5. 5
Prólogo
El hecho de escribir el prólogo de Recuerdos de otro,
primer libro de un cuentista premiado en Buenos Aires y
Mendoza —y fuera de la Argentina en otros países como
España, Venezuela, Colombia y Chile— me produjo una
sensación de placer por el descubrimiento de un nuevo
valor en el género, dentro de las letras argentinas. Porque,
aunque algunos de los 14 espléndidos cuentos escritos
desde una narrativa de vanguardia obtuvieron premios,
encontrarme, al leerlo en su totalidad, con un conjunto
homogéneo y valioso —generalmente nada fácil de lograr
a la hora de seleccionar los cuentos para publicar— me
permitió comprobar y aseverar mi afirmación valorativa.
Un cuento es una obra de ficción. Pero al famoso
postulado de Julio Cortázar de que “el cuento debe (por
6. 6
Prólogo
su remate) ganar por knockout mientras la novela lo hace
por puntos”, Santiago Clément parece haberle encontrado
un modo de cumplir con la consigna, pero desde su estilo
personal.Lamayoríadeellosalcanzanunfinalcontundente
y asombroso, pero desde una expresión poética —lo que no
es mérito menor— con comienzos, desarrollos argumentales
y finales reconocibles, como señalaron y solicitaron varios
maestros del género entre ellos Enrique Anderson Imbert. O
como de hecho son los cuentos de Jorge Luis Borges, Marco
Denevi o de Allan Poe.
El autor expresa sus emociones sumergiéndose en los
personajes que a veces orillan el desconcierto o la locura, la
soledad absoluta, el deseo de volver a la libertad primigenia
desde el azoramiento de una civilización que en ocasiones
aturde o agobia. En otros casos lo hace indirectamente,
mediante lo que T. S. Eliot llamaba el “correlato objetivo”.
En algunos cuentos, Santiago Clément sólo muestra una
parte, tomando distancia y sugiriendo el resto, configurando
de esta manera una elipsis narrativa que induce al lector
a introducirse en el cuento, transformándose en partícipe
de lo que sucede. Es la llamada “teoría del iceberg” de
Ernest Hemingway, quien fue practicante asiduo de dicha
modalidad.
Pese a la diversidad temática, el conjunto de sus
cuentos permite encontrar factores comunes, como la
“invención de otro” que puede o no ser él mismo (como en
el primer cuento que da título al libro), la especularidad,
7. 7
Prólogo
la búsqueda de libertad, los viejos, los linyeras. O en otros
cuentos, el desdoblamiento, el factor onírico o el realismo
fantástico (“Señales”, “El fin del mundo”, “Eternos instantes
de Arregui”). En primera o tercera persona, las narraciones
encuentran su cauce desde posiciones que a veces cambian
de tiempo narrativo, o se mixturan con factores de ficción,
pero que confluyen en finales clarísimos.
Si se nos permite la expresión en prosa de “minimalismo
narrativo”, el autor escribe también cuentos monotemáticos.
Así, las hormigas o una frondosa enredadera le permiten
escribir originales cuentos (“Hormigueos”, “La Planta”).
En otros, un hecho histórico como el combate de El Bellaco,
librado en 1813 en las costas del río Uruguay, en el marco
de las batallas y combates por la Independencia, el autor
escribe un hermoso cuento de final conmovedor. En un
relato breve, “Anhelos de Juan”, usa sus recursos poéticos
configurando una obra que muestra que puede simplificarse
la extensión, cuando se escribe con la naturalidad y frescura
de su prosa, mientras que, en “El rostro de Dios”, “Detrás
del origen”, o en “Ni una sombra”, deja entrever una visión
filosófica y metafísica que se suma a las inquietudes y los
elementos movilizadores enunciados. Queda claro que
sin hechos sorprendentes, o sin sensaciones de soledad, sin
desconciertos y dudas, sin perturbaciones o nostalgias, sin
preguntas ontológicas o existenciales, no hay movilizadores
que nos lleven a crear, a contar. Y Santiago Clément no está
exento de esa generalidad, afortunadamente.
8. 8
Finalmente, “Detrás del origen”, cuento con el que
cierra el libro, es una espléndida muestra de la narrativa
del autor. A mi juicio su mejor obra; la búsqueda desde
la civilización actual al hombre primitivo, al origen.
Los deseos de libertad, la opresión, la desesperación, la
noción del otro —“la otredad” que mencionaba a menudo
Octavio Paz— y la “mismidad”. El hartazgo de la vida
estructurada. La antropología, la sociología y la literatura
a pleno en este cuento de un cultor del género, escribiendo
en un estilo de vanguardia, que seguramente seducirá al
lector con este libro, y a quien le damos la bienvenida al
mundo de las letras.
Horacio Semeraro
Nota del autor
“Horacio Semeraro falleció algunos meses antes de la edición de este libro.
Fue cuentista, poeta, crítico y ensayista. Trabajó y colaboró con numerosos
diarios y revistas del país, integró diferentes asociaciones de las letras y fue
jurado en distintos concursos literarios.
Nos quedaron tantas letras por compartir… quedarán allí flotando en
alguna parte, un poco huérfanas, buscando oídos donde posarse, ojos
donde bailar.”
Prólogo
9. 9
Recuerdos de otro
Entré al baño y me enjuagué la cara. En el momento
en que el agua fría tocó mi piel, vino repentino el
recuerdo de su adiós con la mano. Debajo del dintel de
la puerta con su adiós en la mano. Tenía la seguridad
de no conocer su rostro, y sin embargo, su recuerdo
incuestionable allí en mi mente, perfectamente nítido;
sus ojos verdes, su sonrisa clara, su preciosa tristeza, su
adiós… o su chau… pero parecía un adiós. Nada más
que eso.
Camino al trabajo fui pensando en ese extraño
recuerdo surgido de la nada. Me pregunté si no estaría
relacionado con los ejercicios que había comenzado
a practicar hacía unas dos semanas. Unos ejercicios
10. 10
Recuerdos de otro
ridículos que me tenían obsesionado a punto tal de
producirme insomnio y pesadillas. Pensé también que
en realidad este raro suceso podía ser consecuencia de
las mismas pesadillas y el insomnio.
Lo de los ejercicios se me ocurrió un día durante el
almuerzo en la plaza. Martes sobre el pasto, sandwichito
de milanesa, olor a verde, botellita de coca-cola, sol en
la espalda, pajaritos entre las ramas, pajaritos ilusorios
tal vez, invento de nuestras ansias de libertad. Un
hombre de anteojos rojos estaba sentado a algunos
metros en uno de los bancos de la plaza, entregado a
la contemplación. Me quedé mirándolo mientras el
sándwich desaparecía de mis manos. Me pregunté en
qué pensaría; la mirada errante… por dónde vagaría su
mente, qué mundo verían sus ojos. Su vida separada de
la mía, dos ríos paralelos. Me pregunté qué es lo que
nos mantiene nadando en nuestro río sin poder cruzar
al de los otros, qué nos mantiene tan poderosamente
atados a nuestros cuerpos. Y me pregunté, finalmente,
si realmente estamos atados a nuestros cuerpos o no.
Una verdadera y absurda estupidez de martes en la
plaza. Pero se me dio por pensar, y cuando uno suelta
la cuerda, la imaginación vuela como un pajarito, como
esos de mentira que revolotean en las ramas entre medio
de los de verdad (los de verdad son los más opacos,
lógicamente). Y mi imaginación voló, y entonces
comencé con los ejercicios; el hombre de anteojos fue
11. 11
Recuerdos de otro
mi conejillo de Indias. Una verdadera estupidez. Me
concentré profundamente durante un largo rato; lo
miré, lo estudié, traté de meterme detrás de sus lentes
rojos, de irme a él, pero nada. Lógico, sólo un primer
ensayo.
Descubrí que el hombre iba allí todos los
mediodías… o se pasaba allí todo el día (ahora sé que
no era el día entero, porque recuerdo que en la siesta,
él —o yo— pasaba a matear un largo rato con Calvetti
hasta tarde). Cuando yo salía a almorzar él ya estaba allí,
contemplando la vida. Su invariable rutina me permitió
repetir los ejercicios los días siguientes. Pero luego
de nueve o diez días, lo inesperado; comenzaron las
pesadillas y el insomnio. El hombre de pronto se levanta
de su banquito de plaza, se acerca hacia mí, furioso, me
sujeta por el cuello y aprieta como una tenaza mientras
grita algo inentendible y escupe con su aliento a moho.
O yo que me levanto a buscar la ropa y me encuentro al
hombre dentro del placar con su insípida cara gris, sus
anteojos rojos y vistiendo mi camisa blanca. Gutiérrez,
me puse tu camisa, Gutiérrez, permiso, me voy a la
plaza Ramiro Gutiérrez, Ramiro Anastasio Gutiérrez.
Anastasio, tu abuelo el de la foto del living de la casa
de tu padre, Anastasio, absurdo Anastasio, no lo vas a
lograr, absurdo Anastasio. El sudor en mi rostro, la paz
de despertar de un mal sueño y el hartante insomnio
dos, tres horas más, hasta el amanecer.
12. 12
Recuerdos de otro
Aparte de las pesadillas, no había ocurrido nada
particular hasta la aparición de aquel primer recuerdo al
enjuagarme la cara. Debajo de la puerta con su adiós en la
mano. La plaza me quedaba casi de camino al trabajo, para
pasar por allí debía desviarme sólo tres cuadras. Estaba
ansioso por ver al hombre, pero me contuve; era tarde.
Dejé la bici, entré a la panadería, saludé a Gloria
(rellenita, simpática, unas facturas como no hay en todo
el barrio) y me puse a atender al primer cliente. Pan
calentito, aroma a pan calentito… ese aroma siempre
enredado con mil recuerdos, aquí y en la China. Un
chinito amarillo sintiendo aroma a pan calentito y
recordando las manos de su abuela china que dejaban un
pancito humeante entre sus manos, medio a escondidas
para que su papá chino no lo viera y no gritara todas esas
cosas en ese mandarín imposible del sur que hablaba él.
Entré a la cocina, tomé uno de los fuentones del
horno y al apoyarlo medio distraído sobre la mesada
me rozó un dedo. Sentí el intenso calor en la yema. Te
voy a extrañar Carmen, pero son sólo algunas semanas,
no te preocupes. Cuidate, Horacio, cuidate ¡que hacen
unos fríos por esas rutas!, te amo Horacio. Y Carmen
diciendo adiós con la mano. Bastante bonita y joven,
hermosa en mi recuerdo, y triste. Me chupé el dedo en
forma instintiva y el dolor de la quemadura se alivió
suavemente. Carmen… no conozco ninguna Carmen.
13. 13
Recuerdos de otro
Carmen te quiero, Carmen te adoro, Carmen quiero
casarme con vos, pero no tenemos plata Horacio, qué
van a decir mis padres, dónde vamos a vivir, mi padre es
un cascarrabias y no quiero que vivamos con ellos, no
importa Carmen, no importa, alquilamos un cuartito,
algo, lo que sea mi vida, mi cielo, mi alma. No conozco a
ninguna Carmen, definitivamente no conozco ni conocí
a ninguna Carmen. Volví al mostrador chupándome
todavía el dedo que ya comenzaba a doler de vuelta un
poco. Un kilo de pan y un cuartito de masitas, quince
pesos, gracias.
Que me duele un poco la cabeza, Gloria, sacá el pan
en diez minutos, que salgo un rato a fumar un cigarrillo,
que no, que no va a ser peor, que necesito tomar aire.
No sólo fue el adiós con Carmen y la propuesta de
matrimonio, también fueron sus ojos verdes, recuerdo
bien; absurdo, sus manos blancas y suaves jugando en
mi pelo, sus caricias, sus besos detrás de la oreja. El
recuerdo de mi corazón latiendo fuerte… tum, tum,
tum. Me empezó a entrar como nostalgia, una nostalgia
amarga, pena, pena gris y ojos húmedos. Absurdo, no
conozco a Carmen, por más que la recuerde, y… por más
que la ame aún, qué estúpido. Y no sólo fue Carmen…
fue también la ruta, la Renault 12 rural fundida en la
estación de Venado Tuerto, la llovizna persistente y el
viento helado y la pena húmeda.
14. 14
Recuerdos de otro
Terminé el cigarrillo, comencé a caminar, a mirar las
vidrieras tratando de distraerme. Unos zapatos de cuero
cada vez más caros, que la inflación en este país es atroz.
Una lámpara con forma de… no sé, alguna cosa horrible
y medio chueca que vale como tres pares de zapatos. Un
hombre que ofrece cambio, cambio, cambio, casi sin
abrir la boca… como un robot. Un puesto de comidas
y un teléfono viejo en desuso, y yo poniendo monedas
de mil australes, una tras otra, todas pasando de largo.
¡Clik, clak, clik, clak! Quiero hablarte Carmen, pero
estas estúpidas monedas de aluminio están mal hechas y
este teléfono de porquería no anda. La comunicación en
este país es atroz Carmencita, que se fundió la Renault
pero que aquí un hombre dice que no me preocupe, que
tal vez sea la tapa y en un par de días la tiene lista. Que
no llovizna tanto, que no hace tanto frío… que quiero
sentir tu mano jugando en mi pelo y tus besos detrás de
la oreja, aunque no pueda decírtelo Carmencita porque
estas monedas de mil están mal hechas.
Estúpidos ejercicios, a qué mente retorcida se le
ocurre. Mi cabeza no estaba bien, la cosa parecía grave.
Seguí caminando un poco, ya casi sin mirar vidrieras; a
la deriva. Decidí que si al día siguiente mi mente seguía
con ese estúpido juego pediría unos días en la panadería.
Carmen. Quién carajo era Carmen y dónde podía
encontrarla. Creo que di un par de vueltas a la manzana,
porque por la calle Vicente López ya había pasado y
15. 15
Recuerdos de otro
esa lámpara ya la vi. No podía recordar cómo había
solucionado lo de la Renault, no sé si lo solucioné…
pero recuerdo sí que después la vendí, recuerdo que en
ese entonces alquilaba un cuartito por la zona de Villa
Urquiza y tenía una foto tuya en la mesita de luz… un
cuartito muy mal iluminado. También recuerdo algunos
gritos apagados detrás de la puerta de tu casa, yo del
lado de afuera “¡Sólo a vos se te ocurre enamorarte de
ese fracasado, no seas estúpida, hija!” Que no le hagas
caso a mi papá, que es un salvaje. Pero me acuerdo que
luego en ese cuartito mal iluminado yo miraba tu foto
y recordaba tu adiós con la mano, y tus ojos verdes
húmedos de tristeza. Me acuerdo también de estar en
un colectivo de larga distancia con varias cajas encima…
cajas de zapatillas de mala marca, o alguna baratija…
Me detuve, me apoyé en el vidrio de un negocio y me
tomé la frente con la mano, cerrando los ojos. Cambio,
cambio, cambio. Recordé que te habías mudado, y
que nos veíamos medio a escondidas al regresar de mis
viajes. Qué estás flaco, Horacio. Que te adoro, Carmen,
mi cielo, mi alma, mi vida, que quiero que nos casemos
Carmencita, que voy a ahorrar para comprarme el
Citroën de Mariano y vamos a alquilar algo un poquito
más grande por la misma plata en Pergamino o en
Ayacucho, cerca de los pueblos por donde más vendo,
lejos del loco de tu padre. No conozco a Carmen, no la
conozco, no la conozco, ¡no la conozco! Se me escapó
16. 16
Recuerdos de otro
un grito, o eso supongo, porque la gente alrededor
me miraba como indignada, con repulsión, como si
tuviera un sapo colgando en la frente. Su falsa y frágil
normalidad fingida; todo mentira, todos tienen sapos
colgando en la frente o de la papada, o bichos más feos;
babosas, renacuajos, bagres, sanguijuelas. Decidí ir a
la plaza, bajé de vuelta por Vicente López, tendría que
haber ido antes, qué tonto, antes de ir a la panadería,
antes de haber recordado todo esto, Carmencita mía.
El hombre estaba allí sentado, con su cara insípida,
sus anteojos rojos y la vista perdida. Esta vez me dirigió
una rápida mirada, su cara tomó otro semblante,
como más despierto, pero enseguida volvió a su
ensimismamiento habitual. Miré su tapado gastado de
un marrón medio púrpura. Recordé entonces unas
vacaciones en Mar del Plata, un invierno hermoso de
playas desiertas al atardecer, vos jovencísima, con el pelo
ondulado como lo tenías entonces, y esos pantalones
anchísimos en los pies, muerta de frío, con mi tapado
marrón púrpura que te llegaba casi hasta los tobillos,
abrazándome, abrazándome en un beso que me hizo
un nudo de nostalgia que subió desde el estómago y se
atoró en la garganta hasta hacerme dar un corto sollozo.
Carmencita…
¡Oiga, oiga! ¿qué hace?
Levanté la mirada, estaba arrodillado frente al
hombre, cubriéndome la cara con un pedazo de su
17. 17
Recuerdos de otro
tapado que colgaba desde la cintura. Me di cuenta de
que había llorado, sentía los mocos en mi nariz y los ojos
hinchados. Carmencita, atiné a decir. En su rostro se
dibujó repentinamente una leve sonrisa melancólica, un
brillo dulce en los ojos, las cejas ligeramente arqueadas
hacia arriba en un gesto de infinita tristeza que contrastó
profundamente con el gesto de insípida indiferencia que
había observado en él hasta ahora. Entonces lo reconocí.
Reconocí el reflejo de su rostro en el espejo retrovisor de
la Renault, en el espejo del hotel mientras me anudaba la
corbata, en el vidrio detrás del cual se veían fusionados,
como una alegoría del enamoramiento, tu rostro y el
mío, Carmencita. Llevé sin pensarlo las manos al rostro
del hombre que me miraba ahora asustado. Me invadió
un nerviosismo incontenible. Comencé a gritarle
desesperado, “¡Carmencita, Carmencita, dónde está
Carmencita, dónde está!” “¡No lo sé, muchacho! No lo
sé… …fue hace tanto tiempo… no lo sé…”. Me quedé
mirándolo fijo a los ojos, tomando aún su rostro, viendo
como comenzaban a formarse las lágrimas que luego
corrieron por sus mejillas. Sentí súbitamente que me
ascendía un dolor agudo por la espalda, hasta la cabeza,
como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Solté
bruscamente el rostro del hombre, me levanté, me di
vuelta y comencé a caminar desorbitado, pesadamente,
como si mi cuerpo estuviera entumecido, avejentado.
Recuerdo escuchar cómo se iba perdiendo detrás de mí
18. 18
Recuerdos de otro
el sollozo entrecortado del hombre, diciendo aquello,
aquello que en ese momento no comprendí “¡Gracias,
muchacho! Gracias por sacarme esta carga de encima,
gracias por llevarte los recuerdos…”. Me acuerdo que su
voz me pareció tan joven y tan… tan conocida.
Me alejé confundido, caminando dificultosamente
conlosrecuerdosquefluíanahoracomouncaudalosorío
hacia mi cabeza; la escuela, los pantalones con tirador, la
gomina, dos padres que no eran los míos, la secundaria,
la facultad, todo, y Carmencita, clara, nítida, impecable
en mi recuerdo, y su adiós en la mano… en algún lugar
que es lo único que no puedo recordar… y la soledad
en mi cuartito de villa Urquiza llorando su retrato, y el
alcohol, y finalmente la resignación, y luego las mañanas
en la plaza y en la tarde la mateada larga y compinche
con don Calvetti… De dónde, de dónde venía todo eso.
Me detuve, me apoyé en un ventanal, me tomé el rostro
y traté de serenarme, comencé a pensar en mis cosas, en
la panadería, en Gloria y sus facturas de dulce de leche,
en los cactus que trataban de sobrevivir mirando la
ciudad desde el balcón de mi cálido departamentito, en
las salidas con los muchachos, en mis últimas vacaciones
en Villa Gesell, en mi bici camino al trabajo, en Gúliber,
mi perro, en la música mía y en mi mente desatada,
soñadora y absurda… en mí río, en mí río, en mí río
que no se cruza con ningún otro río.
19. 19
Recuerdos de otro
Mi pulso se calmó, hasta me sentí algo adormecido.
Hablaría con Gloria para pedir algunos días y poder
sacarme de la cabeza toda esa estupidez que se me
había metido… y dejaría de ir un tiempo a esa plaza.
Volvería a almorzar al bar de la vuelta para charlar un
poco con la gente y distraerme. Ahora, luego de cerrar
la panadería, iría a mi departamento, me compraría una
cervecita, pediría algo en el delivery y vería en la tele
alguna comedia bien sonsa para despejarme. Sí, todo
eso pensé, ya tranquilo, seguro de la única realidad;
mi río. Pero cuando levanté la vista, el ventanal me
devolvió mi mirada asustada detrás de unos anteojos
rojos en un rostro avejentado que no era el mío (pero sí)
vistiendo un tapado de un color extraño entre púrpura
y marrón, atrozmente gastado, el mismo con el que te
tapabas mientras corrías aquel dulce invierno por la
playa, Carmencita mía.
Cuento consagrado finalista en “Concurso de cuentos Falsaria”, Madrid,
España, 2011; publicado en antología del certamen.
20.
21. 21
El veterano Armiño Gómez
En el pueblo nunca nadie se interesó en el caso de
don Armiño, el loco Armiño. En realidad a nadie le
importaba el viejo, y ahora ya lo han olvidado. Como
el óxido que roe las vías del ferrocarril, así es el olvido;
hace desaparecer las cosas y las gentes. Y en esta patria,
el óxido del olvido avanza y devora obras, esfuerzos y
héroes. El tren que trajo el progreso, y en el que alguna
vez llegó don Armiño, nunca volverá a este pueblo; y el
progreso tampoco, a no ser, tal vez, que comencemos a
recordar.
Armiño parecía muy muy viejo, aunque no tanto
como él decía. Igual nadie le creía; yo tampoco,
porque desde bien chiquito me enseñaron Armiño el
loco, y entonces yo por supuesto, Armiño el loco. Y es
absurdo, pero nunca nadie sintió curiosidad por su caso.
22. 22
El veterano Armiño Gómez
Ni siquiera la gente del municipio que, si hubieran
dado crédito a mi historia y a las pruebas que descubrí,
podrían haber aprovechado a Armiño como un excelente
atractivo turístico para el lugar (y aún podrían hacerlo).
Pero él estaba allí en la vieja estación como un fantasma
a quien nadie ve; uno más de tantos.
Yo me interesaba en don Armiño lo mismo que
todo el pueblo; es decir nada. Hasta que una tarde,
doña Luisa, la viejita del polirrubro, me dice como tal
cosa que cuando ella era chica la mamá la llevaba a la
estación los domingos para recibir a su padre que volvía
de Buenos Aires y don Armiño, que era el guarda, la
divertía con sus morisquetas. ¿Y cómo era don Armiño
en ese entonces, doña Luisa? Era viejo, m’hijito, muy
viejo. En ese momento creí que doña Luisa desvariaba.
Les pregunté a otros viejos del pueblo, y todos me
decían lo mismo, el viejo Armiño, ya era viejo. Sin
embargo a nadie le llamaba la atención esto. ¡Ah, qué se
yo! tendrá cien años, decían levantando los hombros sin
interés. Pero yo hacía cuentas (cosa que ellos al parecer
no sabían hacer), y las cuentas no cerraban.
Me propuse entonces conocer a don Armiño y su
historia, y al hacerlo me convencí casi de su locura. Su
aspecto, sus gestos, su forma de hablar, su acento, su
memoria yendo de aquí para allá enmarañada en los
años, hablando de cosas antiguas como si hubiesen
ocurrido hacía un año, o ayer, o aquel mismo día,
23. 23
El veterano Armiño Gómez
haciendo un gran engrudo con el tiempo. Sin embargo
me sorprendió la precisión en los detalles de sus historias,
la capacidad de narrar los hechos con pormenores y
de una forma tal que a uno le daba la certeza de estar
hablando con alguien que realmente había vivido
aquello. Y de pronto su mente se iba y sin que viniera
al caso se ponía a cantar “de aquel cerro verde, quisiera
tener, hierbas del Olvido, para no querer”. Ésa la
cantaba un tal payador Vega, m’hijito, un mulato que
nos acompañaba en la campaña. ¿La campaña? ¿Qué
campaña? Ese día me contó la historia de su sablazo, y
me mostró la espalda; una enorme cicatriz le atravesaba
la raquítica espalda desde el omóplato hasta casi la
cintura. Me dijo que fue al sur de Entre Ríos, en un
arroyo confluente al Uruguay, entendí arroyo El Befaco.
Esos chapetones eran duros de morir me dice, pero
más duro fui yo. Yo no entendía de qué me hablaba.
Entonces me contó que unos compañeros habían visto
por la mañana que habían fondeado unos barcos en la
desembocadura del arroyo, y entonces el comandante
de la villa los había llamado a alistarse, pero recién
atacaron al día siguiente, y como él era guapo fue uno
de los primeros en subir a la nave, con Gorosito, y fue
ahí mismo... ¡traz! el sablazo en la espalda, que primero
casi ni se dio cuenta por la animosidad de la lucha, pero
después el desmayo y despertarse ya en la enfermería.
Él había hecho saltar al agua al menos a dos chapetones
24. 24
que se habrían ahogado en el río, los muy puercos.
Y su premio fue esa cicatriz que lo acompañó siempre.
A los pocos días estaba yo en casa leyendo unos cuentos
de Lugones y veo la palabra chapetones y me di cuenta
de que así llamaban a los españoles en las épocas de las
guerras de la independencia y entonces me dije: Armiño
está loco.
Lo descabellado de la historia de Armiño luchando
con españoles me dejó realmente perplejo. Se me ocurrió
entonces llamar a un amigo entrerriano que vivía en
Gualeguay. Le pregunté si podía averiguarme algo sobre
una batalla con dos barcos en un arroyo El Befaco o algo
así, cerca del Uruguay. Me llamó a los pocos días y me
dijo sí, averigüé en la biblioteca, no es El Befaco, es El
Bellaco, y es justamente cerca de acá, es un arroyito de
nada que apenas si podés pescar una tararira, pero nada
más, y puro barro. Que en 1813. Sí, Mariano, la batalla
fue en 1813, seguro.
Le pregunté a Armiño si había luchado otras
veces y me dijo que sí, que había andado por muchas
regiones, sobre todo por el litoral que era su patria,
pero que sólo esa vez lo habían herido, lo que resultaba
muy sonso porque había sido la batalla más sencilla
de todas, que Nazario siempre se le reía por eso. Era
bravo ese Nazario, y guay de gritón para mandar, salvo
conmigo; conmigo era diferente porque llevábamos los
dos el mismo apellido; Gómez, aunque Nazario se hacía
El veterano Armiño Gómez
25. 25
llamar Nazario Lucero para que le temieran más, y en
los fogones cantaba siempre una copla que remataba así:
Nudo al lazo de mi suerte,
quiso así el hado ceñir;
si llego a partir,
ausente de ti me muero.
Ley de Nazario Lucero,
te lo jura hasta morir.
Pero Nazario Lucero era en realidad un bandido
bravo de las sierras que ya estaba viejo y medio olvidado;
este Nazario era bravo también pero era un hombre
derecho, y no un bandido. Anoté estas cosas pero me
contó muchas otras más, aunque era difícil seguirle el
hilo a Armiño, porque se ponía a hablar de una campaña
con las montoneras aliadas a Urquiza y de pronto decía
que en los patios de la casa donde habían armado el
cuartel había un naranjo, pero que las naranjas tenían
polvillo y estaban abichadas, que venga, que mire y le
muestro, y te llevaba detrás de la estación, y te mostraba
un naranjo con las naranjas abichadas y uno ya no
sabía de qué hablaba, y si lo del cuartel era cierto o
era parte de una madeja de historias fantasiosas que
el viejo inventaba haciendo uso de alguna capacidad
sobrehumana de crear imágenes y momentos falsos y
ubicarlos a la perfección dentro de hechos históricos
ciertos. Yo sé poco y nada de historia, en cambio el viejo
El veterano Armiño Gómez
26. 26
nombraba lugares, personajes y acontecimientos (los
anoté) con una naturalidad que resultaba convincente;
algunos me sonaban conocidos, pero la mayoría no:
Juan Pablo López el Mascarilla, Francisco Ramírez,
el arroyo Espinillo, Rincón de Ábalos, Artigas, el
domador Hereñú, don Pazos y su robo en los potreros
de Arengurú, o algo así y qué sé yo cuántas cosas más.
Me dijo que todas esas cosas eran de joven, que la sangre
le quemaba en las venas; a todos les quemaban las venas,
y las sienes latían, no como ahora, y se la pasaban de
aquí para allá guerreando y llevando todas sus cosas
a cuestas; mujer y gurises también. Pero que después
se fue poniendo viejo y se fue quedando, y los hijos
se fueron yendo para aquí y para allá, y que volvió a
su pueblito natal, pero cuando llegó ya no quedaban
muchos de los que estaban antes, y de a poquito todos
se fueron muriendo, menos él, que seguía viviendo y
viviendo. Finalmente la miseria lo terminó llevando a
Buenos Aires y consiguió que la Sociedad del Hierro, o
del Camino de Hierro, lo contratara de sereno para una
estación del Ferrocarril Oeste. Después nombró otras
muchas estaciones más en las que estuvo, en el Urquiza,
en el Mitre, y que después me afinqué en las orillas, en
el tiempo de los taitas y compadritos, y ahí me encontré
con la Clementina, una nieta de un viejo amigo de mis
pagos, don Juárez, muerto hacía mucho tiempo, y el
hijo de la Clementina se enredó en líos, porque mató
a un tal Garmendia en una pelea y para zafar se tuvo
El veterano Armiño Gómez
27. 27
que meter en el partido y fue ahí que hizo contactos y
me recomendó a mí a los del Ferrocarril Sud, y terminé
de sereno en la estación de Dolores. Pero me aburrí y
pedí un traslado; no estaba acostumbrado a esa vida
sedentaria. Pasé así por muchos pueblos hasta que llegué
aquí, m’hijito, ya hace más de setenta años, y me sentí
viejo para seguir trotando campos, así que me quedé
siempre aquí, en esta estación, que hace más de treinta
años está abandonada.
Tomabanotadetodaslassorprendenteseimprobables
anécdotas de Armiño para intentar encontrar algún
elemento que pudiera probar su veracidad. Fui con mis
anotaciones a ver al director del diminuto y vacío museo
del pueblo para tratar de corroborar algunos nombres
y fechas de combates, y sobre todo con la esperanza
de interesar al director sobre este caso. Pero no fue de
mayor utilidad. El hombre no parecía saber mucho más
de historia de lo poco que yo sabía. Incómodo por mis
preguntas, intentó llevar una y otra vez la conversación al
ferrocarril y al progreso que implicaría para el pueblo si
volviera a funcionar. Yo volvía a Armiño, pero el director
desviaba invariablemente el tema, hasta que finalmente
miró fijo la puerta y entendí que me despedía. Traté
de interesar a otras personas sobre el caso de Armiño,
pero invariablemente todos terminaban desviando la
conversación hacia cualquier otra cosa, como si Armiño
en realidad no existiera o fuera un ruinoso espectro que
había que sepultar en el olvido.
El veterano Armiño Gómez
28. 28
Pasé muchas semanas pensando en don Armiño,
releyendo las notas que había tomado, repasando las
fechas y los nombres, tratando de encontrar alguna pista
que pudiera seguir para comprobar si él realmente había
vivido al menos uno de todos aquellos hechos. Pero me
enmarañé en su madeja de historias improbables sin
encontrar la punta del ovillo.
La línea roja de sangre que brotó lerda en mi cara una
mañana mientras me afeitaba, me hizo volver a pensar
en la herida de sable en la espalda de don Armiño. La
batalla de El Bellaco había sido la única en la que el viejo
había resultado herido de gravedad, según sus dichos.
Ese día llamé nuevamente a mi amigo de Gualeguay y le
pedí que me averiguara si la batalla de El Bellaco había
sido una batalla grande o un combate pequeño, como
había dicho Armiño, y si podía que consultara también
cuántas bajas hubieron del lado argentino.
Mi amigo me llamó a la semana siguiente. Me dijo
que había consultado y la batalla había sido apenas una
gresca; el asalto a unos barcos que habían fondeado
en la desembocadura del arroyo sobre el río Uruguay.
Respecto a las bajas, no había consultado. Le insistí
para que averiguara ese detalle, pero cuando lo llamé
algunos días después, me dice que por qué no te venís
a pasar el carnaval que empieza en diez días y averiguas
vos, que ahora está todavía mejor que cuando éramos
chicos. Guardo pocos recuerdos tan grandiosos como
El veterano Armiño Gómez
29. 29
aquellos corsos; las vueltas entre comparsa y comparsa,
las corridas a las chicas para empaparlas y robar de paso
alguna sonrisa o algún reproche indulgente; los amigos,
la cerveza. El jueves siguiente por la mañana temprano
me tomé un colectivo con combinación en Buenos
Aires para Gualeguay. Antes de ir a la terminal pasé una
vez más por la estación del tren; don Armiño estaba
sentado en su sillita mirando el horizonte, o al universo
todo. Su ojos perdidos en la inmensidad de la pampa,
como flotando bajo la eternidad pálida del cielo, ajeno
al tiempo. ¡Me voy para sus pagos, don Armiño! Me
miró y pude casi palpar la nostalgia que, en medio de
mil arrugas, lloraron aquellos ojos. Dése una vueltita
por Concepción y mándele saludos a Nazario, si es que
anda todavía por allí. Y a los Juárez dígales que la vi
a la Clementina por las orillas en Buenos Aires, que
vive humildemente pero está bien… Aunque tal vez ya
hayan muerto… si fue hace tanto tiempo… Y gracias
por molestarse, joven, alce allí una copa en mi memoria,
y sobre todo en la memoria de todos los hombres y
mujeres de aquellos tiempos.
Llegué a Gualeguay al caer la tarde, José Luis me
esperó en la terminal, fuimos a la casa, nos vestimos,
visitamos a unos amigos suyos y nos fuimos derecho
para el corso. Nos divertimos como nunca y nos
emborrachamos; creo que terminamos abrazados
llorando, reviviendo nostalgias y prometiendo amistad
El veterano Armiño Gómez
30. 30
eterna. Al día siguiente me desperté pasado el mediodía
con un terrible dolor de cabeza. La biblioteca ya había
cerrado y no volvía a abrir hasta luego del fin de semana.
El lunes temprano estaba allí; hablé con la señora a
la que José Luis había consultado las otras veces. Me
contó que sobre el combate de El Bellaco no había
encontrado más que una breve reseña en un libro, y que
era la información que le había dado a mi amigo. Estuve
revisando índices durante todo el día hasta el hartazgo,
pero no encontré ningún otro libro que mencionara la
batalla. El martes fui a hablar con un historiador local
que daba clases en una escuela ubicada al lado de la
iglesia San Antonio. Me recibió en la sala de profesores.
Cuando le consulté por la batalla los otros dos profesores
que estaban presentes hicieron muecas de desconcierto
y confesaron sin un atisbo de pudor que ni sabían que se
habían luchado batallas por esos pagos. Sin embargo, el
historiador conocía bastante sobre la batalla El Bellaco y
me dio un dato importante que la mujer de la biblioteca
no me había mencionado; me dijo que había sido una
escaramuza y que estaba casi seguro de haber leído en
algún lugar que no habían ocurrido bajas en el ejército
patrio. Esto me esperanzó, porque si no habían existido
bajas era razonable esperar que un hombre herido en
combate fuera un incidente destacado como para que
lo hubiesen colocado en los partes del combate. Le
El veterano Armiño Gómez
31. 31
pregunté por Nazario Gómez o Nazario Lucero, pero
no recordaba haber oído esos nombres. Solamente
mencionó a un tal capitán Gregorio Samaniego, del que
tomé nota.
Al día siguiente volví a internarme en la biblioteca
para tratar esta vez de hallar alguna pista sobre el capitán
Samaniego. Luego de casi siete horas de frustrante
búsqueda di entusiasmado con un libro amarillento y
quebradizo llamado Batallas en las costas del Uruguay,
que detallaba brevemente el combate de El Bellaco.
La batalla había sido en el verano de 1813. Milicias
improvisadas con pobladores del lugar habían tomado
por asalto tres goletas realistas. Sin bajas por parte de
los criollos; algunos realistas muertos y un puñado
de prisioneros. El único nombre que aparecía era
efectivamente el del capitán Samaniego. Sin embargo,
en la bibliografía del capítulo donde se hablaba de la
batalla se citaba un libro titulado Batallas del litoral en
las guerras de la independencia argentina. Busqué en los
catálogos de la biblioteca pero el compendio no aparecía
en las existencias. Al día siguiente me despedí de mi
amigo y decidí, de regreso para mi pueblo, hacer una
parada de unas horas en Buenos Aires.
Su frenesí de colectivos, autos y peatones, su
concierto de bocinas y sirenas y sus brumas de hollín,
hacen que Buenos Aires sea para mí un lugar bastante
El veterano Armiño Gómez
32. 32
desagradable. Sin embargo disfruto de caminar por la
costanera mirando el ignorado río fluir en su barrosa
mansedumbre. Dejé el equipaje en Retiro y luego de
un paseo por la costanera me fui, siempre a pie, hasta
la Biblioteca Nacional. Pedí un catálogo y al revisarlo
sonreí feliz ante el primer asombro de aquel día; figuraba
en existencias el título que buscaba.
Un hombrecito pequeño y gris, que parecía no
haber recibido jamás la luz del sol en su rostro, me guió
por entre pasillos también grises y umbríos. Tomó una
endeble escalerilla por la que temerariamente subió casi
tres metros hasta alcanzar un estante del que sacó un
libraco de tapa dura, amarillento y cubierto de polvo.
Me lo entregó recomendándome suma delicadeza.
Tenía varias hojas desgajadas. Lo tomé ansioso, agradecí
y me senté en una mesa de lectura. Busqué un rato
en los índices y di con un capítulo que hablaba sobre
batallas en la zona de Gualeguaychú y Gualeguay. En la
cuarta hoja del capítulo encontré la primera referencia
a la batalla de El Bellaco. Sin embargo de la batalla se
referían pocos pormenores; se detallaba en cambio un
intrincado litigio entre dos pobladores de Gualeguay
que se enfrentaban por la propiedad de una de las
goletas tomadas en la refriega, la Goleta Nuestra Señora
del Rosario, de la que finalmente se adueñó un tal don
Antonio Texo. El detalle más interesante que encontré
El veterano Armiño Gómez
33. 33
en estas primeras páginas hacía referencia a una bandera
española arrebatada en pleno furor de la batalla por dos
valientes soldados que se habían arrojado al río con
el sable entre los dientes y habían tomado por asalto,
ellos solos, una de las goletas. La bandera había ido a
parar a la Iglesia San Antonio, de Gualeguay, contigua
al colegio donde me había citado con el historiador, y
había sido dedicada a su patrono como trofeo de las
armas de la patria. Tomé nota de este detalle con la idea
de pedirle a mi amigo que se acercara por la iglesia para
averiguar si no estaría aún por allí aquella bandera. En
la tercera página se me apelotonó toda junta la sangre
en el corazón. Di, lleno de asombro, con el nombre de
Nazario Gómez; alférez Nazario Gómez, el hombre de
las enredadas historias que me había referido el viejo
Armiño; comencé casi a temblar de la emoción. Me
devoré la página que narraba, ahora sí, detalles concretos
de la batalla, aunque no daba ningún otro dato del tal
Nazario. En la cuarta y última página del capítulo se
transcribía, en forma textual, el parte de batalla: “El doce
del que gobierna á las tres y media de la tarde tube parte
por una de las guardias que amparan la boca de este
Riacho, que dos buques enemigos estaban fondeados á
su frente”, etc. Luego se detallaban todos los elementos
secuestrados, entre los que se contaba la mencionada
bandera, y finalmente leí, ya en un síncope de asombro,
El veterano Armiño Gómez
34. 34
esta última frase: “Los prisioneros que quedan en este
quartel son 17, de los quales hay 3 gravemente heridos:
4 negros esclavos tomados; entre estos aseguran que los
muertos fueron 6 contando con 2 que se precipitaron
al Uruguay, y que probablemente han perecido: por
nuestra parte no ha habido la menor desgracia, salvo
la herida de uno de los valientes que tomó la bandera,
el soldado Armiño Gómez, que, con el auxilio de Dios,
confiamos que sanará”.
Desbordando de ansiedad y entusiasmo, copié
a mano todo el capítulo (¡iluso!), porque no estaba
permitido fotocopiar aquel libro a causa de su fragilidad.
Luego devolví el volumen al hombrecito gris, sin poder
disimular mi exuberante emoción. Revolucionaría el
pueblo, sabía que revolucionaría el pueblo, y tal vez más
aún ¡un héroe de la independencia! Vendrían de todo el
país a verlo; qué digo del país ¡del mundo! Repararían
las vías, restaurarían la estación que los domingos se
llenaría de gente como en los viejos tiempos, y doña
Luisa iría a recordar allí a su padre con lágrimas en los
ojos. Los incrédulos del pueblo harían fila para saludar
al viejo, y ya nadie lo llamaría loco. Remozarían la
plaza y las veredas, volverían a plantar los naranjos del
bulevar, a regar el césped, a pintar los frentes de la casas,
se instalarían nuevos comercios y casas de comida para
atender a los turistas y el pueblo rebulliría exultante de
prosperidad.
El veterano Armiño Gómez
35. 35
Regresé a Retiro casi corriendo, busqué mi equipaje
y saqué boleto en el primer colectivo que salía para el
pueblo; ya había anochecido. Tuve que esperar una hora
y media para la partida, tiempo que aproveché para
planificar la forma en que daría a conocer la noticia.
Lleguéalpuebloantesdelamanecer.Fuiacasa;dormí
un poco pero me levanté temprano, me di una ducha,
tomé toda la información que había documentado y
salí hacia la estación para hablar con el viejo antes de
anunciar a todos mi descubrimiento. La estación estaba
desierta; no como de costumbre, sino más aún, pues
Armiñonoestabatampoco.Aunosmetrosdelaestación,
al costado de las vías, había una anciana de pie, mirando
hacia los árboles. Me acerqué. No la había visto nunca;
tenía un rostro tristísimo. Con un tono de voz aún más
triste y extraño, lejano, como si viniera de otro lugar, u
otro tiempo, me dijo “Estas historias siempre terminan
igual y son tristes, m’hijito, Armiño murió hace dos días;
la gente de la municipalidad lo llevó ayer temprano al
cementerio; sólo yo fui al entierro, sólo yo y el cura, que
ni habrá notado mi presencia”. Se me cayeron todos los
papeles al suelo. Me arrodillé y me cubrí el rostro con
las manos. Los pájaros allí en los árboles entonaban su
mañana en un trinar de alba que no conoce del paso del
tiempo. Los rieles mancharon mis rodillas con su óxido;
óxido que no se detendrá hasta carcomer por completo
las vías, para que nadie recuerde que allí hubo un tren,
y una estación, y un héroe.
El veterano Armiño Gómez
36. 36
Cuando me levanté la anciana ya no estaba. Fui hasta
el cuartito de Armiño; la puerta estaba entreabierta. No
había más que un viejo catre desvencijado, una mesa con
un mate aún con yerba, un calentador y una pava; una
lámpara pobrísima y una mesita de luz con un cajón.
Abrí el cajón y hallé allí adentro algo que nadie creerá;
como no creyeron en el pueblo mi historia, como no
creen ya que haya vivido un viejo sin edad en nuestra
estación durante tres cuartos de siglo; porque ya lo han
olvidado por completo. En el cajón descansaba, roído
por la polilla, un pedazo de tela viejísimo y prolijamente
doblado. Lo extendí con mucho cuidado; a los lados
tenía dos franjas cuyo rosado desteñido fue alguna
vez rojo, y en el medio una franja amarillenta en cuyo
centro podía adivinarse, entre manchas, un escudo
español. Pero aunque no crean mi historia, allí está la
estropeada bandera, la dejé de nuevo en la Iglesia San
Antonio, donde tal vez estén también los fantasmas de
Armiño, Nazario y los otros valientes de la batalla de El
Bellaco, custodiando el trofeo de las armas de la patria;
ya olvidado, como todos ellos; como la patria, y los
rieles de su progreso; olvidados para siempre; salvo tal
vez que un día comencemos a recordar.
El veterano Armiño Gómez
37. 37
Eternos instantes
de Arregui
El 20 de marzo de 2064 a las 10.45 de la mañana, el
ingenieroArregui,ancianoya,desaparecerepentinamente
de su taller junto con su máquina, justo en el instante
en que aprieta el botón verde. Su taller tal vez también
desaparece, y yo, y usted, y el universo que, de todas
formas, es y vuelve a ser una y otra vez, como todo,
como todos.
El 27 de octubre de 1999, el ingeniero Arregui (que
todavía no es ingeniero) moja la madera de la mesa
sobre la que apoya los codos; la moja con el agua salada
de sus lágrimas, agua que vertió y verterá en muchos
de sus muchos días de existencia. Pero este día sus
lágrimas mojan la mesa no sólo porque allí arriba, en
la cama, yace tendido y casi sin aliento su padre, sino
38. 38
Eternos instantes de Arregui
por el remordimiento que es un pájaro carpintero en
su cabeza; tic tac tic tac, pica que pica que pica. Tan
sólo un mes atrás, el señor Arregui (padre), un hombre
maduro pero aún con energías, baja de su cuarto vestido
de bermudas, camisa de mangas cortas y chaleco, con
un bolso en una mano y una caja con un montón de
anzuelos en la otra (aunque nunca fue a pescar, al menos
que él recuerde). En la cocina se encuentra con su hijo,
quien le había anunciado el día anterior que no iría a
pescar con él. Pero el señor Arregui está allí parado en
la cocina muy confiado en que logrará convencer a su
hijo. Se equivoca; su hijo hace un tiempo ya que siente
rechazo hacia su padre; no se explica bien por qué,
sencillamente lo siente. Piensa que tal vez sea la edad; los
viejos siempre dicen que a los quince años uno está en
la pavada y sólo busca rebelarse. Pero los viejos escriben
cosas sobre los chicos que casi nunca son ciertas. A
Arregui hijo siempre le divirtió leer las sonseras que los
grandes escriben sobre los chicos; lee infinidad de notas
en el diario que tratan de explicar el porqué de cada una
de las reacciones infantiles y adolescentes y se descascara
de risa, y se pregunta por qué los grandes no les encargan
escribir a los chicos esos artículos que tanto mejor lo
sabrían hacer. Ahora los artículos de comportamientos
adolescentes dicen que los jóvenes tienen necesidad de
rebelarse, pero no es eso; simplemente le resulta aburrido
salir con su viejo a calcinarse en una canoa, o a meterse
39. 39
en un museo lleno de moho, o salir a almorzar solos y
visitar a la tía Angustias. Pero se arrepiente, mientras sus
lágrimas caen en la mesa se está arrepintiendo, y sube al
cuarto de su padre y lo abraza, y le dice viejito, viejito,
voy a salir a pasear por el parque con el sol partiéndonos
la cabeza, voy a ir a almorzar con vos una y mil veces,
para que me enseñes a tomar vino, voy a salir para que
pesquemos en canoa y alimentemos a todos los peces
del delta con nuestras lombrices mal encarnadas. Ya
no hay tiempo para eso, hijo, pero no importa ahora,
para mí este abrazo es como un paseo en canoa. Y el
señor Arregui se va yendo a la deriva por la orillita de
ese abrazo, en un suave balanceo, imaginando que es un
Pedro Canoero que se va arrastrado por la corriente a su
dulce ocaso. Y el futuro ingenierito piensa, algunos días
después, en el tiempo que no hubo, en el tiempo que no
regresa, según dicen los viejos… según dicen.
El 20 de marzo de 2034 a las 22.00 el ingeniero
Arregui festeja sus cincuenta años. En realidad él no
los festeja todavía, sino que lo festejan sus amigos y
sus parientes, porque él tiene la cabeza en un cálculo
endemoniado que no cierra. Pero dos de sus mejores
amigos (uno es con el que está brindando por Alejandra
a las 4 de la mañana) dicen que eso no puede ser, que
dejate de joder ahora con tus teorías, y lo sacan a los
tirones una y otra vez de su taller, y le arrancan la tiza
con la que garabateó todo el pizarrón y se la cambian
Eternos instantes de Arregui
40. 40
Eternos instantes de Arregui
por un vaso lleno de cerveza, y entonces sí, el 21 de
marzo a las 00.30 horas, con un vaso de cerveza en alto,
Arregui brinda por todos los presentes y se entrega a
festejar su cumpleaños que ya es ayer. Pero no brinda
aún por Alejandra, por Alejandra brindará después,
justamente a las 4 de la mañana, cuando el gordo Berti
le hace recordar su cumpleaños de treinta cuando; y él
qué buena que estaba Alejandra, y qué dulce que era
Alejandra, y te acordás qué tonto cómo la perdí; por
llegar tarde, fue por llegar tarde; por estudiar. No por
estudiar una materia, sino este tema del tiempo, y ella
estaba en el restaurante sentada, y yo me olvidé, qué
bruto, y tenía el teléfono apagado, como siempre en mi
taller, y ella que habrá dicho me tiene harta, y habrá
pedido una soda para esperar, o una cerveza, y habrá
querido revolearle la botella por la cabeza a cualquiera,
haciendo de cuenta que era mi cabeza, para que
reviente de una vez y desparrame todas esas estúpidas
ideas que tenés y pienses un poco en mí, y en las cosas
importantes. Sabés qué pasó gordo, finalmente prendí el
teléfono y vi sus llamadas perdidas, y la llamé; me gritó,
enfureció y me hizo ir igual al restaurante, sólo para que
el mozo me diera un papelito que decía “llegaste tarde,
pero por última vez”. Porque era una manía mía, llegar
media hora tarde a todas nuestras citas; no sé por qué;
y efectivamente fue la última vez, no me la perdonó.
41. 41
Eternos instantes de Arregui
Pero cuando vuelva también voy a cambiar eso, voy
a llegar temprano antes de que ella diga que la tengo
harta, antes de que pida una soda y le revolee la botella
al mozo queriendo reventar mi cabeza para desparramar
mis estúpidas ideas que no son estúpidas, Alejandra. A
las seis de la mañana Arregui se duerme, o más bien se
desmaya con su borrachera y sus cincuenta años sobre
un sofá, sin saber que le quedan aún treinta años de
estar recordando a Alejandra.
El 7 de octubre de 2045 a las 21.34 el ingeniero
Arregui está mirando por la ventana mientras un rayo
parte un árbol a quinientos metros de distancia y un
bramido formidable inunda todo el mundo (el mundo
de Arregui). En su cabeza sus neuronas lanzan rayos
también, minúsculos rayos que combinados recrean
en su mente el recuerdo de aquella tarde mientras
cabalgaba con sus primos en un campo de La Pampa,
o de Neuquén, y el caballo se asusta y él cae al piso.
Anota; 1996 o 1997, atención, sujetar fuerte las riendas.
Se han apartado de la casa hasta un río que baja marrón,
arrastrando la tierra que va al mar para mezclarse con
el agua salada que luego regresará dulce y limpia a los
campos o a la montaña. Llevan los pelos mojados,
igual que los trajes de baño, y una sonrisa indeleble de
inmejorable infancia en los rostros. Van sin estribos,
y de montura tres aperos, y las pantorrillas llenas de
42. 42
transpiración y pelos de los caballos. El calor aplasta
las hojas de los pastos que ondulan con el viento que
se agita nervioso anunciando tormenta; pero ellos no
la ven, no la ven hasta que aparece allí plomiza en el
horizonte. Pero igual no les preocupa, se han alejado
bastante de la casa pero qué importa llegar tarde, aunque
los viejos después refunfuñen un poco, y entonces
galopan, siempre con sus sonrisas y entre algunos
alaridos que están allí flotando en 1996 o 1997, justo
un instante antes de que ¡pumba! cae un rayo a unos
cientos de metros del futuro ingenierito Arregui y él no
agarra bien la rienda en el momento en que el caballo
empieza a corcovear y al piso, y uno de los huesos del
brazo, el cúbito o el radio, se parte en un agudo dolor
que pinza los nervios y está ahí mordiendo la nuca, y el
viejo ingeniero se toca detrás de la cabeza y anota en un
rincón del cuaderno; sujetar bien fuerte las riendas para
evitar quebrarse el brazo.
El 5 de enero de 2002 el futuro ingenierito Arregui
duerme con los ojos abiertos en la cama, o sea no duerme,
pero sueña. Su mente afiebrada (no de fiebre sino de
ideas) no para de pensar. Ha leído mucha literatura y
poca física, y piensa que el universo está loco y lleno
de agujeros, igual que la ciencia que se jacta de lógica
en su engranaje aparentemente perfecto, henchida de
ciego orgullo en su falacia, creyendo que si dos más dos
son cuatro, todo el resto se explica de la misma forma;
Eternos instantes de Arregui
43. 43
si suelto una piedra se cae, si golpeo un tambor suena,
si pongo un ladrillo en una bañadera Eureka y el cateto
y la hipotenusa y el pasado pisado; todas falacias que
serían verdades en un universo sin agujeros (el futuro
ingenierito se levanta, se asoma a la galería y mira el cielo
repletísimodeestrellas;paraquépusoDioslasestrellas…
¿sólo para inspirar a los hombres? allí hay un agujero,
allí hay otro, y allá como diez más), falacias que serían
verdades en un universo sin agujeros, no en uno que
tiene más buracos que un queso gruyer. Tres noches más
tarde el futuro ingenierito está mirando nuevamente las
estrellas; piensa en su viejo y el remordimiento pica tic
tac en su cabeza y, aunque ya no puede, quiere salir con
él a pasear por el parque con el sol partiéndole la cabeza,
y quiere salir a almorzar y a pescar para alimentar todos
los peces del delta, y piensa que el tiempo tal vez tenga
también sus agujeros. Diez minutos más tarde decide
que sí, que va a estudiar ingeniería para demostrarles a
todos esos ingenuos cerebritos.
El 7 de octubre de 2051 por la mañana, el ingeniero
Arregui está en el taller; el que todavía no desapareció.
Va hasta el escritorio y toma un cuaderno repleto de
anotaciones, con fechas y horarios de días que están
allí congelados en su pedacito de tiempo. El cuaderno
tiene tachones con correcciones de horas, minutos y
hasta segundos. Al levantar el cuaderno caen fotos al
piso; Arregui las levanta y toma una que tiene anotado
Eternos instantes de Arregui
44. 44
detrás el año 1998. La mira; sus ojos intentan con
disimulo deslizar una lágrima, pero él se da cuenta y lo
evita. La lágrima está allí, haciendo de vidrio sus ojos.
Arregui recuerda una canción que siempre recordó al
mirar esa foto; y las lágrimas y la canción están ligadas.
Recuerda las lágrimas saliendo de sus ojos sin disimulo,
con tristeza o con alegría, no sabe discernirlo, y la
canción sonando una y otra vez; ayer, repite… “ayer
todos mis problemas parecían tan lejanos”. Es el año
2000 o 2001, lo tiene por allí anotado. Era un casete…
por allí estará el casete en algún cajón, y estará también
allí en el 2000 o 2001 sonando y sonando en su eterno
pedacito de tiempo. ¿Lo anotó? Arregui cree que sí, pero
por si acaso, lo anota de vuelta. Martina tenía unos ojos
verdes divinos. Más que divinos; tenía los ojos verdes
más hermosos de la tierra; y a Arregui, que aún no había
decidido ser ingeniero, esos ojos le hacían retumbar el
corazón contra las costillas sacudiéndolo de tal forma
que se veía la remera vibrar sobre su pecho. Y Martina
lo miraba, lo miraba y lo miraba, y el futuro ingenierito
no podía dormir. Y de día Arregui iba detrás de ella
como un perrito; y se pasaba todo el tiempo tratando
disimuladamente de rozar su mano; y eso sólo era la
felicidad en esas vacaciones; rozar su mano. La tarde
del 10 o del 12 de enero, el sol cómplice hace lucir
sobre las nubes un rosado irreal; las hojas en los árboles
aplauden, tal vez a la sinfonía de pajaritos o tal vez a la
Eternos instantes de Arregui
45. 45
pareja de jovencitos que pasa. Arregui camina lo más
despacito que puede y en su pecho cómo la amo, cómo
la amo, cómo la amo. El verde de los ojos de Martina se
derrama como luz sobre el pobrecito de Arregui, que no
se anima a mirarla, que no se anima a insinuarle nada;
y desesperado por decirle que la ama, calla; sus labios
están soldados, imposible pronunciar tales palabras. Dos
días después Arregui, tieso como una estatua, descansa
el brazo sobre el hombro de Martina y su mano se marea
en un vértigo de amor. Sueña, sueña con que su brazo
puede estar allí sin necesidad de que la máquina de fotos
esté enfrente. Pero allí está la máquina, y su brazo sobre
el hombro sólo puede estar allí gracias a la excusa de la
cámara que hace click sacando la foto que luego mira
Arregui mientras sonríe, de tristeza, de alegría, no sabe
discernirlo. La mira una noche del año 2000 o 2001
mientras la canción del casete suena y suena, la mira
la mañana del 7 de octubre de 2051 mientras susurra
la misma canción y una lágrima logra al fin escapar de
la cárcel de sus ojos manchando la hoja donde el viejo
ingeniero acaba de anotar: decirle que la amo.
La tarde del 15 de abril de 2041 el ingeniero Arregui
pasea por el parque; aunque más que pasear saltiquea,
corre y gira, como un loco, o como el loco que será a
partir de esa noche. Está feliz, se le desborda la alegría,
les habla a los árboles, a las plantas y a las ancianas
que pasan. Ha estudiado decenas de teorías sobre el
Eternos instantes de Arregui
46. 46
tiempo y el espacio, ha estudiado la materia, los gases, la
química y últimamente los tejidos, el cuerpo humano,
el cerebro, y hoy cree haber dado en la tecla. Recuerda
una noche en 2011 o 2012 en que no pudo dormir, otra
vez la fiebre de ideas. En esa noche, el joven ingeniero
está acostado con los ojos redondos como la luna que
pálida dibuja luces y sombras sobre los techos dormidos.
Durante el día estuvo mirando un libro con fotos de
indígenas americanos de fines del siglo XIX. Los ojos
de esas personas brillan allí en las fotos, brillan de vida,
piensa el ingeniero, de vida palpable. Sus venas están
estáticas, pero parecen sin embargo latir movidas por
el paso de la sangre, y sus músculos parecen tibios de
estar aún trabajando. Y Arregui piensa que si él viajara
en el tiempo hasta ese día vería a esos hombres mirando
curiosos a un sujeto que puso un aparato frente a ellos
y les pidió una pausa en su trabajo para hacer una
imagen, vería que realmente sus ojos brillan de vida y la
sangre corre entibiando sus músculos, y piensa que esos
hombres están efectivamente allí, haciendo una pausa
en su trabajo, tan cierto como él está esa noche en 2011
o 2012 mirando el techo con los dos ojos como lunas.
Arregui sabe que el universo se expande (lo estudió), y
sabe que tal vez un día se contraiga (el universo es un
gran queso lleno de agujeros), y si el espacio y el tiempo
están relacionados (lo estudió), entonces tal vez el tiempo
también se contraiga, y la vida brille nuevamente en los
Eternos instantes de Arregui
47. 47
ojos de aquellos aborígenes, como ya brilló, como brilla
allí en un día de fines del siglo XIX. La tarde del 15
de abril de 2041 se diluye lerdamente en la noche. El
ya maduro ingeniero Arregui está sentado en su taller,
dibuja diagramas que llena de flechas y notas, acaba de
comenzar a diseñar su máquina, es el momento exacto
en el que traspasa, a criterio de sus amigos y de casi todo
el mundo, la línea de la cordura.Todo aquel hombre que
ose tratar de viajar en el tiempo, será calificado como
loco, lisa y llanamente loco. Regístrese, comuníquese y
archívese.
El 4 de octubre de 2063, el ingeniero Arregui, casi
octogenario ya, repasa una infinidad de notas que se
encuentran desparramadas por su taller; pegadas sobre
los muebles, sobre las paredes, sobre el velador, sobre
el escritorio en el que descansa un enorme cuaderno
plagado de hechos con sus fechas y sus horarios. En
los márgenes de cada nota hay flechitas con detalles; el
estado del clima, noticias del día, olores y sensaciones.
Algunas notas tienen adosadas con alfileres fotos ya
descoloridas en las que se ve al cuarentón Arregui en
brazos de dos amigos, al futuro ingenierito Arregui con
su sonrisa de lluvia en primavera, y aquel abrazo que
sólo fue una sonsa postura, y la mano con su vértigo de
amor. Porque entre las notas el viejo Arregui ha colocado
también fragmentos de poesía, suyas o no, y la luz de tus
ojos, como el agua clara se escurre entre mis dedos, y en
Eternos instantes de Arregui
48. 48
las piedras pinta colores que nunca vi, y mi alma baila
alocada en el arcoíris de esa mañana, eternamente tuya
y mía. Arregui ha estudiado los horarios, ha estudiado
las notas, los detalles, y tal vez los poemas. Todo lo sabe
de memoria; cada dato es indispensable para hacer que
la nueva vida que reconstruirá sea perfecta. Bajará la
escalera ayudando a sostener los anzuelos que se le caen
a su padre. Llegará al restaurante a las nueve menos
cinco con flores que le dará al mozo para que las traiga
justo antes del champagne, junto con una nota que diga
“Alejandra, casate conmigo”. Sujetará fuerte las riendas
lanzando un grito de indio, y sus primos festejarán la
corcoveada del tobiano mientras un rayo parte la pampa.
Mirará aquellos ojos verdes que hacen que su corazón de
dieciséis años se haga de agua, y les dirá las palabras que
sus labios jamás se atrevieron a pronunciar. Cambiará
estos y mil detalles, y ya no será necesario entonces
volver a construir la máquina del tiempo, porque ya no
mojarán la mesa aquellas lágrimas que nunca serán, y
ese pájaro carpintero que tic tac en la cabeza no estará,
y su viejo, soltando dulcemente los brazos de su hijo, se
irá yendo en la canoa que lo lleva suavecito a su ocaso
feliz.
La tarde 19 de marzo de 2064, el ingeniero Arregui
camina por el parque. Va pensando en que mañana
cumplirá ochenta años; va pensando en que mañana
Eternos instantes de Arregui
49. 49
apretará al fin el botón verde. A su alrededor los autos
deberían volar de tanta tecnología pero no vuelan; se
arrastran como siempre en su nube gris. Ochenta años
de recuerdos. Se pregunta cómo será su nueva vida;
se pregunta si al cambiar un detalle no hará que todo
el resto cambie. Muchas noches blancas ha pasado
dándole vueltas a esa vieja y trillada idea de la mariposa
aleteando y un japonés sujetándose de la palmera para
no salir volando con el tifón. Camina lo más despacito
que puede, y en cada paso sus ojos brillan de nostalgia,
o de alegría, no sabe discernirlo, y en su mente habitan
una cantidad de recuerdos tan grande que cada minuto
de vida es como un enorme cofre que se abre, un
enorme cofre lleno de sonrisas, colores, caricias; todo
revuelto; y piensa que es hermosa la vejez, aunque los
hombres digan lo contrario y los viejos también, porque
le temen a la muerte, porque no saben que la muerte es
en realidad volver a nacer otra vez. Y este 19 de marzo
el sol baja tan hermoso en el horizonte (horizonte que
imagina detrás del caserío), y el verde de las hojas en
los árboles es tan parecido a aquellos ojos que le hacían
de agua el alma, y los niños en el parque parecen tan
alegres revoloteando allí como plumitas… y la paz, y
ese pájaro carpintero parece justo ahora picar tan bajito,
tan bajito, que se pregunta si en realidad valdrá la pena
cambiar las cosas. El sol se oculta en aquella tarde del
Eternos instantes de Arregui
50. 50
19 de marzo de 2064, despidiendo al tibio verano que
se va, y el viejo ingeniero regresa a su casa despacito y
sonriendo, sin saber (o sabiendo) que esa tarde serena ha
sido la más feliz de su vida.
El 20 de marzo de 2064 a las 10.45 de la mañana,
el ingeniero Arregui, de 80 años exactos de edad,
desaparece repentinamente de su taller junto con su
máquina, justo en el instante en que aprieta el botón
verde. Su taller tal vez también desaparece, y usted y yo,
y el universo que, de todas formas, vuelve a ser, como
todo.
El 8 de diciembre de 1995 a las 14.00 horas,
el pequeño Arregui regresa en bicicleta del colegio
por última vez en el año. Aquellas vacaciones que
comienzan las recordará como una de las mejores de
toda su vida; nunca sabrá el motivo, pero sentirá que
en ese verano alcanzó el cielo de la infancia. Por eso en
2064 coloca justamente esa fecha y esa hora exacta en
el relojito de su máquina del tiempo antes de apretar el
botón verde. Y allí está a las dos de la tarde el pequeño
Arregui cruzando a toda velocidad aquella esquina; no
recuerda ni una sola de todas esas miles de notas que
volverá a escribir. Simplemente pedalea y pedalea hacia
su futuro que existe y existe. Y llegará nuevamente a
ese 1996 o 1997 en el que se rompe un brazo mientras
un rayo parte la pampa y el tobiano corcovea, y llegará
Eternos instantes de Arregui
51. 51
ese 2000 o 2001 en el que camina haciendo lerdos sus
pasos mientras esos ojos verdes deshilachan su corazón y
sus labios tiesos como rocas no se animan a pronunciar
aquellas dos palabras tan simples, y volverá también a
mojar la mesa con sus lágrimas, y volverá a abrazar a
su padre que se va a la deriva en un suave balanceo, y
llegará a esa noche en que el mozo le da una nota que
dice “chau, Alejandra” y la tristeza, y anotará todas las
cosas que debe cambiar y no podrá. Allí está finalmente
el día anterior a su cumpleaños en 2064, viviendo la
tarde más feliz de su vida, preguntándose si en realidad
es necesario cambiar las cosas siendo que esa tarde vale
lo que vale una vida. Pero igual aprieta el botón verde y
vuelve a pedalear en su bicicleta y a revivir eternamente
todos los instantes que existen y existirán siempre, y el
universo loco lleno de agujeros que es y vuelve a ser,
igual que todo, y que todos, y el big bang y el botón
verde, y el principio y el fin, que son, en definitiva, lo
mismo.
Segunda mención en el “I Premio de Relato Antonio Di Benedetto”, de Bruma
Ediciones, Mendoza, 2014.
Eternos instantes de Arregui
52.
53. 53
Anhelos de Juan
Juan (antes caracol, antes pájaro, antes rey) salió
preocupado esa mañana de su casa. Algo lo incomodaba;
un presentimiento oscuro tal vez, oscuro y acuoso.
Al pasar frente a la casa de la vecina, vio los
Hemerocallis de su cantero, turgentes, rebosantes de savia
(dulce, exquisita y nutritiva savia), y sintió el repentino
impulso de darles un gran mordisco. Este tipo de deseos
y otros más excéntricos aún asaltaban repentinamente a
Juan, sin que supiera de dónde surgían, pero percibiendo
en sus tripas que venían de algún lugar lejano, antiguo,
anterior a él. Esta vez no mordió los Hemerocallis; la
vecina miraba, sus codos en la ventana.
Iba camino al trabajo, ya tomaba la autopista, pero
un súbito deseo de libertad, de naturaleza, de horizontes
amplios, le hizo cambiar de rumbo. Impredecible
Juan, así como aquellas tormentas de verano. Mientras
54. 54
Anhelos de Juan
conducía miraba hacia el cielo y se perdía entre las
nubes, forzando el volante hacia arriba, como queriendo
remontar vuelo con auto y todo. Juan pájaro. Remontó
altura en sus recuerdos, y viajó a los doce años, cuando
conoció el mar; aquel día mágico entre los días; un día
de olas, de ojos ardientes de sal y de sonrisas. Siguió
hacia la ruta 2.
A los pocos kilómetros debió parar a cargar nafta.
Rasgó en sus bolsillos sacando algunos billetes arrugados
y desde las nubes en las que flotaba cayó hasta el
suelo, enredado como una mosquita en la telaraña del
nerviosismo urgente de las cuentas sin pagar, cuentas
que nunca serían saldadas. Juan preocupado por el
dinero, recriminándose la preocupación, percibiendo
en un recoveco profundísimo y secreto del cerebro, el
ridículo recuerdo de haber poseído riquezas, poder, una
bravura indómita, y también una daga en la espalda; en
un tiempo que no era ese tiempo y en algún mundo que
no era ese mundo.
Antes del mediodía llegó al mar, allí donde es
un poco mar y un poco todavía río. Bajó del auto y
caminó por la playa. Tuvo ganas de mojar su rostro.
Se descalzó, se arremangó el pantalón y sació sus ganas
sumergiendo la cabeza entera en la cresta de una ola que
moría sobre la arena. Sintió entonces el anhelo de irse
con el agua que regresaba a la profundidad de corrientes
negras. Gustó la sal, saboreó golosamente el olor de las
algas y chapoteó con sus manos en la espuma, arrastrado
55. 55
por un absurdo deseo acuático de sumergirse y partir
hacia la profundidad en ese instante, inmediatamente.
Permaneció luego sentado un largo rato en la playa,
mirando la eternidad de las olas ensayando su perpetuo
vaivén. Miró el horizonte aún queriendo irse y tal vez
lloró sintiendo que aquello era el fin de algo. Recién al
caer la tarde sintió frío y decidió volver al auto. Pero se
sentía cansado para hacer el viaje de regreso a su casa.
Fue hasta el pueblo más cercano y pidió un cuarto en
un hotel barato del que fue esa noche el único huésped.
Se dio una ducha. En la cena rechazó con asco la oferta
de pescado y comió pastas. La comida le sentó bien y le
invadió un repentino buen humor, llegó a reír incluso,
casi a carcajadas, al pensar que él estaba allí mientras su
jefe estaría regresando entre bocinas y sirenas nocturnas
a su aburrida casa.
Juan (antes caracol, antes pájaro, antes rey), se
durmió contento, profundamente satisfecho de su fuga
y con el extraño presentimiento de que ya no regresaría
a la ciudad. A la mañana siguiente la dueña del hotel
pegó un grito al encontrar un cuerpo rígido y frío en la
cama del cuarto ocupado la noche anterior, pero Juan
no lo escuchó, no estaba allí, había despertado en el
mar, siendo ahora pez.
Finalista en “VI Certamen Nacional de Poesía y Cuento Breve” de Ediciones
Ruinas Circulares, Buenos Aires, 2014.
Anhelos de Juan
56.
57. 57
Señales
—¡Dicen que aparecieron huellas en lo de los
Zahiamid; vení, vamos a ver!
—¿Huellas de qué?
—No saben, son unos círculos redondos, como
tres, y también encontraron unos vegetales secos, como
incendiados.
Lo de los Zahiamid quedaba allí del otro lado de
la corriente de agua blanca. Tahirden salió corriendo
detrás de Miaidar. Mientras corría sentía los vapores
aromáticos que venían de la corriente y las pequeñas
y espumosas partículas de aviezo acariciando su rostro
tibiamente; sonrió emocionado y ansioso por ver el
misterioso hallazgo.
Desde su primera infancia había oído los relatos de
los pobladores del lugar sobre la aparición de extrañas
58. 58
marcas en las piedras y el avistamiento de luces fugaces
en el cielo. Su fascinación por estas historias lo había
llevado, desde chico, a realizar caminatas exploratorias
por los alrededores del campo de sus padres y a quedarse
largo rato observando pacientemente el cielo nocturno
desde el jardín en busca de algún suceso extraño. Ahora,
siendo ya más grande, las exploraciones eran más
prolongadas, y llegaba a pasar noches enteras afuera,
mirando el cielo, acompañado de Miaidar, su entrañable
compañero de aventuras. Pero, más allá de alguna que
otra estrella fugaz, jamás habían visto ninguna luz
surcando el cielo ni hallado marcas sospechosas en las
piedras. De hecho habían pasado varios años sin que
ningún poblador volviera a observar algún fenómeno
extraño, y las apariciones de otros tiempos no se habían
vuelto a repetir. Por eso ahora Tahirden sonreía con una
emoción que reavivaba los sueños del niño que aún era,
por eso imaginaba la cara de sorpresa de su padre, el
incrédulo; por eso corría riendo, gritando, casi llorando
de la alegría.
No se preocuparon en quitarse la ropa para cruzar las
aguasblancas.Saltarondecididosalacorrienteynadaron
ágilmente hacia la otra orilla. Salieron del agua con las
ropasempapadasysiguieroncorriendoincansablemente.
Desde lejos vieron a los Zahiamid junto a otros vecinos
que, reunidos en un círculo, observaban el sitio. Podían
distinguir desde allí unas manchas marrones y un bulto
en el suelo. Miaidar gritó “¡Hay algo, hay algo tirado en
Señales
59. 59
medio de ellos!” Corrieron más rápido. Los Zahiamid
los vieron y agitaron los brazos llamándolos.
Los miembros de la familia Zahiamid eran
sumamente hoscos. Tahirden no se llevaba mal con los
muchachos, pero ciertamente no era muy divertido
pasar el tiempo con ellos. Se comunicaban más con
señas que con palabras, y Tahirden amaba las palabras;
amaba el sonido de las palabras, amaba poder expresar
sus ideas de esa forma tan preciosa y vasta que sólo
mediante palabras podía lograrse; y su voz era de las más
encantadoras del lugar. Pero los Zahiamid preferían las
señas. También preferían mirar las piedras en lugar de
las plantas, la llanura en lugar de los cerros, el suelo en
lugar del cielo. Por eso Tahirden se aburría con ellos; los
sabía buenos, pero los creía estrechos y poco soñadores.
Con un ansia incontenible Tahirden se acercó hasta
los Zahiamid y apartó a uno de ellos para tratar de ver
el bulto que se encontraba tirado en el suelo. El mayor
les señaló que se acercaran e hizo un ademán como
indicando que tocaran el objeto. Tahirden y Miaidar se
acercaron, extendieron sus manos con una mezcla de
temor y emoción y lo tocaron. Sintieron en los dedos
una sensación extraña. Era una textura que nunca antes
habían tocado. El bulto era un aglomerado grisáceo,
blando, ligero y sin forma. No era parecido a ningún
material sintético que conocieran, pero tampoco parecía
el tejido de un ser vivo. Pero lo más raro era su color; un
color apagado, sin brillo.
Señales
60. 60
Señales
Luego de un rato de observar anonadados el extraño
bulto y las marcas en el suelo, el padre de los Zahiamid
los apartó a todos, puso un dedo entre los ojos y dijo
toscamente “prueba científica”. Finalmente tomó el
bulto y se alejó hacia la casa. Van a hacerlo analizar,
pensó Tahirden entusiasmado.
Enseguida, el resto de los Zahiamid regresó también
a su casa, igual que los otros vecinos. Tahirden y
Miaidar se quedaron un largo rato solos en el lugar.
Querían guardar en su memoria aquel hecho que tal vez
no volvería a repetirse jamás; recordar cada marca, cada
huella, cada indicio de que allí había ocurrido, quien
sabe, una extraña visita.
Regresaron a su casa casi al anochecer, felices.
Atolondradamente le contaron lo ocurrido al escéptico
padre de Tahirden, que dijo que ya sabía todo y que
sería otra vez lo mismo que siempre; una máquina o
un equipo de investigación que se había precipitado al
suelo.
A los diez días corrió la noticia por el lugar; el
material correspondía, efectivamente, a un trozo de una
máquina utilizada para tomar imágenes aéreas que había
perdido su rumbo y se había estrellado. Una máquina de
los países del norte, allí donde todo son cables, chispas,
engranajes y luces. En el parque de su casa, al anochecer,
Tahirden miraba un poco desilusionado hacia el cielo.
La mirada entre las estrellas, volando al infinito en
la nave maravillosa de su imaginación, titilando su
61. 61
Señales
corazón; azul, ilusión azul en el silencio de la hermosa
noche. Por qué no… tantos millones de estrellas, tantos
millones de posibilidades; por qué no podía ser. Y ese
invento de la máquina de sacar imágenes de los países del
norte; una patraña, una farsa para ocultar la verdad…
sí, era eso, una farsa. Por qué, por qué se negaban a la
posibilidad de que hubiese vida más allá, de que hubiese
otros mundos.
Tahirden tuvo de pronto el impulso de ir
nuevamente al lugar donde había caído el fragmento
de la supuesta máquina. Caminó despacio, ya estaba
oscuro; se desvió hasta el puente para cruzar las aguas
blancas, subió la prolongada loma que bordea a las
corrientes y luego de un rato llegó hasta donde habían
encontrado las marcas. Las fuertes lluvias de los días
anteriores habían borrado casi todas las huellas. Los
vegetales antes marchitos habían comenzado a rebrotar
mostrando un brillo violáceo que le semejó el extraño
color con el que se veían sus brazos bajo la umbría luz de
aquella límpida noche. Se agachó y comenzó a mirar de
cerca la zona donde recordaba que se había encontrado
tirado el bulto. Comenzó a remover un poco los restos
vegetales. No parecía haber siquiera indicios de que
hubiera ocurrido en el lugar algo fuera de lo normal.
Tal vez era un tonto soñador. Se sentó y, girando hacia
un lado, miró hacia las luces de la casa de los Zahiamid
a lo lejos. Pero al hacer ese movimiento, le pareció
percibir de reojo un fugaz reflejo saliendo del suelo a
62. 62
unos pasos de distancia. Se levantó y se acercó hasta
donde le había parecido ver el brillo, removió un poco
el suelo hasta que sintió en la punta de los dedos una fría
resistencia, como si hubiese tocado una piedra helada.
Escarbó un poco hasta que pudo tomar el pequeño
objeto. Efectivamente era como una piedra helada, una
piedrita brillante, color plata. Sus ojos se abrieron de
asombro. En la piedrita se veía un símbolo extrañísimo,
como una letra, pero una letra de un alfabeto diferente
de cualquier alfabeto que conociera, y bien diferente de
las letras del alfabeto de los países del norte. Lo levantó
hacia el cielo y sonrió; sonrió con una sonrisa brillante
de ilusión, una sonrisa repleta de anhelo por descubrir,
como si frente a él acabase de crearse nuevamente el
firmamento, como si ante sus ojos el cosmos se hubiese
abierto en dos revelando un universo mucho más vasto,
mucho más complejo, mucho más hermoso que el
pequeño y opaco universo en el que su padre y todos los
demás se empeñaban en hacerlo vivir. Entonces alzó los
ojos hacia las estrellas y se preguntó si no existiría vida
en otro planeta. Alzó sus cinco ojos hacia las estrellas
preguntándose si no existiría vida en otro planeta.
Mención especial en “III Certamen Literario de Cuentos y
Relatos”, Sociedad Italiana de San Pedro, Buenos Aires, 2012.
Publicado en antología del certamen.
Señales
63. 63
El fin del mundo
A la casa vinimos los cuatro. Pero ahora sólo estoy yo
y, para ser sincero, no sé por cuánto tiempo más. Si no
fuera por la sangre en mi puño creería que he alucinado
todo.
Mi madre me dijo desde muy chico que yo era
especial, que tenía mucha imaginación. Efectivamente
de pequeño me ocurrieron hechos extraños a los que
luego, de adulto, les resté importancia. El primero
que recuerdo fue el del caballito. Me gustaba jugar
con mi hermano a los indios, íbamos correteándonos
por la casa con nuestros arcos hechos con ramitas. Mi
hermano corría más rápido; soy el menor. Recuerdo
que un día, en medio de una corrida, me imaginé que
sentado encima de algún animal que corriera rápido
tal vez podría alcanzarlo; y en ese justo momento
64. 64
encontré frente a mí un caballito de madera que hasta
ese momento no sabía que existía. No sólo no sabía de la
existencia de ese caballito de madera, sino que no estaba
seguro de haber visto ni oído hablar jamás de un animal
llamado caballo, ni siquiera en las películas; era como
haber imaginado el animal y que el caballo de pronto
existiera desde siempre. Luego me ocurrió lo mismo con
otras cosas; siempre de niño, y de la misma forma; como
si mi mente tuviera la capacidad, por sí misma, de crear
objetos y seres, de hacer que de pronto existieran. De
grande estas cosas dejaron de pasarme, y nunca volví a
darles mayor importancia a aquellas ideas y recuerdos
insólitos.
Sin embargo, hace algunos meses empecé a percibir
nuevamente cosas extrañas. Pero esta vez es diferente de
la capacidad creadora que tenía de niño; ahora, por el
contrario, siento como si eliminara cosas, como si las
borrara de la faz de la tierra, y no sólo cosas. Tengo una
idea, por ejemplo, que resulta realmente extraña; se lo
comenté a Michelle que me miró como diciendo estás
loco. Siento como si antes hubiese habido montañas en
nuestra ciudad, a pesar de que la ciudad está en medio
de una enorme llanura, tengo el extraño recuerdo de que
había montañas. Recuerdo haber salido incluso a escalar
algunos cerros con Adrián; pero supongo que no existió
jamás nada de eso. Sólo llanura. También me sucede
algo similar con cosas más domésticas; tengo el recuerdo
El fin del mundo
65. 65
de que había un gigantesco árbol en el jardín de mi casa;
pero sin embargo no hay ningún tronco viejo, no hay
raíces secas… no hubo nunca un árbol allí. Recuerdo
también (más extraño aún) haber hablado largamente
con algunos vecinos que tampoco existen; incluso tengo
la idea de haber sido muy amigo de alguien que vivía
a unas cuadras de mi casa, en una parte del barrio por
donde creo que me gustaba caminar y que tampoco
existe; ni mi amigo, ni esa parte del barrio. Todo eso está
sin embargo en mi memoria como los recuerdos de un
sueño, y, aunque sé en realidad que nada de eso existe,
siento que yo lo imaginaba y existía, y que ahora lo dejé
de imaginar y dejó de existir. Estrés, me dijo el médico;
estrés, me dijo Michelle; ¿siendo tan joven?, sí, siendo
tan joven. Necesitas descanso. Por eso decidimos venir
a pasar una semana a la quinta; los cuatro, de eso estoy
seguro: Adrián, Lupita, Michelle y yo. Entre Michelle y
yo no pasa todavía nada serio, porque Adrián y Lupita
ya hace tiempo que. Pero Michelle es (o era) mucho más
reservada, mucho más tímida, mucho más delicada que
Lupita, en todo sentido, y más hermosa. También pensé
que la semana de vacaciones podía servir para eso; para
Michelle y yo. Pero parece haberse transformado todo
en una gran tragedia; y la sangre en mi mano.
Primero fue Lupita. Estábamos por almorzar,
Michelle había preparado un pollo con verduras grilladas
(delicioso, Michelle). Yo estaba colocando los platos
El fin del mundo
66. 66
en la mesa y Adrián y Lupita fumaban en la galería;
eso creí, creí que fumaban, los dos; Adrián y Lupita,
pero viene Adrián y me pregunta ¿por qué pusiste
cuatro platos? Cómo, le digo, para nosotros. ¿Nosotros
quiénes? Me dice. Nosotros, vos, Michelle, Lupita y
yo. Me lanzó una mirada terrible; más que lanzarla, la
disparó, la clavó fulminante como un bisturí sobre mí,
hundiéndola hasta el hueso. Sin decir nada agarró uno
de los platos y lo estrelló contra la pared. Me quedé un
momento perplejo; sin duda habían discutido, y fuerte.
Preferí quedarme callado. Di un rodeo a la mesa para
levantar los restos del plato, pero… (allí me quedé
definitivamente sin palabras)… el plato estrellado
contra la pared… No había vidrios en el suelo, no había
plato roto, no había nada… Miré con mi mejor cara de
estúpido a Adrián que ahora sonreía; con una sonrisa
vacía, autómata.
Durante el almuerzo prácticamente no hablé; por
supuesto que Lupita no vino. Yo miraba a Michelle
tratando de decirle con la mirada andá a ver cómo está
Lupita, querés, no te quedes ahí sentada. Pero ella nada,
y también me sonreía, ¡ridículo!, como si no pasara
nada, y hablaba con Adrián, que esto y que aquello, que
pan que pin. Y yo como un estúpido.
Durante toda la tarde traté de estar un momento a
solas con Michelle, pero siempre Adrián. Lupita seguía
sin aparecer. En ese momento pensé que la pelea había
El fin del mundo
67. 67
sido más fuerte de lo que creía. ¿Se habría ido? No,
no había forma, el colectivo había pasado temprano
a la mañana y el pueblo más cercano estaba a quince
kilómetros. Y Adrián y Michelle se miraban, yo veía que
se miraban, y en el cruce de miradas había algo que ellos
sabían y yo no. Un vocabulario preciso y exacto que yo
no comprendía.
Decidí salir a buscarla; recorrí el huerto de frutales,
el bosquecito de la barranca, el arroyo, los alrededores
de la quinta. Grité su nombre, la llamé varias veces,
primero tímidamente para que Adrián no escuchara,
pero después a los gritos, sin importarme lo que pensara.
Pero no la encontré por ningún lado. Lupita no estaba.
Volví a la casa; la tarde ya empezaba a caer rojiza
detrás de los cerros. Michelle y Adrián conversaban
risueñamente en la galería mientras mateaban.
Adrián, escuchame, ¿qué pasó con Lupita, dónde
está?
Se rieron. Se miraron entre los dos y estallaron en
cómplice carcajada. Qué carajos les pasa, grité. Pero lo
único que logré fue alimentar su carcajada. Entonces
enfurecí; se me subió el odio a la cabeza, y también los
celos, horribles celos. Me fui arriba y me encerré en el
cuarto a triturar mi bronca con los dientes.
Estaba cansado, y a pesar del enojo terminé
quedándome dormido. Me desperté a mitad de la
noche. Me levanté y fui hasta el cuarto de Michelle.
El fin del mundo
68. 68
El fin del mundo
La miré, dormida, moviendo casi imperceptiblemente
los labios, murmurando algo en algún lugar que no
era allí, hermosa en su sueño. Te acordás Michelle esa
tarde en el parque, te acordás que me tomaste del brazo
y caminamos despacio sobre el otoño que susurraba
húmedo bajo nuestros pies. Te acordás el aroma
Michelle, el aroma de aquella tarde y las primeras gotas
que mojaron tu piel blanca, de azúcar. Y corrimos riendo
a refugiarnos debajo de un árbol enorme, pero igual nos
empapamos, y me miraste, y no me animé a darte un
beso, hermosa Michelle.
La sacudí suavemente. Abrió los ojos y puso su
mano en mi rostro. Qué pasó con Lupita, le pregunté.
Quedate tranquilo Mariano, no pasa nada, mañana te
cuento. Estoy seguro que dijo eso, mañana te cuento.
Pero no volví a verla. A Michelle, digo. Al levantarme
por la mañana fui a su cuarto; la cama estaba tendida
y todo el cuarto ordenado. No estaba ni la ropa, ni el
bolso. Y había olor a encierro, como si nadie hubiera
usado el cuarto en semanas.
Fui apurado al cuarto de Adrián y Lupita, golpeé
y nadie respondió. Entré; la cama estaba desecha y
revuelta. Había una silla con un montón de ropa
desordenada; la revisé y vi que era toda ropa de Adrián.
Después abrí el placar, adentro había también sólo ropa
suya, no había nada de Lupita. Bajé a la cocina mientras
gritaba ¡Adrián!, ¡¿dónde están Michelle y Lupita?! Pero
69. 69
El fin del mundo
Adrián no estaba en la cocina. Lo llamé por la casa, y no
respondió. Salí y comencé a recorrer la quinta llamando
a gritos a Michelle y Adrián. Volví a ir a los frutales,
volví a buscar en la barranca, volví a bajar al arroyo.
Pero no los encontré. Fui hasta los portones de la quinta
y salí al camino de tierra. Seguí gritando y hasta busqué
sus huellas en el suelo. Pero nada, no estaban. Volví para
la casa y allí estaba finalmente Adrián, solo, leyendo en
el jardín con el mate al lado. Fui decidido y con voz
firme le pregunté ¡¿dónde están Michelle y Lupita?! Me
miró por encima del libro y sencillamente respondió
¿quiénes? Lo agarré del cuello ¡no te hagas el boludo,
Adrián, decime qué carajo pasó con Michelle y Lupita!
Vi su cara de asustado. ¡Pará, Mariano, qué te pasa! Lo
levanté del cuello y lo empujé al suelo mientras él seguía
gritando pará, estás loco. ¡Decime qué carajo hiciste con
Michelle y Lupita!, le gritaba… y le pegaba, le pegaba
en la cara y sangraba ya por la boca.
En medio del forcejeo de pronto se soltó y salió
corriendo hacia la casa. Lo seguí. Al abrir la puerta
de entrada sentí sus pasos subiendo la escalera. Subí
detrás de él y escuché el estampido de la puerta de su
cuarto cerrándose. No sólo la oí; la vi, vi la puerta al
cerrarse. Me apuré antes de que pudiera cerrar la llave
y me lancé con fuerza contra la puerta creyendo que
debería forcejear para entrar; pero no. Empujé con el
hombro la puerta mientras bajaba la manija; la puerta
70. 70
se abrió sin resistencia alguna y por el envión que traía
caí al suelo. Me tapé la cara suponiendo que vendría
algún golpe de Adrián. Pero entonces me di cuenta de
que el cuarto estaba vacío; Adrián no estaba. Miré la
ventana pensando que tal vez… pero estaba cerrada y
con la persiana baja. En ese momento me di cuenta de
que el cuarto estaba ordenado, y el horror fue completo
cuando noté que no había ropa tirada, ni tampoco en
el placar, y el olor, el mismo olor a semanas de encierro.
Pensé en los otros cuartos, tal vez la puerta no había
sido ésa y se había encerrado en otro cuarto, pero nada.
Adrián no estaba, había desaparecido también él. Me
tomé la cabeza con desesperación, temblando. Entonces
me miré el puño. La sangre de Adrián estaba allí, roja,
fresca, tibia.
Y es eso, la sangre, lo único que me hace pensar
que no enloquecí, porque prueba que al menos Adrián
estaba acá conmigo. No sé qué ocurre. Me arranco los
pelos y me golpeo la frente con la palma de la mano pero
no comprendo. Estábamos los cuatro, estoy seguro de
que vinimos los cuatro: Adrián, Lupita, Michelle y yo.
He pensado en ir a la policía, el Citroën todavía está allí
afuera, pero no sé si será buena idea. Tengo marcas en
los puños y en el rostro. Soy un perfecto sospechoso…
pero voy a hacerlo, con la verdad se triunfa. Aunque me
tratarán de loco… o no, más bien de asesino.
He pasado recién frente al espejo del pasillo y el
reflejo que vi fue difuso y extraño. Me acerqué para tratar
El fin del mundo
71. 71
de verme mejor pero me veía el rostro borroso. Limpié
el espejo pero no era el espejo porque ahora me miro
las manos y también se ven borrosas. Puede ser que un
golpe en la cabeza durante la pelea me haya afectado la
vista… Pero no es así, porque a los objetos los veo bien,
sólo me veo borroso a mí mismo. Empiezo también a
sentir frío, tal vez sea fiebre. Me senté un momento para
tranquilizarme. He bajado ahora a la cocina a tomar
un vaso de agua. Pero sigo empeorando. Los dedos de
mis manos parecen esfumarse desde las puntas. De la
mitad de la uña hacia arriba son… transparentes, sí,
transparentes. Y toco esa parte y siento como si tocara,
no lo sé, polvo o espuma. Todo esto me trae de nuevo
el recuerdo ese que le contaba de chiquito a veces a mi
mamá; ella se asustaba, se ponía muy seria, me tomaba
de los brazos y me decía no me vuelvas a contar eso otra
vez que no me gusta. Era también como el recuerdo de
un sueño, un sueño lejano, viejo, pero siempre presente.
Era la sensación de haber estado desde antes, digo de
haber existido antes; no me refiero a haber tenido otra
vida, sino de estar en el universo desde antes que todas
las cosas, de existir desde siempre, desde antes que el
mundo.
Hedecididoirmedelacasaparabuscarayudaperono
encuentro las llaves del auto. El miedo y la desesperación
no me ayudan tampoco a poder encontrarlas. He
comenzado a sentir un ruido permanente que flota en
el ambiente, estático. Es como un murmullo, como el
El fin del mundo
72. 72
murmullo muy lejano de una enorme multitud, y no
sé por qué me da la idea de un murmullo antiguo. Las
llaves no están.
Mi horror aumenta. He querido revisar de nuevo en
los bolsillos de los pantalones que están tirados en mi
cuarto pero ahora también los pantalones se ven borrosos
y algunos han desaparecido. Toda la ropa se ve borrosa,
y las colchas y los colchones. Los electrodomésticos se
han esfumado todos. Los muebles también comienzan
de a poco a verse borrosos, las puertas, las camas. La casa
entera pareciera querer vaciarse de todo su contenido. El
murmullo aumenta.
Toda la planta alta se iluminado con luz solar en
forma repentina. La luz entró desde arriba, a través
del techo, que también ha desaparecido. Se ve el cielo
límpido, claro y sin nubes. Voy bajando la escalera,
voy a abandonar la casa antes de que me devore en su
autodestrucción. Ya no queda nada, está completamente
vacía; sin puertas, sin ventanas, sólo la piedra. La piedra
primigenia, antigua. Oigo ahora, entre el murmullo que
inunda el aire, como un fondo de trompetas o clarines,
muy lejanos, casi inaudibles.
El auto ha desaparecido también. Me he alejado
corriendo de la casa. El portón de la quinta ya no está. El
caminodetierraestádesierto.Voycorriendodesesperado
y me tapo los oídos para no oír el murmullo en el aire
El fin del mundo
73. 73
que es cada vez más fuerte. Pero mis manos translúcidas
no detienen el sonido. Los árboles a lo lejos parecen
desaparecer detrás de una niebla blanca y brillante.
Sigo corriendo pero la niebla se acerca cada vez más.
Pienso en correr hacia atrás para escapar pero detrás de
mí la niebla también avanza. Me detengo aterrorizado.
El murmullo se hace potente y comienzo a distinguir
como voces que cantan, pero son voces diferentes de
las que jamás oí. No puedo explicarlo pero no es con
los oídos que las escucho, es una sensación que percibo
dentro de mí, como en el pecho.
Todo se hace blanco, y más y más brillante. Los
árboles, las plantas, las piedras desaparecen fundiéndose
al blanco resplandor que devora todo y se expande hacia
el azul del cielo en todo el firmamento. Debajo de mis
pies, que no siento porque ya no existen, el suelo se
desvanece en el fulgor de la nada, que es ya total. Ya
no hay ningún elemento a mi alrededor, ni sobre mí
ni debajo de mí. La bruma brillante va invadiendo mi
cuerpo, y a medida que avanza dejo de sentir las partes
que se esfuman. Mi torso ha desaparecido, mi pecho, mi
cuello. Ya no respiro pero sigo aquí. Pierdo el sentido
de tacto en mi lengua, en mis labios, veo desaparecer la
prominencia de mi nariz y dejo de percibir la sensación
de tener ojos. La bruma blanca y brillante lo cubre todo,
lo es todo.
El fin del mundo
74. 74
Los clarines estridentes se aproximan, el potente
murmullo se hace un bramido de multitud. El tiempo
parece también haber desaparecido, porque me doy
cuenta, ahora en forma clara y lúcida, de que estoy aquí
flotando desde siempre, que esto es antiguo, que soy
antiguo. Ya no puedo seguir imaginando a Michelle,
ni a Lupita, ni a Adrián… ni a los hombres; dejo de
imaginar, es el fin del mundo, regreso a Dios.
El fin del mundo
75. 75
Hormigueo
La invasión
Es raro que después de lo que pasó nadie volviera a
preguntarme por él. Tampoco son muchos los que
vienen a casa; Javier, Norma a veces, y el rengo, para
cobrar; nadie más. Es cierto que casi ni se notaba que
el viejo estaba ahí acostado en su silencio; apenas una
presencia en el oscuro cuarto. Pero ellos lo sabían, no
puede ser que no lo supieran. Lo sabían y vaya a saber
por qué ahora no preguntaron, y yo tampoco dije nada,
no fuera a ser cosa que. Porque cómo iba a explicarles la
desaparición, quién me iba a creer. Hubieran sospechado
de mí, por supuesto que hubieran sospechado de mí. Y
fue así como después de ocurrir lo que ocurrió las horas
pasaron, y después los días, sin que yo resolviera tomar
una decisión, y al final, el tiempo solito parece haber
decidido por mí: silencio. Mucho más fácil y mejor para
76. 76
todos. Aunque yo a veces pienso en el viejo, y un poco
de pena me da, porque lo quería, eso creo. Igual no sé
cómo habrá sido, tal vez ni sufrió, o tal vez soy yo que…
no sé, eso que pienso no me animo ni a confesármelo a
mí mismo, porque significaría que yo… y me querrían
encerrar en esos hospitales, o me iría a encerrar yo
mismo, y me pegaría la cabeza contra la pared, como
tienen que hacer los locos. Y ahora ya todo volvió a
la normalidad, así que no tendría sentido preguntarse
si en realidad soy yo y mis patitos chuecos. Porque es
Javier; siempre que yo hablaba del viejo me decía, ah,
otra vez con el viejo ese, y nunca quiso entrar al cuarto
a saludarlo, o a verlo al menos.
Lo que ocurrió fue algo realmente extraño, no sé
si sobrenatural pero seguro que casi. A la mañana
temprano fue apenas un sobresalto, algo normal que
ocurre en todos los hogares, sobre todo en los hogares
que no se caracterizan por la limpieza, como en nuestro
caso. Y es que un hombre solo cuidando a un viejecito
que ni se puede mover… El asunto es que había dejado
un pote olvidado sobre la mesada con unos restos de
carne picada que a las hormigas, puf, les fascina más que
el chocolate a las mujeres. Estaban todas apelmazadas en
un tumulto insectoso, corriendo como locas sobre los
pedacitos de carne y sobre el contorno circular del pote.
Luego un caminito frenético serpenteaba por la mesada
y subía por la pared hasta meterse en una pequeña ranura
Hormigueo
77. 77
bajo el extractor de la cocina. Pasada la fugaz reacción de
repugnancia, tomé el pote y lo metí debajo del chorro
de agua de la pileta de lavar (la fría porque la caliente
pobres bichos ¿no Dorotea?). Luego con la esponjita de
los platos arrastré las indefensas hormigas de la mesada
hacia la pileta y abrí a fondo la canilla sepultando a
la multitud bajo un súbito y mortal maremoto. Con
el repasador desparramé las hormigas que corrían
despavoridas por la pared y mojé con un poco de agua
con detergente la ranura por donde se metían, para
que no salieran más. Chau problema. Santa solución
el detergente. Más tranquilo, fui a la mesita del mate
y me preparé mi ceremonial desayuno, además de las
tostadas para el viejo que como siempre me comería yo.
Pero cuando me terminaba el tercer mate en la tercera
hoja del diario (un mate, una hoja), comencé a sentir
un pequeño murmullo como de ínfima multitud que
parecía salir de la alacena. Me levanté a abrirla y ahí la
impresión fue espantosa. Todo el interior del mueble se
encontraba absolutamente tapizado por un cúmulo de
histéricas hormigas correteando en todas direcciones.
Todos los alimentos estaban atacados también por las
hormigas; la azucarera se encontraba incluso volcada y
ya casi no quedaba azúcar.
Un grupo como un batallón se destacaba abriéndose
camino entre la pigmea multitud, llevando cada hormiga
un grano de arroz; en el aceite nadaba una masa pegajosa
Hormigueo
78. 78
que se iba ahogando en el fondo del recipiente (en aceite
se hunden), y hasta habían perforado una cajita de salsa,
lo que me hizo percatar hasta dónde podía llegar la
voracidad de los pequeños y organizados animalejos.
Me quedé paralizado del espanto con la boca abierta;
pero tuve que cerrarla porque de pronto me cayeron
dos o tres hormigas sobre la lengua. Entonces salí del
estupor y traté de pensar en qué hacer. Decidí comenzar
por sacar la azucarera (todos saben que adoran el
azúcar, aunque no tanto como la carne picada), pero al
agarrarla, una columna enfurecida se lanzó a conquistar
mi mano, que saqué casi al instante sacudiéndola con
asco. Por una reacción impulsiva y ridícula volví a cerrar
la alacena y me senté como si nada pasara. Cuarto
mate, cuarta hoja. Pero el murmullo seguía allí en la
alacena. Fui a ver al viejo; dormía de ojos abiertos con
la mirada fija en el techo. De pronto sentí en la cocina
un ruido. Las hormigas habían salido de la alacena y
formaban decenas de caminos que se extendían por
toda la cocina como los brazos de un pulpo-ciempiés.
Habían llegado a la yerba, se la estaban llevando. Sí,
sí, se estaban llevando la yerba. Nunca había visto
hormigas llevarse yerba (tampoco arroz, en realidad).
Enfurecido fui hasta el paquete y le di un manotazo.
La yerba se desparramó por todo el piso y con ella las
hormigas. Ahí me di cuenta de que todo el ambiente se
había llenado de un tufo extraño (las hormigas huelen)
y se escuchaba como un zumbido szzzzzzz. Abrí la
Hormigueo