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NI UNA SOMBRA
EL REMORDIMIENTO ME HA oscurecido, ha destruido lo poco que era y ya no soy nada, ni
siquiera una sombra. He perdido al único ser que había reparado en mí y ahora deambulo sin
rumbo en este mundo perpetuamente helado, con la única esperanza de sentir un día el tibio
susurro de su perdón acariciándome como desde adentro.
Descubrí que estaba vivo como lo descubren, me imagino, los gorriones, o los perros;
simplemente un día me di cuenta de que vagaba por las calles en medio de una multitud de
sujetos ciegos que esquivan gente, que gritan, que ríen y que a veces lloran, pero que muchas
veces van serios y aburridos. Mi llegada al mundo habrá sido una escena particular, imagino
los parteros mirándose atónitos a las caras, y la sala en silencio, y luego el llanto desgarrador
de mi madre, que se vuelve a su casa dejándome abandonado sin saber que estoy allí. No sé
bien cómo, pero de algún modo logré sobrevivir. De niño me gustaba estar entre los otros
niños, por eso también fui al colegio. Es que los veía entrar allí de a montones, una estampida
de risas y gritos a las siete de la mañana, y yo en medio de aquel remolino, riéndome también,
subiendo aquellas eternas escaleras, formando en el patio frente al mástil, alta en el cielo y la
soledad de un aula repleta y yo sentado en el banco que queda vacío. Y después del colegio
mi vida fue la calle y el bar, viviendo momentos ajenos, oyendo conversaciones prestadas,
jugando a responder los comentarios del resto como si fuera conmigo con quien hablaran,
sabiendo que nadie me escuchaba. Y así me fui acostumbrando a eso, a estar entre la gente
sin estarlo; me di cuenta de que eso era lo natural para mí, que yo era diferente y que ellos
no me veían, lo que era lógico, porque no puede verse a alguien que no tiene cuerpo. Sin
embargo creo que también soy un hombre, y que ella era (es), una mujer.
Apareció un día de llovizna, aquí, en el bar de la esquina de Iriarte. Tal vez ya estaba
desde antes, pero yo descubrí su presencia ese día. Me había sentado como siempre en la
mesa del medio, lo que me permitía ver las dos calles.
El día era frío y el bar estaba bastante vacío. Estaba aburrido porque la conversación de la
mesa de al lado era de abogados o escribanos y sólo artículos y normas, cuando de pronto
sentí algo que nunca había sentido; como si alguien me mirara. Me estremecí, me dio calor.
Miré hacia todos lados pero nadie me miraba, todos parecían ignorarme como siempre. Pero
yo sentía la mirada allí encima. Me pareció que venía de la mesa de la ventana del rincón;
pero no había nadie allí sentado. Me quedé igual mirando atentamente hacia la mesa y
entonces noté algo; las manchas del empañamiento de la ventana parecían cambiar de forma,
como si fueran afectadas por el calor de una respiración. Pensé que alucinaba, me volví hacia
la mesa de los abogados y luego miré de nuevo hacia la ventana; el empañado cambiaba de
forma, había alguien allí. Me levanté y me acerqué a la mesa, entonces sentí que la presencia
se iba; sentí su calor, sentí su calor pasando al lado mío, y sentí también que era una mujer;
la presencia de las flores se percibe en su perfume.
Los tres angustiosos días siguientes los pasé enteros en el bar. Fueron angustiosos porque
ella no aparecía. El tercer día tuve de nuevo la sensación de que alguien me miraba desde la
misma mesa vacía y supe que estaba allí. Me acerqué y esta vez la presencia no se fue; sentí
su calor, sentí la energía indudable de su ser. Le hablé, con mi voz que no es voz, con la
esperanza de que me escuchara, le dije que sabía que estaba allí. Durante media hora no logré
obtener ninguna respuesta. Movido por un impulso repentino le dije que necesitaba que me
hablara o moriría, moriría de la peor muerte, la soledad. Entonces, muy tímidamente, casi
con miedo, respondió, “es que nunca le hablé a nadie”. No lo escuché como a las voces de la
otra gente, sino diferente, como si me hablaran al oído, pero hablando desde el lado de
adentro, haciéndome cosquillas; percibía su presencia en mí, su energía. Su voz me conmovió
profundamente y me pareció sentir como que emanaba luz de mí. Lloré emocionado; una
gota que salió no sé de donde mojó la mesa; era la primera vez en mi vida que alguien me
hablaba.
Fue así como sucedieron los tres meses más felices de mi vida. Hasta que llegó él, que
arruinó todo. Después de esa primera cita nos encontramos al día siguiente en el mismo lugar.
A pesar de que habíamos quedado en encontrarnos a la tarde, la ansiedad fue más fuerte que
yo y fui a esperarla desde el mediodía. Llegó a las cinco de la tarde. Hablé casi todo el tiempo
yo, parecía como si a ella le costara hablar, pero su voz era lo más dulce que pudiera
concebirse, sus palabras eran como caricias, preciosas caricias que, ahora que las he perdido,
me matan de a poco al recordarlas. Le pregunté su nombre y me dijo, algo avergonzada, que
no tenía nombre, o que no lo sabía. Decidimos entonces elegir uno; a ella le gustaba lo simple
y elegimos entonces Ana, aunque siempre le dije Anita.
A partir de aquel momento nos encontramos todos los días, desde la mañana, allí en el
bar, y muchas veces salíamos también a recorrer veredas y a pasear por el parque. Anita era
sencillamente hermosa. Estar con ella era la tibieza de una primavera eterna bañada de
colores y de luz. Porque nos dimos cuenta de que efectivamente emanaba luz de nuestros
cuerpos inexistentes. Era felicidad, felicidad materializada en luz. Las palabras de Anita se
fueron haciendo más armoniosas, más sueltas, y más dulces. Su conversación era siempre
allí, al oído, pero desde el lado de adentro, como besos. Su contacto, que no era contacto pero
algo era, me estremecía enormemente. Sentíamos como un calor mutuo y resplandecíamos,
y era como dejarse llevar por una corriente de deliciosa fuga, como irse yendo. Vimos en la
calle más de una vez detenerse a alguna persona que se quedaba observando embobada estos
suaves destellos de luz, tratando de descubrir de dónde venían, y ridículamente nos daba un
poco de vergüenza y nos separábamos con pudor.
Anita me contó su vida, que fue un poco como la mía; el sentir que uno está sin ser, el
vivir siempre ignorado en la más absoluta y atroz soledad, hasta ahora, que había aparecido
yo, como de la nada, como un ángel que se había apiadado de su triste y etérea existencia. Si
pudiera volver a encontrarte, Anita, si pudiera volver a encontrarte nos iríamos en mágicos
resplandores, pintando la ciudad desde el cielo, como cuando me enseñaste a volar. Pero
ahora no puedo, soy gris y pesado, tan pesado Anita, que apenas puedo arrastrarme por el
suelo, como un horrible gusano de plomo.
La felicidad no podía durar, fue un sueño, un recreo fantasioso en esta incomprensible
existencia; no podía ser cierto, era imposible que algo así estuviera sucediendo. Un día entré
al bar y, sentado en la mesa, en nuestra mesa, se encontraba un hombre joven, elegante y con
aire arrogante. Y lo terrible fue que allí, también en la mesa, estaba Anita, lo sé, sé que estaba
allí. Apenas entré al bar el hombre se dio vuelta, como si hubiese sentido mi presencia. Se
levantó, fue a la barra, pagó la cuenta y se fue. Al acercarse hacia la puerta lo enfrenté y lo
atravesé de lado a lado. Me di cuenta de que pudo sentirlo, su mano frotándose el pecho,
como si hubiese recibido una puntada. Anita se había ido también. Volvió un rato después, y
negó todo, negó que había estado más temprano en el bar.
A la semana siguiente volvió a aparecer. Lo vi, antes de entrar, a través de la ventana. El
hombre parecía susurrar, ¡le estaba hablando!, el muy perro, y tenía una mano extendida
sobre la mesa, como si… como si la acariciara a ella. Entré al bar por sorpresa, atravesando
la pared, y me coloqué al lado de Anita. El hombre se levantó sobresaltado, se quedó un
instante observando con la mirada perdida, fue a la barra, pagó y se fue. Anita terminó
confesando; dijo que el hombre percibía su presencia, y la mía también. Que era periodista y
que le había dicho que estaba haciendo una investigación, que conocía otros casos como el
nuestro en otras partes del mundo y estaba recopilando pruebas para demostrar nuestra
existencia. Negó la mano sobre ella, negó las caricias. No le creí.
Anita propuso que habláramos los dos con el periodista, a lo que yo no accedí. Me quería
meter en su juego, quería sumar un pervertido condimento a su aventura con el sujeto ese.
Era evidente que él estaba buscando algo más de ella, y Anita que no, que sos un obsesivo,
entrá en razón, no tengo cuerpo, pero no es eso, no es eso lo que busca, es que no ves Anita,
sos mucho más que eso, y no quiero compartirte. Se enojó y me dejó hablando solo en el bar.
Al día siguiente de nuestra discusión el hombre no apareció, y Anita tampoco. Los celos
se fueron inyectando en mi ser. Andarían por allí, sentados en un banco de plaza, mezclando
repugnantemente sus energías, resplandeciendo colores libidinosos; rojo, fucsia, púrpura. Ese
día pasé largas horas deambulando por las calles, mirando el suelo; me sentía poseído por la
angustia y el resentimiento; horribles venenos.
Al otro día Anita apareció de nuevo. Sentí su presencia al entrar al bar, pero la sentí más
débilmente. Creo que miraba por la ventana. La saludé con dulzura; quería tratar de
recomponer las cosas y remendar las fibras deshilachadas de nuestro lazo. Estaba ofendida,
cuando el que debía estar ofendido era yo. Igual le pedí perdón. Mejoró el tono, pero su voz…
su voz había cambiado… sus palabras me llegaban como desde afuera, y no desde adentro
como siempre, y ya no sentía esas caricias en el oído. Me aproximé a ella, pero no sentí el
habitual calor acogedor; tuve frío. No lo dijo, pero lo que yo sentí fue un aabaa aeeaaeea¡
oo arpoveceadop. cobapdec sapnosoc oeppo daa. mismo ese le con eseado eabaa lec onc eseado
me rensamieneosc mis descibiepeo eibiese eeea si como rapecip repo nadac diceo eabaa no
eie mosdisciea no ,nieac ,nieac eocoa esess esoc con raps lec con eseive no¡ rponeo de ópiep
.eiiepo ee no asa diaoc me noc asa oepo sep. de deao y araóo me yo vos sin
Maldigo haber caminado por allí esa tarde, maldigo habérmelo cruzado, maldigo haber
tenido la idea de seguirlo. El intruso caminaba presuroso y con el sombrero bajo, pero lo
reconocí al instante por su arrogante andar. Todavía sentía dentro de mí las dolorosas palabras
de Anita; no te quiero. Tenía una bronca feroz, tenía odio, horrible y nocivo odio. Lo seguí
dos cuadras, dobló en una esquina, me acerqué a él, me puse muy pegado a su cuerpo,
percibió posiblemente algo, porque a cada rato se daba vuelta mirando alrededor con
desconfianza. Caminamos unas cinco o seis cuadras más. Finalmente entró en un viejo
caserón. Al ver el tamaño de la casa imaginé que el hombre viviría tal vez con alguien. Quién
sabe la historia de la investigación periodística fuera cierta y yo me había enredado en las
fantasías de mis propios celos. Entré con él. La casa era oscura, el comedor era grande y casi
no tenía muebles. El living parecía como abandonado. El hombre subió hasta su escritorio y
se puso a tomar unas notas. Revisé los cuartos, todos estaban vacíos menos el suyo. Volví
hasta el escritorio y me quedé mirándolo desde el pasillo. El hombre se levantó y se dirigió
hacia la puerta. Me aparté. Al salir del escritorio miró hacia donde estaba yo; se acercó unos
pasos y agudizó la mirada, como percibiendo algo en el ambiente. Pero se volvió a dar vuelta,
fue hasta su cuarto, se metió en el baño y luego de un momento se sintió el ruido de la ducha.
Volví al escritorio y miré su cuaderno; sentí un súbito calor y mis celos me invadieron
horrendamente, acababa de leer esta frase: “Se llama Ana, o Juana, los dos nombres
igualmente eepmosos”.
Enfurecido y despechado salí de la casa y comencé a andar sin rumbo. Me imaginé a Ana
tratando de hablarle, extendiéndose hacia él para que la sintiera, para que sintiera su calor.
La imaginé tratando de decirle en un susurro su nombre; el mío, el que yo le puse, Ana, y él
musitando con los labios Juana, Juana, la adoro, la adoro como a nada en este mundo, aléjese
de una vez de ese idiota sin cuerpo, de ese ser vacío, sin nada, sin sombra, sin alma. Yo seré
su cuerpo, y usted será mi alma, y juntos seremos uno solo, un solo ser perfecto y armonioso,
una delicia de la creación, un perpetuo regocijo de felicidad Juana, Ana. Perro psicópata,
pervertido; mi Ana, mi sólo mía Ana. Mientras caminaba seguía con mis celosas fantasías
pensando que si ese sujeto desapareciera, si sólo desapareciera así como apareció nosotros
seguiríamos tranquilos con nuestra felicidad ignorada y perfecta; con nuestra dicha
maravillosa, como fue la dicha de aquellos meses de idílica irrealidad, de felicidad exquisita
y bella, de luces y calor, de Ana y yo.
Di vueltas por los alrededores del caserón durante horas. Cayó la noche, las calles estaban
quietas y vacías. Los faroles derramaban sobre las baldosas sus pálidas lágrimas de luz
artificial. La brisa se escurría por entre los árboles susurrando a las ramas desnudas y
tortuosas un quejido invernal. Toda esa triste sombra noctámbula se fue metiendo
lúgubremente dentro de mí, enfriándome como el hielo. Entré nuevamente a la casa; el
silencio era absoluto. Llegué hasta la puerta del cuarto. El hombre, acostado boca arriba,
dormía profundamente. Me acerqué hasta el borde de la cama. El sujeto comenzó a moverse
incómodamente dejando escapar repentinos gestos de malestar. Me coloqué sobre él, me
acerqué a su rostro. Los gestos de malestar se profundizaron en muecas de pesadilla. Una
mano que descansaba entre las sábanas se cerró en un puño tenso y tembloroso. ¡Desgraciado,
intruso, pérfido!, pudiendo conocer a cualquier mujer que quisiera se metía con mi Anita, mi
única alegría, mi felicidad; cerdo perverso. Me acerqué aún más a su rostro, casi me pegué a
él. Su piel se erizó. Todos sus músculos parecieron tensarse en conjunto. Palideció
repentinamente y las venas de su cara se dibujaron amoratadas en su lívida piel, semejando
las vetas moradas de un frío mármol blanco. Comenzó a temblar. Casi que me adherí a él, a
todo su cuerpo. Sentí cómo su calor se iba apagando al contacto gélido de mi ser. El hombre
se fue enfriando cada vez más hasta que comenzó a sufrir convulsiones. De pronto abrió
enormemente los ojos, que saltaron horriblemente en su rostro lívido. Soltó un grito de
espanto que quedó súbitamente congelado en la quieta noche. Su boca y sus ojos quedaron
abiertos, su cuerpo quedó rígido, aterido para siempre en el frío helado de la muerte.
Me alejé de la cama, me quedé un rato mirando el cuerpo, regocijado morbosamente con
la idea de haber quitado de enfrente aquel obstáculo. De pronto pensé en Anita, y me pregunté
dónde estaría. Me invadió el terror; imaginé la posibilidad de que estuviera también en la
casa; incluso dentro del cuarto, presenciando mi horrendo y cobarde asesinato; porque sí, eso
había sido un asesinato, y el asesino era yo, porque mientras el cuerpo del sujeto temblaba
yo me di cuenta de que el contacto de mis celos, de mi odio, que el gélido frío de mi oscuro
ser terminarían fulminándolo de horror. Y Ana, Ana tal vez había estado allí, a mi lado,
tratando de apartarme, y la ceguera de mi odio tal vez me había impedido percibir su
presencia. Traté de serenarme. Sentí el silencio, la quietud, sentí el frío en todo el cuarto. Me
di cuenta al fin de que Ana no estaba allí. Comencé a recorrer el resto de la casa; los otros
cuartos, el escritorio, la cocina; no había nadie, ninguna presencia, la casa estaba
completamente vacía. Sólo al salir, al darme vuelta y mirar hacia la quieta casa, me pareció
sentir que desde una ventana algo me observaba, esa incómoda sensación de una mirada que
acecha detrás de uno. Me alejé corriendo y mientras corría comencé a llorar. Asesino, cobarde
asesino, perro asesino.
A Anita no volví a encontrarla. Mis angustiosas esperas en el bar se hicieron una tortura
cotidiana. Los minutos que se arrastran eternos, enmarañados en una ansiedad insaciable, en
una depresión febril. Anita; perdida ilusión, quimera, dulce rosa convertida en espinas,
espinas en el corazón que no tengo, pero que sangra y sangra. De algún modo lo supo, sé que
de algún modo supo que fui yo quien lo mató. Y estará tal vez allí arrodillada en su tumba,
que no sé dónde está, porque no sé ni el nombre de mi víctima, y recorro grises cementerios
buscándola, y la atmósfera tétrica invade mi ser, helándome, haciéndome cada vez más frío
y más oscuro, sepultándome en un perpetuo invierno de llovizna triste; y deambulo como un
alma en pena que busca perdón. Pero no soy ni un alma; no soy nada, ni una sombra, ni
siquiera una sombra. Una multitud de espectros me observa, siento su presencia acusadora
que me roza, roza mi nada como un repugnante pegote. Pero igual espero, espero mientras
siga estando, mientras siga siendo en esta inexplicable existencia que no sé cómo comenzó
ni cuándo acabará. Espero un día tal vez el sol con su tibieza, un día tal vez Anita como una
caricia desde adentro, que se lleva mis culpas en un dulce susurro de perdón; Anita entre las
flores de una tumba que se esfuma, desvanecidos los dos en una sola luz, en una tibieza que
lo cubre todo y nos disuelve en un regocijo de anónima y perpetua felicidad que se eleva y
se eleva eternamente.

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Ni una sombra

  • 1. NI UNA SOMBRA EL REMORDIMIENTO ME HA oscurecido, ha destruido lo poco que era y ya no soy nada, ni siquiera una sombra. He perdido al único ser que había reparado en mí y ahora deambulo sin rumbo en este mundo perpetuamente helado, con la única esperanza de sentir un día el tibio susurro de su perdón acariciándome como desde adentro. Descubrí que estaba vivo como lo descubren, me imagino, los gorriones, o los perros; simplemente un día me di cuenta de que vagaba por las calles en medio de una multitud de sujetos ciegos que esquivan gente, que gritan, que ríen y que a veces lloran, pero que muchas veces van serios y aburridos. Mi llegada al mundo habrá sido una escena particular, imagino los parteros mirándose atónitos a las caras, y la sala en silencio, y luego el llanto desgarrador de mi madre, que se vuelve a su casa dejándome abandonado sin saber que estoy allí. No sé bien cómo, pero de algún modo logré sobrevivir. De niño me gustaba estar entre los otros niños, por eso también fui al colegio. Es que los veía entrar allí de a montones, una estampida de risas y gritos a las siete de la mañana, y yo en medio de aquel remolino, riéndome también, subiendo aquellas eternas escaleras, formando en el patio frente al mástil, alta en el cielo y la soledad de un aula repleta y yo sentado en el banco que queda vacío. Y después del colegio mi vida fue la calle y el bar, viviendo momentos ajenos, oyendo conversaciones prestadas, jugando a responder los comentarios del resto como si fuera conmigo con quien hablaran, sabiendo que nadie me escuchaba. Y así me fui acostumbrando a eso, a estar entre la gente sin estarlo; me di cuenta de que eso era lo natural para mí, que yo era diferente y que ellos no me veían, lo que era lógico, porque no puede verse a alguien que no tiene cuerpo. Sin embargo creo que también soy un hombre, y que ella era (es), una mujer. Apareció un día de llovizna, aquí, en el bar de la esquina de Iriarte. Tal vez ya estaba desde antes, pero yo descubrí su presencia ese día. Me había sentado como siempre en la mesa del medio, lo que me permitía ver las dos calles. El día era frío y el bar estaba bastante vacío. Estaba aburrido porque la conversación de la mesa de al lado era de abogados o escribanos y sólo artículos y normas, cuando de pronto sentí algo que nunca había sentido; como si alguien me mirara. Me estremecí, me dio calor. Miré hacia todos lados pero nadie me miraba, todos parecían ignorarme como siempre. Pero yo sentía la mirada allí encima. Me pareció que venía de la mesa de la ventana del rincón; pero no había nadie allí sentado. Me quedé igual mirando atentamente hacia la mesa y entonces noté algo; las manchas del empañamiento de la ventana parecían cambiar de forma, como si fueran afectadas por el calor de una respiración. Pensé que alucinaba, me volví hacia la mesa de los abogados y luego miré de nuevo hacia la ventana; el empañado cambiaba de forma, había alguien allí. Me levanté y me acerqué a la mesa, entonces sentí que la presencia se iba; sentí su calor, sentí su calor pasando al lado mío, y sentí también que era una mujer; la presencia de las flores se percibe en su perfume. Los tres angustiosos días siguientes los pasé enteros en el bar. Fueron angustiosos porque
  • 2. ella no aparecía. El tercer día tuve de nuevo la sensación de que alguien me miraba desde la misma mesa vacía y supe que estaba allí. Me acerqué y esta vez la presencia no se fue; sentí su calor, sentí la energía indudable de su ser. Le hablé, con mi voz que no es voz, con la esperanza de que me escuchara, le dije que sabía que estaba allí. Durante media hora no logré obtener ninguna respuesta. Movido por un impulso repentino le dije que necesitaba que me hablara o moriría, moriría de la peor muerte, la soledad. Entonces, muy tímidamente, casi con miedo, respondió, “es que nunca le hablé a nadie”. No lo escuché como a las voces de la otra gente, sino diferente, como si me hablaran al oído, pero hablando desde el lado de adentro, haciéndome cosquillas; percibía su presencia en mí, su energía. Su voz me conmovió profundamente y me pareció sentir como que emanaba luz de mí. Lloré emocionado; una gota que salió no sé de donde mojó la mesa; era la primera vez en mi vida que alguien me hablaba. Fue así como sucedieron los tres meses más felices de mi vida. Hasta que llegó él, que arruinó todo. Después de esa primera cita nos encontramos al día siguiente en el mismo lugar. A pesar de que habíamos quedado en encontrarnos a la tarde, la ansiedad fue más fuerte que yo y fui a esperarla desde el mediodía. Llegó a las cinco de la tarde. Hablé casi todo el tiempo yo, parecía como si a ella le costara hablar, pero su voz era lo más dulce que pudiera concebirse, sus palabras eran como caricias, preciosas caricias que, ahora que las he perdido, me matan de a poco al recordarlas. Le pregunté su nombre y me dijo, algo avergonzada, que no tenía nombre, o que no lo sabía. Decidimos entonces elegir uno; a ella le gustaba lo simple y elegimos entonces Ana, aunque siempre le dije Anita. A partir de aquel momento nos encontramos todos los días, desde la mañana, allí en el bar, y muchas veces salíamos también a recorrer veredas y a pasear por el parque. Anita era sencillamente hermosa. Estar con ella era la tibieza de una primavera eterna bañada de colores y de luz. Porque nos dimos cuenta de que efectivamente emanaba luz de nuestros cuerpos inexistentes. Era felicidad, felicidad materializada en luz. Las palabras de Anita se fueron haciendo más armoniosas, más sueltas, y más dulces. Su conversación era siempre allí, al oído, pero desde el lado de adentro, como besos. Su contacto, que no era contacto pero algo era, me estremecía enormemente. Sentíamos como un calor mutuo y resplandecíamos, y era como dejarse llevar por una corriente de deliciosa fuga, como irse yendo. Vimos en la calle más de una vez detenerse a alguna persona que se quedaba observando embobada estos suaves destellos de luz, tratando de descubrir de dónde venían, y ridículamente nos daba un poco de vergüenza y nos separábamos con pudor. Anita me contó su vida, que fue un poco como la mía; el sentir que uno está sin ser, el vivir siempre ignorado en la más absoluta y atroz soledad, hasta ahora, que había aparecido yo, como de la nada, como un ángel que se había apiadado de su triste y etérea existencia. Si pudiera volver a encontrarte, Anita, si pudiera volver a encontrarte nos iríamos en mágicos resplandores, pintando la ciudad desde el cielo, como cuando me enseñaste a volar. Pero ahora no puedo, soy gris y pesado, tan pesado Anita, que apenas puedo arrastrarme por el suelo, como un horrible gusano de plomo. La felicidad no podía durar, fue un sueño, un recreo fantasioso en esta incomprensible existencia; no podía ser cierto, era imposible que algo así estuviera sucediendo. Un día entré al bar y, sentado en la mesa, en nuestra mesa, se encontraba un hombre joven, elegante y con
  • 3. aire arrogante. Y lo terrible fue que allí, también en la mesa, estaba Anita, lo sé, sé que estaba allí. Apenas entré al bar el hombre se dio vuelta, como si hubiese sentido mi presencia. Se levantó, fue a la barra, pagó la cuenta y se fue. Al acercarse hacia la puerta lo enfrenté y lo atravesé de lado a lado. Me di cuenta de que pudo sentirlo, su mano frotándose el pecho, como si hubiese recibido una puntada. Anita se había ido también. Volvió un rato después, y negó todo, negó que había estado más temprano en el bar. A la semana siguiente volvió a aparecer. Lo vi, antes de entrar, a través de la ventana. El hombre parecía susurrar, ¡le estaba hablando!, el muy perro, y tenía una mano extendida sobre la mesa, como si… como si la acariciara a ella. Entré al bar por sorpresa, atravesando la pared, y me coloqué al lado de Anita. El hombre se levantó sobresaltado, se quedó un instante observando con la mirada perdida, fue a la barra, pagó y se fue. Anita terminó confesando; dijo que el hombre percibía su presencia, y la mía también. Que era periodista y que le había dicho que estaba haciendo una investigación, que conocía otros casos como el nuestro en otras partes del mundo y estaba recopilando pruebas para demostrar nuestra existencia. Negó la mano sobre ella, negó las caricias. No le creí. Anita propuso que habláramos los dos con el periodista, a lo que yo no accedí. Me quería meter en su juego, quería sumar un pervertido condimento a su aventura con el sujeto ese. Era evidente que él estaba buscando algo más de ella, y Anita que no, que sos un obsesivo, entrá en razón, no tengo cuerpo, pero no es eso, no es eso lo que busca, es que no ves Anita, sos mucho más que eso, y no quiero compartirte. Se enojó y me dejó hablando solo en el bar. Al día siguiente de nuestra discusión el hombre no apareció, y Anita tampoco. Los celos se fueron inyectando en mi ser. Andarían por allí, sentados en un banco de plaza, mezclando repugnantemente sus energías, resplandeciendo colores libidinosos; rojo, fucsia, púrpura. Ese día pasé largas horas deambulando por las calles, mirando el suelo; me sentía poseído por la angustia y el resentimiento; horribles venenos. Al otro día Anita apareció de nuevo. Sentí su presencia al entrar al bar, pero la sentí más débilmente. Creo que miraba por la ventana. La saludé con dulzura; quería tratar de recomponer las cosas y remendar las fibras deshilachadas de nuestro lazo. Estaba ofendida, cuando el que debía estar ofendido era yo. Igual le pedí perdón. Mejoró el tono, pero su voz… su voz había cambiado… sus palabras me llegaban como desde afuera, y no desde adentro como siempre, y ya no sentía esas caricias en el oído. Me aproximé a ella, pero no sentí el habitual calor acogedor; tuve frío. No lo dijo, pero lo que yo sentí fue un aabaa aeeaaeea¡ oo arpoveceadop. cobapdec sapnosoc oeppo daa. mismo ese le con eseado eabaa lec onc eseado me rensamieneosc mis descibiepeo eibiese eeea si como rapecip repo nadac diceo eabaa no eie mosdisciea no ,nieac ,nieac eocoa esess esoc con raps lec con eseive no¡ rponeo de ópiep .eiiepo ee no asa diaoc me noc asa oepo sep. de deao y araóo me yo vos sin Maldigo haber caminado por allí esa tarde, maldigo habérmelo cruzado, maldigo haber tenido la idea de seguirlo. El intruso caminaba presuroso y con el sombrero bajo, pero lo reconocí al instante por su arrogante andar. Todavía sentía dentro de mí las dolorosas palabras de Anita; no te quiero. Tenía una bronca feroz, tenía odio, horrible y nocivo odio. Lo seguí dos cuadras, dobló en una esquina, me acerqué a él, me puse muy pegado a su cuerpo, percibió posiblemente algo, porque a cada rato se daba vuelta mirando alrededor con desconfianza. Caminamos unas cinco o seis cuadras más. Finalmente entró en un viejo
  • 4. caserón. Al ver el tamaño de la casa imaginé que el hombre viviría tal vez con alguien. Quién sabe la historia de la investigación periodística fuera cierta y yo me había enredado en las fantasías de mis propios celos. Entré con él. La casa era oscura, el comedor era grande y casi no tenía muebles. El living parecía como abandonado. El hombre subió hasta su escritorio y se puso a tomar unas notas. Revisé los cuartos, todos estaban vacíos menos el suyo. Volví hasta el escritorio y me quedé mirándolo desde el pasillo. El hombre se levantó y se dirigió hacia la puerta. Me aparté. Al salir del escritorio miró hacia donde estaba yo; se acercó unos pasos y agudizó la mirada, como percibiendo algo en el ambiente. Pero se volvió a dar vuelta, fue hasta su cuarto, se metió en el baño y luego de un momento se sintió el ruido de la ducha. Volví al escritorio y miré su cuaderno; sentí un súbito calor y mis celos me invadieron horrendamente, acababa de leer esta frase: “Se llama Ana, o Juana, los dos nombres igualmente eepmosos”. Enfurecido y despechado salí de la casa y comencé a andar sin rumbo. Me imaginé a Ana tratando de hablarle, extendiéndose hacia él para que la sintiera, para que sintiera su calor. La imaginé tratando de decirle en un susurro su nombre; el mío, el que yo le puse, Ana, y él musitando con los labios Juana, Juana, la adoro, la adoro como a nada en este mundo, aléjese de una vez de ese idiota sin cuerpo, de ese ser vacío, sin nada, sin sombra, sin alma. Yo seré su cuerpo, y usted será mi alma, y juntos seremos uno solo, un solo ser perfecto y armonioso, una delicia de la creación, un perpetuo regocijo de felicidad Juana, Ana. Perro psicópata, pervertido; mi Ana, mi sólo mía Ana. Mientras caminaba seguía con mis celosas fantasías pensando que si ese sujeto desapareciera, si sólo desapareciera así como apareció nosotros seguiríamos tranquilos con nuestra felicidad ignorada y perfecta; con nuestra dicha maravillosa, como fue la dicha de aquellos meses de idílica irrealidad, de felicidad exquisita y bella, de luces y calor, de Ana y yo. Di vueltas por los alrededores del caserón durante horas. Cayó la noche, las calles estaban quietas y vacías. Los faroles derramaban sobre las baldosas sus pálidas lágrimas de luz artificial. La brisa se escurría por entre los árboles susurrando a las ramas desnudas y tortuosas un quejido invernal. Toda esa triste sombra noctámbula se fue metiendo lúgubremente dentro de mí, enfriándome como el hielo. Entré nuevamente a la casa; el silencio era absoluto. Llegué hasta la puerta del cuarto. El hombre, acostado boca arriba, dormía profundamente. Me acerqué hasta el borde de la cama. El sujeto comenzó a moverse incómodamente dejando escapar repentinos gestos de malestar. Me coloqué sobre él, me acerqué a su rostro. Los gestos de malestar se profundizaron en muecas de pesadilla. Una mano que descansaba entre las sábanas se cerró en un puño tenso y tembloroso. ¡Desgraciado, intruso, pérfido!, pudiendo conocer a cualquier mujer que quisiera se metía con mi Anita, mi única alegría, mi felicidad; cerdo perverso. Me acerqué aún más a su rostro, casi me pegué a él. Su piel se erizó. Todos sus músculos parecieron tensarse en conjunto. Palideció repentinamente y las venas de su cara se dibujaron amoratadas en su lívida piel, semejando las vetas moradas de un frío mármol blanco. Comenzó a temblar. Casi que me adherí a él, a todo su cuerpo. Sentí cómo su calor se iba apagando al contacto gélido de mi ser. El hombre se fue enfriando cada vez más hasta que comenzó a sufrir convulsiones. De pronto abrió enormemente los ojos, que saltaron horriblemente en su rostro lívido. Soltó un grito de espanto que quedó súbitamente congelado en la quieta noche. Su boca y sus ojos quedaron
  • 5. abiertos, su cuerpo quedó rígido, aterido para siempre en el frío helado de la muerte. Me alejé de la cama, me quedé un rato mirando el cuerpo, regocijado morbosamente con la idea de haber quitado de enfrente aquel obstáculo. De pronto pensé en Anita, y me pregunté dónde estaría. Me invadió el terror; imaginé la posibilidad de que estuviera también en la casa; incluso dentro del cuarto, presenciando mi horrendo y cobarde asesinato; porque sí, eso había sido un asesinato, y el asesino era yo, porque mientras el cuerpo del sujeto temblaba yo me di cuenta de que el contacto de mis celos, de mi odio, que el gélido frío de mi oscuro ser terminarían fulminándolo de horror. Y Ana, Ana tal vez había estado allí, a mi lado, tratando de apartarme, y la ceguera de mi odio tal vez me había impedido percibir su presencia. Traté de serenarme. Sentí el silencio, la quietud, sentí el frío en todo el cuarto. Me di cuenta al fin de que Ana no estaba allí. Comencé a recorrer el resto de la casa; los otros cuartos, el escritorio, la cocina; no había nadie, ninguna presencia, la casa estaba completamente vacía. Sólo al salir, al darme vuelta y mirar hacia la quieta casa, me pareció sentir que desde una ventana algo me observaba, esa incómoda sensación de una mirada que acecha detrás de uno. Me alejé corriendo y mientras corría comencé a llorar. Asesino, cobarde asesino, perro asesino. A Anita no volví a encontrarla. Mis angustiosas esperas en el bar se hicieron una tortura cotidiana. Los minutos que se arrastran eternos, enmarañados en una ansiedad insaciable, en una depresión febril. Anita; perdida ilusión, quimera, dulce rosa convertida en espinas, espinas en el corazón que no tengo, pero que sangra y sangra. De algún modo lo supo, sé que de algún modo supo que fui yo quien lo mató. Y estará tal vez allí arrodillada en su tumba, que no sé dónde está, porque no sé ni el nombre de mi víctima, y recorro grises cementerios buscándola, y la atmósfera tétrica invade mi ser, helándome, haciéndome cada vez más frío y más oscuro, sepultándome en un perpetuo invierno de llovizna triste; y deambulo como un alma en pena que busca perdón. Pero no soy ni un alma; no soy nada, ni una sombra, ni siquiera una sombra. Una multitud de espectros me observa, siento su presencia acusadora que me roza, roza mi nada como un repugnante pegote. Pero igual espero, espero mientras siga estando, mientras siga siendo en esta inexplicable existencia que no sé cómo comenzó ni cuándo acabará. Espero un día tal vez el sol con su tibieza, un día tal vez Anita como una caricia desde adentro, que se lleva mis culpas en un dulce susurro de perdón; Anita entre las flores de una tumba que se esfuma, desvanecidos los dos en una sola luz, en una tibieza que lo cubre todo y nos disuelve en un regocijo de anónima y perpetua felicidad que se eleva y se eleva eternamente.