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REVISTA LEXIKALIA
ISSN: 2346-3481
Número 2
Mayo-2014
Publicación de la Escuela de Estudios Literarios
Facultad de Humanidades
Universidad del Valle
Cali, Colombia
Rector de la Universidad del Valle
Iván Enrique Ramos Calderón
Decana Facultad de Humanidades
Gladys Stella López Jiménez
Director Escuela de Estudios Literarios
Juan Julián Jiménez Pimentel
DIRECTOR
Jeison Steven Rivera Isaza
COMITÉ EDITORIAL
Giovanny Bedoya Ágredo
María Del Mar Burgos Echeverry
Stephanía Franco Sánchez
Vania Lorena Lasso Cruz
Alejandro José Maldonado Martínez
Diego Alejandro Rincón Garcés
Daniel Ríos Rengifo
COMITÉ GRÁFICO
Angélica Ramírez Mendoza
marialabrea3@gmail.com
Angie Ayala Jiménez
angimpire@hotmail.com
María Antonia Ágredo Anaya
antonia-6@hotmail.es
Diagramación
Jeison Steven Rivera Isaza
ILUSTRADORES COLABORADORES
Daniel Botero Arango
danielo8526@hotmail.com
Ludy Nayeth Echeverry Sánchez
nayeth-sanchez92@hotmail.com
Juan Carlos García
juanchip1@hotmail.com
Carlos Augusto Castillo Lara-
Portada/Contraportada
zarathustra103@hotmail.com
Ana María Jiménez Ríos
Do_ipanema@hotmail.com
Andrea Tamayo Ordoñez
andrea-tamayo96@hotmail.com
Daniel Antonio Sierra Orrego
daso_7251@hotmail.com.com
Gabriel Rodríguez
luisgabrielr7@gmail.com
CONTENIDO
Ficción
Suicidio
Andrés Arango Velasco
El arte de domesticar
Jhon Steven Enciso Argüelles
El día de la soledad
Gonzalo Muñoz Sandoval
El caballero de la capucha de acero
John Zambrano Montoya
Las gatas del río Cali
Nathalia Muñoz Arias
El caballero de la triste figura
Daniel Ríos Rengifo
Artículo de opinión
El ícono de la vanidad
Jenny Valencia Alzate
El trasero mítico
Jeison Steven Rivera Isaza
Ensayo-memoria
Una prueba a mis fuerzas
Leonardo Henao Henao
Reseña
Un ratón con agallas
Daniel Bohórquez Rodríguez
Crónica
Promesas de guerra
María del Mar Collazos Cabrera
Ensayo
Toponimias, Topos Y Tópicos Urbanos:
Los Nombres De Las Entrañas De La Ciudad
Gonzalo Muñoz Sandoval
Escritor invitado
Tres crónicas breves sobre héroes y antihéroes
Alberto Salcedo Ramos
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Editorial
Es difícil imaginarse aquella residencia de estudiantes Madrileña entre 1919 y 1926;
pensar que en ese corto período pasarían tantas mentes brillantes -y retorcidas- de ma-
nera unísona: Buñuel, Dalí, Lorca y Alberti, entre otros. Vaya caldo primordial: muy
posiblemente las tertulias que ahí se dieron fueron los primeros pasos para imágenes y
letras que harían eco en toda la humanidad. Es más, tal vez sin aquellas conversaciones
no tendríamos las obras que nos han deleitado una y otra vez. Pero esto es pensamiento
inútil, lo que se quiere reivindicar aquí es el valor del diálogo para el conocimiento.
Son innumerables los ejemplos: la correspondencia entre C.S. Lewis y Tolkien, los
debates entre Einstein y Bohr, las charlas entre Wittgenstein y Russell, el círculo de
Viena. ¿Por qué permanece la idea del intelectual en su castillo? ¿Es más poética, aca-
so, la idea del hombre que tras devorar todos los libros lleva a cabo una producción
intelectual por sí solo? Incluso entonces se está dialogando, así sea con los muertos
de su biblioteca. Bajtín, uno de los defensores modernos del dialogismo, propone: La
naturaleza dialógica de la conciencia, la naturaleza dialógica de la misma vida huma-
na. La única forma adecuada de expresión verbal de una auténtica vida humana es el
diálogo inconcluso.
Una academia que no dialoga consigo misma es una academia que no se da la oportu-
nidad de crecer, depurarse, decantarse. Es esta la intención de la revista Lexikalia, ser
un punto de convergencia para todo aquel que tenga algo por decir -o mejor dicho, es-
cribir-, para que pueda ser escuchado, puesto a prueba, refutado, y por supuesto, apre-
ciado. Es por esto, que en este segundo número pretendemos invitar a nuestros lectores
que no se dejen seducir por la comodidad del silencio, o amedrentar por el miedo al
error. Aquí somos amigos de la crítica constructiva, de la complicidad que nos produce
el compartir la pasión (también en el sentido etimológico, de sufrir) de las letras y de la
apuesta por una construcción de todos, que genere comunidad.
Es hora de derribar el infructífero solipsismo, de conocer nuevas caras, nuevos textos,
historias, poesías. De escribirnos para leernos y visceversa. No sabemos si de este
caldo llegue a ser primordial para el próximo Lorca, pero con toda seguridad queremos
que lo sea para todos aquellos que amen el oficio de la escritura y deseen compartir
para mejorar y no caer presos del genio malvado de Descartes.
Ilustradopor:GabrielRodríguez
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¡No es posible! Nunca sentí nada, aparte de los
dolores de cabeza que se presentaban con la pérdida de
visión; y apenas, hace una semana se volvieron cons-
tantes.
M: En realidad lamento estar comunicándole esto…
S: ¿Cuánto me queda?
M: Debido a que su tamaño es considerable…
S: ¡Cuánto!
M: No sé… días… quizás semanas. En estos casos,
sólo se ofrecen tratamientos paliativos.
El agente Quintero baja de la patrulla. Joaquín Rodrí-
guez, su colega, queda al volante, esperando instruc-
ciones. Quintero se acerca al portero; éste le dice que
los estaban esperando:
-Vea, señor agente, dígale a su compañero que puede parquiar la patrulla ahí no más. Sí,
donde dice visitantes; yo, mientras, voy por la administradora.
Una vez dentro de la unidad residencial, El Refugio, los policías esperan el regreso del por-
tero y la aparición de la mujer que llamó a la estación para informar sobre una irregularidad
en uno de los apartamentos.
-Tememos por el bienestar de uno de nuestros propietarios –había informado-. Hoy ha
venido un compañero de su trabajo y nos dijo que ha faltado tres días, no se ha reportado
FICCIÓN
Por: Andrés Arango Velasco
Estudiante de Lic. en Literatura
de la Universidad del Valle
S U I C I D I O
S:
8
enfermo y no ha contestado el teléfono. Por otra parte,
según las cámaras de seguridad, entró la noche del lu-
nes y no ha salido desde entonces; tampoco atiende el
citófono ni abre la puerta.
Querido Santiago,
Nunca he creído en la felicidad. Sé que puede sonar a
que soy una malagradecida, una egoísta, pero resulta
que, para mí, aquello que llamamos felicidad no es
más que una invención humana para dar esperanza.
Es un estado abstracto, una meta mutable que nunca
se alcanza.
Desde pequeños se nos educa para encontrar algo
que nadie puede ejemplificar; o, peor aún, para espe-
rar algo que no ha de llegar. No obstante, si aceptara
lo que convencionalmente todos piensan… diría que
contigo fui feliz.
-Es muy callado. Hace años que vive aquí y nadie sabe,
en realidad, quién es. No hace bulla, casi nunca está en
casa y, si te lo encuentras de frente, no pasa del saludo
–dice Marcela Carvajal, administradora de El Refugio;
mientras Sergio, el portero, busca la llave del aparta-
mento 302 de la torre B-. Nunca asiste a las reuniones
de copropietarios ni manda representante. Es puntual
con el pago de la mensualidad acordada…
-¡Aquí está! –Sergio interrumpe con su voz de escara-
bajo a Marcela. Se dispone, entonces, a abrir la puerta.
Pero se detiene justo antes de girar la llave. Siente los
dedos tumefactos y un vacío le muerde la boca del es-
tómago.
-¿Qué pasa? ¿Por qué no abre? –pregunta el agente
Quintero.
-¿Y si está muerto? No… no puedo –con manos tré-
mulas se aleja de la puerta. Sus facciones, además de
estar marcadas por el efecto de más de cuarenta vera-
nos, ahora se tornan desconfiguradas en una mueca de
horror.
-No puede ser –dice Rodríguez con tono burlón y se
dispone a abrir la puerta. Aprovecha para dar buena
impresión ante los ojos verdes de Marcela.
S: Es extraño. No sé qué ha pasado ahí dentro, creí
que todo se había derrumbado. Sin embargo, salgo
del consultorio y me doy cuenta que sigue igual: las
mesas, la secretaria, el teléfono, el día es todavía día;
tal vez lo único que ha cambiado es la posición de
las manecillas del reloj, porque el tiempo no se está
quieto.
¿Saben qué es peor que escuchar la palabra tumor,
seguida de la palabra cerebral? Yo sí: tumor cerebral
maligno no operable. Desde los veinte sufro de mi-
graña. Así que, cuando hace, aproximadamente, un
mes presenté fuertes dolores de cabeza, pensé que
se trataba de mi fiel compañera, con quien llevo tres
años de relación. Pero, desde la semana pasada, la
dichosa migraña era tan incapacitante que manchas
negras comenzaban a tragarse todo lo que veía. La
primera vez que me pasó, pensé que me había que-
dado ciego.
Decidí consultar a un médico. Éste, conociendo mi
historia clínica, me recomendó realizarme una esca-
nografía. Y como una cosa lleva a la otra, ahora sé
que voy a morir.
“Creemos que intervenir quirúrgicamente no serviría
de nada. Ya casi todo está comprometido y sería un
gran riesgo… Lo siento mucho”, dijo el médico, un
hombre bajo y de voz chillona que, de no ser por sus
canas, luciría mucho menos viejo. “Sé que es muy
joven, pero no está de más decirle que considere arre-
glar sus asuntos”.
Sabes que sí. Hemos sido afortunados, es innega-
ble. No pude encontrar mejor compañero que tú
para este ciclo, esta empresa, esta unidad. Estos
años junto a ti son irremplazables. Nunca encon-
traré a personas, en lo que me queda de vida, que se
parezcan a nosotros juntos.
¡Ay, Santiago! Juntos somos un gran equipo. Nos
conocemos tanto que es difícil no adivinar lo que
el otro piensa. Por eso creo que, apenas encuentres
esta carta, ya vas a saber de qué se trata y espero
entiendas.
“Necesita un poco de aceite”, piensa Marcela Carva-
jal, mientras la puerta emite un chillido al abrirse. El
9
apartamento está oscuro, al parecer, todas las persianas
están abajo. Los policías entran. Caminan a lo largo de
un pasillo. Quintero se dirige a la cocina y Rodríguez
hacia la habitación.
-¿Hola? –dice Quintero.
-Sabemos que estás en casa – añade Rodríguez, jus-
to en el instante cuando encuentra un dado azul en el
suelo. Pasa por encima de éste, lo ignora. Sigue por el
corredor. Tres pasos más y encuentra otro, esta vez de
color rojo. Busca un interruptor para encender la luz.
Ve uno a mitad del corredor, antes de una puerta que,
supuso, era la de la habitación. Va hacia él. Un paso
más para llegar al interruptor y lo siente bajo su pie
derecho. La luz ilumina el corredor con el movimiento
de su dedo. Sus ojos se clavan al suelo, mientras él alza
el pie. Ahí está un tercer dado, es negro.
-Nada en la cocina –informa Quintero.
Rodríguez levanta la mirada. Avanza. La luz del corre-
dor ha entrado a la habitación y logra iluminar suficien-
te para que el policía vea el cadáver.
¿Recuerdas que te dije que no te lo podía asegurar?
No se puede asegurar acostarse una noche, siendo un
ser, y despertarse convertido en otro. Todos cambia-
mos, somos mutables. Razón tenía quien dijo que “no
se puede entrar dos veces en el mismo río”. Al igual
que el río, los humanos también fluimos. Es difícil
ser los mismos y más cuando se está casado, porque
un matrimonio es un acuerdo. Sin embargo, creo que
tú y yo hemos fluido al mismo ritmo. Nos hemos so-
brevivido y es eso lo que más me preocupa, pues nos
hemos acostumbrado. Y ¿sabes cuán compleja puede
llegar a ser la costumbre? Uno se puede acostumbrar
a muchas cosas: al fracaso, al olvido, a la violencia, a
la negación, al maltrato, al amor.
El amor que te profeso no es amor, es costumbre. ¡No
puedo con esto, tampoco lo quiero! No lo merecemos.
La verdad es que no merecemos a una persona que
sepa lo que piensas, sino a un alguien que se estran-
gule los sesos, que se muera por conocer qué maqui-
nas en tu cabeza.
S: Estoy dispuesto a dejarlo todo. Iré a visitar a mamá,
hace mucho que no lo hago. Creo que es tiempo de
perdonar. Que haya preferido a papá y no a mí, en
realidad, ahora que lo pienso, no fue una ofensa. Fue
su forma de demostrar su amor por los dos: a papá,
al quedarse con él; y a mí, al dejarme elegir mi ca-
mino, dejarme ir lejos de ella. En ese entonces pensé
que ella lo hacía, porque, al igual que él, pensaba que
yo estaba enfermo. ¡Qué tonto fui! Para empezar, no
debí alejarme de ellos, sino luchar por los tres. ¡Qué
paradójico! Me fui de casa cuando se pensaba que yo
estaba enfermo, cuando ser homosexual no es ningu-
na enfermedad; y ahora vuelvo, cuando voy a morir
por un tumor cerebral.
Dejaré mi empleo. ¡Adiós sistemas operativos, hasta
nunca! ¿Y qué, si casi me mato por tenerlo? Ahora
voy a morir. Nunca había pensado en la muerte, ni
siquiera cuando papá nos dejó. En fin, no pensé en la
de él, no lo haré con la mía. Tengo poco tiempo y no
lo desperdiciaré de ese modo.
Dejaré mi apartamento, lo pondré en venta y me iré
a viajar. Haré cosas que no hice, por dinero, miedo o
pereza. Todo será diferente. Todo es, ahora mismo,
diferente. Caminar a casa ya no es un trayecto de can-
sancio, con el único propósito de ir a descansar, sino
como rito de paso para encontrarme conmigo mismo.
Hoy es lunes y la calle parece estar más viva que nun-
ca. La gente camina, conversa, ríe, pasea con el pe-
rro… un señor se acerca, me ofrece la lotería. “Juega
en dos horas”, me dice. “El sorteo se ve por el canal
cuatro. Comprálo, hoy parece ser un día de suerte”.
El cadáver está colgado del ventilador de techo, a
punto de descolgarse por el peso del joven. Rodrí-
guez entra a la habitación, el cuerpo comienza ya a
despedir un olor desagradable.
-¡Lo encontré!
Marcela Carvajal, fue la primera en llegar, a pesar de
sus tacones de once centímetros y su falda ajustada
que le dejaba al descubierto sus pantorrillas blancas.
No pudo gritar; sintió que su pecho se ensanchaba y
le dolía respirar.
Quintero llegó junto con Sergio.
10
Ilustrado por: Daniel Botero Arango
-¡Se los dije, yo lo sabía! –dijo este último.
Quintero analizó la escena. El techo, el ventilador, la correa, el joven, una silla patas arriba sobre la cama, en el
piso un boleto de lotería arrugado.
-Suicidio por ahorcamiento –concluyó-. Vamos a llamar para que hagan el levantamiento de cuerpo. “¿Qué será
sentir que te estás muriendo? ¿Morir así valdrá la pena?”, se interroga Quintero, mientras sale del edificio. “¿Y
qué si te arrepientes en el último instante y no puedas hacer nada?”.
S: Veo la televisión, acostado en mi cama. Espero el sorteo. Tengo en mis manos tres dados. Uno azul, uno rojo y
uno negro. “Al igual que ese boletico que me comprás, son de buena suerte”, dijo el señor que vendía la lotería.
“Vas a ver que por lo menos le pegás al mínimo para que me comprés otro boletico. Dale, te los dejo baratos”. Los
compré por dos mil pesos, toda una ganga.
Empezó el sorteo. Números: 30, 69, 18, 24, 15, 72. Apago el televisor. Gané. Gané. ¡Gané! ¡Gané! Y ¡¿De qué
putas me sirve?! Me voy a morir igual. ¡Así es como son las cosas! No quiero llorar. El llanto me embiste. Me
quiero sacar los ojos, no me permito llorar. Grito. Desgarro mi garganta. Soy un imbécil. Un estúpido al preten-
der no pensar en la muerte. Obvio que debo pensar en ella, la tengo en la espada; mejor dicho, en la cabeza. Me
odio. Odio esta enfermedad. ¡Odio a Dios, porque me está dejando morir! Lo odio, porque se llevó a mi papá y
no arreglé las cosas con él. Lo odio, porque me voy a morir y la muerte, la puta muerte, me obliga a cambiar la
vida de mierda que tengo.
No quiero llorar más. Arrugo el billete de lotería, lo tiro al suelo. Voy hasta la sala y tomo una silla. Camino por el
corredor, me tropiezo. Caigo, suelto la silla, se me van los dados de las manos. Me levanto, recojo la silla. Entro en
la habitación y la pongo sobre la cama justo, bajo el ventilador de techo. Me quito la correa del pantalón. ¿Por qué
sigo llorando? Ato la correa al ventilador, la ajusto. Me subo a la silla, el cuero sintético besa mi cuello. Levanto
un pie y con el que me queda quito la silla.
¡Dios! Dios, perdóna…
La costumbre es un suicidio que nos corta las alas. También es escla-
vitud, porque no nos deja vivir libres, nos ata las cadenas de la con-
vención, de lo mecánico, del absurdo. No quiero que seamos suicidas.
No quiero estar privándome de algo y después arrepentirme cuando
no hay vuelta atrás. Tampoco cuento con que seamos esclavos, uno
prisionero del otro.
Te amo y siempre lo haré. El amor verdadero es el que siempre vive en
el recuerdo, no en el sin sentido. Te dejo y me libero para que nuestro
amor sea.
Tuya eternamente,
Virginia.
Santiago Quintero, agente de policía, entra a su casa esa noche; luego de
presentar el reporte del caso El Refugio. Las luces están apagadas, su-
pone que Virginia, su esposa, no está en casa. Deja las llaves en la mesa
del comedor, detiene su mirada en un sobre que yace en ésta. Reconoce
la letra de su esposa. Ya sabe de qué se trata.
11
ARTÍCULO DE OPINIÓN
EL ÍCONO
DE LA
Por: Jenny Valencia Alzate*
Egresada de Lic. en Literatura
de la Universidad del Valle
é de un tiempo muy remoto en que la gente se llama-
ba por señales de humo. Con ellas, las tribus avisaban
sobre posibles enemigos o invocaban la presencia de
sus miembros. Este método, rupestre visto desde esta
época, da cuenta de lo recursivo del ingenio humano
para comunicarse y a mi juicio, de la claridad que te-
nían los antiguos sobre la importancia de los llamados
y la incidencia de éstos en la vida de la gente, pues-
to que solo se buscaban en casos de urgencia. Mucho
tiempo después, con las cartas, llegó la posibilidad no
solo de comunicarse a distancias mucho más largas,
también de enviar mensajes que trascendían el carácter
de lo urgente; así empezaron a escribirse los amantes,
las mujeres a sus esposos que se habían ido a la gue-
rra y en general quienes quisieran dar cuenta de algo a
personas que no estuvieran cerca. Me parece que has-
ta el mecanismo de la correspondencia escrita para la
humanidad fue emocionante comunicarse por el toque
agridulce que daba la espera, la cual terminaba con el
sonido de los cascos de un caballo, las ruedas de un
carruaje o el pito del tren. Mas esta interesante espera
vino a ser fulminada por uno de los inventos más signi-
ficativos en el mundo: el teléfono.
No sé si cuando Alexander Graham Bell patentó el te-
léfono eléctrico desde el que se podía escuchar clara-
mente la voz de otra persona, imaginó que años des-
pués, bajo el nombre de celular, este evolucionaría
hasta convertirse en un icono de vanidad. Entiendo que
VANIDAD
el teléfono ha servido para enviar aquellos mensajes
que necesitan darse inmediatamente y en los que no
cabe ni emoción ni espera, como la muerte de un fa-
miliar o la transmisión de algún dato importante. Com-
prendo también la significancia del teléfono móvil
para los ejecutivos, puesto que sus múltiples asuntos
los llevan a trasladarse de un lado a otro y por lo tanto
cargarlo para comunicarse con sus secretarias, o lo que
significa en la vida de los que viven lejos de sus fami-
lias y esperan un saludo a cualquier momento del día.
Incluso puedo entender que el celular tenga cierta im-
portancia en la vida de las parejas sensatas a las que el
amor no les ha arrebatado sus vidas individuales, y que
por lo tanto no se asedian todos los días y se escriben
de vez en cuando un mensaje o se hacen una llamada
para saludarse. En estas circunstancias el teléfono me
parece un gran invento y no se me ocurriría desdeñarlo
ni por las cartas ni por las señales de humo. Sin embar-
go, cuando pienso en lo que significa el celular para los
jóvenes de hoy, me dan ganas de ser parte de una tribu
para que me llamen solo en casos de extrema necesi-
dad con el humo que desprende una hoguera, o ya bien
recibir, leer y depurar los llamados a través de cartas,
respondiendo solo a las realmente importantes.
Al caminar los muchachos tantean, miran y manosean
su celular cada tres pasos. Con toda la angustia que
produce llevar una vanidad a cuestas, revisan que la
diminuta calcomanía de Hello Kitty esté en su lugar,
S
12
*Ha sido ganadora de varios concursos literarios a nivel nacional: Segundo Premio Nuevos Mitos y Leyendas de Santiago de Cali, 2007. Alcaldía de Cali- SIL. Primer premio Concurso Nacional
de Cuento- Categoría Universidad. RCN-MEN, 2008. Primer premio internacional Concurso Bonaventuriano de cuento y poesía, 2012, Universidad San Buenaventura- Categoría cuento. Primer
premio concurso ficcionario, 2013, Revista i.letrada-IDARTES- Categoría crónica.
que la cuerda que le ponen a modo de llavero no se
haya caído, que su estuche sí es un estuche y que no
es un sueño que le compraron un estuche, que la hora
esté sobre la pantalla, que tienen un celular que da la
hora sobre la pantalla, que lo tienen en el bolsillo y en
fin, saber si sigue en perfil alto para que timbre con
todo ímpetu al aviso de la llamada entrante; que puede
ser la alarma programada con el mismo tono del tim-
bre para aquellos que padecen la angustia de no ser
llamados por nadie, aunque al momento de contestar
y hablar con el emisor inexistente, coincidencialmente
les suene de verdad. Su ethos depende en gran parte de
la marca del móvil, el tamaño, el número de funciones
y las veces que les suene. Llaman a Pili, Juampis, Ca-
milo, Mariana o Alberto simplemente por el placer de
llamarlos, y lo que tienen que decirles casi nunca es
de carácter urgente, tampoco de carácter no urgente,
porque realmente no tienen nada que decir; solo llaman
para que los vean llamando o a preguntar por qué no
los han llamado. A mí misma me ha pasado tener que
apagarlo, cuando por obra de algún conocido que no
sabe qué hacer con su tiempo, el celular se me convier-
te en un enemigo de doce centímetros con el que me
siento más controlada y asediada que si tuviera bajo la
piel el chip que dicen que vamos a tener todos cuando
el diablo llegue a gobernar el mundo, justo antes del
regreso de Cristo.
Ni qué decir cuando se los roban. Es una tragedia de
proporciones iguales al Tsunami o al terremoto en Hai-
tí. Algunos llegan a sus casas después del terrible hurto
y se abalanzan, con palidez de muerto, a crear todo un
plan de ahorro, ajustes y cohibiciones monetarias para
restituir el aparato sin el que su vida no sería igual.
Aunque, claro está, hay quienes sonríen y ven en el
robo la oportunidad de comprarse uno nuevo, de mejor
marca, porque si el anterior corría, el nuevo tiene que
volar. Y es que hay celulares que en sí mismos no son
solo un celular que les permite a los vanidosos sentir la
alegría de saberse llamados. Los hay con cámara para
que se retraten, con radio para formar la bullaranga en
cualquier lugar e incluso con Chat para trascender has-
ta el acto privado de ir al baño y producir excremento
por el trasero y la pantalla. De esta manera, no puedo
más que concluir que el celular, excepto por su uso en
los casos realmente importantes, es un artefacto que a
manos de los jóvenes atenta contra la privacidad de la
gente y que por tal, he sentido alegrías indescriptibles
cuando los doy por perdidos, robados o estrellados es-
trepitosamente sobre el pavimento.
Ilustradopor:LudyNayethEcheverry
13
FICCIÓN
LAS
n las tardes frescas y soleadas visitaba al gato. El grande y pesado
felino mantiene sus ojos puestos en un punto fijo. Me interesaba saber
qué observaba, dado que permanecía atento a un mismo espacio. Con
sus negras pupilas, durante todas mis visitas, me sugería caminar hasta
el lugar custodiado por sus ojos. Al acercarme a él, además de sentir
que le agradaba mi compañía, sentía su deseo de guiarme
con la mirada hacia el lugar secreto.
Me encanta. Su figura sonriente de bronce era fa-
bulosa: tenía nariz triangular y sus dos bigotes,
justo en los extremos, forman dos espirales que
rozan sus pulidos cachetes; las orejas son puntia-
gudas; su cola, dispuesta de manera vertical, se
enrosca firmemente para sostener las aves que se
posan en ella. Está sentado sobre un volumino-
so trozo de cemento, semejante a un cuboide, a
la orilla del río Cali. Yo solía sentarme allí, a su
lado, e imaginaba qué era lo que el felino observaba con sus grandes y redondos
ojos. Una noche lo descubrí; supe porqué tenía la mirada fija en un lugar y porqué su rostro expresaba
alegría.
Él está acompañado por varias esculturas de mininas; son sus novias. Con una postura firme y deli-
cada, las gatas exhiben en sus cuerpos maravillosas pinturas, figuras y detalles. En las tardes, sentada
junto al gato y rodeada por ellas, veía pasar los carros que llenaban las carreteras de los alrededores.
Mientras yo observaba las máquinas de cuatro ruedas, Oswaldo asistía a las gatas con un maletín
de cuero pálido y desgastado por el agua del río. A veces un hombre que lucía un gran sombrero lo
acompañaba y lo ojeaba mientras sacaba de su maletín trapos, cepillos, líquidos y otras herramientas
que empleaba para limpiar el polvo que depositaba el viento encima de las gatas. Las limpiaba muy
bien. Los bichos que caían de los árboles y el polvo eran completamente despojados de las estatuas
que, a pesar de lucir limpias y acicaladas, permanecían con la mirada triste.
Cerca de allí había un puente blanco. Desde la caja de cemento podía ver el tráfico vehicular y varias
personas circulando sobre él. Oswaldo, después de limpiar a las felinas, se situaba sobre el puente
E
Por: Nathalia Muñoz Arias
Estudiante de Lic. en Literatura de la
Universidad del Valle
G A T A S
D E L
CALI
R Í O
14
durante varias horas con la vista puesta en ellas. Parecía
ser el guardián de las gatas. De vez en cuando una per-
sona las acariciaba con brusquedad y Oswaldo, a toda
prisa, dejaba el puente para reprender al infractor; se
mostraba muy molesto cada vez que alguien se acercaba
para acariciarlas.
Cuando el sol se ocultaba y la brisa del rio se torna-
ba más helada, Oswaldo abandonaba el puente y, antes
de marcharse, iluminado por las lámparas de la calle,
miraba tan fijamente al gato que el viento de en medio
parecía romperse como un cristal. Sentada, junto a la
gran pata del animal, percibía cierta complicidad entre
el hombre y el minino. Llegué a creer que escuchaba su
ronroneo.
Me marchaba unos minutos
después de que Oswaldo partie-
ra. Él andaba por la margen del río
hasta perderse en la oscuridad de los ár-
boles y lo observaba hasta que desaparecía en un sen-
dero cubierto por la noche. En ausencia del hombre,
la expresión del felino de bronce se tornaba alegre,
como si disfrutara de la estancia a solas con sus no-
vias. Yo permanecía acariciando su gran pata y el vai-
vén de los arboles confundía los sonidos que parecían
provenir del pecho del animal. Creía que su corazón
latía de tanto amor hacia las hermosas gatas.
Intrigada, una noche, cuando ya Oswaldo se había ido,
intenté averiguar qué veían las redondas pupilas del
custodio del río. Me equipé con binoculares, escale-
ras y otros utensilios que esperaba fueran útiles para
mi búsqueda. Con ayuda de las escaleras intenté
posicionarme a la altura de los ojos del minino y
luego, con los binoculares, quise contemplar el
horizonte que en todo momento era visto por él.
Cuando usé los binóculos me percaté de que su mirada
se dirigía al sendero en donde Oswaldo desaparecía todas las
noches.
Al día siguiente estaba decidida a
seguir al hombre por aquel sendero.
Oswaldo, aquel día, como todas las tar-
des, engalanó a las gatas y se posó sobre
el puente. Al desaparecer el sol, antes de irse, miró
la figura de bronce; asintió. El cuidador de las gatas
sonrió con el fervor de un artista que finaliza su obra
de arte.
Estaba lista para caminar tras él y me dispuse para
abandonar el pequeño espacio que siempre ocupaba,
sentada, sobre la gran caja de cemento que también
servía de silla al felino. Al apoyar mis sandalias sobre
el suelo, Oswaldo se acercó a mí. Del viejo maletín
de cuero tomó un trozo de tela y en pocos segundos
había cubierto mi boca. Oswaldo sujetó mi brazo con
violencia y caminó conmigo por el costado del río.
Durante el trayecto observaba los carros con
pasajeros que, entre tanta oscuridad,
ignoraban mi azoro. Intenté des-
prenderme de la fuerza de
Oswaldo y pedir auxilio.
En un violento force-
jeo Oswaldo tro-
15
pezó con algunos arbustos y aproveché para huir.
Me deshice del sofocante pedazo de tela que cubría
mi boca y comencé a gritar. Unos metros más ade-
lante un carro se detuvo. Corrí a su encuentro sin
cesar de pedir ayuda – me escucharon. Me ayuda-
rán, pensé.
Seguí corriendo y vi que un hombre bajó del vehí-
culo. Llevaba un sombrero tan grande que su som-
bra me envolvió. Cerca de él, advertí que cargaba
un viejo y desgastado maletín en el que introducía
un frasco lleno de líquido brillante ¡Menudo pro-
blema! Era el maletín de Oswaldo.
Antes de tomar un nuevo camino, que me alejara
de aquel auto, una mano pesada me sujetó por la
muñeca. Oswaldo me condujo con fuerza hasta el
carro y tomó su maletín. De nuevo cubrió mi boca
con la empalagosa tela; alejándonos del carro y su
conductor retornamos al camino emprendido desde
el principio.
Sin poder gritar, y a rastras, llegué hasta el oscuro
sendero. Las lámparas de la calle ya no alcan-
zaban a iluminar el camino. Nos detuvimos
en un lugar lúgubre, tan cercano al río que me
vi salpicada por el agua. Él colocó su maletín
en la orilla y el agua que golpeaba en la tierra
lo mojaba. Abrió el morral de cuero y de él
extrajo una jeringa. El pequeño instrumento,
al ritmo del movimiento del pistón, se llenaba
del líquido brillante y espeso depositado en el
frasco de vidrio. -Soy Oswaldo; hago escul-
turas; soy un artista – anunció e introdujo la
aguja en mi brazo.
Ilustradopor:CarlosAugustoCastilloLara
16
RESEÑA
UN RATÓN
Por: Daniel Mauricio Bohórquez*
l año 1992 puso sobre la mesa la evasiva discusión que pretendía colocar
el cómic a la altura de la literatura. MAUS, la obra cumbre de Art Spiegel-
man, gana el premio Pulitzer y con esto logra, para la gloria de muchos,
darle la importancia que el cómic venía reclamando desde hace un buen
tiempo.
MAUS se constituye como la piedra angular que define y da forma a un
género en nacimiento denominado Novela Gráfica. Si bien el término fue
CON
E
AGALLAS
*Licenciado en Educación Básica con énfasis en Humanidades y Lengua Castellana de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.
17
acuñado años atrás por Will Eis-
ner (Contrato con Dios, The spi-
rit), es con Spiegelman que se le da
sentido total. Mientras que el en-
foque del primero consiste en un
pensamiento eminentemente edi-
torial, Spiegelman, al igual que sus
sucesores, conciben la obra en su
extensión desde un principio, ade-
más de sacar al cómic del letargo
ocasionado por el comics code1
en
los años cincuenta.
Art Spiegelman con su obra logra
recoger una tradición que marca
sus inicios en los periódicos ame-
ricanos del principio del siglo XX,
y que a la hora de determinar una
historia del cómic, resultan casi
olvidados. Pero sin duda quienes
más marcaron su estilo y concep-
ción del noveno arte fueron los
cómics de la revista MAD y los
no menos famosos crime stories,
principales perseguidos por la ley
norteamericana.
MAUS narra la historia de Vladek
y Anja, los padres de Art, quienes
vivieron en primera persona los
horrores de los campos de concen-
tración. Lo que separa realmente
la obra de Spiegelman de toda la li-
teratura sobre el holocausto, es en
primer lugar el formato seleccio-
nado para narrar: a excepción de
una historieta de escasas dos o tres
páginas que menciona sutilmente
el holocausto nazi, nadie se había
atrevido a utilizar el cómic para
representar los horrores de la gran
1
El comics code fue una medida tomada por el gobierno de los Estados Unidos donde se acusaba al cómic de ser una mala influencia para los jóvenes, incitándolos a
malas conductas. A partir de entonces, los cómics pasan por un comité de censura de su contenido y sus temáticas se vuelven light.	
guerra. Como segundo elemento,
la decisión de canalizar el absurdo
de la persecución de los judíos con
un componente metafórico que
resulta de un sentido universal:
dibujar a los alemanes como gatos
y a los judíos como ratones.
La historia de MAUS se narra,
esencialmente, en tres tiempos.
El primero de ellos, la historia de
Vladek y Anja en la Europa inva-
dida por la ideología nazi, desde
cómo fueron perdiendo sus pose-
siones los judíos, hasta cómo sus
padres lograron, con mucha astu-
cia, sobrevivir. Durante este tiem-
po, vemos cómo la construcción
del personaje de Vladek intenta
ser lo más fiel posible, incluyendo
las cosas de las que seguramente
Art no se sentía muy orgulloso,
como por ejemplo, haber escogido
a su mamá por el dinero, asegu-
rándose, además, de que no fuera
enferma. De otro caso ¿para qué
la querría?
Un segundo instante, es la vida
de Artie al momento de construir
MAUS, incluyendo las numerosas
entrevistas que le hizo a su padre
para recoger los hechos de su paso
por Auschwitz. Durante estos mo-
mentos el autor logra retratar la
tensión de su relación con Vladek,
haciéndolo sentir culpable en oca-
siones, y perdiendo siempre con el
argumento de que él nunca pasó
por los horrores que sufrieron sus
padres y su hermano Richieu. Este
punto es fundamental para com-
prender la seriedad de su trabajo,
además de los contratiempos en
que se ve enfrentado al concebir
una obra de tales proporciones.
Finalmente, observamos un Art
autor, con una crisis de identidad,
usando una máscara de ratón en
vez de ser uno, sufriendo por la
inesperada fama del primer tomo
de MAUS; sintiéndose culpable
de obtener reconocimiento por
retratar los horrores del holocaus-
to en un cómic; resistiendo la pre-
sión de la industria por explotar
la marca de su obra, negando la
posibilidad de llevar su historia al
cine, como ha sucedido con gran-
des obras como Watchmen o V
for Vendetta.
Si después de haber leído uno de
los pesos pesados del género del
cómic, como lo es MAUS, aún
quedan dudas de su importancia
y el lugar bien merecido como gé-
nero literario, habrá que pensar
entonces nuevamente aquello que
se merece o no estar dentro de di-
cha categoría. Poco de MAUS es
lo que contiene este escrito, no
porque sea poco lo que se pueda
decir sobre la obra, sino porque
tal y como me sucedió, deseo que
usted, querido lector, disfrute del
goce estético de su lectura y que
sea por cuenta propia que juzgue
al cómic, la novela gráfica, como
literatura.
18
ENSAYO-MEMORIA
Me confié. Creí que un poco de pirotecnia podía
darle vida a un texto que desde su mismo inicio
estaba herido de muerte. Fallé en cada línea.La
profunda vergüenza que sentí no fue un castigo,
sino una más de las valiosas lecciones que he
aprendido como escritor
i primer trabajo en el taller de escritura de la
universidad fue descuartizado con una crítica justa.
No hubo un comentario entusiasta o una pequeña luz
de consolación. Lo agradecí con el alma. Vi en toda
su grandeza la mediocridad que hice un día antes
sin mover un dedo para informarme sobre un tema
que apenas conocía. Me confié. Creí que un poco
de pirotecnia podía darle vida a un texto que desde
su mismo inicio estaba herido de muerte. Fallé en
cada línea. La profunda vergüenza que sentí no fue
un castigo, sino una más de las valiosas lecciones
que he aprendido como escritor.
Recibí con alegría la segunda oportunidad que se nos
concedió para corregir el trabajo. Fue algo así como
reparar un crimen cometido durante la embriaguez.
Ahora, en sano juicio, me esforcé por hacer un plan
minucioso. La primera letra la puse varios días atrás.
Los temas de los párrafos los separé con pinzas y me
comprometí a elaborarlos con una dedicación mater-
nal. Anotaba frases que me salían al paso y a veces
me emocionaba con sólo imaginarme enfrentado al
papel en blanco.
Mucho antes de esas experiencias mi problema fue
darme cuenta de en qué es lo que creo, que era el
tema que tenía que desarrollar. Descarté una cosa
tras otra. Estaba desconcertado. Lo que me salvó fue
lo mucho que me divertí redactando un trabajo sobre
una autora nacional para la clase de literatura colom-
biana. Traté de darle a las palabras un sitio preciso
y de hacerlas claras en su significado. Tras el punto
final quedé satisfecho, aunque estaba seguro de que
se podía mejorar. Pese a eso sonreí y fui consciente
de cuánto amo escribir y de que, sin querer alardear,
creo en mí como escritor.
Llevaba muy adelantada una carrera para la que no
tenía ninguna vocación, cuando me di cuenta de que
lo mío era la literatura. No me retiré de inmediato
porque no creía en mí y no era capaz de imaginarme
enfrentado a mi familia y a los miles de obstáculos
que me esperaban por no contar con una situación
económica resuelta. En busca de respuestas me ma-
triculé en un curso de literatura norteamericana dic-
tado por la profesora Amparo Urdinola. Admiré su
UNA PRUEBA FUERZAS
“
”
M
Por: Leonardo Henao Henao
Estudiante de Lic. en Literatura de la
Universidad del Valle
A MIS
19
sabiduría, sus discursos lúcidos y que leyera a
Faulkner en su denso inglés. Sus clases las escu-
chaba asombrado. Al final del curso se presentó
la oportunidad que esperaba. Debí hacer una ex-
posición sobre Absalón, Absalón!, un libro ma-
gistral de Faulkner. Me esmeré en escribir cinco
páginas que me aprendí de memoria.
Empecé hablando con algo de temor, pero lue-
go me sentí a mis anchas y cada tanto le echaba
una ojeada a mi texto, de manera que la profesora
se enterara de que mi oratoria era solo un medio
para transmitirle lo que escribí. Cuando terminé
ella se refirió a la forma poética como cerré la ex-
posición y me preguntó qué semestre de literatu-
ra cursaba. Se sorprendió cuando le dije que esta-
ba perdiendo mi tiempo estudiando otra carrera.
Cuando salí del salón la decisión estaba tomada:
sería escritor. Había comenzado a creer en mí.
Luego de ese semestre me retiré de la universi-
dad con la alegría de que por fin, a mis veinte
años, había logrado dar un primer paso firme en
mi destino. La buena nueva de que descubrí lo
que me haría feliz no fue bien recibida por mi
familia, en especial por mi padre. Me agredió con
palabras que jamás se le deberían decir a un hijo
y pronosticó que mi vida sería un fracaso. Me de-
fendí sin esconder la cabeza, sin que me tembla-
ran las manos y mirándolo a los ojos, convencido
de que se equivocaba.
Nadie me respaldó. Mis amigos se burlaron y me
dijeron que lo mío era una pataleta, que el se-
mestre siguiente estaría de regreso en la universi-
dad. No los volví a ver por mucho tiempo. Tanta
oposición no fue capaz de hacerme vacilar. Mis
fuerzas se multiplicaron. Leía hasta once horas
diarias. Tres veces a la semana tomaba apuntes
para cuentos o escribía sobre mi vida o sobre lo
primero que se me ocurriera, pero tenía la mala
costumbre de soltarlo todo de un tirón, sin un se-
gundo para tomar aliento, arrastrado por un ritmo
frenético que me llevaba al desastre.
Poco a poco fui notando mis errores y eso hizo
que creciera mi confianza: mi dedicación total
Ilustradopor:AndreaTamayoOrdoñez
20
daba sus frutos. Habían pasado dos años desde mi retiro
de la universidad y mi padre todavía me lo reprochaba.
Sus ataques eran peores cada vez. A mi disciplina in-
flexible, a mi pasión literaria en permanente ebullición,
él le llamaba un simple pasatiempo. Quise demostrarle
que se equivocaba, así que participé en el concurso de
cuento que organizó la Universidad del Valle conme-
morando sus sesenta años de fundación. No era un es-
tudiante activo, pero mi hermano sí, y con su permiso
inscribí uno de mis cuentos a nombre suyo. Todavía
tengo muy presente la mañana que llegó con la noticia
de que había ganado. Más tarde renuncié al premio sin
revelar la farsa. Mi padre se enteró de mi triunfo por
mis hermanos. Tocó en mi habitación antes de entrar
y estuve tentado a decirle que se fuera, que se largara,
pero alcancé a contenerme y le dije que siguiera. Me
ofreció disculpas por su trato cruel y me prometió que
en adelante me apoyaría en lo que fuera. Eso no ha su-
cedido, por supuesto, ni sucederá en estos tiempos en
los que ya ni lo determino, pero por lo menos me libré
de sus burlas y de sus constantes reclamos.
Aquel premio inolvidable no solo hizo que creyera más
en mí como escritor, sino que me dio el estímulo que
tanto necesita un artista en sus comienzos. El año y me-
dio que siguió mandé mis cuentos a concursos abiertos
para todo el mundo. Fue una seguidilla de derrotas que
hicieron que reconsiderara la dirección que llevaba,
pero no su propósito. Escribía sin una formación téc-
nica, sin un plan estructural y gobernado por una intui-
ción desorientada. Fue entonces cuando decidí que no
podía dar un paso más sin la asesoría de un experto.
Volví a la universidad a buscar a la profesora Amparo
Urdinola, pero se había jubilado. Le comenté lo que
me pasaba a una secretaria de la escuela de literatura
y me presentó al profesor Alejandro López, quien tuvo
la gentileza de regalarme veinte minutos. Antes de em-
pezar me dio un valioso consejo sobre la economía y
la precisión del lenguaje en el cuento. “Debe ser como
lanzar una flecha: directo al blanco, sin vueltas”, dijo.
Me eché a temblar. En ese momento me di cuenta de
la forma tan deficiente como escribía. Dedicaba tres
párrafos a algo que podía despachar en dos líneas. El
diagnóstico de mi cuento, por supuesto, fue el peor: era
un cadáver descompuesto.
Seis meses después lo reescribí. Dije casi lo mismo,
con la diferencia de que me ahorré seis páginas. La gra-
ta experiencia me permitió tener una conciencia mayor
acerca de lo mucho que me falta por aprender sobre un
oficio del que jamás se para de aprender. Por eso estoy
de nuevo en la universidad, aunque esta vez estudian-
do literatura. Me ha costado abandonar los libros para
venir a clase, pero sé que ese es un sacrificio necesario
para pulir mi estilo.
Desde que soy estudiante es mayor mi compromi-
so conmigo mismo. En la escritura de este texto, por
ejemplo, debí contenerme en innumerables oportuni-
dades. Por momentos las palabras brotaban fáciles y
trataban de quitarme las riendas. Entonces me detenía
hasta que volvía a sentirme el director y el responsable
de cada línea. Fui implacable con cada párrafo, y me
negaba a seguir adelante si primero no lo tenía resuelto.
Muchas veces di mil vueltas alrededor de una coma o
de un punto que querían imponerme su ritmo. Perseguí
puñados de adjetivos inútiles hasta darles muerte sin
padecer ningún remordimiento. Taché sin misericordia
frases cuya sonoridad me seducía, pero que en verdad
no eran funcionales. Cientos de trampas me salieron en
el camino tentándome con formas vacías, y traté de no
recogerlas, aunque es posible que algunas se me hayan
pegado sin que me enterara. Ignoro hasta qué punto
se evidencia mi severidad y si logré que las palabras
quedaran ajustadas como las piezas de un reloj o si en
cambio están sueltas y atrofiadas como si la maquina-
ria se hubiera caído. Más allá del éxito o del fracaso
de mi trabajo considero importante resaltar que hacerlo
me entretuvo tanto como si escribiera un cuento y que
descubrí que creer en uno mismo no es un pecado de
orgullo, sino una condición imprescindible para alcan-
zar nuestros sueños.
21
EL
CABALLERO
DE LA
CAPUCHA
DE
ACERO
FICCIÓN
Por: John Zambrano Montoya
Estudiante de Lic. en Literatura
de la Universidad del Valle
22
sí como duerme y luego despierta
la aún no nacida criatura, igual hizo don
Quijote, y se puso presto a la aventura.
«¡Tú que me escribes!» -dijo él muy
imperante-, «vestid al punto mi desnudez
que no parezco caballero andante.
Y porque ningún detalle mío vayas
torpemente a olvidar, acuérdote escudo,
espada, y mi buen Rocinante para andar.
Armado con esto y más, como reza la
andante y gran caballería, solicito una difícil
escena que ponga a prueba mi gallardía.»
Llegó pues, así como iba sin perder
ningún detalle, al sur de Cali, Colombia,
a Meléndez y a Univalle.
«Con ese caballo no lo puedo dejar», -dijo
el portero muy extrañado.- Preguntó aun por
su carnet, y al no tener éste lo dejó a un lado.
«Dejadme entrar, bellaco», -dijo a ésta sazón
don Quijote-. «¿No reconoces mi andar,
porte, yelmo, gloria o bigote?»
El portero cedió, diciendo que sin la bestia
podía entrar, si tan sólo venido hubiese
con quien afuera la pudiera cuidar.
«¡Válame Dios!» -exclamó avergonzado
el famoso caballero- «nunca leí que Amadís
fuera sin Gandalín, su gran escudero.»
Entonces una gran pitaría se oyó tras él,
en la Pasoancho, y vio don Quijote cómo
cruzábala en el asno, su fiel amigo Sancho.
«Paréceme» -dijo éste al llegar al pie de su amo
y señor- «que vuesa merced ha desconocido
el mérito mío en el renombre de su honor.»
«No hagas las cosas más grandes de lo que
realmente son» -replicó el caballero-, «importa
que agora juntos, sabremos entrar en gran misión.
«¿Y en por qué hablamos ansí tan estrecho y no
en la línea completo? Mira mi señor: como en
prendas chicas, así me siento hablando en terceto.»
A «Calla la boca, melindroso, ¿es que aún eres
tú como cabestro? Date cuenta que el que nos
narra no parece malo sino diestro.»
«Pero señor, si de la mano como entiendo es éste
tan diestro, ¿por qué no nos escribe en prosa,
como hizo aquel, el gran maestro?»
«Rufián, sin duda cabestro, y aun eres tú
bandido. ¿Harás que tan pronto me arrepienta
de haber caído en la cuenta del olvido?
Agora calla y escucha, y observa y aprende
antes de seguir adelante: mucho me engaño o
estamos en tierra donde vive más de un gigante.»
«Mi señor, mucho temo que se trata de sólo un
engaño, que todo por estas tierras nos es nuevo,
menos de las personas el tamaño.»
«¿Qué no has aprendido nada, pues sólo ves por
tus antojos? Observa y aprende, he dicho; voy a
quitarte esa venda de los ojos.
Mira aquel descomunal yelmo; lo tiene esa mora
que habla duro.» «Me parece» –dijo Sancho- «que
por lo que grita, es para vender chontaduro.»
«No he de enseñarte lo que parece sino lo que
sucede realmente aquí. Acompáñame, escudero,
y luego me dirás si te mentí.
Y tú que las llaves tienes, apresúrate a la puerta
y abrid.» «¡Qué pena!» -exclamó el portero- «vienen
es a actuar y usted mínimo hará de Mio Cid.»
Así entró don Quijote, sin hablar palabra de la
piedra que tenía, y mientras amarraban a Rocín
y Rucio en la entrada, Sancho Panza mucho reía.
«Agradece que tu cabeza no este buen palo
recibe, por tener yo en la mía grandes asuntos
puestos por aquel que agora me escribe.
Es menester que hallemos una curiosa venta
llamada Los Tres Tres. Nos guiaremos por un
árbol tan alto como fuera el ciprés.»
Y así anduvieron ante el asombro de todos y la
indiferencia de ninguno. Del sitio más valió
el nombre pues altos árboles hay más de uno.
Ya en el segundo nivel, dieron con el Veinte
Diecisiete. Al entrar fue prudente el caballero
andante y se quitó de la cabeza el almete.
23
Ilustradopor:CarlosAugustoCatilloLara
24
«¡Así no vale!» -gritaron estudiantes resueltos-,
«la representación debíamos hacerla nosotros,
y no con actores profesionales revueltos.»
Y el caballero: «Hemos venido de un lugar más
que muy lejano; está a cuatrocientos cielos de aquí.
¡Quiera Dios que el viaje no haya sido vano!»
«¡Querrás decir cuatrocientos siete!,» -corrigió al punto
su escudero-, «que según vi una fecha en las paredes,
como anuncio, ansí sería la cuenta, eso espero.»
«¿A qué tan grande impertinencia, Sancho? Calla
y no trates de opacarme en este futuro. Fuiste y serás
lo que eres: labrador y escudero y a las letras duro.»
«A las letras que no a los números, que bien sé
cuánto he tenido. No más charla mi señor y haga
eso tan importante, aquello a lo que hemos venido.»
Por prudencia se abstuvo don Quijote de
reprender nuevamente a su amigo, y sin creer
que dijera cierto, empezó así y postergó el castigo:
«Declamaré para ustedes lo que escrito
aquí llevo. No os preocupéis Bautista,
que si no os agrada empezaré de nuevo:
“Así como duerme y luego despierta
la aún no nacida criatura, igual hizo don
Quijote, y se puso presto a la aventura.” »
Y acabando este primer terceto, tronó con
tal furia un gran estruendo, que preocupóse
don Quijote y Sancho Panza salió corriendo.
Fue tras él su señor y vio la nueva aventura
que le esperaba: una procesión de gentes
cubiertas de cabo a rabo que por allí pasaba.
«¡Detenéos y decidme quién sois y qué lleváis
bajo el ropaje ancho. ¿O es acaso la complexión
de todos como la de Sancho?»
«Ábrase viejo loco» -respondiéronle así-, «que
nosotros no estamos jugando, y si no va a pelear
contra o con nosotros, nos está es estorbando.»
«¿Cómo dices?, ¿acaso no vais solos? ¿Qué
enemigo osa de hacer frente en mi presencia
a los desvalidos y menesterosos?»
«Mire mi viejo, allá afuera está el enemigo
esperando por nosotros.» Y vio don Quijote un
ejército de robots gigantes como antes no viera otros.
Sancho, que a todo esto había seguido a su amo
cuidando que no le viera, poco aguantó y salió
dando voces diciendo: «¡señor, no quiero que mue-
ra!»
«¿Qué te habías fecho, Sancho? Necesito escudero
en esta gran y peligrosísima aventura. Tráeme mi
Rocín y lanzón, y no te preocupes que mi alma va
segura.»
«Segura de muerte» -susurró Sancho y siguió- «con
las armas y el caballo podéis contar, pero estad se-
guro que mi barriga por allá no la pienso ni asomar.
Piénselo bien, mi señor, ¿Quién empezó con la
tronamenta sino éstos que llevan capucha, que ansí
le llaman? Fíjese que andan mal-buscando lucha.»
«No puedo fiarme de ti, Sancho. Mira que ahí están
los gigantes, y no son humanos sino máquinas.
¿Qué caballero luchó contra algo así antes?»
«Sin duda ninguno, mi señor, y sí son grandes
pero no exagerando. Si máquina son, como aquel
caballo Clavileño, alguien los debe estar operando.»
«Detrás de tus explicaciones se oculta la
cobardía. ¡Apártate entonces!, aquí viene
un objeto que aquel por los aires me envía.»
El proyectil lacrimógeno fue detenido por la
adarga del caballero y despedida por los aires
de nuevo, a patada del caballo aventurero.
Y entonces todo fue desconcierto y caos:
lanzamiento de crueles aparatos, bombazos,
heridos y gentes corriendo hacia todos lados.
Aún dentro de Univalle, don Quijote, lanza
en ristre y a lomo de Rocín, bajó de su yelmo
la visera, picó espuelas y casi se sale del sillín.
«¡Deteneos mi señor!» –gritaba su escudero
aunque en vano- «¡Acometerás a la Santa
Hermandad del hombre americano!»
Pero ya Rocinante ni aun queriendo podía
frenar su vertiginoso paso. Y adentróse don
Quijote como hiciera un rayo en el ocaso.
No sabiendo los otros cómo proceder, pues
no había instrucción en tan inesperado caso, dieron
en ponerse, escudo tras escudo, y esperar el estarta-
zo.
25
Y a punta de lanza chocó el caballero con la negra
tropa, y estando uno y otro por el suelo, vinieron
aquellos encapuchados y fue todo a quemarropa.
Luego acudió Sancho Panza, ya estando casi
todos en ambos bandos molidos, y de entre otros
despojos, sacó el de su señor muy mal herido.
«No se muera de nuevo, amo mío. Yo no sé
cómo fechaba aquel anuncio pero he contado cada día
desque a su lado monté aquel asno Rucio.
Y no me pesa sino que han sido menos los días
junto a vuestra merced que las noches solitarias.
Allí en la orilla del tiempo, he visto las trampas varias.
Puede parecer mucho lo que vive en mil páginas,
junto a su amo, un buen escudero; pero eso es poco
comparado con un día déste sin su caballero.»
Y dijo su amo: «¡Oh señora de mi alma, Dulcinea,
flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero
que ha triunfado y padecido en no vista aventura!»
Así dijo y terminó don Quijote para sorpresa y
contento de Sancho, quien lo llevó maltrecho
mientras daba alegres voces por aquel camino ancho:
«Agora vamos a casa a pastorear, dejando atrás todo este
reguero. Pero antes contemos a todos la gran aventura
del Caballero de la Capucha de Acero. Y su escudero.»
26
TRESCRÓNICAS
BREVESSOBRE
HÉROESYANTIHÉROES
*
Alberto Salcedo Ramos: (Barranquilla, 1963). Considerado uno
de los mejores periodistas narrativos latinoamericanos, forma par-
te del grupo Nuevos Cronistas de Indias. Sus crónicas han apare-
cido en diversas revistas, tales como SoHo, El Malpensante y Ar-
cadia (Colombia), Gatopardo y Hoja por hoja (México), Etiqueta
Negra (Perú), Ecos (Alemania), Courrier International (Francia),
Internazionale (Italia), Marcapasos y Plátano Verde (Venezuela),
y Diners (Ecuador), entre otras. Algunas de sus crónicas han sido
traducidas al inglés, al francés, al griego, al italiano y al alemán.
Es autor de los libros “La eterna parranda. Crónicas 1997-2011”
(Aguilar, 2011), “El Oro y la Oscuridad. La vida gloriosa y trá-
gica de Kid Pambelé” (2005, Debate y 2012, Aguilar), “De un
hombre obligado a levantarse con el pie derecho” (Ediciones Au-
rora, 1999 y 2005) y “Diez juglares en su patio” (Ecoe Ediciones,
1994). También es coautor de Manual de Géneros Periodísticos
(Ecoe Ediciones, 2005) y “Un vallenato y 9 senderos” (2009).
Sus textos san sido incluidos en diversas antologías: “Lo mejor
del periodismo de América Latina” (FNPI y Fondo de Cultura
Económica, 2006), “Mejor que ficción. Crónicas ejemplares”
(Anagrama, España, 2012), “Antología de crónica latinoameri-
cana actual” (Alfaguara, España, 2012), “Domadores de histo-
rias. Conversaciones con grandes cronistas de América Latina”
(Universidad Finis Terrae, Chile, diciembre de 2010), “Crónicas
latinoamericanas: periodismo al límite” (Fundación Educativa
San Judas, Costa Rica. 2008), “Historia de una mujer bomba y
otras crónicas de América Latina” (Uqbar Editores y Universi-
dad Adolfo Ibáñez. Chile, 2009), “Crónicas SoHo” (Aguilar y Re-
vista SoHo. 2008), “Años de fuego: grandes reportajes de la última década” (Planeta, 2001), “Citizens of fear”
(Universidad de Rütgers, 2001), “Antología de grandes reportajes colombianos” (Aguilar 2001) y “Antología
de grandes crónicas colombianas” (Aguilar, 2004). La productora Paraíso Picture llevará al cine su libro “El
Oro y la Oscuridad”. Salcedo Ramos ha ganado, entre otras distinciones, el Premio Internacional de Periodismo
Rey de España, el Premio a la Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), el Premio Nacional
de Periodismo Simón Bolívar (cinco veces), el Premio de la Cámara Colombiana del Libro al Mejor Libro de
Periodismo del Año y el Premio al Mejor Documental en la II Jornada Iberoamericana de Televisión, celebrada
en Cuba. En 2004, gracias a su perfil ‘El testamento del viejo Mile’, publicado en El Malpensante, fue uno de
los cinco finalistas del Premio Nuevo Periodismo CEMEX+FNPI. En abril de 2013 obtuvo el importante Premio
Ortega y Gasset de Periodismo, concedido por el diario El País de España, con su crónica “La travesía de Wikdi”.
*
Artículo tomado de internet: http://goo.gl/BkDfL
Fotografía por: Julieta Solincee
ESCRITOR INVITADO
27
LOS COMPADRES
Por: Alberto Salcedo Ramos
n Cartagena Bernardo Caraballo no solo fue en su momento el
boxeador más renombrado: también fue el más narcisista, el más ególa-
tra, el de las vestimentas más estrafalarias. Subía al ring enfundado en
una bata de piel de tigre, y además usaba una boa enrollada en el cuello.
Su atuendo estaba coronado por una boina vasca, encima de la cual
había un sapo vivo.
	 En el ring le ofrecía la mandíbula al contendor, y cuando éste
lanzaba el puñetazo se agachaba. Caraballo era un bocón ante el cual
no cabían los términos medios: se le amaba o se le odiaba. Quienes lo
amaban elogiaban sus saltos de bailarín, sus desplantes. Quienes lo de-
testaban decían que era un payaso.
Esa polarización resultaba muy taquillera: los cartageneros iban
en masa a sus combates, unos para presenciar sus trucos de mago y los
otros con la esperanza de verlo boqueando en la lona. 	
	 El otro protagonista de esta historia, Antonio “Mochila” Herre-
ra, era un boxeador corajudo, ortodoxo. Apenas sonaba el campanazo
se abalanzaba contra su rival, sin tomarse el clásico minuto de estudio.
También recibía mucho castigo porque se exponía demasiado. Su mane-
ra de arriesgar la vida en cada golpe también resultaba muy taquillera.
	 Cuando Caraballo empezó a boxear abandonó su oficio inicial
de lustrabotas. “Mochila”, en cambio, jamás se apartó de la albañilería.
He allí otra razón para que al primero se le considerara soberbio y al
segundo, humilde.
	 Por lo que encarnaban como boxeadores y como personas, Ber-
nardo Caraballo y “Mochila” Herrera eran antagonistas naturales. Tarde
o temprano tendrían que enfrentarse. Además, los aficionados cartage-
neros habían ido creando entre ambos una atmósfera hostil cuyo destino
inevitable era el ring.
La pelea fue pactada para el 11 de febrero de 1968. Contra todos
los pronósticos, Caraballo, que no era precisamente un noqueador, ganó
en el cuarto round.
E
CRÓNICA
28
	 Unos días antes Caraballo había decidido invertir los cincuenta
mil pesos que le pagarían por el combate en la ampliación de su casa.
A la mañana siguiente, cuando le entregaron el dinero, fue a buscar al
albañil de la obra: el mismísimo “Mochila” Herrera. Lo encontró con la
cara llena de moretones.
	 Un tiempo después los dos protagonistas de la historia decidie-
ron que les faltaba un rito para sellar su amistad. Entonces Caraballo se
convirtió en padrino de uno de los hijos de “Mochila”.
	 Aquel fue un momento sublime en el boxeo: dos rivales com-
prendieron que aunque el uno se comportara como acróbata y el otro
como domador de fieras, eran miembros del mismo circo: no se habían
peleado por enemigos, sino por hermanos. A fin de cuentas tenían mu-
cho en común. Por ejemplo, su analfabetismo.
Caraballo – siempre tan fanfarrón – fingía ante los empresarios que re-
visaba sus contratos, y después se los llevaba a Zunilda, su mujer, para
que ella los firmara. “Mochila” admitía que no sabía leer.
	 Otro factor común: ninguno de los dos pudo ser campeón mun-
dial.
Por eso, vista ahora en perspectiva, la amistad de los dos fue más grande
que todos los trofeos del mundo.
Ilustradopor:CarlosAugustoCastilloLara
29
EL SECRETO
DE EMILE GRIFFITH
Por: Alberto Salcedo Ramos
D
Ilustradopor:DanielAntonioSierraOrrego
esde cuando se calzó los guantes por primera vez, a finales de los
años 50s, Emile Griffith empezó a dejar tras de sí una estela de rumores.
En los círculos boxísticos de Nueva York se insistía en que era homo-
sexual.
	 Griffith no era amanerado, pero sí un hombre apacible fuera del
ring. En todo caso, cuando sonaba la campana transpiraba rudeza. Se aba-
lanzaba sobre el rival como un perro de presa, lanzando las manos sin
tregua. Además era corajudo: aunque lo golpearan iba siempre hacia ade-
lante, arriesgando el pellejo en cada embestida.
	 Aningún experto le sorprendió que ganara muy pronto el campeo-
nato mundial del peso welter: era el rey indiscutible de su categoría.
	 El 24 marzo de 1962 Griffith se aprestaba a pelear contra el cu-
bano Benny Kid Paret. Por la tarde, durante el pesaje, Paret le espetó una
palabra castellana que Griffith no se esperaba.
CRÓNICA
30
	 -- Maricón.
	 Griffith la entendió perfectamente, pues tenía varios amigos lati-
noamericanos en el gimnasio de Gil Clancy, su manager. Así que cuando
subió al ring se encontraba poseído por la ira.
	 En el sexto round estuvo a punto de ser liquidado. Súbitamente
empezó a recibir una andanada de golpes, y no fue capaz de oponer resis-
tencia. Si el árbitro, Ruby Goldstein, hubiese sido sensato, tendría que ha-
ber parado el combate y declarado ganador a Benny Kid Paret por nocaut
técnico.
	 Pero ya en aquel momento la Señora Fatalidad se había adueñado
del ring.
	 En el round doce Griffith acorraló a Paret en una esquina y le ases-
tó una lluvia de golpes, todos en la cabeza. Goldstein, el referee, volvió a
ser displicente.
Ya desde el momento en que recibió el segundo golpe era claro que
Paret estaba noqueado aunque permaneciera en pie. Si Goldstein hubiera
detenido el combate en ese punto le habría evitado, por lo menos, una
docena de porrazos terroríficos.
En su relato sobre el combate Norman Mailer dedicó un extenso
pasaje a este momento. Los golpes se Griffith se oían en todo el coliseo y,
años después, seguirían resonando en la conciencia colectiva de los faná-
ticos del boxeo. Algo irremediable, según Mailer, ocurrió en la psiquis de
los espectadores que se encontraban en el Madison Square Garden viendo
cómo Paret se desplomaba.
El cubano murió diez días después y Griffith perdió desde entonces
su instinto asesino. Se volvió mediocre. Tenía apenas veinticuatro años
pero quería retirarse. El alivio que le quedaba era la solidaridad de sus
amigos boxeadores.
Cuarenta años después Griffith admitió, por fin, que es homosexual.
No lo reconoció mientras estaba activo – dijo – porque eso habría equiva-
lido a un suicidio laboral. ¿Qué apostador habría arriesgado un peso por
él si hubiera sabido que era gay?
Al salir del clóset los amigos se le alejaron. Entonces pronunció
aquella frase triste: “cuando maté a un hombre me acompañaron; cuando
dije que amo a un hombre me dejaron solo”.
La historia dirá, eso sí, que Griffith fue un valiente cuando calló, y que
también lo fue cuando decidió contar su secreto.
31
DEFENSA
DE
RENÉ HIGUITA
Por: Alberto Salcedo Ramos
	 or puro milagro te salvaste de ser asaltante, René, o pistolero a
sueldo, o fabricante de bombas hechizas. ¿Acaso no eran esos los oficios
más apropiados para ganarse el pan y el respeto en la Comuna Norocci-
dental de Medellín?
	 Allí, en el nido de atrocidades donde naciste, Pablo Escobar re-
clutó a los matones de su ejército privado. Tú pudiste haber sido uno de
ellos, René, como les ocurrió a varios de los muchachos descalzos que
crecieron contigo en el barrio Castilla. Tu primer alfabeto fue el horror,
que, de entrada, te trastocó el lenguaje. “Estar enamorado” de una per-
sona no significaba amarla sino pretender acribillarla. “Gonorrea” no era
el nombre de una enfermedad venérea sino el calificativo con el que se
designaba a un fulano indeseable. Al sicario se le llamaba “dedicaliente”
y al estafador, “calidoso”. Como la vida no valía un comino, a los jóvenes
les daba lo mismo tenerla que perderla. “Total” -- decían, con su deses-
peranza brutal --, “no nacimos pa’ semilla”. ¡Cuánta rudeza, René, la que
había en la jerga de aquella gente! Allí quien mataba al prójimo no era
un asesino sino apenas “un borrador”. Y quien caía abatido por las balas
enemigas no moría sino que empezaba a “cargar tierra con el pecho”.
	 Tú pudiste haber sido uno de esos muchachos escuálidos que be-
saban el escapulario de la Virgen María para implorarle que les afinara la
puntería durante la próxima “vuelta”. Pudiste haber sido, cuando menos,
el que conducía la motocicleta donde iba el francotirador. O quizá uno de
esos adolescentes que se robaban un par de zapatos finos para que la chica
bonita del barrio se fijara en ellos. ¿Por dónde andarías ahora si hubieras
aceptado aquella vida que te tenían señalada desde antes de nacer? Esta-
rías “pagando cana” – es decir, preso -- en Bellavista. O cubierto con una
“pijama de madera” en el Cementerio San Pedro. En el mejor de los casos
tendrías el cuerpo lleno de cicatrices, como Tobito, tu vecino, a quien le
llaman “Polígono” porque ha sobrevivido a siete atentados.
	 Fue un milagro, repito, que aquel entorno no te convirtiera en un
atracador de camiones, ni en un ensamblador de carros-bomba, ni en un
traficante de cocaína. Sin embargo, nadie que se críe en Castilla logra bur-
P
CRÓNICA
32
Iliustradopor:DanielAntonioSierraOrregolar del todo a su destino. En algún momento
le toca usar la fuerza para granjearse el respe-
to. O aprender la letra menuda de la vida ma-
leva. Son las reglas, René: para no ofrecerse
en cada esquina como víctimas, los hombres
están obligados a construirse una reputación
de verdugos. Algunas madres les inculcan a
sus hijos, cuando éstos salen a la calle por las
mañanas, que siempre hay que regresar a casa
“con la platica bien habida o, si no, con la pla-
tica”. En principio la trampa se justifica por-
que sirve para salvar el pellejo. Pero después,
como permite ascender socialmente, se vuel-
ve motivo de admiración. Así se va gestan-
do una mentalidad marrullera, una necesidad
permanente de sacar ventaja a cualquier pre-
cio. Era lo que sucedía, por ejemplo, cuando
tú te adelantabas un metro de la portería para
atajar un penalti. O cuando fingías una lesión
para enfriar al equipo que estaba presionando
tu arco. En el fondo, lo que hacías era aplicar
el primer mandamiento de las matronas de tu
barrio: buscar el triunfo, es decir, “la platica”,
como fuera.
	 Nunca has conseguido reba-
sar los linderos de la comuna en la cual
creciste. Pese a haber recorrido medio
mundo, tu excursión ha sido una simple
ilusión óptica. En realidad, no has viaja-
do, René: tan solo has dado vueltas en
redondo como un carrusel. Y el arrabal se
ha ido adherido a tu piel como una cos-
tra. En cada retorno al punto de partida,
descubres que los “dedicalientes” te han
quitado un amigo. Los otros, los que si-
guen vivos, te acompañan a fumar y a be-
ber con la misma fidelidad con la que un
día te acompañaron a vender periódicos.
Siempre, en lo malo y en lo bueno, has
tenido un sentido siciliano del clan. Esa
fue la razón que te llevó a saludar a Pa-
blo Escobar en la cárcel, un incidente por
el cual tus detractores quisieron comerte
33
vivo, como si no fuera absurdo medirte a ti, precisamente a ti,
con la cinta métrica de una ética forjada lejos del infierno. Ellos
tuvieron la oportunidad de elegir. Tú, no. Desde el escritorio en
el cual escribo este artículo, es muy fácil referirse a Escobar con
el calificativo de criminal. Pero si yo hubiera estado en tus za-
patos, René, hambriento y sin estudios; si hubiera recibido de
Escobar una provisión de víveres, si lo hubiera conocido en mi
suburbio miserable regalando una cancha de fútbol y una planta
de energía, también habría tenido razones para llamarle “patrón”
y visitarlo en su celda. Se te podrá acusar de calavera mas no
de desagradecido. La gente genuinamente amoral, como tú, es
preferible a aquella que asume una posición moral de acuerdo
con cada ocasión. O yo estoy loco o no entiendo cómo es que
resulta más indecente entrevistarse con Escobar en la prisión que
construirle una cárcel especial, con las comodidades de un hotel
cinco estrellas. ¿Y los políticos que legislaban para favorecerlo?
¿Y los altos prelados que le bendecían las propiedades? Tomarte
a ti como chivo expiatorio es una cobardía.
	 Espero que comprendas, René, que no estoy aquí para
absolverte por todos tus deslices. Es cierto que el Estado colom-
biano, a la larga, no le garantiza la protección a nadie. Pero eso
no justifica que hayas mediado, de manera irresponsable, en la
liberación de una muchacha secuestrada, y menos que hayas re-
cibido los 50 mil dólares que, según la enciclopedia Wikipedia,
te habrían pagado por la gestión.
	 Hay que admitir, en justicia, que así como la comuna te
oprimió con su virulencia, te obsequió muchas de tus mejores
cualidades. Ya lo decía Ana Felisa, la abuela que te crió: “lo que
no mata, engorda”. Sobrevivir a la comuna te dejó esa intrepidez
que derrochabas ante los grandes retos, esos cojones que te per-
mitían taparle un penalti al delantero más temible o meterle un
gol de tiro libre al River Plate. Una tarde de 1995, tu osadía se
transformó en leyenda. En el mítico Estadio de Wembley, donde
se enfrentaban las selecciones de Colombia e Inglaterra, tuviste
el descaro de atajar con los dos talones -- cabeza hacia abajo y
manos en el piso -- un disparo que fue directo a la parte superior
del arco. La jugada, bautizada desde entonces con el nombre de
“escorpión”, le dio la vuelta al mundo. Lo mejor, como escribió
en su momento Eduardo Galeano, no fue el salto acrobático que
pegaste, sino tu sonrisa de bandido. Nadie se divirtió tanto como
tú en una cancha, René, nadie. Gozaste y regalaste gozo. A ra-
tos exageraste, a ratos confundiste el fútbol con el circo, quizá
como una rebelión inconsciente contra el culto de tu barrio por lo
fúnebre. Cualquiera habría apostado su cuello a que serías mer-
cenario. Pero fuiste un portero digno, pese a que la estatura no te
favorecía. Nunca atajaste como Fillol ni inspiraste la seguridad
de Buffon. No jugaste como los dioses, pero los desafiaste. Esa
es tu grandeza.
34
Ilustradopor:GabrielRodríguez
Gabriel García Márquez (1927-2014)
Nuestro escritor por antonomasia. Fue mucho más que mariposas ama-
rillas y aunque lo vimos partir compungidos, lo sabemos inmortal
¡Gracias por tu obra!
35
PROMESAS
Por: María del Mar Collazos Cabrera
Estudiante de Lic. en Literatura de la Universidad del Valle
DE GUERRA
CRÓNICA
n 1950, finalizada la segunda Guerra mun-
dial, estalla la guerra entre Corea del Sur y Corea del
Norte. La ONU hace un llamado para ayudar a Corea
del Sur; Colombia es el único país latinoamericano
que lo toma, ofreciendo una fragata y un batallón de
infantería que no existía. 63 años después, Otoniel re-
cuerda cómo llegó a ser parte de este batallón: “Yo
era muy vago, desde muy pequeño lo fui. Por eso, una
noche me encontró el camión y me montó. Desde ese
día emprendí mi estadía en el batallón de Cali, y fue
así como a mis 16 años, empecé a prestar el servicio
militar. Un día el coronel preguntó: ‘¿quién quiere ir
a Corea?’, y yo como no sabía qué era eso, alcé la
mano. En diciembre de 1951, perteneciendo al segun-
do batallón, pisaba tierra coreana”.
Chosen, antiguo nombre de Corea, significaba “La
tierra de la calma matinal”, pero en 1950 dejaría de
serlo, era invadida por una guerra de posiciones, don-
de todo fue movido por ofensivas y contra-ofensivas,
la guerra de una nación dividida que se sintió hasta el
otro lado del mundo. Luis Alirio Triviño también hizo
parte del batallón Colombia, su viaje lo realizó en el
tercer batallón, noveno relevo, a finales de 1952. Sus
manos se entrelazan mientras sus dedos índices so-
bresalen, señalando siempre algo que ya fue: “Yo ha-
cía parte del batallón Caldas, de Bogotá, estuve en los
Llanos, tenía que combatir a la chusma, nunca antes
había visto tanta gente arrastrándose en la mitad de la
nada, buscando un escondite para no morir en manos
de esos. No quise volver, así que un día el Coronel en
la relación preguntó ‘¿quién se quiere ir a Corea?’, y
yo simplemente alcé la mano”.
Otoniel Moreno vivía en la calle 6 de Palmira, en
aquel entonces un pueblo pequeño. Vivía en la casa
materna con sus 6 hermanos. Trabajaba en el Ingenio
Manuelita arreando el ganado. Anais, su esposa, re-
posa en el comedor, sus ojos se quieren encontrar con
los de él, una sonrisa se plasma en su rostro. “Él era
un joven apuesto, y contaba con el privilegio de ser
un vago enamorado que pasaba sus días sin poseer
preocupación alguna”. La mirada de Otoniel se centra
en la gata que mueve su cola sobre la mesa, sus labios
denotan un pequeño altibajo: “Al decir que me que-
ría ir para Corea, pensaba que ésta era Bogotá, pero
al estar en la capital, y darme cuenta que tenían que
medir el pecho, tomar la estatura, el peso y revisar
la vista, para los que se querían ir, empezaba a pre-
guntarme dónde quedaría esa tal Corea y cuándo nos
tendríamos que ir, o si era que ya se habían olvidado
de nosotros”.
En diciembre de 1951 se embarcaría en el AikenVic-
tory y navegaría 31 días con sus noches por el Mal,
como Otoniel se refiere al mar, donde la compañía
más constante era el mareo y la fatiga, pero nunca lle-
gó a faltar el aliento colombiano presente en todos los
compartimientos del barco, desde el amanecer acom-
pañados con guitarras y cantos que hacían del vaivén
del mar algo menos denso y las horas menos lentas, o
el baile de un afro al son de un acordeón costeño, era
E
36
Me bajé de ese animalote, mis piernas
todavía me temblaban un poco y mi estóma-
go no me dejaba olvidar la larga travesía, veía
tantos chinitos, todos iguales, en todos los
lugares que hasta el presidente de Corea es-
taba por ahí
el motivo para ignorar por un momento aquellas náu-
seas. Al atravesar el Mar Amarillo, sólo les hicieron
una recomendación que era más una orden: “nadie
podía hablar, no podían hacer ninguna clase de ruido,
es el mar más traicionero y hasta le podía ayudar a los
enemigos”.
Al llegar al puerto de Sassebo, el gobierno de Corea
había organizado una bienvenida especial para el Ba-
tallón Colombia, Otoniel apenas podía imaginar lo le-
jos que se encontraba de su casa, de su comida, de sus
costumbres, de su raza. Corea no era su patria, pero
tenía que luchar por ella, como si lo fuera. Sostiene
un vaso en sus manos, lo recorre con sus dedos, bebe
un sorbo, toma impulso para hablar: “Me bajé de ese
animalote, mis piernas todavía me temblaban un poco
y mi estómago no me dejaba olvidar la larga travesía,
veía tantos chinitos, todos iguales, en todos los luga-
res que hasta el presidente de Corea estaba por ahí”.
Luis vivía con su padre en el Tolima, trabajaba de lu-
nes a domingo en la finca paterna, y era él quien tenía
que organizar los animales y cultivos para cuando su
papá llegara del billar, en el que se reunía diariamente
con sus compadres. Sin necesidad de meditarlo, Luis
decide enlistarse en el Ejército Nacional y no mucho
tiempo después estaría en la guerra de Corea. “Fue
ahí donde vi cómo uno de mis compañeros herido en
combate, con una mano sostenía su estómago, estaba
tirado, trataba de arrastrarse con la otra mano. Dejaba
una huella de sangre, cuando logró llegar al camión,
sus intestinos estaban afuera”.
En la sala, observa sus libros de guerra. Las fotos y un
diploma, lo único que quedó de la guerra. “Nosotros
salimos de Cartagena. El AikenVictory nos espera-
ba rodeado de gente que se despedía, se veían lágri-
mas en las caras de mujeres, incertidumbre entre los
transeúntes y curiosidad en los ojos de los niños que
eran testigos aquella mañana. Este buque tenía cuatro
compartimientos, en los que se organizaban los cuar-
tos llenos de camarotes. En uno dormíamos los co-
lombianos, seguido dormían los gringos, en otro los
de Puerto Rico y en el último estaba el restaurante”.
El barco se alejaba del puerto y el himno nacional era
aquella cortina sonora que les daba su último adiós.
Muchos en el AikenVictory, hicieron su último viaje,
otros hubiesen deseado no haberlo emprendido nun-
ca, pero ahí estaban, miles de colombianos partiendo
al otro lado del mundo, para luchar una guerra como
si fuese propia.
La violencia los encontró antes de pisar tierra corea-
na. Estando en alta mar, compartían con los gringos
y puertorriqueños sus días observando el cielo que se
fundía en el horizonte con el mar. “Querían humillar-
nos”. Cuenta Luis. “‘¿en Colombia hay carros?’, ‘¿en
Colombia hay agua?’‘¿y allá sí hay mujeres?’. El pai-
sa no quiso aguantar más y respondió, ‘en Colombia
hay de esto’. El puertorriqueño fue el primer caído
en el barco, si no murió por las heridas que le dejó
la navaja, los tiburones que seguían el barco, disfru-
tarían más comida que de costumbre. Se lo merecía.
Ya nadie se metía más con nosotros. No los puertorri-
queños.”
El 31 de diciembre de 1952, al llegar al puerto de In-
cheon, sonaba el eco del himno de Colombia como si
aún estuvieran en su país. Eran esperados por el Ejér-
cito Coreano y el presidente. Fueron recibidos por un
cielo opaco, por calles empolvadas y deshabitadas,
casas en ruinas que asomaban siluetas de mujeres de-
soladas, esquinas con húmedas caras pequeñas, que
ya nunca más podrían ser infantiles. Esto sólo sería el
inicio del año que vivirían en Corea.
“
”
37
Luis cuenta cómo todas las
promesas hechas, se acabaron
con la guerra: “Mi pensamien-
to más recurrente. No volveré
a Colombia, toda mi vida que-
daría en Corea. Nos llamaron
cobardes por no querer alzar
la mano, nos prometieron cielo
y tierra por arriesgar nuestras
vidas. Allá nada de eso valía. En
cambio, cuando regresamos,
tampoco
Otoniel sentado en su sillón, recuesta su cabeza en el
espaldar, esboza una sonrisa: “Estábamos en el cam-
pamento, en Yokoana, habíamos caminado por tres
días. Arango, mi compañero desde Cali, y yo, no es-
tábamos cansados. Había llantas en el suelo, alambres
de púas, paredes para escalar, pistolas, metralletas,
cañones, bazucas. Un gringo gritaba, nosotros corría-
mos. Arango y yo competíamos. Las llantas se perdían
al trotar, la tierra mojada era la mejor aliada para pasar
debajo del alambre de púas, las paredes eran fáciles de
subir y aún más de bajar. Armar y desarmar las armas
que se encontraban el campamento en el menor tiem-
po posible, fue lo más entretenido. Al final Arango y
yo, éramos los primeros en llegar, teníamos que repe-
tir esto por una semana, hasta que se considerara que
estábamos listos y así poder escuchar: ‘Terminado el
entrenamiento, el soldado debe encontrar un descanso
en la guerra misma’”.
Los soldados eran condecorados por hazañas heroicas,
por su valentía, por sobresalir. Otoniel Jr. cuenta: “A
mi papá lo condecoraron, le dieron una medalla de bronce, él fue el que
atrapó a un niño enemigo que los espiaba en medio de las montañas, y con
un espejo quebrado daba la señal de dónde estaban los colombianos. Una
medalla y las fotos fue lo único que quedó de esa guerra. E imaginar, todo
lo que prometieron”. Otoniel mientras observa a su hijo, dice: “Todo pasó
muy rápido, llegué en diciembre de 1951, y ya era diciembre de 1952, ya
íbamos a terminar, pero llegó esa noche, poco después de la condecora-
ción. Aquella noche nos acompañaban los silbidos de las balas en nuestros
cascos, rostros humedecidos, silencios interrumpidos por alguna canción
de acordes lentos y voz grave. Nuestra comida fue la misma lata de todos
los días y los abrazos y besos que deberíamos estar recibiendo, eran cam-
biados por la explosión de una mina en la nieve, y la certeza de que alguien
más no volvería a celebrar otra navidad.”
Otoniel fija la mirada en su muchacha, como llama a Anais. La observa
mientras sonríe: “Ella se acuerda más que yo, yo le conté todo, ahora ella
es mi memoria”. Ella sonríe; sus labios toman fuerza: “Nadie podía creer
que alguien volvería de la guerra, alguien los ayudó, alguien me lo ayudó
para que hoy estuviera aquí. En las noches él pensaba que no iba a volver.
Por eso, antes de dormir sus ojos deseaban penetrarse en el cielo, su mano
derecha recorría su frente, su pecho, su hombro derecho, el izquierdo, ter-
minando en sus labios. Decidió dejar todo en manos de Él, así sabría que
volvería. Así volvió”
“
”
38
Era diciembre de 1952. El segundo batallón, los so-
brevivientes del segundo batallón, se despiden de Co-
rea, entre ellos Otoniel. Muchos compañeros no vol-
verían, y aquellos que se iban no lo creían. “Mi año en
Corea había terminado, el mismo barco me esperaba.
Era hora de volver. Tenía dinero porque vendía mi
carne congela diaria al mejor postor y porque nos pa-
garon algo al salir de allá. Visitamos Nueva York, 10
días que hicieron olvidar mi dinero, pero ya volvía, y
como volvía, sabía que tendría un subsidio, el presi-
dente lo había prometido.”
Anais y Otoniel se toman de las manos, sus ojos se
encuentran: “Una vez me preguntaron que si había
matado a alguien, yo digo que no. Yo sólo cogía la
metralleta que me habían dado y disparaba para todo
lado, si caían por allá, yo no tenía nada que ver. Los
mataba la guerra, no yo”.
Las trincheras de los dos bandos eran separadas por
la tierra de nadie, la línea más notoria en todo el te-
rritorio coreano, una línea invisible, en la cual se per-
cibía un interminable desplome de sombras, acompa-
ñado de un armónico sonido en seco. Se escuchaban
aturdidores chillidos que ahora provenían del suelo,
interminables velos de arena blanca que cada tanto
se apreciaba manchados de rojo. Lugar de guerra, de
permanentes caídos. Sitio en el cual prestaban su ma-
yor servicio, las patrullas.
La diestra de Luis se mueve en el aire; su zurda se
mantiene en la mesa; sus ojos se fijan en la pared. “La
suerte, la suerte está en ésta”. Señala con su índice de-
recho su sien: “En las trincheras nos dividíamos para
observar. Una noche le tocó a Víctor Obregón, ¿quién
más que él para alegrar una noche?, cantaba y bailaba
como sólo alguien de Tumaco lo sabe hacer; observa-
ba a los enemigos, un sonido sordo se expande, ahora
se ve una polvareda blanca, un último gemido, ya no
está la polvareda, una laguna de sangre, a lo lejos el
casco, diminutas partes entre blancas y rojizas se ex-
panden por lo que era el lugar de observación. No
volvimos a escuchar al Negro”.
Con heroísmo suicida se batieron los colombianos,
esto se podía leer en la prensa de nuestro país al fina-
lizar semana santa. Ya en los campamentos no esta-
ban presentes las canciones colombianas; el silencio
primaba entre los soldados. Las pertenencias solo es-
peraban para ser entregadas. No se creía que alguno
de ellos volvería a presenciar un viernes santo. Los
soldados que no partían, se despedían con pañuelos
y el grito de ¡Viva Colombia! “Uno de mis combates
duró 24 horas” Recuerda Luis. “La campaña C tenía
que relevar la campaña B. Era de día, el camino des-
tapado, el coronel dio la orden, nosotros seguimos.
Los chinos nos vieron, los silbidos no se hicieron es-
perar. Posición de ataque. Yo disparaba. El municio-
nador volteó su cabeza, un ruido a nuestras espaldas.
Más chinos, él caminó un poco, lo llamé, la artillería
explotó. Mi metralleta ya no tenía más balas, yo ya
no tenía municionador. Uno de los primeros del día.
Las balas caían a nuestros pies, el sonido nos aturdía.
Corríamos, ahora éramos tres. Maldonado adelante,
la vio, Tamayo atrás, la escuchó, yo en el medio. Me
tiré. Las esquirlas de la artillería no dejaron ver más
a Maldonado, ni escuchar a Tamayo. De nuevo, solo.
Tenía que acercarme a otros colombianos. Estábamos
débiles, nuestros pies chocaban con los cuerpos de
nuestros compañeros sin vida, solo podíamos verlos,
no por mucho. Los heridos tenían que resguardarse
por su cuenta y nosotros solo teníamos que luchar,
combatir contra los chinos. El sol se quería asomar,
las municiones se extinguían. Los chinos se acerca-
ban, éramos todos uno. Veíamos a los ojos a nuestros
enemigos, ellos reconocían nuestros rostros. Las pie-
dras que acompañan los caminos fueron nuestro úni-
co recurso. El sol ya se dejaba ver. De los chinos, no
se sabía cuántos había. El ejército americano llegó,
no había nada que hacer. Nos tomamos el Cerro 180.
Tuvimos una razón para celebrar ese 10 de marzo”.
Luis cuenta cómo todas las promesas hechas, se aca-
baron con la guerra: “Mi pensamiento más recurren-
te. No volveré a Colombia, toda mi vida quedaría en
Corea. Nos llamaron cobardes por no querer alzar la
mano, nos prometieron cielo y tierra por arriesgar
nuestras vidas. Allá nada de eso valía. En cambio,
cuando regresamos, tampoco”. La guerra había aca-
bado, para ellos llegó el final. El menos posible, el
más esperado. “Una guerra ahora, no sería guerra, no
como antes, duraría un día, se hunde un botón y en
pocas horas lo que se conocía y se tenía pensado de
mundo, deja de existir.”
39
Ilustradopor:AngélicaRamírez
40
Luis habla con mayor seguridad: “De nuevo en Inchoen, me podía despedir, otra
vez mis ojos encontraron el AikenVictory, mis deseos de estar de nuevo en él eran
irreconocibles. La ilusión de volver a casa, de saber que volvería. Risas, esperanza
y emoción acompañaban nuestros rostros, la fatiga que producía el barco ya no se
sentía. Éramos acompañados por el sentimiento de tranquilidad que hace más de un
año nos había abandonado. Una sonrisa más grande que nuestros cuerpos fue nuestra
única arma al pisar de nuevo tierra colombiana. Volvimos a nuestra patria. Al estar
en Bogotá un coronel nos recibió, íbamos en traje de paño, nos veía a todos de pies
a cabeza, su mirada se detuvo un instante y su boca se abrió: ‘Muchas gracias, han
dejado en alto el nombre de Colombia’. Se fue. Otro llegó, nos dio 100 pesos. Ce-
rraron la puerta”.
Olivia, su esposa, recuerda: “Recién nos casamos yo tenía que estar muy cerca de él
para poder agarrarlo. A la madrugada se tiraba de la cama, decía que escuchaba un
silbido, era la artillería, tenía que esquivarla. Tenía que volver a su casa. Varios años
después él seguía en la guerra”. El presidente de la Republica de Colombia en 1950,
Laureano Gómez, envió a los soldados colombianos a la guerra de Corea, fue él
quien creó el batallón de infantería, del mismo modo como creó las falsas promesas.
Luis y Otoniel, 63 años después recuerdan estas promesas:“¿Quién se quiere ir?, les
conviene, cuando lleguen van a quedar bien acomodados, con pensiones, subsidios,
casas. No lo piensen más, no sean cobardes, les va a servir”. Eso decían los coro-
neles, si se repite ahora suena como una de esas tantas propagandas que terminan
siendo una nota más en el noticiero. Finalmente, lo fue. Según ellos, todavía lo es.
“Después de mucho tiempo, con Anais, fuimos a la Casa del Soldado en Bogotá,
costeamos todo, nos dijeron que allá daban los subsidios, que era una casa hermo-
sa. Llegamos y la casa asomaba paredes agrietadas, ventanas y puertas oxidadas.
La única respuesta fue: ‘¿Subsidios?, ¿no nos ve?, los subsidios deberían ser para
nosotros’. Insistimos de nuevo en Cali, las reuniones fueron constantes, una vez no
dieron $40.000 por una remesa. Nunca más volvimos”.
En 1998 el presidente Andrés Pastrana retoma el caso, reorganiza el documento y
ahora sólo tiene que firmar y los subsidios serán entregados. Ya todo estaba listo,
sólo faltaba firmar. Pasaron 4 años y nadie firmó. Ahora el presidente era Álvaro
Uribe, él también podía firmar, él dijo que lo haría. El documento tenía que ser
modificado. Lo dejo en manos del Ministro de defensa, Juan Manuel Santos, él
modificó el documento: “Dos salarios mínimos mensuales serán entregados a los
excombatientes de la guerra de Corea, siempre y cuando sean habitantes de la calle”.
“¿Yahora qué tenemos?, nuestra única esperanza puesta en quien nos clavó el mico”.
‘Muchas gracias, han dejado en alto el nombre de Colombia’.
Se fue. Otro llegó, nos dio 100 pesos. Cerraron la puerta
“
”
41
“Animales”.
Por: Angie Ayala
42
fermosa ¿Quién púdoselo negar? Heme enterado de don-
cellas que son partidos para mi persona, y fuesen ele-
vedas como reinas sin tierra, por hombres más necios
que mi señor. La locura con que señalan nos, siempre es
emitida desde la locura de quien juzga. Loco es mi señor
y loco soy por seguirlo, pero loco tam-
bién el que lee y loco, más que otro, el
que vive y nombra lo que usa.
Por cuanto sé, mi señor Quijote era
caballero porque así nombróse y así
llegó a mi saber. Tan valeroso como
Amadís y su jamelgo, aún más inclu-
so de lo que aflojaba la fuerza de su
brazo. El Hidalgo que falteaba en los
caminos, que ahora fueron siendo de los
bandidos, tan hambrientos como rápidos
con la bolsa, para que los campesinos
subieran la cabeza, caída en joroba y
dejáranse de ver como amasijos. Yo
escribo porque en su actual condi-
ción no puede y, muy a pesar mío,
la tierra no dice palabra. Hablo por
él o escribo o cosecho destas letras
que serán palabras, porque la ale-
EL CABALLERO
DE LA
TRISTE FIGURA
ursádome he en esto de la escritura y la
lectura, no más inmerso en aventuras que
desventuras, oblígome a escribirle una despedida para
agregar una pequeña cosa a nuesas historias recogi-
das por el viejo moro berenjena. Muchos años llenan
el espacio entre mi complicado gobierno, vuesa
muerte y las aventuras que, sin duda alguna,
fueron más vida que la vivida antes y la
que devino después. Muchos años que
no tuvieron debidas gracias cuando
aún, entre desvaríos de muerte, po-
día escuchar y atender, loco o no,
aquello que quise decir. Debo de-
cir que esto de la labor escrita no
resulta fácil, pero como abundo
de tiempo de senectud y mi caba-
llero lo ganó en firme lid, continúo.
El gran hidalgo don Quijote, de la tierra
de la Mancha, no era ningún loco. Fueron
gigantes los molinos que agrediéronos y per-
dimos por justa razón; princesas las campe-
sinas que cruzáramos y yelmos los que
necios presumieron de bacías. La
dama Dulcinea es la mujer más
Por: Daniel Ríos Rengifo
Estudiante de Lic. en Literatura de la
Universidad del Valle
Ilustrado por: Ana María Jimenéz Ríos
FICCIÓN
C
43
gría que le brinda nuestra historia a todos sus conocedores
no puede quedarse en vana burla. Mi caballero y su escu-
dero fuimos los últimos personajes que se disfrazaron de
historia para el goce de todas las provincias de España. Las
aventuras del señor hidalgo son una historia de moros para
todos.
Debo decir que nunca se necesitó más despedida que su his-
toria, pero cuan más dejo el tiempo partir, más siento el va-
cío de haber vuelto a ser un labrador común. Don Quijote,
un hombre salido de los libros y el polvo, que sufrió cada
uno de los golpes que recibióse, no estaba hecho de papel
como sus enseñadores: sangre y no tinta derramó. Caballero
convencido – y convencedor – de su verdad que cada noche,
en las páginas que no se pusieron en ningún libro de nuesa
historia, se sentó a mirar la tierra, adolorido silenciosamen-
te, dejando el dolor pastar junto a las horas. Un hombre de
rostro arrugado y muchos bultos ajenos en la espalda que
cargó sólo mientras agitaba la espada por los demás. Fue,
al fin y al cabo, caballero a la luz de la historia y hombre
bajo la oscura noche que todo lo esconde. Don Quijote de
la Mancha legó a sus lectores su historia y la hilaridad que
le produce. A mí dejóme el dolor de perderle. Quiero partir
esta tristeza y esperar que todos sus lectores guarden un tro-
zo para antes de dormirse.
Dejo la pluma, la tinta y el papel para los escribanos y los
que su labor necesitase alas o manchas. Despídome de mi
señor caballero y espero, con no poca esperanza, que mi ca-
ballero, el de la triste figura, ahora cabalgue por las páginas
derramando tinta sin preocuparse por bajar la cabeza.
44
ENSAYO
Toponimias, topos y tópicos
urbanos:
Por: Gonzalo Muñoz Sandoval
Estudiante de Lic. en Literatura
de la Universidad del Valle
contecer la ciudad como un hecho que
trasciende lo urbano y se acerca a lo poético nos pue-
de conducir, si estamos atentos, al intrincado sendero
de vocablos que denominan sus entrañas. Cada res-
quicio de sus incontables esquinas convoca
un sentimiento diferente, una identidad
propia que se construye en el ima-
ginario popular y cambia según la
hora y el día de la semana o del
mes. Reconocer los lugares para
poder volver a ellos, es un ejer-
cicio inconsciente que el habi-
tante consuetudinario hace sin
mirar, del mismo modo que repi-
te sus nombres sin emoción. Por
el contrario, para el recién llegado,
el nombre de cada sitio cobra una
dimensión épica: solo con ellos podrá
regresar. Y repetir la ciudad es la mejor ―y
quizás la única― forma de vivirla.
Las ciudades están poética e inevitablemente atra-
vesadas de palabras que dan nombre a cada uno de
sus rincones. Toponimias obtenidas de los más disí-
“La ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano,
escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los
pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas
de las banderas, surcado a su vez cada segmento por raspaduras, mues-
cas, incisiones, cañonazos”.
Ítalo Calvino
Los Nombres de las
Entrañas de la Ciudad
miles orígenes denominan cada intersticio de la
congregación de inmuebles, vías, plazas, espacios,
recintos y rincones que, en suma, conforman la
estructura física de la urbe. En esa complicada ur-
dimbre de incontables recorridos entre mi-
les de posibilidades estáticas, la ciudad
está tan minuciosamente nombrada
―en un alarde de creatividad po-
pular que maravilla al foráneo de
observación aguda―, que nin-
gún punto, de los millones que
la constituyen, puede repetirse.
Esas voces que denominan cada
uno de los recodos de la ciudad,
no sólo hacen parte de la riqueza
cultural y tradicional de cada lugar,
son además indispensables para el
acontecer urbano, desde la acción ofi-
cial como de la socio-humana.
En Colombia se llama Barrio a la menor juris-
dicción en la que se subdivide una localidad. A lo
mismo se le conoce como Colonia en México y
Reparto en Cuba, por no ir más lejos en el vario-
A
Ilustrado por: Angélica Ramírez
45
Somos parte de
nuestro barrio, sin
duda,nuestromicro
espacio personal en
el ancho y anónimo
entorno de la urbe
pinto español de Latinoamérica. Tal sub-
división, aparte de tener reconocimiento
oficial con un topónimo único, goza de
un valor intangible para sus habitantes;
una unión ligada al afecto, a lo abstrac-
to de las emociones. El barrio es el único
ámbito urbano que deja de ser, como dice
Marc Augé, un “no lugar, un espacio del
anonimato” (Augé, 1993). Del inmenso
tejido de vías e inmuebles que componen
la ciudad física ―en donde no somos más
que individuos anónimos―, el barrio nos
da identidad. Comprendemos entonces
que la manera de llamarlo cobra una fuer-
za inusitada por el vínculo que establece con el hombre, más
que por su nombre mismo.
Somos parte de nuestro barrio, sin duda, nuestro micro
espacio personal en el ancho y anónimo entorno de la urbe.
Somos habitantes de la metrópoli pero mucho más de nuestro
barrio: nuestro vecindario es nuestra vida familiar. Allí donde
está nuestra casa y nuestros hijos están también nuestros ve-
cinos, conformando esa parte de mundo que sentimos “más”
propia que el resto de la ciudad. El parque cercano es más
nuestro que los demás tanto como las grandes avenidas lo
son menos que la pequeña calle de nuestra casa. Sin embar-
go, habituados a él, solemos ignorar la fuerza toponímica de
nuestro barrio del mismo modo que el lugareño del litoral
desconoce la imponencia del océano.
Sin nosotros las ciudades no serían más que un cúmu-
lo de piedras apiñadas entre el cemento. La vida urbana, y
su elaborado tejido social, no es el resultado de la estructura
urbanística ni de las decisiones gubernamentales. Las perso-
nas habitamos la urbe al recorrerla, al actuarla y acontecerla,
construyendo todo un escenario antropológico que nos define
como sociedad posmoderna. El urbanita común suele llegar a
su destino a través de la misma red de vías diseñadas para el
gran flujo de tráfico automotor o los corredores del transporte
colectivo. Excepto cuando algún evento extraordinario inte-
rrumpe el paso por la vía, poco nos interesamos en conocer
esa ciudad que no sentimos nos pertenece, ignorando, ―¿de-
bido a nuestra precaria visión?― el sugerente mundo urbano
que bulle más allá de las vías principales.
De acuerdo con cada viandante, como diría el antropólogo
urbano Manuel Delgado, la ciudad exhibe un rostro distinto
para cada observador (Delgado, 1999). Así, ella no será leída
”
“
Lexikalia No.2
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Lexikalia No.2

  • 1. 2
  • 2. 3
  • 3. REVISTA LEXIKALIA ISSN: 2346-3481 Número 2 Mayo-2014 Publicación de la Escuela de Estudios Literarios Facultad de Humanidades Universidad del Valle Cali, Colombia Rector de la Universidad del Valle Iván Enrique Ramos Calderón Decana Facultad de Humanidades Gladys Stella López Jiménez Director Escuela de Estudios Literarios Juan Julián Jiménez Pimentel DIRECTOR Jeison Steven Rivera Isaza COMITÉ EDITORIAL Giovanny Bedoya Ágredo María Del Mar Burgos Echeverry Stephanía Franco Sánchez Vania Lorena Lasso Cruz Alejandro José Maldonado Martínez Diego Alejandro Rincón Garcés Daniel Ríos Rengifo COMITÉ GRÁFICO Angélica Ramírez Mendoza marialabrea3@gmail.com Angie Ayala Jiménez angimpire@hotmail.com María Antonia Ágredo Anaya antonia-6@hotmail.es Diagramación Jeison Steven Rivera Isaza ILUSTRADORES COLABORADORES Daniel Botero Arango danielo8526@hotmail.com Ludy Nayeth Echeverry Sánchez nayeth-sanchez92@hotmail.com Juan Carlos García juanchip1@hotmail.com Carlos Augusto Castillo Lara- Portada/Contraportada zarathustra103@hotmail.com Ana María Jiménez Ríos Do_ipanema@hotmail.com Andrea Tamayo Ordoñez andrea-tamayo96@hotmail.com Daniel Antonio Sierra Orrego daso_7251@hotmail.com.com Gabriel Rodríguez luisgabrielr7@gmail.com
  • 4. CONTENIDO Ficción Suicidio Andrés Arango Velasco El arte de domesticar Jhon Steven Enciso Argüelles El día de la soledad Gonzalo Muñoz Sandoval El caballero de la capucha de acero John Zambrano Montoya Las gatas del río Cali Nathalia Muñoz Arias El caballero de la triste figura Daniel Ríos Rengifo Artículo de opinión El ícono de la vanidad Jenny Valencia Alzate El trasero mítico Jeison Steven Rivera Isaza Ensayo-memoria Una prueba a mis fuerzas Leonardo Henao Henao Reseña Un ratón con agallas Daniel Bohórquez Rodríguez Crónica Promesas de guerra María del Mar Collazos Cabrera Ensayo Toponimias, Topos Y Tópicos Urbanos: Los Nombres De Las Entrañas De La Ciudad Gonzalo Muñoz Sandoval Escritor invitado Tres crónicas breves sobre héroes y antihéroes Alberto Salcedo Ramos 9 19 14 16 53 33 11 42 46 5 24 50 40
  • 5. 6 Editorial Es difícil imaginarse aquella residencia de estudiantes Madrileña entre 1919 y 1926; pensar que en ese corto período pasarían tantas mentes brillantes -y retorcidas- de ma- nera unísona: Buñuel, Dalí, Lorca y Alberti, entre otros. Vaya caldo primordial: muy posiblemente las tertulias que ahí se dieron fueron los primeros pasos para imágenes y letras que harían eco en toda la humanidad. Es más, tal vez sin aquellas conversaciones no tendríamos las obras que nos han deleitado una y otra vez. Pero esto es pensamiento inútil, lo que se quiere reivindicar aquí es el valor del diálogo para el conocimiento. Son innumerables los ejemplos: la correspondencia entre C.S. Lewis y Tolkien, los debates entre Einstein y Bohr, las charlas entre Wittgenstein y Russell, el círculo de Viena. ¿Por qué permanece la idea del intelectual en su castillo? ¿Es más poética, aca- so, la idea del hombre que tras devorar todos los libros lleva a cabo una producción intelectual por sí solo? Incluso entonces se está dialogando, así sea con los muertos de su biblioteca. Bajtín, uno de los defensores modernos del dialogismo, propone: La naturaleza dialógica de la conciencia, la naturaleza dialógica de la misma vida huma- na. La única forma adecuada de expresión verbal de una auténtica vida humana es el diálogo inconcluso. Una academia que no dialoga consigo misma es una academia que no se da la oportu- nidad de crecer, depurarse, decantarse. Es esta la intención de la revista Lexikalia, ser un punto de convergencia para todo aquel que tenga algo por decir -o mejor dicho, es- cribir-, para que pueda ser escuchado, puesto a prueba, refutado, y por supuesto, apre- ciado. Es por esto, que en este segundo número pretendemos invitar a nuestros lectores que no se dejen seducir por la comodidad del silencio, o amedrentar por el miedo al error. Aquí somos amigos de la crítica constructiva, de la complicidad que nos produce el compartir la pasión (también en el sentido etimológico, de sufrir) de las letras y de la apuesta por una construcción de todos, que genere comunidad. Es hora de derribar el infructífero solipsismo, de conocer nuevas caras, nuevos textos, historias, poesías. De escribirnos para leernos y visceversa. No sabemos si de este caldo llegue a ser primordial para el próximo Lorca, pero con toda seguridad queremos que lo sea para todos aquellos que amen el oficio de la escritura y deseen compartir para mejorar y no caer presos del genio malvado de Descartes. Ilustradopor:GabrielRodríguez
  • 6. 7 ¡No es posible! Nunca sentí nada, aparte de los dolores de cabeza que se presentaban con la pérdida de visión; y apenas, hace una semana se volvieron cons- tantes. M: En realidad lamento estar comunicándole esto… S: ¿Cuánto me queda? M: Debido a que su tamaño es considerable… S: ¡Cuánto! M: No sé… días… quizás semanas. En estos casos, sólo se ofrecen tratamientos paliativos. El agente Quintero baja de la patrulla. Joaquín Rodrí- guez, su colega, queda al volante, esperando instruc- ciones. Quintero se acerca al portero; éste le dice que los estaban esperando: -Vea, señor agente, dígale a su compañero que puede parquiar la patrulla ahí no más. Sí, donde dice visitantes; yo, mientras, voy por la administradora. Una vez dentro de la unidad residencial, El Refugio, los policías esperan el regreso del por- tero y la aparición de la mujer que llamó a la estación para informar sobre una irregularidad en uno de los apartamentos. -Tememos por el bienestar de uno de nuestros propietarios –había informado-. Hoy ha venido un compañero de su trabajo y nos dijo que ha faltado tres días, no se ha reportado FICCIÓN Por: Andrés Arango Velasco Estudiante de Lic. en Literatura de la Universidad del Valle S U I C I D I O S:
  • 7. 8 enfermo y no ha contestado el teléfono. Por otra parte, según las cámaras de seguridad, entró la noche del lu- nes y no ha salido desde entonces; tampoco atiende el citófono ni abre la puerta. Querido Santiago, Nunca he creído en la felicidad. Sé que puede sonar a que soy una malagradecida, una egoísta, pero resulta que, para mí, aquello que llamamos felicidad no es más que una invención humana para dar esperanza. Es un estado abstracto, una meta mutable que nunca se alcanza. Desde pequeños se nos educa para encontrar algo que nadie puede ejemplificar; o, peor aún, para espe- rar algo que no ha de llegar. No obstante, si aceptara lo que convencionalmente todos piensan… diría que contigo fui feliz. -Es muy callado. Hace años que vive aquí y nadie sabe, en realidad, quién es. No hace bulla, casi nunca está en casa y, si te lo encuentras de frente, no pasa del saludo –dice Marcela Carvajal, administradora de El Refugio; mientras Sergio, el portero, busca la llave del aparta- mento 302 de la torre B-. Nunca asiste a las reuniones de copropietarios ni manda representante. Es puntual con el pago de la mensualidad acordada… -¡Aquí está! –Sergio interrumpe con su voz de escara- bajo a Marcela. Se dispone, entonces, a abrir la puerta. Pero se detiene justo antes de girar la llave. Siente los dedos tumefactos y un vacío le muerde la boca del es- tómago. -¿Qué pasa? ¿Por qué no abre? –pregunta el agente Quintero. -¿Y si está muerto? No… no puedo –con manos tré- mulas se aleja de la puerta. Sus facciones, además de estar marcadas por el efecto de más de cuarenta vera- nos, ahora se tornan desconfiguradas en una mueca de horror. -No puede ser –dice Rodríguez con tono burlón y se dispone a abrir la puerta. Aprovecha para dar buena impresión ante los ojos verdes de Marcela. S: Es extraño. No sé qué ha pasado ahí dentro, creí que todo se había derrumbado. Sin embargo, salgo del consultorio y me doy cuenta que sigue igual: las mesas, la secretaria, el teléfono, el día es todavía día; tal vez lo único que ha cambiado es la posición de las manecillas del reloj, porque el tiempo no se está quieto. ¿Saben qué es peor que escuchar la palabra tumor, seguida de la palabra cerebral? Yo sí: tumor cerebral maligno no operable. Desde los veinte sufro de mi- graña. Así que, cuando hace, aproximadamente, un mes presenté fuertes dolores de cabeza, pensé que se trataba de mi fiel compañera, con quien llevo tres años de relación. Pero, desde la semana pasada, la dichosa migraña era tan incapacitante que manchas negras comenzaban a tragarse todo lo que veía. La primera vez que me pasó, pensé que me había que- dado ciego. Decidí consultar a un médico. Éste, conociendo mi historia clínica, me recomendó realizarme una esca- nografía. Y como una cosa lleva a la otra, ahora sé que voy a morir. “Creemos que intervenir quirúrgicamente no serviría de nada. Ya casi todo está comprometido y sería un gran riesgo… Lo siento mucho”, dijo el médico, un hombre bajo y de voz chillona que, de no ser por sus canas, luciría mucho menos viejo. “Sé que es muy joven, pero no está de más decirle que considere arre- glar sus asuntos”. Sabes que sí. Hemos sido afortunados, es innega- ble. No pude encontrar mejor compañero que tú para este ciclo, esta empresa, esta unidad. Estos años junto a ti son irremplazables. Nunca encon- traré a personas, en lo que me queda de vida, que se parezcan a nosotros juntos. ¡Ay, Santiago! Juntos somos un gran equipo. Nos conocemos tanto que es difícil no adivinar lo que el otro piensa. Por eso creo que, apenas encuentres esta carta, ya vas a saber de qué se trata y espero entiendas. “Necesita un poco de aceite”, piensa Marcela Carva- jal, mientras la puerta emite un chillido al abrirse. El
  • 8. 9 apartamento está oscuro, al parecer, todas las persianas están abajo. Los policías entran. Caminan a lo largo de un pasillo. Quintero se dirige a la cocina y Rodríguez hacia la habitación. -¿Hola? –dice Quintero. -Sabemos que estás en casa – añade Rodríguez, jus- to en el instante cuando encuentra un dado azul en el suelo. Pasa por encima de éste, lo ignora. Sigue por el corredor. Tres pasos más y encuentra otro, esta vez de color rojo. Busca un interruptor para encender la luz. Ve uno a mitad del corredor, antes de una puerta que, supuso, era la de la habitación. Va hacia él. Un paso más para llegar al interruptor y lo siente bajo su pie derecho. La luz ilumina el corredor con el movimiento de su dedo. Sus ojos se clavan al suelo, mientras él alza el pie. Ahí está un tercer dado, es negro. -Nada en la cocina –informa Quintero. Rodríguez levanta la mirada. Avanza. La luz del corre- dor ha entrado a la habitación y logra iluminar suficien- te para que el policía vea el cadáver. ¿Recuerdas que te dije que no te lo podía asegurar? No se puede asegurar acostarse una noche, siendo un ser, y despertarse convertido en otro. Todos cambia- mos, somos mutables. Razón tenía quien dijo que “no se puede entrar dos veces en el mismo río”. Al igual que el río, los humanos también fluimos. Es difícil ser los mismos y más cuando se está casado, porque un matrimonio es un acuerdo. Sin embargo, creo que tú y yo hemos fluido al mismo ritmo. Nos hemos so- brevivido y es eso lo que más me preocupa, pues nos hemos acostumbrado. Y ¿sabes cuán compleja puede llegar a ser la costumbre? Uno se puede acostumbrar a muchas cosas: al fracaso, al olvido, a la violencia, a la negación, al maltrato, al amor. El amor que te profeso no es amor, es costumbre. ¡No puedo con esto, tampoco lo quiero! No lo merecemos. La verdad es que no merecemos a una persona que sepa lo que piensas, sino a un alguien que se estran- gule los sesos, que se muera por conocer qué maqui- nas en tu cabeza. S: Estoy dispuesto a dejarlo todo. Iré a visitar a mamá, hace mucho que no lo hago. Creo que es tiempo de perdonar. Que haya preferido a papá y no a mí, en realidad, ahora que lo pienso, no fue una ofensa. Fue su forma de demostrar su amor por los dos: a papá, al quedarse con él; y a mí, al dejarme elegir mi ca- mino, dejarme ir lejos de ella. En ese entonces pensé que ella lo hacía, porque, al igual que él, pensaba que yo estaba enfermo. ¡Qué tonto fui! Para empezar, no debí alejarme de ellos, sino luchar por los tres. ¡Qué paradójico! Me fui de casa cuando se pensaba que yo estaba enfermo, cuando ser homosexual no es ningu- na enfermedad; y ahora vuelvo, cuando voy a morir por un tumor cerebral. Dejaré mi empleo. ¡Adiós sistemas operativos, hasta nunca! ¿Y qué, si casi me mato por tenerlo? Ahora voy a morir. Nunca había pensado en la muerte, ni siquiera cuando papá nos dejó. En fin, no pensé en la de él, no lo haré con la mía. Tengo poco tiempo y no lo desperdiciaré de ese modo. Dejaré mi apartamento, lo pondré en venta y me iré a viajar. Haré cosas que no hice, por dinero, miedo o pereza. Todo será diferente. Todo es, ahora mismo, diferente. Caminar a casa ya no es un trayecto de can- sancio, con el único propósito de ir a descansar, sino como rito de paso para encontrarme conmigo mismo. Hoy es lunes y la calle parece estar más viva que nun- ca. La gente camina, conversa, ríe, pasea con el pe- rro… un señor se acerca, me ofrece la lotería. “Juega en dos horas”, me dice. “El sorteo se ve por el canal cuatro. Comprálo, hoy parece ser un día de suerte”. El cadáver está colgado del ventilador de techo, a punto de descolgarse por el peso del joven. Rodrí- guez entra a la habitación, el cuerpo comienza ya a despedir un olor desagradable. -¡Lo encontré! Marcela Carvajal, fue la primera en llegar, a pesar de sus tacones de once centímetros y su falda ajustada que le dejaba al descubierto sus pantorrillas blancas. No pudo gritar; sintió que su pecho se ensanchaba y le dolía respirar. Quintero llegó junto con Sergio.
  • 9. 10 Ilustrado por: Daniel Botero Arango -¡Se los dije, yo lo sabía! –dijo este último. Quintero analizó la escena. El techo, el ventilador, la correa, el joven, una silla patas arriba sobre la cama, en el piso un boleto de lotería arrugado. -Suicidio por ahorcamiento –concluyó-. Vamos a llamar para que hagan el levantamiento de cuerpo. “¿Qué será sentir que te estás muriendo? ¿Morir así valdrá la pena?”, se interroga Quintero, mientras sale del edificio. “¿Y qué si te arrepientes en el último instante y no puedas hacer nada?”. S: Veo la televisión, acostado en mi cama. Espero el sorteo. Tengo en mis manos tres dados. Uno azul, uno rojo y uno negro. “Al igual que ese boletico que me comprás, son de buena suerte”, dijo el señor que vendía la lotería. “Vas a ver que por lo menos le pegás al mínimo para que me comprés otro boletico. Dale, te los dejo baratos”. Los compré por dos mil pesos, toda una ganga. Empezó el sorteo. Números: 30, 69, 18, 24, 15, 72. Apago el televisor. Gané. Gané. ¡Gané! ¡Gané! Y ¡¿De qué putas me sirve?! Me voy a morir igual. ¡Así es como son las cosas! No quiero llorar. El llanto me embiste. Me quiero sacar los ojos, no me permito llorar. Grito. Desgarro mi garganta. Soy un imbécil. Un estúpido al preten- der no pensar en la muerte. Obvio que debo pensar en ella, la tengo en la espada; mejor dicho, en la cabeza. Me odio. Odio esta enfermedad. ¡Odio a Dios, porque me está dejando morir! Lo odio, porque se llevó a mi papá y no arreglé las cosas con él. Lo odio, porque me voy a morir y la muerte, la puta muerte, me obliga a cambiar la vida de mierda que tengo. No quiero llorar más. Arrugo el billete de lotería, lo tiro al suelo. Voy hasta la sala y tomo una silla. Camino por el corredor, me tropiezo. Caigo, suelto la silla, se me van los dados de las manos. Me levanto, recojo la silla. Entro en la habitación y la pongo sobre la cama justo, bajo el ventilador de techo. Me quito la correa del pantalón. ¿Por qué sigo llorando? Ato la correa al ventilador, la ajusto. Me subo a la silla, el cuero sintético besa mi cuello. Levanto un pie y con el que me queda quito la silla. ¡Dios! Dios, perdóna… La costumbre es un suicidio que nos corta las alas. También es escla- vitud, porque no nos deja vivir libres, nos ata las cadenas de la con- vención, de lo mecánico, del absurdo. No quiero que seamos suicidas. No quiero estar privándome de algo y después arrepentirme cuando no hay vuelta atrás. Tampoco cuento con que seamos esclavos, uno prisionero del otro. Te amo y siempre lo haré. El amor verdadero es el que siempre vive en el recuerdo, no en el sin sentido. Te dejo y me libero para que nuestro amor sea. Tuya eternamente, Virginia. Santiago Quintero, agente de policía, entra a su casa esa noche; luego de presentar el reporte del caso El Refugio. Las luces están apagadas, su- pone que Virginia, su esposa, no está en casa. Deja las llaves en la mesa del comedor, detiene su mirada en un sobre que yace en ésta. Reconoce la letra de su esposa. Ya sabe de qué se trata.
  • 10. 11 ARTÍCULO DE OPINIÓN EL ÍCONO DE LA Por: Jenny Valencia Alzate* Egresada de Lic. en Literatura de la Universidad del Valle é de un tiempo muy remoto en que la gente se llama- ba por señales de humo. Con ellas, las tribus avisaban sobre posibles enemigos o invocaban la presencia de sus miembros. Este método, rupestre visto desde esta época, da cuenta de lo recursivo del ingenio humano para comunicarse y a mi juicio, de la claridad que te- nían los antiguos sobre la importancia de los llamados y la incidencia de éstos en la vida de la gente, pues- to que solo se buscaban en casos de urgencia. Mucho tiempo después, con las cartas, llegó la posibilidad no solo de comunicarse a distancias mucho más largas, también de enviar mensajes que trascendían el carácter de lo urgente; así empezaron a escribirse los amantes, las mujeres a sus esposos que se habían ido a la gue- rra y en general quienes quisieran dar cuenta de algo a personas que no estuvieran cerca. Me parece que has- ta el mecanismo de la correspondencia escrita para la humanidad fue emocionante comunicarse por el toque agridulce que daba la espera, la cual terminaba con el sonido de los cascos de un caballo, las ruedas de un carruaje o el pito del tren. Mas esta interesante espera vino a ser fulminada por uno de los inventos más signi- ficativos en el mundo: el teléfono. No sé si cuando Alexander Graham Bell patentó el te- léfono eléctrico desde el que se podía escuchar clara- mente la voz de otra persona, imaginó que años des- pués, bajo el nombre de celular, este evolucionaría hasta convertirse en un icono de vanidad. Entiendo que VANIDAD el teléfono ha servido para enviar aquellos mensajes que necesitan darse inmediatamente y en los que no cabe ni emoción ni espera, como la muerte de un fa- miliar o la transmisión de algún dato importante. Com- prendo también la significancia del teléfono móvil para los ejecutivos, puesto que sus múltiples asuntos los llevan a trasladarse de un lado a otro y por lo tanto cargarlo para comunicarse con sus secretarias, o lo que significa en la vida de los que viven lejos de sus fami- lias y esperan un saludo a cualquier momento del día. Incluso puedo entender que el celular tenga cierta im- portancia en la vida de las parejas sensatas a las que el amor no les ha arrebatado sus vidas individuales, y que por lo tanto no se asedian todos los días y se escriben de vez en cuando un mensaje o se hacen una llamada para saludarse. En estas circunstancias el teléfono me parece un gran invento y no se me ocurriría desdeñarlo ni por las cartas ni por las señales de humo. Sin embar- go, cuando pienso en lo que significa el celular para los jóvenes de hoy, me dan ganas de ser parte de una tribu para que me llamen solo en casos de extrema necesi- dad con el humo que desprende una hoguera, o ya bien recibir, leer y depurar los llamados a través de cartas, respondiendo solo a las realmente importantes. Al caminar los muchachos tantean, miran y manosean su celular cada tres pasos. Con toda la angustia que produce llevar una vanidad a cuestas, revisan que la diminuta calcomanía de Hello Kitty esté en su lugar, S
  • 11. 12 *Ha sido ganadora de varios concursos literarios a nivel nacional: Segundo Premio Nuevos Mitos y Leyendas de Santiago de Cali, 2007. Alcaldía de Cali- SIL. Primer premio Concurso Nacional de Cuento- Categoría Universidad. RCN-MEN, 2008. Primer premio internacional Concurso Bonaventuriano de cuento y poesía, 2012, Universidad San Buenaventura- Categoría cuento. Primer premio concurso ficcionario, 2013, Revista i.letrada-IDARTES- Categoría crónica. que la cuerda que le ponen a modo de llavero no se haya caído, que su estuche sí es un estuche y que no es un sueño que le compraron un estuche, que la hora esté sobre la pantalla, que tienen un celular que da la hora sobre la pantalla, que lo tienen en el bolsillo y en fin, saber si sigue en perfil alto para que timbre con todo ímpetu al aviso de la llamada entrante; que puede ser la alarma programada con el mismo tono del tim- bre para aquellos que padecen la angustia de no ser llamados por nadie, aunque al momento de contestar y hablar con el emisor inexistente, coincidencialmente les suene de verdad. Su ethos depende en gran parte de la marca del móvil, el tamaño, el número de funciones y las veces que les suene. Llaman a Pili, Juampis, Ca- milo, Mariana o Alberto simplemente por el placer de llamarlos, y lo que tienen que decirles casi nunca es de carácter urgente, tampoco de carácter no urgente, porque realmente no tienen nada que decir; solo llaman para que los vean llamando o a preguntar por qué no los han llamado. A mí misma me ha pasado tener que apagarlo, cuando por obra de algún conocido que no sabe qué hacer con su tiempo, el celular se me convier- te en un enemigo de doce centímetros con el que me siento más controlada y asediada que si tuviera bajo la piel el chip que dicen que vamos a tener todos cuando el diablo llegue a gobernar el mundo, justo antes del regreso de Cristo. Ni qué decir cuando se los roban. Es una tragedia de proporciones iguales al Tsunami o al terremoto en Hai- tí. Algunos llegan a sus casas después del terrible hurto y se abalanzan, con palidez de muerto, a crear todo un plan de ahorro, ajustes y cohibiciones monetarias para restituir el aparato sin el que su vida no sería igual. Aunque, claro está, hay quienes sonríen y ven en el robo la oportunidad de comprarse uno nuevo, de mejor marca, porque si el anterior corría, el nuevo tiene que volar. Y es que hay celulares que en sí mismos no son solo un celular que les permite a los vanidosos sentir la alegría de saberse llamados. Los hay con cámara para que se retraten, con radio para formar la bullaranga en cualquier lugar e incluso con Chat para trascender has- ta el acto privado de ir al baño y producir excremento por el trasero y la pantalla. De esta manera, no puedo más que concluir que el celular, excepto por su uso en los casos realmente importantes, es un artefacto que a manos de los jóvenes atenta contra la privacidad de la gente y que por tal, he sentido alegrías indescriptibles cuando los doy por perdidos, robados o estrellados es- trepitosamente sobre el pavimento. Ilustradopor:LudyNayethEcheverry
  • 12. 13 FICCIÓN LAS n las tardes frescas y soleadas visitaba al gato. El grande y pesado felino mantiene sus ojos puestos en un punto fijo. Me interesaba saber qué observaba, dado que permanecía atento a un mismo espacio. Con sus negras pupilas, durante todas mis visitas, me sugería caminar hasta el lugar custodiado por sus ojos. Al acercarme a él, además de sentir que le agradaba mi compañía, sentía su deseo de guiarme con la mirada hacia el lugar secreto. Me encanta. Su figura sonriente de bronce era fa- bulosa: tenía nariz triangular y sus dos bigotes, justo en los extremos, forman dos espirales que rozan sus pulidos cachetes; las orejas son puntia- gudas; su cola, dispuesta de manera vertical, se enrosca firmemente para sostener las aves que se posan en ella. Está sentado sobre un volumino- so trozo de cemento, semejante a un cuboide, a la orilla del río Cali. Yo solía sentarme allí, a su lado, e imaginaba qué era lo que el felino observaba con sus grandes y redondos ojos. Una noche lo descubrí; supe porqué tenía la mirada fija en un lugar y porqué su rostro expresaba alegría. Él está acompañado por varias esculturas de mininas; son sus novias. Con una postura firme y deli- cada, las gatas exhiben en sus cuerpos maravillosas pinturas, figuras y detalles. En las tardes, sentada junto al gato y rodeada por ellas, veía pasar los carros que llenaban las carreteras de los alrededores. Mientras yo observaba las máquinas de cuatro ruedas, Oswaldo asistía a las gatas con un maletín de cuero pálido y desgastado por el agua del río. A veces un hombre que lucía un gran sombrero lo acompañaba y lo ojeaba mientras sacaba de su maletín trapos, cepillos, líquidos y otras herramientas que empleaba para limpiar el polvo que depositaba el viento encima de las gatas. Las limpiaba muy bien. Los bichos que caían de los árboles y el polvo eran completamente despojados de las estatuas que, a pesar de lucir limpias y acicaladas, permanecían con la mirada triste. Cerca de allí había un puente blanco. Desde la caja de cemento podía ver el tráfico vehicular y varias personas circulando sobre él. Oswaldo, después de limpiar a las felinas, se situaba sobre el puente E Por: Nathalia Muñoz Arias Estudiante de Lic. en Literatura de la Universidad del Valle G A T A S D E L CALI R Í O
  • 13. 14 durante varias horas con la vista puesta en ellas. Parecía ser el guardián de las gatas. De vez en cuando una per- sona las acariciaba con brusquedad y Oswaldo, a toda prisa, dejaba el puente para reprender al infractor; se mostraba muy molesto cada vez que alguien se acercaba para acariciarlas. Cuando el sol se ocultaba y la brisa del rio se torna- ba más helada, Oswaldo abandonaba el puente y, antes de marcharse, iluminado por las lámparas de la calle, miraba tan fijamente al gato que el viento de en medio parecía romperse como un cristal. Sentada, junto a la gran pata del animal, percibía cierta complicidad entre el hombre y el minino. Llegué a creer que escuchaba su ronroneo. Me marchaba unos minutos después de que Oswaldo partie- ra. Él andaba por la margen del río hasta perderse en la oscuridad de los ár- boles y lo observaba hasta que desaparecía en un sen- dero cubierto por la noche. En ausencia del hombre, la expresión del felino de bronce se tornaba alegre, como si disfrutara de la estancia a solas con sus no- vias. Yo permanecía acariciando su gran pata y el vai- vén de los arboles confundía los sonidos que parecían provenir del pecho del animal. Creía que su corazón latía de tanto amor hacia las hermosas gatas. Intrigada, una noche, cuando ya Oswaldo se había ido, intenté averiguar qué veían las redondas pupilas del custodio del río. Me equipé con binoculares, escale- ras y otros utensilios que esperaba fueran útiles para mi búsqueda. Con ayuda de las escaleras intenté posicionarme a la altura de los ojos del minino y luego, con los binoculares, quise contemplar el horizonte que en todo momento era visto por él. Cuando usé los binóculos me percaté de que su mirada se dirigía al sendero en donde Oswaldo desaparecía todas las noches. Al día siguiente estaba decidida a seguir al hombre por aquel sendero. Oswaldo, aquel día, como todas las tar- des, engalanó a las gatas y se posó sobre el puente. Al desaparecer el sol, antes de irse, miró la figura de bronce; asintió. El cuidador de las gatas sonrió con el fervor de un artista que finaliza su obra de arte. Estaba lista para caminar tras él y me dispuse para abandonar el pequeño espacio que siempre ocupaba, sentada, sobre la gran caja de cemento que también servía de silla al felino. Al apoyar mis sandalias sobre el suelo, Oswaldo se acercó a mí. Del viejo maletín de cuero tomó un trozo de tela y en pocos segundos había cubierto mi boca. Oswaldo sujetó mi brazo con violencia y caminó conmigo por el costado del río. Durante el trayecto observaba los carros con pasajeros que, entre tanta oscuridad, ignoraban mi azoro. Intenté des- prenderme de la fuerza de Oswaldo y pedir auxilio. En un violento force- jeo Oswaldo tro-
  • 14. 15 pezó con algunos arbustos y aproveché para huir. Me deshice del sofocante pedazo de tela que cubría mi boca y comencé a gritar. Unos metros más ade- lante un carro se detuvo. Corrí a su encuentro sin cesar de pedir ayuda – me escucharon. Me ayuda- rán, pensé. Seguí corriendo y vi que un hombre bajó del vehí- culo. Llevaba un sombrero tan grande que su som- bra me envolvió. Cerca de él, advertí que cargaba un viejo y desgastado maletín en el que introducía un frasco lleno de líquido brillante ¡Menudo pro- blema! Era el maletín de Oswaldo. Antes de tomar un nuevo camino, que me alejara de aquel auto, una mano pesada me sujetó por la muñeca. Oswaldo me condujo con fuerza hasta el carro y tomó su maletín. De nuevo cubrió mi boca con la empalagosa tela; alejándonos del carro y su conductor retornamos al camino emprendido desde el principio. Sin poder gritar, y a rastras, llegué hasta el oscuro sendero. Las lámparas de la calle ya no alcan- zaban a iluminar el camino. Nos detuvimos en un lugar lúgubre, tan cercano al río que me vi salpicada por el agua. Él colocó su maletín en la orilla y el agua que golpeaba en la tierra lo mojaba. Abrió el morral de cuero y de él extrajo una jeringa. El pequeño instrumento, al ritmo del movimiento del pistón, se llenaba del líquido brillante y espeso depositado en el frasco de vidrio. -Soy Oswaldo; hago escul- turas; soy un artista – anunció e introdujo la aguja en mi brazo. Ilustradopor:CarlosAugustoCastilloLara
  • 15. 16 RESEÑA UN RATÓN Por: Daniel Mauricio Bohórquez* l año 1992 puso sobre la mesa la evasiva discusión que pretendía colocar el cómic a la altura de la literatura. MAUS, la obra cumbre de Art Spiegel- man, gana el premio Pulitzer y con esto logra, para la gloria de muchos, darle la importancia que el cómic venía reclamando desde hace un buen tiempo. MAUS se constituye como la piedra angular que define y da forma a un género en nacimiento denominado Novela Gráfica. Si bien el término fue CON E AGALLAS *Licenciado en Educación Básica con énfasis en Humanidades y Lengua Castellana de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.
  • 16. 17 acuñado años atrás por Will Eis- ner (Contrato con Dios, The spi- rit), es con Spiegelman que se le da sentido total. Mientras que el en- foque del primero consiste en un pensamiento eminentemente edi- torial, Spiegelman, al igual que sus sucesores, conciben la obra en su extensión desde un principio, ade- más de sacar al cómic del letargo ocasionado por el comics code1 en los años cincuenta. Art Spiegelman con su obra logra recoger una tradición que marca sus inicios en los periódicos ame- ricanos del principio del siglo XX, y que a la hora de determinar una historia del cómic, resultan casi olvidados. Pero sin duda quienes más marcaron su estilo y concep- ción del noveno arte fueron los cómics de la revista MAD y los no menos famosos crime stories, principales perseguidos por la ley norteamericana. MAUS narra la historia de Vladek y Anja, los padres de Art, quienes vivieron en primera persona los horrores de los campos de concen- tración. Lo que separa realmente la obra de Spiegelman de toda la li- teratura sobre el holocausto, es en primer lugar el formato seleccio- nado para narrar: a excepción de una historieta de escasas dos o tres páginas que menciona sutilmente el holocausto nazi, nadie se había atrevido a utilizar el cómic para representar los horrores de la gran 1 El comics code fue una medida tomada por el gobierno de los Estados Unidos donde se acusaba al cómic de ser una mala influencia para los jóvenes, incitándolos a malas conductas. A partir de entonces, los cómics pasan por un comité de censura de su contenido y sus temáticas se vuelven light. guerra. Como segundo elemento, la decisión de canalizar el absurdo de la persecución de los judíos con un componente metafórico que resulta de un sentido universal: dibujar a los alemanes como gatos y a los judíos como ratones. La historia de MAUS se narra, esencialmente, en tres tiempos. El primero de ellos, la historia de Vladek y Anja en la Europa inva- dida por la ideología nazi, desde cómo fueron perdiendo sus pose- siones los judíos, hasta cómo sus padres lograron, con mucha astu- cia, sobrevivir. Durante este tiem- po, vemos cómo la construcción del personaje de Vladek intenta ser lo más fiel posible, incluyendo las cosas de las que seguramente Art no se sentía muy orgulloso, como por ejemplo, haber escogido a su mamá por el dinero, asegu- rándose, además, de que no fuera enferma. De otro caso ¿para qué la querría? Un segundo instante, es la vida de Artie al momento de construir MAUS, incluyendo las numerosas entrevistas que le hizo a su padre para recoger los hechos de su paso por Auschwitz. Durante estos mo- mentos el autor logra retratar la tensión de su relación con Vladek, haciéndolo sentir culpable en oca- siones, y perdiendo siempre con el argumento de que él nunca pasó por los horrores que sufrieron sus padres y su hermano Richieu. Este punto es fundamental para com- prender la seriedad de su trabajo, además de los contratiempos en que se ve enfrentado al concebir una obra de tales proporciones. Finalmente, observamos un Art autor, con una crisis de identidad, usando una máscara de ratón en vez de ser uno, sufriendo por la inesperada fama del primer tomo de MAUS; sintiéndose culpable de obtener reconocimiento por retratar los horrores del holocaus- to en un cómic; resistiendo la pre- sión de la industria por explotar la marca de su obra, negando la posibilidad de llevar su historia al cine, como ha sucedido con gran- des obras como Watchmen o V for Vendetta. Si después de haber leído uno de los pesos pesados del género del cómic, como lo es MAUS, aún quedan dudas de su importancia y el lugar bien merecido como gé- nero literario, habrá que pensar entonces nuevamente aquello que se merece o no estar dentro de di- cha categoría. Poco de MAUS es lo que contiene este escrito, no porque sea poco lo que se pueda decir sobre la obra, sino porque tal y como me sucedió, deseo que usted, querido lector, disfrute del goce estético de su lectura y que sea por cuenta propia que juzgue al cómic, la novela gráfica, como literatura.
  • 17. 18 ENSAYO-MEMORIA Me confié. Creí que un poco de pirotecnia podía darle vida a un texto que desde su mismo inicio estaba herido de muerte. Fallé en cada línea.La profunda vergüenza que sentí no fue un castigo, sino una más de las valiosas lecciones que he aprendido como escritor i primer trabajo en el taller de escritura de la universidad fue descuartizado con una crítica justa. No hubo un comentario entusiasta o una pequeña luz de consolación. Lo agradecí con el alma. Vi en toda su grandeza la mediocridad que hice un día antes sin mover un dedo para informarme sobre un tema que apenas conocía. Me confié. Creí que un poco de pirotecnia podía darle vida a un texto que desde su mismo inicio estaba herido de muerte. Fallé en cada línea. La profunda vergüenza que sentí no fue un castigo, sino una más de las valiosas lecciones que he aprendido como escritor. Recibí con alegría la segunda oportunidad que se nos concedió para corregir el trabajo. Fue algo así como reparar un crimen cometido durante la embriaguez. Ahora, en sano juicio, me esforcé por hacer un plan minucioso. La primera letra la puse varios días atrás. Los temas de los párrafos los separé con pinzas y me comprometí a elaborarlos con una dedicación mater- nal. Anotaba frases que me salían al paso y a veces me emocionaba con sólo imaginarme enfrentado al papel en blanco. Mucho antes de esas experiencias mi problema fue darme cuenta de en qué es lo que creo, que era el tema que tenía que desarrollar. Descarté una cosa tras otra. Estaba desconcertado. Lo que me salvó fue lo mucho que me divertí redactando un trabajo sobre una autora nacional para la clase de literatura colom- biana. Traté de darle a las palabras un sitio preciso y de hacerlas claras en su significado. Tras el punto final quedé satisfecho, aunque estaba seguro de que se podía mejorar. Pese a eso sonreí y fui consciente de cuánto amo escribir y de que, sin querer alardear, creo en mí como escritor. Llevaba muy adelantada una carrera para la que no tenía ninguna vocación, cuando me di cuenta de que lo mío era la literatura. No me retiré de inmediato porque no creía en mí y no era capaz de imaginarme enfrentado a mi familia y a los miles de obstáculos que me esperaban por no contar con una situación económica resuelta. En busca de respuestas me ma- triculé en un curso de literatura norteamericana dic- tado por la profesora Amparo Urdinola. Admiré su UNA PRUEBA FUERZAS “ ” M Por: Leonardo Henao Henao Estudiante de Lic. en Literatura de la Universidad del Valle A MIS
  • 18. 19 sabiduría, sus discursos lúcidos y que leyera a Faulkner en su denso inglés. Sus clases las escu- chaba asombrado. Al final del curso se presentó la oportunidad que esperaba. Debí hacer una ex- posición sobre Absalón, Absalón!, un libro ma- gistral de Faulkner. Me esmeré en escribir cinco páginas que me aprendí de memoria. Empecé hablando con algo de temor, pero lue- go me sentí a mis anchas y cada tanto le echaba una ojeada a mi texto, de manera que la profesora se enterara de que mi oratoria era solo un medio para transmitirle lo que escribí. Cuando terminé ella se refirió a la forma poética como cerré la ex- posición y me preguntó qué semestre de literatu- ra cursaba. Se sorprendió cuando le dije que esta- ba perdiendo mi tiempo estudiando otra carrera. Cuando salí del salón la decisión estaba tomada: sería escritor. Había comenzado a creer en mí. Luego de ese semestre me retiré de la universi- dad con la alegría de que por fin, a mis veinte años, había logrado dar un primer paso firme en mi destino. La buena nueva de que descubrí lo que me haría feliz no fue bien recibida por mi familia, en especial por mi padre. Me agredió con palabras que jamás se le deberían decir a un hijo y pronosticó que mi vida sería un fracaso. Me de- fendí sin esconder la cabeza, sin que me tembla- ran las manos y mirándolo a los ojos, convencido de que se equivocaba. Nadie me respaldó. Mis amigos se burlaron y me dijeron que lo mío era una pataleta, que el se- mestre siguiente estaría de regreso en la universi- dad. No los volví a ver por mucho tiempo. Tanta oposición no fue capaz de hacerme vacilar. Mis fuerzas se multiplicaron. Leía hasta once horas diarias. Tres veces a la semana tomaba apuntes para cuentos o escribía sobre mi vida o sobre lo primero que se me ocurriera, pero tenía la mala costumbre de soltarlo todo de un tirón, sin un se- gundo para tomar aliento, arrastrado por un ritmo frenético que me llevaba al desastre. Poco a poco fui notando mis errores y eso hizo que creciera mi confianza: mi dedicación total Ilustradopor:AndreaTamayoOrdoñez
  • 19. 20 daba sus frutos. Habían pasado dos años desde mi retiro de la universidad y mi padre todavía me lo reprochaba. Sus ataques eran peores cada vez. A mi disciplina in- flexible, a mi pasión literaria en permanente ebullición, él le llamaba un simple pasatiempo. Quise demostrarle que se equivocaba, así que participé en el concurso de cuento que organizó la Universidad del Valle conme- morando sus sesenta años de fundación. No era un es- tudiante activo, pero mi hermano sí, y con su permiso inscribí uno de mis cuentos a nombre suyo. Todavía tengo muy presente la mañana que llegó con la noticia de que había ganado. Más tarde renuncié al premio sin revelar la farsa. Mi padre se enteró de mi triunfo por mis hermanos. Tocó en mi habitación antes de entrar y estuve tentado a decirle que se fuera, que se largara, pero alcancé a contenerme y le dije que siguiera. Me ofreció disculpas por su trato cruel y me prometió que en adelante me apoyaría en lo que fuera. Eso no ha su- cedido, por supuesto, ni sucederá en estos tiempos en los que ya ni lo determino, pero por lo menos me libré de sus burlas y de sus constantes reclamos. Aquel premio inolvidable no solo hizo que creyera más en mí como escritor, sino que me dio el estímulo que tanto necesita un artista en sus comienzos. El año y me- dio que siguió mandé mis cuentos a concursos abiertos para todo el mundo. Fue una seguidilla de derrotas que hicieron que reconsiderara la dirección que llevaba, pero no su propósito. Escribía sin una formación téc- nica, sin un plan estructural y gobernado por una intui- ción desorientada. Fue entonces cuando decidí que no podía dar un paso más sin la asesoría de un experto. Volví a la universidad a buscar a la profesora Amparo Urdinola, pero se había jubilado. Le comenté lo que me pasaba a una secretaria de la escuela de literatura y me presentó al profesor Alejandro López, quien tuvo la gentileza de regalarme veinte minutos. Antes de em- pezar me dio un valioso consejo sobre la economía y la precisión del lenguaje en el cuento. “Debe ser como lanzar una flecha: directo al blanco, sin vueltas”, dijo. Me eché a temblar. En ese momento me di cuenta de la forma tan deficiente como escribía. Dedicaba tres párrafos a algo que podía despachar en dos líneas. El diagnóstico de mi cuento, por supuesto, fue el peor: era un cadáver descompuesto. Seis meses después lo reescribí. Dije casi lo mismo, con la diferencia de que me ahorré seis páginas. La gra- ta experiencia me permitió tener una conciencia mayor acerca de lo mucho que me falta por aprender sobre un oficio del que jamás se para de aprender. Por eso estoy de nuevo en la universidad, aunque esta vez estudian- do literatura. Me ha costado abandonar los libros para venir a clase, pero sé que ese es un sacrificio necesario para pulir mi estilo. Desde que soy estudiante es mayor mi compromi- so conmigo mismo. En la escritura de este texto, por ejemplo, debí contenerme en innumerables oportuni- dades. Por momentos las palabras brotaban fáciles y trataban de quitarme las riendas. Entonces me detenía hasta que volvía a sentirme el director y el responsable de cada línea. Fui implacable con cada párrafo, y me negaba a seguir adelante si primero no lo tenía resuelto. Muchas veces di mil vueltas alrededor de una coma o de un punto que querían imponerme su ritmo. Perseguí puñados de adjetivos inútiles hasta darles muerte sin padecer ningún remordimiento. Taché sin misericordia frases cuya sonoridad me seducía, pero que en verdad no eran funcionales. Cientos de trampas me salieron en el camino tentándome con formas vacías, y traté de no recogerlas, aunque es posible que algunas se me hayan pegado sin que me enterara. Ignoro hasta qué punto se evidencia mi severidad y si logré que las palabras quedaran ajustadas como las piezas de un reloj o si en cambio están sueltas y atrofiadas como si la maquina- ria se hubiera caído. Más allá del éxito o del fracaso de mi trabajo considero importante resaltar que hacerlo me entretuvo tanto como si escribiera un cuento y que descubrí que creer en uno mismo no es un pecado de orgullo, sino una condición imprescindible para alcan- zar nuestros sueños.
  • 20. 21 EL CABALLERO DE LA CAPUCHA DE ACERO FICCIÓN Por: John Zambrano Montoya Estudiante de Lic. en Literatura de la Universidad del Valle
  • 21. 22 sí como duerme y luego despierta la aún no nacida criatura, igual hizo don Quijote, y se puso presto a la aventura. «¡Tú que me escribes!» -dijo él muy imperante-, «vestid al punto mi desnudez que no parezco caballero andante. Y porque ningún detalle mío vayas torpemente a olvidar, acuérdote escudo, espada, y mi buen Rocinante para andar. Armado con esto y más, como reza la andante y gran caballería, solicito una difícil escena que ponga a prueba mi gallardía.» Llegó pues, así como iba sin perder ningún detalle, al sur de Cali, Colombia, a Meléndez y a Univalle. «Con ese caballo no lo puedo dejar», -dijo el portero muy extrañado.- Preguntó aun por su carnet, y al no tener éste lo dejó a un lado. «Dejadme entrar, bellaco», -dijo a ésta sazón don Quijote-. «¿No reconoces mi andar, porte, yelmo, gloria o bigote?» El portero cedió, diciendo que sin la bestia podía entrar, si tan sólo venido hubiese con quien afuera la pudiera cuidar. «¡Válame Dios!» -exclamó avergonzado el famoso caballero- «nunca leí que Amadís fuera sin Gandalín, su gran escudero.» Entonces una gran pitaría se oyó tras él, en la Pasoancho, y vio don Quijote cómo cruzábala en el asno, su fiel amigo Sancho. «Paréceme» -dijo éste al llegar al pie de su amo y señor- «que vuesa merced ha desconocido el mérito mío en el renombre de su honor.» «No hagas las cosas más grandes de lo que realmente son» -replicó el caballero-, «importa que agora juntos, sabremos entrar en gran misión. «¿Y en por qué hablamos ansí tan estrecho y no en la línea completo? Mira mi señor: como en prendas chicas, así me siento hablando en terceto.» A «Calla la boca, melindroso, ¿es que aún eres tú como cabestro? Date cuenta que el que nos narra no parece malo sino diestro.» «Pero señor, si de la mano como entiendo es éste tan diestro, ¿por qué no nos escribe en prosa, como hizo aquel, el gran maestro?» «Rufián, sin duda cabestro, y aun eres tú bandido. ¿Harás que tan pronto me arrepienta de haber caído en la cuenta del olvido? Agora calla y escucha, y observa y aprende antes de seguir adelante: mucho me engaño o estamos en tierra donde vive más de un gigante.» «Mi señor, mucho temo que se trata de sólo un engaño, que todo por estas tierras nos es nuevo, menos de las personas el tamaño.» «¿Qué no has aprendido nada, pues sólo ves por tus antojos? Observa y aprende, he dicho; voy a quitarte esa venda de los ojos. Mira aquel descomunal yelmo; lo tiene esa mora que habla duro.» «Me parece» –dijo Sancho- «que por lo que grita, es para vender chontaduro.» «No he de enseñarte lo que parece sino lo que sucede realmente aquí. Acompáñame, escudero, y luego me dirás si te mentí. Y tú que las llaves tienes, apresúrate a la puerta y abrid.» «¡Qué pena!» -exclamó el portero- «vienen es a actuar y usted mínimo hará de Mio Cid.» Así entró don Quijote, sin hablar palabra de la piedra que tenía, y mientras amarraban a Rocín y Rucio en la entrada, Sancho Panza mucho reía. «Agradece que tu cabeza no este buen palo recibe, por tener yo en la mía grandes asuntos puestos por aquel que agora me escribe. Es menester que hallemos una curiosa venta llamada Los Tres Tres. Nos guiaremos por un árbol tan alto como fuera el ciprés.» Y así anduvieron ante el asombro de todos y la indiferencia de ninguno. Del sitio más valió el nombre pues altos árboles hay más de uno. Ya en el segundo nivel, dieron con el Veinte Diecisiete. Al entrar fue prudente el caballero andante y se quitó de la cabeza el almete.
  • 23. 24 «¡Así no vale!» -gritaron estudiantes resueltos-, «la representación debíamos hacerla nosotros, y no con actores profesionales revueltos.» Y el caballero: «Hemos venido de un lugar más que muy lejano; está a cuatrocientos cielos de aquí. ¡Quiera Dios que el viaje no haya sido vano!» «¡Querrás decir cuatrocientos siete!,» -corrigió al punto su escudero-, «que según vi una fecha en las paredes, como anuncio, ansí sería la cuenta, eso espero.» «¿A qué tan grande impertinencia, Sancho? Calla y no trates de opacarme en este futuro. Fuiste y serás lo que eres: labrador y escudero y a las letras duro.» «A las letras que no a los números, que bien sé cuánto he tenido. No más charla mi señor y haga eso tan importante, aquello a lo que hemos venido.» Por prudencia se abstuvo don Quijote de reprender nuevamente a su amigo, y sin creer que dijera cierto, empezó así y postergó el castigo: «Declamaré para ustedes lo que escrito aquí llevo. No os preocupéis Bautista, que si no os agrada empezaré de nuevo: “Así como duerme y luego despierta la aún no nacida criatura, igual hizo don Quijote, y se puso presto a la aventura.” » Y acabando este primer terceto, tronó con tal furia un gran estruendo, que preocupóse don Quijote y Sancho Panza salió corriendo. Fue tras él su señor y vio la nueva aventura que le esperaba: una procesión de gentes cubiertas de cabo a rabo que por allí pasaba. «¡Detenéos y decidme quién sois y qué lleváis bajo el ropaje ancho. ¿O es acaso la complexión de todos como la de Sancho?» «Ábrase viejo loco» -respondiéronle así-, «que nosotros no estamos jugando, y si no va a pelear contra o con nosotros, nos está es estorbando.» «¿Cómo dices?, ¿acaso no vais solos? ¿Qué enemigo osa de hacer frente en mi presencia a los desvalidos y menesterosos?» «Mire mi viejo, allá afuera está el enemigo esperando por nosotros.» Y vio don Quijote un ejército de robots gigantes como antes no viera otros. Sancho, que a todo esto había seguido a su amo cuidando que no le viera, poco aguantó y salió dando voces diciendo: «¡señor, no quiero que mue- ra!» «¿Qué te habías fecho, Sancho? Necesito escudero en esta gran y peligrosísima aventura. Tráeme mi Rocín y lanzón, y no te preocupes que mi alma va segura.» «Segura de muerte» -susurró Sancho y siguió- «con las armas y el caballo podéis contar, pero estad se- guro que mi barriga por allá no la pienso ni asomar. Piénselo bien, mi señor, ¿Quién empezó con la tronamenta sino éstos que llevan capucha, que ansí le llaman? Fíjese que andan mal-buscando lucha.» «No puedo fiarme de ti, Sancho. Mira que ahí están los gigantes, y no son humanos sino máquinas. ¿Qué caballero luchó contra algo así antes?» «Sin duda ninguno, mi señor, y sí son grandes pero no exagerando. Si máquina son, como aquel caballo Clavileño, alguien los debe estar operando.» «Detrás de tus explicaciones se oculta la cobardía. ¡Apártate entonces!, aquí viene un objeto que aquel por los aires me envía.» El proyectil lacrimógeno fue detenido por la adarga del caballero y despedida por los aires de nuevo, a patada del caballo aventurero. Y entonces todo fue desconcierto y caos: lanzamiento de crueles aparatos, bombazos, heridos y gentes corriendo hacia todos lados. Aún dentro de Univalle, don Quijote, lanza en ristre y a lomo de Rocín, bajó de su yelmo la visera, picó espuelas y casi se sale del sillín. «¡Deteneos mi señor!» –gritaba su escudero aunque en vano- «¡Acometerás a la Santa Hermandad del hombre americano!» Pero ya Rocinante ni aun queriendo podía frenar su vertiginoso paso. Y adentróse don Quijote como hiciera un rayo en el ocaso. No sabiendo los otros cómo proceder, pues no había instrucción en tan inesperado caso, dieron en ponerse, escudo tras escudo, y esperar el estarta- zo.
  • 24. 25 Y a punta de lanza chocó el caballero con la negra tropa, y estando uno y otro por el suelo, vinieron aquellos encapuchados y fue todo a quemarropa. Luego acudió Sancho Panza, ya estando casi todos en ambos bandos molidos, y de entre otros despojos, sacó el de su señor muy mal herido. «No se muera de nuevo, amo mío. Yo no sé cómo fechaba aquel anuncio pero he contado cada día desque a su lado monté aquel asno Rucio. Y no me pesa sino que han sido menos los días junto a vuestra merced que las noches solitarias. Allí en la orilla del tiempo, he visto las trampas varias. Puede parecer mucho lo que vive en mil páginas, junto a su amo, un buen escudero; pero eso es poco comparado con un día déste sin su caballero.» Y dijo su amo: «¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero que ha triunfado y padecido en no vista aventura!» Así dijo y terminó don Quijote para sorpresa y contento de Sancho, quien lo llevó maltrecho mientras daba alegres voces por aquel camino ancho: «Agora vamos a casa a pastorear, dejando atrás todo este reguero. Pero antes contemos a todos la gran aventura del Caballero de la Capucha de Acero. Y su escudero.»
  • 25. 26 TRESCRÓNICAS BREVESSOBRE HÉROESYANTIHÉROES * Alberto Salcedo Ramos: (Barranquilla, 1963). Considerado uno de los mejores periodistas narrativos latinoamericanos, forma par- te del grupo Nuevos Cronistas de Indias. Sus crónicas han apare- cido en diversas revistas, tales como SoHo, El Malpensante y Ar- cadia (Colombia), Gatopardo y Hoja por hoja (México), Etiqueta Negra (Perú), Ecos (Alemania), Courrier International (Francia), Internazionale (Italia), Marcapasos y Plátano Verde (Venezuela), y Diners (Ecuador), entre otras. Algunas de sus crónicas han sido traducidas al inglés, al francés, al griego, al italiano y al alemán. Es autor de los libros “La eterna parranda. Crónicas 1997-2011” (Aguilar, 2011), “El Oro y la Oscuridad. La vida gloriosa y trá- gica de Kid Pambelé” (2005, Debate y 2012, Aguilar), “De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho” (Ediciones Au- rora, 1999 y 2005) y “Diez juglares en su patio” (Ecoe Ediciones, 1994). También es coautor de Manual de Géneros Periodísticos (Ecoe Ediciones, 2005) y “Un vallenato y 9 senderos” (2009). Sus textos san sido incluidos en diversas antologías: “Lo mejor del periodismo de América Latina” (FNPI y Fondo de Cultura Económica, 2006), “Mejor que ficción. Crónicas ejemplares” (Anagrama, España, 2012), “Antología de crónica latinoameri- cana actual” (Alfaguara, España, 2012), “Domadores de histo- rias. Conversaciones con grandes cronistas de América Latina” (Universidad Finis Terrae, Chile, diciembre de 2010), “Crónicas latinoamericanas: periodismo al límite” (Fundación Educativa San Judas, Costa Rica. 2008), “Historia de una mujer bomba y otras crónicas de América Latina” (Uqbar Editores y Universi- dad Adolfo Ibáñez. Chile, 2009), “Crónicas SoHo” (Aguilar y Re- vista SoHo. 2008), “Años de fuego: grandes reportajes de la última década” (Planeta, 2001), “Citizens of fear” (Universidad de Rütgers, 2001), “Antología de grandes reportajes colombianos” (Aguilar 2001) y “Antología de grandes crónicas colombianas” (Aguilar, 2004). La productora Paraíso Picture llevará al cine su libro “El Oro y la Oscuridad”. Salcedo Ramos ha ganado, entre otras distinciones, el Premio Internacional de Periodismo Rey de España, el Premio a la Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (cinco veces), el Premio de la Cámara Colombiana del Libro al Mejor Libro de Periodismo del Año y el Premio al Mejor Documental en la II Jornada Iberoamericana de Televisión, celebrada en Cuba. En 2004, gracias a su perfil ‘El testamento del viejo Mile’, publicado en El Malpensante, fue uno de los cinco finalistas del Premio Nuevo Periodismo CEMEX+FNPI. En abril de 2013 obtuvo el importante Premio Ortega y Gasset de Periodismo, concedido por el diario El País de España, con su crónica “La travesía de Wikdi”. * Artículo tomado de internet: http://goo.gl/BkDfL Fotografía por: Julieta Solincee ESCRITOR INVITADO
  • 26. 27 LOS COMPADRES Por: Alberto Salcedo Ramos n Cartagena Bernardo Caraballo no solo fue en su momento el boxeador más renombrado: también fue el más narcisista, el más ególa- tra, el de las vestimentas más estrafalarias. Subía al ring enfundado en una bata de piel de tigre, y además usaba una boa enrollada en el cuello. Su atuendo estaba coronado por una boina vasca, encima de la cual había un sapo vivo. En el ring le ofrecía la mandíbula al contendor, y cuando éste lanzaba el puñetazo se agachaba. Caraballo era un bocón ante el cual no cabían los términos medios: se le amaba o se le odiaba. Quienes lo amaban elogiaban sus saltos de bailarín, sus desplantes. Quienes lo de- testaban decían que era un payaso. Esa polarización resultaba muy taquillera: los cartageneros iban en masa a sus combates, unos para presenciar sus trucos de mago y los otros con la esperanza de verlo boqueando en la lona. El otro protagonista de esta historia, Antonio “Mochila” Herre- ra, era un boxeador corajudo, ortodoxo. Apenas sonaba el campanazo se abalanzaba contra su rival, sin tomarse el clásico minuto de estudio. También recibía mucho castigo porque se exponía demasiado. Su mane- ra de arriesgar la vida en cada golpe también resultaba muy taquillera. Cuando Caraballo empezó a boxear abandonó su oficio inicial de lustrabotas. “Mochila”, en cambio, jamás se apartó de la albañilería. He allí otra razón para que al primero se le considerara soberbio y al segundo, humilde. Por lo que encarnaban como boxeadores y como personas, Ber- nardo Caraballo y “Mochila” Herrera eran antagonistas naturales. Tarde o temprano tendrían que enfrentarse. Además, los aficionados cartage- neros habían ido creando entre ambos una atmósfera hostil cuyo destino inevitable era el ring. La pelea fue pactada para el 11 de febrero de 1968. Contra todos los pronósticos, Caraballo, que no era precisamente un noqueador, ganó en el cuarto round. E CRÓNICA
  • 27. 28 Unos días antes Caraballo había decidido invertir los cincuenta mil pesos que le pagarían por el combate en la ampliación de su casa. A la mañana siguiente, cuando le entregaron el dinero, fue a buscar al albañil de la obra: el mismísimo “Mochila” Herrera. Lo encontró con la cara llena de moretones. Un tiempo después los dos protagonistas de la historia decidie- ron que les faltaba un rito para sellar su amistad. Entonces Caraballo se convirtió en padrino de uno de los hijos de “Mochila”. Aquel fue un momento sublime en el boxeo: dos rivales com- prendieron que aunque el uno se comportara como acróbata y el otro como domador de fieras, eran miembros del mismo circo: no se habían peleado por enemigos, sino por hermanos. A fin de cuentas tenían mu- cho en común. Por ejemplo, su analfabetismo. Caraballo – siempre tan fanfarrón – fingía ante los empresarios que re- visaba sus contratos, y después se los llevaba a Zunilda, su mujer, para que ella los firmara. “Mochila” admitía que no sabía leer. Otro factor común: ninguno de los dos pudo ser campeón mun- dial. Por eso, vista ahora en perspectiva, la amistad de los dos fue más grande que todos los trofeos del mundo. Ilustradopor:CarlosAugustoCastilloLara
  • 28. 29 EL SECRETO DE EMILE GRIFFITH Por: Alberto Salcedo Ramos D Ilustradopor:DanielAntonioSierraOrrego esde cuando se calzó los guantes por primera vez, a finales de los años 50s, Emile Griffith empezó a dejar tras de sí una estela de rumores. En los círculos boxísticos de Nueva York se insistía en que era homo- sexual. Griffith no era amanerado, pero sí un hombre apacible fuera del ring. En todo caso, cuando sonaba la campana transpiraba rudeza. Se aba- lanzaba sobre el rival como un perro de presa, lanzando las manos sin tregua. Además era corajudo: aunque lo golpearan iba siempre hacia ade- lante, arriesgando el pellejo en cada embestida. Aningún experto le sorprendió que ganara muy pronto el campeo- nato mundial del peso welter: era el rey indiscutible de su categoría. El 24 marzo de 1962 Griffith se aprestaba a pelear contra el cu- bano Benny Kid Paret. Por la tarde, durante el pesaje, Paret le espetó una palabra castellana que Griffith no se esperaba. CRÓNICA
  • 29. 30 -- Maricón. Griffith la entendió perfectamente, pues tenía varios amigos lati- noamericanos en el gimnasio de Gil Clancy, su manager. Así que cuando subió al ring se encontraba poseído por la ira. En el sexto round estuvo a punto de ser liquidado. Súbitamente empezó a recibir una andanada de golpes, y no fue capaz de oponer resis- tencia. Si el árbitro, Ruby Goldstein, hubiese sido sensato, tendría que ha- ber parado el combate y declarado ganador a Benny Kid Paret por nocaut técnico. Pero ya en aquel momento la Señora Fatalidad se había adueñado del ring. En el round doce Griffith acorraló a Paret en una esquina y le ases- tó una lluvia de golpes, todos en la cabeza. Goldstein, el referee, volvió a ser displicente. Ya desde el momento en que recibió el segundo golpe era claro que Paret estaba noqueado aunque permaneciera en pie. Si Goldstein hubiera detenido el combate en ese punto le habría evitado, por lo menos, una docena de porrazos terroríficos. En su relato sobre el combate Norman Mailer dedicó un extenso pasaje a este momento. Los golpes se Griffith se oían en todo el coliseo y, años después, seguirían resonando en la conciencia colectiva de los faná- ticos del boxeo. Algo irremediable, según Mailer, ocurrió en la psiquis de los espectadores que se encontraban en el Madison Square Garden viendo cómo Paret se desplomaba. El cubano murió diez días después y Griffith perdió desde entonces su instinto asesino. Se volvió mediocre. Tenía apenas veinticuatro años pero quería retirarse. El alivio que le quedaba era la solidaridad de sus amigos boxeadores. Cuarenta años después Griffith admitió, por fin, que es homosexual. No lo reconoció mientras estaba activo – dijo – porque eso habría equiva- lido a un suicidio laboral. ¿Qué apostador habría arriesgado un peso por él si hubiera sabido que era gay? Al salir del clóset los amigos se le alejaron. Entonces pronunció aquella frase triste: “cuando maté a un hombre me acompañaron; cuando dije que amo a un hombre me dejaron solo”. La historia dirá, eso sí, que Griffith fue un valiente cuando calló, y que también lo fue cuando decidió contar su secreto.
  • 30. 31 DEFENSA DE RENÉ HIGUITA Por: Alberto Salcedo Ramos or puro milagro te salvaste de ser asaltante, René, o pistolero a sueldo, o fabricante de bombas hechizas. ¿Acaso no eran esos los oficios más apropiados para ganarse el pan y el respeto en la Comuna Norocci- dental de Medellín? Allí, en el nido de atrocidades donde naciste, Pablo Escobar re- clutó a los matones de su ejército privado. Tú pudiste haber sido uno de ellos, René, como les ocurrió a varios de los muchachos descalzos que crecieron contigo en el barrio Castilla. Tu primer alfabeto fue el horror, que, de entrada, te trastocó el lenguaje. “Estar enamorado” de una per- sona no significaba amarla sino pretender acribillarla. “Gonorrea” no era el nombre de una enfermedad venérea sino el calificativo con el que se designaba a un fulano indeseable. Al sicario se le llamaba “dedicaliente” y al estafador, “calidoso”. Como la vida no valía un comino, a los jóvenes les daba lo mismo tenerla que perderla. “Total” -- decían, con su deses- peranza brutal --, “no nacimos pa’ semilla”. ¡Cuánta rudeza, René, la que había en la jerga de aquella gente! Allí quien mataba al prójimo no era un asesino sino apenas “un borrador”. Y quien caía abatido por las balas enemigas no moría sino que empezaba a “cargar tierra con el pecho”. Tú pudiste haber sido uno de esos muchachos escuálidos que be- saban el escapulario de la Virgen María para implorarle que les afinara la puntería durante la próxima “vuelta”. Pudiste haber sido, cuando menos, el que conducía la motocicleta donde iba el francotirador. O quizá uno de esos adolescentes que se robaban un par de zapatos finos para que la chica bonita del barrio se fijara en ellos. ¿Por dónde andarías ahora si hubieras aceptado aquella vida que te tenían señalada desde antes de nacer? Esta- rías “pagando cana” – es decir, preso -- en Bellavista. O cubierto con una “pijama de madera” en el Cementerio San Pedro. En el mejor de los casos tendrías el cuerpo lleno de cicatrices, como Tobito, tu vecino, a quien le llaman “Polígono” porque ha sobrevivido a siete atentados. Fue un milagro, repito, que aquel entorno no te convirtiera en un atracador de camiones, ni en un ensamblador de carros-bomba, ni en un traficante de cocaína. Sin embargo, nadie que se críe en Castilla logra bur- P CRÓNICA
  • 31. 32 Iliustradopor:DanielAntonioSierraOrregolar del todo a su destino. En algún momento le toca usar la fuerza para granjearse el respe- to. O aprender la letra menuda de la vida ma- leva. Son las reglas, René: para no ofrecerse en cada esquina como víctimas, los hombres están obligados a construirse una reputación de verdugos. Algunas madres les inculcan a sus hijos, cuando éstos salen a la calle por las mañanas, que siempre hay que regresar a casa “con la platica bien habida o, si no, con la pla- tica”. En principio la trampa se justifica por- que sirve para salvar el pellejo. Pero después, como permite ascender socialmente, se vuel- ve motivo de admiración. Así se va gestan- do una mentalidad marrullera, una necesidad permanente de sacar ventaja a cualquier pre- cio. Era lo que sucedía, por ejemplo, cuando tú te adelantabas un metro de la portería para atajar un penalti. O cuando fingías una lesión para enfriar al equipo que estaba presionando tu arco. En el fondo, lo que hacías era aplicar el primer mandamiento de las matronas de tu barrio: buscar el triunfo, es decir, “la platica”, como fuera. Nunca has conseguido reba- sar los linderos de la comuna en la cual creciste. Pese a haber recorrido medio mundo, tu excursión ha sido una simple ilusión óptica. En realidad, no has viaja- do, René: tan solo has dado vueltas en redondo como un carrusel. Y el arrabal se ha ido adherido a tu piel como una cos- tra. En cada retorno al punto de partida, descubres que los “dedicalientes” te han quitado un amigo. Los otros, los que si- guen vivos, te acompañan a fumar y a be- ber con la misma fidelidad con la que un día te acompañaron a vender periódicos. Siempre, en lo malo y en lo bueno, has tenido un sentido siciliano del clan. Esa fue la razón que te llevó a saludar a Pa- blo Escobar en la cárcel, un incidente por el cual tus detractores quisieron comerte
  • 32. 33 vivo, como si no fuera absurdo medirte a ti, precisamente a ti, con la cinta métrica de una ética forjada lejos del infierno. Ellos tuvieron la oportunidad de elegir. Tú, no. Desde el escritorio en el cual escribo este artículo, es muy fácil referirse a Escobar con el calificativo de criminal. Pero si yo hubiera estado en tus za- patos, René, hambriento y sin estudios; si hubiera recibido de Escobar una provisión de víveres, si lo hubiera conocido en mi suburbio miserable regalando una cancha de fútbol y una planta de energía, también habría tenido razones para llamarle “patrón” y visitarlo en su celda. Se te podrá acusar de calavera mas no de desagradecido. La gente genuinamente amoral, como tú, es preferible a aquella que asume una posición moral de acuerdo con cada ocasión. O yo estoy loco o no entiendo cómo es que resulta más indecente entrevistarse con Escobar en la prisión que construirle una cárcel especial, con las comodidades de un hotel cinco estrellas. ¿Y los políticos que legislaban para favorecerlo? ¿Y los altos prelados que le bendecían las propiedades? Tomarte a ti como chivo expiatorio es una cobardía. Espero que comprendas, René, que no estoy aquí para absolverte por todos tus deslices. Es cierto que el Estado colom- biano, a la larga, no le garantiza la protección a nadie. Pero eso no justifica que hayas mediado, de manera irresponsable, en la liberación de una muchacha secuestrada, y menos que hayas re- cibido los 50 mil dólares que, según la enciclopedia Wikipedia, te habrían pagado por la gestión. Hay que admitir, en justicia, que así como la comuna te oprimió con su virulencia, te obsequió muchas de tus mejores cualidades. Ya lo decía Ana Felisa, la abuela que te crió: “lo que no mata, engorda”. Sobrevivir a la comuna te dejó esa intrepidez que derrochabas ante los grandes retos, esos cojones que te per- mitían taparle un penalti al delantero más temible o meterle un gol de tiro libre al River Plate. Una tarde de 1995, tu osadía se transformó en leyenda. En el mítico Estadio de Wembley, donde se enfrentaban las selecciones de Colombia e Inglaterra, tuviste el descaro de atajar con los dos talones -- cabeza hacia abajo y manos en el piso -- un disparo que fue directo a la parte superior del arco. La jugada, bautizada desde entonces con el nombre de “escorpión”, le dio la vuelta al mundo. Lo mejor, como escribió en su momento Eduardo Galeano, no fue el salto acrobático que pegaste, sino tu sonrisa de bandido. Nadie se divirtió tanto como tú en una cancha, René, nadie. Gozaste y regalaste gozo. A ra- tos exageraste, a ratos confundiste el fútbol con el circo, quizá como una rebelión inconsciente contra el culto de tu barrio por lo fúnebre. Cualquiera habría apostado su cuello a que serías mer- cenario. Pero fuiste un portero digno, pese a que la estatura no te favorecía. Nunca atajaste como Fillol ni inspiraste la seguridad de Buffon. No jugaste como los dioses, pero los desafiaste. Esa es tu grandeza.
  • 33. 34 Ilustradopor:GabrielRodríguez Gabriel García Márquez (1927-2014) Nuestro escritor por antonomasia. Fue mucho más que mariposas ama- rillas y aunque lo vimos partir compungidos, lo sabemos inmortal ¡Gracias por tu obra!
  • 34. 35 PROMESAS Por: María del Mar Collazos Cabrera Estudiante de Lic. en Literatura de la Universidad del Valle DE GUERRA CRÓNICA n 1950, finalizada la segunda Guerra mun- dial, estalla la guerra entre Corea del Sur y Corea del Norte. La ONU hace un llamado para ayudar a Corea del Sur; Colombia es el único país latinoamericano que lo toma, ofreciendo una fragata y un batallón de infantería que no existía. 63 años después, Otoniel re- cuerda cómo llegó a ser parte de este batallón: “Yo era muy vago, desde muy pequeño lo fui. Por eso, una noche me encontró el camión y me montó. Desde ese día emprendí mi estadía en el batallón de Cali, y fue así como a mis 16 años, empecé a prestar el servicio militar. Un día el coronel preguntó: ‘¿quién quiere ir a Corea?’, y yo como no sabía qué era eso, alcé la mano. En diciembre de 1951, perteneciendo al segun- do batallón, pisaba tierra coreana”. Chosen, antiguo nombre de Corea, significaba “La tierra de la calma matinal”, pero en 1950 dejaría de serlo, era invadida por una guerra de posiciones, don- de todo fue movido por ofensivas y contra-ofensivas, la guerra de una nación dividida que se sintió hasta el otro lado del mundo. Luis Alirio Triviño también hizo parte del batallón Colombia, su viaje lo realizó en el tercer batallón, noveno relevo, a finales de 1952. Sus manos se entrelazan mientras sus dedos índices so- bresalen, señalando siempre algo que ya fue: “Yo ha- cía parte del batallón Caldas, de Bogotá, estuve en los Llanos, tenía que combatir a la chusma, nunca antes había visto tanta gente arrastrándose en la mitad de la nada, buscando un escondite para no morir en manos de esos. No quise volver, así que un día el Coronel en la relación preguntó ‘¿quién se quiere ir a Corea?’, y yo simplemente alcé la mano”. Otoniel Moreno vivía en la calle 6 de Palmira, en aquel entonces un pueblo pequeño. Vivía en la casa materna con sus 6 hermanos. Trabajaba en el Ingenio Manuelita arreando el ganado. Anais, su esposa, re- posa en el comedor, sus ojos se quieren encontrar con los de él, una sonrisa se plasma en su rostro. “Él era un joven apuesto, y contaba con el privilegio de ser un vago enamorado que pasaba sus días sin poseer preocupación alguna”. La mirada de Otoniel se centra en la gata que mueve su cola sobre la mesa, sus labios denotan un pequeño altibajo: “Al decir que me que- ría ir para Corea, pensaba que ésta era Bogotá, pero al estar en la capital, y darme cuenta que tenían que medir el pecho, tomar la estatura, el peso y revisar la vista, para los que se querían ir, empezaba a pre- guntarme dónde quedaría esa tal Corea y cuándo nos tendríamos que ir, o si era que ya se habían olvidado de nosotros”. En diciembre de 1951 se embarcaría en el AikenVic- tory y navegaría 31 días con sus noches por el Mal, como Otoniel se refiere al mar, donde la compañía más constante era el mareo y la fatiga, pero nunca lle- gó a faltar el aliento colombiano presente en todos los compartimientos del barco, desde el amanecer acom- pañados con guitarras y cantos que hacían del vaivén del mar algo menos denso y las horas menos lentas, o el baile de un afro al son de un acordeón costeño, era E
  • 35. 36 Me bajé de ese animalote, mis piernas todavía me temblaban un poco y mi estóma- go no me dejaba olvidar la larga travesía, veía tantos chinitos, todos iguales, en todos los lugares que hasta el presidente de Corea es- taba por ahí el motivo para ignorar por un momento aquellas náu- seas. Al atravesar el Mar Amarillo, sólo les hicieron una recomendación que era más una orden: “nadie podía hablar, no podían hacer ninguna clase de ruido, es el mar más traicionero y hasta le podía ayudar a los enemigos”. Al llegar al puerto de Sassebo, el gobierno de Corea había organizado una bienvenida especial para el Ba- tallón Colombia, Otoniel apenas podía imaginar lo le- jos que se encontraba de su casa, de su comida, de sus costumbres, de su raza. Corea no era su patria, pero tenía que luchar por ella, como si lo fuera. Sostiene un vaso en sus manos, lo recorre con sus dedos, bebe un sorbo, toma impulso para hablar: “Me bajé de ese animalote, mis piernas todavía me temblaban un poco y mi estómago no me dejaba olvidar la larga travesía, veía tantos chinitos, todos iguales, en todos los luga- res que hasta el presidente de Corea estaba por ahí”. Luis vivía con su padre en el Tolima, trabajaba de lu- nes a domingo en la finca paterna, y era él quien tenía que organizar los animales y cultivos para cuando su papá llegara del billar, en el que se reunía diariamente con sus compadres. Sin necesidad de meditarlo, Luis decide enlistarse en el Ejército Nacional y no mucho tiempo después estaría en la guerra de Corea. “Fue ahí donde vi cómo uno de mis compañeros herido en combate, con una mano sostenía su estómago, estaba tirado, trataba de arrastrarse con la otra mano. Dejaba una huella de sangre, cuando logró llegar al camión, sus intestinos estaban afuera”. En la sala, observa sus libros de guerra. Las fotos y un diploma, lo único que quedó de la guerra. “Nosotros salimos de Cartagena. El AikenVictory nos espera- ba rodeado de gente que se despedía, se veían lágri- mas en las caras de mujeres, incertidumbre entre los transeúntes y curiosidad en los ojos de los niños que eran testigos aquella mañana. Este buque tenía cuatro compartimientos, en los que se organizaban los cuar- tos llenos de camarotes. En uno dormíamos los co- lombianos, seguido dormían los gringos, en otro los de Puerto Rico y en el último estaba el restaurante”. El barco se alejaba del puerto y el himno nacional era aquella cortina sonora que les daba su último adiós. Muchos en el AikenVictory, hicieron su último viaje, otros hubiesen deseado no haberlo emprendido nun- ca, pero ahí estaban, miles de colombianos partiendo al otro lado del mundo, para luchar una guerra como si fuese propia. La violencia los encontró antes de pisar tierra corea- na. Estando en alta mar, compartían con los gringos y puertorriqueños sus días observando el cielo que se fundía en el horizonte con el mar. “Querían humillar- nos”. Cuenta Luis. “‘¿en Colombia hay carros?’, ‘¿en Colombia hay agua?’‘¿y allá sí hay mujeres?’. El pai- sa no quiso aguantar más y respondió, ‘en Colombia hay de esto’. El puertorriqueño fue el primer caído en el barco, si no murió por las heridas que le dejó la navaja, los tiburones que seguían el barco, disfru- tarían más comida que de costumbre. Se lo merecía. Ya nadie se metía más con nosotros. No los puertorri- queños.” El 31 de diciembre de 1952, al llegar al puerto de In- cheon, sonaba el eco del himno de Colombia como si aún estuvieran en su país. Eran esperados por el Ejér- cito Coreano y el presidente. Fueron recibidos por un cielo opaco, por calles empolvadas y deshabitadas, casas en ruinas que asomaban siluetas de mujeres de- soladas, esquinas con húmedas caras pequeñas, que ya nunca más podrían ser infantiles. Esto sólo sería el inicio del año que vivirían en Corea. “ ”
  • 36. 37 Luis cuenta cómo todas las promesas hechas, se acabaron con la guerra: “Mi pensamien- to más recurrente. No volveré a Colombia, toda mi vida que- daría en Corea. Nos llamaron cobardes por no querer alzar la mano, nos prometieron cielo y tierra por arriesgar nuestras vidas. Allá nada de eso valía. En cambio, cuando regresamos, tampoco Otoniel sentado en su sillón, recuesta su cabeza en el espaldar, esboza una sonrisa: “Estábamos en el cam- pamento, en Yokoana, habíamos caminado por tres días. Arango, mi compañero desde Cali, y yo, no es- tábamos cansados. Había llantas en el suelo, alambres de púas, paredes para escalar, pistolas, metralletas, cañones, bazucas. Un gringo gritaba, nosotros corría- mos. Arango y yo competíamos. Las llantas se perdían al trotar, la tierra mojada era la mejor aliada para pasar debajo del alambre de púas, las paredes eran fáciles de subir y aún más de bajar. Armar y desarmar las armas que se encontraban el campamento en el menor tiem- po posible, fue lo más entretenido. Al final Arango y yo, éramos los primeros en llegar, teníamos que repe- tir esto por una semana, hasta que se considerara que estábamos listos y así poder escuchar: ‘Terminado el entrenamiento, el soldado debe encontrar un descanso en la guerra misma’”. Los soldados eran condecorados por hazañas heroicas, por su valentía, por sobresalir. Otoniel Jr. cuenta: “A mi papá lo condecoraron, le dieron una medalla de bronce, él fue el que atrapó a un niño enemigo que los espiaba en medio de las montañas, y con un espejo quebrado daba la señal de dónde estaban los colombianos. Una medalla y las fotos fue lo único que quedó de esa guerra. E imaginar, todo lo que prometieron”. Otoniel mientras observa a su hijo, dice: “Todo pasó muy rápido, llegué en diciembre de 1951, y ya era diciembre de 1952, ya íbamos a terminar, pero llegó esa noche, poco después de la condecora- ción. Aquella noche nos acompañaban los silbidos de las balas en nuestros cascos, rostros humedecidos, silencios interrumpidos por alguna canción de acordes lentos y voz grave. Nuestra comida fue la misma lata de todos los días y los abrazos y besos que deberíamos estar recibiendo, eran cam- biados por la explosión de una mina en la nieve, y la certeza de que alguien más no volvería a celebrar otra navidad.” Otoniel fija la mirada en su muchacha, como llama a Anais. La observa mientras sonríe: “Ella se acuerda más que yo, yo le conté todo, ahora ella es mi memoria”. Ella sonríe; sus labios toman fuerza: “Nadie podía creer que alguien volvería de la guerra, alguien los ayudó, alguien me lo ayudó para que hoy estuviera aquí. En las noches él pensaba que no iba a volver. Por eso, antes de dormir sus ojos deseaban penetrarse en el cielo, su mano derecha recorría su frente, su pecho, su hombro derecho, el izquierdo, ter- minando en sus labios. Decidió dejar todo en manos de Él, así sabría que volvería. Así volvió” “ ”
  • 37. 38 Era diciembre de 1952. El segundo batallón, los so- brevivientes del segundo batallón, se despiden de Co- rea, entre ellos Otoniel. Muchos compañeros no vol- verían, y aquellos que se iban no lo creían. “Mi año en Corea había terminado, el mismo barco me esperaba. Era hora de volver. Tenía dinero porque vendía mi carne congela diaria al mejor postor y porque nos pa- garon algo al salir de allá. Visitamos Nueva York, 10 días que hicieron olvidar mi dinero, pero ya volvía, y como volvía, sabía que tendría un subsidio, el presi- dente lo había prometido.” Anais y Otoniel se toman de las manos, sus ojos se encuentran: “Una vez me preguntaron que si había matado a alguien, yo digo que no. Yo sólo cogía la metralleta que me habían dado y disparaba para todo lado, si caían por allá, yo no tenía nada que ver. Los mataba la guerra, no yo”. Las trincheras de los dos bandos eran separadas por la tierra de nadie, la línea más notoria en todo el te- rritorio coreano, una línea invisible, en la cual se per- cibía un interminable desplome de sombras, acompa- ñado de un armónico sonido en seco. Se escuchaban aturdidores chillidos que ahora provenían del suelo, interminables velos de arena blanca que cada tanto se apreciaba manchados de rojo. Lugar de guerra, de permanentes caídos. Sitio en el cual prestaban su ma- yor servicio, las patrullas. La diestra de Luis se mueve en el aire; su zurda se mantiene en la mesa; sus ojos se fijan en la pared. “La suerte, la suerte está en ésta”. Señala con su índice de- recho su sien: “En las trincheras nos dividíamos para observar. Una noche le tocó a Víctor Obregón, ¿quién más que él para alegrar una noche?, cantaba y bailaba como sólo alguien de Tumaco lo sabe hacer; observa- ba a los enemigos, un sonido sordo se expande, ahora se ve una polvareda blanca, un último gemido, ya no está la polvareda, una laguna de sangre, a lo lejos el casco, diminutas partes entre blancas y rojizas se ex- panden por lo que era el lugar de observación. No volvimos a escuchar al Negro”. Con heroísmo suicida se batieron los colombianos, esto se podía leer en la prensa de nuestro país al fina- lizar semana santa. Ya en los campamentos no esta- ban presentes las canciones colombianas; el silencio primaba entre los soldados. Las pertenencias solo es- peraban para ser entregadas. No se creía que alguno de ellos volvería a presenciar un viernes santo. Los soldados que no partían, se despedían con pañuelos y el grito de ¡Viva Colombia! “Uno de mis combates duró 24 horas” Recuerda Luis. “La campaña C tenía que relevar la campaña B. Era de día, el camino des- tapado, el coronel dio la orden, nosotros seguimos. Los chinos nos vieron, los silbidos no se hicieron es- perar. Posición de ataque. Yo disparaba. El municio- nador volteó su cabeza, un ruido a nuestras espaldas. Más chinos, él caminó un poco, lo llamé, la artillería explotó. Mi metralleta ya no tenía más balas, yo ya no tenía municionador. Uno de los primeros del día. Las balas caían a nuestros pies, el sonido nos aturdía. Corríamos, ahora éramos tres. Maldonado adelante, la vio, Tamayo atrás, la escuchó, yo en el medio. Me tiré. Las esquirlas de la artillería no dejaron ver más a Maldonado, ni escuchar a Tamayo. De nuevo, solo. Tenía que acercarme a otros colombianos. Estábamos débiles, nuestros pies chocaban con los cuerpos de nuestros compañeros sin vida, solo podíamos verlos, no por mucho. Los heridos tenían que resguardarse por su cuenta y nosotros solo teníamos que luchar, combatir contra los chinos. El sol se quería asomar, las municiones se extinguían. Los chinos se acerca- ban, éramos todos uno. Veíamos a los ojos a nuestros enemigos, ellos reconocían nuestros rostros. Las pie- dras que acompañan los caminos fueron nuestro úni- co recurso. El sol ya se dejaba ver. De los chinos, no se sabía cuántos había. El ejército americano llegó, no había nada que hacer. Nos tomamos el Cerro 180. Tuvimos una razón para celebrar ese 10 de marzo”. Luis cuenta cómo todas las promesas hechas, se aca- baron con la guerra: “Mi pensamiento más recurren- te. No volveré a Colombia, toda mi vida quedaría en Corea. Nos llamaron cobardes por no querer alzar la mano, nos prometieron cielo y tierra por arriesgar nuestras vidas. Allá nada de eso valía. En cambio, cuando regresamos, tampoco”. La guerra había aca- bado, para ellos llegó el final. El menos posible, el más esperado. “Una guerra ahora, no sería guerra, no como antes, duraría un día, se hunde un botón y en pocas horas lo que se conocía y se tenía pensado de mundo, deja de existir.”
  • 39. 40 Luis habla con mayor seguridad: “De nuevo en Inchoen, me podía despedir, otra vez mis ojos encontraron el AikenVictory, mis deseos de estar de nuevo en él eran irreconocibles. La ilusión de volver a casa, de saber que volvería. Risas, esperanza y emoción acompañaban nuestros rostros, la fatiga que producía el barco ya no se sentía. Éramos acompañados por el sentimiento de tranquilidad que hace más de un año nos había abandonado. Una sonrisa más grande que nuestros cuerpos fue nuestra única arma al pisar de nuevo tierra colombiana. Volvimos a nuestra patria. Al estar en Bogotá un coronel nos recibió, íbamos en traje de paño, nos veía a todos de pies a cabeza, su mirada se detuvo un instante y su boca se abrió: ‘Muchas gracias, han dejado en alto el nombre de Colombia’. Se fue. Otro llegó, nos dio 100 pesos. Ce- rraron la puerta”. Olivia, su esposa, recuerda: “Recién nos casamos yo tenía que estar muy cerca de él para poder agarrarlo. A la madrugada se tiraba de la cama, decía que escuchaba un silbido, era la artillería, tenía que esquivarla. Tenía que volver a su casa. Varios años después él seguía en la guerra”. El presidente de la Republica de Colombia en 1950, Laureano Gómez, envió a los soldados colombianos a la guerra de Corea, fue él quien creó el batallón de infantería, del mismo modo como creó las falsas promesas. Luis y Otoniel, 63 años después recuerdan estas promesas:“¿Quién se quiere ir?, les conviene, cuando lleguen van a quedar bien acomodados, con pensiones, subsidios, casas. No lo piensen más, no sean cobardes, les va a servir”. Eso decían los coro- neles, si se repite ahora suena como una de esas tantas propagandas que terminan siendo una nota más en el noticiero. Finalmente, lo fue. Según ellos, todavía lo es. “Después de mucho tiempo, con Anais, fuimos a la Casa del Soldado en Bogotá, costeamos todo, nos dijeron que allá daban los subsidios, que era una casa hermo- sa. Llegamos y la casa asomaba paredes agrietadas, ventanas y puertas oxidadas. La única respuesta fue: ‘¿Subsidios?, ¿no nos ve?, los subsidios deberían ser para nosotros’. Insistimos de nuevo en Cali, las reuniones fueron constantes, una vez no dieron $40.000 por una remesa. Nunca más volvimos”. En 1998 el presidente Andrés Pastrana retoma el caso, reorganiza el documento y ahora sólo tiene que firmar y los subsidios serán entregados. Ya todo estaba listo, sólo faltaba firmar. Pasaron 4 años y nadie firmó. Ahora el presidente era Álvaro Uribe, él también podía firmar, él dijo que lo haría. El documento tenía que ser modificado. Lo dejo en manos del Ministro de defensa, Juan Manuel Santos, él modificó el documento: “Dos salarios mínimos mensuales serán entregados a los excombatientes de la guerra de Corea, siempre y cuando sean habitantes de la calle”. “¿Yahora qué tenemos?, nuestra única esperanza puesta en quien nos clavó el mico”. ‘Muchas gracias, han dejado en alto el nombre de Colombia’. Se fue. Otro llegó, nos dio 100 pesos. Cerraron la puerta “ ”
  • 41. 42 fermosa ¿Quién púdoselo negar? Heme enterado de don- cellas que son partidos para mi persona, y fuesen ele- vedas como reinas sin tierra, por hombres más necios que mi señor. La locura con que señalan nos, siempre es emitida desde la locura de quien juzga. Loco es mi señor y loco soy por seguirlo, pero loco tam- bién el que lee y loco, más que otro, el que vive y nombra lo que usa. Por cuanto sé, mi señor Quijote era caballero porque así nombróse y así llegó a mi saber. Tan valeroso como Amadís y su jamelgo, aún más inclu- so de lo que aflojaba la fuerza de su brazo. El Hidalgo que falteaba en los caminos, que ahora fueron siendo de los bandidos, tan hambrientos como rápidos con la bolsa, para que los campesinos subieran la cabeza, caída en joroba y dejáranse de ver como amasijos. Yo escribo porque en su actual condi- ción no puede y, muy a pesar mío, la tierra no dice palabra. Hablo por él o escribo o cosecho destas letras que serán palabras, porque la ale- EL CABALLERO DE LA TRISTE FIGURA ursádome he en esto de la escritura y la lectura, no más inmerso en aventuras que desventuras, oblígome a escribirle una despedida para agregar una pequeña cosa a nuesas historias recogi- das por el viejo moro berenjena. Muchos años llenan el espacio entre mi complicado gobierno, vuesa muerte y las aventuras que, sin duda alguna, fueron más vida que la vivida antes y la que devino después. Muchos años que no tuvieron debidas gracias cuando aún, entre desvaríos de muerte, po- día escuchar y atender, loco o no, aquello que quise decir. Debo de- cir que esto de la labor escrita no resulta fácil, pero como abundo de tiempo de senectud y mi caba- llero lo ganó en firme lid, continúo. El gran hidalgo don Quijote, de la tierra de la Mancha, no era ningún loco. Fueron gigantes los molinos que agrediéronos y per- dimos por justa razón; princesas las campe- sinas que cruzáramos y yelmos los que necios presumieron de bacías. La dama Dulcinea es la mujer más Por: Daniel Ríos Rengifo Estudiante de Lic. en Literatura de la Universidad del Valle Ilustrado por: Ana María Jimenéz Ríos FICCIÓN C
  • 42. 43 gría que le brinda nuestra historia a todos sus conocedores no puede quedarse en vana burla. Mi caballero y su escu- dero fuimos los últimos personajes que se disfrazaron de historia para el goce de todas las provincias de España. Las aventuras del señor hidalgo son una historia de moros para todos. Debo decir que nunca se necesitó más despedida que su his- toria, pero cuan más dejo el tiempo partir, más siento el va- cío de haber vuelto a ser un labrador común. Don Quijote, un hombre salido de los libros y el polvo, que sufrió cada uno de los golpes que recibióse, no estaba hecho de papel como sus enseñadores: sangre y no tinta derramó. Caballero convencido – y convencedor – de su verdad que cada noche, en las páginas que no se pusieron en ningún libro de nuesa historia, se sentó a mirar la tierra, adolorido silenciosamen- te, dejando el dolor pastar junto a las horas. Un hombre de rostro arrugado y muchos bultos ajenos en la espalda que cargó sólo mientras agitaba la espada por los demás. Fue, al fin y al cabo, caballero a la luz de la historia y hombre bajo la oscura noche que todo lo esconde. Don Quijote de la Mancha legó a sus lectores su historia y la hilaridad que le produce. A mí dejóme el dolor de perderle. Quiero partir esta tristeza y esperar que todos sus lectores guarden un tro- zo para antes de dormirse. Dejo la pluma, la tinta y el papel para los escribanos y los que su labor necesitase alas o manchas. Despídome de mi señor caballero y espero, con no poca esperanza, que mi ca- ballero, el de la triste figura, ahora cabalgue por las páginas derramando tinta sin preocuparse por bajar la cabeza.
  • 43. 44 ENSAYO Toponimias, topos y tópicos urbanos: Por: Gonzalo Muñoz Sandoval Estudiante de Lic. en Literatura de la Universidad del Valle contecer la ciudad como un hecho que trasciende lo urbano y se acerca a lo poético nos pue- de conducir, si estamos atentos, al intrincado sendero de vocablos que denominan sus entrañas. Cada res- quicio de sus incontables esquinas convoca un sentimiento diferente, una identidad propia que se construye en el ima- ginario popular y cambia según la hora y el día de la semana o del mes. Reconocer los lugares para poder volver a ellos, es un ejer- cicio inconsciente que el habi- tante consuetudinario hace sin mirar, del mismo modo que repi- te sus nombres sin emoción. Por el contrario, para el recién llegado, el nombre de cada sitio cobra una dimensión épica: solo con ellos podrá regresar. Y repetir la ciudad es la mejor ―y quizás la única― forma de vivirla. Las ciudades están poética e inevitablemente atra- vesadas de palabras que dan nombre a cada uno de sus rincones. Toponimias obtenidas de los más disí- “La ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, surcado a su vez cada segmento por raspaduras, mues- cas, incisiones, cañonazos”. Ítalo Calvino Los Nombres de las Entrañas de la Ciudad miles orígenes denominan cada intersticio de la congregación de inmuebles, vías, plazas, espacios, recintos y rincones que, en suma, conforman la estructura física de la urbe. En esa complicada ur- dimbre de incontables recorridos entre mi- les de posibilidades estáticas, la ciudad está tan minuciosamente nombrada ―en un alarde de creatividad po- pular que maravilla al foráneo de observación aguda―, que nin- gún punto, de los millones que la constituyen, puede repetirse. Esas voces que denominan cada uno de los recodos de la ciudad, no sólo hacen parte de la riqueza cultural y tradicional de cada lugar, son además indispensables para el acontecer urbano, desde la acción ofi- cial como de la socio-humana. En Colombia se llama Barrio a la menor juris- dicción en la que se subdivide una localidad. A lo mismo se le conoce como Colonia en México y Reparto en Cuba, por no ir más lejos en el vario- A Ilustrado por: Angélica Ramírez
  • 44. 45 Somos parte de nuestro barrio, sin duda,nuestromicro espacio personal en el ancho y anónimo entorno de la urbe pinto español de Latinoamérica. Tal sub- división, aparte de tener reconocimiento oficial con un topónimo único, goza de un valor intangible para sus habitantes; una unión ligada al afecto, a lo abstrac- to de las emociones. El barrio es el único ámbito urbano que deja de ser, como dice Marc Augé, un “no lugar, un espacio del anonimato” (Augé, 1993). Del inmenso tejido de vías e inmuebles que componen la ciudad física ―en donde no somos más que individuos anónimos―, el barrio nos da identidad. Comprendemos entonces que la manera de llamarlo cobra una fuer- za inusitada por el vínculo que establece con el hombre, más que por su nombre mismo. Somos parte de nuestro barrio, sin duda, nuestro micro espacio personal en el ancho y anónimo entorno de la urbe. Somos habitantes de la metrópoli pero mucho más de nuestro barrio: nuestro vecindario es nuestra vida familiar. Allí donde está nuestra casa y nuestros hijos están también nuestros ve- cinos, conformando esa parte de mundo que sentimos “más” propia que el resto de la ciudad. El parque cercano es más nuestro que los demás tanto como las grandes avenidas lo son menos que la pequeña calle de nuestra casa. Sin embar- go, habituados a él, solemos ignorar la fuerza toponímica de nuestro barrio del mismo modo que el lugareño del litoral desconoce la imponencia del océano. Sin nosotros las ciudades no serían más que un cúmu- lo de piedras apiñadas entre el cemento. La vida urbana, y su elaborado tejido social, no es el resultado de la estructura urbanística ni de las decisiones gubernamentales. Las perso- nas habitamos la urbe al recorrerla, al actuarla y acontecerla, construyendo todo un escenario antropológico que nos define como sociedad posmoderna. El urbanita común suele llegar a su destino a través de la misma red de vías diseñadas para el gran flujo de tráfico automotor o los corredores del transporte colectivo. Excepto cuando algún evento extraordinario inte- rrumpe el paso por la vía, poco nos interesamos en conocer esa ciudad que no sentimos nos pertenece, ignorando, ―¿de- bido a nuestra precaria visión?― el sugerente mundo urbano que bulle más allá de las vías principales. De acuerdo con cada viandante, como diría el antropólogo urbano Manuel Delgado, la ciudad exhibe un rostro distinto para cada observador (Delgado, 1999). Así, ella no será leída ” “