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UN PROFESOR COMANCHE
Edilberto Guevara Pérez
Universidad de Carabobo
Valencia / Venezuela
Diciembre de 1998
ISBN: 980 - 328 - 647 - 1
Depósito Legal: LF04119998001820
INDICE
Prólogo
Presenatación
Dedicatoria
1. El Fantasma de la Casa Vieja
2. La Conquista
3. Los Arrieros de la Granja
4. Los 25 Jinetes del 54
5. En Busca de la Civilización
6. Cabalgando sobre el Lomo de la Civilización
7. Todos Vuelven
8. El Asalto a la Ciudad Prometida
9. No hay Retorno
10. Un Granjino en el Club de la Vaca Lechera
11. Un Profesor Comanche
12. Comanche Cabalgando el Corcel Teutón
13. Un Destierro Involuntario
14. Un País para Querer
15. Esplendor y Ocaso de la Granja
PROLOGO
Una docena de años atrás, cuando mi hijo, Jorge, hizo su aparición en este mundo, tomé la determinación de
escribir algo que lo pudiera divertir cuando aprendiera a leer. Para seleccionar el tema navegué por los diferentes
tipos de material que se orientan a los niños en sus varias etapas de desarrollo infantil y llegué a la conclusión de
que, además de existir mucho material de mejor calidad que la que yo podría lograr, no deseaba ofrecerle lo que
sólo hojearía en alguna de esas fases. Deseaba que mis escritos, por muy imperfectos que llegaran a ser, le
acompañaran por más tiempo. Nada podría estar más cerca de ese deseo que una narración compuesta de episodios
que transcurren a lo largo de una porción del zigzageante camino que he ido haciendo al andar; ahora, al volver la
vista atrás, encuentro que, adornados de un toque de imaginación y un poco de creatividad, constituyen fiel reflejo
de hechos que realmente sucedieron y que han podido o pueden suceder, aunque los personajes sean ficticios.
Estoy convencido de que mis narraciones no se limitan a sucesos acaecidos en el rincón de tierra donde se
desarrollan; probablemente hayan ocurrido u ocurran situaciones similares en todos los países latinoamericanos y en
otros de lenguas extrañas que aún caminan hacia el desarrollo; estoy seguro de que todavía se repiten a lo largo y
ancho de la geografía del Perú. Por eso, después de rasguear las líneas de la primera narración mi espíritu se niega a
seguir adelante sin matizar lo que viene atrás con un tinte de protesta que emerge en lontananza como un iceberg
sobre la llanura de mis recuerdos y añoranzas y se eleva como una voz altiva que dice basta!
Los relatos transcurren en un tiempo de apertura mental de las élites latinoamericanas que permitieron la
democratización de la educación y el acceso de las mayorías a los centros de formación. Ahora que en nombre del
liberalismo económico las mismas élites dan paso atrás, y pretenden desarticular la torre de cristal que se ha
constituido en las cuatro o cinco décadas pasadas, es oportuno leer las historias que se cuentan porque aún arrojan
un aroma de frescura, por no decir que están remedando el futuro.
Mi formación técnica de ingeniero ha moldeado el hemisferio izquierdo de mi cerebro creándome serias barreras
para producir algo que se pareciera a literatura. A pesar de que durante el tiempo transcurrido he revisado los
manuscritos una y otra vez, estoy seguro de que he fallado en mi intento de lograr que el hemisferio derecho entre en
actividad plena. Ahora que mi hijo ya puede entender lo que he escrito, y debido a que dentro de su estilo, las
narraciones muestran situaciones que llaman a reflexión por que aún pueden estar sucediendo o van a suceder en
algún lugar, y por que la voluntad indoblegable y el esfuerzo sostenido del personaje central son dignos de emular,
he decidido colocar un punto final a las revisiones y someter el escrito al juicio crítico del lector.
El autor
PRESENTACIÓN
Presentar este libro de Edilberto Guevara, constituye para mí una experiencia doblemente grata. Por un lado, porque
el autor es ingeniero agrícola de la especialidad de Hidráulica de la Universidad Nacional Agraria La Molina (Perú)
compartiendo conmigo esa vocación ingenieril, siendo, además, compañero de docencia en la Escuela de Ingeniería
Civil de la Universidad de Carabobo y, por otro lado, porque compartiendo conmigo también la vocación literaria,
me ha ofrecido la posibilidad de entrar en ese fascinante mundo de la latinoamericanidad cuya riqueza vital
desborda, con creces, los criterios de la imaginación para ubicarse en el ámbito de lo real maravilloso.
Este libro, ubicado desde ya en el linaje de la producción literaria de alto contenido telúrico social, considerado por
el autor inicialmente como un conjunto de relatos testimoniales, constituye, a mi modo de ver, un corpus
novelístico, por cuanto en él se conservan los hilos existenciales del personaje central y de los personajes
secundarios, en cuyo desenvolvimiento se circunscribe un universo, un largo periplo que viene a cerrarse en el
espacio, en el tiempo y en la dimensión de lo existenciario. Es así como EL PROFESOR COMANCHE viene a ser,
en términos vivenciales, una vasta experiencia, la mítica trashumancia del hombre anónimo de nuestros pueblos
vírgenes y agrestes, que aún en el oteo de su estirpe aborigen vislumbra un promisorio universo.
Escribo estas líneas un tanto al desgaire, con la misma premura con la que Edilberto Guevara ha querido publicar la
obra, premura contenida quiero decir, por lo que me ha dicho en el sentido de querer darla a la luz sin las
exhaustivas e interminables revisiones. Esto es en general lo que percibimos de este luminoso contexto narrativo, de
este riquísimo documento en su versión original y cruda, porque en lo particular, en lo formal, en lo que es
minuciosa literatura, aún cabe esperar. Celebremos, pues, por el gran aliento de este libro, innegable acervo de esa
copiosa latinoamericanidad que aún espera por sus escritores. Celebremos, con generosidad y entusiasmo, por su
clara aventura y por su destino inexpresable.
Enrique Mujica.
DEDICATORIA
El protagonista de las historias que aquí se narran dedica esta obra, con palabras prestadas de L.J. Pantín y de A.
Valdelomar, a las madres campesinas del mundo, y en especial al testigo presencial de su existencia, de sus andares,
del esplendor y del ocaso de La Granja: Con amor para Juana su progenitora:
De ojos opacos, de mirada triste. Sus cabellos al aire, sus senos idos; sin línea de mujer;
de vientre grande. Sus piernas cansadas sobre pies abiertos, a la tierra asidos.
Su vestido caía sin color, cubriendo su cuerpo marcado de esfuerzos
amaneciste aquel año de turno, con migo en tu vientre, un poco debajo de tu corazón.
Yo lo sentía y de allí manaban tus largas esperas, tus ratos de amor.
Sabía que era tuyo, y en el lecho obligado donde caías dormida un palpitar de ternura a veces sentía. Allí pasé
nueve lunas y me fui marcando con tu pensamiento;
y medí confiado cómo defendías mi pequeñez, de lo que sufrías.
Me alumbraste de pie a la orilla del río; y nací pequeño en manos de una partera
bonito y niño como tú un día también naciste. Crecí muy libre y bebí rapaz de tus senos idos, que en aquel entonces
volvieron un poco para darme vida, para irse más.
Pegado a tu regazo me mantuviste un tiempo, mientras aprendía en tus ojos
a ver el filón de amor que de ti manaba y que yo bebía como cosa mía.
Pronto me destetaste para dar el turno a los que atrás venían;
temeroso me fui alejando de ti sin decirte nada; me quedé en vilo sin tu amor conmigo,
aquel que tú seguías repartiendo con la misma intensidad que a mi me diste;
mientras tus senos se seguían yendo.
Y así deslicé mi infancia, serena, triste y sola; en La Granja,
una aldea lejana enclavaba en la cordillera
en el manso rumor con que, del viento, muere una ola
y el doloroso tañer de una vieja campana
Dábame el río la nota de su melancolía; el cielo azul, la serena quietud de su belleza.
Tus besos, una dulce alegría; la caída del sol, una leve tristeza.
En las frías mañanas de invierno, al despertar sentía
el cantar de los ruiseñores como una melodía
El sonido ronco del (río) Paltic bramador
y lo que él mediera aún en mi alma persiste.
Tú siempre fuiste callada; mi padre fue triste
la alegría nadie me la supo enseñar
Y hoy desde mi voluntario exilio en estas tierras lejanas
donde aún sigo cantando triste,
Cómo te recuerdo!.
Qué mujer tan linda!.
CÉSAR,
1. EL FANTASMA DE LA CASA VIEJA
Melecio, el mayor de 13 hermanos habidos en la unión de Don Juan y Doña Nazaria, se había mantenido soltero
por un tiempo más dilatado del usual en la Comarca de "La Granja". Su soltería no tenía nada que ver con el deseo
de mantener su libertad, sino más bien se debía a la responsabilidad que se había echado en hombros del cuidado de
los 12 vástagos restantes del viejo Juan; pues éste, aún se dedicaba a hacer gala de su nombre, aprovechando la
ascendencia entre las féminas de haber sido soldado revolucionario que luchó junto a los montoneros de Benel en un
intento frustrado de derrocar al Gobierno del último quinquenio del siglo pasado, descuidando un poco sus
obligaciones de padre de familia.
Melecio, compensando un tanto el irresponsable comportamiento de su padre, y debido a la abnegada tarea de
Doña Nazaria, su madre, de hacerlo hombre antes de tiempo, tuvo una infancia muy corta, pronto se convirtió en un
maduro muchacho de recia personalidad y de una capacidad sorprendente para el raciocinio, por lo que su padre
fácilmente le había delegado a temprana edad la mayoría de sus funciones y responsabilidades. Esto por supuesto le
iba granjeando el respeto y admiración, no sólo de sus contemporáneos en la Comarca, sino también de los de mayor
edad, a tal punto que, en las tertulias vespertinas, al finalizar las labores cotidianas, siempre salía a relucir lo
fundamentoso que era el muchacho y el solapado deseo de aquellos con hijas en edad casadera de integrarlo a sus
respectivas familias.
A pesar del acecho directo de las muchachas de la Comarca y de las insinuaciones de sus progenitores, Melecio
se había convertido en un hueso muy duro de roer, pues por sobre todo, se aferraba a la promesa que había hecho a
su padre, cuando aún era niño, de formarse una buena posición económica antes de contraer matrimonio, para que
sus hijos no corrieran la misma suerte de él y sus hermanos.
Con el pasar del tiempo, Melecio y sus siete (7) hermanos, cada quien a su propio ritmo, concluyeron su segundo
grado en la Escuela Fiscal de La Granja, máximo nivel académico que se podía alcanzar en dicha escuela. Sólo uno
de los menores, Zenón, continuó con el resto de los estudios de primaria en Querocotillo, habiendo incluso cursado
el sexto grado por correspondencia en las Escuelas Argentinas. Al mismo tiempo ayudado por su buen tacto de
comerciante, a juicio de los granjinos, había adquirido una respetable base económica mediante la agricultura, el
engorde de cerdos y el comercio de granos y ganado vacuno.
Para Melecio, convertido ya en un treintón maduro, había llegado el momento de hacerse a la caza, mejor dicho
de dejarse cazar por aquella que deberà convertirse en la progenitora de su descendencia. El problema no era pues,
encontrar consorte, sino saber escoger entre el ramillete que estaba ala vista, aquella rosa que pudiera cumplir a
cabalidad el papel maternal para la prole. El era conocido también en las comarcas vecinas, por lo que la elección
se tornaba aún más difícil. Sin embargo, doña Nazaria le había puesto el ojo a Juanita, una bella muchacha de sólo
16 años, la mayor de las siete (7) hijas de don Anastasio y doña Florinda.
- Hijo, le decía doña Nazaria... -cásate con Juanita, es bella y muy comedida, con apenas 16 años, sabe ya
cocinar, bordar y tejer y es una de las pocas de por aquí que ha llegado hasta el primer grado. Estoy segura de que
ella será una buena compañera y una buena madre; ya he hablado con doña Florinda y tanto ella como don Anastasio
sólo esperan que tu papá va a pedirles la mano de la muchacha…
Melecio replica... -Es verdad mamá, en eso he estado pensando estos últimos tiempos y por más que le doy
vueltas en la cabeza, siempre llego a lo mismo, a la china Juana; hablaré con papá para que haga los arreglos de rigor
y así fijar la fecha del casamiento; pero eso sí, tiene que ser después de terminar la casa...
Un viernes por la tarde, don Juan, junto con dos notables ancianos de la Comarca, don Angel y don Eulogio,
ensillaron sus caballos y cargando un par de botellas de aguardienteen sus alforjas, se hicieron camino hacia
Quebrada Honda, donde vivía don Anastasio. Entre trago y trago, el viejo Anastasio, sin el menor disimulo de su
alegría por salir con éxito de su primera mercancía, no sólo cedió la mano de su hija, sino que ofreció siete (7)
yuntas de bueyes y 14 jornaleros para cargar la madera desde la montaña, que serviría para construir la casa de su
futuro yerno. La hora de las competencias había llegado y los notables que apadrinaban a Melecio, un poco pasados
de alcohol, no podían quedarse a menos y también ofrecieron siete (7) yuntas cada uno. Con el material que el
hacendoso Melecio, algunas veces ayudado por su padre, había ido acumulando y las 21 yuntas prometidas para el
acarreo de la madera, la casa era un hecho en un corto tiempo. La construcción no podía tardarse más de 7 semanas
y la boda fue fijada para el 13 de marzo venidero, la misma que se celebró pomposamente en el pueblo vecino de
Querocoto a unas siete (7) leguas de La Granja.
Después de la boda, la pareja estrenaba la casa, ubicada en una colina redondeada a unas siete ( 7) cuadras del
camino real, desde donde se dominaba completamente el valle del río Paltic en cuyo margen derecho yacían las
chacras y potreros de Melecio. El sitio no podía ser más estratégico, pues había sido escogido cuidadosamente por
él mismo, al igual que el diseño arquitectónico, que respondía a las necesidades del presente y del futuro de la
pareja. Por lo pronto, una amplia cocina con un elevado fogón formado por nueve ( 9) tulpas agrupadas de tres (3)
en tres (3), para que Juana pudiera cocinar tres potajes distintos al mismo tiempo sin necesidad de sentarse en el
suelo; en los altos de la cocina, el lugar para las cecinas y los quesos. Hacia el lado Oeste y separados de la cocina
por un estrecho callejón, dos habitaciones contiguas: la primera que serviría de dormitorio para la joven pareja,
equipada con una amplia tarima sobre la que iría un grueso colchón de finos helechos; la segunda prevista en sus
dimensiones para los 3 ó 4 primeros descendientes. El terrado de las habitaciones, dividido en ambientes separados
para huéspedes y para almacenar los granos de maíz, frijoles y arvejas. Una tercera habitación, más bien con el
aspecto de un pabellón semiabierto serviría para almacenar los aperos de labranza y los de montar; las paredes
fueron hechas de barro y el techo a dos aguas y de broza de caña. Por la parte de atrás de la casa se encontraban
corrales separados para las ovejas, cerdos y gallinas; por los costados y la parte delantera, un amplio huerto para
verduras bordeado y surcado por árboles de chirimoya, palta, naranjas y limoneros. Un pequeño rectángulo del
huerto fue reservado a pedido de Juanita para especias, condimentos y yerbas medicinales: culantro, orégano, paico,
ají rocoto, perejil, yerba buena , yerba del hombre, yerba luisa, llantén y muchos otros. Así era el ambiente donde la
pareja inició su nueva vida, muy felices, auque gradualmente se convirtió en una esperada monotonía: Juana,
hilando, tejiendo y bordando en los tiempos libres que le dejaban la cocina, el ordeño y el cuidado de los animales y
el huerto; Melecio, labrando la tierra negociando con los vecinos y forasteros.
Apenas habían transcurrido 10 meses desde aquel día en que se consagraron en matrimonio, un siete (7) de enero
nació Óscar, el primogénito. Era tan minúsculo el pequeño, que más bien parecía un sietemesino, pero siempre sería
el orgullo de Melecio, pues representaba alguien a quien moldear a semejanza suya, por lo que el acontecimiento se
celebró con gran pompa. Melecio mandó sacrificar el cerdo más grande que había estado cebando para la ocasión y
Juana bajó del terrado los quesos más añejos que habìa estado almacenando. El hecho de celebrar al mismo tiempo
el derramamiento del agua, no podía ser para menos, mucho más siendo el padrino de ese prebautizo el respetado
don Santos. A la celebración asistieron casi todos los familiares y amigos de la pareja.
El tiempo pasaba semana tras semana, y en ese correr, cada vez que Melecio se acercaba al pequeño, creía
encontrarlo igualmente pequeño, pero con facciones cada vez de más hombrecito. A pesar de su mente racional y
analítica, en ese contemplar se mezclaban en sus pensamientos sentimientos agoreros, abluciones, dichos
costumbristas y paganos; no podía apartar totalmente de su mente la coincidencia de los 7s. y los 13s. que se habían
entremezclado en los acontecimientos más importantes de su transcurrido destino. Su obsesión llegó a tal extremo
de no permitir más que el pequeño siguiera durmiendo solo en su habitación; desde entonces lo hacía en la cama
grande entre los dos progenitores.
Todo empezó la noche de un sábado en que Melecio en compañía de sus amigos bebía unas copas brindando por
lo fructífero que había sido la semana que acababa de pasar, celebrando al mismo tiempo el negocio que acababa de
cerrar de una punta de ganado con don Eloy Gastelo, el ganadero costeño que había conocido en el mercado de las
vacas en uno de sus viajes a Chongoyape. El forastero, que había corrido más mundo que los de la Granja, después
de chupar suavemente parte del contenido del libatorio, aclaraba la garganta y empezaba a contar muchos cuentos
sobre espíritus del bien y del mal, de Cristo y anticristos, lloronas, duendes, encantamientos y almas en penitencia.
Melecio prestaba más atención a lo que decía el forastero que al consumo de aguardiente. Agotado por la tertulia y el
alcohol esa noche se acostó tarde, pero debido a su liviano sueño, estaba seguro de haber visto a su pequeño flotando
en el aire por sobre la cama grande, pues no podía ser que una pesadilla se parezca tanto a la realidad. Unas manos
invisibles sostenían al niño como si fuera uno de esos angelitos que Melecio había visto en la cúpula del altar mayor
de la iglesia donde se celebró su matrimonio. Lo que más le extrañaba era que esos seres mitológicod inexplicables
hayan frecuentado una casa nueva, cuando se conocía que siempre escogían como morada los lugares viejos, oscuros
y abandonados.
Desde aquel día, casi todas las noches y en especial los martes y los viernes, en lo más profundo del sueño, el
pequeño Óscar se elevaba y gravitaba por encima de su padre como queriendo abandonar la habitación. Justo a
tiempo se despertaba Melecio para agarrarlo por su frágil cuerpecito y devolverlo a su sitio en el centro de la cama
grande; luego despertaba a Juana para preguntarle si ella también había visto y sentido lo mismo. Al principio, la
madre se despertaba cuando el padre ya había hecho retornar al niño de su acostumbrada levitación; pero luego la
obsesión y el temor de la progenitora no eran menores que los de su marido, de tal modo que ambos se despertaban
al unísono y al tiempo antes de que el niño abandonase la cama grande.
La noche de un martes, la situación fue realmente dramática al percatarse los padres que el niño había
desaparecido de entre ellos. La sorpresa fue aún mayor al descubrir que se encontraba en la habitación contigua
sano y salvo jugueteando con sus piecesitos y manos, haciendo como si un ser invisible lo deleitara con su compañía.
A pesar de creer que no podía ser nada malo, Melecio acudió por consejos a los más iluminados de la Comarca.
Unos le recomendaron que roceara las habitaciones con agua bendita; otros sugirieron efectuar disparos de fusil con
el plomo de los cartuchos previamente rayados en cruz. No fue difícil conseguir el agua bendita, pero no tuvo
ningún efecto sobre lo que regularmente sucedía con el niño. El asunto de los disparos traía consigo el problema de
permanecer despierto, en cuya situación el espíritu no se presentaba. Varias veces Melecio se quedó dormido con el
fusil en la mano, presto a disparar, pero los disparos los hacía sub conscientemente antes de que el niño empezara a
ascender.
Cansado de probar las recetas de los iluminados, un buen día Melecio tomó una decisión radical; construir una
nueva casa cerca del camino real y quemar la vieja cuando aquella estuviera lista. La nueva casa fue concluida justo
a tiempo de celebrar el segundo onomástico del pequeño Óscar. Así pues, un siete (7) de enero, Melecio, en
compañía de los iluminados consejeros y haciendo cuatro sendos disparos de fusil en cruz, quemó la casa vieja
dejando en ella para siempre encerrado el enigma de la levitación del niño. Un mes más tarde nació César, el
compañero, suplente del espíritu, para su hermano mayor. Ambos empezaron a quedarse solos en su habitación y
desde entonces, Juana y Melecio pudieron finalmente dormir su sueño completo.
De la Casa Vieja sólo queda el recuerdo. Para Melecio, las pesadillas que un día tuvo sólo eran eso, pesadillas;
para el pequeño Óscar, el hecho de que su hermanito se eleve cual jueguete móvil por sobre la cama no es un
problema sino una diversión. La mayoría de los campesinos que pasan por allí dicen haber visto las noches de los
martes y los viernes un guardián sin rostro, de elegante figura y vestido de un blanco impecable que desde la colina
vigila sigilosamente los potreros de Melecio en la margen derecha del Río Paltic y lo llaman el Fantasma de la Casa
Vieja.
2. LA CONQUISTA
Víctor, el segundo hijo del viejo Juan, al ver que su hermano primogénito Melecio ya había formado su hogar,
quiso en eso también seguir su ejemplo. La empresa no fue difícil, puesto que desde hacía mucho tiempo andaba
rondando los predios de una bella muchacha de tez acamaronada, cabellos castaños y ojos claros; no era para menos,
ya que Virginia, una de las primas más cercanas de Juana, la flamante esposa de Melecio, provenía de una familia
de colorados, en la cual, hasta albinos se habían dado. Virginia era la segunda hija de don Alejo Vásquez y doña
Clorinda Pérez; Santos, la primera, ya había sido entregada en matrimonio a Manuel, hermano menor de Víctor y
Melecio.
Virginia era realmente bella y atractiva, por lo que le sobraban los pretendientes, entre los que se contaba a Zenón
el ilustrado, hermano menor de Víctor, quien la adoraba en secreto, no pudiendo exteriorizar sus pasiones y
sentimientos, debido a que su oportunidad de participar en la arena de las competencias amorosas había quedado en
el pasado, al enterarse que su hermano mayor prácticamente había formalizado su compromiso de casarse y hacer
casa con la codiciada princesa.
Se lamentaba de haber estado ausente durante el período de los galanteos preliminares, pues junto con sus hermanos
menores, Guzmán y Celso se había radicado por tres años en una pensión de Querocotillo para concluir sus estudios
primarios, sustentado por Melecio, mientras que Víctor enrumbaba todas sus baterías hacia la conquista de Virginia,
habiendo salido airoso en todas las batallas acometidas en contra de la competencia aldeana. Para Zenón había
pasado desapercibido el hecho de que Virginia ya se había convertido en un preciado trofeo para cupido, pues el
corto período de vacaciones anuales lo pasaba trabajando duro con Melecio y en el último año ni siquiera la había
visto, por haber hecho un viaje largo a la capital para inscribirse en los cursos de avanzada para proseguir con su
sexto grado, oportunidad que ofrecían las Escuelas Argentinas por correspondencia.
Una noche cuando Melecio ya había tomado la decisión de abandonar la casa vieja a causa del fantasma que
molestaba a su primogénito Óscar, vino Víctor por consejo: -Oye Melecio..., le dice, - estoy decidido a casarme con
Virginia y he pensado que si me ayudas, podría construir la casa cerca de la tuya y así nuestras mujeres y nuestros
hijos no estarían solos!. Sé que me has criticado por mis andanzas y correrías, pero creo que ha llegado el momento
de sentar cabeza y te prometo que así lo haré!.
Melecio que siempre tenía las respuestas a flor de labios, con su reconocida objetividad responde:
- Mira Víctor, el matrimonio es asunto muy serio, de muchas responsabilidades, dedicación y esfuerzo, aún mas si
deseas que los vecinos y tu propia familia te consideren como un hombre responsable. Virginia es uno de los
mejores partidos, pero la decisión tiene que ser sólo tuya. Si estás convencido, yo te proporcionaría toda la ayuda
que está a mi alcance; por lo pronto te ofrezco el potrero de la Mata de Naranja Agria en el Valle del Paltic y luego
puedes abrir conmigo otro en la Montaña de Checos, pues los vamos a necesitar, ya que los rebaños se multiplican
rápidamente y las invernas de La Uñiga y La Lima pronto serán insuficientes, sobre todo en los meses de verano.
Hablemos con la gente para empezar a cargar la madera, fabricar los adobes y conseguir la broza de caña para el
techo. Mira que la casa mía rápidamente está tomando forma y si deseas mudarte al mismo tiempo tendrás que
apurarte.
En ese momento, Víctor sentía una enorme tranquilidad interior, estaba orgulloso del sentido común de su
hermano y sumamente agradecido por su espontánea y desinteresada colaboración; veía que pronto sus sueños se
harían realidad, ya que los vecinos acudirían al unísono llamado de de Melecio para construir la casa de su
hermano, pues su ascendencia y prestigio iban increscento en la comunidad.
Los hermanos levantaron sus casas frente a frente separadas por el camino real. La boda de Víctor y Virginia se
llevó a cabo antes de que la casa estuviera concluida, a tal punto que la pareja recién se mudó cuando ya había
nacido su pequeña Elisa, acontecimiento que tuvo lugar unos meses antes de que a Melecio le naciera Cesar, su
segundo hijo.
Como era de esperarse, las primas se llevaban muy bien; se hacían compañía en el ordeño, el lavado, el pastoreo y
aún en traer el agua del Paltic todas las mañanas. A quien no le iba nada bien, era al negro Zenón, pues la imagen
de su cuñada aún permanecía como una figura indeleble sobre la retina de sus ojos, sin poder manifestarle su
admiración, ni aplacar los latidos tendenciosos de su corazón cada vez que la veía o escuchaba hablar de ella.
Quizás por lógica razonada, o tal vez por despecho, el negro Zenón empezó a fijar su atención en Dominga, una
prima de Virginia, bella y atractiva como ella, aún muy joven, pero también muy decidida. En la conquista Zenón
contaba con dos grandes aliados; de un lado su hermana mayor Olinda, quien se encontraba especialmente interesada
en estrechar los lazos de amistad con su aún imaginaria pero segura futura cuñada; y del otro, un propio hermano de
Dominga, Marcos, quien veía como un buen negocio, el intercambio de su hermana con la avispada Olinda.
Zenón el más ilustrado de los hijos del viejo Juan, poseía un don especial de convencimiento, el de la palabra
razonada, no era para menos, pues había sabido sacar provecho de sus estudios primarios en Querocotillo y de las
Escuelas Argentinas a distancia y habiéndose convertido de un modo natural y espontaneo en el consejero espiritual
y asesor cultural y hasta legal de la Comarca; era el intérprete oficial de frases y palabras de raros significados que
pronunciaban periódicamente los políticos durante sus campañas proselitistas, de paso por La Granja en busca de
adeptos para sus causas; o el cura español cuando visitaba la comarca y daba su sermón en la misa de las fiestas
patronales antes de empezar con la recolección de las primicias; y uno que otro forastero que de paso, generalmente
en viaje de negocios, pregonaba alguna frase de vademécum para impresionar a los granjinos.
Así pues, a pesar de su pequeña estatura y de su tez un tanto morena, las muchachas no desaprovechaban
oportunidades para enaltecer a Zenón, mostrando marcado interés en convertirse en interlocutores permanentes del
tigrillo indiferente, cuyo corazón aún sangraba sostenidamente por Virginia. La Ayuda de Olinda y Marcos más
bien servía para reorientar la línea de mira amorosa de Zenón y dirigirla a Dominga, la más parecida físicamente a
Virginia, dentro de todo el ramillete disponible.
La boda de Zenón y Dominga se celebró al mismo tiempo que el derramamiento de agua (prebautismo) de César
y Elisa. Rápido pasaron los meses y la competencia procreadora natural de los hermanos se hacía notar. A Zenón
le nació Carlos, su primogénito, quien desde temprana edad parecía haber heredado toda la carga genética de su
padre; a Melecio le nació su primera hija , Emelina y a Víctor su segunda, Grima. Víctor deseaba callada y
fervorosamente un varón, pero su deseo nunca llegaría a cristalizar, porque pronto empezó a sufrir una rara
enfermedad que rápidamente le consumió y lo condujo a la tumba, antes de que los más famosos curanderos de la
Comarca y el sanitario del pueblo vecino pudieran hacer algo para evitarlo, dejando desamparada a Virginia y sus
dos hijas.
A Zenón le afectó mucho la desaparición de Víctor, pero igualmente le atormentaba la sola idea de que su cuñada
y sus sobrinas hubieran perdido tan de repente la protección de su hermano. Dos pensamientos contrapuestos
presionaban su mente : De un lado el respeto que le merecía su cuñada, era lo racional, el cerebro contra el corazón;
y del otro, el amor que seguía sintiendo por Virginia, era lo pasional, el corazón contra el cerebro. No podía
conciliar el sueño y noche tras noche se desvelaba pensando en el dilema que debía resolver.
Virginia había enviudado demasiado joven y era previsible un segundo matrimonio y no precisamente con él, si
antes no intentaba algo que inclinara los acontecimientos hacia ese lado. Finalmente triunfó el corazón y tomó una
decisión radical: conquistar el corazón de Virginia, antes de que fuera demasiado tarde. No aceptaba la idea de que
habiendo desaparecido su hermano, no pudiera cerrar esa página y abrir una nueva, la suya, la del sentimiento
reprimido y hasta entonces guardado en secreto. Además, podría alguien extraño querer y proteger mejor que él a
sus sobrinas? - No, no! Víctor desde el más allá no objetaría mi descabellada misión… Había llegado el momento
entonces, de rescatar de entre los brazos de Morfeo su maltratado amor. Tomada la decisión, se trazó una
estrategia; visitar lo más frecuentemente posible a su cuñada y sobrinas para brindarles su apoyo moral, espiritual y
económico; hacer de ello una costumbre para atraer a su lado las fuerzas inevitable de la inercia. Cada día al
atardecer, sólo de pasadita iba a ver a su segunda familia, sin que Virginia sospechara siquiera de sus verdaderas
intenciones.
Después de varios meses de ir y venir, al no observar ningún cambio, Zenón precipitó los acontecimientos de un
modo muy sutil, haciendo alarde de sus habilidades de oratoria. A pesar de ello, Virginia recibió la declaración de
amor de su cuñado como algo insólito e inverosímil. Ruborizada y anonadada manifestó que esas cosas no podían
provenir de su cuñado, sólo podía ser obra del demonio. Zenón con mucha parsimonia iba sacando una a una las
cartas escondidas en las mangas de su mamisa, de acuerdo con su plan previamente concebido, Viendo que sus
argumentos no producían el efecto esperado, extrajo el último argumento:- He recibido el llamado de mi hermano,
quien me ha pedido que nunca las desampare, dejándome en libertad de tomar las medidas que se ajusten más a mi
propia conveniencia; los espíritus nunca se equivocan y probablemente Víctor sepa ahora que siempre te he amado
en silencio; de cualquier modo, él pronto se comunicará también contigo una de estas noches!.
El anzuelo fue lanzado y ahora sólo tocaba esperar hasta que el pez picque la carnada, la cual había sido
producto de la gran imaginación de Zenón. Un domingo por la tarde, aprovechando que Virginia y las niñas habían
ido a visitar a doña Clorinda, instaló meticulosamente un tubo de plástico desde afuera y por entre la pared de
quincha, hasta la cabecera de la tarima que le servía de cama a Virginia, cuidando de que el acabado de la obra
ingenieril no pueda ser puesto en evidencia. El viernes siguiente, a la hora de su acostumbrada visita, le participó a
su cuñada que Víctor nuevamente se había comunicado con él la noche anterior y que lo haría con ella esa noche y
que debía estar pendiente. Luego se despidió antes de lo acostumbrado. Un poco más tarde Virginia se acostó,
pero no podía conciliar el sueño pensando en lo que le había dicho Zenón.
- Dios mío, será cierto?. Por favor Víctor, dame una señal y dime qué está sucediendo?... En ese instante, una voz
de ultratumba se cuela a lo largo del tubo, balbucea sonidos incongruentes que lentamente se hacen más nítidos y
audibles: Virginia, soy yo, e.,Vìctor...Lo...que...te...ha...dicho Zen`on ...es....cierto. ntiendo... que ... te ..ama... de
verdad....Acéptale...que...no es malo, el destino... ha querido... que tú y las niñas quedaran en buenas manos. Sólo
así, ahora...podré...descansar...en...paz...mi...sueño...eterno. Virginia después de salir de su asombro, logra
articular palabra. - Pero Víctor, y cómo es eso?; la gente, la familia, no entiendo nada, por favor!. Víctor interrumpe
sin dar tregua. - No importa, no importa...no...es...malo, no...es...malo...adiós.....adiós!...
La voz desapareció sin lugar a réplicas. Virginia pasó la noche meditando en lo sucedido y lentamente iba
haciéndose a la idea de aceptar la oferta de Zenón, efectivamente oferta, pues si no hubiera sido por Víctor, ella
también hubiera suspirado desde hace mucho por él. Un consejero espiritual de multitudes y una voz del más allá
habían marcado su nuevo rumbo. Que así sea.
La mañana siguiente, mientras ella ordeñaba las vacas, Zenón desarmaba la tubería teniendo especial cuidado de no
dejar huellas de su invento. Desde entonces sus visitas se dilataban cada vez más, hasta que finalmente se
prolongaron por toda la noche. Al principio tanto familiares como vecinos desaprobaban la relación, pero como
decía el negro Zenón:- el tiempo es el único lenitivo que cura todas las penas!... No tardaron en considerar el
accidente como algo normal, o quizás todos aceptaron el mandato del más allá, incluyendo a Dominga quien se
conformó con el hecho consumado de compartir a su negro Zenón, con su prima Virginia; peor hubiera sido que las
escapadas nocturnas fueran para cobijar nidos extraños, como sucedía con otros miembros masculinos de la familia.
3. LOS ARRIEROS DE LA GRANJA
Nacido su primogénito y estando su esposa en espera de su segunda descendencia, Melecio empieza a preocuparse
por el futuro bienestar de su familia. En compañía de sus hermanos emprende la apertura de nuevos potreros para el
ganado rozando las laderas de las nacientes del gran río Amazonas, en las partes altas de la cuenca del río Checos, un
afluente por la margen derecha del río Paltic, los que servirían para pastar en la estación de sequía, durante la cual,
los potreros de la parte baja del valle se agotaban completamente. Así pues, durante la mitad del año, todos los
domingos, dejando uno de por medio, los vaqueros subían a la montaña de Checos para inspeccionar el ganado y
darles sal en los abrevaderos acondicionados para esas ocasiones. Los rodeos duraban toda la mañana, ya que al
mismo tiempo se aprovechaba de colocar la marca de la familia a los terneros que aún no lo poseían. Dos veces por
año se seleccionaban los toretes que el destino les había asignado la desdicha de convertirse en bueyes: unos para ser
luego uncidos para las labores de aradura de los campos o para el transporte de madera y los otros que serían
engordados en los rastrojales de maíz del valle bajo hasta que su peso se convierta en atractivo para el mercado de
vacas de Chongoyape a donde serían conducidos en el próximo viaje de los granjinos para vender sus productos
agropecuarios y aprovisionarse de otros en ese centro de intercambio comercial en el norte del país.
La castración de los toretes seleccionados se efectuaba en una operación quirúrgica limpia y a pura navaja, donde
Melecio, asistido por sus hermanos, primero y luego por sus propios hijos, daba muestras de su habilidad manual de
excelso cirujano, ocasionando en los animales la mínima pérdida de sangre, reduciendo el período de cicatrización
de las heridas sólo a unos pocos días, después de los cuales se observaban en los novillos una notoria transformación
de lo que antes eran bravucones mugidos en pura fuerza y musculatura. El día de la eunuquización de los briosos
sementales las damas de la familia, capitaneadas por Juanita, sacaban a relucir su delicado arte culinario mediante el
cual convertían a su vez las criadillas sobrantes en apetecibles platillos, acompañados de variados contornos
vegetales y condimentados con la diversidad de especies provenientes del huerto familiar.
En los frecuentes viajes a Chongoyape, Melecio iba observando que en las operaciones al por mayor; es decir,
comprando unos cuantos sacos de sal, de azúcar y de otros productos que no se producían en La Granja, como velas
y jabones, lograría un precio especial por las transacciones las cuales le permitirían obtener una sustanciosa
ganancia. Todo dependía de la disponibilidad del monto de dinero requerido, la cual pronto no sería problema para
el ahorrativo granjino. Decide así abrir un Tambo (abastos) para suministrar a los paisanos y pasantes productos que
para obtenerlos de otro modo tendrían que trasladarse hasta Chongoyape. El negocio resultó ser una magnífica idea,
pues todos los domingos bajaban los campesinos de las alturas a aprovisionarse para el resto de la semana de sal,
azúcar, fideos, velas, algunos géneros y hasta frutas costeñas, como mangos, manzanas y zapotes. Muchos de los
clientes recurrían al trueque entregando una lata de manteca, un par de gallinas, cerdos y ovejas, que a su vez
Melecio los conducía hasta el mercado de Chongoyape en su próximo viaje de reposición del inventario de su
Tambo. Pero no todo es perfecto y con el tiempo, docenas de clientes de pocos recursos y otros tantos que
rápidamente derrochaban como niños sus jornales semanales o por la venta de uno que otro animal doméstico que
habían estado criando, acudían a Melecio por el Fiado; estos deudores compulsivos iban rellenando las páginas del
libro de morosos y convirtiendo al debe en una pesada carga financiera para el Tambo. Es así como Melecio decide
complementar las actividades del Tambo con la compra-venta de animales mayores, manteniendo el Tambo como
punto de referencia para su ascendente prestigio dentro de la Granja y de las comarcas vecinas.
Después de tantos viajes a Chongoyape, sus observaciones revelan que los margenes de ganancia en la venta de
animales son elevados, mucho más altos, mientras más grande es el animal que se negocia; el secreto está en saber
tasar con precisión el peso de los animales y la merma que sufrirían en el traslado. De ese modo, Melecio se atreve a
incursionar en el ganado vacuno; sin embargo, lo toma con mucha cautela, entablando previamente contactos con
los compradores de ganado que merodean por el mercado de vacas de Chongoyape, ofreciendoles una punta de
reses, pero para ser entregadas en La Granja. El primer lote fue tratado con un mercader de ganado llamado Eloy
Gastelo, quien recibiría los animales en los corrales de Melecio en La Granja dentro de las próximas cuatro semanas,
comprometíendose además, a subir por su cuenta la manada hasta la jalca, por los lados de la laguna de Chilanlán,
donde estarían esperando los arrieros costeños para terminar con el arreo hasta el camal de beneficiado en
Chongoyape, o hasta los camiones que lo transportaría a Chiclayo e incluso hasta la propia capital de la república,
cuando el ganado pasaba la prueba de calidad, tanto en gordura, como en tamaño y aspecto externo.
Para cumplir con su compromiso, Melecio, en compañía de dos de sus hermanos menores y un par de arrieros
recorre durante dos semanas, casa por casa, la campiña granjina y la de las comarcas vecinas en busca de las reses.
La experiencia de los cerdos y ovejas y su ojo visor en las frecuentes visitas de reconocimiento del negocio en el
mercado de vacas, aunado todo ello a su instinto innato de comerciante, le convierten en un experto tasador,
estimando con mucha precisión el peso de los animales y la merma que sufrirían durante el largo trayecto hasta el
destino final en el camal. Cuando decía que el bayo o el mulato pesaba 60 arrobas, la transacción se realizaba por ese
peso, aunque los bueyes pudieran tener unas arrobas más, las que de cualquier modo las perderían en el camino a
Chongoyape. La firmeza de sus convicciones y la confianza que despertaba su personalidad en cada transacción le
habían granjeado una profunda simpatía y aprecio de sus interlocutores, a tal punto que muchos de ellos, habiendo
escuchado ya con anterioridad sobre él, no dudaron en entregarle sus animales al Fiado con la sola garantía de la
palabra, cerrada con un apretón de manos. De ese modo evitaban el largo viaje para conducir por sí mismos sus reses
hasta el mercado de vacas, lo mismo que el probable maltrato por parte de los inescrupulosos y petulantes
compradores de aquellas latitudes al percatarse de que se encontraban frente a un indefenso campesino de los Andes,
cuyos desconocidos derechos solían ser fácilmente pisoteados. Muchos cuentos de esa laya han echado los viajeros
que han llegado hasta la costa, por lo que los visitados veían con gran simpatía y hasta con agradecimiento que
Melecio les aliviara esa pesada carga y les evitara el desigual enfrentamiento con la arrogancia costeña. Después de
todo, muchos de ellos ya engrosaban los registros de deudores en los libros de cuentas del Tambo.
Los muchachos interrogaban a Melecio sobre los pormenores de la tasación y al mismo tiempo iban efectuando sus
propias estimaciones dando vueltas al rededor del ganado, haciéndoles caminar y levantar la cabeza y colocándoles
en posición de uncir, copiando el monótono ritual de Melecio en cada transacción. Al principio discrepaban con él
en los estimados, pero cada vez las diferencias se hacían más pequeñas, aunque no les estaría autorizado negociar
por cuenta propia, debido a que tal vez esperaba paciente transmitir esta última parte de su experiencia a sus propios
descendientes, lo que sucedería en cuestión de pocos años, ya sus dos primeros vástagos se estiraban rápidamente
mientras su esposa tenía los partos en períodos no mayores de dos años.
Un sábado por la tarde a la llegada de Gastelo, Melecio ya tenía en sus corrales unos cien ejemplares de los más
castizos toros que había colectado en las semanas anteriores mediante el minucioso barrido de la región. Intentando
disfrazar su agrado por la calidad de la punta que pronto sería suya, el forastero inspecciona uno a uno los animales y
suelta la primera oferta. Melecio que había captado la cara de felicidad de su futuro socio, le interrumpe para
indicarle que el precio ofertado es un insulto a tan selectos reproductores, cuidadosamente seleccionados para tan
distinguido visitante. Después de reponerse de su sorpresa de haber puesto en evidencia su maliciosa codicia,
Gastelo suelta una fingida sonora carcajada reconociendo tácitamente que su oferta inicial había sido demasiado
baja y no logrando hacer caer al campesino en la trampa. En su segunda oferta sube considerablemente el monto de
compra sin lograr su objetivo inicial, pues Melecio no escatima esfuerzos para halagar a su interlocutor con el más
rico y variado acerbo del decir campesino después de cada nueva oferta. Finalmente, luego de unas cuantas
iteraciones del pintoresco y contrapunteado regateo, la negociación fue cerrada estrictamente de contado, como
había sido previamente acordado en Chongoyape. La celebración se llevó a cabo entre trago y trago del mejor
aguardiente que Gastelo había traído de los alambiques que operan clandestinamente en el valle bajo del río
Chilanlán, punto forzoso de hospedaje para los que subían desde Chongoyape. Melecio por su parte le ofrece una
sustanciosa cena, siendo el plato principal cecina asada de puerco, del marrano que había estado cebando para la
ocasión, al cual le había llegado el turno ese día muy temprano por la mañana en previsión del arribo de Gastelo. La
sobremesa se prolonga hasta altas horas de la noche, por que resulta que el forastero no sólo es un buen comerciante,
sino que sus transacciones las ameniza con cuentos de toda clase, entre los que no pueden faltar las anécdotas sobre
brujerías, almas en penitencia, duendes, lloronas, gnomos y no se que otras cosas espeluznantes, experiencias que de
seguro perturbarán el normalmente tranquilo sueño de los audientes.
Del fajo de dinero que recibió, sólo unos cuantos billetes apartó Melecio para el pago de los arrieros después de la
entrega del ganado en la jalca. El resto fue separado en talegas de dos colores: una blanca reservada para cancelar lo
que aún debía por la adquisición del ganado, operación que le traerían la tranquilidad y paz; la otra, roja, con el
contenido de las ganancias, símbolo del ímpetu muscular que requiere para seguir con su empresa, cuyo monto lo
usaría para las futuras compras de contado, operación que de seguro le permitirá incrementar aún más sus beneficios
en las próximas puntas que negocie. Después de contar nuevamente el contenido de las talegas, las guarda en el
agujero que sirve de caja fuerte perforado cuidadosamente debajo de la cama grande cuya existencia sólo es
conocida por él y su esposa. Luego se reincorpora a la tertulia.
Al día siguiente, comandados por Melecio, los arrieros contratados se encargarían de conducir la manada hasta el
lugar de entrega pactado en la jalca, en las nacientes del río Amazonas (Marañón para los granjinos), parte alta del
Paltic, divisoria natural de las aguas del Pacífico y del Atlántico. La partida fue fijada para las cinco de la mañana,
de tal modo que el ganado no se vaya a sofocar con la caminata mientras asciende por la empinada pendiente de la
primera porción del camino. Así pues con el rayar del alba, 50 arrieros cuidadosamente seleccionados entre los más
acomedidos muchachos de La Granja a la voz de a levantarse!, rompen la silenciosa fila que habían formado la
noche anterior para dormir en el cuarto de los aperos sin necesidad de desvestirse; calzan sus llanques de jebe,
ensartan la funda del machete en el cincho, se ponen el poncho de lana que les había servido de cobija y el sombrero
de paja; se dan una refrescada de cara en los lavatorios ubicados en la parte delantera del patio y forman otra fila en
la puerta del comedor para recibir un pocillo de café y un pedazo de queso con yucas para el desayuno. Como
fiambre reciben una talega con una ración de cancha y cecina asada. Después de una rápida deglución los muchachos
se dirigen a los corrales, desatan las dos cabezas de ganado que se les había asignado el día anterior y se aprestan a
la partida, como si se tratara de una competencia como aquellas que se llevan a cabo en ocasión de las fiestas
patronales, en las que no podía faltar la pelea de toros.
Siendo la primera vez que se efectuaba una transacción de esa naturaleza en la comarca, no dejaba de atraer la
atención la concentración de ganado y arrieros en los alrededores de la casa de Melecio, a tal extremo que muchos
de los curiosos habían pasado toda la noche merodeando los corrales, un poco animados por el aguardiente que les
llegaba de vez en cuando y las raciones de chicharrón con yuca, cuyo aroma les atraía desde gran distancia. La
partida no podía ser menos espectacular, daba la apariencia de 50 gañanes dirigiéndose a las labores de aradura en
las mingas que Melecio organizaba al inicio de la temporada de siembra de cada año, sólo que esta vez la yuntas
iban desprovistas del yugo y del arado. Pocos minutos después de la hora fijada, la manada abandona los corrales y
se enrumba río arriba siguiendo la margen derecha del río Paltic y dejando tras de sí el eco sonoro de los mugidos y
una densa polvareda que hace estornudar a los curiosos, quienes al cubrirse instintivamente nariz y boca con la punta
de su poncho, interrumpen los cuchucheantes comentarios. Cincuenta peatones entremezclados con el rebaño y
acompañados por dos jinetes: Eloy Gastelo y Melecio Guevara, marcan el inicio de esta nueva actividad para La
Granja, la que se repetiría periódicamente por generaciones durante largos años y sería imitada por tantos que como
Melecio han querido ver en ella una oportunidad de hacerse ricos, pero que no siempre lo han podido lograr,
habiendo quedado algunos en la propia ruina durante el intento.
Después de una cuantas horas de caminata a lo largo del valle, incluso los toros más majaderos van apaciguando sus
ánimos ante la habilidad del domador más inexperto en el uso de la maroma, del lazo y del látigo. A medida que
transcurre el tiempo cesan las peleas entre los rumiantes y hasta pareciera que entablaran una amable comunicación
con su gañán tratando de interrogarlo sobre la razón de ese inesperado transplante desde su ambiente natural hacia
un rumbo desconocido probablemente hasta para el propio arriero. Luego de cruzar hacia la otra orilla de uno de los
tributarios del Paltic, se inicia la subida de La Iraca siguiendo un zigzageante camino bordeado de frondosas hileras
de árboles típicos del pie de monte andino y que al final de cada curva entreabren sus verdes ramajes, permitiendo a
los rumiantes echar una mirada atrás y sentir una indescriptible emoción al ver el inmenso valle por debajo del
horizonte de la mirada, al mismo tiempo que una profunda nostalgia embarga sus espíritus al pensar que nunca jamás
volverán a pisar el desandado camino. Después de cada ida y vuelta, el valle que yace a los pies se hace más
profundo y lejano y al terminar la última curva del embarazado camino, la piara penetra en la espesura de la selva,
donde a puras penas se divisan los casi perpendiculares rayos del sol y sólo se escuchan el canto de las aves y el
trinar de los ruiseñores. El ambiente se torna más fresco, el horizonte se transforma en un estrecho zaguán de paredes
tapiadas con madreselvas y bejucos y adornadas con orquídeas multicolores del más variado tipo, que en conjunto
emiten una magia tan particular que transmuta a los rumiantes en gentiles y a los gentiles en rumiantes, a tal punto
que en adelante, su comunicación se efectúa gesticularmente por medio de movimientos perfectamente entendibles
de parte y parte intensificando aún más el silencio del bucólico recorrer a lo largo del ecológico sendero. De pronto
el gañán puntero rompe la quietud de la selva anunciando a viva voz la aparición entre los últimos matorrales de la
cintura de la coqueta choza que tenía Melecio en El Agua de La Montaña en la parte alta del Paltic, paradero abierto
de una cuantas hectáreas en medio de la espesura de la vegetación y a media distancia entre el valle y la jalca, sitio
obligado de descanso para tomar la merienda.
Con movimientos sincronizados, los arrieros amarran sus reses en los pocos árboles que se levantan imponentes en el
claro y que sirven de estacas para estas ocasiones; forman un ruedo al aire libre; extraen los fiambres de las alforjas y
en menos de cinco minutos engullen la cancha y la carne asada que habían recibido a primeras horas de la mañana.
Una botella de aguardiente que pasa de boca en boca a la señal sonora de salud compadre hasta completar la primera
ronda, transforma el sabor salado de la merienda en el esplendoroso aroma del licor incitando al paladar a una
segunda vuelta. Sin embargo no está permitido repetir la libación hasta tanto no se entregue el ganado a los arrieros
de Gastelo en La Cueva a las orillas de la laguna de Chilanlán.
Aliviados del peso de los fiambres y después de un corto reposo, los arrieros desatan sus animales, abandonan El
Agua de La Montaña y se introducen nuevamente en la misteriosa espesura del bosque subtropical. A medida que
van avanzando los ruidos y el follaje cambian de tonalidad. Sólo los más expertos viajeros van reconociendo las
peculiaridades de cada sonido: este proviene de un paujil, este otro de una pava de monte, aquel de una lechuza o de
un búho, el de ese lado de un tucán, de una anaconda, o de una cascabel; no faltando quien supiera distinguir a la
distancia el maullido de un puma y el gruñido de un oso, así como también se hace presente la picardía de los más
osados para infundir temor a sus compañeros asignando sonidos a duendes, lloronas, almas en pena y no se que otros
seres míticos de cuya existencia habían estado escuchando la noche anterior de boca del ganadero Gastelo y que
definitivamente hacen volar la imaginación de los arrieros ocasionando una tembladera de terror en los más novatos,
quienes aceleran el paso cada vez que se sienten rezagados tratando de mantener el ritmo de la caminata en busca de
protección evitando así de quedarse perdidos para siempre deambulando durante toda la eternidad por esos predios
de Dios como esos seres sin rostro y sin figura que afloran en las conversaciones de los peregrinos.
Luego de unas cuantas horas de esta segunda parte de la jornada, la manada sale lentamente de la espesura vegetal
para penetrar en los pajonales de la jalca. Un par de horas más de caminata adicional trepando a lo largo de otro
zigzageante sendero rocoso los conduce finalmente a la puna, altiplanicie donde sólo se escucha el silbido del viento
que va golpeando cada vez más fuerte en la cara de los arrieros, con una intensidad que está en proporción directa
con la velocidad con que pasa una espesa capa de neblina, cuya prisa va simulando a un apresurado mensajero que
anuncia que el aguacero viene atrás. Entre pase y pase los ansiosos arrieros tratan de vislumbrar a lo lejos la laguna,
punto final de su misión, lo que consiguen sólo después de que una fuerte ráfaga de viento aclara el tiempo,
permitiendo al grupo darse cuenta de lo cerca que están del cielo en esta porción de la propia divisoria de las aguas:
para atrás, la vertiente del Atlántico, parte de la cual es el inmenso manto verde que acaban de dejar, a lo largo del
cual, apenas se va dibujando el lecho del Paltic como una alargada serpiente de pocas curvaturas a medida que
desciende para confluir con el río Marañón al otro lado de la Cordillera Central, no sin antes engrosar su caudal al
unirse con otros afluentes aguas abajo de La Granja; hacia adelante, el verdadero horizonte vespertino, aquel de la
inmensidad del Océano Pacífico, aquel que sólo unos pocos del grupo lo han podido palpar con manos propias,
aquel que para la mayoría es el inmenso río que nunca podrán tocar y que sólo les está permitido observar a la
distancia, desde aquí, desde las alturas de la laguna de Chilanlán a unos 200 Km de distancia en línea recta.
A más de media tarde de un día claro con sol brillante pero de rayos poco intensos que se inclinan para saludar al
Pacífico, los arrieros de La Granja llegan a La Cueva, donde la gente de Gastelo esperaba por la manada.
Espoleando los ijares de su brioso Alazán, Gastelo se adelanta a la manada para luego dar la media vuelta
colocándose a la cabeza de los suyos; Melecio por su parte se ve obligado a sujetar fuertemente las riendas su
Argentino para frenar el avance inercial de su tropa. Como dos equipos de futbol al inicio de la contienda final de un
reñido campeonato se encuentran frente a frente los arrieros de ambos bandos; sólo que en vez del ardoroso
encuentro ocurren las presentaciones y saludos de rigor, sellando el empate del amigable encuentro con un apretón
de manos. El recelo inicial de los granjinos se disipa lentamente a medida que van escuchando a sus interlocutores
nativos del otro lado de la cordillera y al darse cuenta que no todos los costeños son como se solía escuchar en La
Granja. El encuentro se celebra con un brindis del mejor cañazo y una pomposa comida de arroz amarillo
entremezclado con lentejas costeñas y un poco de pescado seco salado, una verdadera delicia para el paladar de los
granjinos. Mientras tanto la manada , liberada de sus maromas hace lo suyo con el icho de estas alturas; desde allí
serían conducidos bajo otro estilo, el de los verdaderos vaqueros, es decir arreados.
Para sorpresa de Melecio, Gastelo le adelanta un poco de efectivo para la próxima punta de ganado, corre con la
cuenta de los arrieros de la Granja y regala una botella de aguardiente a cada uno dando muestras del interés que
tiene por el negocio que acaba de iniciar y que de seguro continuará por mucho tiempo para beneficio de ambas
partes. Con los ojos saltones de emoción, cada arriero recibe un billete de una libra, equivalente a unos 10 largos
jornales, por lo que sin pronunciar palabra agradecen interiormente con una reverencia a Melecio por haberlos
seleccionado para la tarea y elevando nuevamente la mirada se ponen a su disposición para cuantas veces requiriera
de este tipo de servicio.
Antes de que los muchachos se vayan a pasar de tragos, Melecio presiona por la partida de regreso y también para
evitar que la noche les sorprenda dentro de la selva. Después de un brindis adicional y un apretón de manos, los
arrieros se ponen en marcha, unos hacia el Pacífico y los otros hacia el Paltic discurriendo cual manantiales por sus
propias vertientes. Animados por el aguardiente, los granjinos se devoran el camino de retorno a largas zancadas
ondeando su jipijapa cada vez que miran hacia atrás, mientras aún divisan a sus compañeros en la soledad del
altiplano, quienes hacen otro tanto en su recorrido hacia el otro lado, que de no ser por la manada, sería la
simulación perfecta de la otra mitad del plano de simetría. El Argentino de Melecio se ve forzado a acelerar el paso
para guardar el ritmo de los de a pie, especialmente en el embarazado tramo del zigzageante camino de la jalca,
donde los muchachos deciden cortar camino convirtiendo al pajonal entre curvas sucesivas del descendente sendero
en una especie de inmensos toboganes, mucho más impresionantes y peligrosos que aquellos reservados para la
infancia en los parques de diversiones de algunos lugares, los que sin embargo les ha sido negado a los granjinos.
Para el rocinante no es tarea fácil descontar la ventaja que le llevan los pedestres en cada zigzagueo del pedregoso y
empinado camino; pero no importa que las cosas se emparejarán al llegar al llano de la espesura verde. A toda prisa
y sin parar, en cuestión de pocas horas los gañanes desandan el camino de la jalca y del bosque ; descienden con
mayor prisa las laderas de La Iraca y en corto tiempo, entrada ya la noche, se encuentran contando las aventuras del
viaje a los curiosos que aún merodeaban la casa de Melecio y continúan celebrando el retorno hasta terminar con la
botella de licor que habían recibido de manos de Gastelo.
Lo que ahora parecía una novedad pronto se transformaría en una rutina. Cada dos o tres meses se concentraban los
arrieros en los corrales de Melecio para repetir la hazaña. Algunos de los muchachos habían batido el récord de
llevar tres y hasta cuatro cabezas de ganado en cada viaje, entre los que se contaba a Óscar. Años más tarde, también
César, el segundo vástago de Melecio formaría parte de las deseadas aventuras develando de una vez por todas el
misterio que encerraba el hasta entonces, para él, prohibido viaje de subida a la jalca.
Luego de tantas rondas por la campiña de la Granja y de las comarcas vecinas, acompañando a su padre en busca
del ganado para las regulares entregas, Óscar y César también lograron develar el enigma de la tasación de los
animales, habiéndoseles permitido llevar a cabo sus propias operaciones. Desde entonces los dos jóvenes andantes
fueron conocidos como los arrieros de la Granja.
4. LOS VEINTICINCO JINETES DEL 54
Pese a la monotonía y el rutinario estilo de vida que se llevaba en la Granja, el tiempo transcurría con
relativa rapidez. Por lo menos en los predios de don Melecio siempre había algo nuevo que hacer; sobre todo con el
cambio de estaciones se suscitaban una tras otra las diferentes tareas. Al inicio del invierno, la preparación de los
campos para los sembradíos y el arreglo de las cercas de las invernas del Valle abajo. Durante el verano los
potreros de la montaña consumían la mayor parte del tiempo.
Entre estaciones venía el deshierbe de los cultivos, la molienda de la caña para la elaboración de chancaca, la
cosecha de frijoles, arvejas y maíz. Nunca faltaban las actividades mercantiles, pues Melecio era un experto
comerciante y jamás se equivocaba al tasar el peso del ganado. Cuando decía que un novillo tiene 20 arrobas, la
transacción se llevaba a cabo por dicho peso, aunque en realidad el animal tuviera un par de arrobas más, las que de
cualquier modo las iba a perder camino al camal.
La desaparición física de Víctor y el incidente de la conquista de Zenón habían alejado un tanto a las primas
Juana y Virginia, sin embargo, no tanto por la situación, sino por que Melecio se había dedicado con mayor
intensidad de lo acostumbrado a los potreros de la montaña de Checos, tratando en medio de la soledad, aliviar sus
penas por la pérdida de su más allegado hermano. Zenón, por su parte, hacía otro tanto pero en el lado opuesto,
pues se había propuesto conquistar también los vírgenes suelos en las cabeceras de la Cuenca del río Paltic, que
servirían de asiento a su segunda familia.
A pesar del aislamiento en el que se habían sumido los hermanos, se reunían regularmente los domingos para
discutir los asuntos concernientes a toda la comunidad, ya que Segundo Juan era el Teniente Gobernador y estaba en
la obligación de velar por la armonía de la comarca, pero las decisiones de importancia sólo las tomaba después de
consultar con su hermano mayor Melecio y con su asesor legal y hermano menor Zenón.
El tiempo transcurría y los muchachos iban creciendo aceleradamente. La costumbre señalaba que el poder de la
familia se medía en función del número de vástagos varones; el secreto estaba en involucrar a los niños lo más
temprano posible en las actividades rutinarias, aunque Melecio y Zenón no estuvieran de acuerdo con la tradición,
por ubicarse un paso delante de los acontecimientos comunes; pensaban que algún día no muy lejano, también en La
Granja se impondría el poder de la mente a la fuerza bruta de los músculos. En sus andares por los pueblos de la
costa habían notado el hábil comportamiento de los muchachos en comparación con los de la misma edad de La
Granja. Estos poseían sus destrezas motoras semiapagadas y sus movimientos eran lentos y torpes, incluso el
lenguaje era limitado e imperfecto; en cambio aquellos se movían con la agilidad de un puma y envolvían con
contundentes argumentos al más experto de los campesinos granjinos despertando la curiosidad y admiración de
Melecio. Zenón había leído en alguna parte que todas esas virtudes no son innatas de los costeños y que cualquiera
las podía adquirir a través de la enseñanza; que aparentemente todos los niños vienen al mundo con la misma carga
intelectual, sólo que unos nacen con estrella y la posibilidad de desarrollarla, mientras que otros nacen estrellados y
pasan por la vida sin haber conocido su verdadero potencial de habilidades. Entonces, sólo era cuestión de dar a los
suyos la estrella, mientras más temprano mejor. En estas tertulias familiares se discute la forma de cómo lograr el
diminuto astro del inmenso firmamento para los muchachos y arriban a la gran idea de solicitar al Ministerio de
Educación en la Capital de la República la apertura de una Escuela para La Granja, por lo menos, para que sus hijos
puedan cursar los estudios primarios, en ella; pues la Escuela Fiscal existente sólo comprendía Transición y los dos
primeros años de la Primaria. Para el efecto, se asesoraron con la maestra y redactaron el documento justificativo
de la necesidad de la creación de la escuela, tomando como basamento filosófico el contenido de la Ley de
Educación y los objetivos fundamentales que rigen la existencia del Ministerio del ramo. El documento estaba
respaldado por cientos de firmas, unas caligrafiadas y otras bajo la forma de huellas digitales. Se nombró una
comisión de 25 personalidades presididas por Zenón El Ilustrado, en la que figuraban como representantes
principales Melecio y Segundo Juan. Los 25 jinetes, cabalgando sendos corceles transmontaron en dos días la
cordillera occidental de Los Andes, llegando al pueblo de Chongoyape, en donde transbordarían de los caballos a un
camión que los llevaría hasta Chiclayo, donde a su vez tomarían un autobús rumbo a la Gran Capital.
Para la mayoría de los granjinos que integraban la comisión era la primera vez que se habían alejado tanto de su
terruño. Para Melecio y Segundo Juan, el viaje hasta Chongoyape se había convertido en una rutina bimensual,
pues éste era el lugar donde intercambiaban sus mercancías con los mercaderes de la costa. Zenón era el único
que conocía la Capital y un poco del movimiento social y político que ocurría en la gran ciudad.
Cada desplazamiento de la comisión comandado por Zenón constituía un espectáculo de marca mayor, no sólo
porque las 24 personas se movían al unísono a la indicación del guía, sino también por su pintoresco atuendo
conformado por un poncho de lana de color habano o granate, usado sólo en ocasiones muy especiales, un sombrero
de palma y unos llanques de jebe de fabricación casera. El grupo parecía una fiel representación del campesinado
cajamarquino. Zenón era el único que calzaba zapatos de cuero, chompa y bufanda de lana y un gorro a lo Gardel
que había recibido como símbolo de su membrecía de las Escuelas Argentinas.
Después de unas dos horas de viaje en camión y otras 10 en autobús, la comitiva llegaba al Parque Universitario,
en cuyo lado opuesto, sólo a unos 50 m. de distancia, se levantaba imponente el edificio del Ministerio de
Educación, en apariencia más alto que las montañas de Checos, aunque sólo tenía unos 25 pisos. Era impresionante
la forma como había sido concebido, parecía un templo incaico que a la subida del sol reflejaba desde sus inmensos
ventanales de azulado cristal los rayos incidentes del Dios Inti hacia diversas partes de la ciudad prometida. No
podía ser de otro modo, pues allí estaba , o por lo menos debería estar representada la flor y nata de la cultura
nacional.
Luego de salir del asombro inicial y sin poder dejar la admiración, el grupo se percata que el edificio es sólo uno de
los muchos esparcidos por toda la ciudad, la cual se les antojaba como un gran laberinto en el que podrían quedar
perdidos para siempre si no fuera por Zenón, quien había aprendido a orientarse con relativa facilidad y destreza.
No es tarea sencilla describir el impacto que en la mente de los granjinos ha causado esta plantación de hongos
gigantescos de concreto alrededor de los cuales circulan enormes insectos que van arrojando chorros de humo negro
al mismo tiempo que se mueven en completa sincronía como si se tratara de una colmena de abejas o un hormiguero
sin siquiera producirse colisiones entre sus elementos a pesar de la densidad y velocidad con que se desplazan. Para
los más jóvenes del grupo es como un sueño lleno de maravillas que desearían continuar, para los más viejos, parece
más bien una pesadilla de la cual quisieran aceleradamente despertar. Para Melecio, Zenón y Juan, sueño o
pesadilla, sólo es la búsqueda de la estrella perdida que a juro desean encontrar sobre la que deben cabalgar sus
hijos, montados en cual alfombra mágica, hacia el encuentro de la civilización, y puedan así mirar y orientarse desde
arriba en el laberinto del largo sendero que aún les queda por descaminar.
Siguiendo las instrucciones de la maestra, después de salir del impacto inicial, el grupo se dirige a la Cámara de
Diputados. Afortunadamente no costó trabajo dar con el paradero del diputado Mezones, quien tomó como suya la
causa de las reivindicaciones culturales de La Granja. Descendiente de los Mezones Muro, descubridores del río
Marañón, era un hombrecito de mucho coraje y muy decidido; pronto obtuvo una audiencia con el Ministro de
Educación en el último piso del edificio. La autorización para la creación de la Escuela fue un hecho en pocos días,
especialmente debido a que dentro de los planes y programas del nuevo Ministro estaba justamente el de crear
centros de educación primaria a lo largo y ancho del territorio nacional; además el Señor Ministro rápidamente
simpatizó con los campesinos, quienes con suprema argumentación justificaron la necesidad de la escuela, sabiendo
vencer el terror del ascensor cada vez que subían al piso 25, y no había ninguna opinión en contra . Así pues, la
comisión regresó a La Granja con la resolución ministerial en la mano. Para inicio del próximo año escolar, en
cuestión de meses, los granjinos dispondrían de un lugar donde proporcionar a sus hijos, por lo menos la educación
primaria. La secundaria constituía un problema mayor, incluso en la propia capital de la república, pero que lo
afrontarían a su debido tiempo; mientras tanto, todo volvía a la rutina.
Un día a media semana, un propio de Juan llevó un inusual mensaje a Melecio y Zenón. Deberían reunirse
urgentemente en la casa comunal para discutir un asunto de especial relevancia. Se trataba de una comunicación del
Gobernador de Querocoto, al que pertenecía políticamente la comarca, en la cual se anunciaba que unos tales
apellidados Arrieche de un momento a otro se habían convertido en dueños de la mayor parte de La Granja, y que
estaban en camino, rumbo a tomar posesión de sus tierras. Este problema era sumamente grave, pues amenazaba la
estabilidad de los que hasta entonces eran considerados como legítimos propietarios, cuyo estatus se había
traspasado de generación en generación desde la época de los gentiles. Este hecho ocasionaría la intranquilidad y
zozobra de todos los granjinos, por lo que se trataba de un asunto muy delicado.
Luego de discutir parsimoniosamente el problema, los tres hermanos deciden llamar a los miembros de mayor
edad de la comunidad para investigar los documentos de propiedad de las tierras. Unos estaban en posesión de
documentos que de acuerdo con el contenido del escrito acreditaba como legítimos dueños a sus antecesores, sin que
éstos hayan cuidado del aspecto legal del registro. Otros se creían poseedores de las tierras por derecho natural pues
allí nacieron y murieron sus ascendientes; allí nacieron ellos y sus descendientes, sin que hasta ahora nadie hubiera
cuestionado en absoluto ese derecho. Era cuestión de esperar a los intrusos forasteros y escuchar sobre sus pretendi-
dos derechos, aunque en esa materia no faltan gamonales Amenábar y tinterillos Bismarck Ruiz e Iñiguez prestos a
transformar La Granja en un Rumi del mundo ancho y ajeno de Alegría. Hubo quien propuso comisionar a
los 25 jinetes para llevar a cabo las investigaciones necesarias en los registros que se guardaban en al capital de la
provincia. Zenón opinó, sin embargo, que por la experiencia en el caso de la escuela, no sería necesario un grupo
tan numeroso, sino que bastarían dos o tres personas solamente. En cambio había que recolectar un poco de
efectivo para contratar un profesional de las leyes, si fuera el caso.
Así pues, en esta ocasión los 25 jinetes se redujeron a dos. Melecio y Zenón fueron elegidos para las
investigaciones catastrales. No fue necesario recurrir a ningún leguleyo, sólo bastó con la colaboración de un
ayudante del registro, por cierto un estudiante de Derecho, para descubrir las artimañas, legalmente impecables, de
los nuevos dueños de las tierras. Este hecho no era nuevo, ni el único; de hecho, con la ayuda de profesionales
inescrupulosos y apoyo político, se habían dedicado a jurungar los registros catastrales, en busca de casos como los
de La Granja, en los cuales fácilmente se pudieran fabricar los derechos de propiedad de las usurpaciones. El hecho
estaba consumado, el mundo sigue siendo ancho y ajeno y sólo restaba esperar por las pretensiones de los
usurpadores. La única esperanza que quedaba era lo que los 25 jinetes habían escuchado de boca del diputado
Mezones sobre lo que discutía la Cámara de Diputados en relación con el Proyecto de Reforma Agraria. Sin
embargo, su aprobación y luego su aplicación podrían durar años.
Un domingo de verano al mediodía, bajo un sol reverberante, cuando una gran parte de los granjinos asistía a un
partido de fútbol en las canchas de la casa comunal, se vieron aparecer por la loma más cercana del camino real 20
jinetes montados en esbeltos potros y cinco mulas de carga. Tres de ellos se distinguían del resto por su contextura
y vestimenta: Botas de montar, pistola al cinto, ponchos blancos de algodón con ribetes rojos, bufanda al cuello,
sombreros de pelo y espuelas de plata. Los caballos, ni hablar, negros de frente blanca, con herraduras de metal, muy
briosos, jergas de algodón, montura de fino cuero y estribos plateados. Al mínimo toque de las espuelas los corceles
tomaban la delantera o se empinaban sobre las patas traseras. Los recibe el Teniente Gobernador con cierta
suspicacia. Los jinetes de las botas desmontan de sus corceles y con cierta sutileza se dirigen a Segundo Juan para
mostrarle la documentación, invocan su colaboración para que la transferencia de las tierras se efectúe sin
contratiempos.
De acuerdo con los documentos, las instalaciones de la casa comunal se ubican dentro de los linderos de las
propiedades de los nuevos dueños, pasando desde entonces a denominarse La Casa Grande.
La mayoría de los granjinos vieron cómo lo que les había pertenecido toda la vida, en un santiamén cambiaba de
dueño en contra de su voluntad y sin remuneración alguna. Los nuevos hacendados, haciendo gala de su espíritu
filantrópico y de su gran corazón, prometieron a los desposeídos que podían quedarse en sus viviendas y trabajar
como sus peones, arrendatarios o aparceros. De ese modo lograban usurpar también la libertad de aquellos que hasta
ahora se movían libres como el cóndor en las cordilleras. Melecio perdió una de sus mejores invernas, la Uñiga;
Juan, La Banda; y Zenón, parte de La Lima. Pero aún les quedaban los potreros de Las Tunas, la Paja Blanca,
Checos y El Agua de La Montaña.
Si bien, los tres hermanos Arrieche estuvieron presentes en la toma de posesión de las tierras, sólo uno, Don
Gilberto, se quedaría acompañado de un ejército de guardaespaldas recolectados entre los más peligrosos criminales
de las cárceles de la provincia, armados de escopetas y machetes. Los otros, Wenseslao, alias Uva, y Alejandro, irían
a la región de Lajas, donde sucedía algo parecido a lo de La Granja.
Don Gilberto, un mozo joven de bigote recortado, corpulento y de andar y hablar pausado, deseaba radicarse allí en
compañía de su familia, por lo menos mientras sus hijos estuvieran en edad preescolar. Por eso amplió la casa,
dándole las comodidades de la ciudad.
La mayoría de arrendatarios , sobre todo aquellos analfabetos, se adaptaron rápidamente a su nueva situación y hasta
veían justificados los fuetazos que frecuentemente recibían del patroncito cuando no hacían los mandados con
velocidad ordenada. Otros emigraron en busca de nuevos horizontes hacia las playas del sur y de la selva. Muchos
retornaban pidiendo perdón y comprensión al patroncito al encontrarse con gente hostil en lares extraños donde
habían intentado establecerse.
Transcurridos unos meses, La Granja se vio invadida de un nuevo estilo de vida que giraba monótonamente al
rededor de La Casa Grande y de sus principales ocupantes. Un buen día, esa monotonía se vio rota por la llegada de
un joven maestro, quien había sido nombrado para dirigir la recientemente creada Escuela Fiscal de La Granja.
Sorprendido por la presencia del maestro, don Gilberto se informa del peculiar proceso de creación de la escuela y
rompe en furia. Aduce que él no necesita en su hacienda ni letrados ni literatos que vayan a inculcar ideas revoltosas
a sus peones y que le era suficiente una huella digital como identificación. Hace saber a Melecio, Juan y Zenón de su
decisión de hacer anular la resolución de creación de la escuela. A través de un hermano suyo, diputado de mucha
influencia política, eleva un informe al Ministerio de Educación firmado por todos sus arrendatarios en el cual se
demostraba que por la falta de niños, sería un derroche fiscal la apertura de la escuela. De nada sirvió la apelación de
Zenón como promotor de la solicitud original; el diputado Mezones y el propio Ministro habían cambiado su apoyo
inicial por un jugoso apoyo económico para la venidera campaña electoral.
Melecio y Juan ven afectados sus planes inmediatos, pues sus hijos habían concluido el segundo año y necesitaban
de la escuela para poder continuar con los estudios. De nada valía sus razonamientos frente al poderoso Gilberto, lo
que condujo a una indefectible y peligrosa confrontación. El primer enfrentamiento se produjo una mañana que
Óscar y César camino a la escuela al cruzarse con el hacendado no se quitaron el sombrero ni mucho menos hicieron
la reverencia para saludar al patroncito como usualmente había acostumbrado a sus arrendatarios. El portentoso
hacendado no tolera tamaña insolencia, monta en su corcel negro armado de una escopeta, y se dirige a casa de
Melecio. Al llegar frena bruscamente el caballo haciéndolo parar en dos patas frente a la humilde casa del granjero
llenando de polvo la entrada principal, y grita: Meleeeeecio!...Melecio que andaba por el zaguán de los aperos al
escuchar el barullo sale al encuentro del hacendado cubriéndose la nariz con una punta de su poncho abano y
disipando un poco el polvo con la otro mano. Antes de que Melecio pudiera decir palabra alguna, Gilberto lo increpa
con altanera voz de autoridad: ...Si no sabes educar a tus muchachos, yo te voy a enseñar cómo se hace!...y hasta
sería bueno que te eduque a tí a punta de fuetazos como hago con mis peones!...
Melecio después de escuchar las amenazadoras palabras del bravucón prepotente, parsimoniosamente entra en su
casa desconcertando a su contrincante, coge su máuser y unas cajas de municiones, sale con más prisa y carga el
arma con una cacerina delante del asombrado Gilberto, y apuntándole directo al corazón le contesta:...-Si mis hijos
no le saludan ni le hacen las reverencias que Ud. espera, es por que están cumpliendo al pie de letra mis
instrucciones...Ud. un castrador de mentes juveniles, egoísta, incultivado, propiciador del atraso de nuestros pueblos,
usurpador de libertades y corruptor de conciencias, no se merece ni siquiera un saludo de cortesía!... Váyase antes de
que dispare y manche mi honor en vano; no regrese nunca por aquí, ni ande por allí amedrentando a los míos!. Ya
sabemos cómo nos han despojado de nuestras querencias, pero no permitiré que despoje también a mis hijos del
único bien duradero que les puedo proporcionar: La educación!...Sólo así ellos no estarán más en desventaja frente a
los señorones... como Ud.!... Largo, pues, largo!... O disparo!!!
El hacendado no había previsto la reacción del campesino, ni mucho menos la suya frente a la de Melecio. Pese a
que la insulina se le subió hasta la punta de los cabellos, tembloroso y sudando de temor, escuchó nítidamente cada
frase de su interlocutor y viendo que su amenaza se había convertido en un bumeran, torció la rienda de su caballo,
dio media vuelta y se alejó del lugar, al principio lentamente y cuando consideró que el peligro había pasado , clavó
las espuelas en los ijares del inocente animal. Luego de un largo recorrido, lentamente le volvió la sangre a las
venas, y entonces, rumbo a la Casa Grande hacía un recuento de lo sucedido reprochándose su imprudencia de haber
creído que todos los campesinos tendrían las mismas reacciones frente a situaciones similares; rápido aprende que
no todos los campesinos son como sus peones ni que existe tal homogeneidad en el comportamiento. A pesar de la
humillación a que fue sometido, el calculador hacendado empezaba a sentir respeto y cierta admiración por Melecio.
Era más prudente dejar las cosas así evitando una confrontación mayor de la que no estaba seguro de salir bien
librado y lo peor de todo, ya temía que sus propios peones podrían algún día seguir el ejemplo de Melecio o por lo
menos tomar partido. Para suerte de éste último, la tirantez entre ambos bandos no llegó a mayores y poco a poco se
fueron limando las asperezas bajo un tácito acuerdo de respeto mutuo y evitando las intromisiones de lado y lado, a
tal punto que los muchachos lentamente empezaron a frecuentarse especialmente durante las vacaciones, cuando
juntos salían de casería o a recoger moras para las mermeladas que al estilo costeño solía preparar doña Clariza,
esposa del hacendado. Inclusive Beto, el segundo hijo de Gilberto asistía a las clases de matemáticas que Zenón
impartía por costumbre, a sus sobrinos.
Preocupados por solucionar el problema de la educación de sus hijos, Melecio y Juan oportunamente lograron un
permiso del Director del Colegio de Querocoto para que sus hijos quedaran inscritos oficialmente en ese centro de
estudios y recibieran las clases de un profesor particular en casa, siguiendo los planes y programas oficiales, claro
está, y sometiéndose a una evaluación bimensual en el recinto del colegio en Querocoto.
Aún faltaba por resolver lo del profesor. No fue difícil convencer a Zenón que cubriera la plaza a pedido de sus
hermanos y demás familiares con retoños en edad escolar. Aceptó dar las clases a cambio de que los padres de
familia trabajaran un día de la semana para él en sus chacras haciendo labores de que de otro modo tendría que
efectuarlas durante la semana. Las inscripciones llegaron a 24 compuestas totalmente por el grupo familiar.
Rápidamente se construyó un rústico local y se iniciaron los estudios bajo un estilo, probablemente único en todo el
país: a distancia. La primera evaluación se llevó a cabo, como planificado y acordado con el director, después de dos
meses. Para ello, el maestro y sus 24 alumnos, montados sobre briosos potros, cual gladiadores del antiguo imperio
romano, cabalgaron durante cuatro horas las 20 leguas que separa a La Granja de Querocoto, pero en vez de escudos
y espadas, iban armados de conocimientos que verterían frente al jurado pueblerino. La formación que Zenón había
adquirido en Querocotillo y en las Escuelas Argentinas empezaba a dar su fruto; el más lerdo de sus jinetes
aventajaba con creses al estudiante medio de Querocoto.
El viaje de ida se efectuaba en cualquier orden, pero para el regreso, el maestro cuidaba de que por lo menos la
partida del pueblo y la llegada a La Granja se hicieran en estricto orden de mérito, establecido por las notas del
examen. Con la anuencia de las autoridades de pueblo, Zenón había acostumbrado a sus discípulos a dar dos vueltas
a la plaza de armas previo a la partida proclamando vivas por Querocoto y por La Granja al pasar frente a la entrada
principal del colegio. Al principio, los querocotanos se sentían recelosos del triunfo de los campesinos, pero
lentamente se acostumbraron a la idea y más bien extrañaban el pintoresco espectáculo de su entrada y retiro. Entre
ellos admiraban a uno en particular, el pequeño César, el segundo hijo de Melecio, quien siempre ocupaba el mismo
lugar en la marcha de la retirada, a la retaguardia de su maestro al frente de sus compañeros, posición que conservó
durante los tres largos años que duró el va y ven de los granjinos. Para los querocotanos había quedado grabado
como, una impresión indeleble el espectáculo inicial del primer año, por lo que al finalizar dicho período le
otorgaron al maestro Zenón una merecida placa de reconocimiento cuyo texto se iniciaba así: Para los 25 jinetes del
54 ...
5. EN BUSCA DE LA CIVILIZACIÓN
Después de tres (3) largos años de un periódico vaivén que pendulaba entre la Escuela de Zenón y Querocoto, los
jinetes de la Granja se acercaban a la recta final. Los exámenes de fin de año del quinto de primaria constituían un
gran acontecimiento para los Granjinos, pues muy pocos allí habían logrado hasta entonces esa meta. Era la primera
cohorte que se equiparaba con lo que tradicionalmente, en forma extra-oficial y a muy reducido perfil, ofrecían las
Escuelas Argentinas.
El maestro Zenón, para concluir a cabal satisfacción suya y de los Granjinos que habían depositado su confianza en
él para la formación de sus pupilos, había previsto un período intensivo de concentración, durante el cual se
efectuaría una revisión minuciosa de todos los conocimientos adquiridos desde la creación de la peculiar Escuela.
Como quiera que dentro de pocos días se llevaría a cabo el examen final en presencia de examinadores
estrictamente seleccionados en la zona educativa provincial en Chota, Zenón había planificado un apretado
cronograma de repaso de los temas más importantes: Lunes, Ciencias Naturales; martes, Historia y Geografía;
miércoles, Matemáticas; jueves, Educación Cívica; viernes, Castellano y sábado por la mañana, Religión; la tarde
de este último día fue de esparcimiento; se llevó a cabo un gran almuerzo a las orillas del río Paltic; combinando los
bocadillos con frecuentes zambullidas en la gran poza que se había construido en el propio lecho del río para que
sirviera como piscina del balneario durante las horas de recreo.
Domingo por la mañana los muchachos y el maestro desempolvaron los aperos, ensillaron sus caballos y
se prepararon para partir hacia la arena. Al siguiente día enfrentarían con muy buenas armas a sus contrincantes, los
examinadores Chotanos. Sólo que esta vez no viajarían solos, sino acompañados por sus padres y familiares más
allegados, unos a caballo, otros a pie para celebrar el acontecimiento como se debe; al igual que para la mayoría de
las comarcas, probablemente ésta constituía la primera vez que se celebraría una graduación de estudios primarios
para muchachos campesinos como los granjinos.
La ocasión era muy propicia para lucir los mejores atuendos, por lo que el viaje parecía un desfile
colorido de modas a lo largo de los senderos del Inca: Ponchos abanos y granates nuevos, bayetas y polleras floridas,
sombreros de paja y llanques de jebe de la mejor llanta. Era impresionante la motivación de los participantes en el
viaje, matizada por vivas a la Granja, a Querocoto, al maestro Zenón y a los restantes 24 jinetes.
El entusiasmo de los viajeros aumentaba cual manantial que iba siendo alimentado por el aguardiente que
fluía de las botellas que pasaban de mano en mano entre los viajantes. Los únicos que, a pesar suyo y del maestro, no
podían beber eran los 25 jinetes; para ellos, la celebración sería posterior a su enfrentamiento con los presumidos
pueblerinos.
Luego de desandar las 20 leguas que siempre han separado la Granja de Querocoto, la comitiva granjina
hace su entrada triunfal en el pueblo. Los Querocotanos, acostumbrados sólo a las anunciadas llegadas de los 25
jinetes durante los tres últimos años, quedaron atónitos al observar que más de 100 acompañantes tomaban
pacíficamente posesión de la plaza de Armas. El gobernador del Distrito Don Grambel Pérez, da la bienvenida a
Segundo Juan, Teniente Gobernador de la Granja, y a toda la comitiva. Luego del asombro inicial, los
Querocotanos, haciendo gala de su reconocida hospitalidad, se encargaron de ubicar a los huéspedes en pensiones,
posadas y casa de familia y conducen a los corceles a los potreros más cercanos. Los fonderos empiezan
inmediatamente a preparar lo mejor de sus menús para aquellos que en vez del acostumbrado fiambre prefieran
degustar el sabor de la comida Querocotana.
El maestro Zenón y su esposa Dominga se alojaron en la casa del Director de la Escuela, Lorenzo
Pomiano; Melecio y Juana fueron invitados por su comadre, doña Faustina Pomiano, madre del Director; Juan y
Domitila se quedaron en casa del Gobernador Grambel Pérez. Los miembros del jurado Examinador también habían
aceptado la invitación del Director, por lo que a la hora de la cena fueron presentados a Zenón. Los Chotanos ya
conocían la reputación de Zenón y de sus discípulos y sentían curiosidad por constatar personalmente lo que se decía
de los Granjinos. Al igual que los maestros de Querocoto se sentían impresionados por el rendimiento de uno en
particular, el pequeño César, quien había mantenido hasta entonces un inusual récord, a la cabeza de todos los de su
promoción. Al día siguiente se les presentaría la oportunidad que estaban esperando.
Durante la tertulia de sobremesa Zenón se iba informando del examen de ingreso a la secundaria;
íntimamente anhelaba que por lo menos unos de sus alumnos, el pequeño César, tuviera la oportunidad de seguir con
el siguiente nivel. No se trataba de la capacidad intelectual y/o académica, sino sólo estaba condicionado por el
reducido poder económico de los granjinos, pues los únicos colegios secundarios se encontraban en Chota, capital de
la provincia, una ciudad cuyo horizonte se le antojaba prácticamente fuera del alcance de los Granjinos. Durante la
entretenida conversación, salieron a flote dos aspectos que hicieron germinar las esperanzas de Zenón de cumplir
con sus anhelos. El primero, la beca que ofrecía el colegio San Juan de Chota para el alumno que ocupara el primer
lugar en el orden de mérito en Querocoto; y el segundo, se refería a un conjunto de becas que ofrecía el gobierno
Nacional dentro de un denominado "Programa 40 de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la
Alimentación (FAO)” para aquellos alumnos que aprobaran el examen de ingreso en el Instituto Nacional
Agropecuario Nº1 de Chota con una nota sobresaliente.
Para César, la beca del San Juan era un objetivo prácticamente logrado; pero para Zenón se vislumbraban
dos grandes barreras muy difíciles de franquear. De un lado, la vox populi de que los maestros Querocotanos,
quienes también intervenían en las calificaciones, no permitirían que el primer lugar en el orden de mérito recayera
en alguien que no hubiera estado bajo su control académico directo en Querocoto, aunque así lo mereciera. Por el
otro lado, aunque el primer obstáculo pudiera ser vencido, Zenón se preguntaba si estaría un niño de apenas 12 años,
en capacidad de soportar la hostilidad de la gran provincia?; estarían sus padres dispuestos a que el pajarillo
levantara el vuelo por cuenta propia aún sin que le hayan crecido suficientemente las alas?. Así pues, la beca
del San Juan no dejaba de ser una malograda esperanza . Las becas del Agropecuario abrían mejores perspectivas
para los granjinos, siempre que el maestro pudiera convencerse a los padres de familia de hacer la inversión del
viaje a la Provincia dando la oportunidad a los muchachos de probar suerte, ya que la competencia se extendía hacia
los 16 distritos que conformaban su organización política y el número de becas disponibles para ese año era muy
reducido, sin contar con la necesidad de disponer de algún tipo de apoyo en la capital.
Luego de una larga pero entretenida velada los maestros se retiran a sus aposentos para descansar. Para
Zenón, los minutos se convierten en largas horas meditando sobre lo que había escuchado durante la noche y sobre
lo que sucedería al día siguiente. En su mente bullían planes, metas y senderos imaginarios por los cuales recorrían
sus discípulos, cada uno a su propio ritmo. Uno de los senderos, el de César, se le antojaba como una línea luminosa
que se proyectaba hacia el infinito y que al perderse en el horizonte penetraba en un laberinto de sucesos que ni él
mismo lograba descifrar. Soñaba el maestro despierto o quizás sólo estaba vislumbrando el camino que el caminante
tendría que descaminar?.Si el sendero del destino de cada quien es único y está trazado ya en la Bóveda Celeste,
entonces era cuestión de ubicar al muchacho sobre los rieles y rumbo correctos para que pueda rodar, abriendo
camino para sí mismo y para los granjinos, porque esta vez sí: caminante no hay camino, se hace camino al andar. En
sus interiores, sin embargo, el maestro luchaba contra aquellos axiomas de la antigüedad en el sentido de que no todo
lo que está escrito tiene necesariamente que suceder y que los astros predisponen, más no disponen.
Al día siguiente, las pruebas se iniciaron a las 9.00 AM y a eso del medio día ya los del 5º grado habían
abandonado las aulas. La corrección de los exámenes escritos se efectuó durante la tarde y a primeras horas de la
noche se conocían los resultados. Después de una larga deliberación el jurado se vio en la obligación moral de
cambiar su preconcebida evaluación, llegando a la conclusión de que existía un empate por el primer puesto en el
orden de mérito de la promoción entre César, el granjino y Manuel Cardoso, el de Querocoto. La beca para el
Colegio San Juan hubiera tenido que echarse a la suerte si Melecio voluntariamente no hubiese cedido los bien
ganados derechos de su hijo en beneficio del avispado Manuelito; considerando las pocas posibilidades que poseía
de enviar a su hijo a Chota y habiéndose enterado antes del examen que César ocuparía el segundo lugar, estaba
emocionado, contento y orgulloso de que su hijo hubiera obtenido el merecido reconocimiento; aunque más tarde
recibiera con mucha tristeza la noticia de que Manuelito no pudiendo soportar la presión de los chotanos, abandonó
los estudios del San Juan, habiéndose perdido así la oportunidad que brindaba la beca. La diferencia entre el
rendimiento de ambos ha debido ser muy marcada para que los maestros Querocotanos se hayan tenido que transar
por el empate. Así pues, como iban las cosas Granjinos y Querocotanos en medio del jolgorio, entre cohetes,
bombos y platillos se entremezclaron en una gran celebración hasta altas horas de la noche.
A avanzadas horas de la mañana del siguiente día, después de la culminación de los actos oficiales de cierre
del año escolar, los granjinos concentrados en la plaza de Armas se preparaban para el viaje de regreso. Los 25
jinetes estaban listos para hacer su última vuelta alrededor de la plaza en formación india; saludan respetuosamente a
las autoridades civiles, militares y académicas que ocupan el palco improvisado delante de la Escuela en ocasión de
las festividades escolares. El gobernador del distrito toma la palabra para despedir a los visitantes y aprovecha la
ocasión de entregar al maestro Zenón una placa cuyo texto se iniciaba así: a los 25 jinetes del 54. El discurso de
despedida fue pronunciado por Zenón, quien pletórico de emosión hizo un recuento de su experimento académico y
del positivo resultado que había logrado. Agradece la comprensión obtenida hace tres años para la apertura de su
Escuela, con mucha nostalgia y profunda tristeza se apresta a dar la vuelta por última vez alrededor de la Plaza de
Armas.
Si el viaje de ida a Querocoto fue pintoresco, no lo es menos el de regreso a la Granja; mucho más el
recibimiento del que son objeto los muchachos. Coincidiendo la celebración con la Navidad, todos los Granjinos se
habían concentrado alrededor de la Casa Grande y disfrutaban de los tradicionales chicharrones de chancho, chicha
de jora, guarapo se caña y los infaltables buñuelos.
Hacía más de medio año que la Casa Grande había cambiado de ocupantes. Don Gilberto y doña Clariza se
habían mudado a Chiclayo, Uva, y su esposa Amelia los reemplazaban en la Granja. Los nuevos hacendados, un
tanto ajenos a lo sucedido con la Escuela observaban sorprendidos las celebraciones y con mucha curiosidad
escuchaban el relato de Zenón sobre las calificaciones de César, del modo como le habían arrebatado la beca para el
colegio San Juan y el asunto de las presuntas becas para el Colegio Agropecuario. Por una felíz coincidencia doña
Amelia era Chotana y sus padres, don Benjamín Hoyos y doña Amalia conocían muy bien al Director del Instituto
Nacional Agropecuario Número 1 y prometió abogar ante sus padres para que fungieran de representantes de los
muchachos granjinos que desearan postular al examen de ingreso en dicho Colegio. Muy pronto después de las
celebraciones Melecio y Juan se reunieron con doña Amelia para ultimar los detalles del viaje. Las pruebas se
llevarían a cabo en unas cuatro (4) semanas y no se podía perder tiempo ni desperdiciar esa oportunidad. Sólo tres de
los 24 jinetes que aprobaron la primaria probarían suerte en Chota: Gonzalo, hijo de Segundo Juan y los hijos de
Melecio.
Para el resto su formación apenas había constituído un roce con la civilización porque tendrán que retornar
a las tradicionales labores campesinas y de seguro formar sus propios hogares más pronto de lo acostumbrado,
engrosando así el círculo vicioso de la monotonía campesina, en el cual, probablemente en corto tiempo olvidarán
la mayor parte de los conocimientos teóricos recibidos de Zenón.
Aprovechando del tiempo que aún faltaba para el viaje, doña, Amelia, amable y expontáneamente, ofreció
a los tres (3) muchachos unas charlas de orientación sobre el modo de vida en la Provincia, la forma de comportarse
y porque no, de cómo defenderse de las hostilidades y agresiones a las que seguramente estarán sometidos por los
citadinos desde el mismo instante en que pongan un pie en su territorio.
- ...No permitan nunca que motejos y remedos les desmotiven en su búsqueda de la civilización-..., les
decía doña Amelia...- La vida en la ciudad para un campesino puede ser muy cruel, pero si se apegan a lo que dice el
refrán a donde vas haz lo que vieres, muy pronto y para su propia sorpresa se verán franqueando esa barrera y una
vez que se sientan montados en el potro, no necesitarán hacer otra cosa que arrear con él-..., agregaba la gentil
señora.
El momento había llegado, Melecio, Juan y los 3 muchachos se aprestaban para partir. Esta vez la
despedida fue más bien triste. Los jinetes se alejaron dejando atrás de la polvareda un melancólico llanto de las
madres y hermanas, unas caras cabizbajas y meditabundas de los familiares que con una voz tenue y apagada
pronunciaban el Adiós y buena suerte. Incluso el maestro Zenón no pudo resistir la emanación involuntaria de unos
cuantos Crisoles que rodaban por sus mejillas debido a la presión que ejercía la angustia en su corazón el que subía
intermitentemente hasta la garganta, como un augurio quizás, de la gestación de un mundo radicalmente distintos
para los muchachos, el de la llamada civilización, deslumbrante y desconcertante, infinito, abismal, peligroso,
incierto e impredecible.
Para llegar a Chota, los viajeros tendrán que pasar por Querocoto, desandar a caballo las 20 leguas adicionales
hasta Huambos y transbordar allí a un autobús o seguir el recorrido en un camión de esos que cada 3 días suben de
Chiclayo a entregar y recoger la carga de los comerciantes chotanos. Desafortunadamente debido al mal tiempo no
se avisora que pueda subir un autobús, por lo que decidieron hacer el recorrido que faltaba montados sobre la carga
de Mi buena fortuna, un camión repleto de sacos de arroz y de azúcar. Los granjinos no eran los únicos pasajeros
que transportaba el camión; antes que ellos ya habían subido los candidatos provenientes del propio Querocoto,
Querocotillo, Santa Cruz, y de Huambos. En el trayecto se les unirían además los de Cochabamba, Chigirip, La
Paccha, Sócota y Lajas, Las cuatro (4) horas de viaje que se hubiera requerido normalmente se transformaron en el
triple del tiempo, pues había que parar antes del paso de cada quebrada para limpiar la vía de los escombros
arrastrados por las crecientes, las cuales se les antojaban a los pasajeros como maldiciones de la naturaleza en contra
del deseo de los muchachos de llegar a tiempo para las pruebas de admisión. Según el decir de los camioneros, hace
tiempo que no se había dado un invierno tan fuerte y pareciera que éste se empeñaba en evitar la llegada de los
novicios a la capital de la provincia. Pero con la férrea voluntad del bamboche conductor ayudado por el chulío y por
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  • 1. UN PROFESOR COMANCHE Edilberto Guevara Pérez Universidad de Carabobo Valencia / Venezuela Diciembre de 1998 ISBN: 980 - 328 - 647 - 1 Depósito Legal: LF04119998001820 INDICE Prólogo Presenatación Dedicatoria 1. El Fantasma de la Casa Vieja 2. La Conquista 3. Los Arrieros de la Granja 4. Los 25 Jinetes del 54 5. En Busca de la Civilización 6. Cabalgando sobre el Lomo de la Civilización 7. Todos Vuelven 8. El Asalto a la Ciudad Prometida 9. No hay Retorno 10. Un Granjino en el Club de la Vaca Lechera 11. Un Profesor Comanche 12. Comanche Cabalgando el Corcel Teutón 13. Un Destierro Involuntario 14. Un País para Querer 15. Esplendor y Ocaso de la Granja
  • 2. PROLOGO Una docena de años atrás, cuando mi hijo, Jorge, hizo su aparición en este mundo, tomé la determinación de escribir algo que lo pudiera divertir cuando aprendiera a leer. Para seleccionar el tema navegué por los diferentes tipos de material que se orientan a los niños en sus varias etapas de desarrollo infantil y llegué a la conclusión de que, además de existir mucho material de mejor calidad que la que yo podría lograr, no deseaba ofrecerle lo que sólo hojearía en alguna de esas fases. Deseaba que mis escritos, por muy imperfectos que llegaran a ser, le acompañaran por más tiempo. Nada podría estar más cerca de ese deseo que una narración compuesta de episodios que transcurren a lo largo de una porción del zigzageante camino que he ido haciendo al andar; ahora, al volver la vista atrás, encuentro que, adornados de un toque de imaginación y un poco de creatividad, constituyen fiel reflejo de hechos que realmente sucedieron y que han podido o pueden suceder, aunque los personajes sean ficticios. Estoy convencido de que mis narraciones no se limitan a sucesos acaecidos en el rincón de tierra donde se desarrollan; probablemente hayan ocurrido u ocurran situaciones similares en todos los países latinoamericanos y en otros de lenguas extrañas que aún caminan hacia el desarrollo; estoy seguro de que todavía se repiten a lo largo y ancho de la geografía del Perú. Por eso, después de rasguear las líneas de la primera narración mi espíritu se niega a seguir adelante sin matizar lo que viene atrás con un tinte de protesta que emerge en lontananza como un iceberg sobre la llanura de mis recuerdos y añoranzas y se eleva como una voz altiva que dice basta! Los relatos transcurren en un tiempo de apertura mental de las élites latinoamericanas que permitieron la democratización de la educación y el acceso de las mayorías a los centros de formación. Ahora que en nombre del liberalismo económico las mismas élites dan paso atrás, y pretenden desarticular la torre de cristal que se ha constituido en las cuatro o cinco décadas pasadas, es oportuno leer las historias que se cuentan porque aún arrojan un aroma de frescura, por no decir que están remedando el futuro. Mi formación técnica de ingeniero ha moldeado el hemisferio izquierdo de mi cerebro creándome serias barreras para producir algo que se pareciera a literatura. A pesar de que durante el tiempo transcurrido he revisado los manuscritos una y otra vez, estoy seguro de que he fallado en mi intento de lograr que el hemisferio derecho entre en actividad plena. Ahora que mi hijo ya puede entender lo que he escrito, y debido a que dentro de su estilo, las narraciones muestran situaciones que llaman a reflexión por que aún pueden estar sucediendo o van a suceder en algún lugar, y por que la voluntad indoblegable y el esfuerzo sostenido del personaje central son dignos de emular, he decidido colocar un punto final a las revisiones y someter el escrito al juicio crítico del lector. El autor
  • 3. PRESENTACIÓN Presentar este libro de Edilberto Guevara, constituye para mí una experiencia doblemente grata. Por un lado, porque el autor es ingeniero agrícola de la especialidad de Hidráulica de la Universidad Nacional Agraria La Molina (Perú) compartiendo conmigo esa vocación ingenieril, siendo, además, compañero de docencia en la Escuela de Ingeniería Civil de la Universidad de Carabobo y, por otro lado, porque compartiendo conmigo también la vocación literaria, me ha ofrecido la posibilidad de entrar en ese fascinante mundo de la latinoamericanidad cuya riqueza vital desborda, con creces, los criterios de la imaginación para ubicarse en el ámbito de lo real maravilloso. Este libro, ubicado desde ya en el linaje de la producción literaria de alto contenido telúrico social, considerado por el autor inicialmente como un conjunto de relatos testimoniales, constituye, a mi modo de ver, un corpus novelístico, por cuanto en él se conservan los hilos existenciales del personaje central y de los personajes secundarios, en cuyo desenvolvimiento se circunscribe un universo, un largo periplo que viene a cerrarse en el espacio, en el tiempo y en la dimensión de lo existenciario. Es así como EL PROFESOR COMANCHE viene a ser, en términos vivenciales, una vasta experiencia, la mítica trashumancia del hombre anónimo de nuestros pueblos vírgenes y agrestes, que aún en el oteo de su estirpe aborigen vislumbra un promisorio universo. Escribo estas líneas un tanto al desgaire, con la misma premura con la que Edilberto Guevara ha querido publicar la obra, premura contenida quiero decir, por lo que me ha dicho en el sentido de querer darla a la luz sin las exhaustivas e interminables revisiones. Esto es en general lo que percibimos de este luminoso contexto narrativo, de este riquísimo documento en su versión original y cruda, porque en lo particular, en lo formal, en lo que es minuciosa literatura, aún cabe esperar. Celebremos, pues, por el gran aliento de este libro, innegable acervo de esa copiosa latinoamericanidad que aún espera por sus escritores. Celebremos, con generosidad y entusiasmo, por su clara aventura y por su destino inexpresable. Enrique Mujica.
  • 4. DEDICATORIA El protagonista de las historias que aquí se narran dedica esta obra, con palabras prestadas de L.J. Pantín y de A. Valdelomar, a las madres campesinas del mundo, y en especial al testigo presencial de su existencia, de sus andares, del esplendor y del ocaso de La Granja: Con amor para Juana su progenitora: De ojos opacos, de mirada triste. Sus cabellos al aire, sus senos idos; sin línea de mujer; de vientre grande. Sus piernas cansadas sobre pies abiertos, a la tierra asidos. Su vestido caía sin color, cubriendo su cuerpo marcado de esfuerzos amaneciste aquel año de turno, con migo en tu vientre, un poco debajo de tu corazón. Yo lo sentía y de allí manaban tus largas esperas, tus ratos de amor. Sabía que era tuyo, y en el lecho obligado donde caías dormida un palpitar de ternura a veces sentía. Allí pasé nueve lunas y me fui marcando con tu pensamiento; y medí confiado cómo defendías mi pequeñez, de lo que sufrías. Me alumbraste de pie a la orilla del río; y nací pequeño en manos de una partera bonito y niño como tú un día también naciste. Crecí muy libre y bebí rapaz de tus senos idos, que en aquel entonces volvieron un poco para darme vida, para irse más. Pegado a tu regazo me mantuviste un tiempo, mientras aprendía en tus ojos a ver el filón de amor que de ti manaba y que yo bebía como cosa mía. Pronto me destetaste para dar el turno a los que atrás venían; temeroso me fui alejando de ti sin decirte nada; me quedé en vilo sin tu amor conmigo, aquel que tú seguías repartiendo con la misma intensidad que a mi me diste; mientras tus senos se seguían yendo. Y así deslicé mi infancia, serena, triste y sola; en La Granja, una aldea lejana enclavaba en la cordillera en el manso rumor con que, del viento, muere una ola y el doloroso tañer de una vieja campana Dábame el río la nota de su melancolía; el cielo azul, la serena quietud de su belleza. Tus besos, una dulce alegría; la caída del sol, una leve tristeza. En las frías mañanas de invierno, al despertar sentía el cantar de los ruiseñores como una melodía El sonido ronco del (río) Paltic bramador y lo que él mediera aún en mi alma persiste. Tú siempre fuiste callada; mi padre fue triste la alegría nadie me la supo enseñar Y hoy desde mi voluntario exilio en estas tierras lejanas donde aún sigo cantando triste, Cómo te recuerdo!. Qué mujer tan linda!. CÉSAR,
  • 5. 1. EL FANTASMA DE LA CASA VIEJA Melecio, el mayor de 13 hermanos habidos en la unión de Don Juan y Doña Nazaria, se había mantenido soltero por un tiempo más dilatado del usual en la Comarca de "La Granja". Su soltería no tenía nada que ver con el deseo de mantener su libertad, sino más bien se debía a la responsabilidad que se había echado en hombros del cuidado de los 12 vástagos restantes del viejo Juan; pues éste, aún se dedicaba a hacer gala de su nombre, aprovechando la ascendencia entre las féminas de haber sido soldado revolucionario que luchó junto a los montoneros de Benel en un intento frustrado de derrocar al Gobierno del último quinquenio del siglo pasado, descuidando un poco sus obligaciones de padre de familia. Melecio, compensando un tanto el irresponsable comportamiento de su padre, y debido a la abnegada tarea de Doña Nazaria, su madre, de hacerlo hombre antes de tiempo, tuvo una infancia muy corta, pronto se convirtió en un maduro muchacho de recia personalidad y de una capacidad sorprendente para el raciocinio, por lo que su padre fácilmente le había delegado a temprana edad la mayoría de sus funciones y responsabilidades. Esto por supuesto le iba granjeando el respeto y admiración, no sólo de sus contemporáneos en la Comarca, sino también de los de mayor edad, a tal punto que, en las tertulias vespertinas, al finalizar las labores cotidianas, siempre salía a relucir lo fundamentoso que era el muchacho y el solapado deseo de aquellos con hijas en edad casadera de integrarlo a sus respectivas familias. A pesar del acecho directo de las muchachas de la Comarca y de las insinuaciones de sus progenitores, Melecio se había convertido en un hueso muy duro de roer, pues por sobre todo, se aferraba a la promesa que había hecho a su padre, cuando aún era niño, de formarse una buena posición económica antes de contraer matrimonio, para que sus hijos no corrieran la misma suerte de él y sus hermanos. Con el pasar del tiempo, Melecio y sus siete (7) hermanos, cada quien a su propio ritmo, concluyeron su segundo grado en la Escuela Fiscal de La Granja, máximo nivel académico que se podía alcanzar en dicha escuela. Sólo uno de los menores, Zenón, continuó con el resto de los estudios de primaria en Querocotillo, habiendo incluso cursado el sexto grado por correspondencia en las Escuelas Argentinas. Al mismo tiempo ayudado por su buen tacto de comerciante, a juicio de los granjinos, había adquirido una respetable base económica mediante la agricultura, el engorde de cerdos y el comercio de granos y ganado vacuno. Para Melecio, convertido ya en un treintón maduro, había llegado el momento de hacerse a la caza, mejor dicho de dejarse cazar por aquella que deberà convertirse en la progenitora de su descendencia. El problema no era pues, encontrar consorte, sino saber escoger entre el ramillete que estaba ala vista, aquella rosa que pudiera cumplir a cabalidad el papel maternal para la prole. El era conocido también en las comarcas vecinas, por lo que la elección se tornaba aún más difícil. Sin embargo, doña Nazaria le había puesto el ojo a Juanita, una bella muchacha de sólo 16 años, la mayor de las siete (7) hijas de don Anastasio y doña Florinda. - Hijo, le decía doña Nazaria... -cásate con Juanita, es bella y muy comedida, con apenas 16 años, sabe ya cocinar, bordar y tejer y es una de las pocas de por aquí que ha llegado hasta el primer grado. Estoy segura de que ella será una buena compañera y una buena madre; ya he hablado con doña Florinda y tanto ella como don Anastasio sólo esperan que tu papá va a pedirles la mano de la muchacha… Melecio replica... -Es verdad mamá, en eso he estado pensando estos últimos tiempos y por más que le doy vueltas en la cabeza, siempre llego a lo mismo, a la china Juana; hablaré con papá para que haga los arreglos de rigor y así fijar la fecha del casamiento; pero eso sí, tiene que ser después de terminar la casa... Un viernes por la tarde, don Juan, junto con dos notables ancianos de la Comarca, don Angel y don Eulogio, ensillaron sus caballos y cargando un par de botellas de aguardienteen sus alforjas, se hicieron camino hacia Quebrada Honda, donde vivía don Anastasio. Entre trago y trago, el viejo Anastasio, sin el menor disimulo de su alegría por salir con éxito de su primera mercancía, no sólo cedió la mano de su hija, sino que ofreció siete (7) yuntas de bueyes y 14 jornaleros para cargar la madera desde la montaña, que serviría para construir la casa de su futuro yerno. La hora de las competencias había llegado y los notables que apadrinaban a Melecio, un poco pasados de alcohol, no podían quedarse a menos y también ofrecieron siete (7) yuntas cada uno. Con el material que el hacendoso Melecio, algunas veces ayudado por su padre, había ido acumulando y las 21 yuntas prometidas para el acarreo de la madera, la casa era un hecho en un corto tiempo. La construcción no podía tardarse más de 7 semanas y la boda fue fijada para el 13 de marzo venidero, la misma que se celebró pomposamente en el pueblo vecino de Querocoto a unas siete (7) leguas de La Granja. Después de la boda, la pareja estrenaba la casa, ubicada en una colina redondeada a unas siete ( 7) cuadras del camino real, desde donde se dominaba completamente el valle del río Paltic en cuyo margen derecho yacían las chacras y potreros de Melecio. El sitio no podía ser más estratégico, pues había sido escogido cuidadosamente por él mismo, al igual que el diseño arquitectónico, que respondía a las necesidades del presente y del futuro de la
  • 6. pareja. Por lo pronto, una amplia cocina con un elevado fogón formado por nueve ( 9) tulpas agrupadas de tres (3) en tres (3), para que Juana pudiera cocinar tres potajes distintos al mismo tiempo sin necesidad de sentarse en el suelo; en los altos de la cocina, el lugar para las cecinas y los quesos. Hacia el lado Oeste y separados de la cocina por un estrecho callejón, dos habitaciones contiguas: la primera que serviría de dormitorio para la joven pareja, equipada con una amplia tarima sobre la que iría un grueso colchón de finos helechos; la segunda prevista en sus dimensiones para los 3 ó 4 primeros descendientes. El terrado de las habitaciones, dividido en ambientes separados para huéspedes y para almacenar los granos de maíz, frijoles y arvejas. Una tercera habitación, más bien con el aspecto de un pabellón semiabierto serviría para almacenar los aperos de labranza y los de montar; las paredes fueron hechas de barro y el techo a dos aguas y de broza de caña. Por la parte de atrás de la casa se encontraban corrales separados para las ovejas, cerdos y gallinas; por los costados y la parte delantera, un amplio huerto para verduras bordeado y surcado por árboles de chirimoya, palta, naranjas y limoneros. Un pequeño rectángulo del huerto fue reservado a pedido de Juanita para especias, condimentos y yerbas medicinales: culantro, orégano, paico, ají rocoto, perejil, yerba buena , yerba del hombre, yerba luisa, llantén y muchos otros. Así era el ambiente donde la pareja inició su nueva vida, muy felices, auque gradualmente se convirtió en una esperada monotonía: Juana, hilando, tejiendo y bordando en los tiempos libres que le dejaban la cocina, el ordeño y el cuidado de los animales y el huerto; Melecio, labrando la tierra negociando con los vecinos y forasteros. Apenas habían transcurrido 10 meses desde aquel día en que se consagraron en matrimonio, un siete (7) de enero nació Óscar, el primogénito. Era tan minúsculo el pequeño, que más bien parecía un sietemesino, pero siempre sería el orgullo de Melecio, pues representaba alguien a quien moldear a semejanza suya, por lo que el acontecimiento se celebró con gran pompa. Melecio mandó sacrificar el cerdo más grande que había estado cebando para la ocasión y Juana bajó del terrado los quesos más añejos que habìa estado almacenando. El hecho de celebrar al mismo tiempo el derramamiento del agua, no podía ser para menos, mucho más siendo el padrino de ese prebautizo el respetado don Santos. A la celebración asistieron casi todos los familiares y amigos de la pareja. El tiempo pasaba semana tras semana, y en ese correr, cada vez que Melecio se acercaba al pequeño, creía encontrarlo igualmente pequeño, pero con facciones cada vez de más hombrecito. A pesar de su mente racional y analítica, en ese contemplar se mezclaban en sus pensamientos sentimientos agoreros, abluciones, dichos costumbristas y paganos; no podía apartar totalmente de su mente la coincidencia de los 7s. y los 13s. que se habían entremezclado en los acontecimientos más importantes de su transcurrido destino. Su obsesión llegó a tal extremo de no permitir más que el pequeño siguiera durmiendo solo en su habitación; desde entonces lo hacía en la cama grande entre los dos progenitores. Todo empezó la noche de un sábado en que Melecio en compañía de sus amigos bebía unas copas brindando por lo fructífero que había sido la semana que acababa de pasar, celebrando al mismo tiempo el negocio que acababa de cerrar de una punta de ganado con don Eloy Gastelo, el ganadero costeño que había conocido en el mercado de las vacas en uno de sus viajes a Chongoyape. El forastero, que había corrido más mundo que los de la Granja, después de chupar suavemente parte del contenido del libatorio, aclaraba la garganta y empezaba a contar muchos cuentos sobre espíritus del bien y del mal, de Cristo y anticristos, lloronas, duendes, encantamientos y almas en penitencia. Melecio prestaba más atención a lo que decía el forastero que al consumo de aguardiente. Agotado por la tertulia y el alcohol esa noche se acostó tarde, pero debido a su liviano sueño, estaba seguro de haber visto a su pequeño flotando en el aire por sobre la cama grande, pues no podía ser que una pesadilla se parezca tanto a la realidad. Unas manos invisibles sostenían al niño como si fuera uno de esos angelitos que Melecio había visto en la cúpula del altar mayor de la iglesia donde se celebró su matrimonio. Lo que más le extrañaba era que esos seres mitológicod inexplicables hayan frecuentado una casa nueva, cuando se conocía que siempre escogían como morada los lugares viejos, oscuros y abandonados. Desde aquel día, casi todas las noches y en especial los martes y los viernes, en lo más profundo del sueño, el pequeño Óscar se elevaba y gravitaba por encima de su padre como queriendo abandonar la habitación. Justo a tiempo se despertaba Melecio para agarrarlo por su frágil cuerpecito y devolverlo a su sitio en el centro de la cama grande; luego despertaba a Juana para preguntarle si ella también había visto y sentido lo mismo. Al principio, la madre se despertaba cuando el padre ya había hecho retornar al niño de su acostumbrada levitación; pero luego la obsesión y el temor de la progenitora no eran menores que los de su marido, de tal modo que ambos se despertaban al unísono y al tiempo antes de que el niño abandonase la cama grande. La noche de un martes, la situación fue realmente dramática al percatarse los padres que el niño había desaparecido de entre ellos. La sorpresa fue aún mayor al descubrir que se encontraba en la habitación contigua sano y salvo jugueteando con sus piecesitos y manos, haciendo como si un ser invisible lo deleitara con su compañía. A pesar de creer que no podía ser nada malo, Melecio acudió por consejos a los más iluminados de la Comarca. Unos le recomendaron que roceara las habitaciones con agua bendita; otros sugirieron efectuar disparos de fusil con
  • 7. el plomo de los cartuchos previamente rayados en cruz. No fue difícil conseguir el agua bendita, pero no tuvo ningún efecto sobre lo que regularmente sucedía con el niño. El asunto de los disparos traía consigo el problema de permanecer despierto, en cuya situación el espíritu no se presentaba. Varias veces Melecio se quedó dormido con el fusil en la mano, presto a disparar, pero los disparos los hacía sub conscientemente antes de que el niño empezara a ascender. Cansado de probar las recetas de los iluminados, un buen día Melecio tomó una decisión radical; construir una nueva casa cerca del camino real y quemar la vieja cuando aquella estuviera lista. La nueva casa fue concluida justo a tiempo de celebrar el segundo onomástico del pequeño Óscar. Así pues, un siete (7) de enero, Melecio, en compañía de los iluminados consejeros y haciendo cuatro sendos disparos de fusil en cruz, quemó la casa vieja dejando en ella para siempre encerrado el enigma de la levitación del niño. Un mes más tarde nació César, el compañero, suplente del espíritu, para su hermano mayor. Ambos empezaron a quedarse solos en su habitación y desde entonces, Juana y Melecio pudieron finalmente dormir su sueño completo. De la Casa Vieja sólo queda el recuerdo. Para Melecio, las pesadillas que un día tuvo sólo eran eso, pesadillas; para el pequeño Óscar, el hecho de que su hermanito se eleve cual jueguete móvil por sobre la cama no es un problema sino una diversión. La mayoría de los campesinos que pasan por allí dicen haber visto las noches de los martes y los viernes un guardián sin rostro, de elegante figura y vestido de un blanco impecable que desde la colina vigila sigilosamente los potreros de Melecio en la margen derecha del Río Paltic y lo llaman el Fantasma de la Casa Vieja. 2. LA CONQUISTA Víctor, el segundo hijo del viejo Juan, al ver que su hermano primogénito Melecio ya había formado su hogar, quiso en eso también seguir su ejemplo. La empresa no fue difícil, puesto que desde hacía mucho tiempo andaba rondando los predios de una bella muchacha de tez acamaronada, cabellos castaños y ojos claros; no era para menos, ya que Virginia, una de las primas más cercanas de Juana, la flamante esposa de Melecio, provenía de una familia de colorados, en la cual, hasta albinos se habían dado. Virginia era la segunda hija de don Alejo Vásquez y doña Clorinda Pérez; Santos, la primera, ya había sido entregada en matrimonio a Manuel, hermano menor de Víctor y Melecio. Virginia era realmente bella y atractiva, por lo que le sobraban los pretendientes, entre los que se contaba a Zenón el ilustrado, hermano menor de Víctor, quien la adoraba en secreto, no pudiendo exteriorizar sus pasiones y sentimientos, debido a que su oportunidad de participar en la arena de las competencias amorosas había quedado en el pasado, al enterarse que su hermano mayor prácticamente había formalizado su compromiso de casarse y hacer casa con la codiciada princesa. Se lamentaba de haber estado ausente durante el período de los galanteos preliminares, pues junto con sus hermanos menores, Guzmán y Celso se había radicado por tres años en una pensión de Querocotillo para concluir sus estudios primarios, sustentado por Melecio, mientras que Víctor enrumbaba todas sus baterías hacia la conquista de Virginia, habiendo salido airoso en todas las batallas acometidas en contra de la competencia aldeana. Para Zenón había pasado desapercibido el hecho de que Virginia ya se había convertido en un preciado trofeo para cupido, pues el corto período de vacaciones anuales lo pasaba trabajando duro con Melecio y en el último año ni siquiera la había visto, por haber hecho un viaje largo a la capital para inscribirse en los cursos de avanzada para proseguir con su sexto grado, oportunidad que ofrecían las Escuelas Argentinas por correspondencia. Una noche cuando Melecio ya había tomado la decisión de abandonar la casa vieja a causa del fantasma que molestaba a su primogénito Óscar, vino Víctor por consejo: -Oye Melecio..., le dice, - estoy decidido a casarme con Virginia y he pensado que si me ayudas, podría construir la casa cerca de la tuya y así nuestras mujeres y nuestros hijos no estarían solos!. Sé que me has criticado por mis andanzas y correrías, pero creo que ha llegado el momento de sentar cabeza y te prometo que así lo haré!. Melecio que siempre tenía las respuestas a flor de labios, con su reconocida objetividad responde: - Mira Víctor, el matrimonio es asunto muy serio, de muchas responsabilidades, dedicación y esfuerzo, aún mas si deseas que los vecinos y tu propia familia te consideren como un hombre responsable. Virginia es uno de los mejores partidos, pero la decisión tiene que ser sólo tuya. Si estás convencido, yo te proporcionaría toda la ayuda que está a mi alcance; por lo pronto te ofrezco el potrero de la Mata de Naranja Agria en el Valle del Paltic y luego puedes abrir conmigo otro en la Montaña de Checos, pues los vamos a necesitar, ya que los rebaños se multiplican rápidamente y las invernas de La Uñiga y La Lima pronto serán insuficientes, sobre todo en los meses de verano. Hablemos con la gente para empezar a cargar la madera, fabricar los adobes y conseguir la broza de caña para el
  • 8. techo. Mira que la casa mía rápidamente está tomando forma y si deseas mudarte al mismo tiempo tendrás que apurarte. En ese momento, Víctor sentía una enorme tranquilidad interior, estaba orgulloso del sentido común de su hermano y sumamente agradecido por su espontánea y desinteresada colaboración; veía que pronto sus sueños se harían realidad, ya que los vecinos acudirían al unísono llamado de de Melecio para construir la casa de su hermano, pues su ascendencia y prestigio iban increscento en la comunidad. Los hermanos levantaron sus casas frente a frente separadas por el camino real. La boda de Víctor y Virginia se llevó a cabo antes de que la casa estuviera concluida, a tal punto que la pareja recién se mudó cuando ya había nacido su pequeña Elisa, acontecimiento que tuvo lugar unos meses antes de que a Melecio le naciera Cesar, su segundo hijo. Como era de esperarse, las primas se llevaban muy bien; se hacían compañía en el ordeño, el lavado, el pastoreo y aún en traer el agua del Paltic todas las mañanas. A quien no le iba nada bien, era al negro Zenón, pues la imagen de su cuñada aún permanecía como una figura indeleble sobre la retina de sus ojos, sin poder manifestarle su admiración, ni aplacar los latidos tendenciosos de su corazón cada vez que la veía o escuchaba hablar de ella. Quizás por lógica razonada, o tal vez por despecho, el negro Zenón empezó a fijar su atención en Dominga, una prima de Virginia, bella y atractiva como ella, aún muy joven, pero también muy decidida. En la conquista Zenón contaba con dos grandes aliados; de un lado su hermana mayor Olinda, quien se encontraba especialmente interesada en estrechar los lazos de amistad con su aún imaginaria pero segura futura cuñada; y del otro, un propio hermano de Dominga, Marcos, quien veía como un buen negocio, el intercambio de su hermana con la avispada Olinda. Zenón el más ilustrado de los hijos del viejo Juan, poseía un don especial de convencimiento, el de la palabra razonada, no era para menos, pues había sabido sacar provecho de sus estudios primarios en Querocotillo y de las Escuelas Argentinas a distancia y habiéndose convertido de un modo natural y espontaneo en el consejero espiritual y asesor cultural y hasta legal de la Comarca; era el intérprete oficial de frases y palabras de raros significados que pronunciaban periódicamente los políticos durante sus campañas proselitistas, de paso por La Granja en busca de adeptos para sus causas; o el cura español cuando visitaba la comarca y daba su sermón en la misa de las fiestas patronales antes de empezar con la recolección de las primicias; y uno que otro forastero que de paso, generalmente en viaje de negocios, pregonaba alguna frase de vademécum para impresionar a los granjinos. Así pues, a pesar de su pequeña estatura y de su tez un tanto morena, las muchachas no desaprovechaban oportunidades para enaltecer a Zenón, mostrando marcado interés en convertirse en interlocutores permanentes del tigrillo indiferente, cuyo corazón aún sangraba sostenidamente por Virginia. La Ayuda de Olinda y Marcos más bien servía para reorientar la línea de mira amorosa de Zenón y dirigirla a Dominga, la más parecida físicamente a Virginia, dentro de todo el ramillete disponible. La boda de Zenón y Dominga se celebró al mismo tiempo que el derramamiento de agua (prebautismo) de César y Elisa. Rápido pasaron los meses y la competencia procreadora natural de los hermanos se hacía notar. A Zenón le nació Carlos, su primogénito, quien desde temprana edad parecía haber heredado toda la carga genética de su padre; a Melecio le nació su primera hija , Emelina y a Víctor su segunda, Grima. Víctor deseaba callada y fervorosamente un varón, pero su deseo nunca llegaría a cristalizar, porque pronto empezó a sufrir una rara enfermedad que rápidamente le consumió y lo condujo a la tumba, antes de que los más famosos curanderos de la Comarca y el sanitario del pueblo vecino pudieran hacer algo para evitarlo, dejando desamparada a Virginia y sus dos hijas. A Zenón le afectó mucho la desaparición de Víctor, pero igualmente le atormentaba la sola idea de que su cuñada y sus sobrinas hubieran perdido tan de repente la protección de su hermano. Dos pensamientos contrapuestos presionaban su mente : De un lado el respeto que le merecía su cuñada, era lo racional, el cerebro contra el corazón; y del otro, el amor que seguía sintiendo por Virginia, era lo pasional, el corazón contra el cerebro. No podía conciliar el sueño y noche tras noche se desvelaba pensando en el dilema que debía resolver. Virginia había enviudado demasiado joven y era previsible un segundo matrimonio y no precisamente con él, si antes no intentaba algo que inclinara los acontecimientos hacia ese lado. Finalmente triunfó el corazón y tomó una decisión radical: conquistar el corazón de Virginia, antes de que fuera demasiado tarde. No aceptaba la idea de que habiendo desaparecido su hermano, no pudiera cerrar esa página y abrir una nueva, la suya, la del sentimiento reprimido y hasta entonces guardado en secreto. Además, podría alguien extraño querer y proteger mejor que él a sus sobrinas? - No, no! Víctor desde el más allá no objetaría mi descabellada misión… Había llegado el momento entonces, de rescatar de entre los brazos de Morfeo su maltratado amor. Tomada la decisión, se trazó una estrategia; visitar lo más frecuentemente posible a su cuñada y sobrinas para brindarles su apoyo moral, espiritual y económico; hacer de ello una costumbre para atraer a su lado las fuerzas inevitable de la inercia. Cada día al atardecer, sólo de pasadita iba a ver a su segunda familia, sin que Virginia sospechara siquiera de sus verdaderas
  • 9. intenciones. Después de varios meses de ir y venir, al no observar ningún cambio, Zenón precipitó los acontecimientos de un modo muy sutil, haciendo alarde de sus habilidades de oratoria. A pesar de ello, Virginia recibió la declaración de amor de su cuñado como algo insólito e inverosímil. Ruborizada y anonadada manifestó que esas cosas no podían provenir de su cuñado, sólo podía ser obra del demonio. Zenón con mucha parsimonia iba sacando una a una las cartas escondidas en las mangas de su mamisa, de acuerdo con su plan previamente concebido, Viendo que sus argumentos no producían el efecto esperado, extrajo el último argumento:- He recibido el llamado de mi hermano, quien me ha pedido que nunca las desampare, dejándome en libertad de tomar las medidas que se ajusten más a mi propia conveniencia; los espíritus nunca se equivocan y probablemente Víctor sepa ahora que siempre te he amado en silencio; de cualquier modo, él pronto se comunicará también contigo una de estas noches!. El anzuelo fue lanzado y ahora sólo tocaba esperar hasta que el pez picque la carnada, la cual había sido producto de la gran imaginación de Zenón. Un domingo por la tarde, aprovechando que Virginia y las niñas habían ido a visitar a doña Clorinda, instaló meticulosamente un tubo de plástico desde afuera y por entre la pared de quincha, hasta la cabecera de la tarima que le servía de cama a Virginia, cuidando de que el acabado de la obra ingenieril no pueda ser puesto en evidencia. El viernes siguiente, a la hora de su acostumbrada visita, le participó a su cuñada que Víctor nuevamente se había comunicado con él la noche anterior y que lo haría con ella esa noche y que debía estar pendiente. Luego se despidió antes de lo acostumbrado. Un poco más tarde Virginia se acostó, pero no podía conciliar el sueño pensando en lo que le había dicho Zenón. - Dios mío, será cierto?. Por favor Víctor, dame una señal y dime qué está sucediendo?... En ese instante, una voz de ultratumba se cuela a lo largo del tubo, balbucea sonidos incongruentes que lentamente se hacen más nítidos y audibles: Virginia, soy yo, e.,Vìctor...Lo...que...te...ha...dicho Zen`on ...es....cierto. ntiendo... que ... te ..ama... de verdad....Acéptale...que...no es malo, el destino... ha querido... que tú y las niñas quedaran en buenas manos. Sólo así, ahora...podré...descansar...en...paz...mi...sueño...eterno. Virginia después de salir de su asombro, logra articular palabra. - Pero Víctor, y cómo es eso?; la gente, la familia, no entiendo nada, por favor!. Víctor interrumpe sin dar tregua. - No importa, no importa...no...es...malo, no...es...malo...adiós.....adiós!... La voz desapareció sin lugar a réplicas. Virginia pasó la noche meditando en lo sucedido y lentamente iba haciéndose a la idea de aceptar la oferta de Zenón, efectivamente oferta, pues si no hubiera sido por Víctor, ella también hubiera suspirado desde hace mucho por él. Un consejero espiritual de multitudes y una voz del más allá habían marcado su nuevo rumbo. Que así sea. La mañana siguiente, mientras ella ordeñaba las vacas, Zenón desarmaba la tubería teniendo especial cuidado de no dejar huellas de su invento. Desde entonces sus visitas se dilataban cada vez más, hasta que finalmente se prolongaron por toda la noche. Al principio tanto familiares como vecinos desaprobaban la relación, pero como decía el negro Zenón:- el tiempo es el único lenitivo que cura todas las penas!... No tardaron en considerar el accidente como algo normal, o quizás todos aceptaron el mandato del más allá, incluyendo a Dominga quien se conformó con el hecho consumado de compartir a su negro Zenón, con su prima Virginia; peor hubiera sido que las escapadas nocturnas fueran para cobijar nidos extraños, como sucedía con otros miembros masculinos de la familia. 3. LOS ARRIEROS DE LA GRANJA Nacido su primogénito y estando su esposa en espera de su segunda descendencia, Melecio empieza a preocuparse por el futuro bienestar de su familia. En compañía de sus hermanos emprende la apertura de nuevos potreros para el ganado rozando las laderas de las nacientes del gran río Amazonas, en las partes altas de la cuenca del río Checos, un afluente por la margen derecha del río Paltic, los que servirían para pastar en la estación de sequía, durante la cual, los potreros de la parte baja del valle se agotaban completamente. Así pues, durante la mitad del año, todos los domingos, dejando uno de por medio, los vaqueros subían a la montaña de Checos para inspeccionar el ganado y darles sal en los abrevaderos acondicionados para esas ocasiones. Los rodeos duraban toda la mañana, ya que al mismo tiempo se aprovechaba de colocar la marca de la familia a los terneros que aún no lo poseían. Dos veces por año se seleccionaban los toretes que el destino les había asignado la desdicha de convertirse en bueyes: unos para ser luego uncidos para las labores de aradura de los campos o para el transporte de madera y los otros que serían engordados en los rastrojales de maíz del valle bajo hasta que su peso se convierta en atractivo para el mercado de vacas de Chongoyape a donde serían conducidos en el próximo viaje de los granjinos para vender sus productos agropecuarios y aprovisionarse de otros en ese centro de intercambio comercial en el norte del país. La castración de los toretes seleccionados se efectuaba en una operación quirúrgica limpia y a pura navaja, donde Melecio, asistido por sus hermanos, primero y luego por sus propios hijos, daba muestras de su habilidad manual de
  • 10. excelso cirujano, ocasionando en los animales la mínima pérdida de sangre, reduciendo el período de cicatrización de las heridas sólo a unos pocos días, después de los cuales se observaban en los novillos una notoria transformación de lo que antes eran bravucones mugidos en pura fuerza y musculatura. El día de la eunuquización de los briosos sementales las damas de la familia, capitaneadas por Juanita, sacaban a relucir su delicado arte culinario mediante el cual convertían a su vez las criadillas sobrantes en apetecibles platillos, acompañados de variados contornos vegetales y condimentados con la diversidad de especies provenientes del huerto familiar. En los frecuentes viajes a Chongoyape, Melecio iba observando que en las operaciones al por mayor; es decir, comprando unos cuantos sacos de sal, de azúcar y de otros productos que no se producían en La Granja, como velas y jabones, lograría un precio especial por las transacciones las cuales le permitirían obtener una sustanciosa ganancia. Todo dependía de la disponibilidad del monto de dinero requerido, la cual pronto no sería problema para el ahorrativo granjino. Decide así abrir un Tambo (abastos) para suministrar a los paisanos y pasantes productos que para obtenerlos de otro modo tendrían que trasladarse hasta Chongoyape. El negocio resultó ser una magnífica idea, pues todos los domingos bajaban los campesinos de las alturas a aprovisionarse para el resto de la semana de sal, azúcar, fideos, velas, algunos géneros y hasta frutas costeñas, como mangos, manzanas y zapotes. Muchos de los clientes recurrían al trueque entregando una lata de manteca, un par de gallinas, cerdos y ovejas, que a su vez Melecio los conducía hasta el mercado de Chongoyape en su próximo viaje de reposición del inventario de su Tambo. Pero no todo es perfecto y con el tiempo, docenas de clientes de pocos recursos y otros tantos que rápidamente derrochaban como niños sus jornales semanales o por la venta de uno que otro animal doméstico que habían estado criando, acudían a Melecio por el Fiado; estos deudores compulsivos iban rellenando las páginas del libro de morosos y convirtiendo al debe en una pesada carga financiera para el Tambo. Es así como Melecio decide complementar las actividades del Tambo con la compra-venta de animales mayores, manteniendo el Tambo como punto de referencia para su ascendente prestigio dentro de la Granja y de las comarcas vecinas. Después de tantos viajes a Chongoyape, sus observaciones revelan que los margenes de ganancia en la venta de animales son elevados, mucho más altos, mientras más grande es el animal que se negocia; el secreto está en saber tasar con precisión el peso de los animales y la merma que sufrirían en el traslado. De ese modo, Melecio se atreve a incursionar en el ganado vacuno; sin embargo, lo toma con mucha cautela, entablando previamente contactos con los compradores de ganado que merodean por el mercado de vacas de Chongoyape, ofreciendoles una punta de reses, pero para ser entregadas en La Granja. El primer lote fue tratado con un mercader de ganado llamado Eloy Gastelo, quien recibiría los animales en los corrales de Melecio en La Granja dentro de las próximas cuatro semanas, comprometíendose además, a subir por su cuenta la manada hasta la jalca, por los lados de la laguna de Chilanlán, donde estarían esperando los arrieros costeños para terminar con el arreo hasta el camal de beneficiado en Chongoyape, o hasta los camiones que lo transportaría a Chiclayo e incluso hasta la propia capital de la república, cuando el ganado pasaba la prueba de calidad, tanto en gordura, como en tamaño y aspecto externo. Para cumplir con su compromiso, Melecio, en compañía de dos de sus hermanos menores y un par de arrieros recorre durante dos semanas, casa por casa, la campiña granjina y la de las comarcas vecinas en busca de las reses. La experiencia de los cerdos y ovejas y su ojo visor en las frecuentes visitas de reconocimiento del negocio en el mercado de vacas, aunado todo ello a su instinto innato de comerciante, le convierten en un experto tasador, estimando con mucha precisión el peso de los animales y la merma que sufrirían durante el largo trayecto hasta el destino final en el camal. Cuando decía que el bayo o el mulato pesaba 60 arrobas, la transacción se realizaba por ese peso, aunque los bueyes pudieran tener unas arrobas más, las que de cualquier modo las perderían en el camino a Chongoyape. La firmeza de sus convicciones y la confianza que despertaba su personalidad en cada transacción le habían granjeado una profunda simpatía y aprecio de sus interlocutores, a tal punto que muchos de ellos, habiendo escuchado ya con anterioridad sobre él, no dudaron en entregarle sus animales al Fiado con la sola garantía de la palabra, cerrada con un apretón de manos. De ese modo evitaban el largo viaje para conducir por sí mismos sus reses hasta el mercado de vacas, lo mismo que el probable maltrato por parte de los inescrupulosos y petulantes compradores de aquellas latitudes al percatarse de que se encontraban frente a un indefenso campesino de los Andes, cuyos desconocidos derechos solían ser fácilmente pisoteados. Muchos cuentos de esa laya han echado los viajeros que han llegado hasta la costa, por lo que los visitados veían con gran simpatía y hasta con agradecimiento que Melecio les aliviara esa pesada carga y les evitara el desigual enfrentamiento con la arrogancia costeña. Después de todo, muchos de ellos ya engrosaban los registros de deudores en los libros de cuentas del Tambo. Los muchachos interrogaban a Melecio sobre los pormenores de la tasación y al mismo tiempo iban efectuando sus propias estimaciones dando vueltas al rededor del ganado, haciéndoles caminar y levantar la cabeza y colocándoles en posición de uncir, copiando el monótono ritual de Melecio en cada transacción. Al principio discrepaban con él en los estimados, pero cada vez las diferencias se hacían más pequeñas, aunque no les estaría autorizado negociar por cuenta propia, debido a que tal vez esperaba paciente transmitir esta última parte de su experiencia a sus propios
  • 11. descendientes, lo que sucedería en cuestión de pocos años, ya sus dos primeros vástagos se estiraban rápidamente mientras su esposa tenía los partos en períodos no mayores de dos años. Un sábado por la tarde a la llegada de Gastelo, Melecio ya tenía en sus corrales unos cien ejemplares de los más castizos toros que había colectado en las semanas anteriores mediante el minucioso barrido de la región. Intentando disfrazar su agrado por la calidad de la punta que pronto sería suya, el forastero inspecciona uno a uno los animales y suelta la primera oferta. Melecio que había captado la cara de felicidad de su futuro socio, le interrumpe para indicarle que el precio ofertado es un insulto a tan selectos reproductores, cuidadosamente seleccionados para tan distinguido visitante. Después de reponerse de su sorpresa de haber puesto en evidencia su maliciosa codicia, Gastelo suelta una fingida sonora carcajada reconociendo tácitamente que su oferta inicial había sido demasiado baja y no logrando hacer caer al campesino en la trampa. En su segunda oferta sube considerablemente el monto de compra sin lograr su objetivo inicial, pues Melecio no escatima esfuerzos para halagar a su interlocutor con el más rico y variado acerbo del decir campesino después de cada nueva oferta. Finalmente, luego de unas cuantas iteraciones del pintoresco y contrapunteado regateo, la negociación fue cerrada estrictamente de contado, como había sido previamente acordado en Chongoyape. La celebración se llevó a cabo entre trago y trago del mejor aguardiente que Gastelo había traído de los alambiques que operan clandestinamente en el valle bajo del río Chilanlán, punto forzoso de hospedaje para los que subían desde Chongoyape. Melecio por su parte le ofrece una sustanciosa cena, siendo el plato principal cecina asada de puerco, del marrano que había estado cebando para la ocasión, al cual le había llegado el turno ese día muy temprano por la mañana en previsión del arribo de Gastelo. La sobremesa se prolonga hasta altas horas de la noche, por que resulta que el forastero no sólo es un buen comerciante, sino que sus transacciones las ameniza con cuentos de toda clase, entre los que no pueden faltar las anécdotas sobre brujerías, almas en penitencia, duendes, lloronas, gnomos y no se que otras cosas espeluznantes, experiencias que de seguro perturbarán el normalmente tranquilo sueño de los audientes. Del fajo de dinero que recibió, sólo unos cuantos billetes apartó Melecio para el pago de los arrieros después de la entrega del ganado en la jalca. El resto fue separado en talegas de dos colores: una blanca reservada para cancelar lo que aún debía por la adquisición del ganado, operación que le traerían la tranquilidad y paz; la otra, roja, con el contenido de las ganancias, símbolo del ímpetu muscular que requiere para seguir con su empresa, cuyo monto lo usaría para las futuras compras de contado, operación que de seguro le permitirá incrementar aún más sus beneficios en las próximas puntas que negocie. Después de contar nuevamente el contenido de las talegas, las guarda en el agujero que sirve de caja fuerte perforado cuidadosamente debajo de la cama grande cuya existencia sólo es conocida por él y su esposa. Luego se reincorpora a la tertulia. Al día siguiente, comandados por Melecio, los arrieros contratados se encargarían de conducir la manada hasta el lugar de entrega pactado en la jalca, en las nacientes del río Amazonas (Marañón para los granjinos), parte alta del Paltic, divisoria natural de las aguas del Pacífico y del Atlántico. La partida fue fijada para las cinco de la mañana, de tal modo que el ganado no se vaya a sofocar con la caminata mientras asciende por la empinada pendiente de la primera porción del camino. Así pues con el rayar del alba, 50 arrieros cuidadosamente seleccionados entre los más acomedidos muchachos de La Granja a la voz de a levantarse!, rompen la silenciosa fila que habían formado la noche anterior para dormir en el cuarto de los aperos sin necesidad de desvestirse; calzan sus llanques de jebe, ensartan la funda del machete en el cincho, se ponen el poncho de lana que les había servido de cobija y el sombrero de paja; se dan una refrescada de cara en los lavatorios ubicados en la parte delantera del patio y forman otra fila en la puerta del comedor para recibir un pocillo de café y un pedazo de queso con yucas para el desayuno. Como fiambre reciben una talega con una ración de cancha y cecina asada. Después de una rápida deglución los muchachos se dirigen a los corrales, desatan las dos cabezas de ganado que se les había asignado el día anterior y se aprestan a la partida, como si se tratara de una competencia como aquellas que se llevan a cabo en ocasión de las fiestas patronales, en las que no podía faltar la pelea de toros. Siendo la primera vez que se efectuaba una transacción de esa naturaleza en la comarca, no dejaba de atraer la atención la concentración de ganado y arrieros en los alrededores de la casa de Melecio, a tal extremo que muchos de los curiosos habían pasado toda la noche merodeando los corrales, un poco animados por el aguardiente que les llegaba de vez en cuando y las raciones de chicharrón con yuca, cuyo aroma les atraía desde gran distancia. La partida no podía ser menos espectacular, daba la apariencia de 50 gañanes dirigiéndose a las labores de aradura en las mingas que Melecio organizaba al inicio de la temporada de siembra de cada año, sólo que esta vez la yuntas iban desprovistas del yugo y del arado. Pocos minutos después de la hora fijada, la manada abandona los corrales y se enrumba río arriba siguiendo la margen derecha del río Paltic y dejando tras de sí el eco sonoro de los mugidos y una densa polvareda que hace estornudar a los curiosos, quienes al cubrirse instintivamente nariz y boca con la punta de su poncho, interrumpen los cuchucheantes comentarios. Cincuenta peatones entremezclados con el rebaño y acompañados por dos jinetes: Eloy Gastelo y Melecio Guevara, marcan el inicio de esta nueva actividad para La
  • 12. Granja, la que se repetiría periódicamente por generaciones durante largos años y sería imitada por tantos que como Melecio han querido ver en ella una oportunidad de hacerse ricos, pero que no siempre lo han podido lograr, habiendo quedado algunos en la propia ruina durante el intento. Después de una cuantas horas de caminata a lo largo del valle, incluso los toros más majaderos van apaciguando sus ánimos ante la habilidad del domador más inexperto en el uso de la maroma, del lazo y del látigo. A medida que transcurre el tiempo cesan las peleas entre los rumiantes y hasta pareciera que entablaran una amable comunicación con su gañán tratando de interrogarlo sobre la razón de ese inesperado transplante desde su ambiente natural hacia un rumbo desconocido probablemente hasta para el propio arriero. Luego de cruzar hacia la otra orilla de uno de los tributarios del Paltic, se inicia la subida de La Iraca siguiendo un zigzageante camino bordeado de frondosas hileras de árboles típicos del pie de monte andino y que al final de cada curva entreabren sus verdes ramajes, permitiendo a los rumiantes echar una mirada atrás y sentir una indescriptible emoción al ver el inmenso valle por debajo del horizonte de la mirada, al mismo tiempo que una profunda nostalgia embarga sus espíritus al pensar que nunca jamás volverán a pisar el desandado camino. Después de cada ida y vuelta, el valle que yace a los pies se hace más profundo y lejano y al terminar la última curva del embarazado camino, la piara penetra en la espesura de la selva, donde a puras penas se divisan los casi perpendiculares rayos del sol y sólo se escuchan el canto de las aves y el trinar de los ruiseñores. El ambiente se torna más fresco, el horizonte se transforma en un estrecho zaguán de paredes tapiadas con madreselvas y bejucos y adornadas con orquídeas multicolores del más variado tipo, que en conjunto emiten una magia tan particular que transmuta a los rumiantes en gentiles y a los gentiles en rumiantes, a tal punto que en adelante, su comunicación se efectúa gesticularmente por medio de movimientos perfectamente entendibles de parte y parte intensificando aún más el silencio del bucólico recorrer a lo largo del ecológico sendero. De pronto el gañán puntero rompe la quietud de la selva anunciando a viva voz la aparición entre los últimos matorrales de la cintura de la coqueta choza que tenía Melecio en El Agua de La Montaña en la parte alta del Paltic, paradero abierto de una cuantas hectáreas en medio de la espesura de la vegetación y a media distancia entre el valle y la jalca, sitio obligado de descanso para tomar la merienda. Con movimientos sincronizados, los arrieros amarran sus reses en los pocos árboles que se levantan imponentes en el claro y que sirven de estacas para estas ocasiones; forman un ruedo al aire libre; extraen los fiambres de las alforjas y en menos de cinco minutos engullen la cancha y la carne asada que habían recibido a primeras horas de la mañana. Una botella de aguardiente que pasa de boca en boca a la señal sonora de salud compadre hasta completar la primera ronda, transforma el sabor salado de la merienda en el esplendoroso aroma del licor incitando al paladar a una segunda vuelta. Sin embargo no está permitido repetir la libación hasta tanto no se entregue el ganado a los arrieros de Gastelo en La Cueva a las orillas de la laguna de Chilanlán. Aliviados del peso de los fiambres y después de un corto reposo, los arrieros desatan sus animales, abandonan El Agua de La Montaña y se introducen nuevamente en la misteriosa espesura del bosque subtropical. A medida que van avanzando los ruidos y el follaje cambian de tonalidad. Sólo los más expertos viajeros van reconociendo las peculiaridades de cada sonido: este proviene de un paujil, este otro de una pava de monte, aquel de una lechuza o de un búho, el de ese lado de un tucán, de una anaconda, o de una cascabel; no faltando quien supiera distinguir a la distancia el maullido de un puma y el gruñido de un oso, así como también se hace presente la picardía de los más osados para infundir temor a sus compañeros asignando sonidos a duendes, lloronas, almas en pena y no se que otros seres míticos de cuya existencia habían estado escuchando la noche anterior de boca del ganadero Gastelo y que definitivamente hacen volar la imaginación de los arrieros ocasionando una tembladera de terror en los más novatos, quienes aceleran el paso cada vez que se sienten rezagados tratando de mantener el ritmo de la caminata en busca de protección evitando así de quedarse perdidos para siempre deambulando durante toda la eternidad por esos predios de Dios como esos seres sin rostro y sin figura que afloran en las conversaciones de los peregrinos. Luego de unas cuantas horas de esta segunda parte de la jornada, la manada sale lentamente de la espesura vegetal para penetrar en los pajonales de la jalca. Un par de horas más de caminata adicional trepando a lo largo de otro zigzageante sendero rocoso los conduce finalmente a la puna, altiplanicie donde sólo se escucha el silbido del viento que va golpeando cada vez más fuerte en la cara de los arrieros, con una intensidad que está en proporción directa con la velocidad con que pasa una espesa capa de neblina, cuya prisa va simulando a un apresurado mensajero que anuncia que el aguacero viene atrás. Entre pase y pase los ansiosos arrieros tratan de vislumbrar a lo lejos la laguna, punto final de su misión, lo que consiguen sólo después de que una fuerte ráfaga de viento aclara el tiempo, permitiendo al grupo darse cuenta de lo cerca que están del cielo en esta porción de la propia divisoria de las aguas: para atrás, la vertiente del Atlántico, parte de la cual es el inmenso manto verde que acaban de dejar, a lo largo del cual, apenas se va dibujando el lecho del Paltic como una alargada serpiente de pocas curvaturas a medida que desciende para confluir con el río Marañón al otro lado de la Cordillera Central, no sin antes engrosar su caudal al unirse con otros afluentes aguas abajo de La Granja; hacia adelante, el verdadero horizonte vespertino, aquel de la
  • 13. inmensidad del Océano Pacífico, aquel que sólo unos pocos del grupo lo han podido palpar con manos propias, aquel que para la mayoría es el inmenso río que nunca podrán tocar y que sólo les está permitido observar a la distancia, desde aquí, desde las alturas de la laguna de Chilanlán a unos 200 Km de distancia en línea recta. A más de media tarde de un día claro con sol brillante pero de rayos poco intensos que se inclinan para saludar al Pacífico, los arrieros de La Granja llegan a La Cueva, donde la gente de Gastelo esperaba por la manada. Espoleando los ijares de su brioso Alazán, Gastelo se adelanta a la manada para luego dar la media vuelta colocándose a la cabeza de los suyos; Melecio por su parte se ve obligado a sujetar fuertemente las riendas su Argentino para frenar el avance inercial de su tropa. Como dos equipos de futbol al inicio de la contienda final de un reñido campeonato se encuentran frente a frente los arrieros de ambos bandos; sólo que en vez del ardoroso encuentro ocurren las presentaciones y saludos de rigor, sellando el empate del amigable encuentro con un apretón de manos. El recelo inicial de los granjinos se disipa lentamente a medida que van escuchando a sus interlocutores nativos del otro lado de la cordillera y al darse cuenta que no todos los costeños son como se solía escuchar en La Granja. El encuentro se celebra con un brindis del mejor cañazo y una pomposa comida de arroz amarillo entremezclado con lentejas costeñas y un poco de pescado seco salado, una verdadera delicia para el paladar de los granjinos. Mientras tanto la manada , liberada de sus maromas hace lo suyo con el icho de estas alturas; desde allí serían conducidos bajo otro estilo, el de los verdaderos vaqueros, es decir arreados. Para sorpresa de Melecio, Gastelo le adelanta un poco de efectivo para la próxima punta de ganado, corre con la cuenta de los arrieros de la Granja y regala una botella de aguardiente a cada uno dando muestras del interés que tiene por el negocio que acaba de iniciar y que de seguro continuará por mucho tiempo para beneficio de ambas partes. Con los ojos saltones de emoción, cada arriero recibe un billete de una libra, equivalente a unos 10 largos jornales, por lo que sin pronunciar palabra agradecen interiormente con una reverencia a Melecio por haberlos seleccionado para la tarea y elevando nuevamente la mirada se ponen a su disposición para cuantas veces requiriera de este tipo de servicio. Antes de que los muchachos se vayan a pasar de tragos, Melecio presiona por la partida de regreso y también para evitar que la noche les sorprenda dentro de la selva. Después de un brindis adicional y un apretón de manos, los arrieros se ponen en marcha, unos hacia el Pacífico y los otros hacia el Paltic discurriendo cual manantiales por sus propias vertientes. Animados por el aguardiente, los granjinos se devoran el camino de retorno a largas zancadas ondeando su jipijapa cada vez que miran hacia atrás, mientras aún divisan a sus compañeros en la soledad del altiplano, quienes hacen otro tanto en su recorrido hacia el otro lado, que de no ser por la manada, sería la simulación perfecta de la otra mitad del plano de simetría. El Argentino de Melecio se ve forzado a acelerar el paso para guardar el ritmo de los de a pie, especialmente en el embarazado tramo del zigzageante camino de la jalca, donde los muchachos deciden cortar camino convirtiendo al pajonal entre curvas sucesivas del descendente sendero en una especie de inmensos toboganes, mucho más impresionantes y peligrosos que aquellos reservados para la infancia en los parques de diversiones de algunos lugares, los que sin embargo les ha sido negado a los granjinos. Para el rocinante no es tarea fácil descontar la ventaja que le llevan los pedestres en cada zigzagueo del pedregoso y empinado camino; pero no importa que las cosas se emparejarán al llegar al llano de la espesura verde. A toda prisa y sin parar, en cuestión de pocas horas los gañanes desandan el camino de la jalca y del bosque ; descienden con mayor prisa las laderas de La Iraca y en corto tiempo, entrada ya la noche, se encuentran contando las aventuras del viaje a los curiosos que aún merodeaban la casa de Melecio y continúan celebrando el retorno hasta terminar con la botella de licor que habían recibido de manos de Gastelo. Lo que ahora parecía una novedad pronto se transformaría en una rutina. Cada dos o tres meses se concentraban los arrieros en los corrales de Melecio para repetir la hazaña. Algunos de los muchachos habían batido el récord de llevar tres y hasta cuatro cabezas de ganado en cada viaje, entre los que se contaba a Óscar. Años más tarde, también César, el segundo vástago de Melecio formaría parte de las deseadas aventuras develando de una vez por todas el misterio que encerraba el hasta entonces, para él, prohibido viaje de subida a la jalca. Luego de tantas rondas por la campiña de la Granja y de las comarcas vecinas, acompañando a su padre en busca del ganado para las regulares entregas, Óscar y César también lograron develar el enigma de la tasación de los animales, habiéndoseles permitido llevar a cabo sus propias operaciones. Desde entonces los dos jóvenes andantes fueron conocidos como los arrieros de la Granja.
  • 14. 4. LOS VEINTICINCO JINETES DEL 54 Pese a la monotonía y el rutinario estilo de vida que se llevaba en la Granja, el tiempo transcurría con relativa rapidez. Por lo menos en los predios de don Melecio siempre había algo nuevo que hacer; sobre todo con el cambio de estaciones se suscitaban una tras otra las diferentes tareas. Al inicio del invierno, la preparación de los campos para los sembradíos y el arreglo de las cercas de las invernas del Valle abajo. Durante el verano los potreros de la montaña consumían la mayor parte del tiempo. Entre estaciones venía el deshierbe de los cultivos, la molienda de la caña para la elaboración de chancaca, la cosecha de frijoles, arvejas y maíz. Nunca faltaban las actividades mercantiles, pues Melecio era un experto comerciante y jamás se equivocaba al tasar el peso del ganado. Cuando decía que un novillo tiene 20 arrobas, la transacción se llevaba a cabo por dicho peso, aunque en realidad el animal tuviera un par de arrobas más, las que de cualquier modo las iba a perder camino al camal. La desaparición física de Víctor y el incidente de la conquista de Zenón habían alejado un tanto a las primas Juana y Virginia, sin embargo, no tanto por la situación, sino por que Melecio se había dedicado con mayor intensidad de lo acostumbrado a los potreros de la montaña de Checos, tratando en medio de la soledad, aliviar sus penas por la pérdida de su más allegado hermano. Zenón, por su parte, hacía otro tanto pero en el lado opuesto, pues se había propuesto conquistar también los vírgenes suelos en las cabeceras de la Cuenca del río Paltic, que servirían de asiento a su segunda familia. A pesar del aislamiento en el que se habían sumido los hermanos, se reunían regularmente los domingos para discutir los asuntos concernientes a toda la comunidad, ya que Segundo Juan era el Teniente Gobernador y estaba en la obligación de velar por la armonía de la comarca, pero las decisiones de importancia sólo las tomaba después de consultar con su hermano mayor Melecio y con su asesor legal y hermano menor Zenón. El tiempo transcurría y los muchachos iban creciendo aceleradamente. La costumbre señalaba que el poder de la familia se medía en función del número de vástagos varones; el secreto estaba en involucrar a los niños lo más temprano posible en las actividades rutinarias, aunque Melecio y Zenón no estuvieran de acuerdo con la tradición, por ubicarse un paso delante de los acontecimientos comunes; pensaban que algún día no muy lejano, también en La Granja se impondría el poder de la mente a la fuerza bruta de los músculos. En sus andares por los pueblos de la costa habían notado el hábil comportamiento de los muchachos en comparación con los de la misma edad de La Granja. Estos poseían sus destrezas motoras semiapagadas y sus movimientos eran lentos y torpes, incluso el lenguaje era limitado e imperfecto; en cambio aquellos se movían con la agilidad de un puma y envolvían con contundentes argumentos al más experto de los campesinos granjinos despertando la curiosidad y admiración de Melecio. Zenón había leído en alguna parte que todas esas virtudes no son innatas de los costeños y que cualquiera las podía adquirir a través de la enseñanza; que aparentemente todos los niños vienen al mundo con la misma carga intelectual, sólo que unos nacen con estrella y la posibilidad de desarrollarla, mientras que otros nacen estrellados y pasan por la vida sin haber conocido su verdadero potencial de habilidades. Entonces, sólo era cuestión de dar a los suyos la estrella, mientras más temprano mejor. En estas tertulias familiares se discute la forma de cómo lograr el diminuto astro del inmenso firmamento para los muchachos y arriban a la gran idea de solicitar al Ministerio de Educación en la Capital de la República la apertura de una Escuela para La Granja, por lo menos, para que sus hijos puedan cursar los estudios primarios, en ella; pues la Escuela Fiscal existente sólo comprendía Transición y los dos primeros años de la Primaria. Para el efecto, se asesoraron con la maestra y redactaron el documento justificativo de la necesidad de la creación de la escuela, tomando como basamento filosófico el contenido de la Ley de Educación y los objetivos fundamentales que rigen la existencia del Ministerio del ramo. El documento estaba respaldado por cientos de firmas, unas caligrafiadas y otras bajo la forma de huellas digitales. Se nombró una comisión de 25 personalidades presididas por Zenón El Ilustrado, en la que figuraban como representantes principales Melecio y Segundo Juan. Los 25 jinetes, cabalgando sendos corceles transmontaron en dos días la cordillera occidental de Los Andes, llegando al pueblo de Chongoyape, en donde transbordarían de los caballos a un camión que los llevaría hasta Chiclayo, donde a su vez tomarían un autobús rumbo a la Gran Capital. Para la mayoría de los granjinos que integraban la comisión era la primera vez que se habían alejado tanto de su terruño. Para Melecio y Segundo Juan, el viaje hasta Chongoyape se había convertido en una rutina bimensual, pues éste era el lugar donde intercambiaban sus mercancías con los mercaderes de la costa. Zenón era el único que conocía la Capital y un poco del movimiento social y político que ocurría en la gran ciudad. Cada desplazamiento de la comisión comandado por Zenón constituía un espectáculo de marca mayor, no sólo porque las 24 personas se movían al unísono a la indicación del guía, sino también por su pintoresco atuendo conformado por un poncho de lana de color habano o granate, usado sólo en ocasiones muy especiales, un sombrero de palma y unos llanques de jebe de fabricación casera. El grupo parecía una fiel representación del campesinado
  • 15. cajamarquino. Zenón era el único que calzaba zapatos de cuero, chompa y bufanda de lana y un gorro a lo Gardel que había recibido como símbolo de su membrecía de las Escuelas Argentinas. Después de unas dos horas de viaje en camión y otras 10 en autobús, la comitiva llegaba al Parque Universitario, en cuyo lado opuesto, sólo a unos 50 m. de distancia, se levantaba imponente el edificio del Ministerio de Educación, en apariencia más alto que las montañas de Checos, aunque sólo tenía unos 25 pisos. Era impresionante la forma como había sido concebido, parecía un templo incaico que a la subida del sol reflejaba desde sus inmensos ventanales de azulado cristal los rayos incidentes del Dios Inti hacia diversas partes de la ciudad prometida. No podía ser de otro modo, pues allí estaba , o por lo menos debería estar representada la flor y nata de la cultura nacional. Luego de salir del asombro inicial y sin poder dejar la admiración, el grupo se percata que el edificio es sólo uno de los muchos esparcidos por toda la ciudad, la cual se les antojaba como un gran laberinto en el que podrían quedar perdidos para siempre si no fuera por Zenón, quien había aprendido a orientarse con relativa facilidad y destreza. No es tarea sencilla describir el impacto que en la mente de los granjinos ha causado esta plantación de hongos gigantescos de concreto alrededor de los cuales circulan enormes insectos que van arrojando chorros de humo negro al mismo tiempo que se mueven en completa sincronía como si se tratara de una colmena de abejas o un hormiguero sin siquiera producirse colisiones entre sus elementos a pesar de la densidad y velocidad con que se desplazan. Para los más jóvenes del grupo es como un sueño lleno de maravillas que desearían continuar, para los más viejos, parece más bien una pesadilla de la cual quisieran aceleradamente despertar. Para Melecio, Zenón y Juan, sueño o pesadilla, sólo es la búsqueda de la estrella perdida que a juro desean encontrar sobre la que deben cabalgar sus hijos, montados en cual alfombra mágica, hacia el encuentro de la civilización, y puedan así mirar y orientarse desde arriba en el laberinto del largo sendero que aún les queda por descaminar. Siguiendo las instrucciones de la maestra, después de salir del impacto inicial, el grupo se dirige a la Cámara de Diputados. Afortunadamente no costó trabajo dar con el paradero del diputado Mezones, quien tomó como suya la causa de las reivindicaciones culturales de La Granja. Descendiente de los Mezones Muro, descubridores del río Marañón, era un hombrecito de mucho coraje y muy decidido; pronto obtuvo una audiencia con el Ministro de Educación en el último piso del edificio. La autorización para la creación de la Escuela fue un hecho en pocos días, especialmente debido a que dentro de los planes y programas del nuevo Ministro estaba justamente el de crear centros de educación primaria a lo largo y ancho del territorio nacional; además el Señor Ministro rápidamente simpatizó con los campesinos, quienes con suprema argumentación justificaron la necesidad de la escuela, sabiendo vencer el terror del ascensor cada vez que subían al piso 25, y no había ninguna opinión en contra . Así pues, la comisión regresó a La Granja con la resolución ministerial en la mano. Para inicio del próximo año escolar, en cuestión de meses, los granjinos dispondrían de un lugar donde proporcionar a sus hijos, por lo menos la educación primaria. La secundaria constituía un problema mayor, incluso en la propia capital de la república, pero que lo afrontarían a su debido tiempo; mientras tanto, todo volvía a la rutina. Un día a media semana, un propio de Juan llevó un inusual mensaje a Melecio y Zenón. Deberían reunirse urgentemente en la casa comunal para discutir un asunto de especial relevancia. Se trataba de una comunicación del Gobernador de Querocoto, al que pertenecía políticamente la comarca, en la cual se anunciaba que unos tales apellidados Arrieche de un momento a otro se habían convertido en dueños de la mayor parte de La Granja, y que estaban en camino, rumbo a tomar posesión de sus tierras. Este problema era sumamente grave, pues amenazaba la estabilidad de los que hasta entonces eran considerados como legítimos propietarios, cuyo estatus se había traspasado de generación en generación desde la época de los gentiles. Este hecho ocasionaría la intranquilidad y zozobra de todos los granjinos, por lo que se trataba de un asunto muy delicado. Luego de discutir parsimoniosamente el problema, los tres hermanos deciden llamar a los miembros de mayor edad de la comunidad para investigar los documentos de propiedad de las tierras. Unos estaban en posesión de documentos que de acuerdo con el contenido del escrito acreditaba como legítimos dueños a sus antecesores, sin que éstos hayan cuidado del aspecto legal del registro. Otros se creían poseedores de las tierras por derecho natural pues allí nacieron y murieron sus ascendientes; allí nacieron ellos y sus descendientes, sin que hasta ahora nadie hubiera cuestionado en absoluto ese derecho. Era cuestión de esperar a los intrusos forasteros y escuchar sobre sus pretendi- dos derechos, aunque en esa materia no faltan gamonales Amenábar y tinterillos Bismarck Ruiz e Iñiguez prestos a transformar La Granja en un Rumi del mundo ancho y ajeno de Alegría. Hubo quien propuso comisionar a los 25 jinetes para llevar a cabo las investigaciones necesarias en los registros que se guardaban en al capital de la provincia. Zenón opinó, sin embargo, que por la experiencia en el caso de la escuela, no sería necesario un grupo tan numeroso, sino que bastarían dos o tres personas solamente. En cambio había que recolectar un poco de efectivo para contratar un profesional de las leyes, si fuera el caso. Así pues, en esta ocasión los 25 jinetes se redujeron a dos. Melecio y Zenón fueron elegidos para las
  • 16. investigaciones catastrales. No fue necesario recurrir a ningún leguleyo, sólo bastó con la colaboración de un ayudante del registro, por cierto un estudiante de Derecho, para descubrir las artimañas, legalmente impecables, de los nuevos dueños de las tierras. Este hecho no era nuevo, ni el único; de hecho, con la ayuda de profesionales inescrupulosos y apoyo político, se habían dedicado a jurungar los registros catastrales, en busca de casos como los de La Granja, en los cuales fácilmente se pudieran fabricar los derechos de propiedad de las usurpaciones. El hecho estaba consumado, el mundo sigue siendo ancho y ajeno y sólo restaba esperar por las pretensiones de los usurpadores. La única esperanza que quedaba era lo que los 25 jinetes habían escuchado de boca del diputado Mezones sobre lo que discutía la Cámara de Diputados en relación con el Proyecto de Reforma Agraria. Sin embargo, su aprobación y luego su aplicación podrían durar años. Un domingo de verano al mediodía, bajo un sol reverberante, cuando una gran parte de los granjinos asistía a un partido de fútbol en las canchas de la casa comunal, se vieron aparecer por la loma más cercana del camino real 20 jinetes montados en esbeltos potros y cinco mulas de carga. Tres de ellos se distinguían del resto por su contextura y vestimenta: Botas de montar, pistola al cinto, ponchos blancos de algodón con ribetes rojos, bufanda al cuello, sombreros de pelo y espuelas de plata. Los caballos, ni hablar, negros de frente blanca, con herraduras de metal, muy briosos, jergas de algodón, montura de fino cuero y estribos plateados. Al mínimo toque de las espuelas los corceles tomaban la delantera o se empinaban sobre las patas traseras. Los recibe el Teniente Gobernador con cierta suspicacia. Los jinetes de las botas desmontan de sus corceles y con cierta sutileza se dirigen a Segundo Juan para mostrarle la documentación, invocan su colaboración para que la transferencia de las tierras se efectúe sin contratiempos. De acuerdo con los documentos, las instalaciones de la casa comunal se ubican dentro de los linderos de las propiedades de los nuevos dueños, pasando desde entonces a denominarse La Casa Grande. La mayoría de los granjinos vieron cómo lo que les había pertenecido toda la vida, en un santiamén cambiaba de dueño en contra de su voluntad y sin remuneración alguna. Los nuevos hacendados, haciendo gala de su espíritu filantrópico y de su gran corazón, prometieron a los desposeídos que podían quedarse en sus viviendas y trabajar como sus peones, arrendatarios o aparceros. De ese modo lograban usurpar también la libertad de aquellos que hasta ahora se movían libres como el cóndor en las cordilleras. Melecio perdió una de sus mejores invernas, la Uñiga; Juan, La Banda; y Zenón, parte de La Lima. Pero aún les quedaban los potreros de Las Tunas, la Paja Blanca, Checos y El Agua de La Montaña. Si bien, los tres hermanos Arrieche estuvieron presentes en la toma de posesión de las tierras, sólo uno, Don Gilberto, se quedaría acompañado de un ejército de guardaespaldas recolectados entre los más peligrosos criminales de las cárceles de la provincia, armados de escopetas y machetes. Los otros, Wenseslao, alias Uva, y Alejandro, irían a la región de Lajas, donde sucedía algo parecido a lo de La Granja. Don Gilberto, un mozo joven de bigote recortado, corpulento y de andar y hablar pausado, deseaba radicarse allí en compañía de su familia, por lo menos mientras sus hijos estuvieran en edad preescolar. Por eso amplió la casa, dándole las comodidades de la ciudad. La mayoría de arrendatarios , sobre todo aquellos analfabetos, se adaptaron rápidamente a su nueva situación y hasta veían justificados los fuetazos que frecuentemente recibían del patroncito cuando no hacían los mandados con velocidad ordenada. Otros emigraron en busca de nuevos horizontes hacia las playas del sur y de la selva. Muchos retornaban pidiendo perdón y comprensión al patroncito al encontrarse con gente hostil en lares extraños donde habían intentado establecerse. Transcurridos unos meses, La Granja se vio invadida de un nuevo estilo de vida que giraba monótonamente al rededor de La Casa Grande y de sus principales ocupantes. Un buen día, esa monotonía se vio rota por la llegada de un joven maestro, quien había sido nombrado para dirigir la recientemente creada Escuela Fiscal de La Granja. Sorprendido por la presencia del maestro, don Gilberto se informa del peculiar proceso de creación de la escuela y rompe en furia. Aduce que él no necesita en su hacienda ni letrados ni literatos que vayan a inculcar ideas revoltosas a sus peones y que le era suficiente una huella digital como identificación. Hace saber a Melecio, Juan y Zenón de su decisión de hacer anular la resolución de creación de la escuela. A través de un hermano suyo, diputado de mucha influencia política, eleva un informe al Ministerio de Educación firmado por todos sus arrendatarios en el cual se demostraba que por la falta de niños, sería un derroche fiscal la apertura de la escuela. De nada sirvió la apelación de Zenón como promotor de la solicitud original; el diputado Mezones y el propio Ministro habían cambiado su apoyo inicial por un jugoso apoyo económico para la venidera campaña electoral. Melecio y Juan ven afectados sus planes inmediatos, pues sus hijos habían concluido el segundo año y necesitaban de la escuela para poder continuar con los estudios. De nada valía sus razonamientos frente al poderoso Gilberto, lo que condujo a una indefectible y peligrosa confrontación. El primer enfrentamiento se produjo una mañana que Óscar y César camino a la escuela al cruzarse con el hacendado no se quitaron el sombrero ni mucho menos hicieron
  • 17. la reverencia para saludar al patroncito como usualmente había acostumbrado a sus arrendatarios. El portentoso hacendado no tolera tamaña insolencia, monta en su corcel negro armado de una escopeta, y se dirige a casa de Melecio. Al llegar frena bruscamente el caballo haciéndolo parar en dos patas frente a la humilde casa del granjero llenando de polvo la entrada principal, y grita: Meleeeeecio!...Melecio que andaba por el zaguán de los aperos al escuchar el barullo sale al encuentro del hacendado cubriéndose la nariz con una punta de su poncho abano y disipando un poco el polvo con la otro mano. Antes de que Melecio pudiera decir palabra alguna, Gilberto lo increpa con altanera voz de autoridad: ...Si no sabes educar a tus muchachos, yo te voy a enseñar cómo se hace!...y hasta sería bueno que te eduque a tí a punta de fuetazos como hago con mis peones!... Melecio después de escuchar las amenazadoras palabras del bravucón prepotente, parsimoniosamente entra en su casa desconcertando a su contrincante, coge su máuser y unas cajas de municiones, sale con más prisa y carga el arma con una cacerina delante del asombrado Gilberto, y apuntándole directo al corazón le contesta:...-Si mis hijos no le saludan ni le hacen las reverencias que Ud. espera, es por que están cumpliendo al pie de letra mis instrucciones...Ud. un castrador de mentes juveniles, egoísta, incultivado, propiciador del atraso de nuestros pueblos, usurpador de libertades y corruptor de conciencias, no se merece ni siquiera un saludo de cortesía!... Váyase antes de que dispare y manche mi honor en vano; no regrese nunca por aquí, ni ande por allí amedrentando a los míos!. Ya sabemos cómo nos han despojado de nuestras querencias, pero no permitiré que despoje también a mis hijos del único bien duradero que les puedo proporcionar: La educación!...Sólo así ellos no estarán más en desventaja frente a los señorones... como Ud.!... Largo, pues, largo!... O disparo!!! El hacendado no había previsto la reacción del campesino, ni mucho menos la suya frente a la de Melecio. Pese a que la insulina se le subió hasta la punta de los cabellos, tembloroso y sudando de temor, escuchó nítidamente cada frase de su interlocutor y viendo que su amenaza se había convertido en un bumeran, torció la rienda de su caballo, dio media vuelta y se alejó del lugar, al principio lentamente y cuando consideró que el peligro había pasado , clavó las espuelas en los ijares del inocente animal. Luego de un largo recorrido, lentamente le volvió la sangre a las venas, y entonces, rumbo a la Casa Grande hacía un recuento de lo sucedido reprochándose su imprudencia de haber creído que todos los campesinos tendrían las mismas reacciones frente a situaciones similares; rápido aprende que no todos los campesinos son como sus peones ni que existe tal homogeneidad en el comportamiento. A pesar de la humillación a que fue sometido, el calculador hacendado empezaba a sentir respeto y cierta admiración por Melecio. Era más prudente dejar las cosas así evitando una confrontación mayor de la que no estaba seguro de salir bien librado y lo peor de todo, ya temía que sus propios peones podrían algún día seguir el ejemplo de Melecio o por lo menos tomar partido. Para suerte de éste último, la tirantez entre ambos bandos no llegó a mayores y poco a poco se fueron limando las asperezas bajo un tácito acuerdo de respeto mutuo y evitando las intromisiones de lado y lado, a tal punto que los muchachos lentamente empezaron a frecuentarse especialmente durante las vacaciones, cuando juntos salían de casería o a recoger moras para las mermeladas que al estilo costeño solía preparar doña Clariza, esposa del hacendado. Inclusive Beto, el segundo hijo de Gilberto asistía a las clases de matemáticas que Zenón impartía por costumbre, a sus sobrinos. Preocupados por solucionar el problema de la educación de sus hijos, Melecio y Juan oportunamente lograron un permiso del Director del Colegio de Querocoto para que sus hijos quedaran inscritos oficialmente en ese centro de estudios y recibieran las clases de un profesor particular en casa, siguiendo los planes y programas oficiales, claro está, y sometiéndose a una evaluación bimensual en el recinto del colegio en Querocoto. Aún faltaba por resolver lo del profesor. No fue difícil convencer a Zenón que cubriera la plaza a pedido de sus hermanos y demás familiares con retoños en edad escolar. Aceptó dar las clases a cambio de que los padres de familia trabajaran un día de la semana para él en sus chacras haciendo labores de que de otro modo tendría que efectuarlas durante la semana. Las inscripciones llegaron a 24 compuestas totalmente por el grupo familiar. Rápidamente se construyó un rústico local y se iniciaron los estudios bajo un estilo, probablemente único en todo el país: a distancia. La primera evaluación se llevó a cabo, como planificado y acordado con el director, después de dos meses. Para ello, el maestro y sus 24 alumnos, montados sobre briosos potros, cual gladiadores del antiguo imperio romano, cabalgaron durante cuatro horas las 20 leguas que separa a La Granja de Querocoto, pero en vez de escudos y espadas, iban armados de conocimientos que verterían frente al jurado pueblerino. La formación que Zenón había adquirido en Querocotillo y en las Escuelas Argentinas empezaba a dar su fruto; el más lerdo de sus jinetes aventajaba con creses al estudiante medio de Querocoto. El viaje de ida se efectuaba en cualquier orden, pero para el regreso, el maestro cuidaba de que por lo menos la partida del pueblo y la llegada a La Granja se hicieran en estricto orden de mérito, establecido por las notas del examen. Con la anuencia de las autoridades de pueblo, Zenón había acostumbrado a sus discípulos a dar dos vueltas a la plaza de armas previo a la partida proclamando vivas por Querocoto y por La Granja al pasar frente a la entrada principal del colegio. Al principio, los querocotanos se sentían recelosos del triunfo de los campesinos, pero
  • 18. lentamente se acostumbraron a la idea y más bien extrañaban el pintoresco espectáculo de su entrada y retiro. Entre ellos admiraban a uno en particular, el pequeño César, el segundo hijo de Melecio, quien siempre ocupaba el mismo lugar en la marcha de la retirada, a la retaguardia de su maestro al frente de sus compañeros, posición que conservó durante los tres largos años que duró el va y ven de los granjinos. Para los querocotanos había quedado grabado como, una impresión indeleble el espectáculo inicial del primer año, por lo que al finalizar dicho período le otorgaron al maestro Zenón una merecida placa de reconocimiento cuyo texto se iniciaba así: Para los 25 jinetes del 54 ... 5. EN BUSCA DE LA CIVILIZACIÓN Después de tres (3) largos años de un periódico vaivén que pendulaba entre la Escuela de Zenón y Querocoto, los jinetes de la Granja se acercaban a la recta final. Los exámenes de fin de año del quinto de primaria constituían un gran acontecimiento para los Granjinos, pues muy pocos allí habían logrado hasta entonces esa meta. Era la primera cohorte que se equiparaba con lo que tradicionalmente, en forma extra-oficial y a muy reducido perfil, ofrecían las Escuelas Argentinas. El maestro Zenón, para concluir a cabal satisfacción suya y de los Granjinos que habían depositado su confianza en él para la formación de sus pupilos, había previsto un período intensivo de concentración, durante el cual se efectuaría una revisión minuciosa de todos los conocimientos adquiridos desde la creación de la peculiar Escuela. Como quiera que dentro de pocos días se llevaría a cabo el examen final en presencia de examinadores estrictamente seleccionados en la zona educativa provincial en Chota, Zenón había planificado un apretado cronograma de repaso de los temas más importantes: Lunes, Ciencias Naturales; martes, Historia y Geografía; miércoles, Matemáticas; jueves, Educación Cívica; viernes, Castellano y sábado por la mañana, Religión; la tarde de este último día fue de esparcimiento; se llevó a cabo un gran almuerzo a las orillas del río Paltic; combinando los bocadillos con frecuentes zambullidas en la gran poza que se había construido en el propio lecho del río para que sirviera como piscina del balneario durante las horas de recreo. Domingo por la mañana los muchachos y el maestro desempolvaron los aperos, ensillaron sus caballos y se prepararon para partir hacia la arena. Al siguiente día enfrentarían con muy buenas armas a sus contrincantes, los examinadores Chotanos. Sólo que esta vez no viajarían solos, sino acompañados por sus padres y familiares más allegados, unos a caballo, otros a pie para celebrar el acontecimiento como se debe; al igual que para la mayoría de las comarcas, probablemente ésta constituía la primera vez que se celebraría una graduación de estudios primarios para muchachos campesinos como los granjinos. La ocasión era muy propicia para lucir los mejores atuendos, por lo que el viaje parecía un desfile colorido de modas a lo largo de los senderos del Inca: Ponchos abanos y granates nuevos, bayetas y polleras floridas, sombreros de paja y llanques de jebe de la mejor llanta. Era impresionante la motivación de los participantes en el viaje, matizada por vivas a la Granja, a Querocoto, al maestro Zenón y a los restantes 24 jinetes. El entusiasmo de los viajeros aumentaba cual manantial que iba siendo alimentado por el aguardiente que fluía de las botellas que pasaban de mano en mano entre los viajantes. Los únicos que, a pesar suyo y del maestro, no podían beber eran los 25 jinetes; para ellos, la celebración sería posterior a su enfrentamiento con los presumidos pueblerinos. Luego de desandar las 20 leguas que siempre han separado la Granja de Querocoto, la comitiva granjina hace su entrada triunfal en el pueblo. Los Querocotanos, acostumbrados sólo a las anunciadas llegadas de los 25 jinetes durante los tres últimos años, quedaron atónitos al observar que más de 100 acompañantes tomaban pacíficamente posesión de la plaza de Armas. El gobernador del Distrito Don Grambel Pérez, da la bienvenida a Segundo Juan, Teniente Gobernador de la Granja, y a toda la comitiva. Luego del asombro inicial, los Querocotanos, haciendo gala de su reconocida hospitalidad, se encargaron de ubicar a los huéspedes en pensiones, posadas y casa de familia y conducen a los corceles a los potreros más cercanos. Los fonderos empiezan inmediatamente a preparar lo mejor de sus menús para aquellos que en vez del acostumbrado fiambre prefieran degustar el sabor de la comida Querocotana. El maestro Zenón y su esposa Dominga se alojaron en la casa del Director de la Escuela, Lorenzo Pomiano; Melecio y Juana fueron invitados por su comadre, doña Faustina Pomiano, madre del Director; Juan y Domitila se quedaron en casa del Gobernador Grambel Pérez. Los miembros del jurado Examinador también habían aceptado la invitación del Director, por lo que a la hora de la cena fueron presentados a Zenón. Los Chotanos ya conocían la reputación de Zenón y de sus discípulos y sentían curiosidad por constatar personalmente lo que se decía de los Granjinos. Al igual que los maestros de Querocoto se sentían impresionados por el rendimiento de uno en
  • 19. particular, el pequeño César, quien había mantenido hasta entonces un inusual récord, a la cabeza de todos los de su promoción. Al día siguiente se les presentaría la oportunidad que estaban esperando. Durante la tertulia de sobremesa Zenón se iba informando del examen de ingreso a la secundaria; íntimamente anhelaba que por lo menos unos de sus alumnos, el pequeño César, tuviera la oportunidad de seguir con el siguiente nivel. No se trataba de la capacidad intelectual y/o académica, sino sólo estaba condicionado por el reducido poder económico de los granjinos, pues los únicos colegios secundarios se encontraban en Chota, capital de la provincia, una ciudad cuyo horizonte se le antojaba prácticamente fuera del alcance de los Granjinos. Durante la entretenida conversación, salieron a flote dos aspectos que hicieron germinar las esperanzas de Zenón de cumplir con sus anhelos. El primero, la beca que ofrecía el colegio San Juan de Chota para el alumno que ocupara el primer lugar en el orden de mérito en Querocoto; y el segundo, se refería a un conjunto de becas que ofrecía el gobierno Nacional dentro de un denominado "Programa 40 de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO)” para aquellos alumnos que aprobaran el examen de ingreso en el Instituto Nacional Agropecuario Nº1 de Chota con una nota sobresaliente. Para César, la beca del San Juan era un objetivo prácticamente logrado; pero para Zenón se vislumbraban dos grandes barreras muy difíciles de franquear. De un lado, la vox populi de que los maestros Querocotanos, quienes también intervenían en las calificaciones, no permitirían que el primer lugar en el orden de mérito recayera en alguien que no hubiera estado bajo su control académico directo en Querocoto, aunque así lo mereciera. Por el otro lado, aunque el primer obstáculo pudiera ser vencido, Zenón se preguntaba si estaría un niño de apenas 12 años, en capacidad de soportar la hostilidad de la gran provincia?; estarían sus padres dispuestos a que el pajarillo levantara el vuelo por cuenta propia aún sin que le hayan crecido suficientemente las alas?. Así pues, la beca del San Juan no dejaba de ser una malograda esperanza . Las becas del Agropecuario abrían mejores perspectivas para los granjinos, siempre que el maestro pudiera convencerse a los padres de familia de hacer la inversión del viaje a la Provincia dando la oportunidad a los muchachos de probar suerte, ya que la competencia se extendía hacia los 16 distritos que conformaban su organización política y el número de becas disponibles para ese año era muy reducido, sin contar con la necesidad de disponer de algún tipo de apoyo en la capital. Luego de una larga pero entretenida velada los maestros se retiran a sus aposentos para descansar. Para Zenón, los minutos se convierten en largas horas meditando sobre lo que había escuchado durante la noche y sobre lo que sucedería al día siguiente. En su mente bullían planes, metas y senderos imaginarios por los cuales recorrían sus discípulos, cada uno a su propio ritmo. Uno de los senderos, el de César, se le antojaba como una línea luminosa que se proyectaba hacia el infinito y que al perderse en el horizonte penetraba en un laberinto de sucesos que ni él mismo lograba descifrar. Soñaba el maestro despierto o quizás sólo estaba vislumbrando el camino que el caminante tendría que descaminar?.Si el sendero del destino de cada quien es único y está trazado ya en la Bóveda Celeste, entonces era cuestión de ubicar al muchacho sobre los rieles y rumbo correctos para que pueda rodar, abriendo camino para sí mismo y para los granjinos, porque esta vez sí: caminante no hay camino, se hace camino al andar. En sus interiores, sin embargo, el maestro luchaba contra aquellos axiomas de la antigüedad en el sentido de que no todo lo que está escrito tiene necesariamente que suceder y que los astros predisponen, más no disponen. Al día siguiente, las pruebas se iniciaron a las 9.00 AM y a eso del medio día ya los del 5º grado habían abandonado las aulas. La corrección de los exámenes escritos se efectuó durante la tarde y a primeras horas de la noche se conocían los resultados. Después de una larga deliberación el jurado se vio en la obligación moral de cambiar su preconcebida evaluación, llegando a la conclusión de que existía un empate por el primer puesto en el orden de mérito de la promoción entre César, el granjino y Manuel Cardoso, el de Querocoto. La beca para el Colegio San Juan hubiera tenido que echarse a la suerte si Melecio voluntariamente no hubiese cedido los bien ganados derechos de su hijo en beneficio del avispado Manuelito; considerando las pocas posibilidades que poseía de enviar a su hijo a Chota y habiéndose enterado antes del examen que César ocuparía el segundo lugar, estaba emocionado, contento y orgulloso de que su hijo hubiera obtenido el merecido reconocimiento; aunque más tarde recibiera con mucha tristeza la noticia de que Manuelito no pudiendo soportar la presión de los chotanos, abandonó los estudios del San Juan, habiéndose perdido así la oportunidad que brindaba la beca. La diferencia entre el rendimiento de ambos ha debido ser muy marcada para que los maestros Querocotanos se hayan tenido que transar por el empate. Así pues, como iban las cosas Granjinos y Querocotanos en medio del jolgorio, entre cohetes, bombos y platillos se entremezclaron en una gran celebración hasta altas horas de la noche. A avanzadas horas de la mañana del siguiente día, después de la culminación de los actos oficiales de cierre del año escolar, los granjinos concentrados en la plaza de Armas se preparaban para el viaje de regreso. Los 25 jinetes estaban listos para hacer su última vuelta alrededor de la plaza en formación india; saludan respetuosamente a las autoridades civiles, militares y académicas que ocupan el palco improvisado delante de la Escuela en ocasión de las festividades escolares. El gobernador del distrito toma la palabra para despedir a los visitantes y aprovecha la
  • 20. ocasión de entregar al maestro Zenón una placa cuyo texto se iniciaba así: a los 25 jinetes del 54. El discurso de despedida fue pronunciado por Zenón, quien pletórico de emosión hizo un recuento de su experimento académico y del positivo resultado que había logrado. Agradece la comprensión obtenida hace tres años para la apertura de su Escuela, con mucha nostalgia y profunda tristeza se apresta a dar la vuelta por última vez alrededor de la Plaza de Armas. Si el viaje de ida a Querocoto fue pintoresco, no lo es menos el de regreso a la Granja; mucho más el recibimiento del que son objeto los muchachos. Coincidiendo la celebración con la Navidad, todos los Granjinos se habían concentrado alrededor de la Casa Grande y disfrutaban de los tradicionales chicharrones de chancho, chicha de jora, guarapo se caña y los infaltables buñuelos. Hacía más de medio año que la Casa Grande había cambiado de ocupantes. Don Gilberto y doña Clariza se habían mudado a Chiclayo, Uva, y su esposa Amelia los reemplazaban en la Granja. Los nuevos hacendados, un tanto ajenos a lo sucedido con la Escuela observaban sorprendidos las celebraciones y con mucha curiosidad escuchaban el relato de Zenón sobre las calificaciones de César, del modo como le habían arrebatado la beca para el colegio San Juan y el asunto de las presuntas becas para el Colegio Agropecuario. Por una felíz coincidencia doña Amelia era Chotana y sus padres, don Benjamín Hoyos y doña Amalia conocían muy bien al Director del Instituto Nacional Agropecuario Número 1 y prometió abogar ante sus padres para que fungieran de representantes de los muchachos granjinos que desearan postular al examen de ingreso en dicho Colegio. Muy pronto después de las celebraciones Melecio y Juan se reunieron con doña Amelia para ultimar los detalles del viaje. Las pruebas se llevarían a cabo en unas cuatro (4) semanas y no se podía perder tiempo ni desperdiciar esa oportunidad. Sólo tres de los 24 jinetes que aprobaron la primaria probarían suerte en Chota: Gonzalo, hijo de Segundo Juan y los hijos de Melecio. Para el resto su formación apenas había constituído un roce con la civilización porque tendrán que retornar a las tradicionales labores campesinas y de seguro formar sus propios hogares más pronto de lo acostumbrado, engrosando así el círculo vicioso de la monotonía campesina, en el cual, probablemente en corto tiempo olvidarán la mayor parte de los conocimientos teóricos recibidos de Zenón. Aprovechando del tiempo que aún faltaba para el viaje, doña, Amelia, amable y expontáneamente, ofreció a los tres (3) muchachos unas charlas de orientación sobre el modo de vida en la Provincia, la forma de comportarse y porque no, de cómo defenderse de las hostilidades y agresiones a las que seguramente estarán sometidos por los citadinos desde el mismo instante en que pongan un pie en su territorio. - ...No permitan nunca que motejos y remedos les desmotiven en su búsqueda de la civilización-..., les decía doña Amelia...- La vida en la ciudad para un campesino puede ser muy cruel, pero si se apegan a lo que dice el refrán a donde vas haz lo que vieres, muy pronto y para su propia sorpresa se verán franqueando esa barrera y una vez que se sientan montados en el potro, no necesitarán hacer otra cosa que arrear con él-..., agregaba la gentil señora. El momento había llegado, Melecio, Juan y los 3 muchachos se aprestaban para partir. Esta vez la despedida fue más bien triste. Los jinetes se alejaron dejando atrás de la polvareda un melancólico llanto de las madres y hermanas, unas caras cabizbajas y meditabundas de los familiares que con una voz tenue y apagada pronunciaban el Adiós y buena suerte. Incluso el maestro Zenón no pudo resistir la emanación involuntaria de unos cuantos Crisoles que rodaban por sus mejillas debido a la presión que ejercía la angustia en su corazón el que subía intermitentemente hasta la garganta, como un augurio quizás, de la gestación de un mundo radicalmente distintos para los muchachos, el de la llamada civilización, deslumbrante y desconcertante, infinito, abismal, peligroso, incierto e impredecible. Para llegar a Chota, los viajeros tendrán que pasar por Querocoto, desandar a caballo las 20 leguas adicionales hasta Huambos y transbordar allí a un autobús o seguir el recorrido en un camión de esos que cada 3 días suben de Chiclayo a entregar y recoger la carga de los comerciantes chotanos. Desafortunadamente debido al mal tiempo no se avisora que pueda subir un autobús, por lo que decidieron hacer el recorrido que faltaba montados sobre la carga de Mi buena fortuna, un camión repleto de sacos de arroz y de azúcar. Los granjinos no eran los únicos pasajeros que transportaba el camión; antes que ellos ya habían subido los candidatos provenientes del propio Querocoto, Querocotillo, Santa Cruz, y de Huambos. En el trayecto se les unirían además los de Cochabamba, Chigirip, La Paccha, Sócota y Lajas, Las cuatro (4) horas de viaje que se hubiera requerido normalmente se transformaron en el triple del tiempo, pues había que parar antes del paso de cada quebrada para limpiar la vía de los escombros arrastrados por las crecientes, las cuales se les antojaban a los pasajeros como maldiciones de la naturaleza en contra del deseo de los muchachos de llegar a tiempo para las pruebas de admisión. Según el decir de los camioneros, hace tiempo que no se había dado un invierno tan fuerte y pareciera que éste se empeñaba en evitar la llegada de los novicios a la capital de la provincia. Pero con la férrea voluntad del bamboche conductor ayudado por el chulío y por