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La mancha
Desde hacía días permanecía inmóvil. La familia seguía expectante a
que hiciera algo, a que reaccionara. La semana anterior había
tomado la forma de un payaso. Cabezón, con manotas y zapatones.
Pero esta semana, nada. Quieta y oscura, había vuelto a ser la simple
mancha de humedad que ennegrecía desde siempre una esquina del
cielorraso del living.
Con los años, fue adquiriendo formas muy distintas. Una vez, cubrió
gran parte de una de las paredes reproduciendo la silueta de un barco
pirata; días después se convirtió en un ramillete de flores; fue
también un puñal y una nube y un pianito en una esquina, entre
garabatos.
Pero ahora, los tres hermanitos estaban consternados. El menor,
Ezequiel de tres años, la miraba por momentos ilusionado; tal vez,
en una de esas, se movía. Ignacio, de cinco, trataba de darle una
explicación lógica: ¡se secó! Pero Esteban, el de ocho, guardó
silencio, preocupado. Los padres no lograban consolarlos, era inútil.
La mancha de humedad ya no cambiaba más de forma.
Hasta que una noche, desde la ventana, la luz de la luna acertó en su
escondite. Una sustancia pegajosa brotaba del techo; envuelta en una
membrana transparente, brillante, con pecas pardas.
Después de varios intentos por despegarse, se dejó caer directo al
suelo. Protegida por las sombras de los muebles del living, se
aseguró de evitar la luz. Se deslizaba despacio, alerta a cada sonido,
a cada imperceptible movimiento del aire. Poco a poco fue
dirigiéndose al cuarto de los chicos. Se deslizó por debajo de la
puerta hasta acercarse a las camas. Cada acción era medida, para no
despertarlos. En eso, oyó un ruido que la sobresaltó.
Era Esteban, que se había dado vuelta dejando caer la mano al piso,
a centímetros de ella. Esperó volver a oír los ronquidos, para
reanudar su marcha. Pesada, prudente, consiguió lamer la punta de
los dedos del muchacho que, rápidamente, giró levantando el brazo,
metiéndolo luego dentro de la funda de la almohada. Ciega, y guiada
por un olfato exquisito, la mancha seguía el olor de la inocencia.
Entonces optó por voltear a su derecha. Allí estaba Ignacio,
enredado entre las sábanas, apenas se le asomaban las rodillas. La
mancha no podía percibir la intensidad del calor de ese cuerpo, por
los confusos pliegues de las telas. Empezó por lo más fácil: la cuna.
Ezequiel dormía destapado y extendido en el medio del pequeño
colchón con la boca entreabierta, un hilito de baba brillaba en su
camino hacia la almohada. Blanda y resbaladiza, trepó los barrotes.
Cuando llegó a la cara, lo embistió por la boca. Sin oportunidad de
reaccionar, el chico comenzó a oscurecerse. Los cachetes rosados se
tornaron verdosos, luego morados, para después quedar
absolutamente negros, como todo el cuerpo. La mancha fue
nutriéndose rápidamente. Crecía a medida que el pequeño se
disolvía. Apenas quedaron algunos restos pegados a la sábana.
A la mañana siguiente, la madre puso a calentar la leche en un
jarrito. Repasó los guardapolvos y llamó a la puerta de los chicos,
para despertarlos. Dos golpes despacio y luego tres más intensos.
Mientras acomodaba el desayuno en la mesa del living, levantó
instintivamente la mirada hacia la esquina del techo. Qué curioso, la
mancha había desaparecido.
La mujer frunció el entrecejo y con un vago presentimiento miró en
dirección al cuarto de los chicos. Un líquido espeso y granate
chorreaba por el dintel de la puerta. Dibujaba, en la blancura de la
madera, la sonrisa de un payaso.
Cinco noches
La primera vez fue la noche de un día casi perfecto.
Habíamos celebrado una comida en el jardín con nuestros
mejores amigos. Los niños salieron a jugar a la playa y los
mayores pasamos la tarde brindando por los buenos vientos
que impulsaban mis negocios. Un día de sol, un día de
felicidad completa.
Al anochecer, mientras recogía la mesa bajo el porche, ya
solo, una ráfaga de aire helado cubrió de nubes el cielo y
bajó hasta la casa, zarandeándome como en un vendaval,
revolviendo el mantel y lanzando los cubiertos al suelo.
Entré en el salón con el ánimo turbio. Acabé discutiendo con
toda la familia y me marché a dormir con una rara angustia
anclada en el estómago.

La segunda vez fue al día siguiente. Cuando me informaron
del colapso de la bolsa y la fuga de mi socio.

La tercera antes de ayer, después del accidente, cuando me
encerré en mi habitación con la primera botella de alcohol
que encontré en el mueble bar, ahogando en el olvido la
certeza de que, con ellos, mi vida se había quedado en aquel
coche.

La cuarta no pude dormirme hasta caer borracho. Quedé
varado de espaldas, encarando las sombras del techo, con la
boca entreabierta y los brazos inútiles sobre el regazo de las
sábanas. Era un sueño profundo que me atenazaba y me
mantenía postrado, inevitablemente inmóvil; pero a la vez
despierto en un consciente duermevela.
Escuché brotar a los lejos su espantoso bramido, apagado
primero, luego creciendo en su acuciante galope hasta mi
lecho; como una tormenta de arena que inunda un poblado
de adobe en el desierto. Lo intuía llegar desde la atalaya de
mi pesadilla, sabiendo que yo era su presa atrapada. Intenté
inútilmente despertarme, abrir los ojos, gritar, zafarme de mi
inmovilidad, salir del sueño y buscar refugio... ¿en qué
brazos? Cuando aquello se deslizó en mi habitación se había
transformado en silencio, un silencio del que mi cerebro sólo
adivinaba el sonido del frío. Me hubiese arrugado en
cuclillas como una bola de papel y escondido en lo más
profundo del embozo, como un niño asustado que aguarda el
abrazo que le salva cada mañana de los malos sueños. Pero
así permanecí toda la noche, rendido, indefenso,
desesperantemente expuesto a la caricia de un silencio
mortal..., a la soledad perenne..., a un dolor sin orillas...

Hoy será la última vez. A medida que van pasando las horas
siento cómo me inunda el amargo sabor del pánico. Ignoro la
razón de esta certeza, pero sé que esta noche, cuando el
horrísono frío al fin me abrace, deberé sin remedio abrir los
ojos...
La isla de las cuchillas
Naufragamos en los rompientes de una ignota tierra, pues
navegamos a la deriva durante muchos días; en alta mar nos
sorprendió un misterioso gas que nos adormeció por
completo, como en un letargo parecido a la muerte. Por
desgracia la doctora Evelyn no pudo despertar, y ya en
descomposición, tuvimos que arrojarla por la borda muy a
nuestro pesar. Me llamo Eduard, y mis compañeros, Alfred y
Guilfred, éramos los afortunados naufragos.
Decidimos adentrarnos, explorar aquellos predios
desconocidos y muy posiblemente salvajes. Había muchos
árboles frutales, y saciamos nuestro hambre y nuestra sed
acuciantes. También encontramos una pequeña laguna de
cristalinas aguas, y nos bañamos con enorme regocijo. Tras
una hora de descanso, continuamos explorando el interior.
En un momento dado oímos como unos cánticos, aunque
bastante lejanos. Guilfred abogó por retroceder, pero yo y
Alfred decidimos continuar; Guilfred no se separó de
nosotros por no quedarse solo. A cada paso que dábamos,
aquellos cánticos se hacían más fuertes y tremebundos,
enloquecidos, como emanados por gargantas
endemoniadas. Llegamos a una pronundiada loma, y ya en
la cima, lo que divisamos nos hizo quedar atónitos, pues en
un gran círculo de arena, contemplamos un nutrido grupo
de nativos negroides, vociferando innombrables cánticos, y
saltando como posesos, despegando sus desnudos pies del
suelo más de un metro; por su puesto que no podíamos
comprender el motivo de aquel blasfemo ritual, ni de sus
portentos saltarines. Más alucinados nos quedamos, cuando
de repente empezaron a salir del suelo, unas enormes,
delgadas y afiladas cuchillas resplandecientes, las cuales
desaparecían y volvían a surgir ya ensangrentadas con
vertiginosa velocidad, al igual que iban cayendo aquellos
desgraciados ya sentenciados nada más ser concebidos, no
quedó ni uno vivo, ni siquiera mal herido. Nos quedamos
pálidos y empavorecidos.
Por supuesto que decidimos retornar a la playa para
intentar salvar nuestras vidas en gravísimo riesgo. A pesar
de ir sin demora, no dejábamos de mirar por donde
pisábamos, tal era nuestra psicosis por las atrocidades
contempladas in situ. Llegamos a la laguna, y Alfred se
detuvo para beber un poquito; yo y Guilfred le gritamos que
ni se le ocurriera acercarse tanto, pero por desgracia, nada
más arrodillarse y coger agua con las manos unidas, por
debajo de su barbilla entró una larga y afilada cuchilla que
le salió por la tapa de los sesos, ambos quedamos
petrificados por tan horrendo episodio. Pensamos, que si
nos movíamos podíamos correr la misma suerte mortal.
Como no teníamos otra opción, continuamos nuestro
camino, conscientes de quedar ensartados en cualquier
momento.
Llegamos a la ansiada playa al borde de un ataque de
nervios; teníamos que llegar a los tablones sí o sí. Le
comenté a Guilfred que avanzáramos con suma cautela,
cuando de repente, mi amigo cayó de bruces al atravesarle
una enorme flecha la cabeza por la nuca. Me giré espantado
nuevamente, y vi a menos de doscientos metros un nitrido
grupo de nativos también negroides, pero emplumados y
pintarrajeados, armados con arcos y flechas. Seguidamente
el cielo se nubló por la lluvia de flechas que se me
avecinaba. Corrí, corrí como un loco y alcancé el agua,
aunque recibiendo cinco flechazos, pero con fortuna, en
ninguna zona vital, ni que me impidiera nadar, nadar y
nadar lo más rápidamente que pude en mi lamentable
estado. Al fin subido a un considerable tablón miré la costa,
y aquellos salvajes seguían lanzándome sus ya inofensivas
flechas, y abandoné aquella tierra donde la vida humana no
valía nada.
Tras una fría y larga noche, sólo acompañado por las
estrellas y la luna, aunque soportable por mi afán de
supervivencia, ya con la clariadad de la amanecida, fui
rescatado por un barco mercante que se dirigía a Nueva
Zelanda. Muchas veces he narrado estos truculentos
acontecimientos, pero nadie me ha creido.
La sombra oculta
Una sombra débil se reflejaba sobre la vitrina del comedor. No hacía falta ser
   muy listo para ver que era un comedor atípico. Sus cajoneras y estantes
metálicos estaban herrumbados y corroidos por el paso del tiempo, o tal vez
   por su excesivo uso. Pero centremonos en la sombra...aquella maldita
                                     sombra.
Tendriamos que remontarnos 2 años para saber que pasó en aquel comedor,
  extraño sin duda y algo oscuro. Alli vivió un hombre, precario, timido, sin
 amigos, y con una obsesión, su muerte. Tendria unos 35 años, no recuerdo
   bien, pero de lo que si que me acuerdo es de su silla de ruedas, vieja y
                                     oxidada.
Aquel extraño hombre no podia andar, debido a un accidente de tráfico que
      le costó la pierna, un hierro le atravesó el muslo que no tardó en
                                  gangrenarse.
       Se pasaba las horas delante de su vitrina de cristal, mirandola y
  observandola, como si de ella fuera a salir algún movimiento, pero nunca
                                   paso nada.
Un día su obsesión llego a un extremo y tomando uno de los trozos de cristal
                  de la vitrina que tanto admiraba se degolló.
  Ahora 2 años después, su cuerpo sigue tendido sobre su silla, observando
 aquella vitrina y produciendo una sombra, pequeña, pero maldita sombra.
Enamorado del más allá
 Después de cumplir 15 años, mi vida, empezó a cambiar, todo empezó una
  noche del mes de abril, lista para dormir, algo se acuesta a mi lado en mi
 cama y me empieza a molestar, a sujetarme de las manos, a respirar sobre
    mí, yo tenía los ojos cerrados, por miedo, pero al abrirlos ese ser se
desvanecía y me hacía parecer como que había sido parte de mi imaginación.

   Pasé largas noche sintiendo a ese ser, hacía que yo en las mañanas, me
 levantara con grandes moretones en todo mi cuerpo, haciendo creer a mi
           familia que eran cosas mías, aprendía vivir con ese ser.

Así pasó un año, hasta que un día me decidí a preguntar que quería de mí, y
así lo hice, llegó la noche y denuevo llegó ese ser que me llenava de miedo, y
   al hacercarse ami cama saben es la peor imagen que 7 años después no
 puedo olvidar, era un ser regordete, pequeño, llevaba un gran sombrero, y
recorría mi habitación dando saltos, tenía la cara diabólica, y una sonrisa de
ultratumba, al verle a la cara, se desvaneció ante mí, luego de eso, mi madre
  me llevó con espiritistas y confirmaron que había sido un duende, que se
 había enamorado de mí, que toda la vida había vivido en mi casa y que sí le
                       gusta alguien él se iba a materializar.

  La verdad es que a mí siempre me han seguido seguido seres del más allá,
hasta el punto, de ver a mi abuelita, tres días después de haber fallecido, esa
 una imagen que no la saco de mi mente aunque mi familia no le dió alguna
 importancia, vi a mi abuela arrimada en el lado de mi cama, vestida con los
              trajes que fue enterrada, y flotando sobre el piso.

Si ustedes no me creen todo lo que me ha pasado, yo sí pues tengo la suerte
 sí lo puedo decir así de ser seguida por seres del más allá hasta el punto de
 que hace unos días, uno de estos espíritus me dió su nombre y la dirección
donde había vivido, comprobé que murió hace cinco años víctima de los celos
                              de su esposo.

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La mancha

  • 1. La mancha Desde hacía días permanecía inmóvil. La familia seguía expectante a que hiciera algo, a que reaccionara. La semana anterior había tomado la forma de un payaso. Cabezón, con manotas y zapatones. Pero esta semana, nada. Quieta y oscura, había vuelto a ser la simple mancha de humedad que ennegrecía desde siempre una esquina del cielorraso del living. Con los años, fue adquiriendo formas muy distintas. Una vez, cubrió gran parte de una de las paredes reproduciendo la silueta de un barco pirata; días después se convirtió en un ramillete de flores; fue también un puñal y una nube y un pianito en una esquina, entre garabatos. Pero ahora, los tres hermanitos estaban consternados. El menor, Ezequiel de tres años, la miraba por momentos ilusionado; tal vez, en una de esas, se movía. Ignacio, de cinco, trataba de darle una explicación lógica: ¡se secó! Pero Esteban, el de ocho, guardó silencio, preocupado. Los padres no lograban consolarlos, era inútil. La mancha de humedad ya no cambiaba más de forma. Hasta que una noche, desde la ventana, la luz de la luna acertó en su escondite. Una sustancia pegajosa brotaba del techo; envuelta en una membrana transparente, brillante, con pecas pardas. Después de varios intentos por despegarse, se dejó caer directo al suelo. Protegida por las sombras de los muebles del living, se aseguró de evitar la luz. Se deslizaba despacio, alerta a cada sonido, a cada imperceptible movimiento del aire. Poco a poco fue dirigiéndose al cuarto de los chicos. Se deslizó por debajo de la puerta hasta acercarse a las camas. Cada acción era medida, para no despertarlos. En eso, oyó un ruido que la sobresaltó. Era Esteban, que se había dado vuelta dejando caer la mano al piso, a centímetros de ella. Esperó volver a oír los ronquidos, para reanudar su marcha. Pesada, prudente, consiguió lamer la punta de los dedos del muchacho que, rápidamente, giró levantando el brazo, metiéndolo luego dentro de la funda de la almohada. Ciega, y guiada
  • 2. por un olfato exquisito, la mancha seguía el olor de la inocencia. Entonces optó por voltear a su derecha. Allí estaba Ignacio, enredado entre las sábanas, apenas se le asomaban las rodillas. La mancha no podía percibir la intensidad del calor de ese cuerpo, por los confusos pliegues de las telas. Empezó por lo más fácil: la cuna. Ezequiel dormía destapado y extendido en el medio del pequeño colchón con la boca entreabierta, un hilito de baba brillaba en su camino hacia la almohada. Blanda y resbaladiza, trepó los barrotes. Cuando llegó a la cara, lo embistió por la boca. Sin oportunidad de reaccionar, el chico comenzó a oscurecerse. Los cachetes rosados se tornaron verdosos, luego morados, para después quedar absolutamente negros, como todo el cuerpo. La mancha fue nutriéndose rápidamente. Crecía a medida que el pequeño se disolvía. Apenas quedaron algunos restos pegados a la sábana. A la mañana siguiente, la madre puso a calentar la leche en un jarrito. Repasó los guardapolvos y llamó a la puerta de los chicos, para despertarlos. Dos golpes despacio y luego tres más intensos. Mientras acomodaba el desayuno en la mesa del living, levantó instintivamente la mirada hacia la esquina del techo. Qué curioso, la mancha había desaparecido. La mujer frunció el entrecejo y con un vago presentimiento miró en dirección al cuarto de los chicos. Un líquido espeso y granate chorreaba por el dintel de la puerta. Dibujaba, en la blancura de la madera, la sonrisa de un payaso.
  • 3. Cinco noches La primera vez fue la noche de un día casi perfecto. Habíamos celebrado una comida en el jardín con nuestros mejores amigos. Los niños salieron a jugar a la playa y los mayores pasamos la tarde brindando por los buenos vientos que impulsaban mis negocios. Un día de sol, un día de felicidad completa. Al anochecer, mientras recogía la mesa bajo el porche, ya solo, una ráfaga de aire helado cubrió de nubes el cielo y bajó hasta la casa, zarandeándome como en un vendaval, revolviendo el mantel y lanzando los cubiertos al suelo. Entré en el salón con el ánimo turbio. Acabé discutiendo con toda la familia y me marché a dormir con una rara angustia anclada en el estómago. La segunda vez fue al día siguiente. Cuando me informaron del colapso de la bolsa y la fuga de mi socio. La tercera antes de ayer, después del accidente, cuando me encerré en mi habitación con la primera botella de alcohol
  • 4. que encontré en el mueble bar, ahogando en el olvido la certeza de que, con ellos, mi vida se había quedado en aquel coche. La cuarta no pude dormirme hasta caer borracho. Quedé varado de espaldas, encarando las sombras del techo, con la boca entreabierta y los brazos inútiles sobre el regazo de las sábanas. Era un sueño profundo que me atenazaba y me mantenía postrado, inevitablemente inmóvil; pero a la vez despierto en un consciente duermevela. Escuché brotar a los lejos su espantoso bramido, apagado primero, luego creciendo en su acuciante galope hasta mi lecho; como una tormenta de arena que inunda un poblado de adobe en el desierto. Lo intuía llegar desde la atalaya de mi pesadilla, sabiendo que yo era su presa atrapada. Intenté inútilmente despertarme, abrir los ojos, gritar, zafarme de mi inmovilidad, salir del sueño y buscar refugio... ¿en qué brazos? Cuando aquello se deslizó en mi habitación se había transformado en silencio, un silencio del que mi cerebro sólo adivinaba el sonido del frío. Me hubiese arrugado en cuclillas como una bola de papel y escondido en lo más profundo del embozo, como un niño asustado que aguarda el abrazo que le salva cada mañana de los malos sueños. Pero así permanecí toda la noche, rendido, indefenso, desesperantemente expuesto a la caricia de un silencio mortal..., a la soledad perenne..., a un dolor sin orillas... Hoy será la última vez. A medida que van pasando las horas siento cómo me inunda el amargo sabor del pánico. Ignoro la razón de esta certeza, pero sé que esta noche, cuando el
  • 5. horrísono frío al fin me abrace, deberé sin remedio abrir los ojos...
  • 6.
  • 7. La isla de las cuchillas
  • 8. Naufragamos en los rompientes de una ignota tierra, pues navegamos a la deriva durante muchos días; en alta mar nos sorprendió un misterioso gas que nos adormeció por completo, como en un letargo parecido a la muerte. Por desgracia la doctora Evelyn no pudo despertar, y ya en descomposición, tuvimos que arrojarla por la borda muy a nuestro pesar. Me llamo Eduard, y mis compañeros, Alfred y Guilfred, éramos los afortunados naufragos. Decidimos adentrarnos, explorar aquellos predios desconocidos y muy posiblemente salvajes. Había muchos árboles frutales, y saciamos nuestro hambre y nuestra sed acuciantes. También encontramos una pequeña laguna de cristalinas aguas, y nos bañamos con enorme regocijo. Tras una hora de descanso, continuamos explorando el interior. En un momento dado oímos como unos cánticos, aunque bastante lejanos. Guilfred abogó por retroceder, pero yo y Alfred decidimos continuar; Guilfred no se separó de nosotros por no quedarse solo. A cada paso que dábamos, aquellos cánticos se hacían más fuertes y tremebundos, enloquecidos, como emanados por gargantas endemoniadas. Llegamos a una pronundiada loma, y ya en la cima, lo que divisamos nos hizo quedar atónitos, pues en un gran círculo de arena, contemplamos un nutrido grupo de nativos negroides, vociferando innombrables cánticos, y saltando como posesos, despegando sus desnudos pies del suelo más de un metro; por su puesto que no podíamos comprender el motivo de aquel blasfemo ritual, ni de sus portentos saltarines. Más alucinados nos quedamos, cuando de repente empezaron a salir del suelo, unas enormes, delgadas y afiladas cuchillas resplandecientes, las cuales
  • 9. desaparecían y volvían a surgir ya ensangrentadas con vertiginosa velocidad, al igual que iban cayendo aquellos desgraciados ya sentenciados nada más ser concebidos, no quedó ni uno vivo, ni siquiera mal herido. Nos quedamos pálidos y empavorecidos. Por supuesto que decidimos retornar a la playa para intentar salvar nuestras vidas en gravísimo riesgo. A pesar de ir sin demora, no dejábamos de mirar por donde pisábamos, tal era nuestra psicosis por las atrocidades contempladas in situ. Llegamos a la laguna, y Alfred se detuvo para beber un poquito; yo y Guilfred le gritamos que ni se le ocurriera acercarse tanto, pero por desgracia, nada más arrodillarse y coger agua con las manos unidas, por debajo de su barbilla entró una larga y afilada cuchilla que le salió por la tapa de los sesos, ambos quedamos petrificados por tan horrendo episodio. Pensamos, que si nos movíamos podíamos correr la misma suerte mortal. Como no teníamos otra opción, continuamos nuestro camino, conscientes de quedar ensartados en cualquier momento. Llegamos a la ansiada playa al borde de un ataque de nervios; teníamos que llegar a los tablones sí o sí. Le comenté a Guilfred que avanzáramos con suma cautela, cuando de repente, mi amigo cayó de bruces al atravesarle una enorme flecha la cabeza por la nuca. Me giré espantado nuevamente, y vi a menos de doscientos metros un nitrido grupo de nativos también negroides, pero emplumados y pintarrajeados, armados con arcos y flechas. Seguidamente el cielo se nubló por la lluvia de flechas que se me avecinaba. Corrí, corrí como un loco y alcancé el agua,
  • 10. aunque recibiendo cinco flechazos, pero con fortuna, en ninguna zona vital, ni que me impidiera nadar, nadar y nadar lo más rápidamente que pude en mi lamentable estado. Al fin subido a un considerable tablón miré la costa, y aquellos salvajes seguían lanzándome sus ya inofensivas flechas, y abandoné aquella tierra donde la vida humana no valía nada. Tras una fría y larga noche, sólo acompañado por las estrellas y la luna, aunque soportable por mi afán de supervivencia, ya con la clariadad de la amanecida, fui rescatado por un barco mercante que se dirigía a Nueva Zelanda. Muchas veces he narrado estos truculentos acontecimientos, pero nadie me ha creido.
  • 11. La sombra oculta Una sombra débil se reflejaba sobre la vitrina del comedor. No hacía falta ser muy listo para ver que era un comedor atípico. Sus cajoneras y estantes metálicos estaban herrumbados y corroidos por el paso del tiempo, o tal vez por su excesivo uso. Pero centremonos en la sombra...aquella maldita sombra. Tendriamos que remontarnos 2 años para saber que pasó en aquel comedor, extraño sin duda y algo oscuro. Alli vivió un hombre, precario, timido, sin amigos, y con una obsesión, su muerte. Tendria unos 35 años, no recuerdo bien, pero de lo que si que me acuerdo es de su silla de ruedas, vieja y oxidada. Aquel extraño hombre no podia andar, debido a un accidente de tráfico que le costó la pierna, un hierro le atravesó el muslo que no tardó en gangrenarse. Se pasaba las horas delante de su vitrina de cristal, mirandola y observandola, como si de ella fuera a salir algún movimiento, pero nunca paso nada. Un día su obsesión llego a un extremo y tomando uno de los trozos de cristal de la vitrina que tanto admiraba se degolló. Ahora 2 años después, su cuerpo sigue tendido sobre su silla, observando aquella vitrina y produciendo una sombra, pequeña, pero maldita sombra.
  • 12. Enamorado del más allá Después de cumplir 15 años, mi vida, empezó a cambiar, todo empezó una noche del mes de abril, lista para dormir, algo se acuesta a mi lado en mi cama y me empieza a molestar, a sujetarme de las manos, a respirar sobre mí, yo tenía los ojos cerrados, por miedo, pero al abrirlos ese ser se desvanecía y me hacía parecer como que había sido parte de mi imaginación. Pasé largas noche sintiendo a ese ser, hacía que yo en las mañanas, me levantara con grandes moretones en todo mi cuerpo, haciendo creer a mi familia que eran cosas mías, aprendía vivir con ese ser. Así pasó un año, hasta que un día me decidí a preguntar que quería de mí, y así lo hice, llegó la noche y denuevo llegó ese ser que me llenava de miedo, y al hacercarse ami cama saben es la peor imagen que 7 años después no puedo olvidar, era un ser regordete, pequeño, llevaba un gran sombrero, y recorría mi habitación dando saltos, tenía la cara diabólica, y una sonrisa de ultratumba, al verle a la cara, se desvaneció ante mí, luego de eso, mi madre me llevó con espiritistas y confirmaron que había sido un duende, que se había enamorado de mí, que toda la vida había vivido en mi casa y que sí le gusta alguien él se iba a materializar. La verdad es que a mí siempre me han seguido seguido seres del más allá, hasta el punto, de ver a mi abuelita, tres días después de haber fallecido, esa una imagen que no la saco de mi mente aunque mi familia no le dió alguna importancia, vi a mi abuela arrimada en el lado de mi cama, vestida con los trajes que fue enterrada, y flotando sobre el piso. Si ustedes no me creen todo lo que me ha pasado, yo sí pues tengo la suerte sí lo puedo decir así de ser seguida por seres del más allá hasta el punto de que hace unos días, uno de estos espíritus me dió su nombre y la dirección
  • 13. donde había vivido, comprobé que murió hace cinco años víctima de los celos de su esposo.