1. EL FIN DE LA DESNUDEZ
El creciente estremecimiento de su tosca cama fue lo único
que logró despertarlo. Al abrir los ojos, Gervasio pensó que
era la acostumbrada resaca que lo acompañaba desde hace
varios años durante el mediodía. Sin embargo al ponerse
de pie notó que lo que se movía con un estertor tangible,
extrañamente no era solo su calva cabeza. Los viejos
tablones de madera, del segundo piso en que vivía
Gervasio, empezaron a ceder al ritmo del movimiento
de la tierra. Estaba temblando. Esta vez no alcanzó a
desayunar con el trago de vino que siempre tomaba
antes de lavar su amarillenta dentadura. El hueco hecho
en la pared para dejar pasar la luz, que nacía valiente
en el suelo de aquel cuartucho y moría triste en las sucias
maderas del techo, hacía las veces de ventana. Sus dos
hojas, igual de viejas y rústicas siempre estaban abiertas,
incluso en la noche. En la calle, a un costado casi estrecho
de la ventana, se atravesaba un poste de alumbrado público.
Sin pensarlo y con el paso torpe, por el temblor y los años que
le pesaban, logró asirse de los oxidados peldaños del poste y con
desesperación en la cara, pero con prudencia en las piernas y brazos bajó al andén.
Vio rápidamente las imágenes del caos, un apocalipsis urbano del que él también
era parte: Una mujer corriendo con sus tres gatos enredados en su cabeza
mientras sus dos hijos se aferraban a su falda, el lento e insensible anciano volviendo a recoger las
fichas de su ajedrez. El niño mocoso chillando, berreando tirado en la esquina, las asquerosas palomas
volando de ventanal en ventanal, chocando, algunas, contra las paredes y los vidrios de las casas. Lo
sacó del caótico momento el sonoro golpe de la puerta de la casa contigua y el grito de su vecino
Antonio que lo llamaba para que lo acompañara en estos, que podrían ser sus últimos momentos sobre
la tierra. El temblor no se detenía y con una mezcla de miedo y resignación Gervasio atravesó el
deshilachado umbral de la vieja casona de su vecino. Tembloroso por la edad más que por el sismo que
ya nunca se detendría, Antonio tuvo tiempo de servir café para ambos y recostado en la pared le dijo a
su compañero que estaba totalmente desnudo sentado en un banco de madera:
“Compadre, yo tampoco me habría vestido si hubiera sabido que me iba a
morir hoy”.
Chelo Cardenio