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EN LA LUNA
(NOTA HALLADA EN UNA BOTELLA)
RUEGO A QUIEN RECIBA ESTA nota que, al menos por piedad a este hombre abandonado en la
más absoluta de las soledades, la haga conocer al mundo. La historia que aquí cuento es
enteramente cierta y, como espero que así lo crean, detallaré todos los pormenores de mi
curioso caso.
Fui el primer astronauta de mi país, y probablemente el único, porque en mi país las
hazañas son casi siempre obra del azar, y ésta fue sin duda una de aquéllas. Mi país es muy
pequeño (o era, pero supongo que todavía es). No sólo pequeño, sino insignificante. Tan
insignificante que en algunos mapas ni aparece. Y si aparece es apenas un ínfimo puntito y
tal vez su nombre en una letra tan chiquita que resulta ilegible.
Sin embargo, así como es de pequeño mi país, son de grandes las ambiciones de sus
habitantes. Así es que un buen día mi país decidió construir un cohete propio. Y esto a pesar
de la inexistencia absoluta de industria aeronáutica en el país (de hecho la industria en sí es
casi inexistente). Pero tuvimos cohete, y tuvimos astronauta, que fui yo.
Una mañana de marzo comenzó mi entrenamiento, que fue duro y exigente. Y
comenzaron también los debates a cerca de adónde debería viajar mi cohete. Las propuestas
fueron muchas. Algunos, los más tímidos, opinaron que para dar un primer paso en la carrera
espacial del país debía realizarse un prudente viaje de ida y vuelta a la estratosfera; otros
propusieron ir hasta tal o cual base satelital rusa o estadounidense; otros sugirieron un viaje
a la Luna, y muchos una misión a Marte. Los debates fueron multiplicándose y haciéndose
cada vez más fervorosos, tanto que empezaron a ocupar la primera plana de todos los
periódicos, que no eran más que dos o tres. Se generaron también por esto muchas peleas
políticas y hasta divisiones de partidos. Era un asunto de Estado, y mayúsculo. Mientras se
sucedían estos debates, la construcción del cohete y mi entrenamiento proseguían. El tiempo
planificado para la construcción del cohete fue inicialmente de tres meses, ya que se había
contratado a la mejor empresa del mundo para construirlo (como dije, somos ambiciosos y
buscamos siempre lo mejor), pero finalmente se demoró dos años, ya que la empresa resultó
no ser la mejor y, millonarios gastos e indemnizaciones de por medio, fue separada del
proyecto y el cohete debió construirse con un ingeniero y mecánicos locales.
La construcción finalmente concluyó. Luego de dos años de exigentes ejercicios, yo me
encontraba entrenado como jamás pude haberlo estado. Sin embargo, no se había logrado
aún acuerdo sobre adónde viajaría. En esto se perdió un año más. Para concluir el encarnizado
debate se decidió hacer una votación popular sobre el destino del viaje. Las posibilidades a
elección eran; boleta 234, la estratosfera; boleta 105, una base rusa; boleta 540, la Luna y
boleta 1 (lista oficialista), Marte. El resultado fue obvio, ya dije que somos ambiciosos; se
eligió viajar a Marte, boleta número 1. Sin embargo, lo que se dio a conocer públicamente
fue diferente, porque resultó que, luego de tres años de iniciado el proyecto y luego de la
costosa campaña para la consulta popular, los recursos económicos estaban casi agotados (se
habían gastado tres veces el presupuesto inicial planificado) y sólo había dinero para comprar
combustible para llegar, a lo sumo, hasta la Luna. Fue así como se anunció que se viajaría,
“como la voz del pueblo había clamado a través de las urnas”, a la Luna. Esto originó grandes
festejos y alboroto en forma inmediata en todo el país, y se vieron las plazas inundadas de
banderas que clamaban por el viaje a la Luna, y la gente se convenció de que eso era lo que
habían votado por enorme mayoría. Se anunció también que yo sería quien comandaría la
nave; me transformé automáticamente en héroe nacional y ya no pude caminar por las calles;
de modo que me asignaron un lujoso coche importado para transportarme, con chofer y todo,
y dos autos más como custodia personal. Se programó el viaje para el mes siguiente del
anuncio. Ése fue el mes más itinerante de mi vida, porque me llevaron a recorrer todas las
aldeas y pueblitos del país, que, aunque están muy cerquita unos de otros, son muchos. Y al
final no fue sólo un mes, porque resultó que mis viajes habían disparado por las nubes la
imagen positiva del gobierno y entonces se decidió prolongar las giras dos meses más. De
modo que recorrí varias veces cada pueblo y aldea de mi país, lo que llevó la imagen del
gobierno justamente hasta la luna. Claro que estos tres meses de paseo en mi coche importado
y con chofer me hicieron perder un poco de estado y engordé bastante. Pero finalmente se
fijó el día para el viaje, haciéndolo coincidir con un importante feriado patrio.
Una semana antes de partir me llevaron a conocer el cohete, porque hasta entonces el
entrenamiento había sido estrictamente físico. El hecho de que no me instruyeran con más
tiempo sobre cómo comandar el cohete me había llamado la atención desde el comienzo de
la misión, pero creí que sería parte de la estrategia o bien que el cohete se manejaría desde la
Tierra y yo sería meramente un pasajero. Pero no, había sido simplemente un descuido del
jefe de la misión, que en realidad era un exdeportista que había sido colocado de jefe porque
su imagen popular era muy buena. Durante esa semana tuve entonces una instrucción
sumamente intensiva sobre la conducción del cohete. Yo era piloto, de modo que no me fue
demasiado difícil aprender. Por otra parte, el cohete era mucho más sencillo de lo que hubiera
podido imaginar. El tablero no era mucho más complejo que el de una simple avioneta, y
debían usarse solamente seis o siete botones y un par de palancas para conducirlo.
El muy ansiado día del despegue finalmente llegó. Se había montado un gigantesco
escenario y se había congregado una enorme multitud en el lugar; tan numerosa que parecían
estar allí realmente todos los pobladores del país. Se había dispuesto una tarima sobre el
escenario desde la cual se brindarían los discursos. El plan era que al finalizar el discurso del
presidente, yo caminaría desde el escenario por una pasarela que atravesaba la multitud hasta
la base de despegue que se encontraba en el otro extremo.
Los discursos comenzaron; primero habló el jefe de la misión, luego algunos intendentes
y dirigentes menores, luego el gobernador y finalmente el presidente que, enfervorizado,
habló durante casi dos horas seguidas, siendo interrumpido infinidad de veces por aplausos
y hurras. Yo había permanecido con el pesado traje puesto durante toda la ceremonia. Gracias
al buen estado que aún mantenía pude permanecer de pie, pero ciertamente ya me encontraba
algo agotado y el calor era sofocante. El discurso terminó al fin. El presidente me brindó un
efusivo abrazo y comencé la caminata por la pasarela, entre los sonidos atronadores de los
parlantes que repetían el himno nacional y el griterío de la gente que arrojaba flores y
banderines a mi paso. Yo a mi vez hacía flamear una bandera que, calculadamente, me había
dado el presidente de su propia mano. Mi único deseo era llegar pronto al cohete, refugiarme
en mi cabina y escapar lo antes posible de aquel griterío ensordecedor, proyectándome al
espacio.
Al llegar al cohete me recibió el ingeniero que me dio algunas recomendaciones técnicas.
Al parecer los meteorólogos le habían indicado la presencia de un fuerte viento a los quince
mil metros y habían recomendado posponer unas horas el despegue, pero eso no podía
hacerse con toda esa gente allí; con un poco de pericia podría sortear los vientos sin
problemas.
Subí a mi cabina, me ajustaron los cinturones, se repasaron por última vez las condiciones
de seguridad y comenzó el conteo, que fue iniciado por el presidente en persona a través del
altoparlante. Diez segundos más tarde las turbinas escupían ferozmente todo su poder y el
cohete ganaba altura, dejando allí abajo a la multitud azorada y exultante. A los pocos
minutos debí lidiar con los ventarrones, pero con fortuna y un poco de pericia, pude sortearlos
sin incidentes. La Tierra se alejaba majestuosa, hermosamente verde y azul. ¡A la Luna!
Esa noche (lo que sería la noche en mi país), a ya más de doscientos kilómetros de altura,
me comunicaron desde tierra que en el país se estaba festejando como si hubiésemos ganado
la copa del mundo de fútbol. La gente había inundado las plazas, las calles y los bares,
tapizando todo de los colores patrios. Los políticos ya saboreaban satisfechos la segura
reelección de sus puestos en las próximas elecciones. Tuve mi momento de relajación, pues
ya me encontraba en órbita y debía esperar algunas cuantas horas a que desde la base me
dieran orden para enfilar hacia la Luna. Me quedaban por delante unos trescientos ochenta
mil kilómetros; vaya viaje.
Luego de unas horas de descanso la orden llegó; corregí la dirección del cohete, toqué el
botón verde, subí una palanca y salí disparado hacia el gran satélite a una velocidad que no
hubiera creído posible.
A medida que transcurrían las horas de viaje se iban sucediendo, uno tras otro, diferentes
incidentes que no habían sido previstos por el equipo de la misión, y mucho menos por el
inútil deportista que la comandaba. Esto me hizo dudar seriamente de mis chances de finalizar
con éxito la misión, por lo que no me sorprendí mucho cuando ocurrió lo que ocurrió.
Por alguna especie de milagro, gracias a esa suerte fortuita que acompaña a algunos de
los gobiernos de mi país que se embarcan en proyectos descabellados, a los cuatro días y
moneditas de viaje entré en órbita lunar. Al tener que comenzar las tareas de aterrizaje perdí
contacto con tierra, de modo que hube de valérmelas en soledad para la tarea más difícil,
aunque mi respetable experiencia en aterrizajes forzosos me hacía tener confianza (olvidé
decir que la aerolínea estatal, para la cual trabajaba, no poseía precisamente los equipos más
modernos). El aterrizaje no fue muy delicado, pero fue relativamente exitoso y, desde el
punto de vista del gobierno, fue magnífico, porque la suerte, nuevamente, había hecho que la
comunicación se recuperara justo antes de aterrizar y habían podido transmitir en vivo y en
directo el aterrizaje por cadena nacional a todo el país. En pocos minutos me encontraba
saludando a través de la cámara a mis compatriotas, que estarían todos apelotonados frente a
los televisores, del primero al último, y luego, filmaba mi primer paso sobre la Luna, diciendo
una estudiada frase que me había indicado el gobierno, que era muy parecida a aquella famosa
de Armstrong, pero que decía trabajador en lugar de hombre y pueblo en lugar de
humanidad.
No puedo negar que en ese momento mi emoción era verdadera, y muy grande. Me
imaginé a todos allí en mi país; a mis amigos, a mis padres, a mis vecinos gritando,
abrazándose, saltando y alzando copas en mi nombre. Imaginé que una vez más las calles se
poblarían en monumentales festejos, que la gente reiría, cantaría y bebería alegremente toda
la noche, y me sentí enormemente feliz al saberme causa de esa felicidad popular. Y con ese
sentimiento, me fui a dormir la primera de mis muchas, muchas, muchísimas noches en la
Luna.
Mi popularidad en los medios de comunicación de mi país duró una semana. Lo que dura
en promedio cualquier noticia, por más grandiosa que sea, cuando no hay ninguna novedad
que la nutra o la transforme. El hecho de que a la semana siguiente fueran las elecciones
presidenciales colaboró mucho con este olvido. El equipo en tierra me comunicó que ahora,
el país entero hablaba solamente de una pelea interna que había estallado inesperadamente
en el partido gobernante.
Mientras tanto yo seguí con las tareas científicas que habían sido planificadas. Realicé
muchas mediciones que me habían encargado los señores del instituto de astronomía y tomé
unas cuantas muestras. También me ocupé de comenzar a reparar los desperfectos que habían
ocurrido en la nave por el duro aterrizaje, aunque para arreglar los más graves necesitaba
instrucciones del equipo de la misión, que había sido asignado esa semana a las tareas
proselitistas y no podía ayudarme hasta después de las elecciones.
Los comicios se sucedieron y el partido gobernante fue nuevamente reelecto con holgura,
a pesar de sus delicadas peleas intestinas. Y resultó que en su primer discurso al pueblo el
presidente anunció que la crisis económica se erguía como una horrible sombra sobre el país
y había que ajustarse los cinturones. Ese mismo día el equipo me comunicó que por un recorte
de presupuesto mi misión se abortaba. El equipo sería asignado a otra tarea y yo debía
arreglarme solo para regresar. Vaya broma, me reí. Pero no, sólo tres horas después de esto
escuchaba estupefacto cómo el equipo y el estúpido deportista-jefe se despedían de mí y, acto
seguido, cortaban la comunicación desde tierra. Me quedé allí sentado, en medio del desierto
lunar que me oprimía con su desolación devoradora, en la más perfecta y terrible de las
soledades.
Los días que siguieron intenté infructuosamente arreglar la nave. Pueden imaginarse que
no sabía realmente muy bien para qué servía aquel resorte, este eje, aquella chapa y ese otro
pedazo de malla metálica. Comencé a preocuparme también por el oxígeno; me quedaban
solamente dos tanques y no tenía ni la más remota idea para cuánto tiempo alcanzarían, pero
sin duda sería un tiempo limitado y debía buscar una solución, si la había.
El tiempo fue pasando y mi preocupación fue en aumento. No hacía avances importantes
con las reparaciones (realmente siempre fui malo arreglando cosas) y en mi mente
sobrevolaba la idea de que no podría regresar jamás. Por las noches miraba hacia el cielo
buscando alguna lucecita perdida que viniera tal vez para estos lugares. Quién sabe alguna
otra misión lunar, de Estados Unidos, de Rusia o del Congo Belga. Tenía listo para activar
un casero sistema de luces y explosiones para llamar la atención de cualquier nave que se
acercara. No pude evitar sentirme como un náufrago en esa tan trillada imagen en que prende
un fuego y salta tratando de llamar la atención del buque enorme y lejano que se pierde
irremediablemente en el horizonte. El final es siempre el mismo: el náufrago se lanza a la
mar buscando salvarse por su cuenta. Pero mi máquina no parecía preparada para lanzarse a
volar al océano estelar.
Hice luego un primer gran hallazgo, y si llego a regresar o si alguien lee esta nota (y la
cree) será realmente una revolución para nuestro planeta. El oxígeno se estaba ya acabando;
sentía que los tanques estaban livianitos y tenía que respirar muy seguido para no marearme.
En poco tiempo comencé a ahogarme. Los ojos me empezaron a lagrimear, de miedo
supongo, y sabía que me moría. El ahogo era total, no respiraba, mi corazón comenzó a
acelerarse y tomé una decisión, que fue más un impulso que algo premeditado; me quité la
cápsula espacial de la cabeza. Y ahí fue la gran novedad; resulta que podía respirar. No sé
cómo ni por qué, pero al parecer en esta parte de la Luna hay oxígeno, o algo que a uno le
permite seguir respirando. De todos modos, mi euforia se acabó en poco tiempo, porque al
caer la noche abrí el baúl de los víveres y me di cuenta de que lo que comenzaría a faltar
ahora era el alimento.
Comencé a racionar cada vez más la poca comida que quedaba. Decidí comer cada día la
mitad de lo que había comido el día anterior. Según me habían enseñado de pequeño en mi
país, eso me permitiría tener comida infinitamente; la mitad, menos la mitad, menos la mitad,
nunca de los nuncas da cero. Pero descubrí que, aunque no da cero, no alcanza. Fue así como
fui poniéndome cada vez más débil. Perdí ánimos y me volví triste. Me pasaba horas inmóvil
mirando hacia la Luna (que era la Tierra) pensando en mis amigos, en mi familia, en mi
hermoso país, que ya me había olvidado. Una tarde decidí alejarme de la nave, estaba tan
débil que casi no podía caminar, y eso que uno en la Luna es livianito como una pluma. Creo
que salí a morir, a recostarme a la orillita de alguna gran roca para finalmente irme a alguna
otra parte. Caminé algunos cientos de metros; la nave se veía diminuta e insignificante en el
desierto blanco; finalmente llegué a un pedregullo y me recosté mirando el suelo. Cerré los
ojos. Creo que me dormí, o no, no lo sé, pero de pronto abrí los ojos y me pareció sentir entre
las piedras algo que se movía. Me despabilé un poco y vi a pocos centímetros de mi rostro
una especie de molusco que se arrastraba bastante torpemente sobre el polvo. Me levanté de
un salto. ¡Comida!, pensé. Segundo gran descubrimiento.
Resultó que los moluscos eran en extremo fáciles de cazar. Era sólo cuestión de extender
la mano y tomarlos. Es posible que su indefensión respondiera a la ausencia de predadores.
Se los encontraba cerca de las grandes rocas, y no era difícil hallarlos en cantidad. Descubrí
que se alimentaban de una especie de roca liviana, similar al carbón mineral; maná lunar.
Resultó además que eran sumamente sabrosos. Los comía a la sartén, salteados en su propio
jugo.
En muy poco tiempo recuperé mi fortaleza física y recompuse el espíritu.
Con el tiempo la nave se fue corroyendo y cayendo a pedazos. Decidí desguazarla y armar
con los pedazos un hogar más amplio y confortable. Me armé una casilla semienterrada
bastante sólida y hasta bonita. El material que comían los moluscos fue también mi fuente de
energía. La similitud con el carbón me llevó a probar si no sería un material combustible y
efectivamente lo era. De modo que logré tener calefacción, fuego para cocinar y luz. Me
dispuse así a pasar el resto de mis días en estas soledades, alejado miles de kilómetros de mi
añorado y diminuto país.
Un día me puse a leer las cartas que me habían dado los niños de mi país para que dejara
aquí en la Luna. Leí algunas cosas hermosas y otras predeciblemente desopilantes. Dígale a
la Luna que quiero ser astronauta como usted, dígale a la Luna que salga siempre llena, dígale
a la Luna que me guiñe un ojo de noche, dígale que venga a visitarme un día, mándele un
saludo a los marcianos de la Luna y cosas por el estilo. Y me puse a pensar que esas cartas
habían atravesado el universo desde mi país hasta la Luna, en mi cohete, y entonces
reflexioné que si había logrado esa hazaña, cosa que al principio me había parecido
imposible, podría tal vez lograr mandar una carta desde aquí hasta la Tierra.
Es así como he decidido escribir esta carta que enrollaré dentro de la botella de vidrio
grueso que era del aceite, llenaré la botella de arena para que no explote con los cambios de
presión y le pondré un buen tapón. Me inventé una especie de gomera gigantesca con los
elásticos que formaban los burletes de las ventanas. Lanzaré la botella con este aparato hacia
la Tierra (en mi país aprendí que tales proezas pueden lograrse). Sin embargo, guardo pocas
esperanzas, ya que por más que la nota llegue a destino, difícilmente obtenga algún resultado.
Posiblemente algún periódico anuncie la noticia que en ningún lugar del mundo creerán,
excepto en mi país, donde el pueblo entero se henchirá de orgullo, y saldrá a festejar como
en un mundial con banderas a las calles, y llenarán las plazas, y beberán toda la noche en
honor al compatriota que descubrió moluscos en la Luna, y el presidente (posiblemente el
mismo de siempre) anunciará una misión de rescate, y descubrirá que esto dispara su imagen
positiva a las nubes, y ganará así una nueva elección con amplia ventaja, y luego suspenderá
la misión por recorte de presupuesto, y el pueblo, preocupado en los asuntos de su bolsillo,
me echará, una vez más, al olvido.

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En la luna

  • 1. EN LA LUNA (NOTA HALLADA EN UNA BOTELLA) RUEGO A QUIEN RECIBA ESTA nota que, al menos por piedad a este hombre abandonado en la más absoluta de las soledades, la haga conocer al mundo. La historia que aquí cuento es enteramente cierta y, como espero que así lo crean, detallaré todos los pormenores de mi curioso caso. Fui el primer astronauta de mi país, y probablemente el único, porque en mi país las hazañas son casi siempre obra del azar, y ésta fue sin duda una de aquéllas. Mi país es muy pequeño (o era, pero supongo que todavía es). No sólo pequeño, sino insignificante. Tan insignificante que en algunos mapas ni aparece. Y si aparece es apenas un ínfimo puntito y tal vez su nombre en una letra tan chiquita que resulta ilegible. Sin embargo, así como es de pequeño mi país, son de grandes las ambiciones de sus habitantes. Así es que un buen día mi país decidió construir un cohete propio. Y esto a pesar de la inexistencia absoluta de industria aeronáutica en el país (de hecho la industria en sí es casi inexistente). Pero tuvimos cohete, y tuvimos astronauta, que fui yo. Una mañana de marzo comenzó mi entrenamiento, que fue duro y exigente. Y comenzaron también los debates a cerca de adónde debería viajar mi cohete. Las propuestas fueron muchas. Algunos, los más tímidos, opinaron que para dar un primer paso en la carrera espacial del país debía realizarse un prudente viaje de ida y vuelta a la estratosfera; otros propusieron ir hasta tal o cual base satelital rusa o estadounidense; otros sugirieron un viaje a la Luna, y muchos una misión a Marte. Los debates fueron multiplicándose y haciéndose cada vez más fervorosos, tanto que empezaron a ocupar la primera plana de todos los periódicos, que no eran más que dos o tres. Se generaron también por esto muchas peleas políticas y hasta divisiones de partidos. Era un asunto de Estado, y mayúsculo. Mientras se sucedían estos debates, la construcción del cohete y mi entrenamiento proseguían. El tiempo planificado para la construcción del cohete fue inicialmente de tres meses, ya que se había contratado a la mejor empresa del mundo para construirlo (como dije, somos ambiciosos y buscamos siempre lo mejor), pero finalmente se demoró dos años, ya que la empresa resultó no ser la mejor y, millonarios gastos e indemnizaciones de por medio, fue separada del proyecto y el cohete debió construirse con un ingeniero y mecánicos locales. La construcción finalmente concluyó. Luego de dos años de exigentes ejercicios, yo me encontraba entrenado como jamás pude haberlo estado. Sin embargo, no se había logrado aún acuerdo sobre adónde viajaría. En esto se perdió un año más. Para concluir el encarnizado debate se decidió hacer una votación popular sobre el destino del viaje. Las posibilidades a elección eran; boleta 234, la estratosfera; boleta 105, una base rusa; boleta 540, la Luna y boleta 1 (lista oficialista), Marte. El resultado fue obvio, ya dije que somos ambiciosos; se eligió viajar a Marte, boleta número 1. Sin embargo, lo que se dio a conocer públicamente fue diferente, porque resultó que, luego de tres años de iniciado el proyecto y luego de la costosa campaña para la consulta popular, los recursos económicos estaban casi agotados (se
  • 2. habían gastado tres veces el presupuesto inicial planificado) y sólo había dinero para comprar combustible para llegar, a lo sumo, hasta la Luna. Fue así como se anunció que se viajaría, “como la voz del pueblo había clamado a través de las urnas”, a la Luna. Esto originó grandes festejos y alboroto en forma inmediata en todo el país, y se vieron las plazas inundadas de banderas que clamaban por el viaje a la Luna, y la gente se convenció de que eso era lo que habían votado por enorme mayoría. Se anunció también que yo sería quien comandaría la nave; me transformé automáticamente en héroe nacional y ya no pude caminar por las calles; de modo que me asignaron un lujoso coche importado para transportarme, con chofer y todo, y dos autos más como custodia personal. Se programó el viaje para el mes siguiente del anuncio. Ése fue el mes más itinerante de mi vida, porque me llevaron a recorrer todas las aldeas y pueblitos del país, que, aunque están muy cerquita unos de otros, son muchos. Y al final no fue sólo un mes, porque resultó que mis viajes habían disparado por las nubes la imagen positiva del gobierno y entonces se decidió prolongar las giras dos meses más. De modo que recorrí varias veces cada pueblo y aldea de mi país, lo que llevó la imagen del gobierno justamente hasta la luna. Claro que estos tres meses de paseo en mi coche importado y con chofer me hicieron perder un poco de estado y engordé bastante. Pero finalmente se fijó el día para el viaje, haciéndolo coincidir con un importante feriado patrio. Una semana antes de partir me llevaron a conocer el cohete, porque hasta entonces el entrenamiento había sido estrictamente físico. El hecho de que no me instruyeran con más tiempo sobre cómo comandar el cohete me había llamado la atención desde el comienzo de la misión, pero creí que sería parte de la estrategia o bien que el cohete se manejaría desde la Tierra y yo sería meramente un pasajero. Pero no, había sido simplemente un descuido del jefe de la misión, que en realidad era un exdeportista que había sido colocado de jefe porque su imagen popular era muy buena. Durante esa semana tuve entonces una instrucción sumamente intensiva sobre la conducción del cohete. Yo era piloto, de modo que no me fue demasiado difícil aprender. Por otra parte, el cohete era mucho más sencillo de lo que hubiera podido imaginar. El tablero no era mucho más complejo que el de una simple avioneta, y debían usarse solamente seis o siete botones y un par de palancas para conducirlo. El muy ansiado día del despegue finalmente llegó. Se había montado un gigantesco escenario y se había congregado una enorme multitud en el lugar; tan numerosa que parecían estar allí realmente todos los pobladores del país. Se había dispuesto una tarima sobre el escenario desde la cual se brindarían los discursos. El plan era que al finalizar el discurso del presidente, yo caminaría desde el escenario por una pasarela que atravesaba la multitud hasta la base de despegue que se encontraba en el otro extremo. Los discursos comenzaron; primero habló el jefe de la misión, luego algunos intendentes y dirigentes menores, luego el gobernador y finalmente el presidente que, enfervorizado, habló durante casi dos horas seguidas, siendo interrumpido infinidad de veces por aplausos y hurras. Yo había permanecido con el pesado traje puesto durante toda la ceremonia. Gracias al buen estado que aún mantenía pude permanecer de pie, pero ciertamente ya me encontraba algo agotado y el calor era sofocante. El discurso terminó al fin. El presidente me brindó un efusivo abrazo y comencé la caminata por la pasarela, entre los sonidos atronadores de los parlantes que repetían el himno nacional y el griterío de la gente que arrojaba flores y banderines a mi paso. Yo a mi vez hacía flamear una bandera que, calculadamente, me había
  • 3. dado el presidente de su propia mano. Mi único deseo era llegar pronto al cohete, refugiarme en mi cabina y escapar lo antes posible de aquel griterío ensordecedor, proyectándome al espacio. Al llegar al cohete me recibió el ingeniero que me dio algunas recomendaciones técnicas. Al parecer los meteorólogos le habían indicado la presencia de un fuerte viento a los quince mil metros y habían recomendado posponer unas horas el despegue, pero eso no podía hacerse con toda esa gente allí; con un poco de pericia podría sortear los vientos sin problemas. Subí a mi cabina, me ajustaron los cinturones, se repasaron por última vez las condiciones de seguridad y comenzó el conteo, que fue iniciado por el presidente en persona a través del altoparlante. Diez segundos más tarde las turbinas escupían ferozmente todo su poder y el cohete ganaba altura, dejando allí abajo a la multitud azorada y exultante. A los pocos minutos debí lidiar con los ventarrones, pero con fortuna y un poco de pericia, pude sortearlos sin incidentes. La Tierra se alejaba majestuosa, hermosamente verde y azul. ¡A la Luna! Esa noche (lo que sería la noche en mi país), a ya más de doscientos kilómetros de altura, me comunicaron desde tierra que en el país se estaba festejando como si hubiésemos ganado la copa del mundo de fútbol. La gente había inundado las plazas, las calles y los bares, tapizando todo de los colores patrios. Los políticos ya saboreaban satisfechos la segura reelección de sus puestos en las próximas elecciones. Tuve mi momento de relajación, pues ya me encontraba en órbita y debía esperar algunas cuantas horas a que desde la base me dieran orden para enfilar hacia la Luna. Me quedaban por delante unos trescientos ochenta mil kilómetros; vaya viaje. Luego de unas horas de descanso la orden llegó; corregí la dirección del cohete, toqué el botón verde, subí una palanca y salí disparado hacia el gran satélite a una velocidad que no hubiera creído posible. A medida que transcurrían las horas de viaje se iban sucediendo, uno tras otro, diferentes incidentes que no habían sido previstos por el equipo de la misión, y mucho menos por el inútil deportista que la comandaba. Esto me hizo dudar seriamente de mis chances de finalizar con éxito la misión, por lo que no me sorprendí mucho cuando ocurrió lo que ocurrió. Por alguna especie de milagro, gracias a esa suerte fortuita que acompaña a algunos de los gobiernos de mi país que se embarcan en proyectos descabellados, a los cuatro días y moneditas de viaje entré en órbita lunar. Al tener que comenzar las tareas de aterrizaje perdí contacto con tierra, de modo que hube de valérmelas en soledad para la tarea más difícil, aunque mi respetable experiencia en aterrizajes forzosos me hacía tener confianza (olvidé decir que la aerolínea estatal, para la cual trabajaba, no poseía precisamente los equipos más modernos). El aterrizaje no fue muy delicado, pero fue relativamente exitoso y, desde el punto de vista del gobierno, fue magnífico, porque la suerte, nuevamente, había hecho que la comunicación se recuperara justo antes de aterrizar y habían podido transmitir en vivo y en directo el aterrizaje por cadena nacional a todo el país. En pocos minutos me encontraba saludando a través de la cámara a mis compatriotas, que estarían todos apelotonados frente a los televisores, del primero al último, y luego, filmaba mi primer paso sobre la Luna, diciendo una estudiada frase que me había indicado el gobierno, que era muy parecida a aquella famosa de Armstrong, pero que decía trabajador en lugar de hombre y pueblo en lugar de
  • 4. humanidad. No puedo negar que en ese momento mi emoción era verdadera, y muy grande. Me imaginé a todos allí en mi país; a mis amigos, a mis padres, a mis vecinos gritando, abrazándose, saltando y alzando copas en mi nombre. Imaginé que una vez más las calles se poblarían en monumentales festejos, que la gente reiría, cantaría y bebería alegremente toda la noche, y me sentí enormemente feliz al saberme causa de esa felicidad popular. Y con ese sentimiento, me fui a dormir la primera de mis muchas, muchas, muchísimas noches en la Luna. Mi popularidad en los medios de comunicación de mi país duró una semana. Lo que dura en promedio cualquier noticia, por más grandiosa que sea, cuando no hay ninguna novedad que la nutra o la transforme. El hecho de que a la semana siguiente fueran las elecciones presidenciales colaboró mucho con este olvido. El equipo en tierra me comunicó que ahora, el país entero hablaba solamente de una pelea interna que había estallado inesperadamente en el partido gobernante. Mientras tanto yo seguí con las tareas científicas que habían sido planificadas. Realicé muchas mediciones que me habían encargado los señores del instituto de astronomía y tomé unas cuantas muestras. También me ocupé de comenzar a reparar los desperfectos que habían ocurrido en la nave por el duro aterrizaje, aunque para arreglar los más graves necesitaba instrucciones del equipo de la misión, que había sido asignado esa semana a las tareas proselitistas y no podía ayudarme hasta después de las elecciones. Los comicios se sucedieron y el partido gobernante fue nuevamente reelecto con holgura, a pesar de sus delicadas peleas intestinas. Y resultó que en su primer discurso al pueblo el presidente anunció que la crisis económica se erguía como una horrible sombra sobre el país y había que ajustarse los cinturones. Ese mismo día el equipo me comunicó que por un recorte de presupuesto mi misión se abortaba. El equipo sería asignado a otra tarea y yo debía arreglarme solo para regresar. Vaya broma, me reí. Pero no, sólo tres horas después de esto escuchaba estupefacto cómo el equipo y el estúpido deportista-jefe se despedían de mí y, acto seguido, cortaban la comunicación desde tierra. Me quedé allí sentado, en medio del desierto lunar que me oprimía con su desolación devoradora, en la más perfecta y terrible de las soledades. Los días que siguieron intenté infructuosamente arreglar la nave. Pueden imaginarse que no sabía realmente muy bien para qué servía aquel resorte, este eje, aquella chapa y ese otro pedazo de malla metálica. Comencé a preocuparme también por el oxígeno; me quedaban solamente dos tanques y no tenía ni la más remota idea para cuánto tiempo alcanzarían, pero sin duda sería un tiempo limitado y debía buscar una solución, si la había. El tiempo fue pasando y mi preocupación fue en aumento. No hacía avances importantes con las reparaciones (realmente siempre fui malo arreglando cosas) y en mi mente sobrevolaba la idea de que no podría regresar jamás. Por las noches miraba hacia el cielo buscando alguna lucecita perdida que viniera tal vez para estos lugares. Quién sabe alguna otra misión lunar, de Estados Unidos, de Rusia o del Congo Belga. Tenía listo para activar un casero sistema de luces y explosiones para llamar la atención de cualquier nave que se acercara. No pude evitar sentirme como un náufrago en esa tan trillada imagen en que prende un fuego y salta tratando de llamar la atención del buque enorme y lejano que se pierde
  • 5. irremediablemente en el horizonte. El final es siempre el mismo: el náufrago se lanza a la mar buscando salvarse por su cuenta. Pero mi máquina no parecía preparada para lanzarse a volar al océano estelar. Hice luego un primer gran hallazgo, y si llego a regresar o si alguien lee esta nota (y la cree) será realmente una revolución para nuestro planeta. El oxígeno se estaba ya acabando; sentía que los tanques estaban livianitos y tenía que respirar muy seguido para no marearme. En poco tiempo comencé a ahogarme. Los ojos me empezaron a lagrimear, de miedo supongo, y sabía que me moría. El ahogo era total, no respiraba, mi corazón comenzó a acelerarse y tomé una decisión, que fue más un impulso que algo premeditado; me quité la cápsula espacial de la cabeza. Y ahí fue la gran novedad; resulta que podía respirar. No sé cómo ni por qué, pero al parecer en esta parte de la Luna hay oxígeno, o algo que a uno le permite seguir respirando. De todos modos, mi euforia se acabó en poco tiempo, porque al caer la noche abrí el baúl de los víveres y me di cuenta de que lo que comenzaría a faltar ahora era el alimento. Comencé a racionar cada vez más la poca comida que quedaba. Decidí comer cada día la mitad de lo que había comido el día anterior. Según me habían enseñado de pequeño en mi país, eso me permitiría tener comida infinitamente; la mitad, menos la mitad, menos la mitad, nunca de los nuncas da cero. Pero descubrí que, aunque no da cero, no alcanza. Fue así como fui poniéndome cada vez más débil. Perdí ánimos y me volví triste. Me pasaba horas inmóvil mirando hacia la Luna (que era la Tierra) pensando en mis amigos, en mi familia, en mi hermoso país, que ya me había olvidado. Una tarde decidí alejarme de la nave, estaba tan débil que casi no podía caminar, y eso que uno en la Luna es livianito como una pluma. Creo que salí a morir, a recostarme a la orillita de alguna gran roca para finalmente irme a alguna otra parte. Caminé algunos cientos de metros; la nave se veía diminuta e insignificante en el desierto blanco; finalmente llegué a un pedregullo y me recosté mirando el suelo. Cerré los ojos. Creo que me dormí, o no, no lo sé, pero de pronto abrí los ojos y me pareció sentir entre las piedras algo que se movía. Me despabilé un poco y vi a pocos centímetros de mi rostro una especie de molusco que se arrastraba bastante torpemente sobre el polvo. Me levanté de un salto. ¡Comida!, pensé. Segundo gran descubrimiento. Resultó que los moluscos eran en extremo fáciles de cazar. Era sólo cuestión de extender la mano y tomarlos. Es posible que su indefensión respondiera a la ausencia de predadores. Se los encontraba cerca de las grandes rocas, y no era difícil hallarlos en cantidad. Descubrí que se alimentaban de una especie de roca liviana, similar al carbón mineral; maná lunar. Resultó además que eran sumamente sabrosos. Los comía a la sartén, salteados en su propio jugo. En muy poco tiempo recuperé mi fortaleza física y recompuse el espíritu. Con el tiempo la nave se fue corroyendo y cayendo a pedazos. Decidí desguazarla y armar con los pedazos un hogar más amplio y confortable. Me armé una casilla semienterrada bastante sólida y hasta bonita. El material que comían los moluscos fue también mi fuente de energía. La similitud con el carbón me llevó a probar si no sería un material combustible y efectivamente lo era. De modo que logré tener calefacción, fuego para cocinar y luz. Me dispuse así a pasar el resto de mis días en estas soledades, alejado miles de kilómetros de mi añorado y diminuto país.
  • 6. Un día me puse a leer las cartas que me habían dado los niños de mi país para que dejara aquí en la Luna. Leí algunas cosas hermosas y otras predeciblemente desopilantes. Dígale a la Luna que quiero ser astronauta como usted, dígale a la Luna que salga siempre llena, dígale a la Luna que me guiñe un ojo de noche, dígale que venga a visitarme un día, mándele un saludo a los marcianos de la Luna y cosas por el estilo. Y me puse a pensar que esas cartas habían atravesado el universo desde mi país hasta la Luna, en mi cohete, y entonces reflexioné que si había logrado esa hazaña, cosa que al principio me había parecido imposible, podría tal vez lograr mandar una carta desde aquí hasta la Tierra. Es así como he decidido escribir esta carta que enrollaré dentro de la botella de vidrio grueso que era del aceite, llenaré la botella de arena para que no explote con los cambios de presión y le pondré un buen tapón. Me inventé una especie de gomera gigantesca con los elásticos que formaban los burletes de las ventanas. Lanzaré la botella con este aparato hacia la Tierra (en mi país aprendí que tales proezas pueden lograrse). Sin embargo, guardo pocas esperanzas, ya que por más que la nota llegue a destino, difícilmente obtenga algún resultado. Posiblemente algún periódico anuncie la noticia que en ningún lugar del mundo creerán, excepto en mi país, donde el pueblo entero se henchirá de orgullo, y saldrá a festejar como en un mundial con banderas a las calles, y llenarán las plazas, y beberán toda la noche en honor al compatriota que descubrió moluscos en la Luna, y el presidente (posiblemente el mismo de siempre) anunciará una misión de rescate, y descubrirá que esto dispara su imagen positiva a las nubes, y ganará así una nueva elección con amplia ventaja, y luego suspenderá la misión por recorte de presupuesto, y el pueblo, preocupado en los asuntos de su bolsillo, me echará, una vez más, al olvido.