cortes de luz abril 2024 en la provincia de tungurahua
20 domingo ordinario c
1. PRENDER FUEGO EN EL MUNDO
20º DOMINGO TIEMPO ORDINARIO – C
¡Las lecturas de hoy son tremendas! Las tres nos sitúan ante el
conflicto, la persecución, incluso la muerte. Nos acercan a los cristianos
que, ahora mismo, sufren y mueren violentamente en tantos países.
¿Cómo explicar estas realidades atroces? ¿Qué respuesta nos da Jesús?
Vivir por la fe no es cómodo. Es más, intentar vivir según la voluntad
de Dios en este mundo es complicarnos la vida. Nos va a traer
problemas de fijo. A Jeremías, por anunciar la Palabra, lo echaron a un
pozo. San Pablo anima a los cristianos de su tiempo porque sabe que
están teniendo dificultades, y aún y así, les dice: «todavía no habéis
llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado». Jesús prevé su
muerte violenta, la llama «bautismo», sabe lo que le espera por su
coherencia y su fidelidad al Padre. Y estremecen sus palabras: «He
venido a prender fuego en el mundo ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!» y
«No he venido a traer paz, sino división». ¿Cómo entender esto?
No se puede sacar una frase de Jesús del contexto de todo el
evangelio. Sólo así comprenderemos que un hombre pacífico, amigo de
los pobres, las mujeres y los niños, un hombre compasivo, que se deja
apresar e impide a los suyos que utilicen las armas, no puede referirse
a la guerra como parte de su misión. No es este el mensaje ni debe
utilizarse este discurso para justificar ningún tipo de violencia a la hora
de propagar o defender la fe.
¿De qué fuego habla Jesús? Del fuego del Espíritu, el amor puro que
transforma los corazones y cambia a las personas por dentro. ¡Ojalá el
mundo ardiera de amor, y no de guerra! Sería, entonces, el reino de
Dios en la tierra. ¿Y la división? ¿Acaso dividir y enfrentar a unos con
otros no es propio del diablo? La división de la que habla Jesús no es
voluntad de Dios, pero sí es una consecuencia de la rebeldía de todos
aquellos que no la aceptan. El seguimiento a Jesús acarrea conflictos
porque en ese camino no valen las medias tintas. Por eso una vocación
respondida puede enfrentar a familias, amigos e incluso parejas. El amor
de Dios pide corazones indivisos y, cuando se opta por él —que es una
forma de optar por el amor incondicional a los demás— no hay
egoísmos ni compromisos humanos que valgan.
Leyendo a Jeremías, a Pablo, a Lucas, uno puede caer en la tentación
de pensar: ya que ser bueno y auténtico siempre nos va a llevar a la
cruz, ¿vale la pena seguir a Jesús? ¿No es una tragedia que los buenos
siempre acaben mal? ¿No será mejor una adhesión moderada, una vida
de fe a medio gas, sin comprometerse del todo para evitar riesgos?
¿No será más razonable evitar los peligros de una entrega radical?
2. ¡Ah, la moderación! Es la tibieza que mata más que el odio y adormece
como un suave opio complaciente. ¡Por la moderación se pierden tantas
personas! Siendo moderados somos como Pilatos, que no queremos
condenar, pero tampoco nos atrevemos a ser justos. O como el rey
Sedecías, que condena a Jeremías incitado por sus ministros y luego
permite que otros lo liberen: ¡un títere sin carácter! No queremos seguir
la corriente del mundo, pero nos asusta seguir la de Dios. Y acabamos,
sin querer, causando más daño del que pretendíamos. Lo peor de todo
es que dejamos que nuestra alma se adormezca y se congele, y esto
nos hace incapaces de arder. Es decir, incapaces de amar de verdad.
Y donde no hay amor… ¿qué ocupará su lugar, sino el egoísmo, el odio
y el aburrimiento? Allí donde los corazones se congelan hay pista libre
para que todos los predadores del alma se ceben en las personas. Así
encontramos sociedades enteras dormidas, manipuladas, complacientes
y sumisas. De tanto en tanto un susto nos despierta, nos horroriza ver
el mal que se desata en el mundo, hacemos un poco de aspavientos y
algún gesto de duelo, pero de inmediato queremos volver a dormir,
queremos volver a distraernos con mil tonterías porque es incómodo
estar despierto, ver que hay tanto por hacer y no hacemos nada.
A los cristianos que no hemos llegado al martirio san Pablo nos alerta.
Tenéis un maratón que correr. ¡No perdáis de vista la meta! Con los
ojos fijos en ella ganaréis la fuerza necesaria. Venimos del amor de
Dios, corremos hacia su amor. No, la meta del hombre bueno no es la
muerte trágica. El fin de los buenos no es el absurdo. Cristo es el
modelo: el hombre nuevo, resucitado, el que se entrega y al que Dios
regala una vida eterna. Esta es nuestra meta. ¿Cuesta? ¿Encontramos
oposición, incomprensión, dificultades? «No os canséis ni perdáis el
ánimo». Porque todavía no hemos llegado a la sangre. Y no lo
olvidemos. Jesús corrió este camino solo, y solo se enfrentó a la
muerte. Nosotros no estamos solos, nunca. Él es nuestro compañero. Él
carga la cruz más grande. Él nos da alimento para el camino. Su pan
nos fortalece y nos sostiene.
Jesús tan sólo nos pide que confiemos en él y le sigamos. Que
tomemos nuestra pequeñita cruz. Y que no nos apaguemos. Para entrar
en el reino necesitamos arder. Como escribió José Luis Martín Descalzo,
a Dios le gustan los ardientes.