El documento habla sobre el problema del hambre en el mundo y cómo las lecturas bíblicas muestran la voluntad de Dios de que todos tengan suficiente comida. Sin embargo, actualmente mucha gente pasa hambre a pesar de que el planeta puede alimentar a más personas. El problema es la mala distribución de los recursos y las desigualdades entre ricos y pobres. Para corregir esto, según San Pablo, se necesita sentir la unidad entre todos los seres humanos y vernos como hermanos, sin importar las diferencias.
1. El secreto es la unidad
17º domingo ordinario – ciclo B
Las lecturas de este domingo nos remiten a un viejo problema que azota la
humanidad: el hambre. El profeta Eliseo multiplica unos panes de cebada que le
regalan y con ellos alimenta a la gente. Jesús, en el campo, pide a sus discípulos
que den de comer a la multitud que le sigue. De cinco panes, comen cinco mil
personas, tras una multiplicación milagrosa.
¿Qué enseñanza podemos extraer de estas lecturas, más allá del milagro o el
prodigio?
El hambre y la pobreza son realidades molestas que nos recuerdan
continuamente que el ser humano tiene necesidades, y que no siempre quedan
cubiertas. En muchos, el miedo a la escasez es un poderoso motivador a la hora
de trabajar, ahorrar y tomar decisiones. Cuántos de nosotros, aunque no
hayamos pasado hambre acuciante, actuamos con este criterio. Nos asusta no
tener, no poder comer, no disponer de lo suficiente… porque la carencia significa
pena, dolor y, en último extremo, muerte.
Los milagros de la multiplicación de los panes muestran una cosa muy clara: la
voluntad de Dios no es que el hombre pase hambre, jamás. Dios quiere que
tengamos todo cuanto necesitamos, y que incluso nos sobre un poco. La
providencia nunca es tacaña ni corta de miras, sino espléndida.
Ahora bien, en el mundo real, ¿es esto posible? ¿Es posible que nuestro planeta
pueda alimentar a los siete millones de habitantes que vivimos sobre la tierra?
¿Hay suficiente para todos?
No faltan expertos que dicen que en el mundo somos demasiados y que el
crecimiento demográfico hace mucho tiempo que se hizo insostenible. La
conclusión es tremenda. Si en el mundo sobramos personas… ¿qué hacer? ¿De
qué manera se eliminan a los sobrantes? ¿Cómo obtener recursos para alimentar
a los que ya estamos? Por otra parte, tampoco faltan expertos que nos dicen: Sí,
nuestro planeta tiene una enorme capacidad y, hoy, está produciendo comida
para alimentar no a siete, sino a diez mil millones de personas. Hay suficiente
para todos. Pero entonces, ¿qué pasa? ¿Por qué cada año mueren setecientos
millones de personas de hambre, mientras que mil millones mueren enfermas
de sobrealimentación?
El problema también está claro desde hace mucho tiempo: no se reparten bien
los recursos. La riqueza está mal distribuida, hay enormes desequilibrios entre
unas zonas y otras, entre unos grupos humanos y otros. No es aceptable que el
2. ochenta por cien de la riqueza mundial esté en manos del diez por cien de los
habitantes. ¿Cómo se pueden corregir estas desigualdades? Los organismos
internacionales y las leyes han demostrado ser ineficientes. Son buenos para
diagnosticar, pero muy poco eficaces a la hora de curar esta lacra. ¿Qué nos
falta?
San Pablo, en su breve fragmento de hoy, nos da una clave. El mundo está mal
organizado porque falta unidad. No nos sentimos hermanos unos de otros y
acabamos peleando por lo que consideramos que «es nuestro». No sentimos que
el hambre de un africano es mi hambre; que la necesidad que mueve a un
emigrante es mi necesidad; que la pobreza de mi vecino es mi pobreza, aunque
yo no tenga la culpa; que el dolor del refugiado es mi dolor. El otro, por diferente,
extraño u hostil que me parezca, es otro hijo de Dios. Es mi hermano. El corazón
de Jesús se conmovía al ver a las gentes perdidas, hambrientas y desorientadas.
¿No se conmueve nuestro corazón al ver las masas de pobres, desplazados o
migrantes? A veces parece que es al revés: nos molesta ver tanta miseria,
despotricamos de los gobiernos porque no controlan la situación y rechazamos
al pobre que viene, mostrando nuestro corazón más duro e inflexible.
Necesitamos, como dice san Pablo, sentir esa unidad. Necesitaos abrirnos al
Espíritu de Dios, que es espíritu tierno, de amor, de paz. Necesitamos latir como
un solo corazón. Especialmente si nos llamamos cristianos, hemos de sentirnos
hermanos de todo hombre y mujer, sea o no creyente, comparta o no nuestras
ideas o cultura. Porque cristiano, finalmente, quiere decir amado de Dios. ¿No lo
somos todos? Y católico quiere decir universal, ¿nos lo creemos de verdad?
Dios Padre, dice Pablo, «lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo».
Todo el mundo está acogido en el seno inmenso y amoroso de Dios. Por eso,
cualquier injusticia, cualquier discriminación o carencia que alguien sufra en el
mundo, es una herida en el corazón de Dios. Él nos ha hecho libres y se deja
herir… ¡no lo hagamos sufrir! El secreto para que los panes se multipliquen y haya
suficiente para todos es este: el secreto es la unidad.