abría sus temerosos pasos hacia el origen de la voz del
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viajero, pasos cada vez más huecos y retumbantes, como si
alguien estuviera pisando el techo de una gruta. Contó seis
haces de luz y polvillo que se colaban por seis redondas luce-
ras de ladrillo. Tras la sexta topó con dos columnas que
abrían un espacio de luz enmarañada con zarzamoras y arbus-
tos. Cuando se disponía a abandonar aquel derrumbado labe-
rinto, un arco perpiaño de herradura apeado sobre columnas
despejó sus dudas: bajo el arco, un pavimento de losas de
piedra caliza y una moneda. En el anverso, bajo una estrella
de ocho puntas, le conmovieron dos palabras en relieve
plateado: al Andalus. Besó aquel dirhem de plata con la cer-
teza de que encerraba secretos de Qartasana. Julia, amante
de historias y leyendas, sabía que la moneda la retraía a tiem-
pos aún más lejanos, cuando sus antepasados turdetanos ado-
raban la divinidad solar. Dos palabras y una estrella que eran
la herencia de una islamización consentida en albercas y za-
guanes de la Fuente Vieja. No era un dinar musulmán sino la
fusión de dos culturas. Entre aquel bosquejo apareció un mar
pequeño al que llaman Albuhera con un aín que deposita un
lento hilillo de agua ferrosa. Varias gaitanas erguían las cabe-
zas en las aguas limosas y una salamandra de un amarillo
repelente nadaba torpemente entre una estela de rosáceas
flores. Se descalzó los pies, cogió un puñado y con el ritual de
costumbre las restregó por su cuello. En el bayt de agua fría
se lavó la cara, sabedora de que las ruinas habían sido baños
19
de un castillo andalusí. Junto a los desmoronados muros situó
las tres salas de baño, el maslaj o vestíbulo; ésta, la sala del
horno; aquélla, la caldera con la leñera. Se sentó sobre escom-
bros de arcos de herradura, volvió a caer los melados ojos
hacia el valle de los huertos de Cazalla, y en su mente se en-
cadenaron topónimos e historia: castello, castella, Cazalla la
moruna. En las ruinas de Qartasana Julia escuchó el laúd y la
flauta, regó las flores de los arriates y soñó con jarrones y
lebrillos de cerámica vidriada sin reflejo metálico, y saludó a
los alfaquíes qartasaneses en nombre de los alfareros de Cor-
tegana. Besó el verde manganeso y la engalba de la cerámica,
y situó en el alfar de un vecino el torno medieval y su
encascado con las piezas de cerámicas dispuestas a la cocción.
Vio cómo un alfaquí andalusí desparramaba con una cuchara
los óxidos de hierro, cobre y cobalto, en espera de que el
marrón y el verde azulado se esgrafiaran en estrella de ocho
puntas. Subió los peldaños del hamman y repitió palabras de
visir: "Una verde bandera que se ha hecho de la aurora blanca
un cinturón despliega sobre ti un ala de delicia. Que ella te
asegure la felicidad al concederte un espíritu triunfante".
Habló con sus ascendientes los Benafiqué, los hijos de la hi-
guera, híbridos de dos culturas. Estando en este trance de
goce sensual, no se percató de la sombra de una gruesa línea
quebrada que caía desde una de las higueras ni cómo con
agilidad se contraía a su cuello. Aquella línea quebrada medía
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más de dos metros desde el hocico hasta la cloaca. La cabeza
era pequeña y su hocico agudo.
Julia quedó casi paralizada mientras se deslizaban los ran-
gos de escamas que mudaban de color rosáceo la piel de su
cuello. Los contó. Eran veintisiete rangos dorsales amarillen-
tos y dos manchas punteadas dorsolaterales. Tenía forma de
serpiente bastarda o, quizás, de culebra de escalera. ¿O sería
el propio Satán que con sus garras se había liberado de San
Gabriel?
No notó en el reptil o demonio ninguna actitud amena-
zante en el aplanamiento de la cabeza, ni las pupilas redondas
pigmentadas de tonalidades amarillas, pardas y rojizas infun-
dían pavor alguno. Al contrario, mostraba la misma mirada de
piedad con que el demonio suplicaba al Arcángel. En las ra-
mas horquilladas dibujó momentáneamente el físico de un
demonio amenazador con la cabeza erguida, lanzadas al aire y
pequeños bufidos silbantes. Los silbidos se hicieron más au-
dibles y roncos; tras uno de estos roncos silbidos vomitó va-
rias rosas deshojadas que cayeron en el enlosado del ham-
man y formaron montoncitos uniformes y ordenados. Volvió
a deslizar el cuerpo escamoso de más de dos metros por todo
el ramaje de la higuera, subió a un viejo algarrobo con frutos
en zarcillos que colgaban de las ramas bajas. Frente a ella no
estaba Lucifer tentador ni el demonio derrotado debajo del
Arcángel. Era la madre de los duendecillos que, en época de
21
natural apareamiento, trepaba por un tronco gris blanque-
cino. Se deslizaba emitiendo tenues silbidos que se iban acre-
centando hasta eructar un ronco bufido. Tras este sonido
eruptivo vomitó pétalos de claveles amarillos, que tanto hu-
biesen atraído la atención del misterioso viajero. Fue enton-
ces cuando Julia comenzó a sentirse hechizada por aquella
culebra de escalera que, como doncella, bañaba sus dorsales
escamas en un mar pequeño.
Al reptil se le antojó bajar de la copa del viejo algarrobo; y
en su deslizamiento oscilaban los ramilletes aún verdes de las
algarrobas como si fuesen curvos alfanjes de cadíes. Por
tercera vez buscó, en zigzag de movimiento dorsal, el tronco
de un granado que daba ya forma de bélica bomba a sus
frutos, con presteza y acompasados impulsos deslizaba el
vientre entre las ramas, salvando habilidosamente los pinchos.
Subió por el tronco encarnado buscando la copa del árbol.
Después de emitir un sonido ventral vomitó flores de lirios,
de lirios lilas que en salida elíptica desde su boca caían orde-
nados. Con movimientos armoniosos bajó del granado y
deslizó sus más de dos metros de escamas entre el follaje,
ocultándose para lavar su vientre en las aguas de la albuhera,
como antaño las doncellas de Qartasana habrían bañado sus
cuerpos.
Inclinó Julia su grácil figura, y de las losas calizas cogió va-
rios pétalos. Entreabrió las manos. Eran de flores cultivadas
22
en arriate, quizás lirios andalusíes. Luego, inició el ritual sen-
sual de restregarlos por la tersa piel del cuello, que quedó
ensombrecida de lila oscuro. Entre acordes de laúd y flauta
se desabrochó el blusón azulado y, tras apartar hilos de limos,
colmó las manos de agua de la albuhera. Lavó su entintado
cuello y se palpó los pechos que, sin saber por qué, eran aho-
ra más voluptuosos. Volvió a imaginarse doncella andalusí de
Cazalla o, quizás, bisnieta de bisnieta de los Benafiqué,
mientras gaitanas de cabeza erguida y salamandras con espí-
ritu de fuego se ocultaban entre los limos de la albuhera.
Desnuda de torso y sin miedo religioso, habló de leyendas de
Carabaña con cuélebres y dragones medievales; y en arriates
de cerámica azul y blanca había rosales de pitiminí, claveles
amarillos y lirios lilas. De aquel jardín medieval la culebra en-
gullía sólo presas vegetales sin detritus de sangre que, en a-
tardeceres primaverales, vomitaría en flores de tres colores.
En las aguas limosas de la albuhera se reflejaban las marcas
escamosas del cuello de Julia que, a modo de teselas de mo-
saico, componían una estrella de ocho puntas.
Por aquel camino de gavia regresó a la barbacana del casti-
llo. Después de echar los cerrojos bajó la empinada calle que
va a la Fuente Vieja; y de noche, en ensoñaciones, a las
escamas geométricas de la culebra juntó la marcada piel de
su cuello.
23
24
El viernes, al atardecer, el cura del pueblo encabezaba la
procesión de la estatua del Arcángel San Gabriel, en quien
Julia había fijado los ojos durante sus lucubraciones. Aquel
héroe de Dios y angélico mensajero, en procesión por la
barbacana del castillo, parecía haber abandonado la residencia
del octavo coro celestial para mostrarse ahora a los vecinos
de Cortegana con mirada despreocupada, sin tensión, sin
casco ni coraza de Mercurio: en la mano derecha, una espada
levantada; a sus pies, el demonio lo mira sumiso y con súpli-
ca de piedad. La cara afeminada del Arcángel resalta el sem-
blante desesperado de un demonio que se agarra en tensión a
un peñasco del castillo y retuerce el cuerpo, mientras que al
Arcángel San Gabriel se le sonrosan las mejillas de una sua-
vidad y dulzura casi infantil cuando sujeta al demonio por la
punta de la cola.
El cura alertaba a los vecinos de que el demonio siempre
busca nuestra infelicidad y, si le fuera posible, la perdición
eterna. En aquella sesión de exorcismo colectivo insistía en
que oración y ayuno no sólo fortalecen la acción contra la
tentación y el pecado, sino que nos mantienen en guardia
contra las acechanzas del demonio. Hombres y mujeres con
voces de trueno contestaban a las plegarias y rogativas del
cura para ahuyentar la satánica culebra del castillo, y en las
preces las cuentas del rosario no ensartaban ni estrella ni flor
ni doncella alguna. La palabra pecado retumbó en voz de
25
multitud por delante de la torre redonda del castillo y el eco
del pecado alcanzó los débiles y caídos rayos de sol en los
tejados de la Fuente Vieja.
Julia, desde el balcón de su casa, contó cinco veces la
difuminada sotana cuando ésta ocultaba la torre. También ella
ocultaba con un pañuelo de seda rojo la estrella de su cuello,
mientras por el balcón de la casa se escapaban a la vieja fuen-
te aromas de rosas, claveles y lirios.
Hoy, veintiuno de junio de 2017, como adiós a la última
tarde de primavera, Julia viste el blusón azulado e impregna
su cuerpo con ungüentos de rosas del castillo; luego, en
espejo ceniciento refleja el cuello teselado: la estrella turde-
tana acuñada en moneda andalusí que, quizás, dejara caer en
alguna doncella de Qartasana cuando, ávida de baño, buscaba
la albuhera. Humedece su sonrosada piel con ungüento que
se incrusta en la estrella. Colmada de sentires turdetanos y
andalusíes se dispone a tributar honores al dios celta Beltaine.
Enciende un candil con mecha de algodón impregnada en
aceite de olivos de Carabaña, en encuentro festivo con el
fuego de Bel, el bello fuego, y por la lengüeta móvil de la
lucerna de la lámpara pasa sus blancas manos con el deseo de
la purificación. En el cielo de olivos descorre un velo de es-
trellas, de deidades, de hadas y de magia. Da gracias a Bel en
el día más largo, en nombre de los campesinos de Cortegana,
porque hoy todos los convecinos tienen más horas de sol
26
para especular o rezar. Para ver el valle de Cazalla, abre de par
en par las puertas de su espejo corporal y se libera de atadu-
ras. Hoy espera, en noche mágica de solsticio, que los cuéle-
bres o dragones del castillo bramen a Bel. Mientras, perdido
el Sol su poder luminoso, continúan los rezos procesionales,
la sesión de exorcismo colectivo en la calva cima de la mon-
taña. Vecinos de Eritas, Chanza o Peñalta portan encendidas
antorchas y plantas de estragos, en ancestral renovación de la
energía ahuyentadora.
Julia, reflejada en su espejo ceniciento, ve cómo bajan las
medas ardiendo colina abajo, purificando de influencias de-
moníacas todos los rincones de la montaña. Es, entonces,
cuando ella siente bajo sus pies que el eje planetario de la Tie-
rra alcanza la máxima inclinación y, como trapecista ataviada
de femenina turdetana o palaciega andalusí, da un salto y se
columpia en la barra del Trópico de Cáncer. Pasea amparada
por la media luna moruna y escucha los enjambres sonidos
de raros espíritus dormidos en bosquejo de granados, alga-
rrobos, higueras y pensamientos. Idolatrada por el fuego de
Bel, contempla cómo el rocío de la noche solsticial cura las
enfermedades de las doncellas enamoradas. Un leve aliento
de brisa sobrenatural la llama al hechizo: enciende al fuego de
Bel dos velas celestes y en camino de tendidas hojas de hie-
dra, descalza y semidesnuda, entierra bajo una higuera de su
corral una orza que contiene el mejunje sobrante de las ceni-
27
zas, del aceite de almendra, del vinagre y del agua de azahar
con que había embadurnado sus senos. E insuflada de hechi-
zo gritó: "San Juan, San Juan, dame milcao, yo te daré pan".
Sólo contestó en el valle un perro de ronco ladrido. En la
montaña, el cortejo procesional ha pasado ya siete veces por
delante de la torre redonda: la espada de San Gabriel sigue
amenazante desde el cielo y el demonio sigue retorcido a los
pies del Arcángel con lastimeros alaridos que habrán pro-
vocado que las salamandras y gaitanas se hayan escondido en
las aguas limosas.
-¿Y la culebra de escalera? ¿Dónde vomitará sus sueños de
flor? ¿O quizás se reserve para que yo, en este solsticio de
verano, bañe desnuda ante ella en la albuhera del palacete?
El cura mandó que San Gabriel volviera a descansar en la
capilla del castillo, en sombra de fortaleza, frente a la Virgen
catalana. El Presidente de la Asociación se dispuso a echar el
cerrojo.
-Espera, espera -le dijo su mujer-, y cubrió la cabeza del
demonio con un velo blanco de tul.
La luz del velón de la capilla quedó iluminando su cola. La
procesión que había invocado al Arcángel bajaba en silencio
las laderas de la montaña. Julia, sentada sobre un poyete de
piedra bajo el parral del corral de su casa, desvió los hechi-
zados ojos y acaso viera también, como débil luz de luciér-
naga en la noche solsticial, el contorno estrellado de ocho
28
puntas turdetanas. Vestida de doncella o tal vez como sacer-
dotisa de Bel, con blanca túnica que transparentaba la otra
parte de su espejo corporal, calzó sandalias de cuero de
becerro y ató los cordoncillos por encima de los tobillos.
Luego, retiró el pañuelo de seda rojo que ocultaba aún la
marca de la culebra; y otra vez en el espejo ceniciento se re-
flejó su cuello teselado. Inclinó la cabeza y entró en la gavia
que un día la había llevado hasta el baño andalusí: salaman-
quesas uñadas a las paredes le abrían el paso de nuevo hacia
aquel misterioso jardín de rosas, claveles y lirios. Salamandras
que ahora no se le aparentaban repelentes y ágiles gaitanas le
daban la bienvenida a orillas de la albuhera. Con grito de
desesperación la llamó:
-¿Dónde, la culebra de escalera? ¿Dónde vomitas tus sueños
de flor? ¡Ven y báñate conmigo! ¡Te mostraré mis desnudos
senos! Salpícamelos de flores, que se adhieran a mi piel; y que
sólo las dos compartamos tu palacete.
En sueño ya iniciado de verano, quedó adormecida bajo la
parra del corral: salamanquesas, salamandras y gaitanas se
metamorfosearon en danzarinas andalusíes, mientras Julia
bañaba su cuerpo. Coló una sensual mirada a través de la
celosía del ventanal que abre el valle hasta el jardín cultivado
de higueras y granados, en la Cazalla que duerme a pie del
castillo. Sintió que sus pies temblaban; que el parral temblaba;
cómo un rugido que partía la montaña en dos afloraba ante
29
ella y propagaba el eco tembloroso, ocultándose por los
huertos de Cazalla.
Julia no se amedrentó. Sabía que eran estrépitos de la
culebra que vomitaba. Esperó, esperó, inmersa en el silencio
de los miedos de los hombres y mujeres de la Fuente Vieja
que, desde los balcones de sus casas, sólo vislumbraban, a
naciente, la silueta del castillo. Sonidos aterrados que poco a
poco se iban haciendo más audibles, hasta transformarse en
bramidos de cuélebres o dragones que en día de San Juan se
retuercen, como el demonio ante San Gabriel, y propagan
alaridos lastimeros por estos valles cercanos a Cortegana que,
en solsticio de verano, se engalana con el más vistoso ropaje
de oropeles medievales. Desde la distancia de la Fuente Vieja
volvió a gritar: -¿Dónde, la culebra que vomita hojas de flor?
Esta vez ningún perro hambriento sació con ladridos me-
drosos la llamada angustiosa de Julia. Las piedras del castillo
comenzaron a reflejar sus oquedades y los ladrillos sus aristas,
una transformación luminosa: volumen negro, casi negro, ce-
niza ceniciento, torre del homenaje, muralla y una plasta de
luz atenuada vivificaba la torre redonda. Como tributo fes-
tivo de un pueblo a San Juan que enciende sobre los cielos
fuego de artificio, se elevó por detrás de la torre un haz de
rayos rojos. Julia alzó sus brazos igual que el viajero misterio-
so y cerró los ojos. En sus manos se posaron...
-¡Son rosas!, ¡rosas de pitiminí! -y las restregó por su cuello.
30
Los rayos rojos trepaban verticalmente, anunciados por ron-
cos bramidos. A cada bramido, rosas deshojadas a las que la
brisa serrana balanceaba y desparramaba por el valle; y Julia
danzaba gozosa en juego de cazamariposas, sabiendo que la
culebra de escalera, oculta entre almenas y merlones, vomita-
ba flores de la albuhera.
El valle volvió a tambalearse, los rayos amarillos subieron
por encima de la torre redonda, y esta vez Julia no cerró sus
ojos melados en espera de lluvia floral porque las gotas ape-
taladas se iban adhiriendo a la túnica de tul o se colaban por
el escote del vestido.
-¡Milcao, milcao! -gritaba mientras andaba hacia la fuente-,
¡milcao, milcao!, ¡San Juan, San Juan, dame milcao que yo te
daré pan!
La voz de súplica ascendió por la ladera este de la monta-
ña, y el eco retornaba rodando con la redondez de la torre
almenada. Desde la Fuente Vieja subió ladera arriba un uní-
sono ¡Milcao, milcao! Agarrada a la barandilla que protege el
manantial, Julia sonrió al viajero, que brincaba alrededor del
brocal, y esperó, esperó a...
-¡Los lirios, los lirios!
Los intermitentes estrépitos de los bufidos de la culebra ele-
vaban, en el cielo del castillo, ramilletes de flores rojas, amari-
llas y lilas que sus vecinos figuraban fuegos artificiales.
Impulsados por la traca final, en noche de San Juan, rosas,
31
claveles y lirios subieron verticalmente desordenados y mez-
clados entre sí, subieron, subieron, subieron en fatuo tricolor
para descender ordenados en un cielo de olivos.
Julia besó el pañuelo de seda rojo que ocultaba el ídolo
turdetano, y con ojos muy melados movía lateralmente los
cinco dedos de la mano derecha en adiós a la culebra que, por
el camino gaviado, buscaba la albuhera de Carabaña. En el
rellano de la Fuente Vieja tres niñas, entre bocado a pan y
jícara de chocolate, cantaban en bienvenida al verano:
Ya mataron la culebra,
la que estaba en el castillo,
la que estaba en el castillo,
la que por su boca echaba,
la que por su boca echaba:
rosas, claveles y lirios.
Julia se desperezó, y con sus dedos acarició las dos perin-
dolas que adornan el cabecero de su cama. De frente, una
cómoda de castaño, y sobre la piedra gris de la tapa contem-
pló, en sepia, la imagen juvenil de su bisabuela Julia, de la
familia de los Benafiqué, cuyo cuello reflejaba el tinte rosáceo
del ramillete de pitiminí que aprieta entre sus blancas manos.
Abrió el balcón. Y se colaron olores del valle.
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  • 1. Cuento del castillo de Cortegana 1
  • 2. A la memoria de mi hermano Miguel quien ayer sembró las bignonias que hoy dan sombra al patio de armas y la semilla de la Asociación Amigos del Castillo que mañana seguirá dando luz cultural a Cortegana. 2
  • 3. La Alambra de Granada tiene sus cuentos y Canterville un fantasma condenado a no morir. Del castillo de Cortegana hablan cancioncillas y leyendas populares que rezuman la nostalgia romántica del gusto por la época medieval. Pon tú apellidos a este Cuento del castillo de Cortegana como leyenda, re- lato corto o, si quieres, mantén el nombre de cuento donde confluyen el eco narrativo de la transmisión oral y los ritos mágico-simbólicos con leyendas arábigo-andaluzas, en un paisaje menos idílico y más humanizado que detiene los he- chos narrativos. Paisajes de Carabaña, Cazalla o Fuente Vieja donde nuestros antepasados se muestran tal como somos. Te verás atrapado en una maraña de hechos temporales que, quizás, te desconcierten al no discernir entre varios mundos reales y cientos de momentos de ensueños que se mezclan entre sí. No te importe, siéntete idólatra, hechizado, bebe en la vieja fuente de la Qartasana andalusí y, por qué no, aparta el limo de la albuhera y mira por la celosía de la ventana que da al valle de Carabaña. Que tú y yo estamos obligados a mantener vivo el bosquejo de sus laderas para que mañana cualquier viajero abra de par en par la ventana de sus enso- ñaciones. Cuando la joven Julia, una mañana de mayo, desfechaba la puerta de acceso al patio de armas del castillo-fortaleza de Cortegana no se percató de unos pétalos que se arremolina- 3
  • 4. ban en torno al brocal del pozo que abre el aljibe. Fue el primer visitante del castillo quien se sintió atraído por aquel suave destello rojizo. -¡Oh!, son de rosas. Julia inició su jornada como guía despreocupada por el espiral movimiento de las flores; y sólo el repentino vuelo de una tórtola turca que posaba en el enrejado del matacán que defiende la puerta de entrada hizo que ambos levantaran la mirada hacia el cielo. -Son rosas de pitiminí -insistió el curioso viajero. ¿Habita en el castillo algún rosal? -¿Habita? No, no. Sólo esas cuatro tupidas bignonias ensom- brecen los muros. El visitante comenzó a desinteresarse por las explicaciones sobre la bóveda del aljibe y de cómo unos pececillos barbos ejercían labores de equilibrio, contrarrestando una excesiva población de mosquitos que ennegrecía sus húmedas paredes. Fingiendo fobia a la oscuridad, retrocedió por los desgasta- dos escalones y buscó la luz del patio. -¡El remolino! -y volvió a acercarse a los pétalos de rosas, que apenas se elevaban impulsados por los tenues soplos de la brisa serrana; y con ágiles movimientos, cual cazamariposas, abría y cerraba las manos con anhelo de atraparlos. Desde el paseo de rondas extendió la mirada hasta la Raya portuguesa, y sus ojos ensimismados barrieron el profundo 4
  • 5. valle del río Chanza y los picos fronterizos de Aroche. -No se ve ningún rosal. ¡Qué extraño! Julia bajó al patio presurosamente, después de haber aban- donado a un viajero a quien sólo atraían unas rosas. Como si de un ensartado de perlas de collar se tratara recogió con deli- cadeza pétalo a pétalo, mientras el forastero deambulaba por la segunda planta escudriñando el valle de Carabaña y las la- deras nortadas de Santa Bárbara. Por un momento ambos cruzaron sus miradas, y antes de que Julia desviara sus ojos le gritó desde la atalaya: -¡No se ve ningún rosal! Se despidió con abigarrado tono de voz; las dos palabras más audibles fueron "rosa" y "pitiminí". Durante varios días la escena de la danza floral en torno al brocal del pozo se repitió. Una mañana de final de mayo, al abrir la puerta principal del castillo, quedó estupefacta al ver cómo un alfombrado rosáceo ocultaba el enlosado del patio. Retrocedió sobresaltada y se apostó bajo el arco de entrada con intención de fechar la puerta. -¡Oh, el viajero! Se agachó para salpicar su cuerpo y las manos se tiñeron de acuarela roja; luego, las piernas, la cara, y sintió deseos de bañarse desnuda en aquel mar apetalado. Notó que sus senos se habían hecho más suaves y voluptuosos. Recostada sobre el brocal mudéjar del pozo esperó el inicio de la suite sinfó- 5
  • 6. nica Schherezade. El encanto de la melodía y el colorido de la instrumentación cambiaron sus melados ojos en volcánico fuego, y Julia simuló infidelidad de esposa en sueños de mil y una noches en aquel mar de flores. La mañana brumosa de Cortegana se tornó en noche oriental cuajada de cien mil es- trellas en cada acorde de los instrumentos de madera...; luego, se sintió hechizada por el solo de violín y los ligeros tañidos de un arpa. La pasión la arrastró a desabrocharse el blusón azulado, predispuesta a entregarse ante la imagen de un tor- mentoso y eterno oleaje. Movimiento tras movimiento de la sinfonía corporal se sumergió en aquella agua mágica de mil cuentos orientales, y la pasión se hizo más pasión. Sosegada y lírica bailó desnuda en juego amoroso con un príncipe en el cuadro íntimo de la sonoridad orquestal de los instrumentos de cuerda, y se dejó tañer el cuerpo en danza de doncella árabe que hubiese despertado a cualquier sultán. A cada soni- do de violín transfiguraba el alma en locura de pecado. Los muros desdentados del castillo de Cortegana se estremecie- ron y Julia los acompañó con movimientos frenéticos cual desesperado náufrago bajo destellos de relámpagos y truenos, de lucha entre el viento y el velamen. Tras la tempestad, Julia despierta paciente, sutil y amorosa. Su cuerpo, ahora más maleable y nebuloso, entra en danza circular con cuatro esbo- zos de desnudas doncellas de cerámica griega. Con pudor las cinco danzarinas, como en cuadro de Matisse, no llegan a 6
  • 7. tocarse las manos. Sale del corro, muerde la fruta prohibida en un jardín de pecado y con frenesí de movimientos etéreos atraviesa el brocal del pozo. Después bajó al aljibe y en las subterráneas aguas se contempló mientras aseaba su cara y retiraba los pétalos adheridos a los senos. Tras haber gozado de la embriaguez carnal, el eco de la voz del viajero la llevó al paseo de rondas. -Verdad, no se ve ningún rosal -y bajó al patio para recoger la imaginaria espuma sensual. Llenó no un cubo, sino varias sacas de arpillera. Esta vez no se atrevió a acercarse. Fue en la sala del alcaide: el suelo del balconcillo estaba cubierto por rosas de pitiminí; pero, ¡qué extraño!, la puerta de la sala y la ventana que abre y cierra el valle de Carabaña permanecían cerradas. ¿Por dónde se habían colado aquellos duendecillos? Abrió los postigos de la ventana, sin descubrir señal alguna que mostrase presencia humana en la sala. Allí sólo estaba San Jorge con cota de malla metálica y capa roja arreme- tiendo con lanza desde su caballo blanco al dragón de Silca; enfrente, un pequeño cuadro de Roldán que contrapone una escena de equilibrio y proporción; delante de la ventana, una rueca; y de los testeros de los muros colgaban dos tapices de terciopelo negro con coronas y águilas imperiales como mu- dos testigos genealógicos. Abrió la ventana, y la brisa acas- tañada del valle colmó la sala con aroma campestre de oréga- 7
  • 8. no y de la savia del castaño en flor. Recogió los pétalos de rosas, y esperó pacientemente bajo aquel soñado rosal de diminutas flores a un grupo de viajeros. Comenzó por las estancias de la planta baja del castillo. Todo en orden: las estelas funerarias fijadas a las paredes con clavos como testi- monio de una época romana que hablaba de la familia de los Caius. En mayúscula, tres letras latinas señalaban el lugar de enterramiento. Las armaduras medievales permanecían de pie, y un niño osó abrir la cimera de una de ellas. Julia, agarra- da a la gola, constató a través de la visera que la armadura no protegía a ningún duende o fantasma. Descorrió el cerrojo de la vieja reja carcelaria: los desnudos muros de la sala mostra- ban que era lugar deshabitado. -¡La capilla del castillo! -y al presentar a los viajeros la reco- gida estancia disimuladamente miró por todos los rincones. Nada. -Observad que la Virgen es de madera. Virgen de la escuela catalana para ser vista desde posición baja -y rebuscó con la mirada por el balconcillo. Nada. La lámpara de hierro forjado que pende del alto techo permanecía inmóvil; y el velón del altar apagado. -Ésta es la habitación del alcaide -y explicó que, para guardar la intimidad familiar, estaba dividida por cortinajes. El niño que acompañaba al grupo cogió un puñado de pétalos de rosas del montoncito arrinconado en el patio de 8
  • 9. armas. Los lanzó por la ventana, pero el aire juguetón sopló y los devolvió al alcaide. Temerosa de que los duendecillos les hubiesen preparado alguna sorpresa, Julia dudó de complacer al grupo con la visita a la parte alta del castillo. -Por aquí. Sólo se veían manchas blancas en el horizonte portugués y lejanos caseríos que alcanzaban tierras pacenses: Maijuanes, El Cañito, Cumbres, Higuera... Recelosamente abrió la puerta de la torre. Nada. Y jugó con aquel niño por la estancia, y sus vocecillas se hilaban por las esquinas de la bóveda vaída. Aquella misma tarde contaría al Presidente de la Asociación Amigos del Castillo el misterio de… -Siempre son rosas. Julia abrió con decisión la puerta de entrad, los mismos pasos., el arco central que da al patio de armas., un tinajón arrinconado y un ventanuco cerrado. El Presidente la miró y gesticuló una mueca de negación, el aljibe, las cuatro bigno- nias, el busto de Don Amadeo, la primera sala de la planta baja y la romana en equilibrio. Abrió la puerta que da entrada a la sala de exposición. En la capilla, nada. -¡Qué extraño! Parece cosa de brujería -exclamó desconcer- tada. ¡Vamos a la segunda! 9
  • 10. 10
  • 11. Julia dio las tres vueltas necesarias a la llave, y la cerradura de la puerta chirrió con un quejido oxidado. El Presidente se dirigió hacia el ventanal de la sal, abrió los postigos: la balco- nada estaba limpia. -¡Oh! -y su cuello y manos se quedaron paralizadas. Debajo de la mesa central de la sala había un brasero de cobre del que rebosaban rosas deshojadas. Con movimientos muy lentos fue flexionando el cuerpo, con recelo estiró los brazos y las palpó. Desde el suelo desvió los ojos. -Verdad, son diminutas, de pitiminí, como anunció el viajero. Huelen a las mil fragancias de nuestros montes: a olivos e higueras, a castaños en flor. El día uno de junio amaneció tan sereno que mantenía en calma todo el bosque de olivos centenarios que pueblan la ladera asolanada del castillo. Lo mismo ocurrió el día dos y el tres y el cuatro e, incluso, el cinco y el seis de junio. Allí esta- ban los duendecillos florados siempre agrupados. Hoy, junto al pozo; mañana, en la capilla; pasado mañana, junto al al- caide. Alrededor de la bóveda central aparecieron ordenadas hileras de flores que rebosaban por las saeteras de los muros en lucha con la luz del ocaso que emitía un rojo halo mis- terioso. Desde aquella tarde el eco duendecillo, como piedra arrojada en estante, se fue irradiando por plazas y callejuelas de Cortegana. Después, las inevitables lucubraciones emba- 11
  • 12. rradas en mil dudas que cada vecino intentaba apartar del lo- do de su propio miedo infantil que en forma de cuento oral le había hablado de fantasmas, de apariciones o de milagros. Algunos esperaban en el paseo de la barbacana a que Julia abriera las puertas del castillo para que en juego, sacro o dia- bólico, lanzara desde las altas almenas un puñado de pétalos al vacío; y los niños levantaban los brazos en pos de ellos, como si de un maná se tratase. Así transcurrieron los días y las noches durante la primera quincena de junio, entre juegos de rosas y más de cinco mil especulaciones. El día dieciséis el misterio rojo se tornó bico- lor. Habían aparecido, en sendos rincones del patio de armas, dos ordenados montoncitos: el rojo de una rosa y el amarillo intenso de un clavel. Surgieron los mil y uno interrogantes: ¿La bandera de España? ¿El milagro de Santa Cecilia? ¿La floralia romana? ¿El eco pagano de la Beturia celta? En el castillo, las rosas y claveles siguieron mostrándose caprichosos y ordenados, sin remolino de aire que los me- ciera ante el viajero, sino que aparecían junto al alcaide o dor- midos en las atalayas de las cinco torres. 12
  • 13. Julia habita el barrio de la Fuente Vieja, una casa esquinada al Mendo que, según los estudiosos del lugar, había sido em- 13
  • 14. plazamiento de la medieval Qartasana. En la vieja fuente, al atardecer, llena de sus aguas dos cántaros de un barro casi ro- jizo. Con el ceremonial que habría iniciado alguna qarta- sanesa, coloca una especie de rodillo de trapo sobre la cabeza y en él sitúa uno de los cántaros y entre la cadera derecha y sus delicadas manos hace hueco al otro cantarillo. Con agua de la Fuente Vieja la joven lava su cuerpo en bañera de cinc, con los mismos secretos íntimos de doncellas celtas, romanas o andalusíes. Ella sabe que las rosas del castillo tiñen de un bello color rosado aquellas aguas, exhalando sensual olor vegetal que embriagaba todos los rincones de su casa. Entre baño y perfume andalusí, se sentía atraída por las flores que un día un misterioso viajero había descubierto junto al brocal del pozo. Quizás haya soñado más de cien veces con un barco a la deriva, entre acordes de dos fantasías: la orquestal y la fantasía corporal en narcisismo de deleites, recorriendo to- das las estancias del castillo con anhelo de que aquellos duen- decillos continuaran trayendo la arábiga fragancia, y todas las mañanas los llamaba para que bajaran al aljibe del patio de armas, y entonces lanzaba a los peces algún pétalo de flor, y las diminutas ondas de la caída atraían la curiosidad de los pececillos; pero las aguas del aljibe no se tornaban rosáceas ni desprendían fragancia; esos honores de los duendes estaban reservados para ella; y Julia, con pueril juego de sonrisa y juvenil gozo sensual, lo agradecía. 14
  • 15. Solitarios quedaban los peces ahogando los pétalos caídos de sus manos, mientras jugaba al escondite con los duende- cillos entre las hojas de las cuatro bignonias del patio o en el interior de las tinajas arrinconadas. Y en la búsqueda les de- cía ¿Dónde os escondéis?, ¿dónde? Después, el ritual de candados, llaves y cerrojos, la lectura de las estelas funerarias, con deseo de descubrir entre aquellas letras latinas secretos de muertos. Como si de habla eterna se tratase Julia tocaba la estela de sus antepasados los Anceito, que la transfiguraba en primitiva amante de los Límico..., y se veía, entre sus dos hermanas anceitas, alisarse la larga cabe- llera dispuesta al juego amoroso con Secumaro, musculoso cazador que yace junto a los Límico; o se sentía sacerdotisa en el culto funerario a los dioses Manes y fijaba sus ojos melados en las tres letras finales de las lápidas con la certeza de que en H.S.S. estaría el secreto. O se sentaba en el banco de la reducida capilla del castillo, sus ojos progresivamente iban perdiendo el color de miel ante la mirada de la Virgen catalana, y alzaba la vista por el lienzo del muro pedregoso conmovida por el rostro dolorido del demonio que en retor- cida figura se desgarra bajo los pies del Arcángel San Gabriel, quien despreocupadamente lo coge con asco por la punta del rabo dispuesto a decapitarlo con amenazante espada. De pronto, se sobresaltó al ver que a escasos dos metros de la figura demoníaca posaba la cabeza de San Sebastián, pre- 15
  • 16. sintiendo que entre aquel mestizaje de demonios y santos tal vez se hallase el secreto de las flores del castillo; pues creyó haber visto en la mirada del demonio un destello de piedad o de súplica. Se acercó al libro de coro y en los caracteres góti- cos buscó la señal divina que hubiese anunciado un diluvio floral. Sin rezos salió de la capilla, se detuvo ante la mirada dieciochesca de un personaje retratado con porte majestuoso y sereno. Leyó el pie del cuadro: Pedro Barbabosa Parreño. Quizás, tras la mirada estática y neoclásica estuviese el secre- to, pero ¿qué tendría que ver aquel Contador Mayor del Real Tribunal de Cuentas y Audiencias en el virreinato de la Nueva España? Abandonó la planta baja del castillo, incapaz de hilvanar todas sus dudas. En la primera planta, de nuevo, el mismo ritual de descorrer cerrojos, candados y pestillos. Una mirada caída a la capilla desde el balconcillo; ante ella, la sala del alcaide ornamentada con dos cuadros y un tapiz. ¿Estaría en aquella trilogía el principio del enigma? "Espera en Dios y haz el Bien" apela el escudo de la familia Cáceres que centra, en posición imperial, el tapiz de terciopelo negro que descan- sa en el muro, flanqueado por dos cuadros de oscuros óleos: a la derecha, la mirada desdibujada de Bartolomé, capellán en 17.. en la villa de Cortegana; y a la izquierda, un Félix Can- talicio a quien no le sorprende la aparición de la Virgen. Tres nuevas dudas se ensartaron en su rosario de lucubra- 16
  • 17. ciones, con negras cuentas de vírgenes, demonios, esperanza en Dios, Bondad, santos o ecos trasnochados de la Nueva España. Cayó la mirada hacia el valle de Carabaña: en él anidaban tonalidades de huertos claros, sombras de serenidad y melancolía. Tendidos a los pies del castillo estaban los arra- bales de Cortegana protegidos por altos y repetidos horizon- tes de montes; y en corrales y huertas, convecinos amables, elegantes, descarados, insolentes y distinguidos; pero que, forzados por disparatados y extraños duendecillos, habían atenuado los apetitos de amor por la vida, los placeres, la música o por la festiva poesía. Julia, con natural inclinación de amor a la cultura musulmana, había entremezclado en aquel mundo de dudas los cantos de amor y desamor de moaxaja y zéjel en noches de zambra. Los perfumes de orégano y poleo en los arriates de los cortijillos del valle de Carabaña, en inspiración poética, la arrastró a la Qartasana medieval: las casas encaladas, techadas de tejas rojizas, patios interiores y zaguán de entrada a las fragancias del valle. En un cielo de olivos sin castaños oyó versos de visir: "en medio de la verdura de los vergeles como perlas blancas engastadas entre esmeraldas". Desperdigados por el valle, munyas con huertos de higueras y avellanos. ¿Y si aquel valle de Qarta- sana? En uno de los rincones de la sala del alcaide, dos mon- toncitos ordenados de rosas y de claveles. Tomó un puñado con sus blancas manos que se tornaron rosáceas. Los olió y 17
  • 18. restregó por el cuello. Uno de aquellos duendes, en grácil movimiento aireado, se coló por una hendidura del rincón, y dentro del escondrijo escuchó Julia la voz de sus antepasados en forma de leyenda. Recordó la historia de la medieval Cara- baña y el pasadizo secreto que unía el castillo con el valle. In- tentó mover la piedra que, posiblemente, ocultase la entrada. Vano esfuerzo. Fuera del castillo en dirección a naciente, la- pos derrumbados entre moriscos ladrillos de una gavia de agua. ¿Y si la gavia hubiese sido el pasadizo secreto? ¿Sería camino de leyendas y misterios? Estimulada por una fuerza sobrenatural apartó varios lapos. Oyó sonidos huecos y abo- vedados y dudó sobre un posible laberinto de muertos pero no quería quebrar la eterna paz de sus antepasados. La oque- dad fue tomando forma de arábiga gavia, pero sin concavidad alguna que presagiara la existencia de una canalización de agua. Aquel paso dintelado de piedra y ladrillo tomó dimen- sión humana y se transformó, a la veintena de metros, en una profunda bóveda de medio cañón con mechinales de peque- ñas luceras por las que se colaban indecisos rayos de luz entremezclados con un halo de polvillo ocre. Retumbaba la voz de aquel viajero misterioso que, en el patio de armas del castillo, había buscado afanosamente el origen del manojillo de rosas cuando jugaban, en infantil corro de pradera, alre- dedor del pozo. Una salamanquesa que se auñaba a las pare- des abría sus temerosos pasos hacia el origen de la voz del 18
  • 19. viajero, pasos cada vez más huecos y retumbantes, como si alguien estuviera pisando el techo de una gruta. Contó seis haces de luz y polvillo que se colaban por seis redondas luce- ras de ladrillo. Tras la sexta topó con dos columnas que abrían un espacio de luz enmarañada con zarzamoras y arbus- tos. Cuando se disponía a abandonar aquel derrumbado labe- rinto, un arco perpiaño de herradura apeado sobre columnas despejó sus dudas: bajo el arco, un pavimento de losas de piedra caliza y una moneda. En el anverso, bajo una estrella de ocho puntas, le conmovieron dos palabras en relieve plateado: al Andalus. Besó aquel dirhem de plata con la cer- teza de que encerraba secretos de Qartasana. Julia, amante de historias y leyendas, sabía que la moneda la retraía a tiem- pos aún más lejanos, cuando sus antepasados turdetanos ado- raban la divinidad solar. Dos palabras y una estrella que eran la herencia de una islamización consentida en albercas y za- guanes de la Fuente Vieja. No era un dinar musulmán sino la fusión de dos culturas. Entre aquel bosquejo apareció un mar pequeño al que llaman Albuhera con un aín que deposita un lento hilillo de agua ferrosa. Varias gaitanas erguían las cabe- zas en las aguas limosas y una salamandra de un amarillo repelente nadaba torpemente entre una estela de rosáceas flores. Se descalzó los pies, cogió un puñado y con el ritual de costumbre las restregó por su cuello. En el bayt de agua fría se lavó la cara, sabedora de que las ruinas habían sido baños 19
  • 20. de un castillo andalusí. Junto a los desmoronados muros situó las tres salas de baño, el maslaj o vestíbulo; ésta, la sala del horno; aquélla, la caldera con la leñera. Se sentó sobre escom- bros de arcos de herradura, volvió a caer los melados ojos hacia el valle de los huertos de Cazalla, y en su mente se en- cadenaron topónimos e historia: castello, castella, Cazalla la moruna. En las ruinas de Qartasana Julia escuchó el laúd y la flauta, regó las flores de los arriates y soñó con jarrones y lebrillos de cerámica vidriada sin reflejo metálico, y saludó a los alfaquíes qartasaneses en nombre de los alfareros de Cor- tegana. Besó el verde manganeso y la engalba de la cerámica, y situó en el alfar de un vecino el torno medieval y su encascado con las piezas de cerámicas dispuestas a la cocción. Vio cómo un alfaquí andalusí desparramaba con una cuchara los óxidos de hierro, cobre y cobalto, en espera de que el marrón y el verde azulado se esgrafiaran en estrella de ocho puntas. Subió los peldaños del hamman y repitió palabras de visir: "Una verde bandera que se ha hecho de la aurora blanca un cinturón despliega sobre ti un ala de delicia. Que ella te asegure la felicidad al concederte un espíritu triunfante". Habló con sus ascendientes los Benafiqué, los hijos de la hi- guera, híbridos de dos culturas. Estando en este trance de goce sensual, no se percató de la sombra de una gruesa línea quebrada que caía desde una de las higueras ni cómo con agilidad se contraía a su cuello. Aquella línea quebrada medía 20
  • 21. más de dos metros desde el hocico hasta la cloaca. La cabeza era pequeña y su hocico agudo. Julia quedó casi paralizada mientras se deslizaban los ran- gos de escamas que mudaban de color rosáceo la piel de su cuello. Los contó. Eran veintisiete rangos dorsales amarillen- tos y dos manchas punteadas dorsolaterales. Tenía forma de serpiente bastarda o, quizás, de culebra de escalera. ¿O sería el propio Satán que con sus garras se había liberado de San Gabriel? No notó en el reptil o demonio ninguna actitud amena- zante en el aplanamiento de la cabeza, ni las pupilas redondas pigmentadas de tonalidades amarillas, pardas y rojizas infun- dían pavor alguno. Al contrario, mostraba la misma mirada de piedad con que el demonio suplicaba al Arcángel. En las ra- mas horquilladas dibujó momentáneamente el físico de un demonio amenazador con la cabeza erguida, lanzadas al aire y pequeños bufidos silbantes. Los silbidos se hicieron más au- dibles y roncos; tras uno de estos roncos silbidos vomitó va- rias rosas deshojadas que cayeron en el enlosado del ham- man y formaron montoncitos uniformes y ordenados. Volvió a deslizar el cuerpo escamoso de más de dos metros por todo el ramaje de la higuera, subió a un viejo algarrobo con frutos en zarcillos que colgaban de las ramas bajas. Frente a ella no estaba Lucifer tentador ni el demonio derrotado debajo del Arcángel. Era la madre de los duendecillos que, en época de 21
  • 22. natural apareamiento, trepaba por un tronco gris blanque- cino. Se deslizaba emitiendo tenues silbidos que se iban acre- centando hasta eructar un ronco bufido. Tras este sonido eruptivo vomitó pétalos de claveles amarillos, que tanto hu- biesen atraído la atención del misterioso viajero. Fue enton- ces cuando Julia comenzó a sentirse hechizada por aquella culebra de escalera que, como doncella, bañaba sus dorsales escamas en un mar pequeño. Al reptil se le antojó bajar de la copa del viejo algarrobo; y en su deslizamiento oscilaban los ramilletes aún verdes de las algarrobas como si fuesen curvos alfanjes de cadíes. Por tercera vez buscó, en zigzag de movimiento dorsal, el tronco de un granado que daba ya forma de bélica bomba a sus frutos, con presteza y acompasados impulsos deslizaba el vientre entre las ramas, salvando habilidosamente los pinchos. Subió por el tronco encarnado buscando la copa del árbol. Después de emitir un sonido ventral vomitó flores de lirios, de lirios lilas que en salida elíptica desde su boca caían orde- nados. Con movimientos armoniosos bajó del granado y deslizó sus más de dos metros de escamas entre el follaje, ocultándose para lavar su vientre en las aguas de la albuhera, como antaño las doncellas de Qartasana habrían bañado sus cuerpos. Inclinó Julia su grácil figura, y de las losas calizas cogió va- rios pétalos. Entreabrió las manos. Eran de flores cultivadas 22
  • 23. en arriate, quizás lirios andalusíes. Luego, inició el ritual sen- sual de restregarlos por la tersa piel del cuello, que quedó ensombrecida de lila oscuro. Entre acordes de laúd y flauta se desabrochó el blusón azulado y, tras apartar hilos de limos, colmó las manos de agua de la albuhera. Lavó su entintado cuello y se palpó los pechos que, sin saber por qué, eran aho- ra más voluptuosos. Volvió a imaginarse doncella andalusí de Cazalla o, quizás, bisnieta de bisnieta de los Benafiqué, mientras gaitanas de cabeza erguida y salamandras con espí- ritu de fuego se ocultaban entre los limos de la albuhera. Desnuda de torso y sin miedo religioso, habló de leyendas de Carabaña con cuélebres y dragones medievales; y en arriates de cerámica azul y blanca había rosales de pitiminí, claveles amarillos y lirios lilas. De aquel jardín medieval la culebra en- gullía sólo presas vegetales sin detritus de sangre que, en a- tardeceres primaverales, vomitaría en flores de tres colores. En las aguas limosas de la albuhera se reflejaban las marcas escamosas del cuello de Julia que, a modo de teselas de mo- saico, componían una estrella de ocho puntas. Por aquel camino de gavia regresó a la barbacana del casti- llo. Después de echar los cerrojos bajó la empinada calle que va a la Fuente Vieja; y de noche, en ensoñaciones, a las escamas geométricas de la culebra juntó la marcada piel de su cuello. 23
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  • 25. El viernes, al atardecer, el cura del pueblo encabezaba la procesión de la estatua del Arcángel San Gabriel, en quien Julia había fijado los ojos durante sus lucubraciones. Aquel héroe de Dios y angélico mensajero, en procesión por la barbacana del castillo, parecía haber abandonado la residencia del octavo coro celestial para mostrarse ahora a los vecinos de Cortegana con mirada despreocupada, sin tensión, sin casco ni coraza de Mercurio: en la mano derecha, una espada levantada; a sus pies, el demonio lo mira sumiso y con súpli- ca de piedad. La cara afeminada del Arcángel resalta el sem- blante desesperado de un demonio que se agarra en tensión a un peñasco del castillo y retuerce el cuerpo, mientras que al Arcángel San Gabriel se le sonrosan las mejillas de una sua- vidad y dulzura casi infantil cuando sujeta al demonio por la punta de la cola. El cura alertaba a los vecinos de que el demonio siempre busca nuestra infelicidad y, si le fuera posible, la perdición eterna. En aquella sesión de exorcismo colectivo insistía en que oración y ayuno no sólo fortalecen la acción contra la tentación y el pecado, sino que nos mantienen en guardia contra las acechanzas del demonio. Hombres y mujeres con voces de trueno contestaban a las plegarias y rogativas del cura para ahuyentar la satánica culebra del castillo, y en las preces las cuentas del rosario no ensartaban ni estrella ni flor ni doncella alguna. La palabra pecado retumbó en voz de 25
  • 26. multitud por delante de la torre redonda del castillo y el eco del pecado alcanzó los débiles y caídos rayos de sol en los tejados de la Fuente Vieja. Julia, desde el balcón de su casa, contó cinco veces la difuminada sotana cuando ésta ocultaba la torre. También ella ocultaba con un pañuelo de seda rojo la estrella de su cuello, mientras por el balcón de la casa se escapaban a la vieja fuen- te aromas de rosas, claveles y lirios. Hoy, veintiuno de junio de 2017, como adiós a la última tarde de primavera, Julia viste el blusón azulado e impregna su cuerpo con ungüentos de rosas del castillo; luego, en espejo ceniciento refleja el cuello teselado: la estrella turde- tana acuñada en moneda andalusí que, quizás, dejara caer en alguna doncella de Qartasana cuando, ávida de baño, buscaba la albuhera. Humedece su sonrosada piel con ungüento que se incrusta en la estrella. Colmada de sentires turdetanos y andalusíes se dispone a tributar honores al dios celta Beltaine. Enciende un candil con mecha de algodón impregnada en aceite de olivos de Carabaña, en encuentro festivo con el fuego de Bel, el bello fuego, y por la lengüeta móvil de la lucerna de la lámpara pasa sus blancas manos con el deseo de la purificación. En el cielo de olivos descorre un velo de es- trellas, de deidades, de hadas y de magia. Da gracias a Bel en el día más largo, en nombre de los campesinos de Cortegana, porque hoy todos los convecinos tienen más horas de sol 26
  • 27. para especular o rezar. Para ver el valle de Cazalla, abre de par en par las puertas de su espejo corporal y se libera de atadu- ras. Hoy espera, en noche mágica de solsticio, que los cuéle- bres o dragones del castillo bramen a Bel. Mientras, perdido el Sol su poder luminoso, continúan los rezos procesionales, la sesión de exorcismo colectivo en la calva cima de la mon- taña. Vecinos de Eritas, Chanza o Peñalta portan encendidas antorchas y plantas de estragos, en ancestral renovación de la energía ahuyentadora. Julia, reflejada en su espejo ceniciento, ve cómo bajan las medas ardiendo colina abajo, purificando de influencias de- moníacas todos los rincones de la montaña. Es, entonces, cuando ella siente bajo sus pies que el eje planetario de la Tie- rra alcanza la máxima inclinación y, como trapecista ataviada de femenina turdetana o palaciega andalusí, da un salto y se columpia en la barra del Trópico de Cáncer. Pasea amparada por la media luna moruna y escucha los enjambres sonidos de raros espíritus dormidos en bosquejo de granados, alga- rrobos, higueras y pensamientos. Idolatrada por el fuego de Bel, contempla cómo el rocío de la noche solsticial cura las enfermedades de las doncellas enamoradas. Un leve aliento de brisa sobrenatural la llama al hechizo: enciende al fuego de Bel dos velas celestes y en camino de tendidas hojas de hie- dra, descalza y semidesnuda, entierra bajo una higuera de su corral una orza que contiene el mejunje sobrante de las ceni- 27
  • 28. zas, del aceite de almendra, del vinagre y del agua de azahar con que había embadurnado sus senos. E insuflada de hechi- zo gritó: "San Juan, San Juan, dame milcao, yo te daré pan". Sólo contestó en el valle un perro de ronco ladrido. En la montaña, el cortejo procesional ha pasado ya siete veces por delante de la torre redonda: la espada de San Gabriel sigue amenazante desde el cielo y el demonio sigue retorcido a los pies del Arcángel con lastimeros alaridos que habrán pro- vocado que las salamandras y gaitanas se hayan escondido en las aguas limosas. -¿Y la culebra de escalera? ¿Dónde vomitará sus sueños de flor? ¿O quizás se reserve para que yo, en este solsticio de verano, bañe desnuda ante ella en la albuhera del palacete? El cura mandó que San Gabriel volviera a descansar en la capilla del castillo, en sombra de fortaleza, frente a la Virgen catalana. El Presidente de la Asociación se dispuso a echar el cerrojo. -Espera, espera -le dijo su mujer-, y cubrió la cabeza del demonio con un velo blanco de tul. La luz del velón de la capilla quedó iluminando su cola. La procesión que había invocado al Arcángel bajaba en silencio las laderas de la montaña. Julia, sentada sobre un poyete de piedra bajo el parral del corral de su casa, desvió los hechi- zados ojos y acaso viera también, como débil luz de luciér- naga en la noche solsticial, el contorno estrellado de ocho 28
  • 29. puntas turdetanas. Vestida de doncella o tal vez como sacer- dotisa de Bel, con blanca túnica que transparentaba la otra parte de su espejo corporal, calzó sandalias de cuero de becerro y ató los cordoncillos por encima de los tobillos. Luego, retiró el pañuelo de seda rojo que ocultaba aún la marca de la culebra; y otra vez en el espejo ceniciento se re- flejó su cuello teselado. Inclinó la cabeza y entró en la gavia que un día la había llevado hasta el baño andalusí: salaman- quesas uñadas a las paredes le abrían el paso de nuevo hacia aquel misterioso jardín de rosas, claveles y lirios. Salamandras que ahora no se le aparentaban repelentes y ágiles gaitanas le daban la bienvenida a orillas de la albuhera. Con grito de desesperación la llamó: -¿Dónde, la culebra de escalera? ¿Dónde vomitas tus sueños de flor? ¡Ven y báñate conmigo! ¡Te mostraré mis desnudos senos! Salpícamelos de flores, que se adhieran a mi piel; y que sólo las dos compartamos tu palacete. En sueño ya iniciado de verano, quedó adormecida bajo la parra del corral: salamanquesas, salamandras y gaitanas se metamorfosearon en danzarinas andalusíes, mientras Julia bañaba su cuerpo. Coló una sensual mirada a través de la celosía del ventanal que abre el valle hasta el jardín cultivado de higueras y granados, en la Cazalla que duerme a pie del castillo. Sintió que sus pies temblaban; que el parral temblaba; cómo un rugido que partía la montaña en dos afloraba ante 29
  • 30. ella y propagaba el eco tembloroso, ocultándose por los huertos de Cazalla. Julia no se amedrentó. Sabía que eran estrépitos de la culebra que vomitaba. Esperó, esperó, inmersa en el silencio de los miedos de los hombres y mujeres de la Fuente Vieja que, desde los balcones de sus casas, sólo vislumbraban, a naciente, la silueta del castillo. Sonidos aterrados que poco a poco se iban haciendo más audibles, hasta transformarse en bramidos de cuélebres o dragones que en día de San Juan se retuercen, como el demonio ante San Gabriel, y propagan alaridos lastimeros por estos valles cercanos a Cortegana que, en solsticio de verano, se engalana con el más vistoso ropaje de oropeles medievales. Desde la distancia de la Fuente Vieja volvió a gritar: -¿Dónde, la culebra que vomita hojas de flor? Esta vez ningún perro hambriento sació con ladridos me- drosos la llamada angustiosa de Julia. Las piedras del castillo comenzaron a reflejar sus oquedades y los ladrillos sus aristas, una transformación luminosa: volumen negro, casi negro, ce- niza ceniciento, torre del homenaje, muralla y una plasta de luz atenuada vivificaba la torre redonda. Como tributo fes- tivo de un pueblo a San Juan que enciende sobre los cielos fuego de artificio, se elevó por detrás de la torre un haz de rayos rojos. Julia alzó sus brazos igual que el viajero misterio- so y cerró los ojos. En sus manos se posaron... -¡Son rosas!, ¡rosas de pitiminí! -y las restregó por su cuello. 30
  • 31. Los rayos rojos trepaban verticalmente, anunciados por ron- cos bramidos. A cada bramido, rosas deshojadas a las que la brisa serrana balanceaba y desparramaba por el valle; y Julia danzaba gozosa en juego de cazamariposas, sabiendo que la culebra de escalera, oculta entre almenas y merlones, vomita- ba flores de la albuhera. El valle volvió a tambalearse, los rayos amarillos subieron por encima de la torre redonda, y esta vez Julia no cerró sus ojos melados en espera de lluvia floral porque las gotas ape- taladas se iban adhiriendo a la túnica de tul o se colaban por el escote del vestido. -¡Milcao, milcao! -gritaba mientras andaba hacia la fuente-, ¡milcao, milcao!, ¡San Juan, San Juan, dame milcao que yo te daré pan! La voz de súplica ascendió por la ladera este de la monta- ña, y el eco retornaba rodando con la redondez de la torre almenada. Desde la Fuente Vieja subió ladera arriba un uní- sono ¡Milcao, milcao! Agarrada a la barandilla que protege el manantial, Julia sonrió al viajero, que brincaba alrededor del brocal, y esperó, esperó a... -¡Los lirios, los lirios! Los intermitentes estrépitos de los bufidos de la culebra ele- vaban, en el cielo del castillo, ramilletes de flores rojas, amari- llas y lilas que sus vecinos figuraban fuegos artificiales. Impulsados por la traca final, en noche de San Juan, rosas, 31
  • 32. claveles y lirios subieron verticalmente desordenados y mez- clados entre sí, subieron, subieron, subieron en fatuo tricolor para descender ordenados en un cielo de olivos. Julia besó el pañuelo de seda rojo que ocultaba el ídolo turdetano, y con ojos muy melados movía lateralmente los cinco dedos de la mano derecha en adiós a la culebra que, por el camino gaviado, buscaba la albuhera de Carabaña. En el rellano de la Fuente Vieja tres niñas, entre bocado a pan y jícara de chocolate, cantaban en bienvenida al verano: Ya mataron la culebra, la que estaba en el castillo, la que estaba en el castillo, la que por su boca echaba, la que por su boca echaba: rosas, claveles y lirios. Julia se desperezó, y con sus dedos acarició las dos perin- dolas que adornan el cabecero de su cama. De frente, una cómoda de castaño, y sobre la piedra gris de la tapa contem- pló, en sepia, la imagen juvenil de su bisabuela Julia, de la familia de los Benafiqué, cuyo cuello reflejaba el tinte rosáceo del ramillete de pitiminí que aprieta entre sus blancas manos. Abrió el balcón. Y se colaron olores del valle. 32
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