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F. W. Walbank
La pavorosa
revolución
La decadencia del Imperio
romano en Occidente
Versión española de Doris Rolfe
Título original: The AwfulRevolution – The Decline of the Roman Empire in the West
(Esta obra ha sido publicada en ingles por Liverpool University Press)
Primera edición en "Alianza Universidad": 1978
Quinta reimpresión en "Alianza Universidad": 1996
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas,
además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o
comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o
ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
© 1969 by F. W. Walbank.
© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1978, 1981, 1984, 1987, 1993, 1996
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15, 28027 Madrid; teléf. 393 88 88
ISBN: 84-206-2209-5
Depósito legal: M. 26.906-1996
Compuesto en Fernández Ciudad, S. L.
Impreso en Lavel. C/ Gran Canaria, 12. Humanes (Madrid)
Printed in Spain
2
F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n
Contraportada
a decadencia del Imperio Romano culminó con la fragmentación de sus dominios y el asentamiento
de los pueblos germánicos en su antiguo territorio. Este proceso de su disgregación, al que
Gibbon denominó LA PAVOROSA REVOLUCIÓN, marca el comienzo de lo que
convencionalmente se ha denominado los siglos oscuros de la Alta Edad Media. Las interpretaciones de
ese decisivo viraje se basaron hasta bien entrada nuestra centuria en las fuentes literarias clásicas,
coloreadas por los prejuicios que atribuían el derrumbamiento del mundo antiguo a factores
exclusivamente políticos, morales o religiosos. Pero las investigaciones realizadas durante las últimas
décadas sobre las condiciones materiales y las formas de vida en la Antigüedad han abierto nuevas y
enriquecedoras perspectivas que permiten analizar, en toda su complejidad, las causas decisivas de la
decadencia romana. Esta obra de F. W. WALBANK traza un cuadro completo de la crisis económica de los
siglos III y IV, la evolución política del Imperio hacia un Estado autoritario y las transformaciones
culturales y sociales durante el período.
L
Alianza Editorial
[NOTA DEL ESCANEADOR: Por el tipo de edición de que se trata el original y la mala calidad
de las fotografías y huecograbados, se han insertado otras fotografías de distinta procedencia en
esta edición digital, señalando en casi todos los puntos la procedencia de las mismas]
A Jake Larsen
3
F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n
INDICE
1.La naturaleza del problema
2.El veranillo de los Antoninos
3.Tendencias en el Imperio del siglo III d. de J.C.
4.Contracción y crisis
5.El Estado autoritario
6.La economía del Imperio tardío
7.El fondo cultural
8.Las causas de la decadencia
9.La realidad del progreso
Escritores griegos y romanos mencionados en este libro
Los emperadores romanos hasta Teodosio
PREFACIO
Este libro ha tenido una historia algo curiosa. Primero apareció como ensayo corto, escrito durante la
guerra y publicado en 1946 por Cobbett Press como tercer volumen de una serie: Past and Present:
Studies in the History of Civilisation («Pasado y presente: estudios de la Historia de la Civilización»). En
1953 se reimprimió como libro de bolsillo en Estados Unidos. Ambas ediciones están agotadas desde
hace varios años. Más tarde lo amplié para que tratara de modo más completo las cuestiones de
importancia de los siglos IV y V; pero hasta ahora esta versión sólo ha aparecido en una traducción
japonesa del doctor Tadasuke Yoshimura, publicada en Tokio en 1963.
Como respuesta a muchas peticiones, y con el respaldo de la Liverpool University Press, esta versión
ampliada aparece ahora en inglés. El texto ha sido cuidadosamente revisado para tener en cuenta las más
recientes investigaciones. A fin de evitar que se confunda con el volumen del año 1946, me ha parecido
mejor poner un nuevo título a lo que virtualmente es un nuevo libro.
F. W. WALBANK
Liverpool, 1968
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F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n
INTRODUCCIÓN
Roma emerge a la luz de la historia como un poblado de comerciantes y agricultores que habitaban una
serie de bajas colinas de la orilla izquierda del río Tíber, a unos 25 kilómetros de la desembocadura. La
tradición cuenta que desde la fundación de la ciudad, en el año 753 a. de J.C., hasta el año 509 a. de J.C.,
fue gobernada por reyes, los últimos de los cuales correspondían a una dinastía extranjera procedente de
Etruria, al otro lado del Tíber. Poco más que la leyenda ha sobrevivido de este período; pero hay algunas
pruebas de que la Roma etrusca era un lugar próspero y bello, más floreciente entonces que durante el
siglo y medio siguiente. Los ciento cincuenta años que siguieron a la expulsión de los reyes transcurrieron
en guerras con los pueblos vecinos, y sobre todo en consolidar el poder romano en el Lacio, la región de
Italia de la cual Roma era, geográfica y lingüísticamente, el límite más al norte. El progreso de Roma
sufrió un serio revés en el año 390 a. de J.C., cuando los galos merodeadores penetraron en la ciudad de
Roma, dedicándose al saqueo y al pillaje; pero se recuperó rápidamente, y en el año 338 a. de J.C. estaba
establecida como señora del Lacio.
Se han descrito los siguientes setenta años como el período más sorprendente de la historia romana.
Mediante una serie de campañas victoriosas, los romanos derrotaron a las fuertes tribus de las tierras altas
de la Italia central, los samnitas, hicieron dependiente a Etruria y consiguieron el acceso a la costa del
Adriático (338-290 a. de J.C.). Por medio de esta impresionante extensión del poder, la población de un
territorio de unos 1.300 kilómetros cuadrados se había hecho dueña de una región 100 veces mayor. Poco
después, en el año 282 a. de J.C., surgió un conflicto con Tarento, la próspera ciudad griega situada en el
«empeine» de la Italia del Sur. Los tarentinos, que desde hacía mucho tiempo no tenían costumbre de
luchar en sus propias guerras, pidieron la ayuda del rey griego, Pirro de Epiro, y los romanos se
encontraron enfrentados con el general más imponente de la generación posterior a Alejandro Magno.
Pero Pirro se dejó desviar hacia Sicilia, y al regresar a Italia en el año 275 a. de J.C., sufrió una derrota
definitiva y se retiró finalmente a Epiro, dejando a los romanos dueños de toda la península.
Así, en el año 270 a. de J.C., Roma había hecho lo que ninguna Ciudad-Estado griega jamás pudo
conseguir; con su agudeza política, al dividir primero a sus enemigos y aliarse luego con ellos, había
unificado a una vasta península, haciendo de ella un solo Estado unitario. Antes habían existido estados
federados, pero nada semejante a esta confederación romana. De los diversos pueblos de Italia, algunos,
como los hérnicos, los sabinos y otros vecinos próximos a Roma, se incorporaron al Estado romano como
ciudadanos. Los demás se convirtieron en «aliados», cada uno de los cuales estaba ligado a Roma según
fórmulas diferentes, lo que servía para ocultar la dura realidad de la dominación romana. A los más
favorecidos, los romanos les otorgaron la ciudadanía latina; tenían muchos, pero no todos los privilegios
de un ciudadano pleno; otros pueblos estaban ligados por tratados especiales que definían su relación
exacta con la metrópoli; y por encima de todo esto se encontraba el sistema estratégico de caminos y las
colonias cuidadosamente situadas, que protegían los intereses romanos en cualquier punto débil. Las
colonias eran de dos clases: un número limitado de colonias romanas, compuestas por ciudadanos plenos,
en número de 300; y una cantidad superior de colonias latinas, cada una con 2.000 a 5.000 ciudadanos,
unos de origen latino y otros de origen romano, y destinadas a funcionar más bien como poblados
permanentes. Estas nuevas colonias de agricultores y soldados ayudaron a unificar y consolidar la
península dentro de los vínculos de una alianza firme, flexible y leal. Pero hicieron más que eso. Al
repartir a unos 50.000 hombres por toda Italia, estimularon la agricultura y dieron a los romanos la
oportunidad de invertir en bienes raíces en todas las zonas de la península. Fue probablemente este
período el que determinó el destino de los romanos como pueblo agrícola; y los setenta años siguientes,
en los que se mantuvo esta misma política de colonización, lo confirmaron.
5
F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n
Esta expansión había tenido lugar bajo la dirección de un reducido consejo de los estadistas de mayor
edad, el Senado romano, que constituía el elemento de continuidad en un Estado en el que los
funcionarios ejecutivos eran aficionados elegidos anualmente. En los primeros dos siglos y medio de la
República (509-287 a. de J.C.), existía un conflicto prolongado, pero curiosamente moderado, entre una
minoría «patricia» de clanes ricos y aristocráticos, y los más pobres o menos privilegiados «plebeyos».
Este conflicto se resolvió por un compromiso típico, en el cual los plebeyos más ricos fueron absorbidos
por el grupo gobernante, con igual derecho a ocupar todas las magistraturas y todos los sacerdocios, salvo
unos cuantos, mientras que las exigencias económicas de las clases más pobres se arrinconaron o se
desviaron hacia el pillaje en las guerras extranjeras.
Estas no tardaron en venir. En el año 264 a. de J.C., al llegar al extremo de la península italiana, los
romanos chocaron con el Estado fenicio del África del Norte, Cartago, que ya se había establecido en el
oeste de Sicilia. En muchos aspectos, Cartago era la antítesis de Roma; era una potencia naval cuya
riqueza e influencia se basaban en el comercio; nunca estaba segura de la lealtad de sus súbditos
norteÁfricanos, y así dependía de mercenarios que lucharan en sus guerras. Con tenaz empeño, los
romanos cruzaron el mar, y con el apoyo de la confederación derrotaron a los cartagineses después de una
guerra que duró veintitrés años. En el año 241 a. de J.C. tenían una nueva provincia, Sicilia, y un poco
más tarde se anexionaron Cerdeña. En el año 218 a. de J.C. los cartagineses les desafiaron otra vez.
Partiendo de las bases de la nueva provincia de España y dirigido por un genio militar, Aníbal, un ejército
cartaginés invadió Italia a través de los Alpes occidentales. Durante dieciséis años Roma luchó por la
existencia en tierra italiana. A pesar de esto, el Senado no perdió la cabeza en las sucesivas crisis; la liga
se mantenía firme; una fuerza expedicionaria romana desembarcó y separó a España del ejército de
Aníbal; con el tiempo se enrolaron más de 40 legiones —llegando a 25 en un solo año— entre los
campesinos de Italia; y por fin, bajo el mando de un gran general, Escipión el Áfricano, los mismos
romanos invadieron África del Norte, forzaron el regreso de Aníbal y le infligieron una derrota aplastante
(202 a. de J.C.) de la que Cartago nunca se recuperó.
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F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n
Ahora, en el umbral del siglo II a. de J.C., los romanos se volvieron hacia el Este. En una serie de
guerras que el Senado no buscaba deliberadamente, pero que por una variedad de motivos estaba en
general dispuesto a emprender, aplastó a las monarquías helenísticas separadas que habían surgido tras la
disolución del ingobernable imperio de Alejandro Magno. Filipo V de Macedonia (197 a. de J.C.),
Antíoco de Siria (189 a. de J.C.), el hijo de Filipo, Perseo (168 a. de J.C.), cayeron uno tras otro ante el
furioso ataque de las legiones entrenadas en la lucha contra Aníbal. Egipto, que ya no era un gran poder y
que estaba débilmente gobernado, se sometió a la esfera de la influencia romana. La gran ciudad
comercial de Rodas, al principio la predilecta de Roma, cayó en desgracia y fue despojada de sus
posesiones. Los aqueos, antes los aliados más leales de Roma, se rebelaron y fueron sofocados (146 a. de
J.C.). Macedonia pasó a ser una provincia, y Acaya prácticamente también. El reino de Pérgamo, en el
Noroeste de Asía Menor, fue legado a Roma por su último rey (133 a. de J.C.). Mientras tanto, Cartago
había sido aniquilada en una sangrienta y no provocada guerra de agresión (146 a. de J.C.); y más al
Occidente, en España, la última resistencia de las tribus fue rota en Numancia en el año 133 a. de J.C. por
Escipión el Joven, conquistador de Cartago.
Así, en el año 133 a. de J.C., Roma era predominante en el Mediterráneo oriental y occidental. Ya no
había ninguna potencia capaz de resistirla. El historiador griego Polibio, aun siendo aqueo y durante
muchos años preso político en Roma, se convirtió en admirador de este vasto imperio, adquirido en su
mayor parte en poco más de cincuenta años (220-167 a. de J.C.), como si la misma diosa Fortuna planeara
el destino del mundo civilizado siguiendo las fronteras trazadas por las legiones romanas. La historia de
Polibio sobrevive (aunque fragmentariamente) como un testimonio permanente de la impresión que
causaron los romanos en su avance sobre los pueblos a los que vencieron.
Pero para todo esto Roma tuvo que pagar un precio. Los dieciséis años de lucha con Aníbal habían
sido desastrosos para la agricultura italiana. Los campos fueron destruidos, y los labradores enviados a
formar en las legiones año tras año. Luego vinieron las nuevas guerras en el Oriente. Con los campesinos
arruinados o desalentados, se abrió el porvenir para los ricos, que habían especulado en las guerras y que,
como abogaban los escritores romanos de más influencia, buscaban comprar la respetabilidad en forma de
tierra. En el siglo II a. de J.C. se desarrollaban grandes latifundios, haciendas de ganado y plantaciones,
en toda la Italia del sur, Etruria, el Lacio y partes de Campania, trabajados por esclavos baratos
proporcionados por las guerras. Los campesinos desposeídos se desplazaron hacia las ciudades para
ensanchar el proletariado urbano y vivir desarraigados, al borde de la miseria. Al otro extremo de la
escala, las enormes fortunas que entraron en Italia desde el Oriente (después del año 167 a. de J.C. Italia
quedó exenta para siempre del pago de tributo) llevaron a la corrupción a la casta dirigente. El Senado se-
guía limitado en composición. Entre el año 264 y el año 134 a. de J.C., de los 262 cónsules elegidos, sólo
16 pertenecían a familias nuevas en el cargo. Había poca sangre nueva, y por eso, cuando se introdujo la
corrupción, sus efectos fueron catastróficos. Varios incidentes vergonzosos en la provincia aislada y
difícil de España revelaron un declive en las normas de moralidad entre los gobernantes de Roma. El
contacto con la cultura superior de Grecia les llevó a un cambio radical en su modo de pensar, pero, como
señaló Polibio por propia observación, y como generaciones de moralistas y satíricos romanos nunca se
cansaron de mencionar, esta cultura también había traído consigo un mayor lujo y un mayor relajamiento
en el comportamiento. Los aliados de la liga italiana empezaron a quejarse de la creciente avaricia y
opresión del Estado principal; y de una u otra manera, la incapacidad de la aristocracia romana para la
tarea de gobernar un imperio se hacía cada vez más evidente.
El último siglo de la República romana, del año 133 al 31 a. de J.C., fue esencialmente una época de
crisis, a la que contribuyeron muchos factores. Se alzó el telón para un intento digno de señalarse: los dos
hermanos Gracos, Tiberio en el año 133 a. de J.C., y Cayo en el año 123 a. de J.C., trataron de resolver el
problema de los latifundios y de los campesinos desposeídos mediante una distribución radical de las
tierras nominalmente públicas. Los oligarcas reaccionaron rápidamente: Tiberio fue asesinado, Cayo
empujado al suicidio, y la clase senatorial recuperó su preponderancia. Pero de la agitación de los Gracos
surgió una nueva clase capaz de rivalizar con el Senado en su monopolio del poder. El legado de Pérgamo
a la República romana en el año del tribunado de Tiberio Graco había creado un nuevo problema de
organización; y la aversión a extender la burocracia fue en parte lo que les llevó a adoptar el sistema de
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F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n
arrendar a empresas financieras la recaudación de los impuestos. El grupo social que emprendió este
negocio lucrativo fue el de los equites o caballeros; y sus corporaciones ganaron riquezas y poder de estos
contratos asiáticos. Además de esto, Cayo Graco les dio influencia política cuando puso en sus manos el
control de los tribunales, en los que con frecuencia los gobernadores senatoriales tenían que defenderse de
acusaciones de malversación y extorsión. A partir de ahora, los equites tenían su propio papel que
desempeñar en la política romana; y es razonable ver su influencia maligna detrás de la guerra colonial en
que se embarcaron los romanos hacia fines de siglo contra las tribus numídicas del África del Norte
dirigidas por su rey Yugurta (112-106 a. de J.C.). Esta guerra reveló la incomparable profundidad de la
corrupción y la incompetencia senatoriales. Se dice que Yugurta dijo cínicamente que toda Roma estaba
«en venta». Un «hombre nuevo», Mario, llegó a cónsul con el apoyo popular, derrotó a los numídicos y
llevó a cabo una serie de reformas del ejército, cuyo resultado fue que las legiones se llenaron con el
proletariado rural y se elevó el rango del comandante militar al convertirle en objeto personal del
juramento de lealtad de sus hombres: un acontecimiento nefasto. Mientras tanto, la codicia y la incompe-
tencia de la casta reinante permitieron que el conflicto entre Roma y la liga italiana se desarrollara hasta
el punto de la guerra civil. Costó dos años suprimir la rebelión italiana (90-88 a. de J.C.) y se hizo
prominente una nueva figura, Sila, el antiguo lugarteniente y enemigo amargado de Mario. Durante varios
años Roma se desangró con la guerra civil entre sus dos facciones; y en el año 83 a. de J.C. volvió Sila de
un mando oriental para hacerse dueño cínico de Roma, con el objetivo de restaurar al Senado a su antiguo
papel.
No hay que trazar en detalle el deterioro posterior del gobierno senatorial, el fracaso del intento de Sila
de restaurar el poder del Senado y la rápida demolición de su estructura por el joven Pompeyo, un general
precoz y de mucho éxito, de la propia escuela de Sila, quien actuaba junto con Craso, un senador que
representaba los intereses comerciales de los caballeros. Estos dos hombres lograron una coalición
inestable después de sofocar una rebelión de los esclavos encabezados por un gladiador tracio llamado
Espartaco (73-71 a. de J.C.), y su consulado en el año 70 a. de J.C. quedó marcado por la revelación del
vicio y la corrupción senatoriales que salieron a la luz en el famoso proceso de Verres, el gobernador de
Sicilia, por latrocinio: un proceso que dio a conocer al abogado en ascenso Marco Tulio Cicerón. Fue
Cicerón quien, como cónsul, siete años después, mostró insospechada firmeza junto con una peligrosa
desatención al precedente republicano cuando sofocó el intento anárquico de Catilina de derrocar al
Estado y mandó a los principales conspiradores a la ejecución en la tétrica prisión de Tuliano.
Mientras tanto, en estos años se levantaba un político más tenaz y más astuto que cualquiera de sus
compañeros: C. Julio César. Elegido cónsul en el año 59 a. de J.C., gracias a una alianza política con
Pompeyo y Craso, obtuvo el mando proconsular en la Galia, y durante los diez años siguientes organizó
una fuerza inmutablemente leal a él mismo y entrenada bajo su generalato brillante en la dura escuela del
combate. En el año 49 a. de J.C., César, provocado y amenazado con procesamiento y ruina por un
Senado que no había aprendido nada ni había olvidado nada, pasó el Rubicán, el límite que separaba su
provincia de Italia, y en una serie de campañas brillantes en Italia, España, Grecia, Asia Menor y África,
derrotó a las fuerzas del Senado encabezadas por su rival y antiguo aliado Pompeyo, y se abrió camino
violentamente hacia el poder supremo.
César vio (lo que es obvio retrospectivamente) que la supervivencia de Roma y de su imperio
dependía, en este momento, del establecimiento de alguna forma de autocracia. Pero le faltaba tacto para
tratar con los que no poseían esta manera concreta de pensar, y el 15 de marzo del año 44 a. de J.C. fue
asesinado por una pequeña banda de conjurados, inspirados por senadores, y senadores muchos de ellos.
La muerte de César fue la señal para comenzar otros trece años de maniobras políticas y guerra civil.
Heredero e hijo adoptivo de César, Octaviano se presentó al principio como hombre del Senado, y ganó el
elogio efusivo, aunque a veces ambiguo, de Cicerón, quien, después de una serie de reveses políticos,
había emergido para entonar el canto del cisne de la República. Pero muy pronto Octaviano se puso de
acuerdo con el aventurero político Marco Antonio, y su convenio fue sellado por una sangrienta
proscripción, en la que la cabeza de Cicerón fue de las primeras en rodar.
El convenio entre Octaviano y Antonio no duró y fue el más joven quien aventajó a su rival. Octaviano
fue un sucesor digno de Julio. Igualmente despiadado y libre de sentimientos, tenía además ese
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F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n
entendimiento de las susceptibilidades romanas que le permitía ocultar sus intenciones. Después de que
Antonio —con sus intrigas con la reina egipcia Cleopatra— había dado a Octaviano la oportunidad de
infamarle ante el pueblo, culpándole de actividades contrarias a Roma, y de perseguirle mediante una de
esas campañas de propaganda en que ningún partido reconoce límites, Italia estaba perdida para el viejo
cesariano; y al fin, no fue una tarea difícil eliminar a ambos, Antonio y Cleopatra, en la batalla naval de
Accio, muy elogiada pero apenas gloriosa, en el año 31 a. de J.C. En ese momento Octaviano se quedó
sólo; y con el apoyo del partido cesariano, que él y su padre adoptivo habían formado cuidadosamente
entre las clases medias de Italia, comenzó a establecer un nuevo Estado. Ahora el Senado, o lo que
quedaba de él, ya no era un obstáculo; y Octaviano, conocido en adelante por el título honorífico de
Augusto, hacía gran gala de acogerlo como socio político.
El año 31 a. de J.C. señaló el establecimiento efectivo del imperio del mundo romano por su ciudadano
principal (princeps) y su general (imperator). El primer interés de Augusto era la paz y la eficacia. Las
provincias, enriquecidas ahora con los nuevos territorios de Asia Menor y Egipto, fueron repartidas entre
él mismo y el Senado. Se consolidaron las fronteras. Se inventó un instrumento eficaz de gobernar. Ya
habían terminado los días de la corrupción proconsular, cuando un gobernador tenía que ganar tres
fortunas durante su año de administración, una para pagar sus deudas, otra para jubilarse, y la tercera para
sobornar a los jurados en el inevitable proceso por extorsión. Por fin el mundo romano se calmó en paz y
prosperidad; y fue una prosperidad que duró más de dos siglos casi sin interrupción. Sin embargo, desde
sus comienzos el Principado augustal contenía elementos de debilidad, por muy hábil que fuera al
disfrazarlos. A pesar del cuidado con que Augusto basó su posición en precedentes republicanos y en la
acumulación de cargos y poderes ya existentes, ejercidos en conjunción con esa «autoridad» indefinible,
que valía tanto entre una gente inmersa en la tradición, había, acá y allá, hombres lúcidos que reconocían
la verdad: la sanción final del poder de Augusto dependía de su control de las legiones. Además, mientras
estuviera sin resolver el problema de la sucesión, no había garantía de que la paz continuara; pero
establecer abiertamente una dinastía significaba arriesgarse a quitarle al Principado la máscara de la
libertad, y quizá seguir los pasos de Julio.
Afortunadamente, Augusto vivió hasta la vejez y dio a la población la oportunidad de olvidar la
República. Conforme se iba acostumbrando a la monarquía disfrazada, el disfraz se hacía menos nece-
sario, y el pueblo romano dejó incluso de exigir la apariencia de la libertad. Consciente de los peligros de
un interregno, Augusto tramaba cautelosa pero incesantemente el establecimiento de una dinastía; y sus
primeros cuatro sucesores, Tiberio, Cayo, Claudio y Nerón, estaban todos conectados con su familia. Sus
caracteres revelaron algunas de las debilidades de la autocracia. Cayo y Nerón, por lo menos, fueron
víctimas de la ofuscación, ejercida sin freno; y ambos encontraron una muerte violenta. Al morir Nerón
en el año 68 d. de J.C., «se reveló un secreto del Imperio»: que se podía crear emperadores fuera de
Roma. Cada uno de los ejércitos de España, Germania y Siria, proclamó emperador a su propio general, y
sólo después de un año de guerra sangrienta y de caos, en el que cuatro hombres se vistieron
sucesivamente la púrpura, se estableció la nueva dinastía de los Flavios. Con Vespasiano y sus dos hijos,
Tito y Domiciano, la autocracia llegó a ser aún más abierta; éste último intentó emular a Cayo, estableció
un reino de terror, y fue por fin asesinado (96 d. de J.C.). En este momento, la selección de un nuevo
emperador revirtió al Senado. Nerva, Trajano y Adriano dieron al Imperio una nueva época de paz y
prosperidad, que continuó con los emperadores del siglo II, Antonino Pío y Marco Aurelio.
Tal es, en resumen, la historia de cómo creció Roma desde una aldea del Tíber a un Imperio
mediterráneo. Este Imperio, como tantos otros, no pudo perdurar; pero sobre sus fragmentos rotos
reformados y revitalizados para encajar con sus propias instituciones más primitivas, los pueblos
germánicos que lo invadieron construyeron con el tiempo los fundamentos de un mundo cuyas fronteras
lingüísticas todavía muestran en muchos sitios los viejos confines del orbis Romanus, un mundo en que
las tradiciones legales, éticas y culturales todavía son, en esencia, las tradiciones de Grecia y de Roma.
El Imperio romano cayó; y la caída de los imperios es un tema romántico y trágico. Fue un impulso
romántico el que, el día 15 de octubre de 1764, inspiró a Edward Gibbon —mientras meditaba sentado
entre las ruinas del Capitolio, escuchando a los frailes descalzos de San Francisco cantar las vísperas en el
9
F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n
templo de Júpiter1
— a dedicar sus esfuerzos a la descripción de la Decadencia y caída del Imperio
Romano, y con ello a la creación de una de las obras clásicas de la lengua inglesa. Pero como él se esmeró
en señalar, la caída de Roma también tiene una moraleja que subrayar y una lección que enseñar. «Los
acontecimientos pasados —escribió Polibio (XII, 25e, 6)— nos hacen prestar especial atención al futuro,
si realmente indagamos a fondo cada caso del pasado.» Siguiendo el espíritu de esta declaración se han
escrito las siguientes páginas.
1
Eso creía él. Pero Sta. María d'Aracoeli, donde Gibbon escuchaba a los frailes, está en el sitio del Templo de Juno Moneta.
«El lugar consagrado a Júpiter estaba al otro lado del Campidoglio, sobre una eminencia algo más baja del monte Capitalino
bicorne.» [L. White, The Transformation of the Roman World: Gibbon's Problem alter Two Centuries (Berkeley-Los Angeles,
1966), p. 291]. [Hay una traducción al castellano de la obra de Gibbon: Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano,
realizada por José Mor de Fuentes (Barcelona, 1842-47)].
10
F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n
Capítulo 1
LA NATURALEZA DEL PROBLEMA
Desde que el hombre aprendió por primera vez a registrar su propia historia en forma duradera, ha
recurrido a los anales del pasado para iluminar los problemas del presente; y se ha referido una y otra vez
a ciertos períodos y acontecimientos porque le parecían especialmente vivos y pertinentes a su propia
situación. Este es el caso de la caída del Imperio romano en Europa occidental. Desde los tiempos de los
primeros padres de la Iglesia hasta la actualidad, la causa de aquel ocaso ha sido un punto central de la
especulación histórica. Las respuestas a este problema constituyen en sí mismas un comentario sobre las
épocas en las que se propusieron; pero tienen una cosa en común: muestran a los hombres de Europa
occidental que el problema de por qué cayó Roma ha sido siempre una cuestión palpitante.
Desde el comienzo de nuestra era, la gente del Imperio se sentía obsesionada por un vago sentimiento
de deterioro. Séneca el Viejo (circa 55 a. de J.C., circa 40 d. de J.C.), en una obra histórica ahora perdida,
afirmó que bajo los emperadores, Roma había llegado a su vejez y no podía esperar más que la muerte1
; y
el pesimismo de Séneca el Viejo sólo se hacía eco de los repetidos lamentos de poetas y escritores de la
República tardía, según los cuales Roma ya no era lo que había sido. Horacio, por ejemplo, se quejaba de
que «nuestros padres, peor que sus abuelos; y nosotros, peor que nuestros padres... menguada prole al
mundo dejaremos»2
. Ya a comienzos del siglo III el mismo gobierno confesaba la decadencia del Imperio.
Una proclama oficial, escrita en nombre del emperador-niño Alejandro Severo en el año 222 d. de J.C.
(probablemente por su madre y su abuela, y por el jurista Ulpiano) habla de la intención del emperador de
detener la decadencia mediante una política de restricciones, y se lamenta al mismo tiempo de su
incapacidad para satisfacer su generosidad natural mediante una remisión de impuestos; y casi treinta
años después, podemos leer la expresión de esperanzas semejantes en relación con el emperador Decio
(249-51 d. de J.C.).
De todas formas, fue con el crecimiento de la Iglesia cristiana cuando la decadencia de Roma empezó
a aparecer como un tema central de discusión en la filosofía y la polémica. En profecías apocalípticas
como El Libro de la Revelación, el Imperio romano había sido denigrado y puesto en la picota por la
Iglesia perseguida, y el fin del Imperio predicho como precursor del milenio venidero. San Agustín (354-
430 d. de J.C.), tomando sus argumentos de historiadores pre-cristianos, atacó a Roma por su decadencia
moral; desde la destrucción de Cartago, el último rival serio del Imperio romano, en el año 146 a. de J.C.,
las antiguas virtudes habían decaído, y la discordia civil había desgarrado al Estado. La Ciudad Eterna —
Roma aeterna— era una ficción literaria, y los cristianos debían levantar los ojos a la Ciudad de Dios. San
Jerónimo (circa 346-420 d. de J.C.) sostenía la misma opinión. «Al Imperio Romano —escribe— hay que
destruirlo, porque sus gobernantes creen que es eterno. En la frente de la Roma Eterna está escrito el
nombre de la blasfemia.» Con todo, esta actitud no dejaba de tener ambigüedades y equívocos, porque
cuando los paganos acusaron a su vez a la Iglesia de que, con su hostilidad y sus prácticas perturbadoras,
estaba causando la caída del Imperio, la Iglesia replicó con una nueva doctrina. Para Orosio (hacia 410 d.
de J.C.), amigo de ambos —Agustín y Jerónimo— el Imperio representaba el último de los cuatro reinos
de este mundo— los predecesores eran Babilonia, Cartago y Macedonia— y estaba destinado a ser el
instrumento de Dios en la protección del mundo cristiano contra el caos. ¿No fue bajo Augusto cuando
Cristo mismo encarnó, y llegó a ser «ciudadano romano»?3
Por consiguiente, quedaba claro que los
1
Lactancio, Div. lnst. VII, 15.
2
Odas, m, 6, 46-8.
3
Orosio, Hist., VI, 22, 8.
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cristianos debían aceptar y apoyar al Imperio, porque de él dependía el destino del universo, como rezaba
el dicho:
«Quando cadet Roma, cadet et mundus»
(Cuando caiga Roma, el Universo caerá con ella).
Un rasgo curioso de esta controversia era su consideración de la caída de Roma como un acontecimiento
del futuro. Ni una sola vez se levantó uno de estos publicistas paganos o cristianos para anunciar con
tonos de triunfo o remordimiento que Roma ya había caído. Cuando Alarico y sus visigodos saquearon la
Ciudad Eterna en 410 d. de J.C., el acontecimiento fue recibido con estupefacción incrédula —y luego
rechazado. «Si perece Roma —escribió Jerónimo—¿qué está seguro?» Orosio se apresuró a señalar que
Alarico se había quedado sólo tres días en Roma —mientras que en el año 390 a. de J.C. Breno y los
galos ¡la habían ocupado durante seis meses! Un siglo más tarde había menos confianza. Salviano (circa
400-después de 470 d. de J.C.), presbítero en Marsella, que escribía cuando ya amplios territorios del
Imperio occidental estaban en manos de los bárbaros, acusa a los romanos de ser más culpables que sus
enemigos, precisamente porque por ser cristianos debieran saber más que los otros. Los bárbaros son
castos, mientras las ciudades de Roma son lugares de vicio y mal vivir. En resumen, ¿qué eran las
invasiones bárbaras si no el juicio de Dios sobre un Imperio «ya muerto o dando con certeza el último
suspiro»?4
Sin embargo, la fe en Roma nunca se perdió por completo. Mucho después de que se hubiera disuelto
el Imperio occidental, los hombres juraban fidelidad a su sombra, evocada por la ficción de la translatio
ad Francos —el traslado del Imperio a Carlomagno (a quien el Papa coronó Emperador el día de Navidad
del año 800 d. de J.C.)—, y desde el siglo X a Otón y los germanos. En el Sacro Imperio Romano,
establecido en Aquisgrán o Goslar, se persuadió a la población para que considerara a su Estado como
descendiente directo de la Roma de Augusto, que cumplía todavía su papel como el «cuarto reino del
mundo» que debía preceder al advenimiento del anti-Cristo, y por último al Milenio; y en los países del
Mediterráneo, el carácter gradual del cambio del latín a las lenguas románicas ayudaba a oscurecer el
verdadero carácter de la ruptura. Sólo en el Renacimiento, cuando Europa se despertó a los tesoros de las
grandes épocas de la antigüedad greco-romana, los humanistas italianos se dieron cuenta de su propia
ruptura con la Edad Medía y, por consiguiente, de la ruptura entre la Edad Media y el mundo antiguo. En
el año 1453 d. de J.C. Biondo se desligó por completo de la idea de un cuarto reino del mundo, y en su
historia, titulada significativamente De la decadencia del Imperio romano, consideró el saqueo de Roma
por Alarico como el punto de partida de una época histórica. Por primera vez el problema del ocaso de
Roma pasó a ser un problema histórico, un intento de explicar un acontecimiento que había ocurrido en el
pasado.
De nuevo las respuestas se limitaban a reflejar los problemas de los que las proponían, y fueron
trazadas para iluminar lo que no estaba claro en la vida contemporánea. Para Petrarca (1304-74), la raíz
de todo mal se hallaba en Julio César, que destruyó las libertades populares; porque Petrarca consideraba
como grandes héroes a los opositores de César, Bruto y Pompeyo, y trataba de resucitar una res publica
Romana en su propio tiempo. Más de un siglo después, en El Príncipe, el florentino Maquiavelo (1469-
1527) insistía en la necesidad apremiante de recrear un Estado italiano para salvar a Italia. Consciente de
la amenaza que en sus propios días provenía del otro lado de los Alpes, acentuó la contribución de las
invasiones bárbaras a la caída del mundo clásico, que para él, como para Biondo, tenía como fecha de
origen el saqueo de Roma por Alarico. A lo largo de la obra de Maquiavelo se percibe un agudo
sentimiento de la decadencia de ambas sociedades, la suya propia y la de la Roma antigua; y como él
creía en la repetición de los acontecimientos históricos, confiaba en encontrar una moraleja. Maquiavelo
fue el primer historiador después de Polibio, del siglo II a. de J.C., que prestó seria atención al proceso
interno de la decadencia en la sociedad. Un poco más tarde Paolo Paruta, un aristócrata veneciano, que
publicó sus Discorsi en 1599, atribuyó la decadencia romana a la tensión existente entre el Senado y el
pueblo romano.
4
Salviano, de gubern. Dei, IV, 30.
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En el siglo XVII, la discusión se liberó de los últimos vestigios de los conceptos medievales de la
translatio ad Francos y de la «cuarta monarquía del mundo». La caída de Constantinopla en 1453 pro-
porcionaba una nueva época para poner en contraste con la fundación de dicha ciudad por Constantino, y
poco a poco se desarrolló la idea de la división de la historia en antigua, medieval y moderna. Sin
embargo, esta nueva ordenación no planteó la raíz del problema, que se presentó a Voltaire (1694-1778) y
a Gibbon (1737-94) en el nuevo contexto del siglo de las luces. «Un doble látigo —escribió Voltaire—
hizo caer por fin a este vasto Coloso: los bárbaros y las disputas religiosas.» Y Gibbon también vio en la
historia largamente prolongada de la decadencia y la caída «el triunfo de la barbarie y la religión». De
esta forma, desde los tiempos de Agustín la rueda dio una vuelta completa: otra vez el cristianismo estaba
en el banquillo de los acusados. La respuesta de Gibbon revela las circunstancias especiales del siglo
XVIII, cuando al juicio apresurado de los racionalistas le parecía que el cristianismo declinaba y tendría
que ceder de inmediato ante una nueva concepción del mundo. Naturalmente ellos miraban hacia atrás,
desde el fin hasta los principios del ciclo cristiano, y veían en la presente decadencia del cristianismo un
contraste con el vigor que antes había mostrado; y se sentían de algún modo los vengadores del mundo de
la razón que, a su juicio, había destruido el cristianismo.
Estos ejemplos pueden ilustrar la forma peculiarmente palpitante que el problema de la decadencia de
Roma asumía invariablemente. A partir de él cada época ha intentado formular su propia concepción del
progreso y la decadencia. Los hombres se han preguntado repetidamente: ¿cuál es el criterio para
determinar el momento en que empieza la decadencia de una sociedad? ¿Cuál es la norma con la que
hemos de medir el progreso? Y ¿cuáles son los síntomas y las causas de la decadencia? La variedad de
respuestas dadas a estas preguntas es suficiente para deprimir al lector de espíritu investigador. Cuando
tantos pensadores representativos pueden encontrar tantas y tan variadas explicaciones, según la época en
que viven, ¿hay alguna esperanza, preguntará el lector, de una respuesta que pueda contener algo más que
una validez relativa?
El problema del progreso y decadencia (si así podemos llamarlo) ha provocado de hecho múltiples
soluciones. En algunos períodos, como hemos visto —sobre todo durante el Renacimiento—, la cuestión
se plantea en términos políticos; la sociedad avanza o retrocede según la forma en que resuelve las
cuestiones de la libertad popular, del poder del Estado, de la existencia de tensiones dentro de la propia
estructura. En otros tiempos, se da importancia a lo moral: el declive aparece como una decadencia en los
niveles éticos, causada por la eliminación de amenazas exteriores consideradas como saludables, o
resultante de una incursión del lujo. Ambas aproximaciones al problema son esencialmente «naturalistas»
porque intentan deducir las formas del progreso y la decadencia de las actividades morales o políticas
propias del hombre; y están en contraste con lo que ha sido, por lo general, la actitud más corriente ante el
problema: el acercamiento religioso o místico.
Algunos han interpretado el desarrollo y la caída de los imperios en términos proféticos (como ocurría
entre los primeros cristianos), de modo que concuerde con una descripción apocalíptica de los «cuatro
reinos del mundo» o las «seis edades del mundo». Otro punto de vista considera la historia como una
sucesión de civilizaciones, cada una de las cuales reproduce el crecimiento y el declive de un organismo
vivo, de acuerdo con una especie de ley biológica. O, por otra parte, se piensa que las civilizaciones se
desarrollan en ciclos, una tras otra, repitiéndose de manera que la historia es prácticamente una rueda en
constante giro. Propuesta originalmente por Platón (circa 427-347 a. de J.C.), esta teoría cíclica tuvo la
aceptación de Polibio (circa 200-117 a. de J.C.), el historiador griego del ascenso de Roma al poder, quien
pensaba que dicha teoría explicaba ciertos signos de decadencia detectados por su aguda mirada durante
los tiempos esplendorosos de Roma. Recogida de Polibio por Maquiavelo, esta teoría cíclica fue adaptada
por G. B. Vico en el siglo XVIII, y tiene sus discípulos en nuestros días. De modo semejante, la
concepción biológica se ha convertido en moneda corriente en los escritos históricos. «El gran edificio —
ha escrito un erudito y estadista moderno sobre el Imperio romano5
— sucumbió con el tiempo, como
5
H. H. Asquith en The Legacy of Rome, ed. Cyril Bailey, Oxford, 1923, página 1.
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todas las instituciones humanas, a la ley de la decadencia.» Tal formulación emplea una metáfora para
evadirse del verdadero problema.
Estas diversas respuestas parecen depender en gran medida del punto de partida. Y quizá el punto de
partida más satisfactorio es el cuerpo que progresa y decae por sí mismo. Pero el progreso y el
decaimiento son funciones, no de individuos aislados, sino de hombres y mujeres entretejidos en la
sociedad. Es la sociedad la que avanza o retrocede; y la civilización es esencialmente una cualidad del
hombre social, como vio Aristóteles cuando definió el Estado como algo originado en las necesidades
básicas de la vida y que continúa existiendo para alcanzar la vida buena ideal6
. La distinción es
importante, porque una época de decadencia social, como el siglo III de nuestra era, puede producir —y
con frecuencia produce, a causa del reto que ofrece— un número extraordinariamente grande de indi-
viduos destacados. Evidentemente, por eso, cuando decimos que una sociedad está en decadencia, nos
referimos a algo que ha ido mal dentro de su propia estructura, o en las relaciones entre los diversos
grupos que la componen. El problema de la decadencia, como el problema del progreso, es en sus raíces
un problema del hombre en sociedad.
Es precisamente este hecho el que nos permite esperar que en la actualidad se pueda decir algo nuevo
sobre el problema de la decadencia del Imperio romano. Porque la mayor revolución en los estudios
clásicos de los últimos sesenta años se ha producido en nuestro conocimiento del hombre social de la
antigüedad.
En el pasado, la historia antigua estaba sometida inevitablemente a una doble deformación. Nuestro
conocimiento del pasado, en su mayor parte, sólo nos podía llegar de los escritores del pasado. En última
instancia, los historiadores dependían de sus fuentes literarias y tenían que aceptar, hablando en términos
aproximados, el mundo que describían esas fuentes. Además, existía la parcialidad que el mismo
historiador impone invariablemente en lo que escribe, aún más peligrosa porque podía dar rienda suelta a
la fantasía, sin ningún control externo fuera de esas fuentes literarias. Hoy el cuadro es bien distinto.
Durante más de cincuenta años estudiosos de la época clásica pertenecientes a muchas nacionalidades se
han ocupado en buscar, clasificar e interpretar material que nunca fue destinado a la mirada del
historiador y que, por esa razón, representa un testimonio inestimable sobre la época en que se produjo.
Las ciudades sepultadas de Pompeya y Herculano, con sus casas, tiendas y avíos, ya habían llamado la
atención esporádica de algunos excavadores en el siglo XVIII. En tiempos más recientes, han sido
investigadas sistemáticamente, y sus lecciones han sido ampliadas y modificadas por trabajos semejantes
en Ostia junto a la desembocadura del Tíber, y por excavaciones de lugares antiguos en todas las zonas
del Imperio. La información disponible en la actualidad es enorme. Inscripciones hechas para incorporar
algún decreto en Atenas o Efeso, o para registrar alguna transacción financiera en Delos, o la manumisión
de un esclavo en Delfos; la dedicatoria de incontables soldados a su dios predilecto, Mitra, o quizá a
alguna diosa puramente local, como Coven tina en Carrawburgh, en Northumberland; fragmentos de
papiros de cuentas del hogar y las bibliotecas de casas señoriales, salvados de la arena de Oxyrhinchos y
de las cajas de las momias del Egipto romano, todos estos fragmentos diferenciados de información se
están ensamblando constantemente, catalogando e interpretando a la luz de lo ya conocido. Los estantes
de las bibliotecas de todos los países están llenos de amplias colecciones de inscripciones y papiros, de
informes detallados de excavaciones individuales y de incontables monografías en que se valoran los
resultados. Todo ello ha abierto nuevas perspectivas para el historiador de la vida social y económica.
Ahora es posible por primera vez mirar el mundo antiguo bajo un microscopio. Del estudio de miles de
casos distintos, se han deducido tendencias generales y se han hecho cálculos estadísticos. Podemos mirar
ahora más allá del individuo, a la vida de la sociedad en su conjunto; y con ese cambio de perspectiva,
podemos determinar caminos donde las fuentes literarias no nos mostraban ninguno. Por supuesto, esto
no significa que se pueda abandonar el estudio de los autores clásicos. Al contrario, se han hecho
doblemente valiosos, por la luz que arrojan sobre los nuevos testimonios, y por la luz que reciben de
ellos. Para el desarrollo de los hechos históricos, dependemos todavía de las fuentes literarias con sus
6
Política, i, 2, 8. 1252 b.
14
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detalles personales; pero los nuevos descubrimientos les dan una nueva dimensión, en especial en lo
relativo al hombre social o «estadístico». De esta forma, se han superado muchos de los prejuicios de
nuestras fuentes; y aun cuando sobreviven las presuposiciones del historiador como un residuo
indisoluble, el carácter científico, «indiscutible», de los nuevos testimonios controla frecuentemente la
respuesta, lo mismo que los materiales de una experiencia de laboratorio. Así, por primera vez en la
historia, resulta posible analizar el curso de la decadencia en el mundo romano con algún grado de
objetividad.
NOTAS SOBRE LECTURAS ADICIONALES
Quizá la mejor introducción al problema sea la obra de Gibbon, Decline and Fall of the Roman
Empire, capítulos 1-3, con el apéndice incluido después del capítulo 38, [Ed. Castellana: Historia de la
decadencia y ruina del Imperio Romano, trad. de José Mor de Fuentes, Barcelona, 1842-47]. Para
panoramas recientes de algunas de las muchas soluciones propuestas, véase M. Cary, A History of Rome
down to the Time of Constantine, Londres, 1935, págs. 771779 (útil manual sobre la historia de Roma);
un artículo de N. H. Baynes en Journal of Roman Studies, 1943, págs. 29-35; M. Rostovtzeff, Social and
Economic History of the Roman Empire, 2.ª ed. revisada por P. M. Fraser, Oxford, 1959, vol. I, págs.
502-41 [Ed. castellana: Historia social y económica del Imperio Romano, trad. de Luis López-
Ballesteros, 2.ª ed., 2 vol., Espasa-Calpe, Madrid, 1962]; y A. Piganiol, L'empire chrétien (325-95), vol.
IV, 2, de la Histoire romaine, de Glotz, París, 1957, págs. 411-22. Los que tengan interés en una discusión
detallada desde un punto de vista idealista de la decadencia y la caída, pueden consultar A. J. Toynbee, A
Study in History, Oxford, 19341954, 10 volúmenes, vasta obra de las dimensiones de las del siglo XVIII
(el cuarto volumen trata específicamente del problema de la decadencia); u Oswald Spengler, The Decline
of the West, traducida al inglés por Atkinson, Londres, 1926-8, [Ed. castellana: La decadencia del
Occidente, trad. del alemán por Manuel G. Morente, 11' ed., Espasa Calpe, Madrid, 1966], obra que con
frecuencia es «mística» y difícil, muchas veces no fiable en cuanto a los hechos, pero siempre inquietante.
El punto de vista materialista se encuentra desarrollado en un estudio —poco conocido, pero agudo y
significativo— de J. M. Robertson, The Evolution of States, Londres, 1912. Dos estudios recientes: D.
Kagan, Decline and Fall of the Roman Empire, Boston, 1962; y M. Chambera, The Fall of Rome; can it
be explained?, Nueva York, 1963, contienen selecciones de varios autores sobre este tema, y una
bibliografía útil. El tratamiento más conveniente del problema de cómo la idea de Roma, su decadencia y
su supervivencia, ha aparecido a los ojos de varias épocas y generaciones se encuentra en un libro alemán
de W. Rehm, Der Untergang Roms im abendlandischen Denken: ein Beitrag zur Geschichtsschreibung
zum Dekadenzproblem, vol. XVIII de la serie «Das Erbe der Alten», Leipzig, 1930.
15
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Capítulo 2
EL VERANILLO DE LOS ANTONINOS
Edward Gibbon, que tomó a la época de los Antoninos como punto de partida para su Decline and Fall
of the Roman Empire, creía que los pueblos de Europa nunca fueron más felices que bajo los «cinco
buenos Emperadores»: Nerva (96-98 d. de J.C.), Trajano (98-117 d. de J.C.), Adriano (117-38), Antonino
Pío (138-61) y Marco Aurelio (161-80). Se puede recurrir en apoyo de esta idea al testimonio
contemporáneo. Tertuliano (circa 160 - circa 225 d. de J.C.), nada amigo de la Roma pagana, escribe:
Cada día el mundo es más conocido, mejor cultivado y más civilizado que antes. Por todas partes se abren
caminos, cada región es conocida, cada país abierto al comercio. Los campos labrados han invadido los bosques;
manadas de ganado han echado a las fieras; la misma arena está sembrada, las rocas quebradas, los terrenos
pantanosos saneados. Ahora hay tantas ciudades como antes había casuchas. Los arrecifes y los bajíos ya no
aterrorizan. Donde hay rasgos de vida humana, hay casas, comunidades y gobiernos bien ordenados1
.
No se debe pasar por alto el colorido retórico de este pasaje y de un panegírico como el famoso discurso
«De Roma» por Elio Arístides (117-89 d. de J.C.). A primera vista, el Imperio del año 150 d. de J.C.
puede reclamar con fuerza que se le considere como el apogeo de la civilización antigua. Una extensa
región mediterránea, cuyos centros estaban entrelazados económicamente desde hacía mucho tiempo,
había quedado incluida en una sola unidad política. Esta obra había empezado cuando Alejandro Magno
llevó a su ejército greco-macedonio a través del Helesponto a derrocar el Imperio persa, y al morir el
propio Alejandro diez años después (323 a. de J.C.), dejó detrás de él un mundo de estados nacionales:
Macedonia, Egipto, Siria. Y se completó en los siglos I y II a. de J.C., cuando estos estados sucesores
cayeron uno tras otro ante los avances de las legiones de la República romana. Los césares consolidaron
lo que ganó la República; la Galia, España, Britania y África se añadieron a los estados griegos; y en
tiempos de Adriano, el Imperio abarcaba un área de incomparable extensión dentro de un solo sistema
económico y político.
Al norte encontraba una frontera natural a lo largo del Rhin y del Danubio, ligados entre sí por una
línea fortificada de campamentos, el limes, que se extendía desde un punto situado un poco al sur de
Colonia hasta un punto al oeste de Regensburgo. En Britania la frontera se definía por una muralla que
iba de Bowness-on-Solway a Wallsend-on-Tyne, salvo durante un corto período del siglo II d. de J.C. en
que se avanzó a la línea de Forth-Clyde. Más al este, el Imperio se extendió al norte del Danubio para
incluir a la Dacia (la moderna Rumania), dejando, sin embargo, un estrecho embudo de territorio sin
conquistar entre el Danubio y el Theiss, al noroeste de Singidunum (Belgrado). Al oeste la autoridad de
Roma llegó al Atlántico, al este al Eufrates y el desierto; porque los territorios anexionados por Trajano en
Armenia y Mesopotamia fueron abandonados de inmediato por su sucesor, Adriano. Al sur, Egipto, la
Cirenaica, África, Numidia y Mauritania formaron una cadena continua de provincias desde el Mar Rojo
al Atlántico, con el Sahara como límite meridional.
Esta región inmensa, dentro de fronteras bien proyectadas, era un solo conjunto económico, capaz —
con pocas excepciones— de satisfacer sus propias necesidades. Desde el establecimiento del Principado
por Augusto (antes Octaviano) después de la derrota de Marco Antonio en Accio en el año 31 a. de J.C., el
Imperio gozó de todos los beneficios de la pax Romana durante casi la cuarta parte de un milenio. Libre
de los miedos y las cargas de la guerra extranjera, la gente podía dedicarse a oficios pacíficos: el
1
Tertuliano, de anima, 30.
16
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comercio, la industria, la agricultura. Casi no se conocía la piratería; y por tierra buenos caminos
facilitaban los viajes. Cultural y políticamente, el Imperio estaba unido; en Occidente el latín, que
progresaba rápidamente por todas partes, y en Oriente el koiné griego, el lenguaje del Nuevo Testamento,
proporcionaban a los diversos pueblos un medio común para la comunicación. Y cuando Cicerón (106-43
a. de J.C.) forjó la palabra humanitas —«decencia humana»—, coincidió con una difusión del sentimiento
humanitario conectado finalmente con la creencia estoica en la fraternidad entre todos los hombres,
cualquiera que fuera su raza o condición. Por fin, con el concepto legal del civis Romanus, el «ciudadano
de una ciudad no humilde» que, aunque fuera galo o sirio de nacimiento y disfrutara todavía de su
ciudadanía local, era también ciudadano romano a los ojos de la ley, el Imperio produjo una clase de
súbditos cuya condición política trascendía las fronteras y las razas. Los cives Romani eran en teoría (y en
gran medida, en la práctica), una fuerza que extendía la cultura y la romanización a lo largo de los
inmensos territorios gobernados por el emperador; y lo que no es menos importante, la institución de la
misma ciudadanía romana, con sus grados cuidadosamente distinguidos y sus vías reconocidas por las
que los hombres de las provincias podían subir de un grado a otro, era un instrumento que conducía como
meta final a la igualdad e incitaba a los pueblos del Imperio al patriotismo, tanto imperial como
municipal.
La nueva fuerza y vigor de la vida económica y cultural que siguió al establecimiento de la pax
Romana estaba asociada de hecho en todas partes con el aumento en el número de ciudades y con la
prosperidad de la burguesía urbana.
Este estrato social estaba compuesto en su mayor parte por los soldados y sus descendientes, o derivaba de otros
sectores de la clase de ciudadanos-agricultores, de origen romano, griego o a veces no-griego; un porcentaje
considerable correspondía a los libertos, la mayoría de nacionalidad griega, que tenían instinto para los negocios y
se habían hecho ricos...; y también los caballeros, reclutados en su mayoría en la aristocracia municipal, que a su
vez se aproximaba a la burguesía, podían incluirse en esta clase. Fue, entonces, esta activa sección de negocios de
la comunidad, profundamente interesada en la industria y el comercio, la que creció en importancia 2
.
Esta burguesía urbana fue el instrumento de la extensión de la vida ciudadana por las nuevas regiones de
Britania, por el norte y el centro de la Galia y por España, donde hasta entonces la vida había estado
organizada fundamentalmente en tribus o cantones.
En el siglo III a. de J.C., después de Alejandro, la burguesía griega había poblado con ciudades griegas
el Cercano y Medio Oriente, extendiendo la cultura y los valores helénicos hasta el Indo y el Yaxartes.
Las ciudades del mundo helenístico eran grandes, aun medidas según las pautas modernas. En los años 6-
7 d. de J.C. Apamea en Siria tenía una población de 117.000 ciudadanos plenos, de forma que su
población total bien podría haber alcanzado la cifra de 500.000. La misma cifra alcanzarían
probablemente Antioquía y Alejandría, y eran corrientes las ciudades de más de 100.000 habitantes. Este
logro fue duplicado en Occidente por la burguesía italiana, dirigida y ayudada por los emperadores, que
así continuaban la obra civilizadora de los reyes helenísticos. Su ayuda y dirección se desarrollarían
posteriormente tanto en Oriente como en Occidente. En las ciudades de la parte oriental del Imperio, el
establecimiento del Principado se caracterizó por la aparición de nuevos edificios, el resurgir de los
festivales y el restablecimiento de las acuñaciones locales. Pero aún más notable —en especial bajo los
emperadores Flavios (69-96 d. de J.C.), quienes hasta cierto grado reaccionaban contra el filohelenismo
de sus predecesores— fue la rápida civilización de las tierras más nuevas de Occidente. La romanización
se manifestó pronto en la creación de ciudades como Timgad (Thamugus) en el Norte de África;
Caerwent, Cirencéster, Londres y Colchester, en Britania; Autun y Vaison en la Galia, y Tréveris y Hed-
dernheim (cerca de Francfort del Main) en la Germania romana. Estas ciudades, que varían en extensión
de 8 a 200 hectáreas, tenían cada una su foro y sus edificios públicos, bien proyectados y cómodos, con
tiendas y bloques residenciales y, por regla general, baños públicos y teatros. Trajeron una nueva vida a
2
F. Oertel en Cambridge Ancient History, vol. X (1934), p. 388.
17
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países como Galia y Britania, que hasta entonces no conocían nada mejor que los escuálidos poblados de
la cultura de La Tène3
.
En todo esto había algo de improvisación. En Oriente y Occidente encontramos consejos provinciales
establecidos como centros para la adoración de los emperadores y la extensión de la romanización; pero
sobre todo en Oriente, donde ya existían consejos antes de la conquista romana, ahora éstos se adaptaron
a los propósitos romanos. Sin duda, no había uniformidad. Merece nuestra atención, sin embargo, una
tendencia significativa. Dentro de las provincias occidentales, siguiendo el modelo de Roma y los pueblos
de Italia, las ciudades estaban bajo el gobierno de magistrados elegidos anualmente y de un Senado
todopoderoso, cuyos miembros eran designados con carácter vitalicio; la asamblea primaria tenía poca
importancia, y el gobierno era oligárquico. Pero ahora, bajo el Imperio, también en Oriente, siguiendo un
proceso ya perceptible en tiempos helenísticos, las viejas formas municipales democráticas cedían poco a
poco ante el gobierno según el modelo occidental, transformación que produjo un doble resultado: el
poder quedó firmemente establecido en manos de las clases propietarias, y al mismo tiempo se abrió
camino para la intervención burocrática posterior.
La alta clase municipal y provincial, fortalecida de esta forma, había llegado al poder debido a la
decadencia del Senado romano, limitado en número, y de la clase aristocrática senatorial de terratenientes
romanos, que fueron vencidos en las guerras civiles por una coalición entre el ejército profesional y la
burguesía de Italia, y que después fueron casi exterminados bajo el terror de la dinastía julioclaudiana de
Tiberio a Nerón (14-68 d. de J.C.). Durante los dos primeros siglos de nuestra era, las clases altas italianas
y provinciales actuaban en alianza directa con los emperadores para romanizar y desarrollar las provincias
occidentales. Pero es digno de mención que, a pesar de este apoyo imperial, la urbanización nunca llegó a
ser tan intensa como la ola anterior, helenística; y económicamente el Occidente quedó muy atrasado con
respecto a las provincias de Asia Menor y Siria. Al fin, este factor demostró tener vital importancia,
porque significaba que Oriente quedaría más unido, más vigoroso y más rico que Occidente, además de
resultar físicamente más difícil de ocupar por un ejército invasor4
.
Un rasgo notable del crecimiento de la burguesía bajo el temprano Imperio fue el papel que
desempeñaba el Estado. Bien fuera, como opina un historiador5
, porque al haber heredado un aparato
estatal que no era suficiente para la tarea de organizar un imperio, Augusto escogió el camino más fácil, o
porque, después de la crisis del siglo anterior, creía sinceramente que una política de laissez faire daría a
la lastimada economía del Imperio una oportunidad de restablecerse bajo las favorables condiciones de la
pax Romana, el hecho es que Augusto y sus sucesores limitaron la tarea del Estado a la de «guardián de
noche» de los hombres de negocios.
De esta manera, la revitalización del comercio y la industria se llevó a cabo bajo la égida de la empresa
privada. De hecho, en todo el sector económico, quizá la única excepción a esta regla fueran las minas; y
aunque el Imperio comenzó a adueñarse de ellas bajo Tiberio (14-37 d. de J.C.), su explotación se
alquilaba muchas veces a compañías contratistas o, como en Vipasca en Portugal, las trabajaban pequeños
grupos de contratistas que explotaban sus propias concesiones. Fuera de eso, reinaba la política de laisser
/aire. Incluso en Egipto, el clásico lugar del control estatal, se produjo algún relajamiento en la
centralización de la economía; y el suministro de trigo, del que dependía Roma para subsistir, estaba
asegurado por navieros privados, navicularii, a quienes se ofrecían concesiones especiales si se
comprometían a trabajar para el gobierno. Es verdad que el Estado tenía un interés indirecto en el
comercio, por cuanto cobraba impuestos de sus ganancias. Tarifas aduaneras de frontera, octrois y peajes
eran útiles fuentes de ingresos que no impedían demasiado el comercio; pero incluso la recaudación de
estos impuestos fue arrendada a compañías. Con la construcción de caminos, con piedras miliarias,
rompeolas de puertos, muelles, faros, puentes y canales, el gobierno imperial apoyaba la apertura de
nuevas rutas comerciales, y enviaba a soldados romanos para proteger los puntos claves. Pero las grandes
3
La cultura pre-romana de la Edad del Hierro en Europa desde el 500 a. de J.C. aproximadamente se suele denominar La Tène
por el lugar de Suiza donde ha sido estudiada con más extensión.
4
Cf. J. B. Bury, Quart. Rey. cxcii, 100, 147.
5
F. M. Heichelheim, Wirtschaftsgeschichte des Altertums, vol. I, Leiden, 1938, p. 674.
18
F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n
ganancias eran para el empresario individual, y Plinio podía observar sarcásticamente que se habían
corrompido las mismas normas militares con la promesa de perfumes al que se embarcara en las
campañas que conquistaron al mundo6
.
Naturalmente, una parte importante de este programa consistía en la provisión de un sólido sistema
monetario; y el aureus de oro, que pesaba alrededor de 1/40 de una libra7
y que fue acuñado por primera
vez en grandes cantidades por Julio César, rápidamente llegó a ser la moneda más importante del Imperio,
y gozaba de buena reputación en todas las zonas del mundo donde existía una economía monetaria. Se
han encontrado aurei de los principios del Imperio en lugares tan lejanos como Escandinavia, Siberia, la
India, Ceilán, el África Sudoriental, e incluso la China —hallazgos significativos que comentan por sí
solos la extensión del comercio a lo largo de este período.
Las distintas provincias variaban considerablemente en su participación en esta prosperidad. Italia, el
corazón del Imperio y la zona más avanzada económicamente, representó durante cierto tiempo el punto
central de toda la región mediterránea, y disfrutó de un comercio especialmente floreciente con las
provincias recién integradas del Norte y del Occidente. Sus abundantes provisiones de pescado, carne,
fruta, queso, madera, piedra y hierro se intercambiaban profusamente dentro de la península. Aún más
importante fue la organización de modo capitalista —con la ayuda del trabajo de esclavos— de la
producción de vino y aceite para la exportación, sobre todo a las provincias del norte y el oeste de la
frontera del Danubio, a Germania, la Galia, España y África; y a esta exportación se añadía también la
artesanía fina de las fábricas de textiles de Campania y del Sur de Italia, los artículos de bronce y
cristalería de Campania y la cerámica esmaltada en rojo, fabricada en serie, de los hornos de Arezzo. La
mayor parte de estos productos pasaban por la ciudad de Aquileya, que prosperó en esta época, no sólo
por su industria nativa del ámbar, sino también por el comercio de tránsito dirigido por casas de
mercaderes bien conocidas, como las de los Barbii y los Statii, que despachaban mercancías italianas y
ultramarinas al Danubio y a Istria a cambio de esclavos, ganado, cuero, cera, queso, miel u otras
mercancías de primera necesidad, y de lana y hierro de Nora. Más al sur, la extensión del comercio de
exportación italiano se encuentra reflejada en las casas ricas y bien construidas de los comerciantes
acomodados de Pompeya y Aquileya. A cambio Italia recibía artículos de lujo de todas las zonas del
Imperio y de fuera de él.
Para las provincias orientales, la pax Augusta trajo un descanso de las guerras y una prosperidad
renovada. Egipto, el granero de Roma, alimentaba a la población de la capital durante cuatro meses cada
año. Los mármoles finos de las provincias se transportaban en barco a través del mar, e incluso las arenas
del Nilo iban a empolvar los pisos de las escuelas del combate cuerpo a cuerpo. Junto al grano, el
principal producto de exportación de Egipto era el papiro, que fue prácticamente la única fuente de papel
en el mundo antiguo. Bajo el Imperio, como bajo los Tolomeos (323-30 a. de J.C.), la producción de
papiro era un monopolio del Estado; y el deseo de hacerlo lo más provechoso posible condujo a una
práctica muy conocida en nuestra época, que se ha acostumbrado a la paradoja de la escasez provocada
artificialmente. Estrabón dice de los funcionarios del Estado en las zonas del Delta productoras de papiro
que:
algunos de los que quieren aumentar las ganancias adoptan la astuta práctica de los judíos, que éstos inventaron
en el caso de la palma; porque se niegan a dejar crecer el papiro en muchos sitios, y a causa de la escasez, lo ponen
a un precio más alto y aumentan de esta forma las ganancias, aunque limitan el uso común de la planta 8
.
De este pasaje se deduce con claridad que en Egipto el monopolio estatal había alcanzado un grado
máximo de organización.
Además de su importancia como fuente de materias primas, Egipto producía también una gran
variedad de mercancías industriales.
6
Plinio, Hist. nat., XIII, 23.
7
La libra romana pesaba 327,45 gramos ó 0,721 de la libra avoirdupois (libra de 16 onzas que representa la unidad del sistema
de pesos vigente en Inglaterra y EE.UU.).
8
XVII, 80.
19
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Los talleres de Alejandría fabricaban toda clase de cristalería, barata o cara, junto a perlas falsas y
piedras preciosas fabricadas con pasta. La industria textil, aunque estaba organizada sobre la base de la
artesanía individual, producía para la exportación masiva; no sólo fabricaban aún las finas telas de lino,
de que tenía fama Egipto desde hacía mucho tiempo, sino también tipos especiales de ropa para los
nativos de la Somalía, igual que las fábricas de Lancashire producen en la actualidad telas especiales en
diseño y calidad para exportar a la India y a Ghana. Por fin, los artículos de metal de Egipto se vendían
fácilmente en todas partes; se han encontrado ejemplares en excavaciones incluso en el sur de Rusia y en
la India.
Los textiles de Egipto tenían un rival cercano en las telas de lana y lino y las sedas de Siria. Aquí la
famosa púrpura, extraída del múrice, daba a los productos sirios una ventaja natural por encima de todos
sus rivales. Estrabón 9
se refiere a las incontables tintorerías, en especial las de Tiro «de las que la ciudad,
a la vez que se convertía en un lugar muy desagradable para vivir, se hacía rica». Fue en Siria también,
como cuenta Plinio10
, donde se inventó la fabricación de vidrio, en el primer siglo de nuestra era. La
cristalería de Ennio de Sidón era renombrada por todas partes, y se han hallado ejemplares en Egipto,
Chipre, Italia y el sur de Rusia. Es posible que Ennio estableciera una sucursal en Roma, y quizá
trasladara finalmente su empresa a esta ciudad. Sin embargo, Siria no dependía principalmente de sus
productos manufacturados. Igualmente importantes para el intercambio eran los productos de la tierra rica
y bien regada: excelentes vinos, fruta, aceitunas, ciruelas, higos y dátiles. En una región que dependía de
la conservación del agua de lluvia, un complicado sistema de cisternas, acequias, presas y túneles asegu-
raba cosechas abundantes en zonas que hoy son inhabitables por el abandono en que se encuentran. Aquí
se tomaba en serio e] comercio. Según el Talmud, se rezaban oraciones —aun el día del Sábado— si caía
el precio del vino y del aceite a un 60 por 100 de su precio normal en el mercado. Siria y Palestina
estaban situadas de forma especialmente favorable para el comercio exterior. Antioquía con su puerto de
Seleuceia-en-Pieria estaba conectada con todas las regiones del Mediterráneo, y había heredado algo del
viejo comercio de transporte fenicio por mar. Siria también sacaba provecho de su posición en el cruce de
algunas de las más importantes rutas de caravanas con Oriente, que le permitían mantener relaciones
comerciales con países tan lejanos como la India, Siam y la China.
Asia Menor se beneficiaba también del tránsito comercial entre Oriente y Occidente; y en esta región,
aún más que en Siria (y en contraste con Egipto), los centros industriales se esparcían por toda la región.
Todas las provincias de esta península muestran, por sus inscripciones, cuánto ganaban con la pax
Augusta. Pocas provincias podían haber sufrido tan cruelmente las iniquidades de la explotación
económica romana bajo la República. La economía cuidadosamente equilibrada de la monarquía de
Pérgamo se había roto debido al sistema de dejar en arriendo la recaudación de impuestos por contratos
de cinco años. El enojo largamente reprimido de los provincianos estalló vengativamente en una masacre
de italianos en un número estimado entre 80.000 y 150.000; y la colonización de Sila había significado la
esclavización de nuevo de los que habían afirmado su libertad, además de masacres y una indemnización
salvaje, que empujó a los provincianos a caer en manos de los prestamistas, quienes muchas veces eran
los mismos recaudadores de impuestos. Poco después, la provincia sufrió severamente las devastaciones
de los piratas, una plaga endémica por las costas de Cilicia que se había desarrollado debido a la
indiferencia del Senado y la conveniencia de los italianos traficantes de esclavos. Más de 400 ciudades e
islas habían caído en manos de los piratas antes de que despertara el Senado y enviara a Pompeyo a
dominarlos. Mientras tanto, la recogida de impuestos quedó en manos de los recaudadores hasta los
tiempos de César.
Para esta región infeliz, el Imperio trajo un alivio y una prosperidad que se refleja en las inscripciones.
Entre las materias exportadas se encontraban el vino, las uvas pasas, los higos secos, la miel, las trufas, el
queso, el atún salado, la madera, las drogas, diversos metales y una gran variedad de mármoles y piedras
preciosas. Sobre todo, Asia Menor se unía con Egipto y Siria en el mercado mundial de textiles; las lanas
finas de las famosas razas de ganado de Mileto, y la lana negra lustrosa de Laodecia, las sedas de Cos, los
bordados y tapices de Lidia, las chaquetas de pelo de cabra de Cilicia, los linos de Tasso, y las alfombras
9
XVI, 757.
10
Hist. nat., XXXVI 191.
20
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y tapetes anatolianos tenían fama en todo el mundo romano. También es interesante la estructura de esta
industria. Aunque encontramos a siervos y a arrendatarios labrando la tierra, el obrero industrial es
normalmente libre —un contraste significativo con Italia donde, como veremos, la industria hacía uso
abundante de la mano de obra esclava.
En contraste con estas regiones, Grecia es un caso triste. Como campo de batalla de los ejércitos
romanos desde los tiempos de las guerras contra Filipo V de Macedonia, a fines del siglo III y comienzos
del siglo II a. de J.C., hasta la época de las guerras contra Mitrídates del Ponto en el siglo I a. de J.C.,
Grecia se había hundido y no quedaba más que la sombra del país antiguo. Escribiendo en el siglo II a. de
J.C., Polibio describe la ruina de su patria, la disminución de la natalidad «por cuya causa las ciudades se
han quedado desiertas y la tierra ha dejado de dar su fruto»11
; y más tarde, las guerras contra Mitrídates
del siglo I dieron nuevos golpes al país. No es fácil determinar hasta dónde había llegado la decadencia
económica en tiempos del Principado. Pero las fuentes literarias —quizá no sin alguna exageración
retórica— nos presentan un cuadro lúgubre. Servio Sulpicio, escribiendo a Cicerón, habla de Egina,
Megara, Corinto y Pireo como oppidum cadavera, cadáveres de ciudades; y Séneca el Joven sugiere que
habían desaparecido los mismos cimientos de algunas ciudades aqueas. Cerca del año 100 d. de J.C., Dión
de Prusa (Crisóstomo) escribe de una ciudad eubea (quizá imaginaria) donde se había permitido que las
dos terceras partes de su tierra se convirtieran en desierto. Por excesivas que sean estas descripciones,
sugieren que la recuperación bajo la pax Augusta no fue suficiente para restaurar la prosperidad griega.
Grecia aún exportaba aceite (del Ática) y vino (de Chíos y Lesbos), además de ganado, y miel y
mármoles de Himeto; pero, como Italia, que también estaba organizada para la exportación, tenía que
traer del exterior el trigo para el consumo básico. En general, la descripción presentada por los escritores
del Imperio y por los descubrimientos de la arqueología, refleja la debilidad económica y la existencia de
riqueza y pobreza extremas combinadas con el mal estado de las finanzas en las ciudades. Las
consecuencias de la pax Augusta no fueron despreciables; pero fueron menos notables que en la mayoría
de las provincias, debido a que la decadencia estaba ya muy avanzada.
Cuando volvemos a las provincias occidentales, que se habían asimilado en tiempos más recientes al
sistema del comercio mundial, la impresión que recibimos es más sorprendente. Porque aquí no sólo se
trata de devolverles la prosperidad, sino de crear realmente ríos de nueva vida. La Galia Narbonesa —
Provenza y Languedoc había sido durante mucho tiempo una segunda Italia, con una prosperidad basada
en el cultivo intensivo de la viña y del olivo. Ahora la Galia del Norte entró en el campo del comercio, y
sus anchos y fértiles sembrados de trigo ayudaban a proveer a la capital, mientras de forma regular se
importaban en Italia los productos de su ganadería. También la madera permitía una exportación
importante. Los madereros que trabajaban los bosques que todavía cubrían una gran parte del país,
construían balsas, y los troncos flotaban por los anchos ríos de Francia, para llegar finalmente a Italia y
Roma, donde servían de leña para calentar entre 800 y 900 baños públicos. Pero la característica más
significativa de la economía de la Galia durante los primeros tiempos del Imperio es el crecimiento y
poder fenomenal de sus industrias, que se convirtieron rápidamente en serios competidores en el mercado
mundial. No sólo sus textiles —telas de lana y lino, fabricadas fundamentalmente por la industria
doméstica a partir de las abundantes existencias locales de lana y fibra de lino— sino también su cerámica
adquirieron una posición dominante en el mercado; vale la pena señalar que entre los descubrimientos de
Pompeya había una caja de cerámica de la Galia central aún sin abrir en el momento de la catástrofe. Ya
en el año 79 d. de J.C., la Galia había empezado a desplazar del mercado italiano la producción local.
También en la producción de objetos de metal se hicieron grandes avances. El estañado del bronce fue
una invención gala, y el plateado se practicaba en Alesia antes de la conquista romana; más tarde los
artículos de latón de las Ardenas desplazaron en cierta medida al bronce, y la cristalería de Arlés y de
Lyon, y después de Colonia, era famosa en todo el Occidente. Sin duda los italianos del norte y los
romanos llegados a la Galia estimularon mucho el desarrollo de esta actividad. Se habían asegurado los
pasos de montaña, y las tribus alpinas estaban pacificadas; y si podemos creer a Cicerón, a fines de la
11
Hist., XXXVI, 17.
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República la Galia estaba llena de ciudadanos romanos, de comerciantes y recaudadores de impuestos, los
cuales —según sugiere este autor— controlaban la mayor parte de la economía de la zona12
.
Britania, que sólo fue incluida en el Imperio después de la invasión de Claudio en el año 43 d. de J.C.,
permaneció durante muchos años como productora de materias primas, comprando sus productos
manufacturados —vino, aceite, artículos de bronce, cerámica y cristalería— a las regiones más viejas, y
exportando a cambio trigo, ganado y minerales —oro, plata, hierro, estaño y plomo—, cuero, perros de
caza, y sobre todo esclavos. Las tres legiones y sus tropas auxiliares estacionadas en las islas exigían la
importación de muchos bienes, que sin duda parecerían raros al principio a los nativos; pero además
satisfacían muchas de sus necesidades con las industrias legionarias, como los hornos del ejército en Holt,
en Denbighshire, cuyos productos eran complementarios de la cerámica roja importada. Britania era una
región relativamente atrasada; pero incluso esta provincia remota se había vuelto prácticamente auto-
suficiente en todo, salvo vino y aceite, a fines del primer siglo de nuestra era. También España tenía
minas importantes en Sierra Morena y en Galicia. Aunque en el siglo II a. de J.C. eran de propiedad
pública, ya estaban en manos de particulares cuando las describió Estrabón durante el Principado de
Augusto; no obstante, parece que desde los tiempos de Tiberio pasaron a ser otra vez propiedad imperial,
y se explotaban mediante contrata a empresarios o directamente por funcionarios imperiales. Se ha
estimado que las minas de plata de Cartagena producían anualmente por sí solas unas ocho toneladas y un
tercio. Además, España exportaba una variedad de productos agrícolas e industriales. De Andalucía
venían trigo, vino, aceite de oliva, cera, miel, pez, tintes y el famoso pescado en escabeche y extracto de
pescado; y de otras zonas de España, esparto, hilo y telas de lino, lanas y productos de acero forjado. Pero
de todos estos bienes, el aceite de oliva y el vino ocupaban el lugar preeminente. Se ha demostrado que el
Monte Testaccio, un enorme montón de cerámica rota junto al emporio del Tíber en Roma, de 42,8 m. de
altura y 914,4 m. de circunferencia, está formado por fragmentos de unos 40 millones de jarras
procedentes de España, cada una de las cuales contenía originalmente unos 42 litros de vino o aceite. Esta
es una prueba concreta y sorprendente del éxito de los productores españoles de vino y aceite en
apoderarse del mercado romano en los primeros años del Imperio. En conjunto, la península gozaba de
una gran prosperidad; sus ciudades crecían en número de habitantes y en tamaño, y con ellas crecían
también las clases comerciantes. Según Estrabón, Gades (Cádiz) era la segunda ciudad del Imperio, y en
número de capitalistas sólo la igualaba la ciudad de Patavium (Padua).
Las demás provincias occidentales, Sicilia y África, se dedicaban, como Egipto, a la producción y la
exportación de trigo. Sin la provisión regular de unos 17 millones de bushels*
de trigo al año (de los que
al parecer Egipto suministraba cinco; África, 10; y Sicilia, quizá dos), Roma no podía existir; más
adelante examinaremos la organización del tráfico del trigo bajo la dirección de un departamento del
gobierno, que arrendaba el embarque a contratistas particulares. Además, Sicilia producía ganado. Pero,
como provincia romana más vieja, Sicilia tenía menos que ganar de la paz de Augusto que España, la
Galia y Britania, y su economía estaba bastante atrasada por la existencia de amplios latifundios en manos
de senadores que vivían en Roma. Ni aquí ni en África existía una industria de importancia; de hecho, la
lana africana fue la única mercancía que consiguió una reputación internacional. Siguiendo en
importancia al trigo, venía la exportación africana de aceite de oliva; y además, la provincia cultivaba
muchas clases de frutas —dátiles, higos, granadas— lo mismo que viñas y plantas leguminosas. De
Mauritania venían madera de cidro, piedras preciosas, perlas y marfil, y fieras para el circo romano.
Finalmente, para completar este rápido panorama, las provincias fronterizas del norte, que corresponden a
la moderna Suiza, el Tirol y los estados del Danubio, eran una fuente de minerales y tenían un amplio
comercio a través de Aquileya, que mantenía la misma relación con estas regiones que hoy tiene Trieste.
Tales detalles, de los que por razones de espacio nos vemos limitados a una selección mínima, se
combinan para presentar la descripción de un inundo unido, en un grado desconocido hasta entonces, por
el intercambio intensivo de toda clase de productos básicos y de artículos manufacturados, incluyendo los
cuatro artículos fundamentales del comercio: grano, vino, aceite y esclavos. Este comercio se apoyaba en
12
Cicerón, pro Fonteio, 11-12.
*
Bushel: Medida de áridos que en Inglaterra equivale a 36,367 libras. De acuerdo con esta proporción, la provisión regular
citada en el texto correspondería a 618 millones de litros de trigo al año, de los que Egipto suministraría unos 182, África 363
y Sicilia quizá 73 (N. del T.)
22
F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n
un sistema de comunicaciones de una eficacia que no se volvió a alcanzar hasta unos mil doscientos años
después de la caída de Roma. Por todas las zonas del Imperio y también fuera de él, en países como
Partia, había una red bien organizada de ríos, de carreteras militares que conectaban los puestos
fronterizos, los centros legionarios, las capitales de provincias y la misma Roma, y de canales como los
del Rhin al Mar del Norte o del Mar Rojo al Nilo. Ferias y mercados impulsaban el intercambio cultural y
económico. Había posadas y conducciones de agua, flotillas de río y de mar destinadas a la protección
policial, y una fuerza de policía de tierra para proteger al comerciante del bandolerismo, que al este
llegaba a países tan lejanos como la India. Por último, los dos imperios, romano y parto, tenían un
servicio de correos estatal que cubría hasta 68 kilómetros al día.
El importante comercio con el Lejano Oriente seguía las rutas de caravanas del Asia central, que
llegaban al Mediterráneo a través de Arabia y la ciudad de piedra de Petra, o río arriba por el Eufrates por
el camino de Palmira a Damasco; y el puerto de Alejandría Charax, en la desembocadura del Tigris, al
que llegaban mercancías embarcadas de la India, era el punto final de muchas rutas del Mediterráneo,
Armenia y Asia Menor. Pero hay algunos indicios de que, para evitar que se enriqueciera Partia, los
romanos preferían una ruta más al Norte, a través del río Oxus, el Caspio y el Cáucaso, para desembocar
en las riberas del Mar Negro. Después de que Híppalo, un capitán de navío griego, descubriera los
monzones, alrededor del año 100 a. de J.C., fue posible salir de Puteoli en el mes de mayo con las naves
egipcias de trigo, y siguiendo en barco por el Nilo y por caravana al Mar Rojo, navegar directamente
hasta la costa Malabar, llegando, con buenos vientos, alrededor de dieciséis semanas después de partir de
Italia; y aprovechando el monzón del Nordeste el siguiente noviembre o diciembre, se podría completar el
viaje de ida y vuelta en el plazo de un año — ¡tan cerca, añade Plinio, había traído la codicia a la India!13
.
La India no sólo estaba conectada con -Roma por este comercio itinerante. Excavaciones recientes en la
costa de Coromandel, en Arikamedu, han revelado los restos de una estación mercantil que data del
primer siglo de nuestra era. El tonelaje de los barcos empleados en este comercio es un tema de contro-
versia; pero los estudios más recientes sugieren que los barcos de la excelente flota alejandrina de trigo
llevaban de 1.200 a 1.300 toneladas de grano, y que los buques de carga ordinarios podían transportar
hasta 340 toneladas14
.
La posición de la ciudad de Roma dentro de este sistema era algo peculiar, debido al desarrollo
histórico de la República tardía. La adquisición de un imperio oriental beneficioso en el siglo II a. de J.C.
se había pagado con la ruina de la agricultura italiana. La guerra de dieciséis años con Aníbal en Italia
(218-202 a. de J.C.), ya había devastado el campo italiano. En el curso de la guerra, el sur de Italia se
había pasado al enemigo, una defección que castigaron los romanos con la destrucción de unas 400
aldeas. Aníbal se vio empujado a su vez a una política semejante, y por ello grandes zonas de Italia
quedaron devastadas. Después de la guerra las confiscaciones y la práctica de alquilar para pastoreo los
territorios despoblados, sobre todo en el sur, cambiaron el aspecto del campo. Mientras tanto el pequeño
agricultor se había arruinado. Al regresar de las legiones y encontrar incendiada su granja, no tenía ni el
ánimo ni el dinero para empezar a cultivar de nuevo, y con bastante frecuencia vendió sus terrenos al
terrateniente local o a algún especulador de la capital. Los agricultores con derecho de ciudadanía cedían
ante los latifundios trabajados por esclavos, y los campesinos desposeídos se desplazaron hacia Roma,
donde desempeñaron el papel de potenciales creadores de disturbios en los conflictos entre la oligarquía
reinante y los populares como Mario y César, quienes trataban de alcanzar el poder personal. Mientras
tanto, los ricos traficaban en bienes raíces, y las mayores fortunas del siglo II tuvieron probablemente este
origen.
Hasta cierto punto este movimiento se cortó durante el siglo siguiente. En varias ocasiones desde los
tiempos de Tiberio Graco (133 a. de J.C.) se repartieron tierras que sirvieron para asentar a muchos
labradores; la tendencia a la miseria urbana, sobre todo en el caso de veteranos retirados, fue detenida por
13
Hist. nat., VI, 101 ss.
14
Des Noëttes, De la marine antique á la marine moderne (1935), p. 70, argumentaba que los barcos romanos eran en su
mayor parte bastante pequeños, de menos de 100 toneladas; para cifras más altas y más convincentes, véase L. Casson, The
Ancient Mariners (Londres, 1954), p. 215; Studi in onore di A. Calderini e R. Paribeni, I (Milán, 1956), p. 231-8.
23
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Sila, y más tarde por César, Octaviano y Antonio. De hecho se ha calculado que entre Antonio y
Octaviano (si incluimos los repartos de tierra de Octavia-no después de convertirse en Augusto),
transformaron a 300.000 soldados en colonos, aunque no todo fue ganancia neta, porque muchos
recibieron parcelas cuyos dueños fueron desposeídos y arrojados al otro lado del mar. Parece seguro que
los latifundios no representaron la forma habitual de tenencia durante el último siglo de la República y el
primer siglo del Principado; si las grandes propiedades avanzaron algo en estos tiempos, fue en las
regiones montañosas más que en los valles fértiles.
De todos modos, a pesar del éxito parcial de este desarrollo de las pequeñas posesiones, no tuvo
mucho efecto sobre la población de Roma. Allí la muchedumbre, gobernante nominal del Imperio, tenía
que ser acallada cada vez más con regalos de trigo barato y con fiestas elaboradas y caras, pagadas por los
políticos que buscaban su apoyo; y al otro extremo de la escala social, estos mismos políticos
consideraban indispensable acumular una fortuna suficiente para estas maniobras durante los años que
pasaban fuera de Roma, gobernando una provincia al servicio del Estado. Las cifras fantásticas del botín
conseguido por Julio César —25 millones de sestercios en España, cautivos que valían 100 millones de
denarios en la Galia15
, y tanto oro que, vendido en el mercado, hizo bajar el precio de este metal una sexta
parte— pueden dar «el ejemplo más feo en la historia romana de saqueo de las provincias para ganancia
personal»16
; pero sólo se diferencia en su cantidad de las ganancias de decenas de gobernadores
compañeros de César y generales rivales.
Así, de una u otra manera, las provincias se encontraron obligadas a cargar con todo el peso de una
oligarquía despilfarradora y un populacho anormalmente crecido y degradado —los dos componentes en
los que la masa antes homogénea de campesinos-soldados se había dividido por la acción catalítica de las
guerras y la conquista imperial. Los sentimientos de los provincianos no podían ocultarse. Cicerón
escribe:
Caballeros, las palabras no pueden expresar cuán amargamente somos odiados entre las naciones extranjeras a
causa del comportamiento violento y perverso de los hombres a quienes en años recientes hemos mandado a
gobernarlos. Porque en aquellos países, ¿qué templo ha sido considerado sagrado por nuestros magistrados, qué
Estado inviolable, qué hogar suficientemente protegido por sus puertas cerradas? Ellos sólo buscan ricas y
florecientes ciudades para encontrar ocasión de hacerles la guerra y así satisfacer su codicia de botín17
.
El establecimiento del Principado cambió la forma, pero no el hecho de este flujo de riqueza de las
provincias hacia la ciudad que era como una sanguijuela en el corazón del Imperio. Las enormes fincas
imperiales de Egipto, heredadas de los Tolomeos, representaban un constante subsidio que fluía hacia el
centro; y ya hemos visto cómo se importaba el trigo de Egipto, África, la Galia y Sicilia para mantener a
la población romana. Este sistema plantea la cuestión de la balanza comercial. ¿Hasta qué punto pagaba
Roma (y, por extensión, Italia) la importación de trigo y artículos de lujo con exportaciones romanas e
italianas? En Estrabón18
encontramos una descripción de barcos que vuelven vacíos hacia Egipto desde
Puteoli, que era principalmente un puerto de exportación que servía a las regiones ricas de Campania. Y
aunque esta descripción en sí misma puede no ser concluyente, puesto que Italia exportaba principalmente
al Norte y al Occidente, Plinio19
afirma que la India, China y Arabia obtenían una suma anual de 100
millones de sestercios del Imperio, declaración confirmada por el descubrimiento de numerosos aurei
romanos en todas las zonas de la India, e incluso en Ceilán y en China. Ahora bien, los productos de
Oriente eran principalmente artículos de lujo que encontraban su mercado normal en Roma —bailarinas,
papagayos, ébano, marfil, perlas y piedras preciosas, especias, sedas y drogas— y podría suponerse que
las monedas que iban a Oriente estaban destinadas al pago de las mercancías que venían a la capital.
15
Había cuatro sestercios (sestertii) en el denarius, y bajo Augusto el denarius pesaba 1/84 de una libra romana. Un aureus
valía 25 denarii.
16
T. Frank, Economic Survey of Ancient Rome, I, p. 325.
17
Cicerón, pro lege Manilia, 65.
18
XVII, 793.
19
Hist. nat., 84.
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Esta demanda del Lejano Oriente de aurei romanos se ha explicado como un tributo a la excelencia y
fiabilidad de esa moneda. Pero tal vez una razón igualmente válida sea que las dificultades del transporte
y la estructura de las sociedades del Lejano Oriente hacían imposible equilibrar el costo de estos lujos con
los productos de la industria en serie o la agricultura. En consecuencia, a pesar del comercio que implica
la estación en Arikamedu, el intercambio con el Oriente significaba un constante derrame de metal del
Imperio, lo que resultó un factor importante en la evolución que examinaremos muy pronto.
Mientras tanto, a pesar de la fenomenal expansión del comercio y de la industria, la gran mayoría de la
población del Imperio se dedicaba todavía al cultivo de la tierra. La agricultura siguió siendo durante toda
la antigüedad la actividad económica más habitual y más típica, y la tierra la forma más importante de
riqueza. Pero ahora la ciencia agrícola de Grecia se aplicaba a aumentar la productividad. En todas las
nuevas provincias occidentales se establecieron granjas para suministrar al mercado. En el año 33 d. de
J.C., Tiberio impuso una costumbre para los emperadores posteriores al prestar 100 millones de sestercios
para aliviar una crisis agrícola. Bajo tales estímulos y las condiciones favorables de paz, surgieron en
todas las regiones bajo control romano villas bien parecidas, con pavimentos de mosaico, y donde el
clima lo exigía, con hipocaustos para la calefacción central.
De esta manera, la cultura de Grecia y de Roma empezó a penetrar incluso en las zonas rurales de
España y de Brítania. La consolidación del comercio mundial conducía inevitablemente a un intercambio
de experiencias entre los diversos pueblos e individuos del Imperio, a una disolución de la estrechez e
intolerancia provinciales y a una nivelación general de las costumbres y los modos de comportamiento. A
este proceso contribuía —y no en el menor grado— el ejército permanente de 250.000 a 300.000 hombres
que estaban de guardia a lo largo de la frontera de 6.400 kilómetros al norte y al este, baluarte contra los
bárbaros extranjeros. Según la ordenación de Augusto, de un total de 25 legiones, ocho estaban
estacionadas a lo largo del Rhin, siete en las regiones danubianas de Panonia, Dalmacia e Iliria, cuatro en
Siria para vigilar a los partos, dos en Egipto, una en Numidia para detener a los nómadas del desierto, y
tres en España. Las legiones, que estaban basadas en el alistamiento de larga duración de voluntarios, y
tenían cada una un número remanente y un título distintivo, desarrollaron historias y tradiciones
regimentales; y aunque el plan original de alistar para las legiones solamente en Italia se había roto
(fundamentalmente por razones financieras) en época tan temprana como la de Tiberio (14-37 d. de J.C.),
de manera que se aceptaron voluntarios de las provincias, y aunque desde el principio las tropas auxiliares
se reclutaban entre los no-ciudadanos de las regiones menos cultas del norte de la Galia, la meseta
española, Tracia, Batavia y otras zonas— el mismo servicio militar demostró ser un sistema de educación
y una fuerza para la romanización. Además, después de que se vio con claridad, desde la guerra civil del
año 69 d. de J.C., lo peligrosas que podían resultar las tropas nativas que servían bajo el mando de
oficiales nativos en su propio país, Vespasiano adoptó la política de destinar a las tropas auxiliares a zonas
distintas a su país de origen, y este mismo movimiento de tropas actuó como un fermento constante de las
masas. El visitante actual de Housesteads Camp en la muralla romana en Northumberland puede leer la
dedicatoria de los soldados tungros (de Bélgica) a sus dioses teutónicos, y contemplar una prueba
concreta de lo que significaba este intercambio de experiencias en la vida del Imperio.
Así fue el Imperio en su momento de esplendor. Y ahora nos encontramos frente a nuestro problema.
Lo que debemos preguntar es: ¿Por qué, pasados cien años, esta vigorosa y complicada estructura dejó de
funcionar como una empresa en marcha? ¿Por qué no siguió una línea recta ascendente de progreso desde
los tiempos de Adriano al siglo XX, sino la conocida sucesión de decadencia, Edad Media, Renacimiento
y mundo moderno?
A algunos historiadores les ha parecido que se podría haber evitado toda la tragedia si no se hubiera
cometido algún pequeño error: sólo con que César hubiera sido asesinado un poco más tarde (o un poco
antes, según la valoración concreta que cada uno haga del papel de César), o con que Trajano no hubiera
extendido el Imperio algo más allá (o, alternativamente, con que Adriano no hubiera restablecido pronto
25
F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n
las viejas fronteras), todo habría seguido bien y se habría impedido la catástrofe. Otra escuela, que no
quiere saber nada de un esquema de causación que huele tanto a la suerte o al destino, localiza el factor
fatal prácticamente fuera del control del hombre, en el deterioro del clima (de acuerdo con ciertos ciclos),
en la extensión de la peste o el paludismo, en el agotamiento del suelo o en una disminución general de la
población desde el año 150 d. de J.C. aproximadamente, que condujo a una falta crónica de mano de obra.
Otros contestan reafirmando la culpabilidad colectiva de los habitantes del Imperio, que se dejaron
corromper por el vicio o que, por el suicidio de la raza, una crianza disgenésica o algún otro crimen
biológico, provocaron un deterioro permanente en la estirpe romana.
Casas de Ostia. Restauración (por I. Gismondi) de la «Casa dei Dipinti» en Ostia, mostrando el patio interior de
esta gran casa de vecinos. (De M. Rostovtzeff, Social and Economic History of the Roman Empire, Oxford, 1957.)
El Pont du Gard, que llevaba el agua de Nimes sobre el
Gard cerca de Remoulins; probablemente fue construido
bajo Augusto; tiene 273 metros de largo y 49 metros de
alto. (Foto: J. Combier à Mâcon.)
[Valga esta nota para el resto en las que aparecen
otras ilustraciones distintas a las originales: por la
mala calidad de la reproducción del libro impreso se
muestra una foto tomada de
http://commons.wikimedia.org/wiki/Pont_du_Gard ]
26
F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n
Mineros españoles. Bajorrelieve de Linares
(España), mostrando a los mineros descendiendo
por una galería al pozo y llevando varias
herramientas. Se extraían plata y plomo en
Linares (antiguo Castulo). (De M. Rostovtzeff,
Social and Economic History of the Roman
Empire, Oxford, 1957.)
Terra sigillata. Muestra fabricada en Lezoux, ahora
expuesta en el Museo Británico. (Reproducida con permiso
de los directores.) [En la versión escaneada se ha tomado la
ilustración de
http://www.thebritishmuseum.ac.uk/explore/highlights/highlight_objects/pe_prb/s/samian_ware_vase.aspx, donde
aparecen explicaciones sobre la misma]
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  • 1.
  • 2. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n F. W. Walbank La pavorosa revolución La decadencia del Imperio romano en Occidente Versión española de Doris Rolfe Título original: The AwfulRevolution – The Decline of the Roman Empire in the West (Esta obra ha sido publicada en ingles por Liverpool University Press) Primera edición en "Alianza Universidad": 1978 Quinta reimpresión en "Alianza Universidad": 1996 Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización. © 1969 by F. W. Walbank. © Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1978, 1981, 1984, 1987, 1993, 1996 Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15, 28027 Madrid; teléf. 393 88 88 ISBN: 84-206-2209-5 Depósito legal: M. 26.906-1996 Compuesto en Fernández Ciudad, S. L. Impreso en Lavel. C/ Gran Canaria, 12. Humanes (Madrid) Printed in Spain 2
  • 3. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n Contraportada a decadencia del Imperio Romano culminó con la fragmentación de sus dominios y el asentamiento de los pueblos germánicos en su antiguo territorio. Este proceso de su disgregación, al que Gibbon denominó LA PAVOROSA REVOLUCIÓN, marca el comienzo de lo que convencionalmente se ha denominado los siglos oscuros de la Alta Edad Media. Las interpretaciones de ese decisivo viraje se basaron hasta bien entrada nuestra centuria en las fuentes literarias clásicas, coloreadas por los prejuicios que atribuían el derrumbamiento del mundo antiguo a factores exclusivamente políticos, morales o religiosos. Pero las investigaciones realizadas durante las últimas décadas sobre las condiciones materiales y las formas de vida en la Antigüedad han abierto nuevas y enriquecedoras perspectivas que permiten analizar, en toda su complejidad, las causas decisivas de la decadencia romana. Esta obra de F. W. WALBANK traza un cuadro completo de la crisis económica de los siglos III y IV, la evolución política del Imperio hacia un Estado autoritario y las transformaciones culturales y sociales durante el período. L Alianza Editorial [NOTA DEL ESCANEADOR: Por el tipo de edición de que se trata el original y la mala calidad de las fotografías y huecograbados, se han insertado otras fotografías de distinta procedencia en esta edición digital, señalando en casi todos los puntos la procedencia de las mismas] A Jake Larsen 3
  • 4. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n INDICE 1.La naturaleza del problema 2.El veranillo de los Antoninos 3.Tendencias en el Imperio del siglo III d. de J.C. 4.Contracción y crisis 5.El Estado autoritario 6.La economía del Imperio tardío 7.El fondo cultural 8.Las causas de la decadencia 9.La realidad del progreso Escritores griegos y romanos mencionados en este libro Los emperadores romanos hasta Teodosio PREFACIO Este libro ha tenido una historia algo curiosa. Primero apareció como ensayo corto, escrito durante la guerra y publicado en 1946 por Cobbett Press como tercer volumen de una serie: Past and Present: Studies in the History of Civilisation («Pasado y presente: estudios de la Historia de la Civilización»). En 1953 se reimprimió como libro de bolsillo en Estados Unidos. Ambas ediciones están agotadas desde hace varios años. Más tarde lo amplié para que tratara de modo más completo las cuestiones de importancia de los siglos IV y V; pero hasta ahora esta versión sólo ha aparecido en una traducción japonesa del doctor Tadasuke Yoshimura, publicada en Tokio en 1963. Como respuesta a muchas peticiones, y con el respaldo de la Liverpool University Press, esta versión ampliada aparece ahora en inglés. El texto ha sido cuidadosamente revisado para tener en cuenta las más recientes investigaciones. A fin de evitar que se confunda con el volumen del año 1946, me ha parecido mejor poner un nuevo título a lo que virtualmente es un nuevo libro. F. W. WALBANK Liverpool, 1968 4
  • 5. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n INTRODUCCIÓN Roma emerge a la luz de la historia como un poblado de comerciantes y agricultores que habitaban una serie de bajas colinas de la orilla izquierda del río Tíber, a unos 25 kilómetros de la desembocadura. La tradición cuenta que desde la fundación de la ciudad, en el año 753 a. de J.C., hasta el año 509 a. de J.C., fue gobernada por reyes, los últimos de los cuales correspondían a una dinastía extranjera procedente de Etruria, al otro lado del Tíber. Poco más que la leyenda ha sobrevivido de este período; pero hay algunas pruebas de que la Roma etrusca era un lugar próspero y bello, más floreciente entonces que durante el siglo y medio siguiente. Los ciento cincuenta años que siguieron a la expulsión de los reyes transcurrieron en guerras con los pueblos vecinos, y sobre todo en consolidar el poder romano en el Lacio, la región de Italia de la cual Roma era, geográfica y lingüísticamente, el límite más al norte. El progreso de Roma sufrió un serio revés en el año 390 a. de J.C., cuando los galos merodeadores penetraron en la ciudad de Roma, dedicándose al saqueo y al pillaje; pero se recuperó rápidamente, y en el año 338 a. de J.C. estaba establecida como señora del Lacio. Se han descrito los siguientes setenta años como el período más sorprendente de la historia romana. Mediante una serie de campañas victoriosas, los romanos derrotaron a las fuertes tribus de las tierras altas de la Italia central, los samnitas, hicieron dependiente a Etruria y consiguieron el acceso a la costa del Adriático (338-290 a. de J.C.). Por medio de esta impresionante extensión del poder, la población de un territorio de unos 1.300 kilómetros cuadrados se había hecho dueña de una región 100 veces mayor. Poco después, en el año 282 a. de J.C., surgió un conflicto con Tarento, la próspera ciudad griega situada en el «empeine» de la Italia del Sur. Los tarentinos, que desde hacía mucho tiempo no tenían costumbre de luchar en sus propias guerras, pidieron la ayuda del rey griego, Pirro de Epiro, y los romanos se encontraron enfrentados con el general más imponente de la generación posterior a Alejandro Magno. Pero Pirro se dejó desviar hacia Sicilia, y al regresar a Italia en el año 275 a. de J.C., sufrió una derrota definitiva y se retiró finalmente a Epiro, dejando a los romanos dueños de toda la península. Así, en el año 270 a. de J.C., Roma había hecho lo que ninguna Ciudad-Estado griega jamás pudo conseguir; con su agudeza política, al dividir primero a sus enemigos y aliarse luego con ellos, había unificado a una vasta península, haciendo de ella un solo Estado unitario. Antes habían existido estados federados, pero nada semejante a esta confederación romana. De los diversos pueblos de Italia, algunos, como los hérnicos, los sabinos y otros vecinos próximos a Roma, se incorporaron al Estado romano como ciudadanos. Los demás se convirtieron en «aliados», cada uno de los cuales estaba ligado a Roma según fórmulas diferentes, lo que servía para ocultar la dura realidad de la dominación romana. A los más favorecidos, los romanos les otorgaron la ciudadanía latina; tenían muchos, pero no todos los privilegios de un ciudadano pleno; otros pueblos estaban ligados por tratados especiales que definían su relación exacta con la metrópoli; y por encima de todo esto se encontraba el sistema estratégico de caminos y las colonias cuidadosamente situadas, que protegían los intereses romanos en cualquier punto débil. Las colonias eran de dos clases: un número limitado de colonias romanas, compuestas por ciudadanos plenos, en número de 300; y una cantidad superior de colonias latinas, cada una con 2.000 a 5.000 ciudadanos, unos de origen latino y otros de origen romano, y destinadas a funcionar más bien como poblados permanentes. Estas nuevas colonias de agricultores y soldados ayudaron a unificar y consolidar la península dentro de los vínculos de una alianza firme, flexible y leal. Pero hicieron más que eso. Al repartir a unos 50.000 hombres por toda Italia, estimularon la agricultura y dieron a los romanos la oportunidad de invertir en bienes raíces en todas las zonas de la península. Fue probablemente este período el que determinó el destino de los romanos como pueblo agrícola; y los setenta años siguientes, en los que se mantuvo esta misma política de colonización, lo confirmaron. 5
  • 6. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n Esta expansión había tenido lugar bajo la dirección de un reducido consejo de los estadistas de mayor edad, el Senado romano, que constituía el elemento de continuidad en un Estado en el que los funcionarios ejecutivos eran aficionados elegidos anualmente. En los primeros dos siglos y medio de la República (509-287 a. de J.C.), existía un conflicto prolongado, pero curiosamente moderado, entre una minoría «patricia» de clanes ricos y aristocráticos, y los más pobres o menos privilegiados «plebeyos». Este conflicto se resolvió por un compromiso típico, en el cual los plebeyos más ricos fueron absorbidos por el grupo gobernante, con igual derecho a ocupar todas las magistraturas y todos los sacerdocios, salvo unos cuantos, mientras que las exigencias económicas de las clases más pobres se arrinconaron o se desviaron hacia el pillaje en las guerras extranjeras. Estas no tardaron en venir. En el año 264 a. de J.C., al llegar al extremo de la península italiana, los romanos chocaron con el Estado fenicio del África del Norte, Cartago, que ya se había establecido en el oeste de Sicilia. En muchos aspectos, Cartago era la antítesis de Roma; era una potencia naval cuya riqueza e influencia se basaban en el comercio; nunca estaba segura de la lealtad de sus súbditos norteÁfricanos, y así dependía de mercenarios que lucharan en sus guerras. Con tenaz empeño, los romanos cruzaron el mar, y con el apoyo de la confederación derrotaron a los cartagineses después de una guerra que duró veintitrés años. En el año 241 a. de J.C. tenían una nueva provincia, Sicilia, y un poco más tarde se anexionaron Cerdeña. En el año 218 a. de J.C. los cartagineses les desafiaron otra vez. Partiendo de las bases de la nueva provincia de España y dirigido por un genio militar, Aníbal, un ejército cartaginés invadió Italia a través de los Alpes occidentales. Durante dieciséis años Roma luchó por la existencia en tierra italiana. A pesar de esto, el Senado no perdió la cabeza en las sucesivas crisis; la liga se mantenía firme; una fuerza expedicionaria romana desembarcó y separó a España del ejército de Aníbal; con el tiempo se enrolaron más de 40 legiones —llegando a 25 en un solo año— entre los campesinos de Italia; y por fin, bajo el mando de un gran general, Escipión el Áfricano, los mismos romanos invadieron África del Norte, forzaron el regreso de Aníbal y le infligieron una derrota aplastante (202 a. de J.C.) de la que Cartago nunca se recuperó. 6
  • 7. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n Ahora, en el umbral del siglo II a. de J.C., los romanos se volvieron hacia el Este. En una serie de guerras que el Senado no buscaba deliberadamente, pero que por una variedad de motivos estaba en general dispuesto a emprender, aplastó a las monarquías helenísticas separadas que habían surgido tras la disolución del ingobernable imperio de Alejandro Magno. Filipo V de Macedonia (197 a. de J.C.), Antíoco de Siria (189 a. de J.C.), el hijo de Filipo, Perseo (168 a. de J.C.), cayeron uno tras otro ante el furioso ataque de las legiones entrenadas en la lucha contra Aníbal. Egipto, que ya no era un gran poder y que estaba débilmente gobernado, se sometió a la esfera de la influencia romana. La gran ciudad comercial de Rodas, al principio la predilecta de Roma, cayó en desgracia y fue despojada de sus posesiones. Los aqueos, antes los aliados más leales de Roma, se rebelaron y fueron sofocados (146 a. de J.C.). Macedonia pasó a ser una provincia, y Acaya prácticamente también. El reino de Pérgamo, en el Noroeste de Asía Menor, fue legado a Roma por su último rey (133 a. de J.C.). Mientras tanto, Cartago había sido aniquilada en una sangrienta y no provocada guerra de agresión (146 a. de J.C.); y más al Occidente, en España, la última resistencia de las tribus fue rota en Numancia en el año 133 a. de J.C. por Escipión el Joven, conquistador de Cartago. Así, en el año 133 a. de J.C., Roma era predominante en el Mediterráneo oriental y occidental. Ya no había ninguna potencia capaz de resistirla. El historiador griego Polibio, aun siendo aqueo y durante muchos años preso político en Roma, se convirtió en admirador de este vasto imperio, adquirido en su mayor parte en poco más de cincuenta años (220-167 a. de J.C.), como si la misma diosa Fortuna planeara el destino del mundo civilizado siguiendo las fronteras trazadas por las legiones romanas. La historia de Polibio sobrevive (aunque fragmentariamente) como un testimonio permanente de la impresión que causaron los romanos en su avance sobre los pueblos a los que vencieron. Pero para todo esto Roma tuvo que pagar un precio. Los dieciséis años de lucha con Aníbal habían sido desastrosos para la agricultura italiana. Los campos fueron destruidos, y los labradores enviados a formar en las legiones año tras año. Luego vinieron las nuevas guerras en el Oriente. Con los campesinos arruinados o desalentados, se abrió el porvenir para los ricos, que habían especulado en las guerras y que, como abogaban los escritores romanos de más influencia, buscaban comprar la respetabilidad en forma de tierra. En el siglo II a. de J.C. se desarrollaban grandes latifundios, haciendas de ganado y plantaciones, en toda la Italia del sur, Etruria, el Lacio y partes de Campania, trabajados por esclavos baratos proporcionados por las guerras. Los campesinos desposeídos se desplazaron hacia las ciudades para ensanchar el proletariado urbano y vivir desarraigados, al borde de la miseria. Al otro extremo de la escala, las enormes fortunas que entraron en Italia desde el Oriente (después del año 167 a. de J.C. Italia quedó exenta para siempre del pago de tributo) llevaron a la corrupción a la casta dirigente. El Senado se- guía limitado en composición. Entre el año 264 y el año 134 a. de J.C., de los 262 cónsules elegidos, sólo 16 pertenecían a familias nuevas en el cargo. Había poca sangre nueva, y por eso, cuando se introdujo la corrupción, sus efectos fueron catastróficos. Varios incidentes vergonzosos en la provincia aislada y difícil de España revelaron un declive en las normas de moralidad entre los gobernantes de Roma. El contacto con la cultura superior de Grecia les llevó a un cambio radical en su modo de pensar, pero, como señaló Polibio por propia observación, y como generaciones de moralistas y satíricos romanos nunca se cansaron de mencionar, esta cultura también había traído consigo un mayor lujo y un mayor relajamiento en el comportamiento. Los aliados de la liga italiana empezaron a quejarse de la creciente avaricia y opresión del Estado principal; y de una u otra manera, la incapacidad de la aristocracia romana para la tarea de gobernar un imperio se hacía cada vez más evidente. El último siglo de la República romana, del año 133 al 31 a. de J.C., fue esencialmente una época de crisis, a la que contribuyeron muchos factores. Se alzó el telón para un intento digno de señalarse: los dos hermanos Gracos, Tiberio en el año 133 a. de J.C., y Cayo en el año 123 a. de J.C., trataron de resolver el problema de los latifundios y de los campesinos desposeídos mediante una distribución radical de las tierras nominalmente públicas. Los oligarcas reaccionaron rápidamente: Tiberio fue asesinado, Cayo empujado al suicidio, y la clase senatorial recuperó su preponderancia. Pero de la agitación de los Gracos surgió una nueva clase capaz de rivalizar con el Senado en su monopolio del poder. El legado de Pérgamo a la República romana en el año del tribunado de Tiberio Graco había creado un nuevo problema de organización; y la aversión a extender la burocracia fue en parte lo que les llevó a adoptar el sistema de 7
  • 8. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n arrendar a empresas financieras la recaudación de los impuestos. El grupo social que emprendió este negocio lucrativo fue el de los equites o caballeros; y sus corporaciones ganaron riquezas y poder de estos contratos asiáticos. Además de esto, Cayo Graco les dio influencia política cuando puso en sus manos el control de los tribunales, en los que con frecuencia los gobernadores senatoriales tenían que defenderse de acusaciones de malversación y extorsión. A partir de ahora, los equites tenían su propio papel que desempeñar en la política romana; y es razonable ver su influencia maligna detrás de la guerra colonial en que se embarcaron los romanos hacia fines de siglo contra las tribus numídicas del África del Norte dirigidas por su rey Yugurta (112-106 a. de J.C.). Esta guerra reveló la incomparable profundidad de la corrupción y la incompetencia senatoriales. Se dice que Yugurta dijo cínicamente que toda Roma estaba «en venta». Un «hombre nuevo», Mario, llegó a cónsul con el apoyo popular, derrotó a los numídicos y llevó a cabo una serie de reformas del ejército, cuyo resultado fue que las legiones se llenaron con el proletariado rural y se elevó el rango del comandante militar al convertirle en objeto personal del juramento de lealtad de sus hombres: un acontecimiento nefasto. Mientras tanto, la codicia y la incompe- tencia de la casta reinante permitieron que el conflicto entre Roma y la liga italiana se desarrollara hasta el punto de la guerra civil. Costó dos años suprimir la rebelión italiana (90-88 a. de J.C.) y se hizo prominente una nueva figura, Sila, el antiguo lugarteniente y enemigo amargado de Mario. Durante varios años Roma se desangró con la guerra civil entre sus dos facciones; y en el año 83 a. de J.C. volvió Sila de un mando oriental para hacerse dueño cínico de Roma, con el objetivo de restaurar al Senado a su antiguo papel. No hay que trazar en detalle el deterioro posterior del gobierno senatorial, el fracaso del intento de Sila de restaurar el poder del Senado y la rápida demolición de su estructura por el joven Pompeyo, un general precoz y de mucho éxito, de la propia escuela de Sila, quien actuaba junto con Craso, un senador que representaba los intereses comerciales de los caballeros. Estos dos hombres lograron una coalición inestable después de sofocar una rebelión de los esclavos encabezados por un gladiador tracio llamado Espartaco (73-71 a. de J.C.), y su consulado en el año 70 a. de J.C. quedó marcado por la revelación del vicio y la corrupción senatoriales que salieron a la luz en el famoso proceso de Verres, el gobernador de Sicilia, por latrocinio: un proceso que dio a conocer al abogado en ascenso Marco Tulio Cicerón. Fue Cicerón quien, como cónsul, siete años después, mostró insospechada firmeza junto con una peligrosa desatención al precedente republicano cuando sofocó el intento anárquico de Catilina de derrocar al Estado y mandó a los principales conspiradores a la ejecución en la tétrica prisión de Tuliano. Mientras tanto, en estos años se levantaba un político más tenaz y más astuto que cualquiera de sus compañeros: C. Julio César. Elegido cónsul en el año 59 a. de J.C., gracias a una alianza política con Pompeyo y Craso, obtuvo el mando proconsular en la Galia, y durante los diez años siguientes organizó una fuerza inmutablemente leal a él mismo y entrenada bajo su generalato brillante en la dura escuela del combate. En el año 49 a. de J.C., César, provocado y amenazado con procesamiento y ruina por un Senado que no había aprendido nada ni había olvidado nada, pasó el Rubicán, el límite que separaba su provincia de Italia, y en una serie de campañas brillantes en Italia, España, Grecia, Asia Menor y África, derrotó a las fuerzas del Senado encabezadas por su rival y antiguo aliado Pompeyo, y se abrió camino violentamente hacia el poder supremo. César vio (lo que es obvio retrospectivamente) que la supervivencia de Roma y de su imperio dependía, en este momento, del establecimiento de alguna forma de autocracia. Pero le faltaba tacto para tratar con los que no poseían esta manera concreta de pensar, y el 15 de marzo del año 44 a. de J.C. fue asesinado por una pequeña banda de conjurados, inspirados por senadores, y senadores muchos de ellos. La muerte de César fue la señal para comenzar otros trece años de maniobras políticas y guerra civil. Heredero e hijo adoptivo de César, Octaviano se presentó al principio como hombre del Senado, y ganó el elogio efusivo, aunque a veces ambiguo, de Cicerón, quien, después de una serie de reveses políticos, había emergido para entonar el canto del cisne de la República. Pero muy pronto Octaviano se puso de acuerdo con el aventurero político Marco Antonio, y su convenio fue sellado por una sangrienta proscripción, en la que la cabeza de Cicerón fue de las primeras en rodar. El convenio entre Octaviano y Antonio no duró y fue el más joven quien aventajó a su rival. Octaviano fue un sucesor digno de Julio. Igualmente despiadado y libre de sentimientos, tenía además ese 8
  • 9. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n entendimiento de las susceptibilidades romanas que le permitía ocultar sus intenciones. Después de que Antonio —con sus intrigas con la reina egipcia Cleopatra— había dado a Octaviano la oportunidad de infamarle ante el pueblo, culpándole de actividades contrarias a Roma, y de perseguirle mediante una de esas campañas de propaganda en que ningún partido reconoce límites, Italia estaba perdida para el viejo cesariano; y al fin, no fue una tarea difícil eliminar a ambos, Antonio y Cleopatra, en la batalla naval de Accio, muy elogiada pero apenas gloriosa, en el año 31 a. de J.C. En ese momento Octaviano se quedó sólo; y con el apoyo del partido cesariano, que él y su padre adoptivo habían formado cuidadosamente entre las clases medias de Italia, comenzó a establecer un nuevo Estado. Ahora el Senado, o lo que quedaba de él, ya no era un obstáculo; y Octaviano, conocido en adelante por el título honorífico de Augusto, hacía gran gala de acogerlo como socio político. El año 31 a. de J.C. señaló el establecimiento efectivo del imperio del mundo romano por su ciudadano principal (princeps) y su general (imperator). El primer interés de Augusto era la paz y la eficacia. Las provincias, enriquecidas ahora con los nuevos territorios de Asia Menor y Egipto, fueron repartidas entre él mismo y el Senado. Se consolidaron las fronteras. Se inventó un instrumento eficaz de gobernar. Ya habían terminado los días de la corrupción proconsular, cuando un gobernador tenía que ganar tres fortunas durante su año de administración, una para pagar sus deudas, otra para jubilarse, y la tercera para sobornar a los jurados en el inevitable proceso por extorsión. Por fin el mundo romano se calmó en paz y prosperidad; y fue una prosperidad que duró más de dos siglos casi sin interrupción. Sin embargo, desde sus comienzos el Principado augustal contenía elementos de debilidad, por muy hábil que fuera al disfrazarlos. A pesar del cuidado con que Augusto basó su posición en precedentes republicanos y en la acumulación de cargos y poderes ya existentes, ejercidos en conjunción con esa «autoridad» indefinible, que valía tanto entre una gente inmersa en la tradición, había, acá y allá, hombres lúcidos que reconocían la verdad: la sanción final del poder de Augusto dependía de su control de las legiones. Además, mientras estuviera sin resolver el problema de la sucesión, no había garantía de que la paz continuara; pero establecer abiertamente una dinastía significaba arriesgarse a quitarle al Principado la máscara de la libertad, y quizá seguir los pasos de Julio. Afortunadamente, Augusto vivió hasta la vejez y dio a la población la oportunidad de olvidar la República. Conforme se iba acostumbrando a la monarquía disfrazada, el disfraz se hacía menos nece- sario, y el pueblo romano dejó incluso de exigir la apariencia de la libertad. Consciente de los peligros de un interregno, Augusto tramaba cautelosa pero incesantemente el establecimiento de una dinastía; y sus primeros cuatro sucesores, Tiberio, Cayo, Claudio y Nerón, estaban todos conectados con su familia. Sus caracteres revelaron algunas de las debilidades de la autocracia. Cayo y Nerón, por lo menos, fueron víctimas de la ofuscación, ejercida sin freno; y ambos encontraron una muerte violenta. Al morir Nerón en el año 68 d. de J.C., «se reveló un secreto del Imperio»: que se podía crear emperadores fuera de Roma. Cada uno de los ejércitos de España, Germania y Siria, proclamó emperador a su propio general, y sólo después de un año de guerra sangrienta y de caos, en el que cuatro hombres se vistieron sucesivamente la púrpura, se estableció la nueva dinastía de los Flavios. Con Vespasiano y sus dos hijos, Tito y Domiciano, la autocracia llegó a ser aún más abierta; éste último intentó emular a Cayo, estableció un reino de terror, y fue por fin asesinado (96 d. de J.C.). En este momento, la selección de un nuevo emperador revirtió al Senado. Nerva, Trajano y Adriano dieron al Imperio una nueva época de paz y prosperidad, que continuó con los emperadores del siglo II, Antonino Pío y Marco Aurelio. Tal es, en resumen, la historia de cómo creció Roma desde una aldea del Tíber a un Imperio mediterráneo. Este Imperio, como tantos otros, no pudo perdurar; pero sobre sus fragmentos rotos reformados y revitalizados para encajar con sus propias instituciones más primitivas, los pueblos germánicos que lo invadieron construyeron con el tiempo los fundamentos de un mundo cuyas fronteras lingüísticas todavía muestran en muchos sitios los viejos confines del orbis Romanus, un mundo en que las tradiciones legales, éticas y culturales todavía son, en esencia, las tradiciones de Grecia y de Roma. El Imperio romano cayó; y la caída de los imperios es un tema romántico y trágico. Fue un impulso romántico el que, el día 15 de octubre de 1764, inspiró a Edward Gibbon —mientras meditaba sentado entre las ruinas del Capitolio, escuchando a los frailes descalzos de San Francisco cantar las vísperas en el 9
  • 10. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n templo de Júpiter1 — a dedicar sus esfuerzos a la descripción de la Decadencia y caída del Imperio Romano, y con ello a la creación de una de las obras clásicas de la lengua inglesa. Pero como él se esmeró en señalar, la caída de Roma también tiene una moraleja que subrayar y una lección que enseñar. «Los acontecimientos pasados —escribió Polibio (XII, 25e, 6)— nos hacen prestar especial atención al futuro, si realmente indagamos a fondo cada caso del pasado.» Siguiendo el espíritu de esta declaración se han escrito las siguientes páginas. 1 Eso creía él. Pero Sta. María d'Aracoeli, donde Gibbon escuchaba a los frailes, está en el sitio del Templo de Juno Moneta. «El lugar consagrado a Júpiter estaba al otro lado del Campidoglio, sobre una eminencia algo más baja del monte Capitalino bicorne.» [L. White, The Transformation of the Roman World: Gibbon's Problem alter Two Centuries (Berkeley-Los Angeles, 1966), p. 291]. [Hay una traducción al castellano de la obra de Gibbon: Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano, realizada por José Mor de Fuentes (Barcelona, 1842-47)]. 10
  • 11. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n Capítulo 1 LA NATURALEZA DEL PROBLEMA Desde que el hombre aprendió por primera vez a registrar su propia historia en forma duradera, ha recurrido a los anales del pasado para iluminar los problemas del presente; y se ha referido una y otra vez a ciertos períodos y acontecimientos porque le parecían especialmente vivos y pertinentes a su propia situación. Este es el caso de la caída del Imperio romano en Europa occidental. Desde los tiempos de los primeros padres de la Iglesia hasta la actualidad, la causa de aquel ocaso ha sido un punto central de la especulación histórica. Las respuestas a este problema constituyen en sí mismas un comentario sobre las épocas en las que se propusieron; pero tienen una cosa en común: muestran a los hombres de Europa occidental que el problema de por qué cayó Roma ha sido siempre una cuestión palpitante. Desde el comienzo de nuestra era, la gente del Imperio se sentía obsesionada por un vago sentimiento de deterioro. Séneca el Viejo (circa 55 a. de J.C., circa 40 d. de J.C.), en una obra histórica ahora perdida, afirmó que bajo los emperadores, Roma había llegado a su vejez y no podía esperar más que la muerte1 ; y el pesimismo de Séneca el Viejo sólo se hacía eco de los repetidos lamentos de poetas y escritores de la República tardía, según los cuales Roma ya no era lo que había sido. Horacio, por ejemplo, se quejaba de que «nuestros padres, peor que sus abuelos; y nosotros, peor que nuestros padres... menguada prole al mundo dejaremos»2 . Ya a comienzos del siglo III el mismo gobierno confesaba la decadencia del Imperio. Una proclama oficial, escrita en nombre del emperador-niño Alejandro Severo en el año 222 d. de J.C. (probablemente por su madre y su abuela, y por el jurista Ulpiano) habla de la intención del emperador de detener la decadencia mediante una política de restricciones, y se lamenta al mismo tiempo de su incapacidad para satisfacer su generosidad natural mediante una remisión de impuestos; y casi treinta años después, podemos leer la expresión de esperanzas semejantes en relación con el emperador Decio (249-51 d. de J.C.). De todas formas, fue con el crecimiento de la Iglesia cristiana cuando la decadencia de Roma empezó a aparecer como un tema central de discusión en la filosofía y la polémica. En profecías apocalípticas como El Libro de la Revelación, el Imperio romano había sido denigrado y puesto en la picota por la Iglesia perseguida, y el fin del Imperio predicho como precursor del milenio venidero. San Agustín (354- 430 d. de J.C.), tomando sus argumentos de historiadores pre-cristianos, atacó a Roma por su decadencia moral; desde la destrucción de Cartago, el último rival serio del Imperio romano, en el año 146 a. de J.C., las antiguas virtudes habían decaído, y la discordia civil había desgarrado al Estado. La Ciudad Eterna — Roma aeterna— era una ficción literaria, y los cristianos debían levantar los ojos a la Ciudad de Dios. San Jerónimo (circa 346-420 d. de J.C.) sostenía la misma opinión. «Al Imperio Romano —escribe— hay que destruirlo, porque sus gobernantes creen que es eterno. En la frente de la Roma Eterna está escrito el nombre de la blasfemia.» Con todo, esta actitud no dejaba de tener ambigüedades y equívocos, porque cuando los paganos acusaron a su vez a la Iglesia de que, con su hostilidad y sus prácticas perturbadoras, estaba causando la caída del Imperio, la Iglesia replicó con una nueva doctrina. Para Orosio (hacia 410 d. de J.C.), amigo de ambos —Agustín y Jerónimo— el Imperio representaba el último de los cuatro reinos de este mundo— los predecesores eran Babilonia, Cartago y Macedonia— y estaba destinado a ser el instrumento de Dios en la protección del mundo cristiano contra el caos. ¿No fue bajo Augusto cuando Cristo mismo encarnó, y llegó a ser «ciudadano romano»?3 Por consiguiente, quedaba claro que los 1 Lactancio, Div. lnst. VII, 15. 2 Odas, m, 6, 46-8. 3 Orosio, Hist., VI, 22, 8. 11
  • 12. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n cristianos debían aceptar y apoyar al Imperio, porque de él dependía el destino del universo, como rezaba el dicho: «Quando cadet Roma, cadet et mundus» (Cuando caiga Roma, el Universo caerá con ella). Un rasgo curioso de esta controversia era su consideración de la caída de Roma como un acontecimiento del futuro. Ni una sola vez se levantó uno de estos publicistas paganos o cristianos para anunciar con tonos de triunfo o remordimiento que Roma ya había caído. Cuando Alarico y sus visigodos saquearon la Ciudad Eterna en 410 d. de J.C., el acontecimiento fue recibido con estupefacción incrédula —y luego rechazado. «Si perece Roma —escribió Jerónimo—¿qué está seguro?» Orosio se apresuró a señalar que Alarico se había quedado sólo tres días en Roma —mientras que en el año 390 a. de J.C. Breno y los galos ¡la habían ocupado durante seis meses! Un siglo más tarde había menos confianza. Salviano (circa 400-después de 470 d. de J.C.), presbítero en Marsella, que escribía cuando ya amplios territorios del Imperio occidental estaban en manos de los bárbaros, acusa a los romanos de ser más culpables que sus enemigos, precisamente porque por ser cristianos debieran saber más que los otros. Los bárbaros son castos, mientras las ciudades de Roma son lugares de vicio y mal vivir. En resumen, ¿qué eran las invasiones bárbaras si no el juicio de Dios sobre un Imperio «ya muerto o dando con certeza el último suspiro»?4 Sin embargo, la fe en Roma nunca se perdió por completo. Mucho después de que se hubiera disuelto el Imperio occidental, los hombres juraban fidelidad a su sombra, evocada por la ficción de la translatio ad Francos —el traslado del Imperio a Carlomagno (a quien el Papa coronó Emperador el día de Navidad del año 800 d. de J.C.)—, y desde el siglo X a Otón y los germanos. En el Sacro Imperio Romano, establecido en Aquisgrán o Goslar, se persuadió a la población para que considerara a su Estado como descendiente directo de la Roma de Augusto, que cumplía todavía su papel como el «cuarto reino del mundo» que debía preceder al advenimiento del anti-Cristo, y por último al Milenio; y en los países del Mediterráneo, el carácter gradual del cambio del latín a las lenguas románicas ayudaba a oscurecer el verdadero carácter de la ruptura. Sólo en el Renacimiento, cuando Europa se despertó a los tesoros de las grandes épocas de la antigüedad greco-romana, los humanistas italianos se dieron cuenta de su propia ruptura con la Edad Medía y, por consiguiente, de la ruptura entre la Edad Media y el mundo antiguo. En el año 1453 d. de J.C. Biondo se desligó por completo de la idea de un cuarto reino del mundo, y en su historia, titulada significativamente De la decadencia del Imperio romano, consideró el saqueo de Roma por Alarico como el punto de partida de una época histórica. Por primera vez el problema del ocaso de Roma pasó a ser un problema histórico, un intento de explicar un acontecimiento que había ocurrido en el pasado. De nuevo las respuestas se limitaban a reflejar los problemas de los que las proponían, y fueron trazadas para iluminar lo que no estaba claro en la vida contemporánea. Para Petrarca (1304-74), la raíz de todo mal se hallaba en Julio César, que destruyó las libertades populares; porque Petrarca consideraba como grandes héroes a los opositores de César, Bruto y Pompeyo, y trataba de resucitar una res publica Romana en su propio tiempo. Más de un siglo después, en El Príncipe, el florentino Maquiavelo (1469- 1527) insistía en la necesidad apremiante de recrear un Estado italiano para salvar a Italia. Consciente de la amenaza que en sus propios días provenía del otro lado de los Alpes, acentuó la contribución de las invasiones bárbaras a la caída del mundo clásico, que para él, como para Biondo, tenía como fecha de origen el saqueo de Roma por Alarico. A lo largo de la obra de Maquiavelo se percibe un agudo sentimiento de la decadencia de ambas sociedades, la suya propia y la de la Roma antigua; y como él creía en la repetición de los acontecimientos históricos, confiaba en encontrar una moraleja. Maquiavelo fue el primer historiador después de Polibio, del siglo II a. de J.C., que prestó seria atención al proceso interno de la decadencia en la sociedad. Un poco más tarde Paolo Paruta, un aristócrata veneciano, que publicó sus Discorsi en 1599, atribuyó la decadencia romana a la tensión existente entre el Senado y el pueblo romano. 4 Salviano, de gubern. Dei, IV, 30. 12
  • 13. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n En el siglo XVII, la discusión se liberó de los últimos vestigios de los conceptos medievales de la translatio ad Francos y de la «cuarta monarquía del mundo». La caída de Constantinopla en 1453 pro- porcionaba una nueva época para poner en contraste con la fundación de dicha ciudad por Constantino, y poco a poco se desarrolló la idea de la división de la historia en antigua, medieval y moderna. Sin embargo, esta nueva ordenación no planteó la raíz del problema, que se presentó a Voltaire (1694-1778) y a Gibbon (1737-94) en el nuevo contexto del siglo de las luces. «Un doble látigo —escribió Voltaire— hizo caer por fin a este vasto Coloso: los bárbaros y las disputas religiosas.» Y Gibbon también vio en la historia largamente prolongada de la decadencia y la caída «el triunfo de la barbarie y la religión». De esta forma, desde los tiempos de Agustín la rueda dio una vuelta completa: otra vez el cristianismo estaba en el banquillo de los acusados. La respuesta de Gibbon revela las circunstancias especiales del siglo XVIII, cuando al juicio apresurado de los racionalistas le parecía que el cristianismo declinaba y tendría que ceder de inmediato ante una nueva concepción del mundo. Naturalmente ellos miraban hacia atrás, desde el fin hasta los principios del ciclo cristiano, y veían en la presente decadencia del cristianismo un contraste con el vigor que antes había mostrado; y se sentían de algún modo los vengadores del mundo de la razón que, a su juicio, había destruido el cristianismo. Estos ejemplos pueden ilustrar la forma peculiarmente palpitante que el problema de la decadencia de Roma asumía invariablemente. A partir de él cada época ha intentado formular su propia concepción del progreso y la decadencia. Los hombres se han preguntado repetidamente: ¿cuál es el criterio para determinar el momento en que empieza la decadencia de una sociedad? ¿Cuál es la norma con la que hemos de medir el progreso? Y ¿cuáles son los síntomas y las causas de la decadencia? La variedad de respuestas dadas a estas preguntas es suficiente para deprimir al lector de espíritu investigador. Cuando tantos pensadores representativos pueden encontrar tantas y tan variadas explicaciones, según la época en que viven, ¿hay alguna esperanza, preguntará el lector, de una respuesta que pueda contener algo más que una validez relativa? El problema del progreso y decadencia (si así podemos llamarlo) ha provocado de hecho múltiples soluciones. En algunos períodos, como hemos visto —sobre todo durante el Renacimiento—, la cuestión se plantea en términos políticos; la sociedad avanza o retrocede según la forma en que resuelve las cuestiones de la libertad popular, del poder del Estado, de la existencia de tensiones dentro de la propia estructura. En otros tiempos, se da importancia a lo moral: el declive aparece como una decadencia en los niveles éticos, causada por la eliminación de amenazas exteriores consideradas como saludables, o resultante de una incursión del lujo. Ambas aproximaciones al problema son esencialmente «naturalistas» porque intentan deducir las formas del progreso y la decadencia de las actividades morales o políticas propias del hombre; y están en contraste con lo que ha sido, por lo general, la actitud más corriente ante el problema: el acercamiento religioso o místico. Algunos han interpretado el desarrollo y la caída de los imperios en términos proféticos (como ocurría entre los primeros cristianos), de modo que concuerde con una descripción apocalíptica de los «cuatro reinos del mundo» o las «seis edades del mundo». Otro punto de vista considera la historia como una sucesión de civilizaciones, cada una de las cuales reproduce el crecimiento y el declive de un organismo vivo, de acuerdo con una especie de ley biológica. O, por otra parte, se piensa que las civilizaciones se desarrollan en ciclos, una tras otra, repitiéndose de manera que la historia es prácticamente una rueda en constante giro. Propuesta originalmente por Platón (circa 427-347 a. de J.C.), esta teoría cíclica tuvo la aceptación de Polibio (circa 200-117 a. de J.C.), el historiador griego del ascenso de Roma al poder, quien pensaba que dicha teoría explicaba ciertos signos de decadencia detectados por su aguda mirada durante los tiempos esplendorosos de Roma. Recogida de Polibio por Maquiavelo, esta teoría cíclica fue adaptada por G. B. Vico en el siglo XVIII, y tiene sus discípulos en nuestros días. De modo semejante, la concepción biológica se ha convertido en moneda corriente en los escritos históricos. «El gran edificio — ha escrito un erudito y estadista moderno sobre el Imperio romano5 — sucumbió con el tiempo, como 5 H. H. Asquith en The Legacy of Rome, ed. Cyril Bailey, Oxford, 1923, página 1. 13
  • 14. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n todas las instituciones humanas, a la ley de la decadencia.» Tal formulación emplea una metáfora para evadirse del verdadero problema. Estas diversas respuestas parecen depender en gran medida del punto de partida. Y quizá el punto de partida más satisfactorio es el cuerpo que progresa y decae por sí mismo. Pero el progreso y el decaimiento son funciones, no de individuos aislados, sino de hombres y mujeres entretejidos en la sociedad. Es la sociedad la que avanza o retrocede; y la civilización es esencialmente una cualidad del hombre social, como vio Aristóteles cuando definió el Estado como algo originado en las necesidades básicas de la vida y que continúa existiendo para alcanzar la vida buena ideal6 . La distinción es importante, porque una época de decadencia social, como el siglo III de nuestra era, puede producir —y con frecuencia produce, a causa del reto que ofrece— un número extraordinariamente grande de indi- viduos destacados. Evidentemente, por eso, cuando decimos que una sociedad está en decadencia, nos referimos a algo que ha ido mal dentro de su propia estructura, o en las relaciones entre los diversos grupos que la componen. El problema de la decadencia, como el problema del progreso, es en sus raíces un problema del hombre en sociedad. Es precisamente este hecho el que nos permite esperar que en la actualidad se pueda decir algo nuevo sobre el problema de la decadencia del Imperio romano. Porque la mayor revolución en los estudios clásicos de los últimos sesenta años se ha producido en nuestro conocimiento del hombre social de la antigüedad. En el pasado, la historia antigua estaba sometida inevitablemente a una doble deformación. Nuestro conocimiento del pasado, en su mayor parte, sólo nos podía llegar de los escritores del pasado. En última instancia, los historiadores dependían de sus fuentes literarias y tenían que aceptar, hablando en términos aproximados, el mundo que describían esas fuentes. Además, existía la parcialidad que el mismo historiador impone invariablemente en lo que escribe, aún más peligrosa porque podía dar rienda suelta a la fantasía, sin ningún control externo fuera de esas fuentes literarias. Hoy el cuadro es bien distinto. Durante más de cincuenta años estudiosos de la época clásica pertenecientes a muchas nacionalidades se han ocupado en buscar, clasificar e interpretar material que nunca fue destinado a la mirada del historiador y que, por esa razón, representa un testimonio inestimable sobre la época en que se produjo. Las ciudades sepultadas de Pompeya y Herculano, con sus casas, tiendas y avíos, ya habían llamado la atención esporádica de algunos excavadores en el siglo XVIII. En tiempos más recientes, han sido investigadas sistemáticamente, y sus lecciones han sido ampliadas y modificadas por trabajos semejantes en Ostia junto a la desembocadura del Tíber, y por excavaciones de lugares antiguos en todas las zonas del Imperio. La información disponible en la actualidad es enorme. Inscripciones hechas para incorporar algún decreto en Atenas o Efeso, o para registrar alguna transacción financiera en Delos, o la manumisión de un esclavo en Delfos; la dedicatoria de incontables soldados a su dios predilecto, Mitra, o quizá a alguna diosa puramente local, como Coven tina en Carrawburgh, en Northumberland; fragmentos de papiros de cuentas del hogar y las bibliotecas de casas señoriales, salvados de la arena de Oxyrhinchos y de las cajas de las momias del Egipto romano, todos estos fragmentos diferenciados de información se están ensamblando constantemente, catalogando e interpretando a la luz de lo ya conocido. Los estantes de las bibliotecas de todos los países están llenos de amplias colecciones de inscripciones y papiros, de informes detallados de excavaciones individuales y de incontables monografías en que se valoran los resultados. Todo ello ha abierto nuevas perspectivas para el historiador de la vida social y económica. Ahora es posible por primera vez mirar el mundo antiguo bajo un microscopio. Del estudio de miles de casos distintos, se han deducido tendencias generales y se han hecho cálculos estadísticos. Podemos mirar ahora más allá del individuo, a la vida de la sociedad en su conjunto; y con ese cambio de perspectiva, podemos determinar caminos donde las fuentes literarias no nos mostraban ninguno. Por supuesto, esto no significa que se pueda abandonar el estudio de los autores clásicos. Al contrario, se han hecho doblemente valiosos, por la luz que arrojan sobre los nuevos testimonios, y por la luz que reciben de ellos. Para el desarrollo de los hechos históricos, dependemos todavía de las fuentes literarias con sus 6 Política, i, 2, 8. 1252 b. 14
  • 15. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n detalles personales; pero los nuevos descubrimientos les dan una nueva dimensión, en especial en lo relativo al hombre social o «estadístico». De esta forma, se han superado muchos de los prejuicios de nuestras fuentes; y aun cuando sobreviven las presuposiciones del historiador como un residuo indisoluble, el carácter científico, «indiscutible», de los nuevos testimonios controla frecuentemente la respuesta, lo mismo que los materiales de una experiencia de laboratorio. Así, por primera vez en la historia, resulta posible analizar el curso de la decadencia en el mundo romano con algún grado de objetividad. NOTAS SOBRE LECTURAS ADICIONALES Quizá la mejor introducción al problema sea la obra de Gibbon, Decline and Fall of the Roman Empire, capítulos 1-3, con el apéndice incluido después del capítulo 38, [Ed. Castellana: Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano, trad. de José Mor de Fuentes, Barcelona, 1842-47]. Para panoramas recientes de algunas de las muchas soluciones propuestas, véase M. Cary, A History of Rome down to the Time of Constantine, Londres, 1935, págs. 771779 (útil manual sobre la historia de Roma); un artículo de N. H. Baynes en Journal of Roman Studies, 1943, págs. 29-35; M. Rostovtzeff, Social and Economic History of the Roman Empire, 2.ª ed. revisada por P. M. Fraser, Oxford, 1959, vol. I, págs. 502-41 [Ed. castellana: Historia social y económica del Imperio Romano, trad. de Luis López- Ballesteros, 2.ª ed., 2 vol., Espasa-Calpe, Madrid, 1962]; y A. Piganiol, L'empire chrétien (325-95), vol. IV, 2, de la Histoire romaine, de Glotz, París, 1957, págs. 411-22. Los que tengan interés en una discusión detallada desde un punto de vista idealista de la decadencia y la caída, pueden consultar A. J. Toynbee, A Study in History, Oxford, 19341954, 10 volúmenes, vasta obra de las dimensiones de las del siglo XVIII (el cuarto volumen trata específicamente del problema de la decadencia); u Oswald Spengler, The Decline of the West, traducida al inglés por Atkinson, Londres, 1926-8, [Ed. castellana: La decadencia del Occidente, trad. del alemán por Manuel G. Morente, 11' ed., Espasa Calpe, Madrid, 1966], obra que con frecuencia es «mística» y difícil, muchas veces no fiable en cuanto a los hechos, pero siempre inquietante. El punto de vista materialista se encuentra desarrollado en un estudio —poco conocido, pero agudo y significativo— de J. M. Robertson, The Evolution of States, Londres, 1912. Dos estudios recientes: D. Kagan, Decline and Fall of the Roman Empire, Boston, 1962; y M. Chambera, The Fall of Rome; can it be explained?, Nueva York, 1963, contienen selecciones de varios autores sobre este tema, y una bibliografía útil. El tratamiento más conveniente del problema de cómo la idea de Roma, su decadencia y su supervivencia, ha aparecido a los ojos de varias épocas y generaciones se encuentra en un libro alemán de W. Rehm, Der Untergang Roms im abendlandischen Denken: ein Beitrag zur Geschichtsschreibung zum Dekadenzproblem, vol. XVIII de la serie «Das Erbe der Alten», Leipzig, 1930. 15
  • 16. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n Capítulo 2 EL VERANILLO DE LOS ANTONINOS Edward Gibbon, que tomó a la época de los Antoninos como punto de partida para su Decline and Fall of the Roman Empire, creía que los pueblos de Europa nunca fueron más felices que bajo los «cinco buenos Emperadores»: Nerva (96-98 d. de J.C.), Trajano (98-117 d. de J.C.), Adriano (117-38), Antonino Pío (138-61) y Marco Aurelio (161-80). Se puede recurrir en apoyo de esta idea al testimonio contemporáneo. Tertuliano (circa 160 - circa 225 d. de J.C.), nada amigo de la Roma pagana, escribe: Cada día el mundo es más conocido, mejor cultivado y más civilizado que antes. Por todas partes se abren caminos, cada región es conocida, cada país abierto al comercio. Los campos labrados han invadido los bosques; manadas de ganado han echado a las fieras; la misma arena está sembrada, las rocas quebradas, los terrenos pantanosos saneados. Ahora hay tantas ciudades como antes había casuchas. Los arrecifes y los bajíos ya no aterrorizan. Donde hay rasgos de vida humana, hay casas, comunidades y gobiernos bien ordenados1 . No se debe pasar por alto el colorido retórico de este pasaje y de un panegírico como el famoso discurso «De Roma» por Elio Arístides (117-89 d. de J.C.). A primera vista, el Imperio del año 150 d. de J.C. puede reclamar con fuerza que se le considere como el apogeo de la civilización antigua. Una extensa región mediterránea, cuyos centros estaban entrelazados económicamente desde hacía mucho tiempo, había quedado incluida en una sola unidad política. Esta obra había empezado cuando Alejandro Magno llevó a su ejército greco-macedonio a través del Helesponto a derrocar el Imperio persa, y al morir el propio Alejandro diez años después (323 a. de J.C.), dejó detrás de él un mundo de estados nacionales: Macedonia, Egipto, Siria. Y se completó en los siglos I y II a. de J.C., cuando estos estados sucesores cayeron uno tras otro ante los avances de las legiones de la República romana. Los césares consolidaron lo que ganó la República; la Galia, España, Britania y África se añadieron a los estados griegos; y en tiempos de Adriano, el Imperio abarcaba un área de incomparable extensión dentro de un solo sistema económico y político. Al norte encontraba una frontera natural a lo largo del Rhin y del Danubio, ligados entre sí por una línea fortificada de campamentos, el limes, que se extendía desde un punto situado un poco al sur de Colonia hasta un punto al oeste de Regensburgo. En Britania la frontera se definía por una muralla que iba de Bowness-on-Solway a Wallsend-on-Tyne, salvo durante un corto período del siglo II d. de J.C. en que se avanzó a la línea de Forth-Clyde. Más al este, el Imperio se extendió al norte del Danubio para incluir a la Dacia (la moderna Rumania), dejando, sin embargo, un estrecho embudo de territorio sin conquistar entre el Danubio y el Theiss, al noroeste de Singidunum (Belgrado). Al oeste la autoridad de Roma llegó al Atlántico, al este al Eufrates y el desierto; porque los territorios anexionados por Trajano en Armenia y Mesopotamia fueron abandonados de inmediato por su sucesor, Adriano. Al sur, Egipto, la Cirenaica, África, Numidia y Mauritania formaron una cadena continua de provincias desde el Mar Rojo al Atlántico, con el Sahara como límite meridional. Esta región inmensa, dentro de fronteras bien proyectadas, era un solo conjunto económico, capaz — con pocas excepciones— de satisfacer sus propias necesidades. Desde el establecimiento del Principado por Augusto (antes Octaviano) después de la derrota de Marco Antonio en Accio en el año 31 a. de J.C., el Imperio gozó de todos los beneficios de la pax Romana durante casi la cuarta parte de un milenio. Libre de los miedos y las cargas de la guerra extranjera, la gente podía dedicarse a oficios pacíficos: el 1 Tertuliano, de anima, 30. 16
  • 17. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n comercio, la industria, la agricultura. Casi no se conocía la piratería; y por tierra buenos caminos facilitaban los viajes. Cultural y políticamente, el Imperio estaba unido; en Occidente el latín, que progresaba rápidamente por todas partes, y en Oriente el koiné griego, el lenguaje del Nuevo Testamento, proporcionaban a los diversos pueblos un medio común para la comunicación. Y cuando Cicerón (106-43 a. de J.C.) forjó la palabra humanitas —«decencia humana»—, coincidió con una difusión del sentimiento humanitario conectado finalmente con la creencia estoica en la fraternidad entre todos los hombres, cualquiera que fuera su raza o condición. Por fin, con el concepto legal del civis Romanus, el «ciudadano de una ciudad no humilde» que, aunque fuera galo o sirio de nacimiento y disfrutara todavía de su ciudadanía local, era también ciudadano romano a los ojos de la ley, el Imperio produjo una clase de súbditos cuya condición política trascendía las fronteras y las razas. Los cives Romani eran en teoría (y en gran medida, en la práctica), una fuerza que extendía la cultura y la romanización a lo largo de los inmensos territorios gobernados por el emperador; y lo que no es menos importante, la institución de la misma ciudadanía romana, con sus grados cuidadosamente distinguidos y sus vías reconocidas por las que los hombres de las provincias podían subir de un grado a otro, era un instrumento que conducía como meta final a la igualdad e incitaba a los pueblos del Imperio al patriotismo, tanto imperial como municipal. La nueva fuerza y vigor de la vida económica y cultural que siguió al establecimiento de la pax Romana estaba asociada de hecho en todas partes con el aumento en el número de ciudades y con la prosperidad de la burguesía urbana. Este estrato social estaba compuesto en su mayor parte por los soldados y sus descendientes, o derivaba de otros sectores de la clase de ciudadanos-agricultores, de origen romano, griego o a veces no-griego; un porcentaje considerable correspondía a los libertos, la mayoría de nacionalidad griega, que tenían instinto para los negocios y se habían hecho ricos...; y también los caballeros, reclutados en su mayoría en la aristocracia municipal, que a su vez se aproximaba a la burguesía, podían incluirse en esta clase. Fue, entonces, esta activa sección de negocios de la comunidad, profundamente interesada en la industria y el comercio, la que creció en importancia 2 . Esta burguesía urbana fue el instrumento de la extensión de la vida ciudadana por las nuevas regiones de Britania, por el norte y el centro de la Galia y por España, donde hasta entonces la vida había estado organizada fundamentalmente en tribus o cantones. En el siglo III a. de J.C., después de Alejandro, la burguesía griega había poblado con ciudades griegas el Cercano y Medio Oriente, extendiendo la cultura y los valores helénicos hasta el Indo y el Yaxartes. Las ciudades del mundo helenístico eran grandes, aun medidas según las pautas modernas. En los años 6- 7 d. de J.C. Apamea en Siria tenía una población de 117.000 ciudadanos plenos, de forma que su población total bien podría haber alcanzado la cifra de 500.000. La misma cifra alcanzarían probablemente Antioquía y Alejandría, y eran corrientes las ciudades de más de 100.000 habitantes. Este logro fue duplicado en Occidente por la burguesía italiana, dirigida y ayudada por los emperadores, que así continuaban la obra civilizadora de los reyes helenísticos. Su ayuda y dirección se desarrollarían posteriormente tanto en Oriente como en Occidente. En las ciudades de la parte oriental del Imperio, el establecimiento del Principado se caracterizó por la aparición de nuevos edificios, el resurgir de los festivales y el restablecimiento de las acuñaciones locales. Pero aún más notable —en especial bajo los emperadores Flavios (69-96 d. de J.C.), quienes hasta cierto grado reaccionaban contra el filohelenismo de sus predecesores— fue la rápida civilización de las tierras más nuevas de Occidente. La romanización se manifestó pronto en la creación de ciudades como Timgad (Thamugus) en el Norte de África; Caerwent, Cirencéster, Londres y Colchester, en Britania; Autun y Vaison en la Galia, y Tréveris y Hed- dernheim (cerca de Francfort del Main) en la Germania romana. Estas ciudades, que varían en extensión de 8 a 200 hectáreas, tenían cada una su foro y sus edificios públicos, bien proyectados y cómodos, con tiendas y bloques residenciales y, por regla general, baños públicos y teatros. Trajeron una nueva vida a 2 F. Oertel en Cambridge Ancient History, vol. X (1934), p. 388. 17
  • 18. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n países como Galia y Britania, que hasta entonces no conocían nada mejor que los escuálidos poblados de la cultura de La Tène3 . En todo esto había algo de improvisación. En Oriente y Occidente encontramos consejos provinciales establecidos como centros para la adoración de los emperadores y la extensión de la romanización; pero sobre todo en Oriente, donde ya existían consejos antes de la conquista romana, ahora éstos se adaptaron a los propósitos romanos. Sin duda, no había uniformidad. Merece nuestra atención, sin embargo, una tendencia significativa. Dentro de las provincias occidentales, siguiendo el modelo de Roma y los pueblos de Italia, las ciudades estaban bajo el gobierno de magistrados elegidos anualmente y de un Senado todopoderoso, cuyos miembros eran designados con carácter vitalicio; la asamblea primaria tenía poca importancia, y el gobierno era oligárquico. Pero ahora, bajo el Imperio, también en Oriente, siguiendo un proceso ya perceptible en tiempos helenísticos, las viejas formas municipales democráticas cedían poco a poco ante el gobierno según el modelo occidental, transformación que produjo un doble resultado: el poder quedó firmemente establecido en manos de las clases propietarias, y al mismo tiempo se abrió camino para la intervención burocrática posterior. La alta clase municipal y provincial, fortalecida de esta forma, había llegado al poder debido a la decadencia del Senado romano, limitado en número, y de la clase aristocrática senatorial de terratenientes romanos, que fueron vencidos en las guerras civiles por una coalición entre el ejército profesional y la burguesía de Italia, y que después fueron casi exterminados bajo el terror de la dinastía julioclaudiana de Tiberio a Nerón (14-68 d. de J.C.). Durante los dos primeros siglos de nuestra era, las clases altas italianas y provinciales actuaban en alianza directa con los emperadores para romanizar y desarrollar las provincias occidentales. Pero es digno de mención que, a pesar de este apoyo imperial, la urbanización nunca llegó a ser tan intensa como la ola anterior, helenística; y económicamente el Occidente quedó muy atrasado con respecto a las provincias de Asia Menor y Siria. Al fin, este factor demostró tener vital importancia, porque significaba que Oriente quedaría más unido, más vigoroso y más rico que Occidente, además de resultar físicamente más difícil de ocupar por un ejército invasor4 . Un rasgo notable del crecimiento de la burguesía bajo el temprano Imperio fue el papel que desempeñaba el Estado. Bien fuera, como opina un historiador5 , porque al haber heredado un aparato estatal que no era suficiente para la tarea de organizar un imperio, Augusto escogió el camino más fácil, o porque, después de la crisis del siglo anterior, creía sinceramente que una política de laissez faire daría a la lastimada economía del Imperio una oportunidad de restablecerse bajo las favorables condiciones de la pax Romana, el hecho es que Augusto y sus sucesores limitaron la tarea del Estado a la de «guardián de noche» de los hombres de negocios. De esta manera, la revitalización del comercio y la industria se llevó a cabo bajo la égida de la empresa privada. De hecho, en todo el sector económico, quizá la única excepción a esta regla fueran las minas; y aunque el Imperio comenzó a adueñarse de ellas bajo Tiberio (14-37 d. de J.C.), su explotación se alquilaba muchas veces a compañías contratistas o, como en Vipasca en Portugal, las trabajaban pequeños grupos de contratistas que explotaban sus propias concesiones. Fuera de eso, reinaba la política de laisser /aire. Incluso en Egipto, el clásico lugar del control estatal, se produjo algún relajamiento en la centralización de la economía; y el suministro de trigo, del que dependía Roma para subsistir, estaba asegurado por navieros privados, navicularii, a quienes se ofrecían concesiones especiales si se comprometían a trabajar para el gobierno. Es verdad que el Estado tenía un interés indirecto en el comercio, por cuanto cobraba impuestos de sus ganancias. Tarifas aduaneras de frontera, octrois y peajes eran útiles fuentes de ingresos que no impedían demasiado el comercio; pero incluso la recaudación de estos impuestos fue arrendada a compañías. Con la construcción de caminos, con piedras miliarias, rompeolas de puertos, muelles, faros, puentes y canales, el gobierno imperial apoyaba la apertura de nuevas rutas comerciales, y enviaba a soldados romanos para proteger los puntos claves. Pero las grandes 3 La cultura pre-romana de la Edad del Hierro en Europa desde el 500 a. de J.C. aproximadamente se suele denominar La Tène por el lugar de Suiza donde ha sido estudiada con más extensión. 4 Cf. J. B. Bury, Quart. Rey. cxcii, 100, 147. 5 F. M. Heichelheim, Wirtschaftsgeschichte des Altertums, vol. I, Leiden, 1938, p. 674. 18
  • 19. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n ganancias eran para el empresario individual, y Plinio podía observar sarcásticamente que se habían corrompido las mismas normas militares con la promesa de perfumes al que se embarcara en las campañas que conquistaron al mundo6 . Naturalmente, una parte importante de este programa consistía en la provisión de un sólido sistema monetario; y el aureus de oro, que pesaba alrededor de 1/40 de una libra7 y que fue acuñado por primera vez en grandes cantidades por Julio César, rápidamente llegó a ser la moneda más importante del Imperio, y gozaba de buena reputación en todas las zonas del mundo donde existía una economía monetaria. Se han encontrado aurei de los principios del Imperio en lugares tan lejanos como Escandinavia, Siberia, la India, Ceilán, el África Sudoriental, e incluso la China —hallazgos significativos que comentan por sí solos la extensión del comercio a lo largo de este período. Las distintas provincias variaban considerablemente en su participación en esta prosperidad. Italia, el corazón del Imperio y la zona más avanzada económicamente, representó durante cierto tiempo el punto central de toda la región mediterránea, y disfrutó de un comercio especialmente floreciente con las provincias recién integradas del Norte y del Occidente. Sus abundantes provisiones de pescado, carne, fruta, queso, madera, piedra y hierro se intercambiaban profusamente dentro de la península. Aún más importante fue la organización de modo capitalista —con la ayuda del trabajo de esclavos— de la producción de vino y aceite para la exportación, sobre todo a las provincias del norte y el oeste de la frontera del Danubio, a Germania, la Galia, España y África; y a esta exportación se añadía también la artesanía fina de las fábricas de textiles de Campania y del Sur de Italia, los artículos de bronce y cristalería de Campania y la cerámica esmaltada en rojo, fabricada en serie, de los hornos de Arezzo. La mayor parte de estos productos pasaban por la ciudad de Aquileya, que prosperó en esta época, no sólo por su industria nativa del ámbar, sino también por el comercio de tránsito dirigido por casas de mercaderes bien conocidas, como las de los Barbii y los Statii, que despachaban mercancías italianas y ultramarinas al Danubio y a Istria a cambio de esclavos, ganado, cuero, cera, queso, miel u otras mercancías de primera necesidad, y de lana y hierro de Nora. Más al sur, la extensión del comercio de exportación italiano se encuentra reflejada en las casas ricas y bien construidas de los comerciantes acomodados de Pompeya y Aquileya. A cambio Italia recibía artículos de lujo de todas las zonas del Imperio y de fuera de él. Para las provincias orientales, la pax Augusta trajo un descanso de las guerras y una prosperidad renovada. Egipto, el granero de Roma, alimentaba a la población de la capital durante cuatro meses cada año. Los mármoles finos de las provincias se transportaban en barco a través del mar, e incluso las arenas del Nilo iban a empolvar los pisos de las escuelas del combate cuerpo a cuerpo. Junto al grano, el principal producto de exportación de Egipto era el papiro, que fue prácticamente la única fuente de papel en el mundo antiguo. Bajo el Imperio, como bajo los Tolomeos (323-30 a. de J.C.), la producción de papiro era un monopolio del Estado; y el deseo de hacerlo lo más provechoso posible condujo a una práctica muy conocida en nuestra época, que se ha acostumbrado a la paradoja de la escasez provocada artificialmente. Estrabón dice de los funcionarios del Estado en las zonas del Delta productoras de papiro que: algunos de los que quieren aumentar las ganancias adoptan la astuta práctica de los judíos, que éstos inventaron en el caso de la palma; porque se niegan a dejar crecer el papiro en muchos sitios, y a causa de la escasez, lo ponen a un precio más alto y aumentan de esta forma las ganancias, aunque limitan el uso común de la planta 8 . De este pasaje se deduce con claridad que en Egipto el monopolio estatal había alcanzado un grado máximo de organización. Además de su importancia como fuente de materias primas, Egipto producía también una gran variedad de mercancías industriales. 6 Plinio, Hist. nat., XIII, 23. 7 La libra romana pesaba 327,45 gramos ó 0,721 de la libra avoirdupois (libra de 16 onzas que representa la unidad del sistema de pesos vigente en Inglaterra y EE.UU.). 8 XVII, 80. 19
  • 20. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n Los talleres de Alejandría fabricaban toda clase de cristalería, barata o cara, junto a perlas falsas y piedras preciosas fabricadas con pasta. La industria textil, aunque estaba organizada sobre la base de la artesanía individual, producía para la exportación masiva; no sólo fabricaban aún las finas telas de lino, de que tenía fama Egipto desde hacía mucho tiempo, sino también tipos especiales de ropa para los nativos de la Somalía, igual que las fábricas de Lancashire producen en la actualidad telas especiales en diseño y calidad para exportar a la India y a Ghana. Por fin, los artículos de metal de Egipto se vendían fácilmente en todas partes; se han encontrado ejemplares en excavaciones incluso en el sur de Rusia y en la India. Los textiles de Egipto tenían un rival cercano en las telas de lana y lino y las sedas de Siria. Aquí la famosa púrpura, extraída del múrice, daba a los productos sirios una ventaja natural por encima de todos sus rivales. Estrabón 9 se refiere a las incontables tintorerías, en especial las de Tiro «de las que la ciudad, a la vez que se convertía en un lugar muy desagradable para vivir, se hacía rica». Fue en Siria también, como cuenta Plinio10 , donde se inventó la fabricación de vidrio, en el primer siglo de nuestra era. La cristalería de Ennio de Sidón era renombrada por todas partes, y se han hallado ejemplares en Egipto, Chipre, Italia y el sur de Rusia. Es posible que Ennio estableciera una sucursal en Roma, y quizá trasladara finalmente su empresa a esta ciudad. Sin embargo, Siria no dependía principalmente de sus productos manufacturados. Igualmente importantes para el intercambio eran los productos de la tierra rica y bien regada: excelentes vinos, fruta, aceitunas, ciruelas, higos y dátiles. En una región que dependía de la conservación del agua de lluvia, un complicado sistema de cisternas, acequias, presas y túneles asegu- raba cosechas abundantes en zonas que hoy son inhabitables por el abandono en que se encuentran. Aquí se tomaba en serio e] comercio. Según el Talmud, se rezaban oraciones —aun el día del Sábado— si caía el precio del vino y del aceite a un 60 por 100 de su precio normal en el mercado. Siria y Palestina estaban situadas de forma especialmente favorable para el comercio exterior. Antioquía con su puerto de Seleuceia-en-Pieria estaba conectada con todas las regiones del Mediterráneo, y había heredado algo del viejo comercio de transporte fenicio por mar. Siria también sacaba provecho de su posición en el cruce de algunas de las más importantes rutas de caravanas con Oriente, que le permitían mantener relaciones comerciales con países tan lejanos como la India, Siam y la China. Asia Menor se beneficiaba también del tránsito comercial entre Oriente y Occidente; y en esta región, aún más que en Siria (y en contraste con Egipto), los centros industriales se esparcían por toda la región. Todas las provincias de esta península muestran, por sus inscripciones, cuánto ganaban con la pax Augusta. Pocas provincias podían haber sufrido tan cruelmente las iniquidades de la explotación económica romana bajo la República. La economía cuidadosamente equilibrada de la monarquía de Pérgamo se había roto debido al sistema de dejar en arriendo la recaudación de impuestos por contratos de cinco años. El enojo largamente reprimido de los provincianos estalló vengativamente en una masacre de italianos en un número estimado entre 80.000 y 150.000; y la colonización de Sila había significado la esclavización de nuevo de los que habían afirmado su libertad, además de masacres y una indemnización salvaje, que empujó a los provincianos a caer en manos de los prestamistas, quienes muchas veces eran los mismos recaudadores de impuestos. Poco después, la provincia sufrió severamente las devastaciones de los piratas, una plaga endémica por las costas de Cilicia que se había desarrollado debido a la indiferencia del Senado y la conveniencia de los italianos traficantes de esclavos. Más de 400 ciudades e islas habían caído en manos de los piratas antes de que despertara el Senado y enviara a Pompeyo a dominarlos. Mientras tanto, la recogida de impuestos quedó en manos de los recaudadores hasta los tiempos de César. Para esta región infeliz, el Imperio trajo un alivio y una prosperidad que se refleja en las inscripciones. Entre las materias exportadas se encontraban el vino, las uvas pasas, los higos secos, la miel, las trufas, el queso, el atún salado, la madera, las drogas, diversos metales y una gran variedad de mármoles y piedras preciosas. Sobre todo, Asia Menor se unía con Egipto y Siria en el mercado mundial de textiles; las lanas finas de las famosas razas de ganado de Mileto, y la lana negra lustrosa de Laodecia, las sedas de Cos, los bordados y tapices de Lidia, las chaquetas de pelo de cabra de Cilicia, los linos de Tasso, y las alfombras 9 XVI, 757. 10 Hist. nat., XXXVI 191. 20
  • 21. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n y tapetes anatolianos tenían fama en todo el mundo romano. También es interesante la estructura de esta industria. Aunque encontramos a siervos y a arrendatarios labrando la tierra, el obrero industrial es normalmente libre —un contraste significativo con Italia donde, como veremos, la industria hacía uso abundante de la mano de obra esclava. En contraste con estas regiones, Grecia es un caso triste. Como campo de batalla de los ejércitos romanos desde los tiempos de las guerras contra Filipo V de Macedonia, a fines del siglo III y comienzos del siglo II a. de J.C., hasta la época de las guerras contra Mitrídates del Ponto en el siglo I a. de J.C., Grecia se había hundido y no quedaba más que la sombra del país antiguo. Escribiendo en el siglo II a. de J.C., Polibio describe la ruina de su patria, la disminución de la natalidad «por cuya causa las ciudades se han quedado desiertas y la tierra ha dejado de dar su fruto»11 ; y más tarde, las guerras contra Mitrídates del siglo I dieron nuevos golpes al país. No es fácil determinar hasta dónde había llegado la decadencia económica en tiempos del Principado. Pero las fuentes literarias —quizá no sin alguna exageración retórica— nos presentan un cuadro lúgubre. Servio Sulpicio, escribiendo a Cicerón, habla de Egina, Megara, Corinto y Pireo como oppidum cadavera, cadáveres de ciudades; y Séneca el Joven sugiere que habían desaparecido los mismos cimientos de algunas ciudades aqueas. Cerca del año 100 d. de J.C., Dión de Prusa (Crisóstomo) escribe de una ciudad eubea (quizá imaginaria) donde se había permitido que las dos terceras partes de su tierra se convirtieran en desierto. Por excesivas que sean estas descripciones, sugieren que la recuperación bajo la pax Augusta no fue suficiente para restaurar la prosperidad griega. Grecia aún exportaba aceite (del Ática) y vino (de Chíos y Lesbos), además de ganado, y miel y mármoles de Himeto; pero, como Italia, que también estaba organizada para la exportación, tenía que traer del exterior el trigo para el consumo básico. En general, la descripción presentada por los escritores del Imperio y por los descubrimientos de la arqueología, refleja la debilidad económica y la existencia de riqueza y pobreza extremas combinadas con el mal estado de las finanzas en las ciudades. Las consecuencias de la pax Augusta no fueron despreciables; pero fueron menos notables que en la mayoría de las provincias, debido a que la decadencia estaba ya muy avanzada. Cuando volvemos a las provincias occidentales, que se habían asimilado en tiempos más recientes al sistema del comercio mundial, la impresión que recibimos es más sorprendente. Porque aquí no sólo se trata de devolverles la prosperidad, sino de crear realmente ríos de nueva vida. La Galia Narbonesa — Provenza y Languedoc había sido durante mucho tiempo una segunda Italia, con una prosperidad basada en el cultivo intensivo de la viña y del olivo. Ahora la Galia del Norte entró en el campo del comercio, y sus anchos y fértiles sembrados de trigo ayudaban a proveer a la capital, mientras de forma regular se importaban en Italia los productos de su ganadería. También la madera permitía una exportación importante. Los madereros que trabajaban los bosques que todavía cubrían una gran parte del país, construían balsas, y los troncos flotaban por los anchos ríos de Francia, para llegar finalmente a Italia y Roma, donde servían de leña para calentar entre 800 y 900 baños públicos. Pero la característica más significativa de la economía de la Galia durante los primeros tiempos del Imperio es el crecimiento y poder fenomenal de sus industrias, que se convirtieron rápidamente en serios competidores en el mercado mundial. No sólo sus textiles —telas de lana y lino, fabricadas fundamentalmente por la industria doméstica a partir de las abundantes existencias locales de lana y fibra de lino— sino también su cerámica adquirieron una posición dominante en el mercado; vale la pena señalar que entre los descubrimientos de Pompeya había una caja de cerámica de la Galia central aún sin abrir en el momento de la catástrofe. Ya en el año 79 d. de J.C., la Galia había empezado a desplazar del mercado italiano la producción local. También en la producción de objetos de metal se hicieron grandes avances. El estañado del bronce fue una invención gala, y el plateado se practicaba en Alesia antes de la conquista romana; más tarde los artículos de latón de las Ardenas desplazaron en cierta medida al bronce, y la cristalería de Arlés y de Lyon, y después de Colonia, era famosa en todo el Occidente. Sin duda los italianos del norte y los romanos llegados a la Galia estimularon mucho el desarrollo de esta actividad. Se habían asegurado los pasos de montaña, y las tribus alpinas estaban pacificadas; y si podemos creer a Cicerón, a fines de la 11 Hist., XXXVI, 17. 21
  • 22. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n República la Galia estaba llena de ciudadanos romanos, de comerciantes y recaudadores de impuestos, los cuales —según sugiere este autor— controlaban la mayor parte de la economía de la zona12 . Britania, que sólo fue incluida en el Imperio después de la invasión de Claudio en el año 43 d. de J.C., permaneció durante muchos años como productora de materias primas, comprando sus productos manufacturados —vino, aceite, artículos de bronce, cerámica y cristalería— a las regiones más viejas, y exportando a cambio trigo, ganado y minerales —oro, plata, hierro, estaño y plomo—, cuero, perros de caza, y sobre todo esclavos. Las tres legiones y sus tropas auxiliares estacionadas en las islas exigían la importación de muchos bienes, que sin duda parecerían raros al principio a los nativos; pero además satisfacían muchas de sus necesidades con las industrias legionarias, como los hornos del ejército en Holt, en Denbighshire, cuyos productos eran complementarios de la cerámica roja importada. Britania era una región relativamente atrasada; pero incluso esta provincia remota se había vuelto prácticamente auto- suficiente en todo, salvo vino y aceite, a fines del primer siglo de nuestra era. También España tenía minas importantes en Sierra Morena y en Galicia. Aunque en el siglo II a. de J.C. eran de propiedad pública, ya estaban en manos de particulares cuando las describió Estrabón durante el Principado de Augusto; no obstante, parece que desde los tiempos de Tiberio pasaron a ser otra vez propiedad imperial, y se explotaban mediante contrata a empresarios o directamente por funcionarios imperiales. Se ha estimado que las minas de plata de Cartagena producían anualmente por sí solas unas ocho toneladas y un tercio. Además, España exportaba una variedad de productos agrícolas e industriales. De Andalucía venían trigo, vino, aceite de oliva, cera, miel, pez, tintes y el famoso pescado en escabeche y extracto de pescado; y de otras zonas de España, esparto, hilo y telas de lino, lanas y productos de acero forjado. Pero de todos estos bienes, el aceite de oliva y el vino ocupaban el lugar preeminente. Se ha demostrado que el Monte Testaccio, un enorme montón de cerámica rota junto al emporio del Tíber en Roma, de 42,8 m. de altura y 914,4 m. de circunferencia, está formado por fragmentos de unos 40 millones de jarras procedentes de España, cada una de las cuales contenía originalmente unos 42 litros de vino o aceite. Esta es una prueba concreta y sorprendente del éxito de los productores españoles de vino y aceite en apoderarse del mercado romano en los primeros años del Imperio. En conjunto, la península gozaba de una gran prosperidad; sus ciudades crecían en número de habitantes y en tamaño, y con ellas crecían también las clases comerciantes. Según Estrabón, Gades (Cádiz) era la segunda ciudad del Imperio, y en número de capitalistas sólo la igualaba la ciudad de Patavium (Padua). Las demás provincias occidentales, Sicilia y África, se dedicaban, como Egipto, a la producción y la exportación de trigo. Sin la provisión regular de unos 17 millones de bushels* de trigo al año (de los que al parecer Egipto suministraba cinco; África, 10; y Sicilia, quizá dos), Roma no podía existir; más adelante examinaremos la organización del tráfico del trigo bajo la dirección de un departamento del gobierno, que arrendaba el embarque a contratistas particulares. Además, Sicilia producía ganado. Pero, como provincia romana más vieja, Sicilia tenía menos que ganar de la paz de Augusto que España, la Galia y Britania, y su economía estaba bastante atrasada por la existencia de amplios latifundios en manos de senadores que vivían en Roma. Ni aquí ni en África existía una industria de importancia; de hecho, la lana africana fue la única mercancía que consiguió una reputación internacional. Siguiendo en importancia al trigo, venía la exportación africana de aceite de oliva; y además, la provincia cultivaba muchas clases de frutas —dátiles, higos, granadas— lo mismo que viñas y plantas leguminosas. De Mauritania venían madera de cidro, piedras preciosas, perlas y marfil, y fieras para el circo romano. Finalmente, para completar este rápido panorama, las provincias fronterizas del norte, que corresponden a la moderna Suiza, el Tirol y los estados del Danubio, eran una fuente de minerales y tenían un amplio comercio a través de Aquileya, que mantenía la misma relación con estas regiones que hoy tiene Trieste. Tales detalles, de los que por razones de espacio nos vemos limitados a una selección mínima, se combinan para presentar la descripción de un inundo unido, en un grado desconocido hasta entonces, por el intercambio intensivo de toda clase de productos básicos y de artículos manufacturados, incluyendo los cuatro artículos fundamentales del comercio: grano, vino, aceite y esclavos. Este comercio se apoyaba en 12 Cicerón, pro Fonteio, 11-12. * Bushel: Medida de áridos que en Inglaterra equivale a 36,367 libras. De acuerdo con esta proporción, la provisión regular citada en el texto correspondería a 618 millones de litros de trigo al año, de los que Egipto suministraría unos 182, África 363 y Sicilia quizá 73 (N. del T.) 22
  • 23. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n un sistema de comunicaciones de una eficacia que no se volvió a alcanzar hasta unos mil doscientos años después de la caída de Roma. Por todas las zonas del Imperio y también fuera de él, en países como Partia, había una red bien organizada de ríos, de carreteras militares que conectaban los puestos fronterizos, los centros legionarios, las capitales de provincias y la misma Roma, y de canales como los del Rhin al Mar del Norte o del Mar Rojo al Nilo. Ferias y mercados impulsaban el intercambio cultural y económico. Había posadas y conducciones de agua, flotillas de río y de mar destinadas a la protección policial, y una fuerza de policía de tierra para proteger al comerciante del bandolerismo, que al este llegaba a países tan lejanos como la India. Por último, los dos imperios, romano y parto, tenían un servicio de correos estatal que cubría hasta 68 kilómetros al día. El importante comercio con el Lejano Oriente seguía las rutas de caravanas del Asia central, que llegaban al Mediterráneo a través de Arabia y la ciudad de piedra de Petra, o río arriba por el Eufrates por el camino de Palmira a Damasco; y el puerto de Alejandría Charax, en la desembocadura del Tigris, al que llegaban mercancías embarcadas de la India, era el punto final de muchas rutas del Mediterráneo, Armenia y Asia Menor. Pero hay algunos indicios de que, para evitar que se enriqueciera Partia, los romanos preferían una ruta más al Norte, a través del río Oxus, el Caspio y el Cáucaso, para desembocar en las riberas del Mar Negro. Después de que Híppalo, un capitán de navío griego, descubriera los monzones, alrededor del año 100 a. de J.C., fue posible salir de Puteoli en el mes de mayo con las naves egipcias de trigo, y siguiendo en barco por el Nilo y por caravana al Mar Rojo, navegar directamente hasta la costa Malabar, llegando, con buenos vientos, alrededor de dieciséis semanas después de partir de Italia; y aprovechando el monzón del Nordeste el siguiente noviembre o diciembre, se podría completar el viaje de ida y vuelta en el plazo de un año — ¡tan cerca, añade Plinio, había traído la codicia a la India!13 . La India no sólo estaba conectada con -Roma por este comercio itinerante. Excavaciones recientes en la costa de Coromandel, en Arikamedu, han revelado los restos de una estación mercantil que data del primer siglo de nuestra era. El tonelaje de los barcos empleados en este comercio es un tema de contro- versia; pero los estudios más recientes sugieren que los barcos de la excelente flota alejandrina de trigo llevaban de 1.200 a 1.300 toneladas de grano, y que los buques de carga ordinarios podían transportar hasta 340 toneladas14 . La posición de la ciudad de Roma dentro de este sistema era algo peculiar, debido al desarrollo histórico de la República tardía. La adquisición de un imperio oriental beneficioso en el siglo II a. de J.C. se había pagado con la ruina de la agricultura italiana. La guerra de dieciséis años con Aníbal en Italia (218-202 a. de J.C.), ya había devastado el campo italiano. En el curso de la guerra, el sur de Italia se había pasado al enemigo, una defección que castigaron los romanos con la destrucción de unas 400 aldeas. Aníbal se vio empujado a su vez a una política semejante, y por ello grandes zonas de Italia quedaron devastadas. Después de la guerra las confiscaciones y la práctica de alquilar para pastoreo los territorios despoblados, sobre todo en el sur, cambiaron el aspecto del campo. Mientras tanto el pequeño agricultor se había arruinado. Al regresar de las legiones y encontrar incendiada su granja, no tenía ni el ánimo ni el dinero para empezar a cultivar de nuevo, y con bastante frecuencia vendió sus terrenos al terrateniente local o a algún especulador de la capital. Los agricultores con derecho de ciudadanía cedían ante los latifundios trabajados por esclavos, y los campesinos desposeídos se desplazaron hacia Roma, donde desempeñaron el papel de potenciales creadores de disturbios en los conflictos entre la oligarquía reinante y los populares como Mario y César, quienes trataban de alcanzar el poder personal. Mientras tanto, los ricos traficaban en bienes raíces, y las mayores fortunas del siglo II tuvieron probablemente este origen. Hasta cierto punto este movimiento se cortó durante el siglo siguiente. En varias ocasiones desde los tiempos de Tiberio Graco (133 a. de J.C.) se repartieron tierras que sirvieron para asentar a muchos labradores; la tendencia a la miseria urbana, sobre todo en el caso de veteranos retirados, fue detenida por 13 Hist. nat., VI, 101 ss. 14 Des Noëttes, De la marine antique á la marine moderne (1935), p. 70, argumentaba que los barcos romanos eran en su mayor parte bastante pequeños, de menos de 100 toneladas; para cifras más altas y más convincentes, véase L. Casson, The Ancient Mariners (Londres, 1954), p. 215; Studi in onore di A. Calderini e R. Paribeni, I (Milán, 1956), p. 231-8. 23
  • 24. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n Sila, y más tarde por César, Octaviano y Antonio. De hecho se ha calculado que entre Antonio y Octaviano (si incluimos los repartos de tierra de Octavia-no después de convertirse en Augusto), transformaron a 300.000 soldados en colonos, aunque no todo fue ganancia neta, porque muchos recibieron parcelas cuyos dueños fueron desposeídos y arrojados al otro lado del mar. Parece seguro que los latifundios no representaron la forma habitual de tenencia durante el último siglo de la República y el primer siglo del Principado; si las grandes propiedades avanzaron algo en estos tiempos, fue en las regiones montañosas más que en los valles fértiles. De todos modos, a pesar del éxito parcial de este desarrollo de las pequeñas posesiones, no tuvo mucho efecto sobre la población de Roma. Allí la muchedumbre, gobernante nominal del Imperio, tenía que ser acallada cada vez más con regalos de trigo barato y con fiestas elaboradas y caras, pagadas por los políticos que buscaban su apoyo; y al otro extremo de la escala social, estos mismos políticos consideraban indispensable acumular una fortuna suficiente para estas maniobras durante los años que pasaban fuera de Roma, gobernando una provincia al servicio del Estado. Las cifras fantásticas del botín conseguido por Julio César —25 millones de sestercios en España, cautivos que valían 100 millones de denarios en la Galia15 , y tanto oro que, vendido en el mercado, hizo bajar el precio de este metal una sexta parte— pueden dar «el ejemplo más feo en la historia romana de saqueo de las provincias para ganancia personal»16 ; pero sólo se diferencia en su cantidad de las ganancias de decenas de gobernadores compañeros de César y generales rivales. Así, de una u otra manera, las provincias se encontraron obligadas a cargar con todo el peso de una oligarquía despilfarradora y un populacho anormalmente crecido y degradado —los dos componentes en los que la masa antes homogénea de campesinos-soldados se había dividido por la acción catalítica de las guerras y la conquista imperial. Los sentimientos de los provincianos no podían ocultarse. Cicerón escribe: Caballeros, las palabras no pueden expresar cuán amargamente somos odiados entre las naciones extranjeras a causa del comportamiento violento y perverso de los hombres a quienes en años recientes hemos mandado a gobernarlos. Porque en aquellos países, ¿qué templo ha sido considerado sagrado por nuestros magistrados, qué Estado inviolable, qué hogar suficientemente protegido por sus puertas cerradas? Ellos sólo buscan ricas y florecientes ciudades para encontrar ocasión de hacerles la guerra y así satisfacer su codicia de botín17 . El establecimiento del Principado cambió la forma, pero no el hecho de este flujo de riqueza de las provincias hacia la ciudad que era como una sanguijuela en el corazón del Imperio. Las enormes fincas imperiales de Egipto, heredadas de los Tolomeos, representaban un constante subsidio que fluía hacia el centro; y ya hemos visto cómo se importaba el trigo de Egipto, África, la Galia y Sicilia para mantener a la población romana. Este sistema plantea la cuestión de la balanza comercial. ¿Hasta qué punto pagaba Roma (y, por extensión, Italia) la importación de trigo y artículos de lujo con exportaciones romanas e italianas? En Estrabón18 encontramos una descripción de barcos que vuelven vacíos hacia Egipto desde Puteoli, que era principalmente un puerto de exportación que servía a las regiones ricas de Campania. Y aunque esta descripción en sí misma puede no ser concluyente, puesto que Italia exportaba principalmente al Norte y al Occidente, Plinio19 afirma que la India, China y Arabia obtenían una suma anual de 100 millones de sestercios del Imperio, declaración confirmada por el descubrimiento de numerosos aurei romanos en todas las zonas de la India, e incluso en Ceilán y en China. Ahora bien, los productos de Oriente eran principalmente artículos de lujo que encontraban su mercado normal en Roma —bailarinas, papagayos, ébano, marfil, perlas y piedras preciosas, especias, sedas y drogas— y podría suponerse que las monedas que iban a Oriente estaban destinadas al pago de las mercancías que venían a la capital. 15 Había cuatro sestercios (sestertii) en el denarius, y bajo Augusto el denarius pesaba 1/84 de una libra romana. Un aureus valía 25 denarii. 16 T. Frank, Economic Survey of Ancient Rome, I, p. 325. 17 Cicerón, pro lege Manilia, 65. 18 XVII, 793. 19 Hist. nat., 84. 24
  • 25. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n Esta demanda del Lejano Oriente de aurei romanos se ha explicado como un tributo a la excelencia y fiabilidad de esa moneda. Pero tal vez una razón igualmente válida sea que las dificultades del transporte y la estructura de las sociedades del Lejano Oriente hacían imposible equilibrar el costo de estos lujos con los productos de la industria en serie o la agricultura. En consecuencia, a pesar del comercio que implica la estación en Arikamedu, el intercambio con el Oriente significaba un constante derrame de metal del Imperio, lo que resultó un factor importante en la evolución que examinaremos muy pronto. Mientras tanto, a pesar de la fenomenal expansión del comercio y de la industria, la gran mayoría de la población del Imperio se dedicaba todavía al cultivo de la tierra. La agricultura siguió siendo durante toda la antigüedad la actividad económica más habitual y más típica, y la tierra la forma más importante de riqueza. Pero ahora la ciencia agrícola de Grecia se aplicaba a aumentar la productividad. En todas las nuevas provincias occidentales se establecieron granjas para suministrar al mercado. En el año 33 d. de J.C., Tiberio impuso una costumbre para los emperadores posteriores al prestar 100 millones de sestercios para aliviar una crisis agrícola. Bajo tales estímulos y las condiciones favorables de paz, surgieron en todas las regiones bajo control romano villas bien parecidas, con pavimentos de mosaico, y donde el clima lo exigía, con hipocaustos para la calefacción central. De esta manera, la cultura de Grecia y de Roma empezó a penetrar incluso en las zonas rurales de España y de Brítania. La consolidación del comercio mundial conducía inevitablemente a un intercambio de experiencias entre los diversos pueblos e individuos del Imperio, a una disolución de la estrechez e intolerancia provinciales y a una nivelación general de las costumbres y los modos de comportamiento. A este proceso contribuía —y no en el menor grado— el ejército permanente de 250.000 a 300.000 hombres que estaban de guardia a lo largo de la frontera de 6.400 kilómetros al norte y al este, baluarte contra los bárbaros extranjeros. Según la ordenación de Augusto, de un total de 25 legiones, ocho estaban estacionadas a lo largo del Rhin, siete en las regiones danubianas de Panonia, Dalmacia e Iliria, cuatro en Siria para vigilar a los partos, dos en Egipto, una en Numidia para detener a los nómadas del desierto, y tres en España. Las legiones, que estaban basadas en el alistamiento de larga duración de voluntarios, y tenían cada una un número remanente y un título distintivo, desarrollaron historias y tradiciones regimentales; y aunque el plan original de alistar para las legiones solamente en Italia se había roto (fundamentalmente por razones financieras) en época tan temprana como la de Tiberio (14-37 d. de J.C.), de manera que se aceptaron voluntarios de las provincias, y aunque desde el principio las tropas auxiliares se reclutaban entre los no-ciudadanos de las regiones menos cultas del norte de la Galia, la meseta española, Tracia, Batavia y otras zonas— el mismo servicio militar demostró ser un sistema de educación y una fuerza para la romanización. Además, después de que se vio con claridad, desde la guerra civil del año 69 d. de J.C., lo peligrosas que podían resultar las tropas nativas que servían bajo el mando de oficiales nativos en su propio país, Vespasiano adoptó la política de destinar a las tropas auxiliares a zonas distintas a su país de origen, y este mismo movimiento de tropas actuó como un fermento constante de las masas. El visitante actual de Housesteads Camp en la muralla romana en Northumberland puede leer la dedicatoria de los soldados tungros (de Bélgica) a sus dioses teutónicos, y contemplar una prueba concreta de lo que significaba este intercambio de experiencias en la vida del Imperio. Así fue el Imperio en su momento de esplendor. Y ahora nos encontramos frente a nuestro problema. Lo que debemos preguntar es: ¿Por qué, pasados cien años, esta vigorosa y complicada estructura dejó de funcionar como una empresa en marcha? ¿Por qué no siguió una línea recta ascendente de progreso desde los tiempos de Adriano al siglo XX, sino la conocida sucesión de decadencia, Edad Media, Renacimiento y mundo moderno? A algunos historiadores les ha parecido que se podría haber evitado toda la tragedia si no se hubiera cometido algún pequeño error: sólo con que César hubiera sido asesinado un poco más tarde (o un poco antes, según la valoración concreta que cada uno haga del papel de César), o con que Trajano no hubiera extendido el Imperio algo más allá (o, alternativamente, con que Adriano no hubiera restablecido pronto 25
  • 26. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n las viejas fronteras), todo habría seguido bien y se habría impedido la catástrofe. Otra escuela, que no quiere saber nada de un esquema de causación que huele tanto a la suerte o al destino, localiza el factor fatal prácticamente fuera del control del hombre, en el deterioro del clima (de acuerdo con ciertos ciclos), en la extensión de la peste o el paludismo, en el agotamiento del suelo o en una disminución general de la población desde el año 150 d. de J.C. aproximadamente, que condujo a una falta crónica de mano de obra. Otros contestan reafirmando la culpabilidad colectiva de los habitantes del Imperio, que se dejaron corromper por el vicio o que, por el suicidio de la raza, una crianza disgenésica o algún otro crimen biológico, provocaron un deterioro permanente en la estirpe romana. Casas de Ostia. Restauración (por I. Gismondi) de la «Casa dei Dipinti» en Ostia, mostrando el patio interior de esta gran casa de vecinos. (De M. Rostovtzeff, Social and Economic History of the Roman Empire, Oxford, 1957.) El Pont du Gard, que llevaba el agua de Nimes sobre el Gard cerca de Remoulins; probablemente fue construido bajo Augusto; tiene 273 metros de largo y 49 metros de alto. (Foto: J. Combier à Mâcon.) [Valga esta nota para el resto en las que aparecen otras ilustraciones distintas a las originales: por la mala calidad de la reproducción del libro impreso se muestra una foto tomada de http://commons.wikimedia.org/wiki/Pont_du_Gard ] 26
  • 27. F. W. Walbank L a p a v o ro s a re v o l u c i ó n Mineros españoles. Bajorrelieve de Linares (España), mostrando a los mineros descendiendo por una galería al pozo y llevando varias herramientas. Se extraían plata y plomo en Linares (antiguo Castulo). (De M. Rostovtzeff, Social and Economic History of the Roman Empire, Oxford, 1957.) Terra sigillata. Muestra fabricada en Lezoux, ahora expuesta en el Museo Británico. (Reproducida con permiso de los directores.) [En la versión escaneada se ha tomado la ilustración de http://www.thebritishmuseum.ac.uk/explore/highlights/highlight_objects/pe_prb/s/samian_ware_vase.aspx, donde aparecen explicaciones sobre la misma] 27