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Dios es caridad
San Ignacio de Loyola, en el comienzo de su libro de los Ejercicios espirituales trae su célebre
reflexión sobre el principio y fundamento de los mismos. Es lógico: por la base hay que empezar a
levantar el edificio. El santo, hombre de su tiempo, el tiempo del "humanismo del renacimiento",
parte del hombre: "el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios..." Hoy, en
que el hombre está aún más que entonces en el centro de la cultura, habría más todavía que tomar
ese arranque. Sin embargo, nosotros, situándonos desde otras perspectivas, vamos a comenzar
desde Dios.
El principio y fundamento de todo, lo que lo explica todo, es que Dios es Amor.
Nosotros no podríamos saber nada de Dios, ni su existencia siquiera, si Él no hubiera querido
revelársenos, si Él no se hiciese encontradizo con nosotros. "Tú no me buscarías si ya no me
hubieses encontrado”. La frase es de fondo agustiniano. El santo había escrito: "Dios, para que,
desconocido, le busquemos, está oculto; para que, conocido, le sigamos buscando, es
inmenso... Llena la capacidad de quien le busca y hace más capaz a quien le halla, para que
torne a buscarle... Busquemos siempre y que el fruto del hallazgo no sea el término de la
búsqueda".
Dios se nos revela de muchas maneras. Hay una revelación suya psicológica, inmanente, que
se hace desde la conciencia palpable de nuestra finitud, de nuestra sed de ser, de ser más, de ser
siempre, de ser feliz... Una sed que nos pone en marcha, que nos empuja para buscar la fuente...
La finitud sentida en las raíces de nuestro ser nos remite a la Infinitud.
Una revelación cósmica. "¿Por qué hay algo y no más bien nada?"... Porque hay una causa
incausada, trascendente. Porque hay un fiat creador (explíquese como se quiera, fixística o
evolutivamente).
Una revelación metafísica, que está en la base óntica y noética de las anteriores. Nuestra
inteligencia, intuitiva y razonante, se apoya en los grandes principios de razón suficiente y de
causalidad. (Hasta cuando se niegan, se están utilizando.)
Una revelación positiva sobrenatural, revelación vital y nocional (vital, porque da vida; nocional,
porque da noticia de ella), hecha esta última en signos humanos, cuya significación alcanzamos por
la luz de la fe.
Una revelación mística, que no es más que una profundización de la anterior.
Y, finalmente, una revelación celeste, que es la consumación en el más allá de ese encuentro
vivo, conocido y gustado en la luz directa y en el amor pleno, gloriosamente, eternamente,
abisalmente.
Ahora nos interesa solamente fijarnos en esa cuarta manera de revelársenos Dios.
Revelación sobrenatural en los signos. A través del lenguaje humano (el signo por antonomasia),
a través de los acontecimientos de la historia de Israel... Abrahán, Moisés, los profetas, Jesucristo...
En el Antiguo Testamento Dios reveló su nombre a Moisés (teofanía de la zarza ardiendo): "Yo
soy el que soy", Yahvé, "Él es"... El ser absoluto, infinito, Existencia misteriosa: "Yo soy el que
soy", trascendente, luego eterno, por sí mismo, etc. Nos encontramos sin querer haciendo filosofía.
Pero en el Nuevo Testamento se nos ha dicho sencillamente, reiteradamente: "Dios es caridad"
(1 Jn. 4, 8 y 16). Notemos desde ahora que la palabra griega ágape es original del Nuevo
Testamento. La ha acuñado esa literatura inspirada para expresar ese amor distinto y único que es
Dios (el verbo agapein se encuentra ya en la versión griega del Antiguo Testamento llamada de los
Setenta). Dios es caridad, es amor infinito, "Dios del amor" (2 Cor. 13, 11). Es decir, Dios no
solamente puede amar y ama, sino que es el Amor.
Y esto lo explica todo, es el fundamento de todo. En cuanto nosotros podemos asomarnos al
misterio de Dios en sí mismo, y en cuanto podemos conocer toda su proyección hacia afuera de sí,
su obra creada.
El Padre es la fuente de la divinidad, del amor. Y ese amor se vierte en su otro El, en su Hijo, que
lo devuelve al Padre. Y de ese abrazo mutuo de amor procede el Espíritu Santo, amor subsistente,
personal, en esa Trinidad de amor. El Amante, el Amado, el Amor... Dios es Caridad.
Y por eso ama, y ha querido, ubérrimamente, crear otros seres donde reflejar su amor y su
hermosura, hacer a algunos de ellos participantes de su mismo amor, es decir, de su misma vida.
Porque Él es amor. Amor trascendente en el cual consiste, se enraíza la existencia contingente de
los seres creados.
Un amor oblativo, desinteresado, puro; Dios no crea buscando la gloria externa, que
necesariamente, de unas u otras maneras, esa obra creada suya tenía que darle. La obra hace
siempre y necesariamente referencia a aquel que la hizo. No la busca porque Él se basta a sí
mismo, de nada necesita. Él se da para que otros puedan participar de su amor, de su vida, de su
felicidad; para que esos seres puedan así dialogar con El, con el "Tú" personal, necesario e infinito.
Dios es Caridad.
La revelación escrita en la Biblia nos ha repetido hasta la saciedad que Dios es amor y nos ama.
Y ha echado mano para decírnoslo de los signos, de todos los modos de expresar el amor de que
usamos los hombres. Y esto ya desde el Antiguo Testamento. "Con amor eterno te he amado:
por eso he reservado gracias para ti" (Jer. 31, 3).
Así la Escritura nos dice del amor paternal, maternal, que Dios nos tiene. Por ejemplo, un texto
de la tercera parte del libro de Isaías: "Porque tú eres nuestro Padre, que Abrahán no nos
conoce, ni Israel nos recuerda. Tú, Yahvé, eres nuestro Padre, tu nombre es «El que nos
rescata» desde siempre" (63, 16). Y antes, en el segundo libro: "¿Acaso olvida una mujer a su
niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a
olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada, tus muros
están ante mí perpetuamente" (49, 14-16). El nombre en la mano para recordarte a todas horas.
Yahvé ama a los suyos y los guarda como a la pupila de sus ojos (Dt. 32, 10; Zac. 2, 8; Sal. 17, 8,
etc.). Y dice también: "Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yahvé
para quienes le temen" (Sal. 103, 13). Y Oseas: "Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto
llamé a mi hijo. ... Yo enseñé a andar a Efraím, lo levanté en mis brazos, pero no reconoció
mis desvelos por curarle. Los atraje, con ligaduras humanas con lazos de amor. Fui para
ellos como quien alza una criatura contra su mejilla, y me bajaba hasta ella para darle de
comer" (Os. 11, 1, 3 y 4). Los profetas se dirigen en nombre de Yahvé al pueblo de Israel. Pero a
los pueblos los forman las personas. Todo lo que se dice a un pueblo puede, pues, transportarse a
cada una de las personas que lo constituyen.
Esta expresión del amor paternal de Dios pasa al Nuevo Testamento (Amor paternal porque Dios
es verdaderamente nuestro Padre). Jesucristo ha venido a meternos en el corazón que Dios es
nuestro Padre. Parece una obsesión en él hablar de su Padre y nuestro Padre. Por eso cuando nos
ha enseñado a orar es con ese título con el que nos ha dicho que nos dirijamos a Dios: ¡Padre
nuestro! Y es curioso, y lo han subrayado los exegetas de todos los tiempos, san Pablo nos ha
transmitido (cfr. Rom. 8, 15; Gal. 4, 6) la palabra aramea abbá que el Espíritu mismo pone en
nuestros corazones para hablar con Dios. Es la palabra sin duda que empleó Jesús al hablar con
sus discípulos. Y esa palabra tiene un sentido de dignidad, pero de confianza, de sencillez y de
ternura al mismo tiempo. Es equivalente a nuestro papá. La palabra fácil, que aprende en seguida
el niño, y que se conserva después en la intimidad de la familia, entre padres e hijos y entre
hermanos. Así Dios se revela y nos ama como papá, como Padre.
Otra forma de decirnos su amor es con la imagen del amor nupcial, como el esposo fiel y amante
ama a su esposa. Es, quizá, la expresión más manejada por la Biblia, su música de fondo: Óseas
(c. 1-3), tercera parte del libro de Isaías (c. 56-66), Jeremías, Ezequiel... En el Antiguo Testamento,
aquella alianza del Sinaí entre Yahvé y su pueblo es una alianza nupcial, a la que Israel fue infiel
tantas veces. Por eso los profetas, al echarle en cara sus idolatrías, le acusarán de adulterio para
con su Esposo, que no soporta se le confunda ni se le admita con otro, que es mi Dios coloso (Dt.
6, 15). El Cantar de los Cantares será el poema misterioso que conmemora ese amor divino. Y la
imagen llega al Nuevo Testamento, el de la Alianza definitiva y universal de amor entre Dios y los
hombres, el de las bodas del Hijo del Rey (Mt. 22, 1-14), el de las bodas del Cordero (Ap. 21 y 22).
San Pablo ha podido escribir por eso que Cristo ama a su Iglesia y se entrega por ella como esposo
que es suyo (Ef. 5, 25-33).
También se habla en la Escritura de amor amigable. Abrahán, Moisés, Elías... son amigos de
Yahvé. A su vez, Jesús así llamó a sus apóstoles: "No os llamo ya siervos, porque el siervo no
sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi
Padre os lo he dado a conocer" (Jn. 15, 15). Y Lázaro, entre otros, fue un amigo amado: "¡Mirad
cómo le quería!" (Jn. 11, 36). Su predilección por Juan ha quedado bien subrayada por este mismo
en su evangelio (Jn. 13, 23; 19, 26; 20, 2; 21, 7 y 20).
Pensando en Jesucristo en cuanto hombre podemos decir también de su amor fraternal. Él es el
primogénito de todos nosotros (Rom. 8, 29). Él ha calificado así a los apóstoles: "... ve a mis
hermanos y diles..." (Jn. 20, 17).
De otras muchas maneras se ha servido la palabra escrita para traducirnos en fórmulas humanas
ese amor divino: la viña escogida, trabajada, mimada (Is. 5, 1-7; Jr. 2, 21; 5, 10). El rebaño, las
ovejas cuidadas, defendidas, vivificadas hasta con la muerte de su buen pastor. Es imagen y
realidad que ha encarnado Jesucristo (Jn. 10), y que fue muy utilizada ya de antiguo por los profetas
(Jeremías, Ezequiel...). El médico que cura (Ex. 15, 26; Dt. 33, 29; Os. 6, 1-2; Jr. 33, 6).
La manifestación suprema del amor del Dios-Caridad a los hombres está en habernos dado a su
Hijo, y por El y con El a su Espíritu Santo. De los muchos textos que nos lo revelan, citemos los
siguientes:
Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en El
no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn. 3, 16).
En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo
único para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por
nuestros pecados (1 Jn. 4, 9-10).
Si, Él nos ha amado primero (1 Jn. 4, 19). Nos ama siempre. Es Caridad. Por eso lo primero no
es amar, sino dejarnos amar por El.
Y por lo tanto, ese Hijo que se nos ha dado, se nos da, se nos entrega hasta la sangre, hasta la
muerte. "Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella" (Ef. 5, 25). "... y vivid en el amor como
Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma" (Ef. 5, 2). "Me
amó y se entregó por mí" (Gal. 2, 20). Notemos el singular de este último texto. Se entregó por
todos en Iglesia y por cada uno de los que la formamos. "Yo he pensado en ti en mi agonía... Yo
he derramado por ti tales y tales gotas de sangre..." O, como dice Guardini: "Dios tiene
corazón, y para El somos cada uno como el centro del cosmos."
Como consecuencia, Jesucristo muerto y resucitado nos ha merecido y enviado su Espíritu
Santo: "... y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom. 5, 5).
Dios es amor y nos ama. "¡El mismo Padre os ama!" (Jn. 16, 27).
Esta sencilla consideración nos pone en las manos inmediata y evidentemente una
consecuencia: el gran don del amor divino, que nos explica, exige nuestra entrega total al amor. Es
la llamada radical que pide una respuesta radical. Por eso el gran mandamiento en el Antiguo y en
el Nuevo Testamento será: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente
(Dt. 6, 5; Mi 22, 37).
Por eso, como final de estas reflexiones, pregúntemenos y respondámonos sinceramente:
¿cómo amo a mi Dios?; ¿cómo es mi respuesta de amor a su Amor?
A Israel los profetas (Isaías, Jeremías...) hubieron de echarle en cara repetidas veces: "¡Llamé
y no me respondistes!" Y aquella frase amarga de Isaías, que recordó Jesucristo: "Este pueblo
me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí..." (Is. 29, 13; Mt. 15, 8). Jesús vino
a los suyos, y los suyos ¡no le recibieron! (Jn. 1, 11).
¿Cuál es mi respuesta? Podemos hacer nuestra la frase preciosa de san Juan: "Y nosotros
hemos conocido el amor, que Dios nos tiene, y hemos creído en El…” (1 Jn. 4, 19). ¿Podemos
decir con Jeremías: “Me has seducido, Yahvé, y me he dejado seducirme has agarrado y me
has podido” (20,7)?
“Fue el amor tu principio y tu medio; él ha de ser asimismo tu fin; tú no puedes vivir sin amor, si
reparas que él es tu vida en este mundo y en el otro; pues yo, Dios, soy el Amor”

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1 dios es caridad

  • 1. Dios es caridad San Ignacio de Loyola, en el comienzo de su libro de los Ejercicios espirituales trae su célebre reflexión sobre el principio y fundamento de los mismos. Es lógico: por la base hay que empezar a levantar el edificio. El santo, hombre de su tiempo, el tiempo del "humanismo del renacimiento", parte del hombre: "el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios..." Hoy, en que el hombre está aún más que entonces en el centro de la cultura, habría más todavía que tomar ese arranque. Sin embargo, nosotros, situándonos desde otras perspectivas, vamos a comenzar desde Dios. El principio y fundamento de todo, lo que lo explica todo, es que Dios es Amor. Nosotros no podríamos saber nada de Dios, ni su existencia siquiera, si Él no hubiera querido revelársenos, si Él no se hiciese encontradizo con nosotros. "Tú no me buscarías si ya no me hubieses encontrado”. La frase es de fondo agustiniano. El santo había escrito: "Dios, para que, desconocido, le busquemos, está oculto; para que, conocido, le sigamos buscando, es inmenso... Llena la capacidad de quien le busca y hace más capaz a quien le halla, para que torne a buscarle... Busquemos siempre y que el fruto del hallazgo no sea el término de la búsqueda". Dios se nos revela de muchas maneras. Hay una revelación suya psicológica, inmanente, que se hace desde la conciencia palpable de nuestra finitud, de nuestra sed de ser, de ser más, de ser siempre, de ser feliz... Una sed que nos pone en marcha, que nos empuja para buscar la fuente... La finitud sentida en las raíces de nuestro ser nos remite a la Infinitud. Una revelación cósmica. "¿Por qué hay algo y no más bien nada?"... Porque hay una causa incausada, trascendente. Porque hay un fiat creador (explíquese como se quiera, fixística o evolutivamente). Una revelación metafísica, que está en la base óntica y noética de las anteriores. Nuestra inteligencia, intuitiva y razonante, se apoya en los grandes principios de razón suficiente y de causalidad. (Hasta cuando se niegan, se están utilizando.) Una revelación positiva sobrenatural, revelación vital y nocional (vital, porque da vida; nocional, porque da noticia de ella), hecha esta última en signos humanos, cuya significación alcanzamos por la luz de la fe. Una revelación mística, que no es más que una profundización de la anterior. Y, finalmente, una revelación celeste, que es la consumación en el más allá de ese encuentro vivo, conocido y gustado en la luz directa y en el amor pleno, gloriosamente, eternamente, abisalmente. Ahora nos interesa solamente fijarnos en esa cuarta manera de revelársenos Dios. Revelación sobrenatural en los signos. A través del lenguaje humano (el signo por antonomasia),
  • 2. a través de los acontecimientos de la historia de Israel... Abrahán, Moisés, los profetas, Jesucristo... En el Antiguo Testamento Dios reveló su nombre a Moisés (teofanía de la zarza ardiendo): "Yo soy el que soy", Yahvé, "Él es"... El ser absoluto, infinito, Existencia misteriosa: "Yo soy el que soy", trascendente, luego eterno, por sí mismo, etc. Nos encontramos sin querer haciendo filosofía. Pero en el Nuevo Testamento se nos ha dicho sencillamente, reiteradamente: "Dios es caridad" (1 Jn. 4, 8 y 16). Notemos desde ahora que la palabra griega ágape es original del Nuevo Testamento. La ha acuñado esa literatura inspirada para expresar ese amor distinto y único que es Dios (el verbo agapein se encuentra ya en la versión griega del Antiguo Testamento llamada de los Setenta). Dios es caridad, es amor infinito, "Dios del amor" (2 Cor. 13, 11). Es decir, Dios no solamente puede amar y ama, sino que es el Amor. Y esto lo explica todo, es el fundamento de todo. En cuanto nosotros podemos asomarnos al misterio de Dios en sí mismo, y en cuanto podemos conocer toda su proyección hacia afuera de sí, su obra creada. El Padre es la fuente de la divinidad, del amor. Y ese amor se vierte en su otro El, en su Hijo, que lo devuelve al Padre. Y de ese abrazo mutuo de amor procede el Espíritu Santo, amor subsistente, personal, en esa Trinidad de amor. El Amante, el Amado, el Amor... Dios es Caridad. Y por eso ama, y ha querido, ubérrimamente, crear otros seres donde reflejar su amor y su hermosura, hacer a algunos de ellos participantes de su mismo amor, es decir, de su misma vida. Porque Él es amor. Amor trascendente en el cual consiste, se enraíza la existencia contingente de los seres creados. Un amor oblativo, desinteresado, puro; Dios no crea buscando la gloria externa, que necesariamente, de unas u otras maneras, esa obra creada suya tenía que darle. La obra hace siempre y necesariamente referencia a aquel que la hizo. No la busca porque Él se basta a sí mismo, de nada necesita. Él se da para que otros puedan participar de su amor, de su vida, de su felicidad; para que esos seres puedan así dialogar con El, con el "Tú" personal, necesario e infinito. Dios es Caridad. La revelación escrita en la Biblia nos ha repetido hasta la saciedad que Dios es amor y nos ama. Y ha echado mano para decírnoslo de los signos, de todos los modos de expresar el amor de que usamos los hombres. Y esto ya desde el Antiguo Testamento. "Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracias para ti" (Jer. 31, 3). Así la Escritura nos dice del amor paternal, maternal, que Dios nos tiene. Por ejemplo, un texto de la tercera parte del libro de Isaías: "Porque tú eres nuestro Padre, que Abrahán no nos conoce, ni Israel nos recuerda. Tú, Yahvé, eres nuestro Padre, tu nombre es «El que nos rescata» desde siempre" (63, 16). Y antes, en el segundo libro: "¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a
  • 3. olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada, tus muros están ante mí perpetuamente" (49, 14-16). El nombre en la mano para recordarte a todas horas. Yahvé ama a los suyos y los guarda como a la pupila de sus ojos (Dt. 32, 10; Zac. 2, 8; Sal. 17, 8, etc.). Y dice también: "Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yahvé para quienes le temen" (Sal. 103, 13). Y Oseas: "Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. ... Yo enseñé a andar a Efraím, lo levanté en mis brazos, pero no reconoció mis desvelos por curarle. Los atraje, con ligaduras humanas con lazos de amor. Fui para ellos como quien alza una criatura contra su mejilla, y me bajaba hasta ella para darle de comer" (Os. 11, 1, 3 y 4). Los profetas se dirigen en nombre de Yahvé al pueblo de Israel. Pero a los pueblos los forman las personas. Todo lo que se dice a un pueblo puede, pues, transportarse a cada una de las personas que lo constituyen. Esta expresión del amor paternal de Dios pasa al Nuevo Testamento (Amor paternal porque Dios es verdaderamente nuestro Padre). Jesucristo ha venido a meternos en el corazón que Dios es nuestro Padre. Parece una obsesión en él hablar de su Padre y nuestro Padre. Por eso cuando nos ha enseñado a orar es con ese título con el que nos ha dicho que nos dirijamos a Dios: ¡Padre nuestro! Y es curioso, y lo han subrayado los exegetas de todos los tiempos, san Pablo nos ha transmitido (cfr. Rom. 8, 15; Gal. 4, 6) la palabra aramea abbá que el Espíritu mismo pone en nuestros corazones para hablar con Dios. Es la palabra sin duda que empleó Jesús al hablar con sus discípulos. Y esa palabra tiene un sentido de dignidad, pero de confianza, de sencillez y de ternura al mismo tiempo. Es equivalente a nuestro papá. La palabra fácil, que aprende en seguida el niño, y que se conserva después en la intimidad de la familia, entre padres e hijos y entre hermanos. Así Dios se revela y nos ama como papá, como Padre. Otra forma de decirnos su amor es con la imagen del amor nupcial, como el esposo fiel y amante ama a su esposa. Es, quizá, la expresión más manejada por la Biblia, su música de fondo: Óseas (c. 1-3), tercera parte del libro de Isaías (c. 56-66), Jeremías, Ezequiel... En el Antiguo Testamento, aquella alianza del Sinaí entre Yahvé y su pueblo es una alianza nupcial, a la que Israel fue infiel tantas veces. Por eso los profetas, al echarle en cara sus idolatrías, le acusarán de adulterio para con su Esposo, que no soporta se le confunda ni se le admita con otro, que es mi Dios coloso (Dt. 6, 15). El Cantar de los Cantares será el poema misterioso que conmemora ese amor divino. Y la imagen llega al Nuevo Testamento, el de la Alianza definitiva y universal de amor entre Dios y los hombres, el de las bodas del Hijo del Rey (Mt. 22, 1-14), el de las bodas del Cordero (Ap. 21 y 22). San Pablo ha podido escribir por eso que Cristo ama a su Iglesia y se entrega por ella como esposo que es suyo (Ef. 5, 25-33). También se habla en la Escritura de amor amigable. Abrahán, Moisés, Elías... son amigos de Yahvé. A su vez, Jesús así llamó a sus apóstoles: "No os llamo ya siervos, porque el siervo no
  • 4. sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn. 15, 15). Y Lázaro, entre otros, fue un amigo amado: "¡Mirad cómo le quería!" (Jn. 11, 36). Su predilección por Juan ha quedado bien subrayada por este mismo en su evangelio (Jn. 13, 23; 19, 26; 20, 2; 21, 7 y 20). Pensando en Jesucristo en cuanto hombre podemos decir también de su amor fraternal. Él es el primogénito de todos nosotros (Rom. 8, 29). Él ha calificado así a los apóstoles: "... ve a mis hermanos y diles..." (Jn. 20, 17). De otras muchas maneras se ha servido la palabra escrita para traducirnos en fórmulas humanas ese amor divino: la viña escogida, trabajada, mimada (Is. 5, 1-7; Jr. 2, 21; 5, 10). El rebaño, las ovejas cuidadas, defendidas, vivificadas hasta con la muerte de su buen pastor. Es imagen y realidad que ha encarnado Jesucristo (Jn. 10), y que fue muy utilizada ya de antiguo por los profetas (Jeremías, Ezequiel...). El médico que cura (Ex. 15, 26; Dt. 33, 29; Os. 6, 1-2; Jr. 33, 6). La manifestación suprema del amor del Dios-Caridad a los hombres está en habernos dado a su Hijo, y por El y con El a su Espíritu Santo. De los muchos textos que nos lo revelan, citemos los siguientes: Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn. 3, 16). En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1 Jn. 4, 9-10). Si, Él nos ha amado primero (1 Jn. 4, 19). Nos ama siempre. Es Caridad. Por eso lo primero no es amar, sino dejarnos amar por El. Y por lo tanto, ese Hijo que se nos ha dado, se nos da, se nos entrega hasta la sangre, hasta la muerte. "Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella" (Ef. 5, 25). "... y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma" (Ef. 5, 2). "Me amó y se entregó por mí" (Gal. 2, 20). Notemos el singular de este último texto. Se entregó por todos en Iglesia y por cada uno de los que la formamos. "Yo he pensado en ti en mi agonía... Yo he derramado por ti tales y tales gotas de sangre..." O, como dice Guardini: "Dios tiene corazón, y para El somos cada uno como el centro del cosmos." Como consecuencia, Jesucristo muerto y resucitado nos ha merecido y enviado su Espíritu Santo: "... y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom. 5, 5). Dios es amor y nos ama. "¡El mismo Padre os ama!" (Jn. 16, 27). Esta sencilla consideración nos pone en las manos inmediata y evidentemente una
  • 5. consecuencia: el gran don del amor divino, que nos explica, exige nuestra entrega total al amor. Es la llamada radical que pide una respuesta radical. Por eso el gran mandamiento en el Antiguo y en el Nuevo Testamento será: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente (Dt. 6, 5; Mi 22, 37). Por eso, como final de estas reflexiones, pregúntemenos y respondámonos sinceramente: ¿cómo amo a mi Dios?; ¿cómo es mi respuesta de amor a su Amor? A Israel los profetas (Isaías, Jeremías...) hubieron de echarle en cara repetidas veces: "¡Llamé y no me respondistes!" Y aquella frase amarga de Isaías, que recordó Jesucristo: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí..." (Is. 29, 13; Mt. 15, 8). Jesús vino a los suyos, y los suyos ¡no le recibieron! (Jn. 1, 11). ¿Cuál es mi respuesta? Podemos hacer nuestra la frase preciosa de san Juan: "Y nosotros hemos conocido el amor, que Dios nos tiene, y hemos creído en El…” (1 Jn. 4, 19). ¿Podemos decir con Jeremías: “Me has seducido, Yahvé, y me he dejado seducirme has agarrado y me has podido” (20,7)? “Fue el amor tu principio y tu medio; él ha de ser asimismo tu fin; tú no puedes vivir sin amor, si reparas que él es tu vida en este mundo y en el otro; pues yo, Dios, soy el Amor”